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Ludovico, rey de Escocia, tenía una hija llamada Lisena. Su florida y hermosa juventud no pasaba de los dieciséis años. Era tan clara y aguda de entendimiento que ponía en admiración a quien la escuchaba. Era poco inclinada al casamiento, cuanto afectuosa a la caza, pues era continuo ejercicio penetrar los montes y fatigar los valles. Y aparte de esto, tan recatada y virtuosa que pidió a su padre por merced que no se copiaran retratos de su belleza .
A la fama de tan soberanas partes, fue pretendida de muchos príncipes, en particular el rey de Hungría, el de Alemania y Enrico, rey de Navarra. Enviaron sus embajadas a la Corte, y su padre cerró la puerta a los pretensores con decir que la Reina estaba enferma y que no había esperanza de mayor sucesión. Sintieron to dos el mal despidiente, y quien más lo dio a entender fue Enrico, por encarecerle su embajador la divina hermosura de Lisena con tan exageradas ponderaciones que fueron bastantes a rendirle el corazón, tan amante de su propia idea que, representando en ella a todas horas lo que había escuchado, vivía melancólico.
Tenía Ludovico a doce leguas de su Corte una bien fabricada ciudad, en tan ameno sitio que la podemos llamar hermoso pensil de la Naturaleza, pues era un abreviado paraíso: tenía frondosos y espesos bosques poblados de mucha caza, así de monte como de volatería, y aparte dilatados sotos en que apacentar los ganados, espaciosas selvas, y como en testera, que la señoreaba toda, una fortaleza o castillo que servía de real palacio a los reyes cuando venían, por dar gusto a Lisena, a gozar de su mucho recreo.
Cercábala por la una parte un caudaloso río, piélago tan profundo que le daban nombre de brazo de mar. Era la causa que a temporadas venían al puerto algunas naves, unas derrotadas de los vientos, otras de intento a comprar y vender mercancías; por lo cual, y por estar separada de otros lugares, le llamaban La Isla. Era el trato de sus moradores prevenirse al año de todo lo necesario para la provisión de las naves; hacían ropa de embarcación de todos géneros. Con esto, vivían ricos y contentos, vestían galas a lo labrador los mancebos de lustre, vaqueros guarnecidos de vistosos pasamanos; las doncellas sayuelos y abantales, corales y patenas .
Preciábanse de tener en las casas pintados jardines con varias flores, árboles frutíferos; labrábanlos a tapia baja, guarnecidos y cercados de gruesos encañados, de suerte que se gozaba desde afuera de su amena vista, en particular todos los que vivían a la parte del mar, porque en la fortaleza daban dos ventanas del cuarto en que posaba Lisena a aquella parte, y desde allí señoreaba todo el mar, bosques y jardines. Había en el cristalino río hasta veinticuatro galerillas en que se paseaban, cuando gustaban de ir a ver pescar, y muchas barcas para el servicio de los isleños (que ese nombre les daban). Y porque las ventanas del referido cuarto daban a un angosto y pedregoso callejón que tenía la entrada por las espaldas del real palacio, se había labrado en él, fabricada de argamasón, cal y canto, trabado con las peñas que servían de muralla a los embates de las ondas, una plaza a modo de azotea, con su baluarte para seguro; y a la parte de una ventana rasgada que estaba en la primera sala, se labró una torrecilla que servía de atalaya, cercada de un cubo de poyos y almenas. Este sitio, por la mala entrada que tenía y por estar remoto al común comercio, era inhabitable, y sólo servía de encender lucidos y voladores fuegos para celebrar la venida de los reyes, y en lo restante se encendían muchas luminarias y cazoletas . Preveníanse las galerillas de trompetas y clarines; esto servía de salva, y de tanto gusto a Lisena cuanto no se puede encarecer.
A pocos meses de haber su padre despedido los pretendientes de su casamiento, murió la Reina, con tan general cuanto debido sentimiento como pedía una pérdida tan grande. Y pasado el tiempo de los acostumbrados lutos, pidieron los grandes de Escocia a Ludovico fuera servido de admitir segundo matrimonio, poniéndole por delante, si moría sin heredero, los dejaba sujetos a señor extraño, pues era preciso que su Alteza se casara.
Y como la amaba tan tiernamente, lo rehusaba, temeroso de darle madrastra. Y quien más le persuadía era ella misma.
Hallóse convencido, pareciéndole que le pedían razón, y determinado a darles gusto, le trajeron algunas copias en que hiciera elección, entre las cuales vió un retrato de Clorinarda, duquesa de Mantua, dama de tan gentil y hermosa disposición que, luego que la vió, efectuó su casamiento.
Y como las cosas de los reyes son públicas y dilatadas, y más cuando de suyo son festivas, voló la fama del tratado casamiento. Y llegando a noticia de Enrico, se determinó a ir encubierto a la corte de Escocia, tanto por ver la entrada de la Reina como por satisfacer su deseo, pareciéndole imposible lo que su embajador le había significado. Y como amante prudente y prevenido, mandó que le retrataran en una pequeña lámina, y que al pie le pusieran su nombre y el de su reino, seguro, sin vana presunción, de sus muchas partes: era de lindo cuerpo, airoso, bizarro de talle, blanco y pelinegro, ojos grandes, negros y rasgados, proporcionado de facciones, y lo más de todo, poderoso, afable y de raro entendimiento . Preciábase de hacer mercedes, y con esto reinaba en pacífica quietud. Dejó un deudo suyo en el gobierno de su reino, con el orden que había de seguir para remitirle las cartas y con doce grandes valientes y leales.
Prevenido de joyas y dineros, llegó a la Corte quince días antes de la entrada de la Reina. Gozó de las suntuosas y prevenidas fiestas, y la mayor para su amante corazón fue el ver a Lisena, tan admirado de su belleza que le pareció un breve rasgo cuanto le habían dicho, en comparación de la verdad. Y con este nuevo y encendido pensamiento, sin darse a conocer, se quedó en la Corte, con intento de hacer las diligencias posibles para que su retrato llegase a manos de su adorada princesa. Trabó amistad con algunos caballeros de palacio para ganar la entrada; y aunque no consiguió su primer intento, se consolaba con verla y gozar de los festines y saraos.
A dos meses, se renovaron las fiestas por la certeza que hubo de que la Reina estaba preñada. Y como salía a los acostumbrados paseos a ver y ser vista de sus vasallos y llevaba consigo a Lisena, eran tan generales y tantas las alabanzas que todos daban a su Princesa que, reparando Clorinarda en el mucho aplauso, reinó en su pecho una envidia mortal. Con tanto extremo que pasó a ser rencor declarado, diciendo al Rey:
—¡Vuestra Majestad y toda su Corte quieren tanto a la Princesa que no se hace caudal de mí!
Sintió Ludovico los mal fundados celos con tanto desabrimiento que se encendieron en palacio algunos fuegos de continuos y pesados disgustos. Hallábase confuso, por quererlas igualmente. Teníale melancólico el temer que la Reina no abortara el deseado fruto.
Sentía Lisena el ver a su padre tan disgustado, tanto como se puede entender de su prudencia. Y una tarde que pudo hablarle a solas, le mandó llamar; y venido a su cuarto, le dijo, derramando copiosas lágrimas:
—Padre y señor, yo quiero pedirle a vuestra Majestad una merced con que me parece que los pesares de la Reina se templarán. Ya vuestra Majestad sabe que yo gusto de ir a La Isla; allí viviré contenta, considerando su quietud, aunque me atormente el ausentarme de sus ojos. Y el mayor favor ha de ser que vuestra Majestad le de a entender que me destierra por darla gusto.
Abrazóla el enternecido padre, estimando su prudencia; y pareciéndole no era fuera de propósito quietar a la Reina por el tiempo que durase el preñado, se determinó a darle gusto. Mandó llamar al Almirante, y dándole cuenta de lo que pasaba, le dio orden para que se previniera la partida con brevedad.
Publicóse luego el fingido destierro, y llegando a noticia de Enrico, fue tanto su contento que pasó a extremos de loco, pareciéndole que en La Isla tendría logro su amante pretensión. Mandó que le trajeran un poco de paño pardo y basto y que le cortasen un vestido tan bronco que, después de vestirse, quedó en la semejanza de un tosco villano. Mandóles a sus grandes se quedaran en la Corte, y que uno de ellos, disfrazado, fuera todas las semanas a llevarle los pliegos que le traían de Navarra y para lo demás que se ofreciera.
Con esto, se fue a La Isla sin esperar la partida de Lisena. Y llegado a una posada, pidiendo cama y de cenar, convidó a los dueños para introducirse; y para encubrir su grandeza dio a entender era hombre simple y falto de juicio. En el discurso de la cena, les dijo:
—Yo soy a propósito para la labranza de los campos. Héme criado en eso. Si saben de un amo a quien servir, búsquenmelo, que yo se lo pagaré. Y si quieren algún dinero por los días que he de estar aquí, pidan lo que quisieren, que bien traigo que gastar.
Tenía Ludovico en La Isla un caballero llamado Alberto sólo a fin de guardamayor de los vedados bosques; y como sabían andaba a buscar un criado para que de noche sirviera de guarda y se quedara en una casa de campo cerca del sitio, le dieron aviso. Mandó que se le trajeran, y venido a su presencia, le preguntó cómo se llamaba y de dónde era. Respondióle:
—Yo soy de par de Aragón; en mi pueblo me llamaban Rústico Amador ; llámeme como le cumpliere que a todo le responderé. Mi padre era muy ricote; vendíle unas vacadas para hacer dinero, y tomé el camino y me vine a ver mundo. Aquí traigo dos mil ducados, y se los daré para que me los guararde, pues me ha de dar lo que hubiere menester.
Parecióle a Alberto hombre doméstico y a propósito para el trabajo, y codicioso del dinero para emplearlo en el trato de las embarcaciones, lo recibió en su casa. Era casado, y tenía dos hijas muchachas, y el prudente Rey las regalaba y las traía algunas galas de lo mejor que miraba en las tiendas. Con esto, y con servir puntual a lo que le era mandado, le cobraron tanto amor como si fuera un hijo. A la sombra de su dueño, como era persona a quien todos respetaban, se fue introduciendo con los mancebos de lustre: convidábalos, prestábales dinero, y a lo que le decían, tan graciosos disparates que ya no se hallaban sin él.
Un mes estuvo en La Isla, pendiente de sus esperanzas, y venido el Almirante con otros caballeros que habían de asistir al servicio de Lisena, mandó llamar hombres a propósito para adornar el palacio. Fue Enrico como espantado a su casa, y preguntó a su dueño:
—¿Quién son estos?
—¿No has visto otros como ellos?
—No, por cierto, que en mi tierra todos andan como yo.
Volvióle a decir:
—Estos son los grandes de Escocia, que vienen a vivir aquí porque han de servir a la Princesa.
Díjole:
—¿Quiéreme dejar ir a verlos?
Diole licencia, y como todos te querían bien, luego que entró en el castillo empezaron a burlarse con él. Respondióles de intento tantas y tan graciosas boberías, que les provocaba a tanta risa que repararon el Almirante y los caballeros en él. Y preguntando quién era, no faltó quien les dio cuenta de todo, y que Alberto le tenía en su servicio. Con esto, empezaron a trabar conversación por entretenerse, y como era lo que él deseaba, los entretuvo con tantos donaires que ya le echaban menos si se apartaba de allá. Y tratando el Almirante de repartir las estancias para que se aderezaran, entrando en el cuarto de Lisena para adornarlo, les dijo a los caballeros:
—En esta sala primera se pondrá el estrado; en la de adentro el dormitorio; y en la sala de más adentro el dormitorio de las damas, por que de noche estén cerca de su Alteza para lo que se ofreciere.
Estaba como al descuido atento a lo que decía, y llegando a ver qué parte caían las ventanas, creció su contento. Reconociendo el sitio, entró en la sala de las damas para ver si las ventanas caían al callejón, y halló que daban a una plaza que estaba dentro del castillo, en que se acostumbraba hacer fiestas reales a los Reyes. Con este impensado gusto, bajó en achaque de traer unos clavos que faltaban. Y dando vueltas a la azotea, puesto en el cubo de la torrecilla, como la ventana rasgada estaba abierta, alcanzó a ver tanta parte de la sala que alcanzó a ver parte del sitio en que se había de poner el estrado. Y dando vuelta a todo el callejón para ver si había otras ventanas, quedó satisfecho de que solas las dos que él había menester daban en aquella parte, tan gustoso de ver el sitio que no le cabía el corazón en el pecho. Y vuelto al castillo, ayudó a armar el dorado lecho.
Mandaron prevenir la salva de las galerillas y las luminarias, y luego que llegó Lisena, se fue a la azotea para ayudar a encender los fuegos. Y llegando a las ventanas con sus damas, gozó de contemplar su belleza. Entre las fiestas que le hicieron, era la mayor cantasen en su presencia los mancebos más diestros. Y conociendo el amante su gusto, se determinó a partir sus cuidados con su descuidado dueño. Compró una vihuela digna de sus manos, ajustando al instrumento una letra que había compuesto. Como se quedaba en la casa de campo, llegada la deshora de la noche se fue al despoblado sitio, seguro de que no podía ser oído de otra persona. Sentado al pie de la torrecilla, dio principio a la sonora armonía.
Como Lisena venía tan disgustada, pasaba los más de la noche sin dormir, espantada de oír en semejante paraje música, que ninguna vez de las que había venido a La Isla había oído. Por divertir sus penas y por la mucha inclinación, sin llamar a las damas se levantó; y abriendo la media reja del dormitorio, se puso a escuchar, presumiendo serían algunos mancebos, respeto de que ya empezaba el calor, que vendrían a gozar del fresco del mar.
Reconoció el dichoso amante, con la luna, que había persona en la reja, y seguro de que no sería otra que la que buscaba, cantó la siguiente letra:
Lise, Aurora de los montes
y Diana de las selvas,
Amaltea de las flores,
deidad a quien reverencian:
Amor me manda que os pinte,
y no es posible que pueda
copiar Apeles un rasgo
de vuestra rara belleza.
¿Quién duda del pelo hermoso
que viene a robar las trenzas,
para fuego de sus rayos
el luminoso planeta?
¿Quién duda en los bellos ojos
que dulcemente se precian
de alargar con la blandura,
cuando matan con las flechas?
¿Quién duda que de esa boca,
caja de orientales perlas,
que en ámbar beben las flores
la fragancia que les presta?
¿Quién duda en las bellas manos,
que os dio la Naturaleza
lindas manos al formaros,
para haceros tan perfecta?
¿Quién puede de tantas gracias
celebrar la menor de ellas
sin perder por atrevido
la dicha de merecerlas?
¡Quiera el Cielo, Lise hermosa,
que os corone la cabeza
un rey rendido y amante,
que daros un reino intenta!
Acabada la letra, dejó el sitio, diciendo:
—Adiós, alcázar dichoso, albergue del serafín más bello que ha dado el Cielo a la tierra.
Con esto, se fue, tocando muchas y galantes diferencias hasta salir del callejón.
Volvióse a la cama, tan admirada del repentino suceso que, llevada de su imaginación, discurriendo en varios pensamientos, empezó a decir:
«¿Será posible dar crédito a lo que me pasa esta noche? ¡Cantar en este sitio, celebrar mi belleza, repetir mi nombre…! ¡Cosas me parecen de sueño! ¿Cómo podré conocer a quien me da este cuidado?»
Con estos desvelos pasó lo restante de la noche. Y pareciéndole que no podía averiguar sus sospecha estando en palacio, mandó otro día al
Almirante que le armaran una tienda que se acostumbraba las veces que gustaba de bajar a ver el río. Era una espaciosa selva, poblada de álamos; preveníanse junto a la tienda alfombras para las damas, y desde allí gozaban de todo. Advirtióle al Almirante que mandara juntar todos los músicos, para que cantase cada uno de por sí, dando a entender quería escoger los mejores para las ocasiones que se ofrecieran.
Y venida la tienda, como fue público el hacer elección, cantando cada uno de por sí, conoció Enrico el cuidado, pareciéndole era la prevención para conocerle. Y gustoso con la presunción, trató de darle nuevos cuidados, dando a entender que la entendía. Y a la hora del común silencio, se fue a la torrecilla, y dando principio al sonoroso instrumento, contenta de ver que perseveraba y reconociendo al gustoso amante que había llegado a la ventana, cantó la prevenida letra:
Montes, pues Lise me escucha,
contento vengo a deciros
que celebren vuestros ecos
las glorias que yo repito.
Cuidados disimulados
me han dado claros indicios
de presumir un favor
que ya tengo merecido.
Lise me busca, y sin duda
de su cuidado imagino
que no me tiene de hallar,
pues por ella estoy perdido.
Decídle de parte mía
que sólo sabe este risco
quién soy porque teme el alma
rigores de su castigo.
Con las dudas de perderla,
el miedo de aborrecido
me obliga a morir callando
sin atreverme a decirlo.
Algún día querrá el Cielo
que estemos los dos unidos:
Lise a estimar mis finezas,
y yo a sus plantas rendido.
Mas, ¡ay!, que tarda el tiempo y sólo vivo
de la gloria que tengo si la miro;
y elevado en su cielo,
es gloria en mi cuidado mi desvelo.
Cantó con tan tristes acentos los últimos versos, que no le dieron lugar a proseguir, aunque llevaba intento de entretenerla con diversas letras, y suplieron los suspiros los acentos que le faltaron.
Con esto, se fue, dejándola tan disgustada: «¡Mal haya tanto miedo! No sé si le agradezca el respeto, pues no será posible averiguar quién es. Claro me ha dicho que no vive sino cuando me ve. Según esto, no entra en palacio, y hasta conocerle he de dar ocasión a que me vea…»
Con esto, le mandó al Almirante y a sus caballeros que se dispusieran algunos bailes y entretenimientos para divertirla, porque estaba melancólica; y que se le armase la tienda todas las tardes, para gozar del fresco.
Era Alberto gran jugador de pelota, y mandó que la avisaran, porque gustaba de verle, y a otros mancebos que se preciaban de jugar bien. Y venida a la tienda, deseoso el encubierto amante de introducir conversación, con la capa de la simpleza se llegó a su dueño, luego que se empezó el juego.
—¡Ah, mi amo! ¡Déjeme jugar con estos y verá cómo les gano el dinero para que sus muchachas merienden!
Rehusólo, por el hábito bronco, y los caballeros, como ya le conocían, le mandaron que le dejase jugar. Llegóse a los mancebos, preguntándoles:
—¿Cuál de vosotros juega más?
Respondióle el hijo del Gobernador:
—¡Yo! Y pondré de partido quinientos escudos. Y si te los gano, ¿quién sale por tí?
Respondió el Almirante:
—Juega, que si Amador perdiere, yo salgo a la paga.
Ganóle el dinero al mancebo, y al querérselo pagar, mostrando tristeza, no le quiso recibir, diciéndole:
—Yo no quiero tu dinero, sino tu amistad.
Con esto, no pasó adelante, y lo restante de la tarde la entretuvieron con los bailes prevenidos.
Y vuelta a su palacio, le preguntó al Almirante quién era aquel hombre. Refirióle todo lo que le había contado, diciendo:
—Prometo a vuestra Alteza que en mi vida he visto simple más gracioso, y a no serlo tanto, podía ocupar la plaza de bufón en palacio.
Con esto, refirió algunas boberías de las que te había oído. Y después de haberle dado la cena, cuando se retiró para que la desnudaran les dijo a sus damas:
—Cuando bajemos mañana a la selva, hablad a este hombre, que gustaré de oírle. Y quedando sola, discurriendo en su cuidadoso pensamiento, dijo:
«¿Sería posible que sea este hombre el mismo que escucho en la música, y para encubrir su grandeza se valga de esta estratagema…? En la tienda no puedo faltar a mi decoro… ¡Resuelta estoy a satisfacerme!»
Y con este nuevo pensamiento, dijo a sus caballeros el siguiente día que gustaba de entrar en los bosques a cazar de volatería. Y luego que llegaron a los vedados sitios, como las damas iban advertidas, le empezaron a decir a Enrico algunos donaires, para provocarle a que respondiera. Cumplióles el deseo con tanta risa de todas, que no fue poco en Lisena el disimular la suya. Y levantándose al ruido de los primeros tiros una bandada de palomas a favorecerse en las ramas de los espesos árboles, una de ellas era tan blanca y pomposa que dijo Lisena:
—¡Tiradle a aquella paloma, que gustaré de verla caer!
Y enarbolando uno de los cazadores la ballesta, le detuvo Enrique, diciéndole:
—Dame, que yo tiraré.
Apuntóla, con tan gran acierto que la cándida avecilla cayó bañada en rojos granates. Díjole una de las damas:
—Amador, lindo pulso, ¡bravo tiro!
—No os espantéis, que como apunto al blanco tiré con cuidado, por no errar el acierto.
Esto dijo poniendo los ojos en Lisena aunque de paso, cosa que la obligó a sonrosar el rostro, y no tan poco que no conociera el efecto que había hecho.
Cuando volvió a su palacio, por hallarse calurosa, mandó que no se cerrara la ventana de la sala. Y llegada la hora de la música, como salía siempre a escucharlo, después de haber cantado algunos sainetes, poniéndose de pies en los poyos del cubo, mirando a la sala, dijo recio:
—¡Bien haya quien dejó esta ventana abierta, pues aumenta mi gloria en darme lugar de que ponga los ojos en aquellas alfombras!
Con esto, se fue. Y pareciéndole que sería bastante dejarla abierta, se estaba tan cuidadosa como él presumía. En caso de duda, por lo que sucediera, buscó una ballesta bien armada, y en una flecha puso un papel.
Llevóla con su instrumento, y hallando la ventana abierta, por no asustarla, se valió de la música. Y luego que salió a la reja, puesto de pies en el cubo, disparó la flecha con tan sobrada pujanza que dio a la mitad de la sala; y por dar lugar a que la viera, no cantó aquella noche.
Admirada del valeroso atrevimiento, salió a ver lo que había tirado. Y hallado el papel, leyó en él las siguientes razones:
«Seguro de que vuestra Alteza, como deidad superior y divina, no se dará por ofendida de verse adorada de un hombre tan loco de amor que se determina a tan grandes arrestos, escribo estos renglones, no porque espero respuesta (pues fuera el presumirlo mayor atrevimiento): bástame para vivir contento que vuestra Alteza sabe que vive encubierto en esta Isla quien pretende su mano con presunciones de merecerla.»
Quedó tan picada que, pasando el papel muchas veces, decía: «¡Mal haya La Isla! ¡Nunca yo hubiera venido a ella, pues huyendo de la Corte y de los pesares que me daba la Reina he venido a tenerlos mayores, sin poder averiguar quién me los da, pues ya me tienen de suerte que no sé si diga que tanto cuidado nace de amor, y amar sin saber a quién será desdicha, cosa que me puede costar la vida…! Este hombre no entra en mi palacio. Yo he de bajar a La Isla, para que la oiga a las manos.»
Otro día, mandó al Almirante que se hicieran fiestas. Llamó al Gobernador para prevenirle de lo que le era mandado. Venían cerca las Carnestolendas , y los mancebos hacían una ridícula y bulliciosa fiesta. No había venido Lisena a tiempo de verla. Propuso el Gobernador el caso, y preguntandole qué cosa era, respondió que los mancebos echaban suertes para sacar un rey de los gallos, para obedecerle y festejarle aquellos tres días; con tal condición, que al que le tocase la suerte había de dar a veinte criados libreas , y que estas se hacían de oropel, papeles de color y otras cosas para mayor risa; que al rey le ponían en la caperuza una corona de papel y se le daba un bastón en señal de mando. Estaba obligado a darles el domingo una comida, y que a él se le habían de dar los gallos que se corrieran. En la selva adonde a su Alteza le armaban la tienda, se ponía una maroma de un árbol a otro, y allí se colgaban los gallos; y que se les vendaban los ojos a los que los corrían, y que verlos caer y maltratarse causaba general alboroto. Y el domingo por la mañana, con danzas y atabalillos , paseaban al rey por todas las calles de La Isla.
Parecióles a los caballeros que sería gustosa, y le mandaron que la previniera. Supo Enrico lo que pasaba, y deseoso de presentarse a los ojos de su Princesa con galas de amante, aunque rústicas, se fue a casa del Gobernador y le dijo:
—Si hace que me hagan rey te daré un balandrán pintado como él quisiere, y a los que han de ser mis vasallos libreas de importancia para que se queden con ellas y las rompan en los bailes, que esto de papeles no es cosa para que lo vea su Alteza.
Enviólos a llamar. Y sabido lo que el rústico prometía, le dieron el bastón. Con esto, se fue a su casa. Y diciéndole a Alberto lo que pasaba, le dijo:
—Pues se tiene allá esos dos mil ducados, cumpla con todo lo que es menester y quédese con lo demás.
Y preguntándole lo que había de hacer, le respondió:
—Al Gobernador le ha de dar un balandrán, y a mis vasallos vaqueros y monteras de tafetán verde, guarnecidos con pasamanos pintados. Y para mí un vestido de raso encarnado, guarnecido de cortaduras negras del mismo raso; la corona ha de ser negra y orlada con oro, y las cortaduras han de ser de esta manera… —dándole un papel en que estaba una S grande— Y prevenga una buena comida. Y ahora deme los reales de a ocho, que los he menester.
Tomólo todo por memoria, y dándole el dinero que le pidió, tomando Enrico el bastón, se fue a casa de un pintor, de estos que hacen cosas de papelón: dándole el dinero y el bastón, le dijo:
—Vos me habéis de hacer en una tablilla una polla muy pintada de papelón, y me la habéis de clavar en ella, que no se caiga, y habéisla de clavar en este bastón; y pendiente de ella habéis de poner otra, y en ella me habéis de escribir esta coplilla de letras grandes. Y no habéis de decir nada hasta que la vean, porque quiero dar que reír a estos marquesotes.
Prometió el secreto, contento con la paga. Y como el Almirante estaba cuidadoso de la fiesta, preguntando en qué estado estaba, el Gobernador le refirió lo que había, y cómo el rústico era el rey, cosa de que se alegraron. Y como todo era a fin de divertirla, como la veían melancólica, cuando sirvieron la cena le refirieron lo que el Gobernador les había dicho. Y aunque lo disimuló, quedó turbada con el gusto de la consideración, pareciéndole que la disposición de las galas no eran de hombre mentecato; y acreditando la sospecha , le respondió:
—Cuando le saquen al paseo, le mandaréis que venga a palacio, porque gustaré de verle pasar.
Venido el domingo, se fueron todos a casa del Gobernador, a tiempo que ya se estaban vistiendo. Y como los visos de lo encarnado lucían tanto con lo negro de la guarnición, y de suyo era tan airoso y tan blanco, como estaba abochornado les pareció tan bien a los caballeros que les pesó de que un hombre de tantas partes fuera simple. Díjole el Almirante:
—Ahora habéis de ir a palacio, porque su Alteza quiere veros pasar.
Advertid que el rey es majestad, y en llegando a dar vista a las ventanas le habéis de hacer tres reverencias con mucha gravedad.
Volvió a mirar los mancebos sin responderle, y les dijo:
—En llegando a donde está su Alteza, haréis calle tantos de una parte como de otra, para que yo pase y haga estas reverencias que dice el Almirante.
Y pidiendo el bastón, celebraron todos con mucha risa el jeroglífico de la polla y de la letra.
Salieron al paso, y avisando a Lisena, llegó para verle a unos balcones que daban a La Isla, acompañada de sus damas. Luego que le vieron, obedeciéndole sus vasallos, pasó por medio con pasos graves y medidos; y quitándose la caperuza en que estaba la corona, después de haber hecho las reverencias, se quedó destocado, diciéndole al Gobernador que danzaran en presencia de su Alteza tres danzas que traían.
Acabados los bailes, volvió a repetir la cortesía, y al proseguir con el paseo, dijo el Almirante:
—No puedo creer sino que este hombre es algún caballero de importancia, y por algún acaso de fortuna anda encubierto y peregrino.
Respondióle otro caballero llamado don Rodrigo:
—¡Espántome de que Vuecelencia diga una cosa como esa! ¿Ahora sabe que la aprehensiva de un loco es de las cosas más fuertes que tiene el mundo? Como le advertimos que el rey es majestad, llevado de su aprehensiva, representó el papel al vivo.
—No hay duda de que es verdad lo que dice don Rodrigo —respondió otro caballero llamado don Alejandro—. Cosas se cuentan de locos dignas de ser memorables.
Respondió otro llamado don Sancho:
—Yo pudiera contar muchas, a no ser tan tarde.
Con esto, subieron a dar la comida, y Lisena preguntó qué significaba la insignia que llevaba en la mano. Respondióla el Almirante:
—Es costumbre el dar los gallos al que es rey; y el rústico, de su inventiva, sacó la invención de una polla, que va en lo alto del bastón, y en la tablilla pendiente mandó que le escribieran una coplilla. Y la tomé de memoria para referírsela a vuestra Alteza, la cual dice así:
Aunque soy «Rey de los Gallos»,
no me los deis en la olla,
que mejor es esta polla.
Celebraron el donaire todas con mucha risa, y Lisena, en duda de la verdad, quiso regalar a su encubierto amante, y respondió:
—Como yo he de ver esta fiesta, pide en eso que se le haga alguna merced: enviadle estos días cuatro platos y una polla, y désele ración por el tiempo que estuviéremos aquí; y pónganle esta tarde el asiento cerca de mi tienda, porque gustaré de oírle.
Refirióle el Almirante la sospecha que habían tenido, la cual creció más, porque, bajado a comer, le envió a llamar; y venido a su presencia, le dijo:
—Amador, su Alteza ha gustado del donaire de la polla, y ha mandado se os den unos platos de regalo y ración el tiempo que estuviéremos aquí. Cuando esta tarde baje a la tienda, habéis de hincar la rodilla, y con mucha cortesía le habéis de agradecer la merced que os hace.
Miróle con severidad, diciéndole:
—¡Andad de ahí, que sóis un tonto! Si el rey es majestad, como vos decís, ¿no veís que la pongo en lugar inferior llamándola de Alteza? —y volviéndole las espaldas, le dijo: Enviadme esos platos, que quiero comer.
Admirados de escucharle, dijo don Sancho:
—Cierto que estoy por acreditar la sospecha del Almirante.
Y llegada la hora de acompañarla para que bajase a la selva, le volvieron a referir lo sucedido, y gustosa de escucharlos, dijo a una dama llamada doña Inés de Palma:
—Decídle algo acerca de la majestad cuando esté en mi presencia, para ver lo que responde.
Y venido a la tienda, le advirtieron que el sitial de las alfombras era para que se sentara; y entrando en ellas, hizo una reverencia hasta hincar la rodilla, y quitando la caperuza en que estaba la corona, la dejó en el suelo y tomó asiento. Como doña Inés estaba advertida, le dijo:
—¿Cómo deja vuestra majestad la corona en el suelo?
Respondióle:
—¿A dónde os parece que puede estar más alta que a los pies de la Princesa de Escocia?
Miró la camarera a las demás, diciendo:
—En verdad que podemos acreditar lo que dice el Almirante, que estas boberías tienen mucho de discrección.
Acreditó Lisena por evidencia la presunción que tenía, y llegada la Cuaresma, no continuó Enrico las músicas, por la decencia del tiempo. Cosa que le causó tanta melancolía a la cuidadosa dama, que dijo un día al Almirante mandase prevenir las galerillas para entrar en el mar.
Acostumbraban ella y sus damas, por excusar el embarazo de los verdugados , el vestirse de corto a lo labrador. Acudió la gente a ocupar las barcas para verla, y Enrico se entró en una por donde había de pasar, por verla subir a su galera. Y después del paseo, llegada la hora de volver a tierra, divertido el barquero en verlas desembarcar, amarró la barca con la escalerilla tan floja que, al entrar el Almirante para servirle de bracero al bajar, fue en tan desgraciado punto que, apartándose la barca con el movimiento de las aguas, dio en el río sin poderla detener.
Arrojóse Enrico con tan veloz presteza que a todos les pareció un ave, y asiéndola con el valeroso brazo por la mitad del cuerpo, asió una cuerda que le arrojaron con la otra mano y sacóla con brevedad, tan fuera de su acuerdo que les pareció estar difunta. Y desperado con la presente pena, sin acordarse de la simpleza, dijo a los caballeros:
—Llevadla luego al palacio, que el resfrío de las aguas le puede dañar. Y se hará una cosa que yo os diré, que la hicieron para mí otra vez que caí en el mar.
Metióse la camarera en una silla, y tomándola en los brazos mientras la subieron al castillo, le dijo al Almirante:
—Habéis de hacer que en una paila, se ha de echar cantidad de vino, unos sarmientos y cogollos de romero; y en hirviendo, habéis de empapar una sábana, cuan caliente se pueda; y desnudándola hasta la camisa, la envuelvan en ella, y cárguenla de ropa para obligarla a sudar. Hágase una infusión de camuesa y agua de azahar mixturada de coral, oro y piedra bezal , espesa y bien caliente se la apliquen al corazón, y prevéngase una bebida cordial para cuando vuelva del desmayo.
Había dos médicos en La Isla, y refiriéndoles lo que el rústico había dicho, aprobaron el remedio, aunque el uno de ellos dijo:
—No sería malo darle unas ligaduras muy apretadas.
Enfadado, le respondió:
—¡Idos a dar esas ligaduras a vuestra mula! —diciéndoles algunas boberías, que casi los provocó a risa.
Mandó el Almirante que se hallaran presentes a prevenir los medicamentos, y traída la paila con la sábana, se retiraron a la sala para dar lugar a que la desnudaran. Díjole la camarera:
—Amador, dejemos resfriar esta sábana un poco, porque está muy caliente.
Llegó a tenerla, y pareciéndole estaba buena, le dijo:
—Ponédsela, que más vale que se queme, que no que se muera.
Hiciéronlo así, echándola ropa bastante para que sudara. Dos horas estuvo sin volver en su acuerdo, y abiertos sus hermosos ojos, halló a sus damas tan llorosas cuanto pedía la presente pena. Preguntándole cómo se sentía, respondió estaba cubierta de un gran sudor; y preguntando qué era lo que la habían puesto, lo refirió la camarera, diciéndola que el rústico lo había ordenado, y el valor con que se había arrojado al mar para librarla. Y arrebatada de su imaginación, sin advertir lo que decía, le respondió:
—¡Quién sino un rey amante pudiera tener tanto valor…! Preguntadle si me pueden quitar esta ropa.
Y llegando a decir lo que le era mandado, le respondió «que con unas toallas tibias le vayan limpiando el sudor blandamente, y mudándote la ropa sahumada y caliente». Oyó la cuidadosa enferma lo que decía, y sin esperar a que lo refiriera, le mandó lo ejecutara. Hízose todo con brevedad, y resuelta a tenerle cerca de su persona, les dijo:
—Decidle que entre, y a mis caballeros que les quiero alegrar con la mejoría.
Entraron todos, volviendo a repetir la presteza con que se había echado Enrique a las aguas. Miróle algo cariñosa, diciéndole:
—Los medicamentos de esta noche son tan acertados que me siento buena: no sirváis de guarda, servidme a mí, que el tiempo que estuviere en La Isla, si tuviere algún achaque, quiero que vos me curéis.
Quiso arrodillarse para agradecer el declarado favor, tan turbado que, tropezando en la alfombra que estaba delante de la cama, le fue preciso poner las manos en el borde para detenerse. Riéronse todos, y don Sancho le dijo:
—¿Qué es eso, Amador? ¿Así te turbas?
Miróle, diciendo:
—¡Cuerpo de tal con vos! ¿No queréis que me turbe, si desde criado de Alberto he dado un salto a médico de cámara?
Con estos donaires, la entretuvo un rato, diciéndola tomase la bebida, y que dentro de una hora se la diese de cenar.
El día siguiente, entrando los médicos a visitarla, la hallaron sin accidente, cosa de que todos se alegraron, significando uno de ellos, como por admiración, el asombro que le había causado que un hombre tan incapaz dispusiera cosa tan importante. Quiso aventajar el favor:
—Mucho le debo a Amador, pues le debo la vida.
Respondióle, como estaba presente:
—Y que mucho hiciera yo en perderla en servicio de vuestra Alteza, cuando no la estimo para otra cosa que para servirla.
Determinaron que guardase la cama ocho días, y pasados los cuatro, contenta de ver que no tenía novedad y para significar la pena del pasado susto, después de haberse recogido todos al común descanso, tomando su instrumento se fue al despoblado sitio. Luego que le oyó, fiada en el valor, abrigándose con un manteo de rizada lana y un serenero , llego a la ventana; y por no detenerla, cantó la siguiente letra:
¿Cómo es posible que un ángel
esté sujeto a las penas,
cuando es gloria para un alma
el contemplar su belleza?
Padecer eclipse el sol
es presagio que a la tierra
le da a entender que es criatura,
aunque es inmortal planeta.
Si en las deidades humanas
predominan las estrellas,
cuando tan loco os adoro,
no os espantéis de que tema.
¡Ay Lise, adorado sueño!
¿Cómo en mi pecho se alienta
la voz para pronunciar
los miedos que me atormentan?
Muera yo de mi dolor,
vivid vos; y el Cielo quiera
que del feudo irremediable
pague mi vida la deuda.
Acabada la música, dejó el sitio, diciendo:
—El calor no excusa el riesgo de los atrevimientos que pueden causar un resfriado.
Contenta y satisfecha de que el fingido médico era el encubierto amante, al pasar por debajo de la reja le arrojó un poco de agua de unas alcarrazas que estaban en ella. Detúvose, diciéndole:
—Agua de ángeles no es razón que caiga en la tierra: ¡venga más, que bien es menester para templar algo del fuego que me abrasa! Echóle otra poca, tan risueña que casi le tocó el acento en el oído.
Con estos motes y otros muchos lo pasaban los enamorados amantes, sin determinarse a mayores empeños: Lisena, atenta a su decoro; y Enrico, temeroso de no disgustarla.
Y una mañana amaneció en La Isla correo de la Corte, y pidiendo albricias de que la Reina había parido a luz y había dado Príncipe a Escocia. Leídas las cartas, mandó Lisena que previnieran fiestas reales, y que en la plaza del castillo se hiciesen andamios para la gente de La Isla. Y como estaba tan introducido, valiéndose de la fingida simpleza, le dijo al Almirante.
—¿Los médicos de cámara pueden entrar a correr los toros?
Respondióle:
—Sí, si quieres entrar en ellos bien puedes.
Con esta permisión, sacó librea conforme a los demás. Y para declararse y ver el efecto que surtía su diligencia, juntando a los caballeros les dijo:
—No sería malo que, antes de los toros , entráramos en la plaza a jugar unas cañas, y que lleváramos todos adargas y divisas, significando cada uno el estado en que tiene su amor o pretensión.
Como don Rodrigo le tenía por mentecato, le respondió:
—¿Pues sabes tú qué es pretensión y amor?
Respondióle:
—¡Bravo tonto sóis! ¿No véis que las muchachas de Alberto me quieren mucho porque las llevo golosinas?
Celebraron el simple galanteo, y como algunos galanteaban las damas de Lisena, les pareció a propósito el seguir su parecer. Don Rodrigo galanteaba a la Camarera, y llegando todos a casa de un pintor, llevando tafetanes a propósito, le mandó don Rodrigo retratasen el suyo: un caballero de rodillas con una cadena a la garganta, y una dama en pie con el cabo de la cadena en la mano. Y decía así la letra:
Aunque me véis en cadena, es tan dulce mi prisión que aspiro a la posesión de jüez que me condena.
Don Sancho servía a la Secretaria, y para darlo a entender mandó que le pintaran un caballero con un candado en la boca, y decía así el mote:
Es tan secreto mi amor
que el dueño de mi cuidado
puso en mi boca el candado
por que no diga el favor.
Don Alejandro servía a doña Inés de Palma, y para significar el nombre en los jazmines y el apellido en la palma, mandó que le pintaran una, cercada de muchas varas cubiertas de la misma flor; y al pie un caballero caído en tierra, con el pecho atravesado de una flecha y el dios del Amor apuntándole con el arco a dispararle otra; y decía la letra:
Los jazmines de esta palma
me tienen tan malherido,
no las flechas de Cupido.
Enrico mandó pintar en el suyo un globo a modo de cielo, y en medio una cara de un serafín, con la luna y el sol a los lados; y en lo bajo un pedazo de selva, con algunas matas y florecillas, y en una de ellas un pajarillo y el cuello alto, como dando a entender quería volar; y la letra decía:
Aunque me véis en el suelo,
he de volar hasta el cielo.
Acabadas las pinturas, contó el Aln—iirante a Lisena lo que pasaba, diciéndole que el rústico había dado el asunto. Y contenta de verle tan declarado, le dijo:
—En acabando las fiestas haréis que suban todos a la sala, y recen. Y veré los motes, para que me sirvan un rato de entretenimiento.
Y llegado el día de las fiestas, mostró el valiente Rey su bizarría, condenando a la muerte los brutos que le hicieron cara para embestirle, con tanto aplauso de todos los isleños que, a estar las damas en sospecha, conocieran en el rostro de Lisena el gozo interior que le bañaba el pecho.
Acabadas las fiestas, subieron todos arriba. Y sentándose el Almirante para juzgar los premios que ya tenía prevenidos, y traídas las pinturas para que Lisena las viera, después de haber visto la de don Rodrigo, mandó al juez le diese premio: diole una vuelta de cadena, diciéndole que, pues se hallaba tan bien con las prisiones, le había parecido a propósito doblarle las cadenas. Tomó el premio con mucho gusto de la contenida. Y vista la divisa de don Sancho, le dio una llave de plata asida a cordón, diciéndole estaba compadecido de verle mudo, y como amigo le daba llave para que pudiera publicar su dicha. Celebraban las damas con mucha risa los graciosos premios, y traída la pintura de don Alejandro, le dio una banda de gafas de oro guarnecida de las mismas puntas, diciéndole que se la daba en nombre de su pastora, para que el favor le alentase a convalecer.
Traída la pintura de Enrique, la miró Lisena con particular atención, pareciéndole que en el ciclo y serafín significaba su belleza, aunque dudosa de lo que contenía el pajarillo. Mandó que se le diese premio, y el Almirante, por hacer más ridícula la fiesta, había mandado prevenir una jaula adornada de colonias y tejones, y traída a su presencia, se la dio, diciéndole:
—Amador, como tienes ese pajarillo libre, me ha parecido darte esta jaula, para que le encierres por que no se vuele.
Tomóla con mucha gravedad, y respondió:
—En vuestra vida habéis andado más prudente que ahora, pues me tratáis como a loco en darme jaula: y os juro que os la he de pagar con un ducado.
Quedó Lisena tan picada con la encubierta merced, que propuso de buscar ocasión para decirle se declarase. Atajóle el intento el venir segundo correo con nuevas cartas, a tiempo que Enrico no estaba allí. Y leídas las cartas, le dijo el Almirante.
—Parece que vuestra Alteza ha recibido disgusto con lo que escribe el Rey mi señor…
Respondióle:
—No os espantéis de mi pesar, que envía mi padre a decir que la Reina, como se halla contenta, le ha pedido me vuelva a la Corte luego se disponga mi partida, porque me dice que ha de venir por mí dentro de seis días.
Con esta orden, mandó llamar hombres a propósito para disponer lo necesario. Fue a tiempo que entraba Enrico, y como los halló alborotados, preguntó a un paje la causa. Respondióle:
—Nos vamos a la Corte.
Quedó tan pálido el semblante con la mala nueva, que la enamorada dama conoció en lo mortal del rostro que su pena era pagada con igual correspondencia. Y para divertirlo y obligarle a que se declarase, le dijo:
—Amador, ya llegó el tiempo en que os he de premiar: en viniendo mi padre, le he de contar lo que ha pasado y le he de pedir que os haga médico de cámara.
Estimóle la merced, como dijo en público, y temeroso de que lo ejecutara, visto que les mandó a las damas se fuesen a prevenir lo que tenían que disponer, sacando el retrato del pecho se le dio, diciéndole:
—Perdone vuestra Alteza este atrevimiento, y mire si el original de esa copia puede servir la plaza de un doctor.
Y sin esperar a más, le volvió las espaldas, dejándola tan turbada con el repentino gusto que en mucho rato no volvió en sí. Mandó que le llamasen al Almirante, y habiendo venido a su presencia, le dijo:
—Yo siento el volver a los pesares pasados, y segura de vuestra lealtad, os encargo hagáis de vuestra parte con mi padre lo que fuere posible para que me de estado. Y quiero saber qué personas eran los pretendientes de mi casamiento.
Respondióle:
—Como su Majestad cerró la puerta, no se trató de pedir los retratos.
Lo que yo sé decir es que cualquiera de los tres es digno de merecer a vuestra Alteza, en particular el Rey de Navarra, pues le hacen fama del más poderoso y bizarro que tiene el mundo.
Diole el retrato, diciéndole:
—Pues mirad esta copia, a ver qué os parece.
Tomóla, y leído el rótulo, le respondió:
—Ya vuestra Alteza sabe que esto no me coje de susto: siempre tuve la sospecha de que era hombre de valor, aunque no presumí sería cosa tan alta.
Respondió Lisena:
—Os juro por quien soy que no ha media hora que yo lo sé; y pues me habéis criado, no excusaré el deciros lo que me pasa. Todas las melancolías que habéis visto que he padecido nacen de la confusión en que el Rey me ha tenido. Ya sabéis que le debo la vida, y cuando no le debiera más que haber estado tanto tiempo en esta Isla, sujeto a que le hayáis tratado como a hombre falto de juicio. No quiero negaros que me tiene obligada; está mortal con la pena de mi ausencia… Buscadle de mi parte, y dadle a entender que estimo su cuidado, y que, pues ya es preciso volver a su reino, que tendré gusto de que me asista hasta dejarme en palacio.
Con esto, le fue a buscar; y hallándole en la sala que daba vista a La Isla, de pechos en una ventana, tan absorto que parecía inmóvil, se llegó con el sombrero en la mano, diciéndole:
—¿Ahora que vuestra Majestad había de estar contento, se muestra tan triste?
Parecióle era gana de entretenerse con las simplezas pasadas, y le respondió:
—Váyase vuecelencia con Dios, que no es ahora tiempo de gracias, que ya pasó el rey de los gallos.
—No hablo yo en eso —dijo el Almirante—.Ya sé que hablo con el Rey de Navarra: su Alteza me ha enseñado el retrato, dándome cuenta de todo lo que pasa.
Echóle los brazos al cuello, diciéndole:
—¡Padre, este nombre merecéis! ¡Todo mi reino es poco para premiaros con la nueva que me dáis! ¿Es posible que mi señora Lisena estima mi fineza?
Respondióle:
—Estímala tanto que tiene gusto de que vuestra Majestad no se ausente hasta dejarla en su Corte.
Tardó Ludovico seis días en venir, y en este tiempo se reconoció Lisena tan obligada, que le dio a entender claramente no daría la mano a otro.
Luego que llegaron a la Corte, dejó a uno de sus grandes para que sirviera la plaza de embajador, con poder para que concediera todo lo que importase a los conciertos en la forma acostumbrada. No se descuidaron los demás pretendientes en enviar nuevos embajadores. Y llegados a la Corte, salió el navarro en público.
Dio Ludovico audiencia, y cada uno propuso, alegando de su parte los méritos de su dueño. Despidiólos con decir se fuesen a descansar, mientras se determinaba lo que había de responder. Con esto, se tomaron los retratos, y quedando a solas con el Almirante, le dijo:
—Yo quiero tanto a Lisena que sentiré errar esta elección.
Respondióle, como quien sabía lo que había de decirle:
—Si vuestra Majestad sigue mi parecer, lo mejor sería darle a entender a su Alteza que se trata de darle estado, y pedirle haga elección, pues eligiendo a su gusto no hay duda de que irá contenta.
Parecióle bien al Rey y aquella noche, entrando en su cuarto después de haberle dado a entender su determinanción, enseñándole las copias le dijo:
—El mayor gusto que me has de dar será el decirme cuál te parece a propósito. El casamiento es cosa que se acaba con la muerte, y sentiré que vivas disgustada.
Rehusólo, diciendo:
—Yo no tengo más voluntad que obedecer a vuestra Majestad.
Y visto que le porfiaba, tomó los retratos, y reconociendo el que tenía en el alma, se le volvió, diciendo: —Este es el mejor, a mi parecer.
Con esto, se efectuaron los conciertos, con los requisitos acostumbrados. Despachó el embajador por la posta, enviando a decir por su carta estaba señalada la ciudad de Estella, en el dicho reino de Navarra, para las entregas, diciendo el día efectivo que había de llegar a ella.
Desposóse el Rey con su hija en virtud de los poderes, y pidió a Clorinarda le permitiese el irla acompañando. Y llegado el día señalado de su partida, hubo a un tiempo fiestas y llantos. Acompañáronla doña Inés y la Camarera, y otros muchos caballeros.
Y sabido Enrique el señalado día, quiso aventajar sus finezas. Y acompañado de sus grandes llegó a la ciudad referida, y al verse los dos reyes, quedó Ludovico tan pagado de su bizarría que lo dio a entender diciéndole se tenía por dichoso de ver a su hija tan bien empleada.
Cuatro días estuvo de secreto, confiriendo algunas cosas importantes a la conservación de los reinos. Volvió a su Corte para hallarse a la prevenida entrada, y Ludovico, dando los brazos y la bendición a su hija, mandó al Almirante y a otros muchos caballeros la acompañasen hasta dejarla en su Corte.
Recibióla el amante esposo con tan majestuosa grandeza que los dejó admirados. Detuviéronse dos meses para gozar de las alegres y prevenidas fiestas. Y llegado el día de su partida, los honró a todos con magníficas mercedes. Y dándole al Almirante un decreto real, le dijo:
—Por este os hago merced de seis lugares en mi reino, con título de duque de Sangüesa.
Besóle la mano, diciéndole:
—Vuestra Majestad ha cumplido su palabra en darme el ducado de la jaula…
Detuviéronse a celebrar con alguna risa memorias pasadas. Y venidos a la corte de Escocia, refirieron a Ludovico la grandeza del recibimiento, cosa que le dejó contento.
Reinó Lisena largos años, colmando el Cielo su dicha con ilustres descendientes.