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CASTILLO__Dos-dichas-sin-pensar.txt
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Una obscura y tenebrosa noche del encogido y erizado invierno amenazaba con densos nublados y furiosos vientos copiosas plumas, cuando en las faldas de las montañas de Jaca, donde es menos áspera y fragosa la tierra, pues en ella hallaban pasto entre sus carrascas y malezas, ligeras y trepadoras cabras de gruesos rebaños que allí había, aumentaban la confusión entre las obscuras sombras ladridos de perros, vigilantes guardas de aquellos ganados, substituyendo entonces las de sus pastores, pues en encerrados apriscos cercanos a bien reparadas chozas les tenían reparándose de la inclemencia de las aguas que prometía el lóbrego seno de la tempestuosa noche. Dilatado tesón en su inquieto ladrar tenían los valientes animales, congregados en cierta parte áspera de aquel distrito, tanto que obligaron a que sus dueños dejasen sus albergues, temerosos por la ferocidad de los voraces lobos (que en aquellas montañas había) no hubiesen hecho algún notable daño en sus rebaños, y así, tomando encendidas teas (rústicas antorchas del campo), salieron a averiguar la inquieta confusión de sus perros de qué procedía. Reconocieron solícitos aquellos contornos, y en un sitio cosa de dos tiros de ballesta de una senda que se juntaba media legua de allí con el camino real que iba a la ciudad de Jaca, que cercaban altas encinas, descubrieron con las luces la causa del referido alboroto, hallando tendida en tierra una hermosa mujer sin sentido alguno, procedido esto de una heridas que reconocieron tener en el pecho, de las cuales le había salido gran copia de sangre, de que tenía cubierto el suelo. Llegó, pues, aquella rústica gente a ver si tenía vida, y con el rumor de su llegada volvió en su acuerdo, con que se alegraron mucho; procuraron animarla para poderla llevar a su rancho; mas era tanta su flaqueza, que no se atrevieron a moverla por ser trecho largo y temer no se les desmayase en el camino otra vez. Ella, más en sí, viendo lo que querían hacer, sin hablarles palabra (por no dar a esto lugar su grande flaqueza), les señaló con el índice a cierta parte a un lado de donde estaba, y acudiendo allí, hallaron un cofrecillo de ébano y marfil que alzaron del suelo, siendo el peso del mayor que su pequeñez prometía; con él volvieron a la presencia de la hermosa dama, y con otra seña como la que antes les había hecho, les señaló que fuesen hacia el otro lado. Obedeciéronla, y a trecho de poco menos que treinta pasos, sintieron rumor entre las ramas, con que se alborotaron los pastores; mas las luces que llevaban les aseguraron del susto, descubriendo que quienes causaban aquel rumor eran dos rocines que estaban atados a dos robustas encinas; cerca del uno bailaron un joven de poca edad, bien vestido, muerto, en el suelo y bañado todo en su misma sangre. Tenía en la última herida que le habían dado metido un cuchillo, con que se había hecho aquel cruel sacrificio; cerca del estaban tendidos unos manteles y viandas como que habían merendado. Pusieron el cuerpo sobre un rocín de los dos, y con él volvieron donde estaba la dama; y probando a querer ponerla en el otro rocín, no fue posible tener ánimo para ir en él, con que fue fuerza sacar cuchillos de monte y cortar unos palos, con que hicieron brevemente un artificioso modo como andas en que pusieron a la herida; y así, en hombros de cuatro cabreros, fue llevada a la mejor choza que tenían, adonde uno de los pastores (el más anciano) con unas yerbas que le aplicó a las heridas la pudo restañar la sangre brevemente; con esto, y ligárselas abrigándola, se entretuvo hasta que a la mañana trataron de llevarla de allí.
Eran estos cabreros criados de una señora dueña de una granja que estaba cerca de allí, adonde acudían dos veces cada semana por la provisión de su comida; y allí (a gobernar esta hacienda), en ciertos tiempos del año, se venía de la ciudad a asistir en esta granja. Acudieron a darle aviso de lo que había sucedido aquella noche; compadecióse la piadosa señora desta desdicha, y mandó se pusiese luego un carro de los de su labranza, entoldado, en que fuese traída la dama a ser curada a su casa; con él partió un criado suyo que servía en este ministerio. Llegando, pues, a la falda de la montaña, halló que hasta ella habían bajado con la herida los piadosos cabreros, en la misma forma que la noche antes fue llevada de donde la hallaron hasta su choza; pusiéronla en el carro, y queriendo, juntamente con ella, llevar el cuerpo de aquel malogrado joven, la dama no se lo consintió, y así fue llevado en uno de los rocines hasta la granja, para darle, en llegando, sepultura en una ermita que cerca della estaba, donde se decía misa todos los días de precepto a la gente que allí asistía.
Llegados que fueron a la granja salió a recibirlos doña Dorotea, que así se llamaba su señora, la cual, viendo la herida, no pudo de compasión abstener sus lágrimas que no manifestasen el sentimiento de verla así, aun sin conocerla. Fue luego llevada a su cuarto, donde, desnuda de sus vestidos, la pusieron en una mullida y regalada cama, en que cobró algún alivio, agradeciendo más con señas que con razones el favor y socorro que recibía. Había doña Dorotea (luego que supo de sus cabreros esta desgracia) despachado un criado suyo en un andador cuartago a Jaca por un médico y un cirujano; y así, en breve tiempo (por ser cerca de allí) vinieron, con cuya presencia se alentó la dama sumamente. Vieron las heridas y halláronlas más penetrantes que quisieran, y asimismo muy enconadas por haber estado la noche antes muy desabrigadas y sin cura; hiciéronle la primera, con poca confianza que tuvieron de su vida; así lo entendió dellos doña Dorotea, lastimada de ver que tan tiernos años con tanta hermosura se malograsen. Rogó encarecidamente al módico y cirujano que no dejasen de venir cada día con puntualidad a curar a aquella dama, hasta que Dios dispusiese de darle vida ó quitársela, ofreciéndoles muy buena paga por su trabajo; ellos prometieron servirla con mucho gusto, con que continuaron el visitarla por ocho días. Doña Dorotea no salía del aposento de la herida, asistiendo en él con sus criadas a su regalo, hablando pocas palabras con ella, por no hacerla daño a la cabeza, que así se lo habían encargado los que la curaban, temiendo no le sobreviniese algún nuevo accidente; mas con toda su flaqueza, la forastera, con pocas palabras y muchas demostraciones, agradecía el favor y agasajo que recibía de doña Dorotea.
Veinte días habrían pasado después de la desgracia, y en ellos asistido médico y cirujano a su cura, bien pagados, cuando manifestaron estar ya fuera de peligro la dama, por cuyas alegres nuevas recibieron de doña Dorotea muy buenas albricias; cobró nuevo aliento la enferma, y de allí adelante, con la mejoría que cada día hallaban en ella, recuperó su salud, no permitiendo el cielo que juventud tan florida la marchitase la muerte. Convaleciendo estaba todavía en la cama, agradeciendo cada día con muchas exageraciones el desvelo y cuidado que doña Dorotea .tenía con su regalo, cosa que ella hacía con mucho gusto, porque la piedad de un generoso pecho y la afabilidad y agrado de la dama herida la obligaban a tenerle mayor.
Un día que se hallaron a solas quiso doña Dorotea saber de la dama, con más fundamento que hasta allí, su desgracia y la causa dolía, y así, la dijo estas razones:
—Hermosa señora —cuyo nombre aún no sabemos los desta casa), vuestro mal nos ha tenido en tales términos hasta ahora, que más hemos tratado del cuidado de serviros en orden a vuestra salud, que de inquirir de vos la causa de haberla perdido por tan desgraciado suceso como han manifestado vuestras peligrosas heridas; ya que el cielo, por sus secretos juicios, ha permitido que de su peligro estéis libre y que en breve esperéis restituiros en vuestro primero vigor y fuerzas, quiero suplicaros, por lo que me debéis haber deseado veros en este estado, que yo sepa quién sois, vuestro nombre y cómo vinisteis a veros en tan notable peligro, en esta tierra y en parte tan fragosa, y quién era el joven difunto que tan cerca de vos perdió la vida, que en ello recibiré particular favor.
Calló aquí doña Dorotea aguardando respuesta a su justa petición, que le dio la dama herida de esta suerte:
—Cuando tantas obligaciones con que me hallo (que son no menos que la restauración de mi vida), no os debiera al ser quien sois y a la discreta cortesía con que lo pedís, era forzoso corresponder, sirviéndoos en daros en esto gusto, aunque el tiempo que durare mi relación yo no le tenga, acordándome de los trabajos que por mi han pasado, que en breve tiempo no han sido pocos.
Incorporóse con esto en la cama, y tomando un abrigo, prosiguió su discurso así:
—Aquella ciudad, cabeza deste reino, que bañan las aguas del caudaloso Ebro, sagrario de tantos cuerpos, de santos que en ella padecieron martirio, estancia donde la Emperatriz de los cielos bajó a hacer la Corte Celeste acompañada de alados serafines, hasta el breve sitio de un dichoso pilar, es mi patria. Nací de padres ilustres (cuyo apellido sabréis después); inmediata heredera de un cuantioso mayorazgo, después de la muerte de mi padre, cuya única hija soy, faltándome el amparo de mi querida madre, en lo tierno de mi edad. A los dieciséis años de la que tengo llegaba (que serán dos más), cuando en las conversaciones de mis amigas, oyéndolas tratar de sus amorosos cuidados, ya temerosas de las mudanzas de sus galanes, ya con celos de verlos inclinados a nuevos empleos, y ya ofendidas de la tibieza de sus festejos, hacía donaire de todas, hallándome libre de las doradas flechas de Cupido, cuya libertad estimaba en mucho por verme sin aquella penosa pensión con que las veía en continuo desvelo padecer. Pues como en mí viesen libre despejo para hacer burla de su cuidado y atrevida osadía para acusar su facilidad, recatábanse de tratar destas cosas delante de mí, si bien un día que les satirizaba esto, me dijo una dellas (ofendida de mi corrección):
—¡Plegué a amor, altiva Emerenciana, (que este es mi nombre) que presto te veas de suerte que apruebes amante lo que ahora acusas libre!
Oyó Cupido su petición, ofendido que blasonase tanto de libre de sus flechas una flaca doncella, cuando su poder había rendido robustos y valientes pechos de invencibles héroes, siendo ejemplos de esto el nazareno Sansón, el tebano Hércules y otros muchos, y así dispuso su venganza deste modo.
Por la fama de las buenas comedias que traía una lucida compañía de representantes que vino a Zaragoza, acudía toda la ciudad a oirías; de suerte que no toda la gente principal (hablo de mujeres) podían en público verlas por el concurso grande que había y la dificultad de hallar aposentos, deseando todos ver el primero día de comedia nueva, por el cuidado particular con que se representa siempre, en una que se había echado el día antes, con satisfacción de que era buena, así por ser de La mayor hazaña de la cesárea majestad del emperador Carlos Quieto, en su retirada al monasterio de Yuste, renunciando el imperio en su prudente hijo Filipo Segundo, como por el que la escribió, que es el claro y agudo ingenio de don Diego Ximénez de Enciso, veinticuatro de Sevilla. Me hallé sin aposento en que verla ni quien me le prestase; comía aquel día conmigo una amiga mía en casa, y sentí mucho no agasajarla del todo con este gustoso divertimiento, y así vio en mí un disgusto que me tenía sin sazón para entretenerla. Era de buen despejo, y díjome que pues había faltado a la autoridad, decente lugar para tener este gusto, no le perdiésemos con el embozo en la general estancia de las mujeres. Como me salió a esto, no quise perder la ocasión, y así, con los vestidos ordinarios de nuestras criadas, nos compusimos, y disfrazadas fuimos a la comedia, acompañándonos dos criados míos, que les vino a medida de sus deseos esta invención, estando antes muy fuera de ir a su comedia. Fue suerte hallar razonable lugar, según había concurrido la gente. Vimos la comedia gustosamente, que fue mayor que su fama. A la salida della, por el peligroso paso donde está la juventud, ya esperando sus conocimientos, ya buscando los nuevos, pude descuidadamente alzar la basquiña de encima y descubrir debajo un bordado faldellín que traía, que llegó a ver don Gastón, caballero mozo y principal en aquella ciudad. Este (según después supe del), reconociendo en mi haber más fondo so el exterior y humilde traje que prometía, quiso (llevado de su curiosidad) conocer quién era, y así nos fue siguiendo. Como vimos lo que hacía, temiendo ser conocidas de él, nos fuimos por desusadas calles, por si podíamos escaparnos de su vista; mas él iba con tanto cuidado, que presumiendo esto apresuró el paso; de manera que alcanzándonos dijo estas razones:
—Poco les debiera el deseo a la solicitud y cuidado si en lo que apuesto su efecto no lo consiguiera, que es hablaros, embozadas señoras, y ofreceros mi persona para lo que en vuestro servicio se os ofreciere. Yo he salido de la comedia en vuestro seguimiento, llevado de mi curiosidad que me inclinó a seguiros, por haber presumido de las dos ser más en lo oculto, que lo que manifiestan los exteriores adornos. Si no os disgustáis de mi ofrecimiento, os suplico merezca acompañaros.
Parámonos en el fin de su plática mi amiga y yo, tomándome el primer lugar de hablarle, y así le dije:
—Señor don Gastón, cuanto a lo primero, venís engañado si pensáis que en nosotras hay más que lo que descubre vuestra vista en nuestro ornato; esto es lo más lucido que tenemos para las mayores festividades del año, y por eso venimos de embozo por dar a la continua labor en que nos ocupamos algún día vacación. Si pensáis divertiros con personas de partes, y habéis eso juzgado de las dos (no sé con qué fundamento), yo os desengaño con certeza porque dejéis la empresa, pues en haberla intentado sólo se os ha seguido en quedar con opinión para con las dos que carecéis de empleo, pues en esto gastáis el tiempo en balde, y es cosa nueva en un caballero de vuestro porte que estéis tan libre de pensamientos, que queráis ponerlos en tanta humildad como veis.
—Cuanto a confesaros que vivo sin empleo que me dé cuidado —dijo él—, yo os lo aseguro, pero no de que me hallo al presente sin el de conoceros después que tanto os humilláis, cuando os veo en traje tan hipócrita, que manifiesta la pobreza encubriendo los bordados; tened más cuenta con lo que traéis vestido, y creed que me tengo por tan de buen gusto, que no siguiera cosa que no me pareciera merecer más que mis pasos y cuidado.
Mucho sentí que mi descuido hubiese manifestado el encubierto faldellín en que fundó don Gastón el seguirnos; pero quise con todo darle salida a esto, diciéndote:
—Nadie hay tan descuidado de sí que no procure dar realces a su estado y dejar dudosas las opiniones del cuando se determina a salir de embozo; digo esto, porque ¿qué sabéis vos si yo soy mujer de algún corredor, y este faldellín que traigo y me habréis visto quiero que pase por mío al descuido, porque me tengan por más de lo que soy?
—Todo puede ser —dijo él—; mas, por ahora, yo estoy de parte de creer lo contrario; y así, si merezco para con vos algo por este nuevo cuidado que ya me debéis y me ha dado el veros hablar también, os suplico que merezca ver vuestros rostros, y en particular el vuestro —dijo mirándome), que de mi silencio podéis fiar no saldré de lo que gustáredes.
—A eso salimos puntualmente —dije yo—, a que vos nos conociérades, y así fuera fácil hacer lo que me pedís si tuviera licencia de mi compañera; pero yo sé que no me la dará, y así quedaré desairada en pedírsela por daros gusto.
—Yo se lo suplicaré —dijo él— con humildad y cortesía si una y otra valen para con ella.
—No creo que nada aprovechará —dije yo.
— Todo lo adivináis —replicó él— en daño mío; ya os miro con intento de no hacerme bien por hoy.
—Así es —dije yo—; otro día podéis esperar en que esté mejor templada, que en éste temo mucho a mi esposo, y así no os doy gusto en lo que pedís; cuando le tenga ausente seréis servido.
—Bien me consoláis —dijo don Gastón—; lo que de aquí saco es que después de haber visto la comedia, que es a lo que salisteis de vuestra casa para divertiros, lo queréis hacer ahora a mi costa; bien pienso que no tenéis esposo a quien temer, porque vuestro estado aún no le ha admitido, según presumo.
—Mal gastáis vuestro dinero en lidias —le dijo mi amiga—, pues tanto os desviáis de lo cierto; dadnos licencia si gustáis y hacednos merced de no pasar de aquí, porque no queremos ser conocidas de vos.
—Más quisiera —dijo él— que no hubiérades hablado, pues habiendo tenido silencio hasta ahora, lo que habéis dicho es que os despedís y me mandáis quedar; mejor me va con la compañera, que si no concede con lo que suplico, por lo menos no se despide tan determinadamente.
—Soy yo más cortés —le repliqué— pero ya que ella os ha dicho que es hora de volver a nuestra casa, de nuevo quiero fiar de vuestra cortesía que os quedéis en este puesto sin ser curioso en seguirnos, dándoos palabra que otro día nos veáis y que os buscaremos cuando menos lo penséis.
—Con esa promesa —dijo don Gastón— os obedezco, prometiéndoos de pedir a un amigo poeta unos versos que os celebren lo que he oído, que, es vuestra discreción.
—Pondrá mucho de su casa —dije yo—; pues lo que habéis oído no merece esos honores; pero consolaráse el poeta con no ser el primero que habrá mentido encareciendo, ni lisonjeando ponderando.
Con esto le dejamos en aquel puesto y nos fuimos a casa; pero no anduvo tan descuidado don Gastón que no nos hiciese seguir a un criado suyo; el cual, volviendo a él, le dio razón de quiénes éramos, porque no conociéndole, nos descuidamos en descubrirnos en el zaguán de mi casa, al tiempo que él entró a preguntar por cierto criado de mi padre. Confieso, señora mía, que aunque había visto a don Gastón algunas veces, nunca le miré con tanto cuidado como ésta, que me pareció su persona bien, con algunos principios que desde entonces tuve de inclinación,
Era don Gastón hijo segundo en su casa, con pocas haciendas que heredó de sus padres y lo que le daba de alimentos su hermano mayor, que entonces estaba ocupado (y hoy día lo está) en un cargo de regente de Vicaría que le había dado en Nápoles el virrey que gobierna aquel reino; pero con lo poco que este caballero poseía andaba siempre muy lucido y era muy bien mirado de todo Zaragoza.
Lo que restó de la tarde lo pasamos mi amiga y yo en hablar de la comedia y de don Gastón, alabándome ella las partes deste caballero, con que se declaró más mi inclinación ocultamente, que no era bien dar tan presto muestras de ella a la amiga, que era de las amartelada? a quien antes reprendía. El día siguiente era de fiesta; y ocupando yo una ventana baja de mi casa, pasó don Gastón por la calle a caballo, acompañado de otros dos caballeros amigos suyos; vióme, y habiéndome saludado con la cortesía ordinaria, pasó la calle con los demás, no perdiéndole yo de yista en cuanto pude, y él volviendo asimismo a mirarme con disimulación, por causa de los que le acompañaban; cosa que yo noté muy bien.
Ya el amor iba con la segunda vista comenzando a vengarse de mí; pues ya sentía pena de que don Gastón se hubiese quedado sin saber quién yo fuese, que me holgara no hubiera sido tan obediente en quedarse sin seguirme el día en que salí de la comedia. En estos pensamientos pasé toda la tarde a solas, cuando al tiempo que me quería quitar de la ventana por querer anochecer, siento ruido de caballo, y espero cuidadosa de si sería don Gastón; presto salí del cuidado, pues por una calle que salía a la principal, en que hacía esquina la ventana donde estaba, veo que viene, y emparejando con ella (por llegar en ocasión que no había gente en la calle) me dijo parando el caballo:
—La promesa que os hice, hermosa señora, cumplo con esos versos que os he hecho; no os ofendáis de que os haya conocido, que si me ajusté a la ley de la obediencia en no seguiros, púdolo hacer un criado mío; pues pareciera desaire en mí haber dado muestras de cuidado y quedarme con él cuando el cielo me guarda esta dicha.
No hubo más lugar (por pasar entonces gente) que arrojarme un papel dentro de la ventana, que por ser baja, lo pudo hacer con facilidad, y partió de allí sin poderle dar respuesta alguna. Yo, no viendo la hora de ver lo que en el papel había, pedí una luz y leí un bien escrito romance.
No quiso doña Dorotea que pasase adelante con la relación sin que se le dijese si le sabía de memoria.
—No quisiera —dijo doña Emerenciana— tener tanta, pues para lo que falta de mi historia veréis cuán bien me estuviera; este fue el primer papel que de don Gastón recibí, las primeras alabanzas que me dijo por escrito; de creer es que las tendré bien en la memoria, y así porque me lo mandáis las referiré. El romance era éste:
Deidad cubierta de un velo
con quien quiso el Niño Dios
para acumular deseos
dar a sus rayos prisión.
¿De qué sirvió dar clausura
a tan divino esplendor,
si para rendirme tiene
libertad la discreción?
No es de menor potestad
un discurrir superior,
que dos hermosos luceros
émulos del claro sol.
Toda perfecta hermosura
no lo es si le faltó el don
del entendimiento,
del donaire la sazón.
Supuesto amor lo que oís,
bien es quejarme de vos,
que manifestáis el daño
y ocultáis el agresor.
Vencimientos de advertidos
ganan mayor opinión;
porque de los descuidados,
¿qué victoria se perdió?
¡Oh tú, sujeto encubierto,
de Cupido agudo harpón,
si avaro de tu belleza,
pródigo de tu rigor!
Si dado en taza penada
tu veneno se gustó,
¿cuál será en vaso sin pena
patente tu perfección?
¿Qué podrán hacer las damas
(substituta del amor),
si el socorro del donaire
por verse en ti les faltó?
Cédame gloria el Petrarca,
Apolo me dé favor,
pues a más discreta Laura,
tan dignos aplausos doy.
Mucho me holgué con el romance de don Gastón, declarándose un poco más mi voluntad en su favor, que no pude menos conmigo que comunicarle con una criada mía a quien quería bien. Ella, ó por lo que podía interesar con don Gastón en ser tercera destos amores, ó por inclinación que a su persona tuviese, me persuadió a que le hiciese favores si perseverase en servirme, pues era caballero don Gastón digno de ser estimado. Con esto dormí poco aquella noche, inquietándome este nuevo cuidado y resuelta a seguir el consejo de mi criada, que era la que ya disponía de mi voluntad. Ofrecióse dentro de ocho días ocasión para verme con don Gastón en un sarao de unas bodas en casa de un caballero amigo de mi padre, adonde danzó conmigo, y después tuvo lugar (acabada la fiesta) de hablarme a solas, en que me significó cuanto deseaba servirme, aficionado a mis partes. Agradecí le sus deseos) pidióme licencia para festearme en público, y dísela con mucho gusto.
Desde entonces comenzó a servirme, hallándose en las partes donde yo estaba, cosa que no llevaba bien mi padre por tener diferentes intentos, que era casarme con un caballero, primo mío, el hombre que más aborrecido tenía desde que le conocí este deseo; porque este caballero, con saber la voluntad que mi padre le tenía, y no ser yo de las personas que podían ser olvidadas por presencia y partes, igualándole en calidad y aventajándole en hacienda, trataba más de frecuentar la casa del juego que no la de mi padre, con tener en ella franca entrada a todas horas como deudo, cosa que otro estimara macho. Escribíamonos don Gastón y yo; de suerte que ya estaba asentada muy de veras nuestra correspondencia, queriéndole yo muy bien, y él correspondiéndome muy fino.
Sucedió, pues, que un día se hallaron don Gastón y mi primo en una casa de juego, donde sobre una diferencia del tuvieron palabras, y della resultó el salir a la calle a acuchillarse. De la una parte y la otra se hallaron caballeros amigos de los dos; con que sacadas las espadas la pendencia se acriminó más de lo que fuera si los dos de la diferencia riñeran a solas. Hubo algunos heridos, y entre ellos lo salieron don Gastón y mi primo, don Gastón en la cabeza, de una herida pequeña, pero mi primo en una pierna de una grande herida, A no haberse hallado tantos a este disgusto, creyera mi padre (ausente de él) que había sido por competencia de amores, siendo yo la causa de él, porque sin estar bien informado de cómo había sucedido, me dijo muchos pesares en orden a lo poco que favorecía a don Guillen, que así se llamaba mi primo, y que nuevo cuidado me debía de estorbar el hacerle favores. Yo le signifiqué cuan poco caso hacía mi primo de mí, cuando otro estimara verle a él inclinado a hacerme esposa suya, pues de la parte de los galanes debía ser más fomentado el festeo, y no sucedía así, que no se admirase verme tibia con él, pues él lo estaba conmigo.
Era mi padre hombre de la primera aprensión; falta que tienen muchos de buenos entendimientos, y aunque le tenía muy claro, esto venía a ser defecto en él. De haber visto a don Gastón pasear la calle, darme algunas músicas? acudir a los saraos donde me hallaba, danzar conmigo y otras acciones de enamorado, presumió haber afición en los dos y conformidad de voluntades; y con esta pendencia que entre los dos hubo se imaginó haber procedido por mi causa; pero con más dilatada relación del disgusto, se quietó, aunque no la mala voluntad que a don Gastón tenía; que en todas las ocasiones que en casa se ofrecía hablar de él, no se le mostraba afecto, censurando sus cosas, en particular el estarse en Zaragoza, siendo hijo segundo, hallándose su hermano en puesto que le podía aventajar. En esto tenía razón; pero mi amante gobernaba la hacienda de su hermano y no quería dejarla en poder de quien le diese mal cobro de ella, por asistir junto a él, que sabía que esto le servía de disgusto.
Curáronse los heridos, haciendo luego entre ellos las amistades, personas que se metieron por medio; quien más mal librado salió de la cuestión fue mi primo, por quedar cojo de la pierna derecha por haberle cortado los nervios del juego de ella. Bien se dejaba creer que no fue quien hizo el daño don Gastón, pues acometiéndole cara a cara como siempre estuvo, no le podía herir por detrás; alguno de los que en la pendencia se hallaron quiso vengarse con tan infame acción. Macho sintió mi padre verle con esta manquedad, y mi primo se desesperó de tal suerte, que se fue una noche de Zaragoza, sin haberse sabido más de él hasta hoy.
Con esto quedé con más aliento para ser servida de don Gastón, aunque a mi padre, desde aquel día que mi primo se ausentó, siempre le vi con un continuo disgusto, mostrándome menos amor. La frecuencia de finos papeles que de don Gastón tenía, con que me iba obligando más cada día, y el mucho amor que por ellos le conocí tenerme, me dispusieron a favorecerle más de cerca, dándole entrada en casa de noche. Continuó algunas (habiéndose antes desposado conmigo), y las que me vio no salió de los límites de la compostura, aun en los que lícitamente la licencia de esposo le permitía, cosa con que me obligaba más.
Una noche que mi padre estaba despierto por cierta indisposición que tenía, sintió pasos cerca de mi aposento, y estuvo con atención a ver qué seria. Obligóle oír mayor rumor a cuidar más de su casa, y así se levantó quietamente y salió de su aposento a otro más afuera; donde puesto a una ventana del, que salía a la calle encima de una puerta falsa, vio salir por ella a don Gastón, que conoció bien con la claridad de la luna. Volvióse a la cama, y con no pequeña inquietud aguardó en ella hasta la venida del día, considerando ver perdido el honesto recato de su casa por mí; porque con las sospechas que tenía di que don Gastón me festeaba de secreto, después de la pendencia con mi primo, aprendió que me había gozado. Aguardó, pues, a que yo me despertase, y entrando en mi aposento, habiendo despejado del primero a mis criados, se quedó a solas conmigo, y luego, perdido el color del rostro, sacando una daga contra mí, me dijo estas razones.
—Este acero, infame y desobediente hija, te quitará en breve la vida si de plano no me confiesas quién salió anoche cerca del día desta casa.
Cuál yo quedó con esta acción y con lo que oía a mi padre, bien lo podéis juzgar, hermosa Dorotea. Turbóme de modo que apenas acerté a pronunciar razón con concierto, cosa que acrecentó más el enojo a mi padre viendo que mi turbación confesaba mi culpa. De nuevo volvió a amenazarme, declarándose más conmigo, diciendo;
—¿Piensas, aleve Emerenciana, que no conocí anoche a don Gastón, tu galán, que salía desta casa? De nuevo te amonesto que ejecutaré lo que dicho tengo si no me confiesas lo que hay entre los dos; advierte que te estará mejor confesármelo que negarlo.
Brevemente discurrí (animada con esta última razón) en que don Gastón era caballero principal, igual mío en sangre, persona de buenas partes, y que confesado el delito esperaba (como única hija) perdón de mi padre, casándome con él, y así me animé a decirle que yo estaba desposada con don Gastón, y que en fe de eso le había dado entrada cuatro noches, pero con el recato que debía a quien yo era, pues no se había descompuesto a nada, aguardando a que fuertes medios acabasen con él que viniese en este casamiento.
Apenas le hube dicho esto, cuando con la misma amenaza de matarme me dijo que quién en su casa era tercero de los papeles que nos escribíamos; yo le dije que un pajecillo suyo que le nombró,
—Pues conviene —dijo, él— que luego hagáis lo que yo os mandare, que me importa.
Tomó recado de escribir, y marginándome el papel, me forzó, con la misma daga en la mano, a que escribiese estos breves renglones:
«Esposo de mi vida: Mi padre ha salido hoy a una quinta que tiene media legua de aquí, y se ha de quedar allá esta noche; habrá cómoda ocasión para que con menos recelo vengáis a verme a la media noche, por dar lugar a que estén recogidas mis criadas; y por hallarme ocupada en su partida y haber de veros presto, no soy más larga. El cielo os guarde.
Vuestra esposa.»
Cerró el papel, y haciendo que yo llamase al pajecillo, se escondió detrás de mi cama, habiéndome mandado que le diese el papel sin innovar más que cuando le daba los otros. Así lo hice, no poco temerosa de que aquellas prevenciones no eran en mi favor, como después experimentó. Aquel día no salió mi padre de casa, asistiendo siempre donde yo estaba, cuidadoso de que no hablase con alguna criada mía, con este cuidado. Llegó la señalada hora en que el descuidado caballero estaba avisado, que no fue tardo en venir; hizo la acostumbrada seña y salió a abrirle la criada tercera de nuestros amores, con orden de mi padre; apenas entró en el zaguán de casa, cuando cuatro criados que mi padre tenía apercibidos, hombres de hecho, se abrazaron con don Gastón fuertemente sin darle lugar a poderse defender ni dar voces, porque le taparon la boca y le vendaron los ojos con un lienzo; atáronle las manos atrás, y prevenido un carro largo cubierto, le metieron en él, oyendo yo decir a mi padre entonces:
—Así, don Gastón, sé yo castigar atrevimiento de los que ofenden mi casa; caminad con él donde os tengo ordenado.
Partió con esto el carro, y dentro de un cuarto de hora hizo poner el coche, en el cual se entró conmigo y con dos criadas, y salimos de casa camino de la quinta. Cuál yo iba podéis considerar, si acaso del ciego dios Cupido habéis experimentado sus amorosas flechas. Recelábame de que con don Gastón no hiciese mi padre alguna demasía, que era de condición cruel y vengativo. Llegamos a la quinta, donde a mí se me dio un aposento obscuro por estancia, y orden a una dueña anciana que me sirviese, dejándome siempre cerrada. A don Gastón le pusieron (según después supe) en un sótano donde no llegaba a visitarle apenas la luz del día; deste tenía la llave mi padre, fiándosela, para darle de comer, a un criado, de quien siempre hizo mucha confianza. El intento que mi padre tenía no se pudo saber por entonces; presumían todos que debía de ser acabar con la vida de don Gastón.
Desta suerte se pasaron ocho días, en los cuales hizo novedad la ausencia impensada de don Gastón, no sabiendo sus criados donde pudiese estar desde aquella noche que faltó de su casa. Con esto, el ver la mudanza de mi padre a su quinta con toda su casa, dio también que sospechar, tanto, que se decían muchas cosas que no estaban bien a su opinión ni a la mía, presumiendo haber muerto mi padre a don Gastón por mi causa, y estar ausente de su casa por lo mismo.
Tenía mi padre un hermano religioso en Zaragoza, y como a sus oídos llegase todo lo que sobre esto se decía, y a él no le hubiese dado parte de la ida a su quinta, comunicándose en Zaragoza todos los días, presumió que algo tendría de verdad lo que oía, y así se determinó de irle a ver. Llegó a hora de comer, y como le viese a la mesa solo y faltar yo de ella (después de haberle dado las quejas de no haberle visto antes de su venida allí), le preguntó por mí; él le dijo que estaba indispuesta, y queriendo ir a verme, le dijo que no podía ser por cierta cosa que después le comunicaría; comieron los dos, y dejándoles solos sobremesa los criados, le dio cuenta mi tío lo que por Zaragoza se decía de la falta de don Gastón, y su venida acelerada a aquella estancia. Lo que le respondió a esto mi padre fue que él había topado en su casa a don Gastón a deshora, y habiéndole acometido con sus criados hasta salir acuchillado a la calle, se les escapó por pies, y queriendo saber de mí qué era lo que entre los dos había, le había dicho cómo estábamos desposados, cosa tan contra el gusto suyo, por no querer bien a don Gastón, y que así había determinado retirarse a aquella quinta, dándome por castigo desta desobediencia el tenerme en un aposento encerrada, hasta que me dispusiese a tomar un hábito de religiosa en el monasterio que escogiese, que en solo eso quería darme gusto; que él estaba aún en edad para volverse a casar y tener hijos que le heredasen. Deste pensamiento trató de disuadirle mi tío, diciéndole que el castigar el atrevimiento de don Gastón había sido bien hecho; pero que sabido lo que entre él y su hija había, hacía mal en no casarlos, pues la calidad era igual a la suya, y si no tenía don Gastón hacienda, su mayorazgo era cuantioso para suplir esto y pasar con él lucidamente. Tantas cosas le dijo mi tío, que mi padre, usando de cautela, le engañó, diciendo que volviese a la ciudad y procurase que pareciese don Gastón, y que a él le daba comisión para tratar estas bodas. Quedó gustoso mi tío, y quiso verme antes de volverse; fue con él mi padre al aposento donde yo estaba, y entrando delante un poco antes que mi tío, díjome que fuera de lo que me fuese preguntado no moviese el labio para tratar de materia alguna, si no quería que ido mi tío me quitase la vida; con este temor me vi con mi tío, en presencia de mi padre, espacio de media hora, y en ella no se trató de nada tocante i don Gastón; sólo al despedirse mi tío me dijo:
—Sobrina mía, yo voy muy gustoso de haber reducido a mi hermano a lo que es justo; presto espero que estas, cosas se hagan como todos deseamos.
Con esto se fue, y llegó luego la dueña y dejóme cerrada. Aquella noche mi padre llamó al criado que tenía cuenta con don Gastón, y le dijo:
—Esta noche, Claudio, ha de morir don Gastón con un bocado; éste le has de dar tú en la cena; mira que fío de ti esta acción, teniendo seguridad que te será bien pagada.
Ofrecióse el criado a servirle con mucha fidelidad, y dándole mi padre una confección que tenía preparada para el caso, le dijo cómo se la habla de mezclar con la vianda, con que se despidió del. Claudio, considerando la crueldad de mi padre y el ánimo deliberado en querer dar la muerte a un caballero que le estuviera bien casarle con su hija, determinóse a no obedecerle, y así se fue a la prisión de don Gastón, a quien dio cuenta de lo que su dueño ordenaba contra él, dejando admirado al pobre caballero. Consolóle Claudio, ofreciendo perder por él la vida antes que obedecer a su señor. Agradecióle mucho esto don Gastón, ofreciéndole, si le daba libertad, hacerle señor de la hacienda que poseía, y esto por un trato delante de notario que le haría luego que saliese de allí, porque él se determinaba vengar de mi padre quitándole la vida y no parecer más en Zaragoza. Mejor lo dispuso Claudio, porque él había sabido que un criado del hortelano de aquella quinta había muerto de garrotillo aquella mañana, y quiso que él supliese por la persona de don Gastón, poniéndole sus vestidos y dando a entender a mi padre, con la obscuridad del sótano, que él era el difunto. Así se trazó, y para darme aviso desto me escribió Claudio un papel, y tuvo maña para meterle por debajo de la puerta de mi aposento, avisándome que le tomase, y juntamente con él metió recaudo de escribir para que respondiese. Leí el papel, dejándome admirada los crueles designios de mi padre, y respondí en las espaldas del papel que pe parecía bien la traza, pasa la ausencia de don Gastón, porque dentro de breves días habían de procurar que yo saliese de allí ó me quitaría la vida. Hubo también modo como volver este papel a manos de Claudio, y él compuso con don Gastón el modo cómo esta fuga mía fuese; y determinóse Claudio a sacarme de casa dos noches después de la salida de don Gastón, Desto tuve aviso luego por la misma parte, y comencé a prevenirme con juntar, todas las joyas y dineros que había en casa, que estaban debajo de mi mano en aquel breve retraimiento; y aguardó a la disposición de Claudio, el cual, aquella noche, para dar libertad a don Gastón, dispúsola así. Llevóse al difunto mozo de la quinta a la prisión, que lo pudo .hacer por estar el hortelano enfermo del mismo mal y a su cargo de Claudio el llevarlo a Zaragoza a dar sepultura; quedó del contagioso mal el difunto con el rostro cárdeno, efecto que hace también el veneno, que no fue poca dicha para deslumbrar a mi padre, si bien ayudaba a este ser un poco corto de vista, pues como le pusiesen los vestidos de don Gastón (poniéndose él otro que le dio Claudio), aguardaron a que fuese después, de la media noche esto. En esta sazón salió don Gastón de allí, con orden de Claudio de aguardar en una aldea, a dos leguas de Zaragoza, a que yo saliese en compañía de Claudio, que se ofreció a llevarme para de allí caminar a Barcelona y embarcarnos para Nápoles, donde don Gastón tenía a su hermano. Salió, pues, el ya consolado caballero, dejándome escrito un papel en que me daba cuenta de sus penas y donde me aguardaba.
En tanto, Claudio salió a avisar a mi padre cómo había surtido el efecto del veneno para que le diese orden de lo que había de hacer de don Gastón. No poco se alegró con las nuevas, y él mismo quiso certificarse dello bajando al sótano con una luz, donde vio el difunto tendido en tierra boca abajo, que así le puso de propósito Claudio para que entendiese que con alguna basca de la muerte se había volcado él mismo. Volvióle el rostro hacia arriba Claudio, el cual, como estaba cárdeno y apostillado de tierra, pudo asegurar esto y la fidelidad que mi padre tenía de su criado, que era el mismo don Gastón. Cargó con él Claudio, y en una parte de la huerta de la quinta le enterraron entre los dos, cubriendo unas verdes yerbas la señal de la sepultura. Con esto se volvió mi padre a la cama, satisfecho su cruel deseo de haberse vengado a su gusto de don Gastón,
No se descuidó Claudio a prevenir luego mi partida, porque procuró darme el papel de mi esposo y otro suyo en que me avisaba que para de allí a dos noches, sin falta, me previniese. Llegó, pues, la deseada hora, y tomando yo la llave de mi aposento a mi vigilante guarda (que entonces no lo fue), con una seña que oí a Claudio, pude, dejándola dormida, salir del aposento y dejarla cerrada por de fuera. Saqué conmigo ese cofrecillo, que ahora está en vuestro poder, con mis joyas y la moneda que en otro había, y halló a Claudio esperándome, que me recibió con mucho gusto; el cual, por asegurarse más de mi padre, quietamente le cerró su aposento por de fuera. Ya en el zaguán estaban aderezados dos rocines de campo; púsome a caballo en el uno, y él ocupando la silla del otro, salimos apresuradamente de allí.
Hasta entonces bien había Claudio procedido en mi favor; pero en verme en su compañía se le levantaron los pensamientos; de suerte que aspiró a querer usurpar lo que esperaba mi don Gastón; desto vi brevemente las muestras, pues dejó el camino que llevaba (que lo pudo hacer sin reparar yo en ello, por no haber salido de Zaragoza en mi vida) y tomó otro, caminando aquella noche, y parte de esotro día, diciéndome que en esta ciudad de Jaca había concertado después con don Gastón que nos esperase, llegando al anochecer, cerca desta montaña; fingió haber errado el camino, y metióme por entre las malezas de ella a aquella parte donde me halla» ron vuestros pastores, y apeándose del rocín en que iba, me dijo:
—Yo he errado el camino inconsideradamente; descansemos aquí un poco comiendo algún bocado para que volvamos luego a buscarlo.
Apéeme y tomé asiento en aquella verde yerba que allí había, haciendo él lo mismo, atando antes los rocines a las ramas de unas encinas. Como se viese a solas conmigo, y llegada la sazón de que deseaba, comenzó a significarme cuán bien le parecía yo, alabándome mi malograda hermosura, y finalmente se alargó a declararme su deshonesto deseo (esto estando los dos comiendo de una fiambrera que llevábamos). Yo, que vi declarado el fin de haberme traído allí, que era para deshonrarme, y que para esto había de propósito aparta dome del camino, antes de responderle tomó secretamente el cuchillo con que había partido la vianda, y díjele estas razones:
—Claudio, si ha sido toda esa plática que habéis hecho enderezada a probar lo que hay en mí, el verme presto con don Gastón, mi esposo, me había de hacer recatada, cuando el ser quien soy no me obligara a serlo; bien creo que esto que me habéis dicho ha sido sólo por pasar tiempo y por dar excusa a haber errado el camino, pero andaréislo si perseveráis en esa intención, Si es diferente de lo que yo presumo, pongámonos a caballo, y procuremos volver al camino, para que presto nos veamos con mi esposo.
No enfrenaron estas razones al depravado intento de Claudio, que a otro sujeto menos determinado pudieran abstener; y así, queriendo tomarme una mano, no le di lugar, que con el cuchillo que tenía escondido le hice una herida en la garganta, y asegundando con otra por el pecho quise acabar con su vida. El, por defenderse, sacó su daga y dióme dos heridas, aunque ya casi sentido. Con ellas me animé a acabar con él; y así, viéndole desatinado con la herida en la garganta, dile otras muchas, dejándole el cuchillo metido en el cuerpo; y viéndole ya sin el vital espíritu, al tiempo de querer ponerme a caballo, sentí cierto rumor entre las ramas de las encinas; hacia donde le sentía quise guiar, y apenas había dado ocho pasos cuando de la sangre que se me iba de las heridas caí en el suelo sin sentido. De esta suerte me hallaron vuestros pastores y llevaron a su cabaña, adonde fui traída a vuestra casa, en quien he hallado piadoso hospicio y generoso amparo; déme el cielo vida para que en lo que me durare os sirva este favor y merced. Esto es lo que os puedo decir de mis trabajos, estando ahora con la pena que podréis juzgar de no saber de mi esposo, el cual creo sin duda que debe de estar en Barcelona aguardándome a mí y a Claudio, bien descuidado deste suceso.
Mucho estimó doña Dorotea el haberle hecho la herida dama relación de sus infortunios. Ofrecióla de nuevo servir en cuanto pudiese; y viendo en ella deseo de ir a Barcelona, ofrecióla de acompañar hasta aquella ciudad. Como pasase con ella a Monserrate, que había prometido visitar aquel frecuentado santuario en una enfermedad que había tenido, y quería cumplir el voto, alegróse tanto doña Emerenciana con lo que la ofrecía su amiga, que en agradecimiento de tan grande favor la tomó sus blancas manos y se las besó, quedando entre las dos una verdadera amistad.
Con las esperanzas de verse presto en Barcelona doña Emerenciana, iba convaleciendo muy apriesa, que es gran parte el gusto para que ayude la naturaleza. Un día que las dos estaban a solas, comenzándose a levantar la convaleciente, vino a verse con doña Dorotea un deudo suyo anciano, y después de haberla hecho su visita en breve rato, la dijo tener que comunicar con ella un negocio a solas. Pidieron licencia a doña Emerenciana, y así se retiraron a otro aposento, donde estuvieron largo rato hablando a solas. Acabóse su plática, y el anciano caballero se despidió y se puso a caballo, volviéndose a Jaca, de donde había venido. Quedaron, pues, las dos amigas a solas, y doña Dorotea algo triste (cosa que echó de ver su amiga), que le preguntó la causa. Dorotea le dijo:
—Bien creo, discreta Emerenciana, que con tu agudo entendimiento habrás discurrido a solas cómo una mujer principal como yo paso aquí retirada de la ciudad que es mi patria, y que con cantidad de hacienda no trato de tomar estado, faltándome el amparo de mis padres.
—Bien ha pasado por mi consideración eso —dijo doña Emerenciana—; pero no se me ha hecho novedad, puesto que conozco algunas damas de más edad que tú por hallarse bien libres del dominio de sus esposos, en tiempo que es menester mirar tanto la compañía que se elige, pues los escarmientos de otras que la han tomado y les han salido malos los empleos, les puede tener remisas para hacerles.
—Escarmiento tengo bastante para no casarme —dijo doña Dorotea— en toda mi vida, y así va mal despachado este deudo mío, que ahora habló conmigo en un casamiento que me ha propuesto de calidad y hacienda, pero despedíle, y creo que desto lleva algún desabrimiento; mas por pagarse con otra la relación que me has hecho, quiero darte cuenta de unos amores que tuve.
Prestóla atención doña Emerenciana, y prosiguió así:
—A unas fiestas que se hicieron en Jaca por la entrada del obispo, que hoy gobierna aquella iglesia, vinieron a ella algunos caballeros forasteros, entre los cuales vino uno de la ciudad de Teruel, que tenía deudos allí. Este me vio la primera vez en una ventana de la plaza viendo unos toros que se corrían, estando él en otra cerca della. Poco gustó del regocijo, porque el tiempo que duró casi todo le empleó en mirarme con demasiada atención, cosa que vine a reparar en ella con cuidado. Tenía buena persona, talle y edad, pues no pasaba de veintidós años; puse los ojos atentamente en él, y con los suyos me dio a entender ser yo la mayor fiesta que al presente tenía. Esto casi pude conjeturar por algunas significativas señas, y aunque reparé bien en ellas y conocí su pensamiento no me quise dar por entendida. Pasó la fiesta y quedóse por algunos días en Jaca, en los cuales tuvo modo para hallarse en la iglesia de un monasterio vecino de mi casa, al mismo tiempo que yo estaba en ella oyendo misa; púsose junto a mí, y dióme a entender su amor con los mayores encarecimientos que supo, que no fueron pocos. Yo, que no sabía qué cosa era amor, aficionada a su buen talle y persona, creí cuanto me dijo ó hice estimación de su voluntad. Preguntándole cuánto había de estar en Jaca, respondióme que los días que yo gustase asistiría allí sirviéndome y dónde posaba, que era en casa de una prima suya, le tenía con mucho gusto en ella, y así no pensaba ausentarse; antes tener modo como venirse a vivir a Jaca de asiento, pues el cielo le había hecho tan venturoso que me hubiese conocido. De nuevo le di gracias por esto, y prometí que si correspondían las obras con las promesas que allí le oía, hallaría en mí favores con el lícito intento de ser para el casto Himeneo. Allí me aseguró que el mayor deseo que había tenido era en orden a ese fin, y que el cielo le faltase si no era verdad lo que me decía. Con esto nos dividimos, aunque no las voluntades, pues correspondiéndonos (por ir abreviando con el discurso), vino a tener entrada en mi casa algunas noches, no excediendo de mi voluntad jamás; tan obediente le tenía.
En este tiempo vino un caballero a Jaca, natural de aquella ciudad, que había sido capitán en Flandes, mereciendo haber llegado a este puesto por sus buenos servicios y partes. Este era hermano de una grande amiga mía, que siempre estaba en mi casa. Por orden de su hermana me vino a visitar, y de mi vista quedó grandemente enamorado; de suerte que desde aquel día todo fue pasado inquietamente y sin sosiego alguno. Manifestábalo esto con no salir en todo el día de mi calle: esto sintió mucho don Luis (que así se llamaba mi galán), teniendo no pocos celos del capitán, no pudiendo sufrir que algunas veces con achaque de acompañar a su hermana (que me venía a ver) me visitase. Esto me dio a entender don Luis; yo le aseguró que él era sólo a quien amaba, el dueño de mi alma, y por quien se gobernaba mi albedrio, y que así estuviese cierto que no se me daba nada por nadie; que la cortesía no la podía perder, excusándome que así perdiese el recelo que deste tenía, pues él había de ser mi esposo. Con esto se aseguró don Luis, procurando yo todo lo posible excusar el ver al capitán, y el ir a casa de su hermana a visitarla por no hallarle allí.
Declaróse el capitán con ella, rogándola que le fuese tercera para conmigo, y apretándola en esto; mas como ella era verdadera amiga mía, y supiese antes de la venida de su hermano mi empleo en don Luis, hubo de decirle cuan adelante estaba en mi voluntad. Pesóle sumamente al capitán el oir esto, y no obstante que tuvo este desengaño, que le pudiera enfriar en su amor, antes se le esforzó; de suerte que de allí adelante dio en oponerse él a don Luis, procurando en todos los lugares públicos ponérseme a la vista a pesar suyo.
En esta sazón murió mi padre, y en aquel tiempo tuvo poco lugar de verme el capitán, si bien don Luis no dejaba de entrar en mi casa con grande recato siempre, no recibiendo más que los honestos favores que he dicho. Siguióle los pasos una noche el capitán y viole entrar en mi casa, cosa que sintió en extremo (según me dijo su hermana después), porque luego fue a decirle lo que había visto; ella le persuadió que dejase aquella necia tema, puesto que don Luis era el favorecido, como había visto. Mas el capitán, que tenía limitado entendimiento, con la aversión que tenía a don Luis, porfió en que se le había de oponer y estorbar su galanteo hasta hacerle ir de la ciudad si pudiese. Desto me dio aviso mi amiga y su hermana; y yo, por obviar estos inconvenientes, dije a don Luis que me viese menos veces, que se murmuraba en la ciudad que me veía de noche; pero que las que viniese fuese en habido diferente del que traía porque nadie le pudiese conocer: ofrecióse hacerlo así, viniendo algunas noches en traje de segador, con calzones de lienzo, y aquellas antiparas que los que tratan deste ministerio usan. Aun con este hábito no cesó de perseguirle el capitán; de suerte que una noche le aguardó hasta verle salir de mi casa, y queriendo reconocerle, enfadado don Luis de verle hecho siempre atalaya de aquella calle, llegando a estar la cólera en su punto, sacó una pistola que traía cebada, y disparándola le metió dos balas en el cuerpo, cayendo el capitán muerto a sus pies. Habiendo hecho esto volvió a mi ventana, y llamando a ella salí alborotada con la novedad, y me dijo.
—Hermosa Dorotea, yo he resistido a este necio capitán cuanto ha sido posible por lo que tocaba a tu reputación: ahora ha querido reconocerme, con desprecio mío; hame estado mal el pasar por ello; dejóle muerto en esa calle. Siempre seré tuyo donde quiera que estuviere; a Barcelona me voy hasta que el tiempo mejore estas cosas; lo que te suplico es que te acuerdes de mí, avisándome de tu salud, y ten por cierto que a pesar de todos los que me lo contradijesen, has de ser mi esposa; por ahora quiero dejar sosegar estas cosas poniéndome en salvo.
No pudo decir más por sentir rumores en la calle, y fuese. A la mañana se halló allí el cuerpo del capitán; hizo la justicia averiguación en su muerte, y viendo faltar a este tiempo a don Luis de la ciudad le dieron por culpado en ella, no eximiéndome de las lenguas del vulgo, pues publicaron que por orden mía había sido muerto; con que pasó para tenerme presa en mi casa algunos meses hasta que la hermana del difunto me disculpó con declarar la tema que su hermano tenía contra mi amante.
Don Luis se fue a Barcelona, de donde nos correspondíamos amorosamente; díjome que quería pasar a Nápoles con el virrey que iba a gobernar aquel reino, por dar lugar a que de su madre del difunto alcanzasen el perdón sus deudos. Envióle un Agnus con algunas reliquias, y en una de sus cubiertas un retrato mío. Con esto fueron algunos regalos y curiosa ropa blanca con que se embarcó; bien habrá dos años que está en aquel reino, y en todo este tiempo no he tenido carta suya desde que llegó; no sé si es muerto ó me ha olvidado; de lo postrero dudo según fue amante, y así me conformo con que la muerte debe de haber dado fin a sus días. Con la tristeza de verme ausente de mi dueño me retiro aquí lo más del año con mis pastores, sin hacerme ir a la ciudad. Ahora me proponía este deudo un casamiento que me estuviera bien; pero tengo tan en la memoria a don Luis, que hasta tener certeza de que es muerto no he de tomar estado, y entonces creo será el de religiosa, pues no cumplo con menos según el grande amor que le tengo; esta es la causa por que vivo aquí retirada, con que te he dado cuenta de mis amores.
En mucho estimó doña Emerenciana que estuviste tan válida con su huéspeda que le hiciese esta relación, y así aprobó el intento que tenía en no casarse.
Llegó el tiempo de estar la convaleciente con enteras fuerzas para poder caminar, y previniendo un coche, rogó doña Dorotea a aquel deudo suyo las acompañase él con dos criadas y dos criados con dos muías. Partieron de la granja camino de Barcelona, para ir desde aquella ciudad a Monserrate; no les sucedió nada en el camino que les embarazase el proseguirle, con que llegaron a aquella antigua y noble ciudad, corte de Cataluña y cabeza de su Principado. Sólo un día estuvieron en ella, donde doña Emerenciana hizo diligencias por saber de don Gastón, pero no se halló nueva alguna; prosiguieron con esto su camino, yendo la dama no poco penada, y llegaron a aquel insigne y frecuentado santuario, donde visitando a la Emperatriz de los cielos le encomendó cada una de aquellas damas el buen suceso de su empleo, con el honesto fin de matrimonio. Vieron lo más notable que hay allí que ver, y al cabo de tres días partieron de aquel sitio, viniendo a hacer noche a un lugar pequeño, que está al pie de la montaña, donde habiéndose recogido las damas en la posada, el deudo de doña Dorotea, que tenía aposento cerca dellas, oyó que en otro junto al sujo contendían dos hombres en una porfía, diciendo el uno al otro:
—Señor caballero, que no sé vuestro nombre, ya os he dicho que ese mozo, ausentándose de mi servicio, me lleva algunas joyas, y entre ellas esa que ha venido a vuestro poder, como él mismo dirá; si se las habéis ganado al juego, bien sabéis que pareciendo el dueño las ha de cobrar, pues él no pudo disponer de lo ajeno. Todas las diera por bien ganadas, salvo una, que tiene un retrato de una dama a quien estimo como a mi alma, pues es el dueño de ella; por cortesía os suplico que se me vuelva ésta, porque no querría llegar a disgusto con vos.
A esto le respondió el otro:
—Señor mío, ese mancebo ha jugado, como veis, estas joyas, y antes que vinieran a mi poder me tuvo ganado mi dinero y las mías; como él se pudo levantar con ellas después de ganadas, lo que he hecho yo venciéndole en dicha. Aquí no hay más certeza de que son vuestras que decirlo vos y confesarlo él; así lo creyera si su fácil confesión no me diera sospecha que lo hace por rescatarlas. Perdonadme que no estoy de parecer de volvéroslas, ahora tengáis disgusto ó le dejéis de tener.
—Yo entendí —dijo el dueño de las joyas— que mi cortesía os obligara a tenerla, y tenía intento que no perdiérades el dinero que valían las joyas; pero pues lo lleváis como os parece, aquí fuera os daré a entender cómo se ha de hablar con hombres como yo.
Salióse con esto del aposento y de la posada, y el otro hizo lo mismo. El mesonero, que oyó todo esto, llamó a sus huéspedes, y todos salieron a ponerles en paz, que habían sacado las espadas, y el deudo de doña Dorotea salió a lo mismo. La luna hacía muy clara, y el ruido era tan grande, que obligó a las dos damas a ponerse en la ventana de su aposento a ver en qué paraba la pendencia, que era en frente del en la calle. En ella vieron cada una a su amante, que el uno contra el otro se acuchillaban; al lado de don Luis se puso un caballero para ayudarle, pero como don Gastón le conociese, dijo en alta voz:
—¿Es posible, señor don Fernando, que contra vuestra sangre os pongáis? No debéis de conocer a don Gastón.
Reconoció don Fernando a su hermano, y vuelto a don Luis le dijo:
—Suplicoos, señor amigo, que os reportéis, que tenéis la pesadumbre con un hermano mío, que es don Gastón, de quien os he hecho aquella relación en el empleo de sus amores.
Bajó la espada don Luis, diciendo:
—No permita el cielo que yo ofenda a hermano de quien tanto debo.
Y con esto llegó a abrazar a don Gastón, ofreciéndose por amigo suyo. Él hizo lo mismo, y los hermanos se abrazaron con mucho gusto.
No le tenían menos las damas, a quien tanto les tocaba en este conocimiento; y así salieron a la calle donde fueron conocidas de sus amantes, y doña Emerenciana de don Fernando. El gusto que tuvieron con su vista puede considerar quien hubiera amado de veras; unos a otros se contaron el suceso de haber venido allí; don Fernando dijo que se volvía de Nápoles con muchos ducados en compañía de don Luis, que había deseado ver aquel devoto santuario de Monserrate; don Luis se disculpó con su dama de no haberla escrito por haber estado casi un año enfermo muy al cabo de su vida. Don Gastón había estado aguardando a su dama en Barcelona, y quiso ir en romería a Monserrate. Diéronse unos y otros por satisfechos de las disculpas, con que se fueron a cenar todos juntos con mucho gusto. Esotro día, tomando el camino de Barcelona, llegaron a aquella ciudad, donde aguardaron a que por fuertes medios se compusiese la muerte del capitán, costando algunos dineros. Súpose allí que el padre de doña Emerenciana era muerto, y su tío el religioso .administraba la hacienda de su mayorazgo en el intermedio que parecía su sobrina. Con esto se desposaron en Barcelona don Luis y don Gastón con doña Dorotea y doña Emerenciana, y se volvieron a sus patrias con mucho gusto, viviendo alegres con sus amadas esposas.