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Por muerte de Wenceslao, rey de Hungría, heredó el cetro de aquel reino Ladislao, único hijo suyo, mancebo de generoso ánimo y virtuosas costumbres, amado y, querido de sus vasallos. Fue jurado por rey después de haber hecho las exequias de su difunto padre, y comenzó a gobernar el primer año con el mayor acierto que rey ni monarca lo había hecho de cuantos las historias alaban, Pero como la verde juventud la dañan, o los malos consejeros, ó las compañías poco segaras, en la deste joven rey hubo tantos aduladores que se la estragaron de tal suerte, que vieron malogro della; pues el que mostró severidad en sus verdores, rectitud en sus procedimientos, degenerando desto, dio en darse a entretenimientos con damas, de tal suerte, que le distrajeron de lo que antes era.
Su ejercicio no era otro que andar de noche en travesuras, inquietando mujeres de buenas caras, de cualquier estado que fuesen, y con esto, escando de por medio el poder de un rey, ser galán y agasajador de la hermosura, pocas eran las que no se le rendían. Con el mal ejemplo de su cabeza, se atrevieron los miembros della (a imitación suya) a ser inquietos y a no dejar honra en su lugar; que es de grande consideración para la conservación de una república, ver en los súbditos modestia y compostura en el señor, para que les sea freno y terror para sus atrevimientos. Sucedió, pues, que a la corte de Hungría llegó un conde francés que, desavenido de su rey por ciertos disgustos, se vino a amparar del húngaro monarca. Halló en él buen acogimiento y alegre rostro, parque traía consigo cartas seguras de recomendación, en la hermosura de una hija suya, llamada madama Flor de Lis, cuya beldad era sin igual en toda Europa. El día que fue con ella Ricardo (que así se llamaba el francés conde) a besar la mano al rey, se quedó Ladislao sujeto a las blandas leyes de Cupido, y prisionero de su beldad. Esto le fue de gran consideración a su padre de la dama, porque no halló mis eficaz medio para obligarla a que la favoreciese, que honrar a su padre; y desde aquel día, primero que la vio, le comenzó a favorecer con todo extremo, de tal suerte, que era de los primeros señores de Hungría, y por quien hallaban los pretendientes el más seguro favor para conseguir sus pretensiones. Ofrecióse haber un sarao en Palacio, a donde concurrieron todas las damas de la corte, entre las cuales se halló la hermosa Flor de Lis; con este intento le trazó el rey, danzando con ella. Pudo, en el ínterin que otros danzaban, con breves razones, darle parte de su amorosa pasión, declarándola su amor con las más eficaces persuasiones que pudo. Por entonces la madama no se dio por entendida, mezclando pláticas diversas, con que el rey tuvo necesidad, para sosiego de su amorosa inquietud, de valerse de un gentil hombre de su cámara, caballero entendido, a quien quería mucho, con quien la escribió un papel, dándole en él más largamente cuenta de sus amores y pidiéndola le favoreciese, pagándole su voluntad. Viendo Flor de Lis que era fuerza el responder al rey, lo hizo con tanta severidad, que por entonces se dio él por imposibilitado de poder conseguir su amorosa pretensión. Con te do, no desistió della, antes con más fineza la procuró servir, siendo ya en toda la corte pública su afición, como la resistencia de la francesa dama. De nuevo quiso obligarla con dar mayores honores a su anciano padre, dándole mano para que despachase las consultas de los oficios del reino, con que llegó al colmo de su privanza, y a tener los grandes de Hungría no poca envidia de ver antepuesto a ellos un extranjero. Todo esto no obligaba a la hermosa Flor de Lis nada, estando tan entera a sus persuasiones del rey, como si su padre fuera de los quejosos del reino.
Era la edad del conde Ricardo mucha, y así con un pequeño accidente que tuvo, continuándole por algunos días, acabó con su vida. Su entierro se hizo con grande ostentación, no faltando a él, por lisonjear al rey, cuantos príncipes y caballeros se hallaron en la corte. Quiso el rey de secreto dar el pésame a Flor de Lis, y así la previno para que una noche supiese que la quería visitar. Hubo de admitir esta visita, en la cual con más vivas razones ponderó el rey su amor, y con mayores afectos su voluntad; tanto supo obligar con finezas, perseverando en su amoroso intento, que la fortaleza de la que antes había resistido Saqueó y se le rindió, de suerte que vino a verse en posesión el que antes vivía con tantas esperanzas. Ya en la corte eran públicos estos amores, y así los pretendientes para alcanzar el oficio ó cargo que pretendían, se valían del medio de la hermosa Flor de Lis, cuya intercesión acabó siempre cuanto quiso.
Duró algunos años esta correspondencia, y .viendo los principales y ancianos señores del reino que al rey le convenía para tener sucesor que le heredase, casarse, le suplicaron que tomase estado. Entretúvoles el rey algunos días con buenas esperanzas, pero viendo que por estar prendado del amor de Flor de Lis, éstas se les iba dilatando| instaron de nuevo en esta súplica, proponiéndole que le estaría bien una de tres infantas, la de Francia, de Bohemia ó Dinamarca. Tan persuadido se halló el rey de sus vasallos, que hubo de forzar el gusto por condescender con el suyo; y así eligió a la infanta de Bohemia por esposa saya, y envió al almirante de Hungría que fuese por ella con aquella grandeza que pedía quien venía a per reina de aquel reino, y esposa suya. Lo que sintió esto Flor de Lis no se puede ponderar con razones. Asistía el rey a su consuelo cada noche, y bien le había menester, porque en esta ocasión se hallaba preñada de siete meses.
Partió el almirante de Hungría con grande acompañamiento de príncipes y caballeros, por la que venía a ser reina suya, y hallándola a la raya del reino acompañada de toda la nobleza de Bohemia, se le hizo entrega della como se acostumbra. Esotro día se partió para Hungría; no faltó en el camino quien a la reina avisase de los antiguos amores del rey con Madama Flor de Lis, y así mismo como estaba preñada del (cosa que sintió la reina mucho), comenzando desde entonces a hacer su oficio los celos, y aumentábaselos más el saber la grande hermosura de la francesa dama, con que llevaba presupuesto que luego que llegase a la corte de Hungría, tratar de que saliese desterrada della, por no tener a la vista ocasión con que el rey la ofendiese.
Llegó a la gran ciudad de Belgrado, donde fue recibida, así del rey como de todos príncipes y señores de Hungría, con muchas fiestas y grandes regocijos. Pocos días después de su llegada, parió la hermosa Flor de Lis un hijo, cuya hermosura salió muy parecida a la de su madre. Holgóse el rey con el recién nacido infante f yendo de secreto a verle. Este niño fue el consuelo de su madre en el sentimiento que del casamiento tuyo.
Trató luego Ladislao que se llevase a criar fuera de la corte, y para esto eligió al conde Anselmo, un caballero anciano que residía en una aldea (cuatro millas de allí), retirado. A éste envió a llamar y le encargó la crianza de su hijo. No se atrevió el conde a llevarle a su casa, temiendo que su esposa no pensase que era suyo; y así hizo confianza de un vasallo, hombre de bien que tomó por su cuenta la crianza con mucho cuidado y secreto, no sabiendo cuyo hijo era, porque el conde no se lo dijo. Vino la reina a saber el parto de Flor de Lis, y como el niño se criaba fuera de la corte, no quiso darse por entendida desto, hasta ver mayores demostraciones en el rey. Presto se ofreció ocasión, en que hubo de manifestarle el amor que la tenía, en daño y celos de la reina, porque dentro de seis meses que Flor de Lis parió, le sobrevino una enfermedad tan grave que acabó con su vida. En toda ella no faltó el rey ninguna noche de su casa, y todo lo sabia la reina, con que pasaba muy malos ratos, hasta que supo la muerte de Flor de Lis, que aún cuando no se la hubieran dicho, se manifestaba per el semblante del rey, que como la quería tanto, no pudo con toda su cordura, disimular la pena de su pérdida, tanto, que la reina, no pudiendo sufrir más el agravio que se le bacía, manifestó al peso del sentimiento del rey, la pasión de sus celos, dándole cuenta de lo que sabía de su empleo. Procuró el rey volver en sí y disimular su pena, pero era tanta que no pudo; y así la reina, agraviada de nuevo por ver en él estos extremos en tan poco tiempo que eran casados, comenzó a hacerlos de celosa, y a no querer salir a los actos públicos, con que el rey se vino a desabrir con ella, de modo que olvidado a lo que debía a su decoro, y al estado que tenía, volvió a sus primeras mocedades, y a su gracia volvieron aquellos que se las fomentaban y aplaudían. Esto llegó a tanta rotura, que la reina se determinó volver a Bohemia con su padre, y así le escribió sobre esto, dándole cuenta de lo que pasaba.
Sintió el bohemio esto con veras, y así escribió al rey una carta afeándole lo qué con su hija hacia, no digno de su calidad ni estado, amenazándole que si no se enmendaba se la sacaría de su poder. Era Ladislao muy poco sufrido, muy altivo y soberbio, y parecióndole que aquella amenaza era demasía para con él, y tenerle en poco el rey de Bohemia, resolvióse con el parecer de aquellos nuevos consejeros que le seguían y acompañaban en sus travesuras, de enviar a la reina a Bohemia con libelo de repudio. Tan desavenidos estaban él y ella que fácilmente se concertaron en esto, y así, con muy poco acompañamiento la envió a su padre. Llegó a Bohemia al tiempo que halló a su padre enfermo, y con el pesar de ver enviar a su hija, se le acrecentó el mal y dio fin a sus días. Heredóle un hijo de edad de doce años, y esto fue causa de que Bohemia no manifestase el sentimiento desta acción del húngaro con las armas en la mano.
Quedando, pues, Ladislao con libertad y sin esposa, dióse más a sus anchuras, y llegó a tanto su atrevimiento, que emprendió gozar a la hermosa Alfreda, hija del duque Alberto el mayor señor dé Hungría, hermano del marqués Guillermo, los dos mayores señores del reino. Esto lo intentó por tan declarados medios, que la publicidad de su arrobamiento irritó los ánimos de su padre y deudos. Resistía, la dama cuanto podía a sus importunaciones, más el rey estaba tan enamorado della, que cuanto más era despreciado, tanto más se le aumentaban sus deseos. Resolvióse un día por medio de una criada, que sobornó con grandes dádivas, a entrar en su cuarto de noche, hasta el aposento donde Alfreda dormía. No se concertó esto con tanto secreto, que no lo viniese a oir un criado del duque, padre de la dama, el cual luego se lo fue a decir a su dueño. No vivía el duque tan descuidado que no estuviese receloso desto, por algunas novedades que había visto en entrar algunas personas en su casa, que poco antes no tenían entrada, si bien estaba seguro de parte de la hermosa Alfreda su hija. Coa el aviso que le dio el criado, se resolvieron él y el marqués Guillermo, su hermano, acompañados de algunos criados de confianza, a aguardar al rey aquella noche. Llegó la hora concertada y no faltó de venir a ella al puesto que la criada le habla señalado, viniendo acompañado de un caballero privado suyo. Ya estaba toda la casa del duque recogida al parecer de la sobornada sirviente, la cual salió a abrir la puerta al rey, a quien llevó con quietos pasos a su aposento, para que en él aguardase mejor disposición para el efecto de su deseo. Era el cuarto de Alfreda algo apartado del de su padre, que en esto fundó la traidora criada el entrar en él al rey, considerándose lejos de los oídos del duque, cuando algo hubiese. Todo estaba en quieto silencio, y al parecer del rey todos sepultados en blando sueño, cuando llevado de la criada entraron los dos en el cuarto de la descuidada dama. Apenas en él pusieron los pies, cuando de un hueco de una ventana que cubrían dos paños de tapiz, salieron el duque y su hermano y descubrieron una linterna que tenían oculta su luz, embistieron con el rey a quien brevemente quitaron la vida sin valerle su defensa. Por esta pena pasó la criada que le guiaba y el caballero que le acompañaba, que hallaron en el aposento de la criada. A este tiempo despertó Alfreda admirada de ver en su aposento hecha tan sanguinolenta crueldad, ignorando que fuese el rey el objeto de la cólera de su padre y tío. Los homicidas tomaron el cuerpo del rey y de su privado, y con la obscuridad de la noche los pusieron a las puertas del real palacio, donde a la mañana fue visto de los que madrugaron, aquel funesto espectáculo.
No causó mucha lástima a la corte, porque no ora bien recibido en ella; que esto tienen los príncipes mal admitidos de los vasallos, que en sus muertes no causan el sentimiento que causaran, gobernándolos con amor y cuidado de la justicia. Trataba el rey más de sus gustos que desto, y así tuvo el fin que vemos. Fue llevado el cuerpo a su cuarto, donde se trató de aderezarle con preciosos olores y bálsamos, para darle sepulcro donde le tenían sus antecesores.
Un tanto que se trataba desto, los inmediatos a la corona de Hungría, que eran tres príncipes muy cercanos, deudos del difunto rey, en igual grado, aspiraban a ser cada uno dueño de aquel imperio, y para esto convocaban sus deudos, amigos y valedores, valiéndose cada uno de su poder, con que estaba la ciudad de Belgrado a pique de perderse con civiles guerras. Supo esto el conde Anselmo en su aldea, y para atajar este daño, llevó consigo al infante Wenceslao, que aún no sabía quién era, prevínole un vestido de falto y partió con él a la corte, donde llegó a tiempo que halló en palacio a los tres príncipes, Arnesto, Honorio y Rosendo, que cada uno con ayuda a su parcialidad, deseaba coronarse por rey. Era el conde Anselmo por su sangré y partes estimado y respetado de todos los señores del reino, y como viesen su anciana persona en medio de todos y que les rogaba le oyesen, guardóle cada uno el debido respeto, dando lugar a que les dijese estas razones:
—Príncipes generosos, que por la real sangre que tenéis de nuestros reyes, aspiráis justamente a la corona deste reino, merecida de todos tan igualmente, que a estar en mi mano el darla, veo en todos tan iguales méritos, que dudara cual la merecía mejor, suplicoos que me deis atención, pues mi venida ha sido sólo con deseo de poner paz en vuestras diferencias y quietud en vuestras disensiones. El malogrado rey, que a las manos de traidores ha perdido la vida, como habéis visto, tuvo aquellos tan sabidos amores con madama Flor de Lis, de los cuales resultó proceder de los dos un hijo. Este se ha criado en Froralba, aldea de mi estado, y donde yo asisto. El orden que tuve para llevarle a criar fue del rey por este papel, con que me envió a llamar, y, asimismo, por éste que os muestro le reconoce por hijo suyo, que parece que el hacer esto fue prenuncio de que había de morir sin poderlo declarar. Estos son los papeles firmados de su real manó si hacen fe para con los tres, y sabéis que hijo natural por leyes destos reinos los hereda, no es justo que le pierda el príncipe Wenceslao, que es este joven que me acompaña.
Reconocieron todas las firmas del rey, y, asimismo, que le era debida a Wenceslao la corona de Hungría, y así, sin obstáculo ninguno, le dieron todos la obediencia, y tras ellos los demás príncipes y caballeros que en aquella sazón se hallaron, entre los cuales estaban los homicidas del rey. A todos recibió Wenceslao con grande amor y afabilidad, admirado de verse rey, quien sí tenía por cierto ser hijo de un hombre plebeyo. Trataron con esto de dar sepulcro al difunto; entraron en la sala, donde estaba un regio túmulo Cubierto de brocado, y en él armado el rey Ladislao. Llegóse a él el conde Anselmo, y tomando de la mano al nuevo rey (que entonces sería de edad de quince años) le dijo estas razones:
—Soberano Wenceslao: este es el cuerpo de vuestro padre Ladislao, rey que fue deste reino de Hungría; Su muerte fue violenta, rindiendo el espíritu a las traidoras armas que le quitaron la vida. La que vivió fue tan libre y tan ajena de consejo, que aun lo que reinó lo tuvimos a muy gran suerte, pues de sus atrevidas acciones estábamos cada día esperando lo que vemos ahora. Cuerdo sois; este espectáculo sangriento os abra los ojos del entendimiento para considerar que quien viviere coma vuestro padre, no puede esperar menos que este desastrado fin. Su escarmiento os sirva de freno a esa verde juventud, admitiendo el sano consejo del vasallo prudente, y gobernándoos por cuerdos varones, no perdiendo de vuestra memoria este trágico suceso, que si así lo hachéis, estoy cierto que no podréis errar.
Admitió el rey la prudente amonestación del anciano conde; agradeció su buen celo, y prometió a todos portarse muy diferente que su padre, con lo cual se entró en su real cuarto, adonde recibió los pésames de todos aquellos príncipes. Dieron sepulcro al rey muerto; y acabados los días de las funerales honras (que se hicieron con grande majestad), trataron los grandes de que se jurase a Wenceslao por rey de Hungría, conforme a los fueros y costumbres de aquel reino, que eran en un público teatro, en la plaza principal de la corte, recibir la corona y cetro de aquel imperio. Propusiéronle el día que tenían determinado esto a Wenceslao, mas él le defirió hasta de allí a un mes, cosa que a todos se les hizo extraña novedad. Asistíale siempre el conde Anselmo, aun sin haber traído su casa de la aldea.
Era este caballero viudo y padre de la más hermosa dama que había en la Europa, única hija suya y heredera de su estado. Con el conde se aconsejó el rey, pidiéndole su parecer en una intención que deseaba ejecutar, y era averiguar la muerte de su padre. Confuso se halló el conde, no sabiendo qué consejo dar al rey para esto; y así le pidió término de dos días para responderle. Concediósele el rey, y pasados, le dijo que de su padre se decía que procuró servir a la hija del duque Guillermo, y si no es que por este camino le viniese el daño, no podía pensar que nadie en el reino se atreviera a quitarle la vida. Parecióle al generoso joven que tenía razón el conde, y así procuró saber qué criado tenía el duque que más privase con él, y dijéronle que uno que se llamaba Fabio; que éste era el archivo de sus secretos y el todo de su voluntad. A éste mandó el rey que se le trajesen a su presencia, y retirado con él, a solas, le dijo:
—Fabio: ya he sabido que tú (como quien goza la gracia del duque tu dueño) sabes que él fue en la muerte de mi padre; si esto es así, de bueno a bueno te ruego me digas lo que en esto sabes, para que enterado, no haga alguna demostración con quien no tiene culpa en ella.
Turbado quedó Fabio, así con la presencia del rey, como con la pregunta que le hacía; y así, balbuciente en las razones y apenas acertado a hablar, le dijo no saber nada de lo que le preguntaba. Con ver estas acciones, confirmó el rey la sospecha que tenía; y así no desconfiando de sacar a luz la verdad, le replicó:
—Fabio, en tu semblante y turbación manifiestas saber algo de lo que te pregunto, aunque me lo niegas; yo estoy con resolución de averiguarlo, y para esto está más adentro de esa sala un ministro de mis consejos, que jurídicamente, y con apremio te lo ha de preguntar; antes de llegar a experimentar los tormentos que para decir la verdad se te han de dar, sería bien excusar los diciéndola. De no lo hacer, habrás de verte como digo; prevén paciencia y valor para sufrirlos.
Temía mucho Fabio, y lleno de temor de lo que le amenazaba, no quiso experimentar el castigo, y así le dijo al rey todo lo que en este caso está referido, como quien se había hallado en todo, siendo uno de los que; acompañó al duque y al marqués, su hermano. Supo el rey, de Fabio, todo lo que deseaba saber, y haciendo entrar a un juez que tenía prevenido, le hizo de nuevo decir que había pasado el caso, con lo cual fue Fabio llevado a una prisión, y luego por orden del rey mandó a su capitán de la guarda que con su escuadra hiciese lo mismo con el duque y marqués y su familia de criados. Esto se hizo aquella misma noche con secreto, sin saberse en la ciudad por qué estaban aquellos príncipes presos. Examinados, pues, los criados, condenaron a sus dueños en la muerte del rey. Substancióse la causa, y ya convictos el duque y marqués de ser actores en la muerte del rey y de su gentilhombre de su cámara, fueron condenados a cortarles las cabezas. Esto se hizo secretamente una noche antes del día que el rey tenía señalado para que le jurasen. No gustó que fuese esta jura en la plaza, sino en un salón de Palacio; allí se hizo un trono que cubrieron de ricos paños de brocado y después de haber, con grande acompañamiento de todos los príncipes de Hungría, sido llevado el rey a él, y dándole el cetro y la corona, mandó que todos los grandes y títulos tomasen asientos. Obedeciéronle, y habiendo dejádoles sosegar un breve rato, les habló desta suerte:
—Príncipes, grandes, títulos y caballeros, nobles vasallos míos, que me habéis hoy jurado por vuestro rey y señor, y prestado obediencia: he querido que en este acto sepáis lo que habéis hecho, porque lo que después supiéredes de mí lo aprobéis. Jurar los príncipes y grandes de un reino a su rey, es asegurarle que estarán prestos a servirle obedientes con entera fidelidad, prometiendo esto como principales cabezas de un reino, en nombre de los demás miembros inferiores del, y que esto harán así en la paz como en la guerra; supuesto lo cual quien desdijese de lo que promete, sería traidor a su rey, pues ¿cuánto más se le puede llamar con justa razón al que no sólo no ayuda y favorece a su rey, pero le quita la vida? Yo he dilatado el coronarme, hasta averiguar con apretadas diligencias, quiénes hayan sido los actores de la muerte del rey mi padre; y hecha la averiguación justificadamente, he hallado que fueron el duque Alberto y el marqués, su hermano, acompañados de criados suyos, que puestos en el tormento confesaron de plano, y condenaron a sus dueños. Visto el caso por los prudentes ministros de todos mis consejos, los condenaron a degollar, cuyas cabezas son las que veréis.
A este tiempo se descubrió una cortina que estaba al lado del dosel del rey, y sobre una gran fuente de plata, que estaba en un bufete, se vieron las cabezas del duque y del marqués. Rodolfo, hijo del marqués Guillermo, que se halló a la jura, viendo el sangriento espectáculo de la cabeza de su padre y tío, perdió el sentido, y con el dolor cayó en tierra. Mandó el rey que le retirasen; a todos causó notable temor la rigurosa justicia del, y admiró la demostración de su severidad. Prosiguió el rey su plática diciendo:
—Por las muertes destos desleales caballeros, tienen perdidos sus estados, según disponen las leyes deste reino, y deben considerarse para la corona; pero yo no ejecutándolas con el rigor que debo, permito que mientras fuese mi voluntad los tengan Alfreda, bija del duque, y Rodolfo, hijo del marqués, con advertimiento, que el escarmiento de su padre le haga a Rodolfo leal y fiel vasallo; esto le advierto porque sé que es algo inquieto. Esto le dirán los que le desearen sus aumentos.
Acabóse con esto aquel acto, y desde aquel día comenzó el generoso Wenceslao a ser temido y respetado, gobernando por el consejo del conde Anselmo rectísimamente. No quiso dilatar el rey el darles gusto a sus vasallos que le pedían se casase, y así habiendo visto algunos retratos de infantas, eligió entre ellas a la de Dinamarca. Para traerla a su reino envió al conde Anselmo, dándole una grande ayuda de costa con que se luciese, y con ella el titulo de almirante de Hungría, que había muerto pocos días había. No quiso el almirante (que así le llamaremos desde ahora) hacer mudanza de su casa, desde Floralba a la corte, y así quiso que la hermosa Estela, su hija, estuviese allí hasta que él volviese con la reina, en cuyo servicio quería que asistiese por dama suya. Dejóla en compañía de una anciana dueña, de quien tenía grande confianza, pues era quien la había criado, y, asimismo, de Leonido, un criado antiguo, y todo el gobierno de su casa.
Entreteníase Estela en el ejercicio de la caza, que era muy aficionada, cruzaba el monte muy continuamente, a donde la ligereza del corzo no le valía contra la certeza de sus tiros, ni la ferocidad del jabalí se libraba de los filos de su acerado venablo, porque oprimiendo los lomos de un ligero bruto, le seguía hasta emplear en él afilado acero.
Un día, entre otros, de los que salía a caza, habiendo seguido un puerco, se alejó algún tanto de su gente, codiciosa de darle alcance. Esto fue cerca de una clara fuente, que fecundaba con su líquida plata lo ameno de un verde valle. Allí hizo el riguroso empleo en el cerdoso animal a la vista del conde Enrique, un gallardo joven, que habiendo seguido una fugitiva cierva, tomaba alivio de su cansancio en la florida margen de aquella cristalina fuente. Estaba también sólo, y como viese con el airoso despejo que la hermosa Estela ejecutó el golpe de su venablo, y muerto el jabalí, al tiempo que quería tocar una corneta para llamar a su gente, impidió su ejecución el conde, cogiéndole casi de sobresalto, y llegando donde estaba le dijo:
—Suspended, divina cazadora, el llamar quien os celebre el buen acierto de vuestro airoso brazo en ese dichoso bruto, que a tales manos ha perdido la vida, que aquí está quien viendo tan heroica acción se hará lenguas en alabanza vuestra, aplaudiendo y exagerando ese valor acompañado de tanta hermosura. No sé quien sois; mas si tuviera por verdad la adoración de los gentiles, creyera que érades la divina Diana, que estos montes favorecía con su presencia. Cuanto a daros la veneración que pide esa belleza ya la hago ahora; de vuestra parte os suplico paguéis esto, con serviros de tomar descanso en este apacible sitio, y decirme quién sois.
Atenta estuvo mirando la hermosa Estela al conde Enrique, mientras estas razones le decía, y como era mancebo de gentil disposición, buen rostro y discreto (en lo que pudo juzgar de sus primeras razones), parecióle bien, y quiso darle gusto en lo que la pedía, y así le dijo:
—No soy, gallardo joven, tanto como habéis presumido de mí, mas soy quien cortés estima vuestros encarecimientos; si bien sobrados al sujeto que veis; y así en agradecimiento de lo que os oigo, quiero daros gusto en descansar aquí un rato, que tiempo me queda para llamar a mi gente de quien me aparté, poco ha, siguiendo ese jabalí.
Apeóse del caballo ayudándola el conde, y tomando asientos en la fresca y florida margen de aquella fuente, comenzaron a hablar en varias cosas. Allí supo Estela quién era el caballero, y él, asimismo, quién era ella. De aquella primera vista, quedaron los dos prendadas las voluntades para amarse firmemente como se verá adelante. Manifestó Enrique a la hermosa Estela los deseos que tenía de servirla, y ella, no desdeñosa a su voluntad, admitió la oferta, aunque incrédula de que fuese como la significaba. Remitió Enrique al tiempo la certeza desto, y ella en él quiso asegurarse desta verdad.
Con esto, haciéndose hora de partir de allí, haciendo su seña Estela, vino su gente, y acompañada della y del conde, se volvió a su aldea. Desde aquel día se vieron los dos con otros muchos en la caza, donde se fomentaron aquellos amores, de suerte que no era más la voluntad de Enrique que el gusto de Estela, y, por consiguiente, no tenía albedrío la dama, más que la voluntad del conde.
Parecióle al marqués Rodolfo, hijo de Guillermo, a quien el rey había cortado la cabeza, que para ganar su gracia era buen medio el casarse con Estela, pues con la privanza del almirante, su padre, si se efectuase este empleo, sería de los más estimados del reino. No había visto a la dama, y así en ausencia de su padre quiso desde su estado pasar por su aldea, que era casi camino para la corte. Vistióse de gala y con dos criados lucidos llegó a Floralba, donde se fue a apear a un mesón, y desde él, sin aguardar a descansar quiso ver a Estela; envióla un recaudo, suplicándola que se dejarse ver. Mucho sintió la dama la visita; pero por no incurrir en descortés de un tan gran señor como Rodolfo, la hubo de admitir para aquella tarde, y así se compuso con algún cuidado, porque el marqués la hallase como era razón. Vino Rodolfo, vióse con la dama, y desta vista quedó tan enamorado della, que desde aquel día no era otro su pensamiento que amarla. Procuró con grandes veras no dejar ningún día de enviar criados desde la corte (que era cerca desta aldea) a saber de su salud, y con esto la hizo algunos presentes, pero no los admitió la hermosa Estela, por saber con el fin que iban, que aunque era igual suyo, estaba tan enamorada del conde Enrique, que mayores empleos que el de Rodolfo despreciara por él. También le volvió al marqués, cerrados, los papeles que le escribió, y de palabra le respondía que ella estaba subordinada a la voluntad de su padre, que él era el que habla de disponer de su persona.
Eran grandes enemigos el conde Enrique y Rodolfo; y pesábale sumamente a Enrique ver a su competidor tan empeñado en servir a Estela, juzgando que para con su padre era el señor más rico y grande de Hungría, y que esto le había de obligar al almirante darle a su hija. Más de parte della le aseguraban estos temores los favores que le hacía, y el hallarse tan dueño de su voluntad. Como Rodolfo vio la esquividad de Estela, presumió si acaso nacía esto de estar prendada en otra parte la voluntad; y así anduvo con algún cuidado, para averiguar esta sospecha, y a pocos lances pudo descubrir sus amores, sabiendo cuan a menudo se vía con el conde en la caza, y que, asimismo, le daba entrada en su casa. Con esto los rabiosos celos hicieron su efecto, inquietando el pecho del enamorado Rodolfo, que, envidioso de la dicha de Enrique, sentía en sumo grado verle antepuesto a él. Partió a Floralba una noche que en su favor vino a ser oscura, y ocupó la calle de Estela. Sucedió que en aquella noche era avisado Enrique para verse con la dama, y llegó a tiempo que Rodolfo le vio entrar en su casa. Con esto se puede considerar cual estaría el no admitido galán, viendo preferido en el favor a quien siempre tuvo por contrario suyo. Estuvo por romper las puertas, y loco de celos hacer demostraciones de tal, quitando la vida al conde. En este pensamiento estaba, cuando acertó un criado a abrir un pequeño postigo de la puerta principal para salir fuera. Vio Rodolfo la ocasión como la podía pedir su deseo, y antes que tuviese tiempo de salir, se entró en casa de Estela, acompañado de dos criados que llevaba. El que iba a salir (que le conoció), viendo su atrevida determinación, subió con presteza donde estaba su señora con el conde, y díjoles lo que pasaba. Alteróse sumamente Estela, y no menos el conde, y quiso salir a impedirle la subida; mas ella le rogó afectuosamente que no hiciera tal cosa porque importaba a su honor, sino que se entrase en una alcoba, que cubría una cortina, que quería ver la intención del marqués. Obedecióla Enrique, y entróse donde lo señaló, al tiempo que ya Rodolfo estaba en su presencia de Estela. Ella, sin dar lugar a que le hablase, le dijo:
—Señor marqués: ¿qué novedad es esta, entraros a estas horas en esta casa sin licencia mía? ¿Es bien que sabiendo que su dueño está ausente, que vos con atrevida osadía queráis profanar su recato, dando ocasión a sospechas, así de vecinos como de criados? Quien no supiere que yo nunca admití recaudos, ni papeles vuestros, pensara que por mi orden sois aquí llamado. Lo que os suplico es, que os volváis, y excuséis la nota que podéis dar, creyendo de mí que no tengo más voluntad que la de mi padre para mudar estado; y ahora con esto que he visto que habéis hecho, aún cuando la suya fuese daros gusto, le suplicaré que me dé el estado de religiosa, antes que el de casada con vos.
Atento escuchó Rodolfo a la enojada Estela; y con mayor pesar que hasta allí había recibido, en ver la disimulación de la dama, le respondió estas razones:
—Yo creí, señora Estela, que vuestra esquivez para conmigo, nacía del recato que en las de vuestro estado suele haber y que ésta no se dilataba a hacer desprecios de mis finezas, pues no soy tan desechado en este reino, que por mi sangre y partes no pueda ser admitido a una lícita pretensión de esposo, y a un galanteo de persona igual a mi sangre. Esto me puso en grande cuidado; pero sacóme de él cierta sospecha, que tuve de que esto procedería de alguna afición vuestra. Hice diligencias para averiguarlo, y a pocas, hallé ser cierta mi presunción más que yo quisiera, pues no son tan secretos los montes, que no publiquen que con el venatorio ejercicio anda también el amor a caza con su arco y saetas, y que no le han salido en vano dos tiros que ha hecho. Por si la fama me mintió, quise de nuevo enterarme en esto, y con poco desvelo hallo que esta noche me reprendéis, de que profano estos umbrales en menoscabo de vuestra fama, por haberme entrado sin licencia aquí, y no miráis que al mismo tiempo viene con ella otro más dichoso, porque es más bien recibido.
Pesóle a Estela que el marqués hubiese sido tan curioso que hubiese visto entrar allí a Enrique; mas por si hablaba de sospecha, prosiguió con su valor diciendo:
—¿Qué decís, atrevido Rodolfo?, ¿de dónde ó cómo presumís de mí una facilidad como esa? Si por no ser favorecido os queréis despicar con ofensa mía, advertid que esos atrevimientos habrá quien los castigue rigurosamente. ¿De mí se ha de presumir que en ausencia de mi padre he de admitir en su casa persona que desdore los ilustres timbres de ella? Ya os digo que os vayáis con Dios, y no acrecentéis mi enojo, subiéndole tan de punto, que lo que no puedo hacer en vos, que es quitaros la vida, lo haga en mí con un cuchillo de mi estuche, pues tal habéis presumido.
—No se puede negar —replicó Rodolfo— que nos la ganan las mujeres en la disimulación; quien viese la vuestra, pensará que todo pasa así como lo significáis; mas porque yo salga de dada (que debo de haberme engañado), ya que he venido aquí, con vuestra licencia ó sin ella, no me iré sin ver si mi sospecha es vana.
Y diciendo esto, quiso atreverse a ver la casa, comenzando por la alcoba, donde estaba Enrique; alzó la cortina de ella, y encontróse con él. Salió el conde del lagar donde estaba, no menos enfadado que Rodolfo, y díjole:
—Marqués, las voluntades que se pretenden conquistar, no han de ser al modo que los reinos y provincias, por fuerza de armas, que ha de ser con agrado. El amor no quiere violencias, y dicho se está, que quien no admite los ruegos ni las dádivas de un tan gran señor, como vos, que tendrá causas más que esquividad para hacer esto; lo que no obligaren finezas y partes personales como las vuestras, no lo harán demostraciones de rigor. Yo sirvo a la señora Estela con el lícito fin de ser su esposo; tengo favores suyos, admíteme en su casa con el decoro que debo guardarle, hasta tener su mano con la voluntad de su padre, que será cuando vuelva de su jomada. Empeñada en favorecerme, no habéis hallado entrada en su pecho, que a no haberme anticipado yo, creo que no viviérades quejoso, pues le estaba bien tal empleo; ya os desengaño con haberos dicho en su presencia esto; suplicoos que os vayáis, que yo os considero tan cuerdo que miraréis esto ahora sin la pasión que hasta aquí.
En cuanto esto le estuvo diciendo a Rodolfo el conde, mudó el semblante de varios colores, y desesperado de ver que el que le había sido opuesto siempre en todas sus acciones, se le había manifestado serlo en la de más consideración, le habló desta suerte:
—Ya que por más dichoso habéis merecido Enrique, que la señora Estela os admita, os haré conocer, que no por más digno merecíades tus favores, pues yo sólo (que os aventajo tanto, como todos saben), los debía tener.
Era Enrique sufrido y reportado hasta lo que era justo, más provocado deste desprecio, púsosele la cólera en su punto, y así le dijo:
—Necio Rodolfo, vos debéis ignorar quien yo sea en Hungría, y que hay pocos señores en el reino que si se quieren dar lo sumo de la calidad, ha de ser confiándose deudos de mi casa. Esto es cosa cierta y dudosa que vos presumáis que no os igualo, cuando consta de verdad que os excedo. Sois un altivo caballero, y a vuestro necio intento me sabré oponer, defendiendo que en vos no fueran también empleados los favores de la señora Estela como lo son en mí.
—Eso dirán las espadas —replicó Rodolfo.
Y sin reparar en el lugar donde estaba, sacó la suya, obligando con esto a que hiciese lo mismo Enrique. Estela que vio su determinación, y que de cualquier adverso suceso se le había de seguir menoscabo en su opinión; considerando también el peligro de su amante, se resolvió a apagar las luces que alumbraban la sala, y con esto se retiró a su aposento. Con la obscuridad no se pudieron hallar los dos contrarios aunque se buscaban, sólo Enrique, como quien había entrado más veces en aquella casa, pudo hallar a tiento la escalera, y puesto en ella, dijo a su contrario:
—Rodolfo, ya ves que la prevención de Estela ha estorbado nuestros intentos, para que su casa no se hiciese palestra de duelos], yo he hallado la puerta de la escalera para salir de aquí; si gustares venirte conmigo a dar fin a esta cuestión, en parte donde ni nos estorben ni perjudiquen la opinión de Estela, llégate a mí, que, con seguridad que te doy como caballero, puedes hacerlo.
Conformóse Rodolfo con el parecer de Enrique, y al sonido de su voz se halló junto a él. Tomáronse de las manos y bajaron por la escalera, cuyas luces había hecho también apagar la hermosa Estela. Desta suerte salieron al zaguán, y hallando la puerta abierta, se salieron de allí, concertando que fuese el desafío fuera del lugar, porque no se presumiese la causa del. Acompañaron a los dos caballeros sus criados hasta el puesto donde habían señalado, y allí con expreso mandato de que no se moviesen a favorecer a ninguno, pena de redundar en su daño, se acometieron los dos competidores valerosamente. Bien pasaría un cuarto de hora qua reñían, con tanta destreza, que ninguno había ofendido con el acero al otro, admirados los criados de su grande valor. Era Enrique hombre de hecho, tardó en enojarse, pero ya con enojo ninguno se hallaba de más aliento que él. Halló desabrigado a su contrario, y entrándose con una punta le pasó con ella el brazo izquierdo, con que no pudo jugar la daga. Presto se vengó Rodolfo, porque al salirse de hacer esta herida, sacó Enrique otra en la cabeza.
En esta sazón estaba la pendencia, cuando cerca de aquel sitio acertó a pasar un juez y del crimen, que en español responde este oficio a alcalde de corte. Venía acompañado de alguaciles y corchetes, prevención para prender a ciertos delincuentes que andaba a buscar, pues como éste oyese el ruido de espadas, acudió a aquel puesto, donde halló a los dos caballeros y a sus criados. Hacía muy clara la noche, por haber salido la luna, y quitádose algunos nublados que antes la tuvieron oscura. Llegó el juez, dándose a conocer, con que los dos caballeros se apartaron. El quiso saber la causa de su pendencia, mas no se la dijeron; con que los llevó presos a la ciudad, dejando a cada uno en su casa con guardas, hasta dar cuenta al rey desto, que por no poder ser aquella hora, la dilató para esotro día. Supo el rey el desafío, pero no la verdadera causa del, que sólo se publicó haber sido por unas palabras que habían tenido. Estuvieron presos ocho días, y tomándoles las manos, les hizo el rey amigos.
Volvió Enrique a gozar de los favores de la hermosa Estela y Rodolfo a envidiárselos, con tantos celos, que no acordándose de las amistades que había hecho con él, por orden del rey, ni de su ilustre sangre, emprendió el sacar por fuerza a Estela de su casa y llevársela a una quinta suya, que era como casa fuerte, un cuarto de legua de la corte. Para esto se valió de cuatro hombres, destos que de haber ejecutado algunas muertes mal hechas, cobran fama (si bien injustamente) de hombres de ánimo. Ion ellos se fue una tarde a Floralba, y sabiendo que Estela estaba en un jardín, intentó con una llave maestra abrir la puerta del que caía a un campo, y fue su suerte tal, que abrió, llevando todos cubiertos los rostros con mascarillas. Llegaron, pues, en ocasión que el conde Enrique, habiendo sido llamado por Estela, estaba con ella en el jardín, sentados los dos en un fresco cenador, entretenidos en amorosa conversación, sin testigos que les oyesen, por haberlo así dispuesto Estela. No se holgó Rodolfo de hallar allí a Enrique, por parecerle sería parte para hacerle algún estorbo a su determinado intento, mas viéndose empeñado en él, mudó la forma del robo, advirtiendo a uno de los que le acompañaban (que juzgó de más ánimo), que fuese por detrás de los dos, y con una liga procurase cubrir el rostro a Enrique, y que los demás llegasen a abrazarse con él. Hízose así como lo ordenó, de suerte que, vendado Enrique de ojos y boca, y abrazado de los demás por detrás, no pudo usar de sus armas, ni tampoco resistirles, y así él y Estela fueron sacados del jardín y puestos en dos carrozas en que Rodolfo y su gente habían venido.
Llegaron brevemente a la quinta, donde poniendo a Enrique en un aposento oscuro della, le dejaron allí cerrado. Estaba este alojamiento en lo bajo de una torre, con sola una pequeña luz. Allí se vio Enrique lleno de penas, cercado de confusiones, porque bien conocía que cuando fue llevado del jardín, habían sacado también a Estela y presumía que no podía haber hecho esto sino su enemigo Rodolfo, envidioso de que le favoreciese la dama. Temíase, con razón, de su resolución, que no llegase a ejecutarla en alguna violencia contra Estela, pues su determinación en robarla no prometía menos.
Dejémosle con esta pena y volvamos a Estela, que fue llevada a un cuarto ricamente aderezado, donde la dejó Rodolfo acompañada de dos criadas que para este propósito había traído de su casa, con orden que la persuadiesen eficazmente a que le favoreciese. Estas comenzaron desde aquella noche a hacer las partes de su dueño con Estela, más ella estaba tan lastimada, viéndose en poder de su mortal enemigo, y expuesta a que dijese el vulgo libremente della cuanto quisiese, que no trataba de más que llorar, pidiendo a aquellas mujeres que le diesen un puñal para quitarse la vida. No quiso aquella noche cenar ninguna cosa de muchos regalos que la tenía prevenidos, y así escogió por último descanso que la dejasen sola; con esto se echó sobre una cama, y las mujeres fueron a decir a Rodolfo lo que pasaba. El que estaba sumamente enamorado della y por otra parte algo pesaroso de lo que había hecho, considerando que si el rey sabía esto le había de castigar severamente, le pareció que con hacerla fuerza se olvidaría de Enrique y procuraría que se soldase su honor casándose con él. Con esto se resolvió a ejecutar este pensamiento, y así entrando donde estaba Estela la comenzó a querer desenojar, dando por disculpa de su atrevimiento el mucho amor que la tenía. Todo esto era penetrar con más flechas de sentimiento el corazón de Estela, la cual se resolvió a no responderle palabra, más de que antes perdería la vida que condescender con su gusto, que su esposo había de ser el conde Enrique ó perder la vida. Vista esta resolución por Rodolfo, libró en su violencia, lo que vio lejos de alcanzar por ruegos, y así como a las voces que diesen no la había de venir a socorrer nadie de su casa, y en las fuerzas la tenía ventaja, cerrándose a solas Rodolfo con Estela, pudo por fuerza alcanzar lo que no pudo por otro camino. Las lágrimas de Estela fueron muchas, tanto que por momentos se le desmayaba y quedaba sin sentido; particularmente una vez que le duró mucho un desmayo, y fue necesario salir Rodolfo a buscarle remedio en unas piedras de grande virtud que tenía en otro cuarto. Entre tanto volvió Estela en sí, y considerándose en aquel estado, en poder de su enemigo, y perdido su honor, visto que no había remedio para hacer su hecho y salir de allí que era lo que deseaba, se determinó a engañar a Rodolfo con fingirse sin enojo. Volvió el atrevido galán con su remedio y halló vuelta en su acuerdo a Estela. Procuró con nuevos agasajos y caricias desenojarla, y ella cautelosamente enjugó las lágrimas y admitió disculpas, dejando con esto contentísimo al enamorado caballero.
Volvamos a su casa que echando menos a Estela los criados en cuya confianza la había dejado su padre, fue buscada por todo el jardín, y vista la puerta de él abierta, juzgaron que habría salido fuera. Fue buscada por la aldea, pero con grande recato por no dar escándalo, haciendo en esto las diligencias posibles; pasáronse dos días en los cuales se supo en la corte que la reina estaba una jornada de Belgrado, cosa que puso en mayor cuidado a la familia de Estela, viendo lo que había de sentir el almirante esta ligereza suya. Bien se sospechaban que el conde Enrique la tendría en su poder, por lo menos la criada anciana que sabia estos amores, y así aguardaba cada instante saber de su señora por orden de Enrique.
En este tiempo Estela mostraba afable rostro a Rodolfo, con lo cual (confiando que estaba ya en su gracia) se descuidó, de modo que Estela tuvo lugar de poder salirse de la quinta sin ser vista de nadie, y de tener ánimo para irse desde ella a pie hasta Belgrado, al tiempo que la reina acababa de entrar en palacio acompañada del rey y de todos los señores de Hungría, menos de Rodolfo y el conde Enrique. Hízose la querellosa dama lugar entre la guardia del rey y pudo llegar hasta el estrado de la reina, donde delante de los dos, postrada de rodillas, refirió públicamente con copiosas lágrimas la fuerza que le hizo el marqués Rodolfo, pidiendo a voces justicia del agravio. Llegó su padre luego a la presencia de los reyes y humedeciendo las canas pidió lo mismo, y con él cuantos deudos y amigos tenía. Perplejo se halló el rey del caso, más por dar seguridad a Rodolfo, dijo que quería casarle con Estela, que pues eran los dos iguales en sangre, le parecía que así se atajaban muchos daños y ella quedaba con su honor. A la reina le pareció bien lo que el rey disponía, y asimismo, a todos los que no eran deudos de las partes, y con esto mandó el rey al condestable que fuese por Rodolfo y le dijese lo que había determinado después de la queja de Estela.
En tanto la llorosa dama se fue al cuarto de la reina donde, retirado el rey della, supo con más fundamento los amores del conde Enrique y las competencias de los dos; y como Enrique estaba preso por Rodolfo. Con esta información, el rey, de secreto, llamó al conde Honorio, deudo suyo, con quien estuvo hablando en secreto un grande rato y dejó su presencia al tiempo que Rodolfo entró donde estaba el rey. El excusó que le diese disculpas y le mandó luego desposar con Estela, y que hecho esto le volviese a ver. Hízolo así Rodolfo, muy contento de tener por esposa a Estela; desposólos el arzobispo de Belgrado, y luego fue a dar cuenta desto Rodolfo al rey a su cuarto. Halló en su lugar al conde Honorio, que le recibió con una escuadra de soldados, donde fue preso. Diósele luego un confesor que le oyese de penitencia, diciéndole que había de morir. El, al punto confesó, y, acabadas de confesar sus culpas, le fue cortada la cabeza. Dióse desto cuenta al rey, el cual estaba ya con el conde Enrique. Pasó al cuarto de la reina, a quien dio cuenta en presencia de todos lo que había hecho con Rodolfo, por soldar el honor de Estela, y luego mandó al conde Enrique que se desposase con ella, dándola en arras el estado de Rodolfo que tenía mientras fuese la voluntad del rey. A toda la corte satisfizo la justicia que hizo el rey y el casamiento de los dos amantes; ellos vivieron contentos y los vasallos temerosos de su rey, que por escarmiento de su padre fue siempre muy prudente y justiciero.