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CASTILLO__Lisardo-enamorado-1.txt
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Con las negras sombras de una obscura y tenebrosa noche, caminaba el enamorado Lisardo, acompañado de más penosos pensamientos, verdugos crueles de su alma, que de criados de la ilustre y noble casa de sus padres, pues con sólo uno, fiel archivo de sus secretos y segura guarda de su persona, iba camino del Reino de Valencia, dejando a toda priesa a Madrid, amada patria suya, Corte insigne del Católico Filipo, cuarto deste nombre, ínclito monarca de las dos Españas. En esta insigne villa tenía Lisardo su antiguo solar y calificada casa siendo el primogénito en ella y sucesor de un cuantioso mayorazgo que al presente poseía su anciano padre.
Iba el afligido caballero tan cercado de confusiones como abrasado de rabiosos celos. Era la causa de su pena, y el desvelo de sus cuidados; la hermosísima Gerarda, raro milagro de la naturaleza, único fénix de la beldad y recreo de los ojos de la juventud cortesana. Sus primores, sus gracias y donaires, eran sumamente celebrados en la Corte, sin que a ninguna de sus perfetas partes hubiese hermosura que las competiese, ni discreción que con la suya emulase. De conocer Lisardo en este prodigio de belleza con tanto cuidado la estimación general que todos hacían de tan perfeto sujeto, nacieron los desvelos y temores, causa de su inquietud y de la que le obligaba a dejar su patria, ofendido de ver ingratamente pagada su firme fe y su estable perseverancia.
Caminaba con algún recato en un alentado rocín, y Negrete, que así se llamaba su fiel criado, en otro, cuyos portantes, si bien eran a propósito para la fuga que hacían, temerosos de la justicia, se ofendía Lisardo de su velocidad, que, aunque ofensas le desterraban de su patria, no quisiera que con tanta ligereza le alejaran della. Toda la noche caminaron sin entrar en poblado hasta que vino el aurora, con cuya venida, por dar descanso a sus cuerpos y pasto, a rocines, les fue forzoso entrar en una pequeña aldea diez leguas de donde habían salido.
Apeáronse en un mesón y, pidiendo una cama, Lisardo, más para pasar recostado en ella lo que durase el día, que, para eligirla por su reposo, en ella se echó, donde entre mil penosas imaginaciones, le venció el sueño.
Bien habría dos horas que daba tributo a Morfeo, si bien con alguna inquietud, cuando, llegado el mediodía, el rumor que oyó en el mesón de gente que en él se apeaba, le despertó. Estaba en su aposento otra cama, la cual se le dió al nuevo huésped, que poco había que llegara; quiso comer allí, y para esto entró el huésped a decirle a Lisardo tuviese por bien que allí se alojase el recién venido caminante. Mucho quisiera el gallardo caballero que se le diera otro aposento al huésped; pero la casa era tan corta, y así mismo el caudal en tener camas, por lo cual hubo de condecender Lisardo con su gusto, aunque con cuidado le preguntó antes al mesonero si sabía de donde venía el forastero, a que le respondió que, de la ciudad de Cuenca y que pasaba a Madrid, con que se aseguró Lisardo.
Entró a este tiempo el caminante, y, apenas le saludó, cuando fue conocido de Lisardo ser don Félix de Vargas, íntimo amigo suyo, con quien se había criado desde las escuelas hasta aprender la latinidad, y había que estaba ausente de la Corte doce años, asistiendo todo este tiempo en Flandes en servicio de su Majestad, a las órdenes de la serenísima Infanta doña Isabel, que gobierna aquellos estados con el acertamiento que siempre se esperó de su prudencia y valor.
Abrazáronse los dos amigos con estrañas muestras de amor y, después de haberse preguntado por sus saludes y las de sus padres, don Félix le dió cuenta a Lisardo de como era capitán de caballos en Flandes, y que esta merced le había hecho la señora Infanta por sus servicios, que los tenía muy buenos de las ocasiones en que se había hallado, donde había procurado cumplir con sus obligaciones que a su illustre sangre debía. Después de haber don Félix dado cuenta a su amigo Lisardo del estado de sus cosas, le pidió que él la diese de su vida y del camino que hacía dejando su patria.
Aquí le dijo Lisardo que era para más espacio el tratar de sus cosas, y que así era bien que primero se diese orden en que comiesen. Hízose así, y, siéndoles servida la comida, que fue breve por venir sin prevención alguna, en tanto que los criados de don Félix y Lisardo comían, se quedaron los dos amigos en el aposento donde habían comido, y, ocupando los dos la cama en que Lisardo había reposado, le oyó don Félix estas razones:
«-Por estraña novedad tendrás, ¡oh amigo don Félix!, que, éste que lo es tanto tuyo, salga fugitivo de su patria, cuando por nuestra frecuentada correspondencia tenías larga noticia de mi amoroso empleo. Pues advierte que, no hay seguridad que dure, ni correspondencia que esté firme en un ser mientras estuviere en el flaco sexo de las mujeres su apoyo, que, como amigas de tantas novedades, lo que hoy aman mañana lo aborrecen, y de lo que ayer se pagaron hoy lo desprecian. Escúchame atento el largo discurso de mis amores, que, aunque a pedazos, te he hecho partícipe de él, como amigo íntimo, hoy engarzado quiero que todo junto lo escuches.»
Sentóse en la cama, y habiéndose sosegado un poco, prosiguió así:
«-La sazón del año en que la primavera viste las umbrosas selvas de verdes, libreas y esmalta los amenos campos de vistosas flores era, cuando por el mes de mayo goza la beldad y la juventud de la Corte en sus mañanas las recreables salidas que hacen a su río, aunque corto de caudal, el más célebre de las dos Castillas. En uno destos festivos y alegres días, salí con otro amigo, más llevado de la curiosidad que de cuidadosos deseos, a gozar de la frondosa ribera del Sotillo que llaman de Manzanares, en cuyo ameno sitio vimos el primor de la hermosura cifrado en las bizarras damas que entonces ocupaban las márgenes del claro río, que, por haberle sido el pasado invierno favorable con pluvias, estaba más caudaloso que otros años. Allí los amantes, avisados de su cuidado, o favorecidos de su dicha, gozaban en las verdes orillas del cristalino río las presencias de sus amados dueños, que, con la licencia que permiten las salidas al campo, depuesta la autoridad de los chapines, le secundaban, pisándole con menos embarazoso calzado, con que se manifestaban mejor los buenos talles, que ya en esto hubiese andado la naturaleza avara, suplía el buen aire y adorno de las galas el disfavor que se les había hecho.
»Dos veces pasamos la ribera, divertida la vista en lo mucho que en ella había que notar, cuando, desde el verde soto, vimos que vadeaba el río una hermosa carroza para pasar a la opuesta orilla, con deseo que llevaban los que en ella iban de pasar a gozar la amena recreación de la casa del campo, quinta de los reyes de España que hizo el monarca Filipe segundo, donde el arte vence a la naturaleza en amenidad de jardines y en escultura de pórfido y mármoles que adornan varias fuentes. Pasaba, como os digo, esta carroza el celebrado río, cuando cuatro frisones que la conducían comenzaron a rifar unos con otros en medio del más caudaloso y veloz curso de las aguas y fue de tal suerte que, embarazado el cochero con su desasosiego, fue retirando la carroza a parte donde, por la desigualdad del suelo, se vino a volcar en el agua a vista de los que, con atención, vían este fracaso. Las voces de los que iban en la carroza, y así mismo las que daban los que miraban su daño, hacían una notable confusión a los oídos. Halléme con mi amigo casi frontero de donde se había volcado, y pareciéndome que por las damas me podía aventurar a cualquier peligro, arrojando la capa y espada en la verde yerba, y haciendo lo mismo mi camarada, nos entramos en el río a favorecer a los que en él peligraban. Llegué yo el primero, a tan buena ocasión que, pude sacar del agua una dama de las que más necesitaban de socorro, porque, yendo al estribo de la banda donde la carroza se había volcado, era la que más peligro tenía de ahogarse, y así la saqué en mis brazos, casi sin sentido alguno a la orilla. Mi camarada hizo otro tanto con otra, y así, sin ayuda de nadie, sacamos hasta cinco mujeres, las dos dellas ancianas, y las tres sin comparación hermosas. Socorriónos un caballero que se halló allí con su coche, donde metimos estas damas, y nosotros nos fuimos, en la carroza que se había volcado, detrás dellas hasta su casa que era en los barrios de San Bernardo. Iban todas asustadas de lo que les había sucedido, en particular la que primero saqué del agua, de suerte que, con el sobresalto, aun no habían tenido atención a mostrársenos agradecidas.
»Llegaron a unas principales casas de aquella anchurosa calle donde se apearon con nuestra ayuda, no yendo aun en su sentido la que yo libré del peligro primero que a las demás, por ser la que más padeció en aquél corto naufragio. Allí pudo su madre, ya cobrada del pasado susto, darnos las gracias del socorro que las habíamos hecho tan a buen tiempo, por sí y por su hija, que lo era esta hermosa dama a quien mi amigo y yo llevamos en nuestros brazos hasta su cuarto, y dimos lugar a que la acostasen en una cama, deseando hacer lo mismo las demás. Despedímonos los dos dellas ofreciéndonos a su servicio, y la madre de aquella dama que iba sin sentido, que era una señora anciana y viuda, estimó de nuevo nuestro ofrecimiento, diciéndonos que tendría a mucha suerte el conocernos más de espacio, para agradecer con el conocimiento más la deuda en que les dejamos, y que así nos pedía la volviésemos a ver a ella y aquellas señoras vecinas suyas, que querían vernos para más larga comunicación. Yo le dije que ese era interés nuestro, y que así la obedeceríamos en lo que nos mandaba, con que nos despedimos yendo yo aficionado sumamente a la incomparable hermosura de la dama desmayada.
»Bien se pasaron ocho días que no las visité, si bien en todos estos acudió un criado mío a saber de la salud de la hermoso Gerarda, que éste era su nombre, la cual estuvo todo este tiempo en la cama: tal la dejó la peligrosa caída de la carroza. Parecióme sería ocasión de irla a visitar, y así, avisando a mi camarada, fuimos a ver aquellas señoras en el mismo día que Gerarda se había levantado. Hallámosla, aunque quebrado el color, notablemente hermosa, que, sin ejageración, lo es más que cuantas damas hay en la Corte.
»Recibiónos su madre cortés y afablemente y ella así mismo, si bien con aquel encogimiento y recato que su estado pedía; hablamos en la conversación que hubo así del pasado peligro como de varias cosas que se ofrecieron, y en toda ella habló muy pocas palabras la hermosa Gerarda, y esas tan a tiempo y con tanta prudencia, que nos dejó a los dos admirados, y a mí mucho más enamorado. Bien quisiera yo que hubiera lugar para decirla mi pensamiento, mas por entonces no le hubo, por asistir allí su madre cerca della. Preguntónos la anciana señora si éramos naturales de Madrid. Yo, que hablé primero, le di cuenta de quién era, con que se holgó mucho por conocer bien a mis padres. Mi amigo le dijo su patria, que era Vizcaya, y la causa que le obligaba asistir en la Corte, que eran unas pretensiones. Con las dos relaciones se satisfizo la madre de Gerarda de que éramos personas principales, lo cual me dió atrevimiento a suplicarle nos diese licencia para volver a visitarla otras veces, a que respondió con mucho agrado que eso había de nacer della el pedirlo, pues también le estaba que la hiciesen merced personas tan calificadas a quien tanto debía estar agradecida, con lo cual nos despedimos, dándome, a la despedida, Gerarda, las gracias de nuevo, del socorro que la había hecho, a que respondí en voz baja:
»—Hermosa señora bien le ha menester de vos quien, por dárosle, está puesto en mayor peligro, y así es justo que tal deuda se pague.
»No hubo lugar de hablarnos más; pero esto bastó para principio de declararle mi intención. Subimos al cuarto alto donde estaban las amigas desta señora: que juntamente sacamos del río, y allí tuvimos un rato de conversación corto, porque, como yo no estaba en mi centro y amaba ya con veras, todo lo que no era estar en presencia de Gerarda, gustara de pasarlo en soledad. Despedidos de allí, traté luego de saber la calidad de quien había ya elegido por dueño de mi alma, y supe la que bastaba para estimar alcanzarla para esposa. Su padre había sido capitán de caballos en Flandes, en tiempo del Duque de Alba, a quien el prudente y católico rey Filipo segundo honró con él hábito de Santiago. Esto supe por mayor, si bien de la hacienda no hice información alguna, pareciéndome ventajoso dote para mí el de la calidad junta con tanta hermosura.
»No hay amante que, si lo es de veras, no tenga mil dudas y temores de su pretensión, y así los había en mí, temiendo que el acudir a menudo a casa de mi Gerarda la había de ofender así a ella como a su madre, y desta manera me privaba de mi gusto, deseando no dar nota en la calle cuando no tenía el beneplácito de Gerarda para servirla, y deseaba hallar ocasión en que manifestarla con más espacio mi amoroso cuidado, ofreciómela mi buena suerte como la podía pedir. En la fiesta que se hacía en una iglesia, cerca de los barrios de mi dama, se halló ella de embozo con las amigas vecinas del cuarto alto sin que las acompañasen sus ancianas madres, acerté a estar sentado cerca de donde ellas habían tomado asiento. Una amiga de Gerarda envió a una criada suya que de su parte, sin decir quién era, me dijese que unas damas deseaban que me llegase más cerca dellas que deseaban hablarme. Yo la respondí que en las iglesias era muy grosero en no obedecer tales mandatos, por parecerme que, los templos se hicieron más para la oración que para hablar en cosas ajenas desto, que, si fuera de la iglesia gustaban que yo les besase las manos y acudiese a lo que fuesen servidas de mandarme, me avisasen de su gusto, y que, si importaba ser secreto, que yo tenía la casa de un amigo allí donde me podrían hacer merced, y cierto, amigo, que, aunque sea paréntesis de mi discurso, es la mayor lástima del mundo ver lo que desto pasa en la Corte, sin que haya remedio para quitar esta perniciosa costumbre tan introducida, que más parecen templos de gentiles los que hay en ella, que de cristianos con lumbre de fe; pero esto, remédienlo aquellos a quien toca, que no harán poco servicio a Dios y amistad a los que, castigados, escarmentaren.
»Vuelvo al hilo de mi historia, y digo que, la criada volvió a las damas con la respuesta de su recaudo, y hubo entre ellas, como después supe, varios pareceres, condenándome algunas por grosero, sino pecaba en hipócrita, pero mi Gerarda aprobó por buena mi respuesta, y le pareció acertada la consideración de no querer profanar con pláticas ociosas el sagrado lugar dedicado para sólo alabar a Dios, y así se determinaron a que fuera de la iglesia, acabada la fiesta, me hablarían, y con este acuerdo volvió la criada a darme el recaudo. Llegóse el tiempo, habiéndoseme hecho bien largo porque estaba con mil dudas vacilando quién serían aquellas damas, y muchas veces presumía en que podría ser Gerarda una de ellas, aunque su demasiado recato me hacía dudar en esta presumción. Al fin, por salir destas confusiones, yo me puse a la puerta de la iglesia, donde, al salir las cuatro mujeres, una dellas me hizo una seña, con que las fuí siguiendo hasta una callejuela angosta sin salida: allí se pararon, y yo, llegando entonces, las dije estas razones o otras equivalentes a ellas:
»—Juzgarán vuesas mercedes a hipocresía, sino a grosera respuesta, la que le di a su recaudo, cuando experimentan cada día en tales lugares diferentes condiciones en este particular, que no reparan en el escándalo que dan a los que miran su poca consideración; yo he tenido la que debo al sagrado templo, y, mirado esto con buenos ojos, sé que habrá parecido acertada mi opinión.
»Tomó la mano la hermosa Gerarda para hablar, aunque no conocida de mí por entonces, y díjome:
»—No nos ha parecido mal, señor Lisardo, vuestro respeto y considerada advertencia, si la nuestra no pasara a notar cuán ajena es de tanta mocedad, por donde venimos a presumir que, alguien que merezca más que las que estamos aquí, es causa de que reparéis más en dar la pesadumbre con celos, que en profanar el templo hablando en él con mujeres. Si esto es así, no le habrá faltado cuidado para haceros seguir, y no querríamos que, la merced que nos hacéis aquí sea a costa de su sentimiento y a peligro de que perdáis su gracia. Nuestro intento fue entretener un poco la tarde hablando con vos una de estas señoras que lo desea, pero yo sé cierto que mirarán vuestra razón de Estado para que no perdáis el feliz que poseéis en vuestro empleo, que, de vuestro gusto, juzgo que será bueno.
»—El que más bien me puede estar —dije yo—, es el que de presente gozo, estimando la merced que me quiere hacer quien decís, bien sin cuidado de que a nadie se le dé que yo hable aquí o en otra parte, porque no tengo quien me cele ni haga seguir los pasos, que, quien yo deseara que lo hiciera, aun a penas llega a saber cuánto la deseo servir, con que os asegura quien, tan a los principios de sus favores está, que éste le haga cuidando de saber por dónde anda.
»—Todos decís eso-dijo otra dama—, y es porque no queréis dejar pasar ocasión alguna destas, que a tener seguridad de ser verdadero lo que os oímos, fuerades un prodigio en esta Corte, pues galán sin tener nadie que le favorezca y estime, se me hace muy difícil de creer.
»—Con certeza os puedo asegurar lo que os digo-le repliqué—, y así os suplico os sirváis de que sea favorecido en que os vea los rostros.
»—¡No nos faltaba otra cosa —dijo Gerarda—, ya que os hemos hecho salir de la iglesia, sino que relajáramos vuestra virtud! ¡No lo permita el cielo, que también somos cristianas y con asomos de religión, sino tanta como la que habéis mostrado tener!
»—Frívola escusa dais —dije yo—,por donde juzgo en el donaire que hacéis de mí que habréis presumido ser hipócrita en el sacaros de la iglesia a este puesto.
»—No digo tal-dijo Gerarda—, aunque lo parece; pero por el escrúpulo que habemos concebido de que os haremos aquí daño, quedaos con Dios.
»Y diciendo esto, me pidió con grandes encarecimientos que no pasase de allí a acompañarlas, que otra ocasión habría en que me hablasen más de espacio, que querían ver si cortés les obedecía en lo que me mandaban. Con esto me hube de quedar allí diciéndoles:
»—Préciome tan de cortés como de obediente, y no porque me está bien el que no os acompañe, sino porque quedo haciendo lo que me mandáis, con muy ciertas esperanzas de que me favoreceréis otro día como decís.
»Con esto se fueron y yo me quedé en aquel sitio, si bien hice una seña a un criado mío para que las fuese siguiendo. El, que no era lerdo, sino muy experimentado en semejantes ocasiones, las siguió, y volvió a decirme haberse entrado en casa de mi querida Gerarda, con que quedé el hombre más contento del mundo, determinando ir el siguiente día a visitarla. Aquella noche se me hizo un año, culpando al tiempo de tardo, que, para con los deseos de amante, tiene pies de plomo y no hay velocidad alguna que le satisfaga.
»Llegó, pues, el deseado día y la hora de mi visita, que fue a las cuatro de la tarde, y hallé a la hermosa Gerarda y a la anciana doña Teodora su madre, que estaba con otras dos señoras, amigas suyas, en visita, por cuya causa fue más breve la mía que quisiera. Culpóme la madre de Gerarda en no haber ido a verlas aquellos días, que yo estimé en mucho, por parecerme que, donde se dan quejas de poco visitadas, hay deseo de serlo, y que no cansaba mi presencia.
»Por si no había ocasión de hablar a solas a mi Gerarda, como en otras me había sucedido, llevaba escrito un papel en que le manifestaba mi pensamiento, y éste, al levantarme de la silla, que estaba junto al asiento de mi dama, le dejé caer cerca della, de modo que no pudo ser visto de nadie sino de Gerarda. Y porque no fuese hallado de otra persona, vi que con cuidado le alzó del suelo y se le metió en la manga, dejándome gustosísimo ver cuán bien se me había logrado mi deseo. Lo que contenía el papel eran estas razones que no he perdido de mi memoria:
»Cuanto mayor es el conocimiento que tengo, hermosa Gerarda, de lo que merecéis, tanto mayor es el temor que me acobarda para tomar la pluma y manifestaros el cuidado que desde el primero día que os hallé en aquel peligro me ha dado vuestra vista, prompto me dispuse a serviros, sin advertir que, del centro del agua pudiese haber salido tanto fuego como abrasa mi enamorado corazón. Dueño sois dél, como de muchos que por víctimas se os ofrecen en las aras de esa belleza, pero a ninguno cede la ventaja el mío en adoraros con más estimación y decoro. Para que comience a tener méritos esta fe, os da cuenta de los que le sois deudora; admitid en prendas tan pura voluntad, tan rica en deseos y tan dispuesta a serviros, mereciendo respuesta déste, quien, con tan firme fe, se llama ya esclavo vuestro. El cielo os guarde.
»Retiróse Gerarda, ida la visita, a leer el papel, según supe después, y consultando con su severidad y recato la respuesta dél, no ayudó nada la dilatada cuanto mala opinión que algunos hijos de Madrid tienen, que, con fingidas apariencias de amantes han burlado a muchas mujeres que, con fácil crédito les han hecho favores y, escarmentando en ajeno daño, Gerarda, sospechosa de que yo fuese uno destos, quiso que la experiencia y el tiempo la asegurasen estas dudas, y así me respondió el papel que oiréis, que también tengo en la memoria y decía así:
»Las leyes de mi severa condición llegan a romper mi agradecimiento y cortesia. El, para conocer la acción pasada de vuestro generoso y noble ánimo, y ella para no dejaros sin respuesta de vuestro papel, deseando que, con más verdad y menos lisonja, diérades sin ponderación la que le toca al conocimiento de mis pocos merecimientos y al temor que me significáis haber tenido de los efectos de aquel peligro en que fui socorrida de vos. No creo nada por parecerme estar imposibilitada de hacer tales milagros, y porque lo fuera en vos sujetaros a rendimientos de amor, cuando tan poco se usa tener, y así, incrédula de vuestras ponderaciones, os pido escuséis la nota que podréis dar con el mentido cuidado, como lo hacéis en los templos con la verdadera virtud.
»En la última razón confirmé ser Gerarda la que me había hablado fuera de la iglesia, y quedé con el severo papel algo desconfiado de mi impresa, y mucho receloso de que tenía prendada la voluntad. Este papel me dió un escudero anciano de su casa, y, queriendo sobornarle con dádivas, le hallé más recto que un ministro nuevo, y más severo que un suegro avaro. Procuré todos los medios posibles para darle otro papel, pero no fue de provecho, que jamás hallé ocasión para esto con lo cual estaba tal que perdía el juicio. Comuniqué con aquel amigo el estado de mi afición y cuán imposible era hallar modo para proseguirla por la esquiva condición de Gerarda. Este me aconsejó que, a costa de mi sufrimiento, procurase no pasar por su calle, ni visitarla en su casa, por ver si con esto mudaba de propósito; pero que no dejase, junto con este fingido desamor, de acudir de noche embozado en su calle, procurando no ser de nadie conocido, para ver si a ella acudía algún pretensor a quien mostrase voluntad. Hícelo así, procurando de allí adelante asistir a todas las fiestas públicas donde se hallaba, sin el cuidado que otras veces afectaba, por saber donde estaría, sino muy divertido con otros amigos. Pasáronse dos meses en que observé el consejo del amigo, si bien se me hicieron dos siglos. En este tiempo se ofreció encontrarse un criado mío, conocido de Gerarda y de su madre, con las dos, a quien doña Teodora preguntó por mi salud, quejándose del olvido que tenía de su casa, no visitándolas, a que respondió que, negocios forzosos me estorbaban el acudir a mis obligaciones. Interrumpió esta plática Gerarda, diciendo al criado:
»—Por ahí se dice que se nos casa el señor Lisardo, y esa ocupación sola tiene de disculpa al mal pago que ha dado a la voluntad de mi madre.
»—No pienso que, por ahora, le pasa por el pensamiento eso —dijo el criado—, porque, cuando lo intentara, a nadie diera primero parte de su empleo sino a mi señora doña Teodora que la tiene respeto de madre.
»Con esto se despidió dellas y vino luego a darme cuenta de todo lo que le había pasado, con que me alegré mucho, echando de ver que iba obrando mi descuido en Gerarda. En todas las noches que acudí a su calle, siempre hallé músicas en ella que se le daban debajo de sus balcones y las más destas le llevaba un don Fadrique de Peralta, caballero navarro que asistía en Madrid a sus pretensiones y estaba muy enamorado de Gerarda, si bien tenía menos entrada en su casa que yo.
»Entramos en consulta mi amigo y yo sobre lo que haría en este empleo, visto el cuidado con que había preguntado por mí, acusándome el descuido de verla, y salió acordado della, por parecer del amigo, que pasase otros quince días con mi olvido adelante, teniendo el mismo cuidado de no hallarme donde ella estuviese.
»En este tiempo se ofreció tener una prima mía ausente a su esposo, y porque la acompañase en tanto que duraba su ausencia, pidió a mi madre me mandase ir a ocupar un cuarto bajo de su casa, cosa que hice de mala gana por obligarme su recato a irme a recoger más temprano que acostumbraba. Pocos días había que vivía mi prima en el fin de la calle de Gerarda, en casas propias que su esposo había labrado, y tenía mi dama, desde que se pasó a vivir a sus barrios, apretada correspondencia con ella, cosa que me estuvo muy bien, como adelante oiréis.
»Acudían a visitar a mi prima a menudo su madre y ella, pagándoles mi prima las visitas con mucha puntualidad, pero en todas ellas, nunca Gerarda me tomó en la boca, si bien su madre acusaba mi descuido en no las ver, con algún sentimiento, disculpándome mi prima con los divertimientos de hombre mozo.
»Supe un día que había de verse Gerarda con mi parienta sin su madre, porque ella iba a una visita de cumplimiento, y, para ejaminar curiosamente lo que en ella tenía, con acuerdo de mi amigo, di parte de mi afición a mi prima para ejecutar lo que oiréis. Estimó el declararme con ella, ofreciendo ayudarme en cuanto de su parte fuese posible; pero yo la supliqué no hiciese otra cosa con ella sino que, con achaque de hacerla ver su casa, bajasen a mi aposento y no dejasen en él cosa que no viesen y buscasen, dándole parte de que mi curiosa prevención era para saber del todo su voluntad.
»Vino, pues, Gerarda a visitar a mi prima y, habiendo estado con ella dos horas largas sin tratar de mi nada, tanto era el cuidado que había puesto en esto, quiso darla a merendar, y, mientras las criadas lo prevenían, la dijo muy falsa, si quería ver su casa, que se holgaría de ver cuán bien acabada estaba. Gerarda la respondió que tendría mucho gusto dello, que se la había alabado mucho su madre. Tomáronse de las manos las dos y vieron muy de espacio el cuarto alto que mi prima vivía, y queriendo mostrarla el que yo habitaba, de propósito le halló cerrado, y estando junto a la puerta dél, dijo mi prima:
»—Yo apostaré que Lisardo aun no debe de haber salido de casa; espera, amiga: verélo por el hueco de la llave.
»Hizo que lo miraba con cuidado, y díjola, advertida de lo que había de hacer:
»—No está aquí mi primo y se ha llevado la llave, cosa nueva en él, porque siempre nos la deja su criado para aderezarle su cuarto.
»—Debe de tener en él cosa que le importe —dijo Gerarda.
»Aquí replicó mi prima:
»—No sé, amiga, qué te diga en eso; novedad se me hace el dejarle cerrado. Pero en cuanto a haberlo hecho por alguna mocedad suya, será sin mi gusto, porque sabe que es lo primero que le supliqué cuando vino aquí a hacerme compañía.
»—No todas veces se cumple lo que se promete —dijo Gerarda.
»—Pero, para asegurarnos desta sospecha, yo tengo llave maestra que hace a todas las puertas de casa, y con ella abriré, si bien dudo que la halle, porque no sé bien donde la dejó mi esposo.
»—Por tu vida, amiga, que la busques —dijo Gerarda—, que deseo veamos lo que hay dentro.
»Subieron arriba y fingió mi prima que buscaba la llave y que no la hallaba, de lo cual mostraba pena Gerarda. Finalmente, después, buscándola por todas las gavetas de un escritorio, dió a entender que la había hallado, de que recibió no poco gusto Gerarda. Bajaron luego a mi cuarto y, abriendo, buscaron en él lo que las tenía sospechosas; pero como no hallasen dentro nadie, dijo mi prima:
»—¡Válgame Dios; pues por algo dejaría Lisardo esto cerrado!
»—Si no es por estar abierto aquel contador —dijo Gerarda—, no hallo causa porque lo haya hecho.
»—Tienes razón-replicó mi prima—, que eso es sin duda alguna.
«Comenzaron a buscar todo lo que había en las gavetas del contador y hallaron en ella unos papeles de letra de mujer, que de propósito habíamos hecho escribir a una dama conocida de mi amigo, de la manera que él se los notó, que fueron como de correspondencia asentada entre dos amantes. Mirándolos todos, hallaron uno, que era custodia de un hermoso retrato de mujer, que se puso allí con la misma cautela entre los papeles y era de una dama de Toledo. Miráronle con mucha atención y la misma puso mi prima Gerarda por ver qué semblante mostraba a lo que tenía presente, y conoció dél bastante turbación, para habérsele mudado, con no pequeña demonstración de tristeza, con que se alegró sumamente mi prima diciéndole:
»—Bien decías, hermosa Gerarda, que esto era la causa de haber cerrado Lisardo su cuarto. Nunca yo he presumido dél lo que agora veo: debe de ser, sin duda, por lo mucho que es recatado; pero lo más cierto es, que la dama no debe de ser de aquí, que, a estar en esta Corte, no dejara yo de saber su empleo.
»—Si es, como decís, tan recatado —dijo Gerarda—, en tan gran lugar como éste, bien se puede servir una dama, sin que se sepa. Pero de ello nos informarán mejor estos papeles, que, deben de ser del dueño deste retrato, el cual nos asegura que debe de ser hermoso su original, si el pintor no ha andado lisonjero, como muchos que lo son a costa de sus opiniones.
»—Tengo por tan curioso a Lisardo —dijo mi prima—, particularmente en lo que toca a la pintura, de que se le entiende mucho, que no tendrá en su poder cosa que no sea muy perfectamente acabada. Y si él se comunica con el original, como será cierto, no hay duda sino que será muy fiel la copia.
»—Pocas mujeres he visto —dijo Gerarda—, que excedan en belleza al dueño deste trasumpto y, si mal no me acuerdo, pienso yo que le he visto en esta Corte.
»—Bien podrá ser —dijo mi prima. Y, fingiendo recato, prosiguió—: Paréceme que siento ruido, y no quisiera, por cuanto hay en el mundo, que viniese Lisardo, y nos hallase metidas en esta impertinente curiosidad, que cuanto es cortés y afable, es insufrible si se enoja, y así me parece que guardemos estos papeles en el lugar donde estaban, que, con la llave que tengo, no faltará ocasión para verlos despacio otro día.
»—Eso, ¿cómo será posible —dijo Gerarda mostrando gana de leerlos—, si él se lleva la llave deste contador?
»—Dices bien —dijo mi prima—; que no había reparado en tanto con la turbación de temer que vendría; mas porque se lean, yo me pondré a esta reja, que cae a la calle, y de allí veré si viene, que, desde que le descubra la vista a la entrada de la calle hasta que entré en casa, hay tiempo para guardarlos y subirnos a mi cuarto.
»Con esto se puso a la reja, y Gerarda no estaba ociosa, que a toda priesa iba leyendo los papeles, tan ocupada en ello, que mi prima, desde el lugar donde estaba, pudo notar de su curiosidad recelosa, las acciones de su rostro, mudándole de mil colores, al paso que iba leyendo los fingidos favores de cada papel. Dejó mi prima de ser centinela de mi no esperada venida, al tiempo que Gerarda estaba leyendo el último papel, que era cubierta del hermoso retrato y entre las dos vieron en él estas razones, que, por quedarme en la memoria, os las diré:
»Esta copia de quien os adora va donde el alma de su original asiste; déjame envidiosa en que goce más tiempo de vuestra compañía que de su dueño. En su igual semblante, manifiesta mi firmeza para consuelo de lo que siento el no teneros siempre presente. Os pido correspondáis a la obligación de su visita pagándola con otro retrato vuestro, que, en conformes voluntades, no quiero que me quedéis a deber fineza, cuando es exceso en mí el anticiparle a hacerlas. Dios os guarde más que a mí. Vuestra hasta la muerte.
»Con este papel no pudo Gerarda más con su disimulación, sino que, manifestando su encubierto amor con la punta de los celos, comenzó a suspirar sentándose en una silla con el papel y retrato en la mano, dejando admirada a mi prima cuanto contenta de esta acción que veía. Preguntóle qué tenía, y ella, comenzando a derramar algunas lágrimas, que no hay duda sino que serían finísimas perlas, dijo:
»—¡Ay amiga, cuán mudables nos llaman los hombres, y cuán poca firmeza tienen!
»No se dió mi prima por entendida de la razón, y preguntóla que a qué fin decía aquello. Mas Gerarda, dando más profundos suspiros, dijo,:
»—Nunca pensé que Lisardo se cansara tan presto de una impresa que intentó; culpo a mi poca dicha y a su facilidad.
»Persuadióla mi prima que le declarase aquellas preñadas razones que la oía, asegurándola que, en cuanto fuese de su parte, la ayudaría como verdadera servidora suya.
»—¡Ay, amiga mía —dijo Gerarda—; ya llega tarde vuestro favor, cuando la correspondencia de vuestro primo está tan adelante, que no será quien es, sino la conserva! Yo he visto en estos papeles haber echado muchas raíces en su empleo porque, cuando una mujer se dispone a manifestar tantas finezas, no hay duda sino que tiene satisfacción de que es querida con exceso y que tiene seguridad de su amante. Pensé que Lisardo era como todos o los más hombres cortesanos, finos en lo aparente y falsos en lo interior; mas estos papeles desmienten mi necia sospecha; del buen gusto de Lisardo infiero que le habrá puesto en quien se le merezca y le pague su voluntad; Dios se la conserve. Y vos dadme licencia, que quiero irme a mi posada, que no me siento buena.
«Porfióla mi prima en que se había de declarar más con ella, y tanto la persuadió, que la dió parte de lo que conmigo había pasado desde el día que la saqué del río, hasta haber dejado de visitar a su madre; cosa que ella atribuía a estar tan prendada mi voluntad, como lo aseguraban aquellos papeles.
»Prometióla mi prima saber de raíz esta afición y, si gustaba, afear mucho el haber tenido tan poca perseverancia en servirla, mereciéndolo tanto sus partes, para ver qué hallaba en mí, y si veía muestras de no tener muy fija mi afición, acabar conmigo que volviese a servirla.
»Agradecióle Gerarda el ofrecimiento; pero pidióla que no intentase nada de lo que la ofrecía, porque no pensase que había salido della, pues vela cuán mal le estaba a su reputación.
»—Yo me ofrezco —dijo mi prima—, a saber esto por buen camino, sin que perdáis nada; lleváos el retrato, que yo lo consiento, para que, con su pérdida, tenga Lisardo ocasión de darme pie para saber su empleo y darle intención para que os vuelva a servir.
»Vino Gerarda en lo que mi prima ordenaba, aunque lo había rehusado antes y así se despidió della, y se fue a su casa no muy gustosa, si bien habiéndola declarado su voluntad.
»Llegué yo a casa de mi prima en compañía de mi amigo, y de su boca supimos todo lo que aquí os he dicho, con que yo estaba el hombre más ufano de la tierra. Conferimos los tres lo que se debía hacer, y de la junta salió que lo dejásemos en este estado, hasta ver qué hacía Gerarda, la cual el siguiente día envió a decir a mi prima, que aquella noche no se había sentido buena, y que por esto se quedaba en la cama, que la fuese a ver, para divertir su indisposición con la vista de tan buena amiga. Dióme parte del recaudo, y propuso verla aquella tarde y que yo fuese por ella, habiendo, de propósito, héchole falta el escudero. Hízose así y fuí a casa de doña Teodora y, con su licencia, subí arriba entrando en el aposento de mi Gerarda.
»Recibióme doña Teodora muy afablemente diciéndome:
»—Cierto, señor Lisardo, que, a no estar vuestra prima aquí, no sé cómo recibiera en mi casa hombre tan desconocido y ingrato a la voluntad que en ella le tenemos.
»—Yo soy el que he perdido gozar tanto favor —le dije—, si bien no ha faltado de mí el conocimiento de lo mucho que os debo, pero eso pagan los deseos que tengo siempre de serviros, deseando muchas ocasiones que los experimentéis.
»—Eso de cumplido de palabras-dijo Gerarda—, es lo mucho el señor Lisardo; así lo fuera de obras.
»—Huélgome —dije yo volviéndome a ella—, que estéis, hermosa Gerarda, en estado de decir pesadumbres, que es señal cierta que vuestra indisposición no es de peligro.
»—No os ofendo —replicó- en acusaros con tanta verdad y razón.
»—Confieso —dije yo- que no la he tenido en lo poco que he acudido a serviros. El conocimiento de mi yerro me solicite el perdón, y vamos a lo más importante, que es saber qué haya sido vuestra indisposición.
»Allí me dió cuenta Gerarda della fingiendo haber tenido un grave accidente la noche pasada. Pero lo cierto fue la mala tarde que la dimos con los fingidos papeles y retrato. Dejóme asegurar Gerarda estando yo hablando con su madre, y dijo a mi prima:
»—Paréceme, señora amiga, que no habrá echado menos vuestro primo el retrato.
»—Mal lo, sabéis- dijo ella—; ha estado hecho un león, con su criado, a quien echa la culpa de que haya faltado.
»—¡Ay desdichada de mí —dijo Gerarda—, volvámosele, que a él y a mí nos ha hecho daño la no conocida copia!
»—Dejalde estar, si os importa —replicó mi prima—, que yo podré poco, o le sacaré del pecho el original, y no haré mucho, porque yo presumo que no está con muchas raíces el empleo.
»—Eso será —dijo Gerarda—, por ser de mudable condición.
»—No es —dijo mi prima- sino porque, o yo me engaño, o éste ha sido despique de vuestros desdenes.
»—Nunca los recibió de mí —dijo Gerarda—; mas decidme si de ese se ha quejado.
»—No hemos llegado a tanto, pero deseara mucho divertir a vuestra madre, para que Lisardo hablara con vos, que lo desea —dijo mi parienta.
»Con esto se quitó del lugar donde estaba sentada y, con achaque de que hacía calor, se pasó a otra silla, que caía cerca de una ventana diciendo a doña Teodora, que se pasase a otro asiento cercano al suyo, para que gozasen del fresco. Hízolo así, con que me dieron lugar para que me pasase al que había dejado mi prima, que era la silla de la cabecera de la cama y, viéndome allí, dije a Gerarda estas razones:
»—Nunca entendí de mi corta suerte, que me diera el lugar que a solas gozo en vuestra presencia, ¡oh, hermosísima Gerarda!, al tiempo que experiencias de vuestra severidad, me tienen aun con temores de enojaros con mi visita que, el presumir esto, ha sido la causa que me ha obligado a no acudir a recebir merced desta casa, como antes. El mismo soy en la voluntad de serviros que hasta aquí, que en mí, viviendo vos, no puede haber disminución en ella, ni quiebra en la fe con que os amo. Mi silencio ha procedido de vuestro recato, en favorecerme con presuponerse que mi intento siempre fue enderezado al honesto fin de ser vos mi esposa. Y si deste pensamiento he faltado, castígueme el cielo.
»—Bien creo, que otro sujeto, ya que no el vuestro, que juzgo inclinado a favorecer a otro más dichoso que yo, moviera mi asistencia y amor, a serle correspondido, pero conociendo en vos lo que valéis, y en mí tan pocos méritos, disculpo el mal pago que me habéis dado, si más antigua voluntad tienen echadas mayores raíces que la mía.
»Aquí di fin a mi discurso, cuando Gerarda, viendo que mi prima entretenía a su madre de suerte que no nos podía oír, incorporándose en la cama, me dijo:
»—Señor Lisardo; toda cuanta alabanza dais a mis pocas partes y el conocimiento que significáis tener de ellas, os culpan más en lo que pretendéis disculparos, pues si valgo lo que me encarecéis, eso mismo os sirva para que os persuadáis, a que, mereciendo lo que decís, debiera ser mayor vuestra asistencia. Muchas experiencias ha de hacer una mujer con un hombre que se confiesa aficionado della, para comenzar a persuadirse que son verdades las que le significa, pues estamos en tiempos que se usan poco, y por eso vemos tantas flaquezas en aquellas que se han dejado llevar de las lisonjas. Confieso que desde el primero día que os declarastes comigo en el papel que vi vuestro, comenzárades a conocer en mí el agasajo que piden vuestros merecimientos; mas tuviera poca estimación para con vos, si en mí hallárades esta facilidad; y cuanto más obligada de vuestro socorro, que ahora y siempre reconoceré, tanto más me convenía a mi opinión, el mostrarme huraña a vuestros ruegos; que, conseguido el honesto fin, los amantes no les pesa de haber hallado estas resistencias que les han hecho sus damas, antes la estimaban en más que si las hallaran fáciles. Esto os puedo responder a las que me imputáis de severa para mi abono, pero lo cierto es que, ni mi encogimiento ni vuestra sospecha, de que favorezco a otro galán, que eso es falso porque yo a nadie me inclino, os ha hecho retirar de lo que emprendiste, si no amante, sino el serlo de quien, sin tanto recato, os debe de haber favorecido; defecto que, al fin de la correspondencia, conoceréis vos bien para menos estimación suya.
»En estas razones eché de ver lo que habían obrado los papeles y retrato, contentísimo de que hubiesen surtido el efecto para que se fingieron y, para sacar más luz de lo que sentía, le dije:
»—Nunca, cuando intento servir en parte que me está bien aunque hallen repugnancia mis persuasiones, busco luego el despique, hasta que el largo tiempo o el breve desengaño me curen; y así, lo que de mí sospecháis, con manifestaros mi condición, que es ésta, os he respondido.
»—Eso fuera, a ser verdad lo que me decís —dijo Gerarda—; pero, aunque Madrid es grande, ni tenéis tan cerrados los ojos de los curiosos, que algunos no hayan penetrado secretos que vos pensáis, que están ocultos.
»—Tal vez se engañan los más perspicaces, como en lo que me decís; porque no siento que ninguno haya visto de mí, cosa que aquí la negara.
»—Sois tan cortés,-replicó ella—, que juzgárades a grosería el confesar sin tormento delante de quien habéis solicitado, por la regla general, que no es cordura, alabar a ninguna dama delante de otra, ni manifestar el empleo en presencia de quien se ha pretendido. Con certeza sé —dijo Gerarda—, de buen original que amáis y sois correspondido y esto sin que me haya costado algún cuidado el saberlo.
»—Más, bien me estuviera —dije yo—, que le hubiérades tenido de favorecerme que de saber cosas que no son verdaderas.
»—No quisiera yo que lo fuera tanto —replicó—, porque os habéis acreditado para comigo de poco perseverante, como de mucho para con la dichosa que os ha merecido y ya adquiere así el nombre de dueño de vuestra voluntad, como la opinión de excederme en partes, pues esto se ve que os ha llevado de mi dominio al suyo.
»Viendo que en esta razón se me había declarado tanto, ufano con lo que le vía y casi fuera de juicio, de contento, la dije:
»—Hermosísima Gerarda, presumid lo que fuerades servida, ora por conjeturas, ora por averiguadas experiencias, que yo soy vuestro y lo seré mientras mi vida durare, deseando que sea muy larga para llamarme siempre esclavo vuestro. Lo que os puedo asegurar es que no he puesto los ojos en cosa que me dé cuidado, sino en vos, que os he elegido por dueño de mi alma.
»Aquí, ¡oh caro amigo!, se encolerizó de manera Gerarda que, mudado el semblante y perdido el color de su rostro, no acertaba a hablar, pero cobrándose, dijo:
»—No quisiera, mentiroso caballero, estar en la parte que me veis para responderos, con volveros las espaldas, y de esta suerte fuera, que no me viérades la cara más en vuestra vida. Ahora me afectáis lisonjas y ponderáis encarecimientos, cuando estoy cierta que es falso todo. ¿Podéis negarme que el dueño de este papel y retrato que tengo aquí no es servido de vos y que, lo que escribe, no manifiesta asentada correspondencia, y pagada voluntad? Haréisme mucho gusto en iros sin darme disculpa alguna y llevaos esas prendas que yo las he guardado para confusión vuestra y escarmiento mío, en no creer a nadie ni encarecimientos, ni muestras de voluntad pues sé que todo es fingido en estos tiempos. ¡Qué necia me hallara si hubiera dado crédito a vuestras lisonjas para que hiciérades donaire de mí en la presencia de la que traéis estampada en el alma y copiada en el naipe. Volvedla a vuestro poder y tened más cuidado con vuestros papeles, que el cielo dispuso que yo los leyese en vuestro aposento con beneplácito de vuestra prima, para que conozca que, si en vos hay este trato, le deben de tener todos los hombres.
»No os puedo encarecer, amigo, cuál me hallé con estas razones de Gerarda: por una parte contento de ver cuán bien habían obrado los celos con ella, y manifestado su encubierto amor; por otra, pesaroso de verla enojada y en parte donde no la podía satisfacer, por estar casi a la vista de su madre. Sólo lo que pude decirla fue:
»—Dueño mío, que lo habéis de ser si tengo dicha que os satisfagáis, no puedo ahora disculparme con vos como quisiera cuando tan enojada os veo; pero antes que se vaya mi prima, os suplico la deis cuenta de lo que os ha pasado conmigo, que ella os dirá lo que hay acerca de los papeles y retrato que habéis visto y asimismo que el dueño del retrato no le conozco.
»No quiso oírme más razones Gerarda volviéndose al otro lado de la cama con estraño enojo; con lo cual me levanté de la silla y dije a mi prima que la llamaba Gerarda.
»Entréme en el balcón con su madre y procuréla entretener, en tanto que las dos amigas tuvieron un largo coloquio acerca de lo que había pasado. Satisfízola a Gerarda mi prima en cuanto pudo, diciendo la verdad del caso y cómo se había tragado con beneplácito suyo, para saber lo que había en su pecho, que la verdad era, que yo la quería entrañablemente y andaba fuera de mí viendo cuán severa se me mostraba, temeroso de que favoreciese a otro galán.
»Por una parte se holgó la hermosa Gerarda de lo que a mi prima oía y por otra le pesaba de que le hubiesen conocido por sus celosas acciones su afición, y así la dijo que ya que su traza les había salido como desearon, por no hallarse segura de que yo no estuviese algún empleo, la pedía que le fuese verdadera amiga para solicitar que yo no me divirtiese en parte alguna, más que en servirla a ella. Así se lo prometió mi parienta, con que cesó la plática, y, llamándome para despedirnos, tuve ocasión de pedir a mi dama perdón de la estratagema que había usado, el cual, alcancé della y en muestra de que era así la besé una de sus blancas y hermosas manos, con gusto suyo.
»Desde aquel día quiso mi buena fortuna darme prósperas dichas, favoreciéndome Gerarda con muestras de grande amor, asentándose entre los dos una amorosa correspondencia dirigida al casto Himeneo. Vímonos muchas veces en casa de mi prima, donde, con la presencia de Gerarda, se me aumentaba el amor, mas esto no sin la pensión de recelos, que no me faltaban de la frecuencia de don Fadrique de Peralta en su calle, aunque no podían asegurar los temores la voluntad de Gerarda, junto con sus favores, para entender que ya era el elegido.
»Vino el esposo de mi prima de su jornada, con que yo me volví a casa de mi padre y así había menos ocasiones de vernos, cosa que yo sentía en extremo. Consolábamonos con ir yo a casa de Gerarda de cuando en cuando y con escribirnos cada día, siendo terceros de estos papeles una criada suya y un criado mío en quien habíamos hallado fidelidad.
»Seis meses había que duraba la amorosa correspondencia entre los dos sin decaer yo de la desgracia de mi Gerarda ni ella dejar de favorecerme con muchas veras en lo que lícitamente, sin ofender a su reputación, podía, hasta que la fortuna, cansada de favorecerme, ordenó para desdicha mía, que se ofreciesen en Madrid unas fiestas por la venida del Príncipe de Gales, en que se hizo un solemne regocijo de toros y juego de cañas, entrando en él la Majestad de nuestro Rey y Señor.
»Para ir a verle se conmovió toda Castilla la Vieja, Andalucía, y Reino de Toledo. De aquella Imperial ciudad, cabeza suya, vino con otras la dama aquella cuyo era el retrato, que nos manifestó la encubierta afición de Gerarda. Con ésta se correspondía don Claudio, aquel amigo y consejero mío, aunque no muy apretadamente; si bien, un tiempo que asistió él en Toledo fue favorecido de ella con muchas veras, mas en aquél, sólo había una correspondencia de papeles entre los dos. Llegó el día de las fiestas, en el cual Gerarda tuvo balcón en lo mejor de la plaza con su madre y otras amigas, y esta dama de Toledo se le había buscado don Claudio muy cerca del suyo, convidándome a mí para él, a donde fuí sin saber que estuviese tan cerca del de Gerarda. Ella, que era curiosa y amiga de ver, como las mujeres, no dejó balcón de los convecinos que no mirase con atención y curiosidad, por notar la belleza de las damas que los ocupaban, ta gala de sus vestidos y la bizarría de sus tocados. Acertó a poner los ojos en el balcón de don Claudio y vió, a aquella dama al tiempo que yo estaba hablando con ella en cosas de Toledo, y ella, muy atenta a mi plática, y como tuviese en su idea vivas las especies que había concebido de su retrato, luego la conoció, y al verme a mí con ella, la causaron tales celos que, sin poder disimular con su madre y amigas, se quitó del balcón y, fingiendo un repentino accidente, se echó en una cama que había en aquella pieza, perdido el color de su hermoso rostro, dando muchos suspiros, cosa que puso con cuidado a su madre y amigas y les aguó el gusto con que vían los toros y regocijo.
»Acabóse la fiesta y, al volverse las damas y Gerarda a casa, llamó a un paje de una prima suya a quien, dando las señas de la casa, rogóle mucho que supiese qué personas habían estado en el segundo balcón de ella, y si yo había estado siempre con ellas y que, si era posible, las procurase seguir en particular a una cuyas señas le dió, como quien tan bien las tenía en la memoria. Fue el paje tan solícito en servir a la celosa Gerarda cuanto dañoso para mi empleo, pues su demasiada solicitud me cuesta hoy todo mi desasosiego y de dejar ahora mi patria. Finalmente él estuvo en el mismo balcón y reconoció a cuantos en él estábamos y, al irnos a la posada, nos fue siguiendo de suerte que, vió meterme en el coche con la dama y sus amigas, juntamente con don Claudio, y en sabiendo la casa donde paramos, que era en la de un pariente de la forastera dama, fue con su aviso a la presencia de Gerarda, a quien dió cuenta de todo, sin olvidársele circunstancia alguna por decir, con que la dama quedó hecha un volcán de celos, fulminando injurias que decirme, oprobios que hacerme y quejas que dar a mi prima de haberla engañado. El siguiente día se vió con ella, a quien dió Gerarda cuenta de lo que había visto y así mismo de como yo había entretenido la tarde con la dama del retrato, cosa de que se admiró mucho, no disculpándome como otras veces por no saber la verdad del caso. Esa misma tarde fuí a ver a Gerarda, sabiendo que estaba allí mi prima para venirla acompañando, y, al tiempo que entré en casa de Gerarda, fue en ocasión que estaba su madre en visita con un deudo suyo forastero, y así tuve lugar, siendo llamado de mi prima, de entrarme en otra pieza más adentro donde estaban ella y Gerarda y, antes de preguntarla por su salud, me dijo llena de cólera y enojo estas razones:
»—Nunca entendí, engañoso Lisardo, que con las mujeres de mi calidad, olvidado de la vuestra, usárades el doble trato que he averiguado de vos; es buen modo de granjear voluntades tener la vuestra repartida en dos partes, engañando a quien os tiene creída la fé que mentís y las firmezas que publicáis. Yo me tengo la culpa de haberme creído de vos, cuando indicios de vuestro empleo, me pudieran hacer más temerosa y menos fácil; cuando no hubiera ayer traído de la fiesta más que el desengaño de vuestro término y mal proceder, había hecho mucho para mi opinión. Gracias al cielo que no os podréis alabar de muchos favores míos, pues siempre han sido con el recato que a mis obligaciones debo. Lo que os suplico es, que todos mis papeles os sirváis de enviármelos que no es razón que tenga conceptos vivos quien tiene la voluntad tan muerta. Esto ha de ser sin escusas, que yo os perdono lo que podéis presumir, en cuanto al imputaros de grosero en la entrega pues cuando de por medio se aventura mi reputación todo lo debéis posponer, fuera de que sé, que en vuestro poder están violentos, sino agraviados de que quizá estén en la parte de los de la dama del retrato, cuyo empleo gocéis largos años.
»Y diciendo esto se entró en otro aposento, cerrando tras de sí la puerta, sin ser posible ruegos de mi prima acabar que abriese hasta que de cierto supiera que yo era ido. Aquí entró luego la reprehensión de mi parienta, culpando mi poca firmeza y el haber engañado a Gerarda poniéndola a ella en peligro de perder su amistad por mi causa, siendo también engañada. De nuevo la di entera satisfacción de que la dama del retrato era de Toledo y dueño de don Claudio y que, siendo menester a uno y a otro, les haría confesar la verdad en presencia de Gerarda. Con esto parece que se satisfizo mi prima algo, que no estaba menos enojada que mi dama.
»Díjome que, porque su madre no sintiese este disgusto, me fuese luego de allí que ella procuraría darla satisfacción a sus celos y me diría después como la deseaba. Obedecíla, yéndome sin que doña Teodora me viese, y, luego mi prima hizo que Gerarda abriese la puerta del aposento donde se había cerrado a quien halló echada sobre la cama, toda bañada en lágrimas. Procuró consolarla queriéndola satisfacer por mí; mas a esto se incorporó en la cama y con increíble enojo la dijo:
»—Amiga: a lo pasado no hallo ya remedio; para lo porvenir, os suplico hagáis dos cosas por mí: la una que me cobréis mis papeles de vuestro primo, y la segunda que en ninguna ocasión no le habéis de tomar en la boca. Esto es si gustáis de conservar mi amistad, ya que a vos no puedo con razón culparos, pues que habéis sido engañada dél como yo.
»De nuevo quiso mi prima satisfacerla, con decirla que estaba engañada en lo que había presumido de mí y ofrecerse a darla satisfacción bastante; mas no la quiso oír y así por entonces dejó aquella plática con notable cuidado y pena por la que veía tener su amiga y por la que a mí me había de dar. Acabóse la visita de doña Teodora; Gerarda fingió haberla dado un vaguido para disimular su pena, con que se quedó en la cama. Hízose hora de volverse mi prima a casa donde yo la estaba aguardando; dióme cuenta de todo lo que había pasado con Gerarda y de la resolución que tenía de no verme más en su vida con lo cual yo estaba que perdía el juicio.
»Ocho días se pasaron sin verse las dos amigas y en cada uno dellos enviaba Gerarda recados a mi prima para que sus papeles se le volviesen, amenazándome que, si no lo hacía, me había de costar muy caro; pero yo no estaba en obedecerla, antes en procurar mil modos para darla satisfacción a lo que me imputaba, mas ninguno hallaba. Consolábame con pasar por su calle las noches y tal vez verme con su criada de quien me informaba cuán en su punto estaba su enojo.
»En este tiempo don Fadrique de Peralta no dejaba de asistir en su calle y darla músicas, cosa con que me daba notables celos; y tal vez estuve determinado a acuchillar a él y a sus criados; tan picado me tenía el retiro de mi Gerarda. Dióle a su madre una enfermedad grave, de que murió dentro de ocho días. Halléme en su entierro y, pasados otros ocho, parecióme, consejo de mi prima, que sería bien darle el pésame a la hermosa Gerarda, y así fuí a su casa en ocasión que estaba sola. Entró un escudero a decirla que estaba allí y sin mirar lo que podía el mismo presumir del caso, atrevióse a hacer un desprecio de mi, que fue decirle al escudero que me dijese que no estaba en disposición de recebir mi visita, por hallarse indispuesta; que la perdonase. Díjomelo así el criado, con que me dejó perplejo su resuelta voluntad, y así me dispuse contra su gusto a entrarme en la sala de su estrado, mas a penas ella me conoció desde donde estaba sentada, cuando, sin aguardar a oírme palabra alguna, se levantó de su asiento y se entró en otra pieza, cerrando tras sí la puerta, y de allá dentro me dijo:
»—Señor Lisardo; ya os he suplicado que no os canséis en verme, que será escusado. No soy de las mujeres que se dejan engañar dos veces; basta una para quien bien siente como yo.
»Dejáronme sin sentido las rigurosas razones de la enojada dama, de modo que no pude por un rato volver en mí, y, pareciéndome que dar voces en casa ajena era publicar con mi desprecio nuestros amores, reventando de pesadumbre, me bajé por las escaleras dejando bien sospechoso al escudero con lo que me había visto.
»Fuí a casa de mi prima, donde pude descansar, dando mil suspiros, quejándome de la crueldad de Gerarda, de mi poca dicha y de su engaño. Consolóme mi parienta y prometióme afear a Gerarda el desprecio que de mí había hecho, pero a ella se le dió muy poco de todo, aunque se lo dijo volviendo a instar que se le habían de dar sus papeles, o que ella los habría de modo que a mí me pesase, con lo cual, y el volver mi prima por mí, tuvieron las dos algunas razones pesadas por donde no se hablaron de allí adelante tan amigablemente.
»Dentro de un mes que esto pasó supe como don Fadrique andaba muy solícito en servirla, y que había tratado con un tío de Gerarda su casamiento; nuevas fueron éstas que me hicieron acabar de perder la paciencia. Víale muy puntual en la calle de día, y de noche, con que me aseguró el creer que con gusto de Gerarda se trataba el casamiento. Escribíla un papel quejándome en él de sus sin razones y olvido y satisfaciéndola de nuevo de sus sospechas; mas apenas se le dió su criada cuando le hizo pedazos sin ver letra dél. Con esto ya podéis, amigo, juzgar cuál estaría; ni comía, ni dormía, ni sosegaba un punto; huía de las conversaciones de manera que mis amigos sentían esta novedad y me lo decían, y yo me disculpaba con que, pretensiones que tenía, me estorbaban el comunicarlos.
»Un día me encontré con Lucrecia, la criada de Gerarda, y díjome como la noche antes se había ofrecido hablar en mí y la había preguntado su ama si me había visto, a quien respondió que no, para ver lo que decía y que le volvió a decir dando un pequeño suspiro:
»—Debe de estar ausente.
»Parecióme ser esta ocasión para verla la noche siguiente, atreviéndome a todo lo que me viniese, por sólo tener ocasión de satisfacerla a boca despacio, y así, haciendo un presente a Lucrecia, aquella tarde la rogué que me abriese la puerta sin decir nada a su señora. Ella que deseaba verme vuelto a su gracia, obligada del donativo, se ofreció a hacer lo que le pedía, y así concerté mi venida, señalando la hora que era a las diez. No me descuidé, que a las nueve y media estaba en la calle sólo con mi espada, y broquel. Era la noche obscura y lluviosa de suerte que, a penas se conocían los bultos de la gente; mas aunque era así, pude conocer en la calle a don Fadrique. Mi competidor hablaba con un criado suyo mandándole cierta cosa que fuese a hacer, que, a lo que pude oír, parábase en querer dar una música a Gerarda.
»Partió el criado de su presencia y yo me quedé diez pasos desviado de las rejas de la casa de mi enojada dama, con lo que le puse a don Fadrique en cuidado para no se quitar de la calle cosa de veinte pasos de donde yo estaba. Así nos estuvimos más de una hora, con que me tenía apurada la paciencia, y pareciéndome que, si no le deslumbraba su sospecha, no se iría de allí, di la vuelta por otra calle para volver por la parte donde estaba. Era el rodeo largo y, cuando volví al puesto, ya no estaba mi competidor en el lugar que le había dejado. Acerquéme debajo de las rejas de Gerarda que eran bajas y asistía en aquel cuarto. Púseme a escuchar lo que dentro se hablaba y oí la voz de un hombre dentro, que me pareció ser don Fadrique, cosa que me puso en notable cuidado. Escuché con más atención pero no pude percibir lo que hablaban más de oír la voz y certificarme, según mi parecer, ser de mi competidor, con lo cual, y no ver que Lucrecia salía a la ventana, me deshacía teniendo el pecho lleno de mis temores y recelos. Oí las once y tres cuartos para la media noche y queriendo dar un silbo para ver por si Lucrecia salía a abrirme, llegó a este tiempo un hombre a la puerta de Gerarda, el cual llamó con algún recato que juzgué más a cuidado de ser avisado que llamase así, que a recelo de haberme visto. Apenas tocó la puerta cuando fue abierto. Yo, que por salir de mi sospecha como por ver la ocasión tan a mano, entréme tras él. Era Lucrecia la que había abierto y así como me conoció me dijo:
»—Señor Lisardo, ¿dónde vais? Mirad que no podéis hablar esta noche a mi señora.
»Con esto certifiqué ser verdad mi temor y, sin oírle otras razones que me decía, con el enojo y los celos que llevaba, me entré en la pieza del estrado a pesar de la resistencia de Lucrecia. ¿Qué os diré, amigo? No sé con qué razones os refiera mi desdicha y la poca firmeza de Gerarda, pues en todo el tiempo que la serví, nunca merecieron mis desvelos y finezas el premio que en cuatro días el venturoso don Fadrique. Teníale la ingrata en sus faldas, y él regalándose con una de sus blancas manos, que ponía en su boca. A un lado de la pieza estaba puesta una mesa con mucha curiosidad que aguardaba la cena.
»No puedo significaros con razones el enojo, la rabia y celos que de ver esto concebí y así, llevado del impulso de la cólera, tal suerte me cegué que, sin reparar en nada, sacando la daga, acometí a don Fadrique tan prestamente, que no le di lugar a levantarse. Tres veces bañé el acero con su sangre, con que le dejé revolcándose en ella por la tarima del estrado, y, queriendo quejarme a Gerarda de su ingratitud y doble trato, no pude por verla desmayada del susto que la di, tendida a otra parte de su estrado. Dió voces Lucrecia y el criado que había entrado, y, pareciéndome no estar seguro en tal lugar dejando muerto a don Fadrique, me salí de casa de Gerarda, yéndome a la de mi padre, a quien di cuenta de lo que me había sucedido con lo que les puse en notable aflicción; pero, considerando que a lo hecho no había remedio alguno, me sacó de un contador todo el dinero en plata y oro que al presente se hallaba y tomando dos rocines andadores de su caballeriza, me partí acompañado de sólo un criado, con ánimo de no parar hasta llegar a Valencia.
»Esto es amigo lo que me ausenta de mi patria conociendo cuán poco hay que fiar en mujer alguna, pues, la que más publica ser firme, con cualquier disgusto, se muda despicándose con otro empleo; no juzgara tal de Gerarda habiendo estado tan dudosa en determinarse a favorecerme.»
Consoló don Félix a su amigo Lisardo, y prometióle no dejar su compañía hasta ponerse dentro en Valencia, porque se asegurase más de la justicia. Agradecióselo Lisardo con corteses y amigables razones y, siendo hora de caminar porque ya el sol iluminaba el occidente, se pusieron todos a caballo, tomando el derecho camino de Valencia.