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Primera parte
Aprobación
Por mandado de los señores del Consejo Real, he visto un libro intitulado Primera parte del Pícaro Guzmán de Alfarache, y en él no hallo alguna cosa que sea contra la Fe Católica, antes tiene avisos morales para la vida humana; por lo cual se puede dar la licencia que pide. Y por ser así, di ésta firmada de mi nombre en Madrid, y de enero 13, de 1598.
FRAY DIEGO DÁVILA
Tasa
Yo, Gonzalo de la Vega, escribano de cámara del Rey, Nuestro Señor, y uno de los que en su Consejo residen, doy fe que habiéndose visto por los señores del Consejo un libro intitulado Primera parte de Guzmán de Alfarache y dádole privilegio a Mateo Alemán, criado del rey, Nuestro Señor, para que le pudiese imprimir y vender por tiempo de seis años, le tasaron cada pliego del dicho libro en papel a tres maravedís, que sesenta y cuatro pliegos que tiene el dicho libro, sin los principios, montan ciento y noventa y dos maravedís, y al dicho respeto se han de vender los principios, y al dicho precio y no más mandaron que se vendiese y que esta fe de tasa se ponga en la primera hoja de cada libro, para que se sepa el precio dél. Y porque dello conste, de pedimiento del dicho Mateo Alemán y mandamiento de los dichos señores, di la presente. En Madrid, a cuatro de marzo de mil y quinientos y noventa y nueve años.
GONZALO DE LA VEGA
El rey
Por cuanto por parte de vós, Mateo Alemán, nuestro criado, nos fue fecha relación que vós habíades compuesto un libro intitulado Primera parte de la vida de Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana, del cual ante los del nuestro Consejo hicistes presentación; y atento que en su composición habíades tenido mucho trabajo y ocupación y era libro muy provechoso, nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia para le poder imprimir y privilegio para le poder vender por tiempo de veinte años, o por el que fuésemos servido o como la nuestra merced fuese. Lo cual visto por los del nuestro Consejo, y como por su mandado se hicieron en el dicho libro las diligencias que la premática por Nós últimamente fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que debíamos mandar esta carta para vós en la dicha razón, y Nós tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, vos damos licencia y facultad para que por tiempo de seis años cumplidos primeros siguientes que corran y se cuenten desde el día de la data desta nuestra cédula, podáis imprimir y vender el dicho libro que de suso se hace mención, por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va rubricado y firmado al fin dél de Gonzalo de la Vega, nuestro escribano de Cámara, de los que en el nuestro Consejo residen, con que antes y primero que se venda lo traigáis ante ellos, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o traigáis fe en pública forma cómo por el corretor nombrado por nuestro mandado se vio y corrigió la dicha impresión por el original. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con el original al autor o persona a cuya costa le imprimiere ni a otra alguna, para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo, y estando fecho y no de otra manera pueda imprimir el dicho principio y primer pliego, en el cual segundamente se ponga esta nuestra cédula y privilegio, y la aprobación, tasa y erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en la dicha premática y leyes de nuestros Reinos. Y mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna sin vuestra licencia no le pueda imprimir ni vender, so pena que el que lo imprimiere o vendiere haya perdido y pierda todos y cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y mas incurra en pena de cincuenta mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere; la cual dicha pena sea tercera parte para el denunciador, y la otra tercia parte para la nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidente y oidores de las nuestras audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa, Corte y chancillerías, y a todos los corregidores, asistente, gobernadores, alcaldes mayores e ordinarios y otros jueces e justicias cualesquier de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reinos y, señoríos, así a los que agora son como a los que serán de aquí adelante que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced que vos hacemos, y contra el tenor y forma de lo en ella contenido no vayan ni pasen ni consientan ir ni pasar en manera alguna, so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en Madrid, a diez y seis de hebrero de mil y quinientos y noventa y ocho años.
YO, EL PRÍNCIPE.
Por mandado del Rey, Nuestro Señor,
Su alteza en su nombre.
DON LUIS DE SALAZAR.
A Don Francisco de Rojas
Marqués de Poza, señor de la Casa de Monzón, presidente del consejo de la hacienda del rey nuestro señor y tribunales della
De las cosas que suelen causar más temor a los hombres, no sé cuál sea mayor o pueda compararse con una mala intención; y con mayores veras cuanto más estuviere arraigada en los de oscura sangre, nacimiento humilde y bajos pensamientos, porque suele ser en los tales más eficaz y menos corregida. Son cazadores los unos y los otros que, cubiertos de la enramada, están en acecho de nuestra perdición; y, aun después de la herida hecha, no se nos descubre de dónde salió el daño. Son basiliscos que, si los viésemos primero, perecería su ponzoña y no serían tan perjudiciales; mas como nos ganan por la mano, adquiriendo un cierto dominio, nos ponen debajo de la suya. Son escándalo en la república, fiscales de la inocencia y verdugos de la virtud, contra quien la prudencia no es poderosa.
A éstos, pues, de cuyos lazos engañosos, como de la muerte, ninguno está seguro, siempre les tuve un miedo particular, mayor que a los nocivos y fieros animales, y más en esta ocasión, por habérsela dado y campo franco en que puedan sembrar su veneno, calumniándome, cuando menos, de temerario atrevido, pues a tan poderoso príncipe haya tenido ánimo de ofrecer un don tan pobre, no considerando haber nacido este mi atrevimiento de la necesidad en que su temor me puso.
Porque, de la manera que la ciudad mal pertrechada y flacas fuerzas están más necesitadas de mejores capitanes que las defiendan, resistiendo al ímpetu furioso de los enemigos, así fue necesario valerme de la protección de Vuestra Señoría, en quien con tanto resplandor se manifiestan las tres partes -virtud, sangre y poder- de que se compone la verdadera nobleza. Y pues lo es favorecer y amparar a los que, como a lugar sagrado, procuran retraerse a ella, seguro estoy del generoso ánimo de Vuestra Señoría que, estendiendo las alas de su acostumbrada clemencia, debajo dellas quedará mi libro libre de los que pudieran calumniarle.
Conseguiráse juntamente que, haciendo mucho lo que de suyo es poco, de un desechado pícaro un admitido cortesano, será dar ser a lo que no lo tiene: obra de grandeza y excelencia, donde se descubrirá más la mucha de Vuestra Señoría, cuya vida guarde Nuestro Señor en su servicio dichosos y largos años.
MATEO ALEMÁN.
Al vulgo
No es nuevo para mí, aunque lo sea para ti, oh enemigo vulgo, los muchos malos amigos que tienes, lo poco que vales y sabes, cuán mordaz, envidioso y avariento eres; qué presto en disfamar, qué tardo en honrar, qué cierto a los daños, qué incierto en los bienes, qué fácil de moverte, qué difícil en corregirte. ¿Cuál fortaleza de diamante no rompen tus agudos dientes? ¿Cuál virtud lo es de tu lengua? ¿Cuál piedad amparan tus obras? ¿Cuáles defetos cubre tu capa? ¿Cuál atriaca miran tus ojos, que como basilisco no emponzoñes? ¿Cuál flor tan cordial entró por tus oídos, que en el enjambre de tu corazón dejases de convertir en veneno? ¿Qué santidad no calumnias? ¿Qué inocencia no persigues? ¿Qué sencillez no condenas? ¿Qué justicia no confundes? ¿Qué verdad no profanas? ¿En cuál verde prado entraste, que dejases de manchar con tus lujurias? Y si se hubiesen de pintar al vivo las penalidades y trato de un infierno, paréceme que tú sólo pudieras verdaderamente ser su retrato. ¿Piensas, por ventura, que me ciega pasión, que me mueve ira o que me despeña la ignorancia? No por cierto; y si fueses capaz de desengaño, sólo con volver atrás la vista hallarías tus obras eternizadas y desde Adam reprobadas como tú.
Pues ¿cuál enmienda se podrá esperar de tan envejecida desventura? ¿Quién será el dichoso que podrá desasirse de tus rampantes uñas? Huí de la confusa corte, seguísteme en la aldea. Retiréme a la soledad y en ella me heciste tiro, no dejándome seguro sin someterme a tu juridición.
Bien cierto estoy que no te ha de corregir la protección que traigo ni lo que a su calificada nobleza debes, ni que en su confianza me sujete a tus prisiones; pues despreciada toda buena consideración y respeto, atrevidamente has mordido a tan ilustres varones, graduando a los unos de graciosos, a otros acusando de lacivos y a otros infamando de mentirosos. Eres ratón campestre, comes la dura corteza del melón, amarga y desabrida, y en llegando a lo dulce te empalagas. Imitas a la moxca importuna, pesada y enfadosa que, no reparando en oloroso, huye de jardines y florestas por seguir los muladares y partes asquerosas.
No miras ni reparas en las altas moralidades de tan divinos ingenios y sólo te contentas de lo que dijo el perro y respondió la zorra. Eso se te pega y como lo leíste se te queda. ¡Oh zorra desventurada, que tal eres comparado, y cual ella serás, como inútil, corrido y perseguido! No quiero gozar el privilegio de tus honras ni la franqueza de tus lisonjas, cuando con ello quieras honrarme, que la alabanza del malo es vergonzosa. Quiero más la reprehensión del bueno, por serlo el fin con que la hace, que tu estimación depravada, pues forzoso ha de ser mala.
Libertad tienes, desenfrenado eres, materia se te ofrece: corre, destroza, rompe, despedaza como mejor te parezca, que las flores holladas de tus pies coronan las sienes y dan fragancia a el olfato del virtuoso. Las mortales navajadas de tus colmillos y heridas de tus manos sanarán las del discreto, en cuyo abrigo seré, dichosamente, de tus adversas tempestades amparado.
Del mismo al discreto lector
Suelen algunos que sueñan cosas pesadas y tristes bregar tan fuertemente con la imaginación, que, sin haberse movido, después de recordados así quedan molidos como si con un fuerte toro hubieran luchado a fuerzas. Tal he salido del proemio pasado, imaginando en el barbarismo y número desigual de los ignorantes, a cuya censura me obligué, como el que sale a voluntario destierro y no es en su mano la vuelta. Empeñéme con la promesa deste libro; hame sido forzoso seguir el envite que hice de falso.
Bien veo de mi rudo ingenio y cortos estudios fuera muy justo temer la carrera y haber sido esta libertad y licencia demasiada; mas considerando no haber libro tan malo donde no se halle algo bueno, será posible que en lo que faltó el ingenio supla el celo de aprovechar que tuve, haciendo algún virtuoso efeto, que sería bastante premio de mayores trabajos y digno del perdón de tal atrevimiento.
No me será necesario con el discreto largos exordios ni prolijas arengas, pues ni le desvanece la elocuencia de palabras ni lo tuerce la fuerza de la oración a más de lo justo, ni estriba su felicidad en que le capte la benevolencia. A su corrección me allano, su amparo pido y en su defensa me encomiendo.
Y tú, deseoso de aprovechar, a quien verdaderamente consideré cuando esta obra escribía, no entiendas que haberlo hecho fue acaso movido de interés ni para ostentación de ingenio, que nunca lo pretendí ni me hallé con caudal suficiente. Alguno querrá decir que, llevando vueltas las espaldas y la vista contraria, encamino mi barquilla donde tengo el deseo de tomar puerto. Pues doyte mi palabra que se engaña y a solo el bien común puse la proa, si de tal bien fuese digno que a ello sirviese. Muchas cosas hallarás de rasguño y bosquejadas, que dejé de matizar por causas que lo impidieron. Otras están algo más retocadas, que huí de seguir y dar alcance, temeroso y encogido de cometer alguna no pensada ofensa. Y otras que al descubierto me arrojé sin miedo, como dignas que sin rebozo se tratasen.
Mucho te digo que deseo decirte, y mucho dejé de escribir, que te escribo. Haz como leas lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el consejo; recibe los que te doy y el ánimo con que te los ofrezco: no los eches como barreduras al muladar del olvido. Mira que podrá ser escobilla de precio. Recoge, junta esa tierra, métela en el crisol de la consideración, dale fuego de espíritu, y te aseguro hallarás algún oro que te enriquezca.
No es todo de mi aljaba; mucho escogí de doctos varones y santos: eso te alabo y vendo. Y pues no hay cosa buena que no proceda de las manos de Dios, ni tan mala de que no le resulte alguna gloria, y en todo tiene parte, abraza, recibe en ti la provechosa, dejando lo no tal o malo como mío. Aunque estoy confiado que las cosas que no pueden dañar suelen aprovechar muchas veces.
En el discurso podrás moralizar según se te ofreciere: larga margen te queda. Lo que hallares no grave ni compuesto, eso es el ser de un pícaro el sujeto deste libro. Las tales cosas, aunque serán muy pocas, picardea con ellas: que en las mesas espléndidas manjares ha de haber de todos gustos, vinos blandos y suaves, que alegrando ayuden a la digestión, y músicas que entretengan.
Declaración para el entendimiento deste libro
Teniendo escrita esta poética historia para imprimirla en un solo volumen, en el discurso del cual quedaban absueltas las dudas que agora, dividido, pueden ofrecerse, me pareció sería cosa justa quitar este inconveniente, pues con muy pocas palabras quedará bien claro. Para lo cual se presupone que Guzmán de Alfarache, nuestro pícaro, habiendo sido muy buen estudiante, latino, retórico y griego, como diremos en esta primera parte, después dando la vuelta de Italia en España, pasó adelante con sus estudios, con ánimo de profesar el estado de la religión; mas por volverse a los vicios los dejó, habiendo cursado algunos años en ellos. Él mismo escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo por delitos que cometió, habiendo sido ladrón famosísimo, como largamente lo verás en la segunda parte. Y no es impropiedad ni fuera de propósito si en esta primera escribiere alguna dotrina; que antes parece muy llegado a razón darla un hombre de claro entendimiento, ayudado de letras y castigado del tiempo, aprovechándose del ocioso de la galera; pues aun vemos a muchos ignorantes justiciados, que habiendo de ocuparlo en sola su salvación, divertirse della por estudiar un sermoncito para en la escalera.
Va dividido este libro en tres. En el primero se trata la salida que hizo Guzmán de Alfarache de casa de su madre y poca consideración de los mozos en las obras que intentan, y cómo, teniendo claros ojos, no quieren ver, precipitados de sus falsos gustos. En el segundo, la vida de pícaro que tuvo, y resabios malos que cobró con las malas compañías y ocioso tiempo que tuvo. En el tercero, las calamidades y pobreza en que vino, y desatinos que hizo por no quererse reducir ni dejarse gobernar de quien podía y deseaba honrarlo. En lo que adelante escribiere se dará fin a la fábula, Dios mediante.
Elogio de Alonso de Barros
Criado del rey nuestro señor, en alabanza deste libro y de Mateo Alemán, su autor
Si nos ponen en deuda los pintores, que como en archivo y depósito guardaron en sus lienzos -aunque debajo de líneas y colores mudos- las imágenes de los que por sus hechos heroicos merecieron sus tablas y de los que por sus indignas costumbres dieron motivo a sus pinceles, pues nos despiertan, con la agradable pintura de las unas y con la aborrecible de las otras, por su fama a la imitación y por su infamia al escarmiento; mayores obligaciones, sin comparación, tenemos a los que en historias tan al vivo nos lo representan, que sólo nos vienen a hacer ventaja en haberlo escrito, pues nos persuaden sus relaciones, como si a la verdad lo hubiéramos visto como ellos.
En estas y en otras, si pueden ser más grandes, nos ha puesto el autor, pues en la historia que ha sacado a luz nos ha retratado tan al vivo un hijo del ocio, que ninguno, por más que sea ignorante, le dejará de conocer en las señas, por ser tan parecido a su padre, que como lo es él de todos los vicios, así éste vino a ser un centro y abismo de todos, ensayándose en ellos de forma que pudiera servir de ejemplo y dechado a los que se dispusieran a gozar de semejante vida, a no haberlo adornado de tales ropas, que no habrá hombre tan aborrecido de sí que al precio quiera vestirse de su librea, pues pagó con un vergonzoso fin las penas de sus culpas y las desordenadas empresas que sus libres deseos acometieron.
De cuyo debido y ejemplar castigo se infiere, con términos categóricos y fuertes y con argumento de contrarios, el premio y bien afortunados sucesos que se le seguirán al que ocupado justamente tuviere en su modo de vivir cierto fin y determinado, y fuere opuesto y antípoda de la figura inconstante deste discurso; en el cual, por su admirable disposición y observancia en lo verosímil de la historia, el autor ha conseguido felicísimamente el nombre y oficio de historiador, y el de pintor en los lejos y sombras con que ha disfrazado sus documentos, y los avisos tan necesarios para la vida política y para la moral filosofía a que principalmente ha atendido, mostrando con evidencia lo que Licurgo con el ejemplo de los dos perros nacidos de un parto: de los cuales, el uno por la buena enseñanza y habituación siguió el alcance de la liebre, hasta matarla, y el otro, por no estar tan bien industriado, se detuvo a roer el hueso que encontró en el camino. Dándonos a entender con demostraciones más infalibles el conocido peligro en que están los hijos que en la primera edad se crían sin la obediencia y dotrina de sus padres, pues entran en la carrera de la juventud en el desenfrenado caballo de su irracional y no domado apetito, que le lleva y despeña por uno y mil inconvenientes.
Muéstranos asimismo que no está menos sujeto a ellos el que, sin tener ciencia ni oficio señalado, asegura sus esperanzas en la incultivada dotrina de la escuela de la naturaleza, pues sin esperimentar su talento e ingenio o sin hacer profesión -habiéndola experimentado del arte a que le inclina- usurpa oficios ajenos de su inclinación, no dejando ninguno que no acometa, perdiéndose en todos y aun echándolos a perder, pretendiendo con su inconstancia e inquietud no parecer ocioso, siéndolo más el que pone la mano en profesión ajena que el que duerme y descansa retirado de todas.
Hase guardado también de semejantes objeciones el contador Mateo Alemán en las justas ocupaciones de su vida, que igualmente nos enseña con ella que con su libro, hallándose en él el opuesto de su historia, que pretende introducir. Pues habiéndose criado desde sus primeros años en el estudio de las letras humanas, no le podrán pedir residencia del ocio ni menos de que en esta historia se ha entremetido en ajena profesión; pues por ser tan suya y tan aneja a sus estudios, el deseo de escribirla le retiró y distrajo del honroso entretenimiento de los papeles de Su Majestad, en los cuales, aunque bien suficiente para tratarlos, parece que se hallaba violentado, pues, se volvió a su primero ejercicio, de cuya continuación y vigilias nos ha formado este libro y mezclado en él con suavísima consonancia lo deleitoso y lo útil, que desea Horacio, convidándonos con la graciosidad y enseñándonos con lo grave y sentencioso, tomando por blanco el bien público y por premio el común aprovechamiento.
Y pues hallarán en él los hijos las obligaciones que tienen a los padres, que con justa o legítima educación los han sacado de las tinieblas de la ignorancia, mostrándoles el norte que les ha de gobernar en este mar confuso de la vida, tan larga para los ociosos como corta para los ocupados; no será razón que los lectores, hijos de la doctrina deste libro, se muestren desagradecidos a su dueño, no estimando su justo celo. Y si esto no le salvare de la rigurosa censura e inevitable contradición de la diversidad de pareceres, no será de espantar; antes natural y forzoso, pues es cierto que no puede escribirse para todos y que querría, quien lo pretendiese, quitar a la naturaleza su mayor milagro y no sé si su belleza mayor, que puso en la diversidad, de donde vienen a ser tan diversos los pareceres como las formas diversas: porque lo demás era decir que todos eran un hombre y un gusto.
Ad Guzmanum de Alfarache, Vincentii Spinella epigramma
[SPINELLUS]
Quis te tanta loqui docuit, Guzmanule? quis te
Stecore submersum duxit ad astra modo?
Musca modo et lautas epulas et putrida tangis
Ulcera, iam trepidas frigore iamque cales.
Iura doces, suprema petis, medicamine curas;
Dulcibus et magis seria mixta doces.
Dum carpisque alios, alios virtutibus auges,
Consulis ipse omnes, consulis ipse tibi.
Iam sacrae Sophiae virides amplecteris umbras,
Transis ad ob[s]coenos sordidos inde iocos.
Es modo divitiis plenus, modo paupere cultu,
Tristibus et miseris dulce leuamen ades.
[GUZMÁN]
Sic speciem humanae vitae, sic praefero solus
Prospera complectens, aspera cuncta ferens.
Hac Aleman varie picta me veste decorat,
Me lege desertum tuque disertus eris.
Guzmán de Alfarache a su vida
Aunque nací sin padres que en mi cuna
Sembrasen las primicias de su oficio,
Tuvo mi juventud por padre al Vicio
Y mi vida madrastra en la Fortuna.
Formas halló y mudanzas más que luna
Mi peregrinación y mi ejercicio;
Mas ya prostrado en tierra el edificio,
Le sirvo al escarmiento de coluna.
Vuelve a nacer mi vida con la historia,
Que forma en los borrones del olvido
Letras que vencerán al tiempo en años.
Tosco madero en la ventura he sido,
Que, puesto en el altar de la memoria,
Doy al mundo lición de desengaños.
De Hernando de Soto
Contador de la casa de castilla del rey nuestro señor
Al autor
Tiene este libro discreto
Dos grandes cosas, que son:
Pícaro con discreción
Y autor de grave sujeto.
En él se ha de discernir
Que con un vivir tan vario
Enseña por su contrario
La forma de bien vivir.
Y pues se ha de conocer
Que ella sola se ha de amar,
Ni más se puede enseñar
Ni más se debe aprender.
Así la voz general
Propriamente les concede
Que el pícaro honrado quede
Y el autor quede inmortal.
Libro primero de Guzmán de Alfarache
Capítulo primero
En que cuenta quién fue su padre
El deseo que tenía, curioso lector, de contarte mi vida me daba tanta priesa para engolfarte en ella sin prevenir algunas cosas que, como primer principio, es bien dejarlas entendidas -porque siendo esenciales a este discurso también te serán de no pequeño gusto-, que me olvidaba de cerrar un portillo por donde me pudiera entrar acusando cualquier terminista de mal latín, redarguyéndome de pecado, porque no procedí de la difinición a lo difinido, y antes de contarla no dejé dicho quiénes y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento; que en su tanto, si dellos hubiera de escribirse, fuera sin duda más agradable y bien recibida que esta mía. Tomaré por mayor lo más importante, dejando lo que no me es lícito, para que otro haga la baza.
Y aunque a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena, que se sustenta desenterrando cuerpos muertos, yo aseguro, según hoy hay en el mundo censores, que no les falten coronistas. Y no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera y temerariamente me darás mil atributos, que será el menor dellos tonto o necio, porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas. Alabo tu razón por buena; pero quiérote advertir que, aunque me tendrás por malo, no lo quisiera parecer -que es peor serlo y honrarse dello-, y que, contraviniendo a un tan santo precepto como el cuarto, del honor y reverencia que les debo, quisiera cubrir mis flaquezas con las de mis mayores; pues nace de viles y bajos pensamientos tratar de honrarse con afrentas ajenas, según de ordinario se acostumbra: lo cual condeno por necedad solemne de siete capas como fiesta doble. Y no lo puede ser mayor, pues descubro mi punto, no salvando mi yerro el de mi vecino o deudo, y siempre vemos vituperado el maldiciente. Mas a mí no me sucede así, porque, adornando la historia, siéndome necesario, todos dirán: «bien haya el que a los suyos parece», llevándome estas bendiciones de camino. Demás que fue su vida tan sabida y todo a todos tan manifiesto, que pretenderlo negar sería locura y a resto abierto dar nueva materia de murmuración. Antes entiendo que les hago -si así decirse puede notoria cortesía en expresar el puro y verdadero texto con que desmentiré las glosas que sobre él se han hecho. Pues cada vez que alguno algo dello cuenta, lo multiplica con los ceros de su antojo, una vez más y nunca menos, como acude la vena y se le pone en capricho; que hay hombre [que], si se le ofrece propósito para cuadrar su cuento, deshará las pirámidas de Egipto, haciendo de la pulga gigante, de la presunción evidencia, de lo oído visto y ciencia de la opinión, sólo por florear su elocuencia y acreditar su discreción.
Así acontece ordinario y se vio en un caballero extranjero que en Madrid conocí, el cual, como fuese aficionado a caballos españoles, deseando llevar a su tierra el fiel retrato, tanto para su gusto como para enseñarlo a sus amigos, por ser de nación muy remota, y no siéndole permitido ni posible llevarlos vivos, teniendo en su casa los dos más hermosos de talle que se hallaban en la corte, pidió a dos famosos pintores que cada uno le retratase el suyo, prometiendo, demás de la paga, cierto premio al que más en su arte se extremase. El uno pintó un overo con tanta perfección, que sólo faltó darle lo imposible, que fue el alma; porque en lo más, engañado a la vista, por no hacer del natural diferencia, cegara de improviso cualquiera descuidado entendimiento. Con esto solo acabó su cuadro, dando en todo lo dél restante claros y oscuros, en las partes y, según que convenía.
El otro pintó un rucio rodado, color de cielo, y, aunque su obra muy buena, no llegó con gran parte a la que os he referido; pero estremóse en una cosa de que él era muy diestro: y fue que, pintado el caballo, a otras partes en las que halló blancos, por lo alto dibujó admirables lejos, nubes, arreboles, edificios arruinados y varios encasamentos, por lo bajo del suelo cercano muchas arboledas, yerbas floridas, prados y riscos; y en una parte del cuadro, colgando de un tronco los jaeces, y, al pie dél estaba una silla jineta. Tan costosamente obrado y bien acabado, cuanto se puede encarecer.
Cuando vio el caballero sus cuadros, aficionado -y con razón- al primero, fue el primero a que puso precio y, sin reparar en el que por él pidieron, dando en premio una rica sortija al ingenioso pintor, lo dejó pagado y con la ventaja de su pintura. Tanto se desvaneció el otro con la suya y con la liberalidad franca de la paga, que pidió por ella un excesivo precio. El caballero, absorto de haberle pedido tanto y que apenas pudiera pagarle, dijo: «Vos hermano, ¿por qué no consideráis lo que me costó aqueste otro lienzo, a quien el vuestro no se aventaja?» «En lo que es el caballo -respondió el pintor- Vuesa Merced tiene razón; pero árbol y ruinas hay en el mío, que valen tanto como el principal de esotro.»
El caballero replicó: «No me convenía ni era necesario llevar a mi tierra tanta baluma de árboles y carga de edificios, que allá tenemos muchos y muy buenos. Demás que no les tengo la afición que a los caballos, y lo que de otro modo que por pintura no puedo gozar, eso huelgo de llevar.»
Volvió el pintor a decir: «En lienzo tan grande pareciera muy mal un solo caballo; y es importante y aun forzoso para la vista y ornato componer la pintura de otras cosas diferentes que la califiquen y den lustre, de tal manera que, pareciendo así mejor, es muy justo llevar con el caballo sus guarniciones y silla, especialmente estando con tal perfección obrado, que, si de oro me diesen otras tales, no las tomaré por las pintadas.»
El caballero, que ya tenía lo importante a su deseo, pareciéndole lo demás impertinente, aunque en su tanto muy bueno, y no hallándose tan sobrado que lo pudiera pagar, con discreción le dijo: «Yo os pedí un caballo solo, y tal como por bueno os lo pagaré, si me lo queréis vender; los jaeces, quedaos con ellos o dadlos a otros, que no los he menester.» El pintor quedó corrido y sin paga por su obra añadida y haberse alargado a la elección de su albedrío, creyendo que por más composición le fuera más bien premiado.
Común y general costumbre ha sido y es de los hombres, cuando les pedís reciten o refieran lo que oyeron o vieron, o que os digan la verdad y, sustancia de una cosa, enmascararla y afeitarla, que se desconoce, como el rostro de la fea. Cada uno le da sus matices y sentidos, ya para exagerar, incitar, aniquilar o divertir, según su pasión le dita. Así la estira con los dientes para que alcance; la lima y pule para que entalle, levantando de punto lo que se les antoja, graduando, como conde palatino, al necio de sabio, al feo de hermoso y al cobarde de valiente. Quilatan con su estimación las cosas, no pensando cumplen con pintar el caballo si lo dejan en cerro y desenjaezado, ni dicen la cosa si no la comentan como más viene a cuento a cada uno.
Tal sucedió a mi padre que, respeto de la verdad, ya no se dice cosa que lo sea. De tres han hecho trece y los trece, trecientos; porque a todos les parece añadir algo más y, destos algos han hecho un mucho que no tiene fondo ni se le halla suelo, reforzándose unas a otras añadiduras, y lo que en singular cada una no prestaba, juntas muchas hacen daño. Son lenguas engañosas y falsas que, como saetas agudas y brasas encendidas, les han querido herir las honras y abrasar las famas, de que a ellos y a mí resultan cada día notables afrentas.
Podrásme bien creer que, si valiera elegir de adonde nos pareciera, que de la masa de Adam procurara escoger la mejor parte, aunque anduviéramos al puñete por ello. Mas no vale a eso, sino a tomar cada uno lo que le cupiere, pues el que lo repartió pudo y supo bien lo que hizo. Él sea loado, que, aunque tuve jarretes y manchas, cayeron en sangre noble de todas partes. La sangre se hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres.
Cuanto a lo primero, el mío y sus deudos fueron levantiscos. Vinieron a residir a Génova, donde fueron agregados a la nobleza; y aunque de allí no naturales, aquí los habré de nombrar como tales. Era su trato el ordinario de aquella tierra, y lo es ya por nuestros pecados en la nuestra: cambios y recambios por todo el mundo. Hasta en esto lo persiguieron, infamándolo de logrero. Muchas veces lo oyó a sus oídos y, con su buena condición, pasaba por ello. No tenían razón, que los cambios han sido y son permitidos. No quiero yo loar, ni Dios lo quiera, que defienda ser lícito lo que algunos dicen, prestar dinero por dinero, sobre prendas de oro o plata, por tiempo limitado o que se queden rematadas, ni otros tratillos paliados, ni los que llaman cambio seco, ni que corra el dinero de feria en feria, donde jamás tuvieron hombre ni trato, que llevan la voz de Jacob y las manos de Esaú, y a tiro de escopeta descubren el engaño. Que las tales, aunque se las achacaron, yo no las vi ni dellas daré señas.
Mas, lo que absolutamente se entiende cambio es obra indiferente, de que se puede usar bien y mal; y, como tal, aunque injustamente, no me maravillo que, no debiéndola tener por mala, se repruebe; mas la evidentemente buena, sin sombra de cosa que no lo sea, que se murmure y vitupere, eso es lo que me asombra. Decir, si viese a un religioso entrar a la media noche por una ventana en parte sospechosa, la espada en la mano y el broquel en el cinto, que va a dar los sacramentos, es locura, que ni quiere Dios ni su Iglesia permite que yo sea tonto y de lo tal, evidentemente malo, sienta bien. Que un hombre rece, frecuente virtuosos ejercicios, oiga misa, confiese y comulgue a menudo y por ello le llamen hipócrita, no lo puedo sufrir ni hay maldad semejante a ésta.
Tenía mi padre un largo rosario entero de quince dieces, en que se enseñó a rezar- en lengua castellana hablo-, las cuentas gruesas más que avellanas. Éste se lo dio mi madre, que lo heredó de la suya. Nunca se le caía de las manos. Cada mañana oía su misa, sentadas ambas rodillas en el suelo, juntas las manos, levantadas del pecho arriba, el sombrero encima dellas. Arguyéronle maldicientes que estaba de aquella manera rezando para no oír, y el sombrero alto para no ver. juzguen deste juicio los que se hallan desapasionados y digan si haya sido perverso y temerario, de gente desalmada, sin conciencia.
También es verdad que esta murmuración tuvo causa: y fue su principio que, habiéndose alzado en Sevilla un su compañero y llevándole gran suma de dineros, venía en su seguimiento, tanto a remediar lo que pudiera del daño, como a componer otras cosas. La nave fue saqueada y él, con los más que en ella venían, cautivo y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado- el temor de no saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado de cobrar la deuda por bien de paz-, como quien no dice nada, renegó. Allá se casó con una mora hermosa y principal, con buena hacienda. Que en materia de interés -por lo general, de quien siempre voy tratando, sin perjuicio de mucho número de nobles caballeros y gente grave y principales, que en todas partes hay de todo-, diré de paso lo que en algunos deudos de mi padre conocí el tiempo que los traté. Eran amigos de solicitar casas ajenas, olvidándose de las proprias; que se les tratase verdad y de no decirla; que se les pagase lo que se les debía y no pagar lo que debían; ganar y gastar largo, diese donde diese, que ya estaba rematada la prenda y -como dicen- a Roma por todo. Sucedió pues, que, asegurado el compañero de no haber quien le pidiese, acordó tomar medios con los acreedores presentes, poniendo condiciones y plazos, con que pudo quedar de allí en adelante rico y satisfechas las deudas.
Cuando esto supo mi padre, nacióle nuevo deseo de venirse con secreto y diligencia; y para engañar a la mora, le dijo se quería ocupar en ciertos tratos de mercancías. Vendió la hacienda y, puesta en cequíes -moneda de oro fino berberisca-, con las más joyas que pudo, dejándola sola y pobre, se vino huyendo. Y sin que algún amigo ni enemigo lo supiera, reduciéndose a la fe de Jesucristo, arrepentido y lloroso, delató de sí mismo, pidiendo misericordiosa penitencia; la cual siéndole dada, después de cumplida pasó adelante a cobrar su deuda. Ésta fue la causa por que jamás le creyeron obra que hiciese buena. Si otra les piden, dirán lo que muchas veces con impertinencia y sin propósito me dijeron: que quien una vez ha sido malo, siempre se presume serlo en aquel género de maldad. La proposición es verdadera; pero no hay alguna sin excepción. ¿Qué sabe nadie de la manera que toca Dios a cada uno y si, conforme dice una Auténtica, tenía ya reintegradas las costumbres?
Veis aquí, sin más acá ni más allá, los linderos de mi padre. Porque decir que se alzó dos o tres veces con haciendas ajenas, también se le alzaron a él, no es maravilla. Los hombres no son de acero ni están obligados a tener como los clavos, que aun a ellos les falta la fuerza y suelen soltar y aflojar. Estratagemas son de mercaderes, que donde quiera se pratican, en España especialmente, donde lo han hecho granjería ordinaria. No hay de qué nos asombremos; allá se entienden, allá se lo hayan; a sus confesores dan larga cuenta dello. Solo es Dios el juez de aquestas cosas, mire quien los absuelve lo que hace. Muchos veo que lo traen por uso y a ninguno ahorcado por ello. Si fuera delito, mala cosa o hurto, claro está que se castigara, pues por menos de seis reales vemos azotar y echar cien pobretos a las galeras.
Por no ser contra mi padre, quisiera callar lo que siento; aunque si he de seguir al Filósofo, mi amigo es Platón y mucho más la verdad, conformándome con ella. Perdone todo viviente, que canonizo este caso por muy gran bellaquería, digna de muy ejemplar castigo.
Alguno del arte mercante me dirá: «Mirad por qué consistorio de pontífice y cardenales va determinado. ¿Quién mete al idiota, galeote, pícaro, en establecer leyes ni calificar los tratos que no entiende?» Ya veo que yerro en decir lo que no ha de aprovechar, que de buena gana sufriera tus oprobios, en tal que se castigara y tuviera remedio esta honrosa manera de robar, aunque mi padre estrenara la horca. Corra como corre, que la reformación de semejantes cosas importantes y otras que lo son más, va de capa caída y a mí no me toca: es dar voces al lobo, tener el sol y predicar en desierto.
Vuelvo a lo que más le achacaron: que estuvo preso por lo que tú dices o a ti te dijeron; que por ser hombre rico y -como dicen- el padre alcalde y compadre el escribano, se libró; que hartos indicios hubo para ser castigado. Hermano mío, los indicios no son capaces de castigo por sí solos. Así te pienso concluir que todas han sido consejas de horneras, mentiras y falsos testimonios levantados; porque confesándote una parte, no negarás de la mía ser justo defenderte la otra. Digo que tener compadres escribanos es conforme al dinero con que cada uno pleitea; que en robar a ojos vistas tienen algunos el alma del gitano y harán de la justicia el juego de pasa pasa, poniéndola en el lugar que se les antojare, sin que las partes lo puedan impedir ni los letrados lo sepan defender ni el juez juzgar.
Y antes que me huya de la memoria, oye lo que en la iglesia de San Gil de Madrid predicó a los señores del Consejo Supremo un docto predicador, un viernes de la cuaresma. Fue discurriendo por todos los ministros de justicia hasta llegar al escribano, al cual dejó de industria para la postre, y dijo: «Aquí ha parado el carro, metido y sonrodado está en el lodo; no sé cómo salga, si el ángel de Dios no revuelve la piscina. Confieso, señores, que de treinta y más años a esta parte tengo vistas y oídas confesiones de muchos pecadores que caídos en un pecado reincidieron muchas veces en él, y a todos, por la misericordia de Dios, que han reformado sus vidas y conciencias. Al amancebado le consumieron el tiempo y la mala mujer; al jugador desengañó el tablajero que, como sanguisuela de unos y otros, poco a poco les va chupando la sangre: hoy ganas, mañana pierdes, rueda el dinero, vásele quedando, y los que juegan, sin él; al famoso ladrón reformaron el miedo y la vergüenza; al temerario murmurador, la perlesía, de que pocos escapan; al soberbio su misma miseria lo desengaña, conociéndose que es lodo; al mentiroso puso freno la mala voz y afrentas que de ordinario recibe en sus mismas barbas; al desatinado blasfemo corrigieron continuas reprehensiones de sus amigos y deudos. Todos tarde o temprano sacan fruto y dejan, como la culebra, el hábito viejo, aunque para ello se estrechen. A todos he hallado señales de su salvación; en sólo el escribano pierdo la cuenta: ni le hallo enmienda más hoy que ayer, este año que los treinta pasados, que siempre es el mismo. Ni sé cómo se confiesa ni quién lo absuelve -digo al que no usa fielmente de su oficio-, porque informan y escriben lo que se les antoja, y por dos ducados o por complacer a el amigo y aun a la amiga -que negocian mucho los mantos- quitan las vidas, las honras y las haciendas, dando puerta a infinito número de pecados. Pecan de codicia insaciable, tienen hambre canina, con un calor de fuego infernal en el alma, que les hace tragar sin mascar, a diestro y a siniestro, la hacienda ajena. Y como reciben por momentos lo que no se les debe, y aquel dinero, puesto en las palmas de las manos, en el punto se convierte en sangre y carne, no lo pueden volver a echar de sí, y al mundo y al diablo sí. Y así me parece que cuando alguno se salva -que no todos deben de ser como los que yo he llegado a tratar-, al entrar en la gloria, dirán los ángeles unos a otros llenos de alegría: 'Laetamini in Domino. ¿Escribano en el cielo? Fruta nueva, fruta nueva'.» Con esto acabó su sermón.
Que hayan vuelto al escribano, pase. También sabrá responder por sí, dando a su culpa disculpa, que el hierro también se puede dorar. Y dirán que son los aranceles del tiempo viejo, que los mantenimientos cada día valen más, que los pechos y derechos crecen, que no les dieron de balde los oficios, que de su dinero han de sacar la renta y pagarse de la ocupación de su persona.
Y así debió de ser en todo tiempo, pues Aristóteles dice que el mayor daño que puede venir a la república es de la venta de los oficios. Y Alcámeno, espartano, siendo preguntado cómo será un reino bienaventurado, respondió que menospreciando el rey su propia ganancia. Mas el juez que se lo dieron gracioso, en confianza para hacer oficio de Dios, y, así se llaman dioses de la tierra, decir deste tal que vende la justicia dejando de castigar lo malo y premiar lo bueno y que, si le hallara rastro de pecado, lo salvara, niégolo y con evidencia lo pruebo.
¿Quién ha de creer haya en el mundo juez tan malo, descompuesto ni desvergonzado -que tal sería el que tal hiciese-, que rompa la ley y le doble la vara un monte de oro? Bien que por ahí dicen algunos que esto de pretender oficios y judicaturas va por ciertas indirectas y destiladeras, o, por mejor decir, falsas relaciones con que se alcanzan; y después de constituidos en ellos, para volver algunos a poner su caudal en pie, se vuelven como pulpos. No hay poro ni coyuntura en todo su cuerpo que no sean bocas y garras. Por allí les entra y agarran el trigo, la cebada, el vino, el aceite, el tocino, el paño, el lienzo, sedas, joyas y dineros. Desde las tapicerías hasta las especerías, desde su cama hasta la de su mula, desde lo más granado hasta lo más menudo; de que sólo el arpón de la muerte los puede desasir, porque en comenzándose a corromper, quedan para siempre dañados con el mal uso y, así reciben como si fuesen gajes, de manera que no guardan justicia; disimulan con los ladrones, porque les contribuyen con las primicias de lo que roban; tienen ganado el favor y perdido el temor, tanto el mercader como el regatón, y con aquello cada uno tiene su ángel de guarda comprado por su dinero, o con lo más difícil de enajenar, para las impertinentes necesidades del cuerpo, demás del que Dios les dio para las importantes del alma.
Bien puede ser que algo desto suceda y no por eso se ha de presumir; mas el que diere con la codicia en semejante bajeza, será de mil uno, mal nacido y de viles pensamientos, y no le quieras mayor mal ni desventura: consigo lleva el castigo, pues anda señalado con el dedo. Es murmurado de los hombres, aborrecido de los ángeles, en público y secreto vituperado de todos. Y así no por éste han de perder los demás; y si alguno se queja de agraviado, debes creer que, como sean los pleitos contiendas de diversos fines, no es posible que ambas partes queden contentas de un juicio. Quejosos ha de haber con razón o sin ella, pero advierte que estas cosas quieren solicitud y maña. Y si te falta, será la culpa tuya, y no será mucho que pierdas tu derecho, no sabiendo hacer tu hecho, y que el juez te niegue la justicia, porque muchas veces la deja de dar al que le consta tenerla, porque no la prueba y lo hizo el contrario bien, mal o como pudo; y otras por negligencia de la parte o porque les falta fuerza y dineros con que seguirla y tener opositor poderoso. Y así no es bien culpar jueces, y menos en superiores tribunales, donde son muchos y escogidos entre los mejores; y cuando uno por alguna pasión quisiese precipitarse, los otros no la tienen y le irían a la mano.
Acuérdome que un labrador en Granada solicitaba por su interese un pleito, en voz de concejo, contra el señor de su pueblo, pareciéndole que lo había con Pero Crespo, el alcalde dél, y que pudiera traer los oidores de la oreja. Y estando un día en la plaza Nueva mirando la portada de la Chancillería, que es uno de los más famosos edificios, en su tanto, de todos los de España, y a quien de los de su manera no se le conoce igual en estos tiempos, vio que las armas reales tenían en el remate a los dos lados la Justicia y Fortaleza. Preguntándole otro labrador de su tierra qué hacía, por qué no entraba a solicitar su negocio, le respondió: «Estoy considerando que estas cosas no son para mí, y de buena gana me fuera para mi casa; porque en ésta tienen tan alta la justicia, que no se deja sobajar, ni sé si la podré alcanzar.»
No es maravilla, como dije, y lo sería, aunque uno la tenga, no sabiendo ni pudiéndola defender, si se la diesen. A mi padre se la dieron porque la tuvo, la supo y pudo pleitear; demás que en el tormento purgó los indicios y tachó los testigos de pública enemistad, que deponían de vanas presunciones y de vano fundamento.
Ya oigo al murmurador diciendo la mala voz que tuvo: rizarse, afeitarse y otras cosas que callo, dineros que bullían, presentes que cruzaban, mujeres que solicitaban, me dejan la espina en el dedo. Hombre de la maldición, mucho me aprietas y, cansado me tienes: pienso desta vez dejarte satisfecho y no responder más a tus replicatos, que sería proceder en infinito aguardar a tus sofisterías. Y así, no digo que dices disparates ni cosas de que no puedas obtener la parte que quisieres, en cuanto la verdad se determina. Y cuando los pleitos andan de ese modo, escandalizan, mas todo es menester. Líbrete Dios de juez con leyes del encaje y escribano enemigo y de cualquier dellos cohechado.
Mas cuando te quieras dejar llevar de la opinión y voz del vulgo - que siempre es la más flaca y menos verdadera, por serlo el sujeto de donde sale-, dime como cuerdo: ¿todo cuanto has dicho es parte para que indubitablemente mi padre fuese culpado? Y más que, si es cierta la opinión de algunos médicos, que lo tienen por enfermedad, ¿quién puede juzgar si estaba mi padre sano? Y a lo que es tratar de rizados y más porquerías, no lo alabo, ni a los que en España lo consienten, cuanto más a los que lo hacen.
Lo que le vi el tiempo que lo conocí, te puedo decir. Era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza, tenía los ojos grandes, turquesados. Traía copete y sienes ensortijadas. Si esto era propio, no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara ni arrojara en la calle semejantes prendas. Pero si es verdad, como dices, que se valía de untos y artificios de sebillos que los dientes y manos, que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confesaréte cuanto dél dijeres y seré su capital enemigo y de todos los que de cosa semejante tratan; pues demás que son actos de afeminados maricas, dan ocasión para que dellos murmuren y se sospeche toda vileza, viéndolos embarrados y compuestos con las cosas tan solamente a mujeres permitidas, que, por no tener bastante hermosura, se ayudan de pinturas y barnices, a costa de su salud y dinero. Y es lástima de ver que no sólo las feas son las que aquesto hacen, sino aun las muy hermosas, que pensando parecerlo más, comienzan en la cama por la mañana y acaban a mediodía, la mesa puesta. De donde no sin razón digo que la mujer, cuanto más mirare la cara, tanto más destruye la casa. Si esto es aun en mujeres vituperio, ¿cuánto lo será más en los hombres?
¡Oh fealdad sobre toda fealdad, afrenta de todas las afrentas! No me podrás decir que amor paterno me ciega ni el natural de la patria me cohecha, ni me hallarás fuera de razón y verdad. Pero si en lo malo hay descargo, cuando en alguna parte hubiera sido mi padre culpado, quiero decirte una curiosidad, por ser este su lugar, y todo sucedió casi en un tiempo. A ti servirá de aviso y a mí de consuelo, como mal de muchos.
El año de mil y quinientos y doce, en Ravena, poco antes que fuese saqueada, hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy estraño, que puso grandísima admiración. Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo, cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No tenía más de un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de la misma forma. En el ñudo de la rodilla tenía un ojo solo.
De aquestas monstruosidades tenían todos muy gran admiración; y considerando personas muy doctas que siempre semejantes monstruos suelen ser prodigiosos, pusiéronse a especular su significación. Y entre las más que se dieron, fue sola bien recebida la siguiente: que el cuerno significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza; falta de brazos, falta de buenas obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a vanidades y cosas mundanas; los dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba por entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de guerras y disensiones. Pero la cruz y la Y eran señales buenas y dichosas, porque la Y en el pecho significaba virtud; la cruz en el vientre, que si, reprimiendo las torpes carnalidades, abrazasen en su pecho la virtud, les daría Dios paz y ablandaría su ira.
Ves aquí, en caso negado, que, cuando todo corra turbios, iba mi padre con el hilo de la gente y no fue solo el que pecó. Harto más digno de culpa serías tú, si pecases, por la mejor escuela que has tenido. Ténganos Dios de su mano para no caer en otras semejantes miserias, que todos somos hombres.
Capítulo II
Guzmán de Alfarache prosigue contando quiénes fueron sus padres. Principio del conocimiento y amores de su madre
Volviendo a mi cuento, ya dije, si mal no me acuerdo, que, cumplida la penitencia, vino a Sevilla mi padre por cobrar la deuda, sobre que hubo muchos dares y tomares, demandas y respuestas; y si no se hubiera purgado en salud, bien creo que le saltara en arestín, mas como se labró sobre sano, ni le pudieron coger por seca ni descubrieron blanco donde hacerle tiro. Hubieron de tomarse medios, el uno por no pagarlo todo y el otro por no perderlo todo: del agua vertida cogióse lo que se pudo.
Con lo que le dieron volvió el naipe en rueda. Tuvo tales y tan buenas entradas y suertes, que ganó en breve tiempo de comer y aun de cenar. Puso una honrada casa, procuro arraigarse, compró una heredad, jardín en San Juan de Alfarache, lugar de mucha recreación, distante de Sevilla poco más de media legua, donde muchos días, en especial por las tardes, el verano, iba por su pasatiempo y se hacían banquetes.
Aconteció que, como los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones en las Gradas de la Iglesia Mayor (que era un andén o paseo hecho a la redonda della, por la parte de afuera tan alto como a los pechos, considerado desde lo llano de la calle, a poco más o menos, todo cercado de gruesos mármoles y fuertes cadenas), estando allí mi padre paseándose con otros tratantes, acertó a pasar un cristianismo. A lo que se supo, era hijo secreto de cierto personaje. Entróse tras la gente hasta la pila del baptismo por ver a mi madre que, con cierto caballero viejo de hábito militar, que por serlo comía mucha renta de la iglesia, eran padrinos. Ella era gallarda, grave, graciosa, moza, hermosa, discreta y de mucha compostura. Estúvola mirando todo el tiempo que dio lugar el ejercicio de aquel sacramento, como abobado de ver tan peregrina hermosura; porque con la natural suya, sin traer aderezo en el rostro, era tan curioso y bien puesto el de su cuerpo, que, ayudándose unas prendas a otras, toda en todo, ni el pincel pudo llegar ni la imaginación aventajarse. Las partes y faiciones de mi padre ya las dije.
Las mujeres, que les parece los tales hombres pertenecer a la divinidad y que como los otros no tienen pasiones naturales, echó de ver con el cuidado que la miraba y no menos entre sí holgaba dello, aunque lo disimulaba. Que no hay mujer tan alta que no huelgue ser mirada, aunque el hombre sea muy bajo. Los ojos parleros, las bocas callando, se hablaron, manifestando por ellos los corazones, que no consienten las almas velos en estas ocasiones. Por entonces no hubo más de que se supo ser prenda de aquel caballero, dama suya, que con gran recato la tenía consigo. Fuese a su casa la señora y mi padre quedó rematado, sin poderla un punto apartar de sí.
Hizo para volver a verla muy extraordinarias diligencias; pero, si no fue algunas fiestas en misa, jamás pudo de otra manera en muchos días. La gotera cava la piedra y la porfía siempre vence, porque la continuación en las cosas las dispone. Tanto cavó con la imaginación, que halló traza por los medios de una buena dueña de tocas largas reverendas, que suelen ser las tales ministros de Satanás, con que mina y prostra las fuertes torres de las más castas mujeres; que por ellas mejorarse de monjiles y mantos y tener en sus cajas otras de mermelada, no habrá traición que no intenten, fealdad que no soliciten, sangre que no saquen, castidad que no manchen, limpieza que no ensucien, maldad con que no salgan. Ésta, pues, acariciándola con palabras y regalándola con obras, iba y venía con papeles. Y porque la dificultad está toda en los principios y al enhornar suelen hacerse los panes tuertos, él se daba buena maña; y por haber oído decir que el dinero allana las mayores dificultades, manifestó siempre su fe con obras, porque no se la condenasen por muerta.
Nunca fue perezoso ni escaso. Comenzó -como dije- con la dueña a sembrar, con mi madre a pródigamente gastar; ellas alegremente a recebir. Y como al bien la gratitud es tan debida y el que recibe queda obligado a reconocimiento, la dueña lo solicitó de modo que a las buenas ganas que mi madre tuvo fue llegando leño a leño y de flacas estopas levantó brevemente un terrible fuego. Que muchas livianas burlas acontecen a hacer pesadas veras. Era -como lo has oído- mujer discreta, quería y recelaba, iba y venía a su corazón, como al oráculo de sus deseos. Poniendo el pro y el contra, ya lo tenía de la haz, ya del envés; ya tomaba resolución, va lo volvía a conjugar de nuevo. Últimamente ¿qué no la plata, qué no corrompe el oro?
Este caballero era hombre mayor, escupía, tosía, quejábase de piedra, riñón y urina. Muy de ordinario lo había visto en la cama desnudo a su lado: no le parecía como mi padre, de aquel talle ni brío; y siempre el mucho trato, donde no hay Dios, pone enfado. Las novedades aplacen, especialmente a mujeres, que son de suyo noveleras, como la primera materia, que nunca cesa de apetecer nuevas formas. Determinábase a dejarlo y mudar de ropa, dispuesta a saltar por cualquier inconveniente; mas la mucha sagacidad suya y largas experiencias, heredadas y mamadas al pecho de su madre, le hicieron camino y ofrecieron ingeniosa resolución. Y sin duda el miedo de perder lo servido la tuvo perpleja en aquel breve tiempo, que de otro modo ya estaba bien picada. Que lo que mi padre le significó una vez, el diablo se lo repitió diez, y así no estaba tan dificultosa de ganarse Troya.
La señora mi madre hizo su cuenta: «En esto no pierde mi persona ni vendo alhaja de mi casa, por mucho que a otros dé. Soy como la luz: entera me quedo y nada se me gasta. De quien tanto he recebido, es bien mostrarme agradecida: no le he de ser avarienta. Con esto coseré a dos cabos, comeré con dos carrillos. Mejor se asegura la nave sobre dos ferros, que con uno: cuando el uno suelte, queda el otro asido. Y si la casa se cayere, quedando el palomar en pie, no le han de faltar palomas». En esta consideración trató con su dueña el cómo y cuándo sería. Viendo, pues, que en su casa era imposible tener sus gustos efecto, entre otras muchas y muy buenas trazas que se dieron, se hizo, por mejor, elección de la siguiente.
Era entrado el verano, fin de mayo, y el pago de Gelves y San Juan de Alfarache el más deleitoso de aquella comarca, por la fertilidad y disposición de la tierra, que es toda una, y vecindad cercana que le hace el río Guadalquivir famoso, regando y calificando con sus aguas todas aquellas huertas y florestas. Que con razón, si en la tierra se puede dar conocido paraíso, se debe a este sitio el nombre dél: tan adornado está de frondosas arboledas, lleno y esmaltado de varias flores, abundante de sabrosos frutos, acompañado de plateadas corrientes, fuentes espejadas, frescos aires y sombras deleitosas, donde los rayos del sol no tienen en tal tiempo licencia ni permisión de entrada.
A una destas estancias de recreación concertó mi madre, con su medio matrimonio y alguna de la gente de su casa, venirse a holgar un día. Y aunque no era a la de mi padre la heredad adonde iban, estaba un poco más adelante, en término de Gelves, que de necesidad se había de pasar por nuestra puerta. Con este cuidado y sobre concierto, cerca de llegar a ella mi madre se comenzó a quejar de un repentino dolor de estómago. Ponía el achaque al fresco de la mañana, de do se había causado; fatigóla de manera, que le fue forzoso dejarse caer de la jamuga en que en un pequeño sardesco iba sentada, haciendo tales estremos, gestos y ademanes -apretándose el vientre, torciendo las manos, desmayando la cabeza, desabrochándose los pechos-, que todos la creyeron y a todos amancillaba, teniéndole compasiva lástima.
Comenzábanse a llegar pasajeros; cada uno daba su remedio. Mas como no había de dónde traerlo ni lugar para hacerlo, eran impertinentes. Volver a la ciudad, imposible; pasar de allí, dificultoso; estarse quedos en medio del camino, ya puedes ver el mal comodo. Los acidentes crecían. Todos estaban confusos, no sabiendo qué hacerse. Uno de los que se llegaron, que fue de propósito echado para ello, dijo:
-Quítenla del pasaje, que es crueldad no remediarla, y métanla en la casa desta heredad primera.
Todos lo tuvieron por bueno y determinaron, en tanto que pasase aquel accidente, pedir a los caseros la dejasen entrar. Dieron algunos golpes apriesa y recio. La casera fingió haber entendido que era su señor. Salió diciendo:
-¡Jesús!, ¡ay Dios!, perdone Vuesa Merced, que estaba ocupada y no pude más.
Bien sabía la vejezuela todo el cuento y era de las que dicen: no chero, no sabo. Doctrinada estaba en lo que había de hacer y de mi padre prevenida. Demás que no era lerda y para semejantes achaques tenía en su servicio lo que había menester. Y en esto, entre las más ventajas, la hacen los ricos a los pobres, que los pobres, aunque buenos, siempre son ellos los que sirven a sus malos criados; y los ricos, aunque malos, sirviéndose de buenos son solos los bien servidos. Mi buena mujer abrió su puerta y, desconocida la gente, dijo con disimulo:
-¡Mal hora!, que pensé que era nuestro amo y no me han dejado gota de sangre en el cuerpo, de cómo me tardaba. Y bien, ¿qué es lo que mandan los señores? ¿Quieren algo sus mercedes?
El caballero respondió:
-Mujer honrada, que nos deis lugar donde esta señora descanse un poco, que le ha dado en el camino un grave dolor de estómago.
La casera, mostrándose con sentimiento, pesarosa, dijo:
-¡Noramaza sea, qué dolor mal empleado en su cara de rosa! Entren en buen hora, que todo está a su servicio.
Mi madre, a todas estas, no hablaba y de sólo su dolor se quejaba. La casera, haciéndole las mayores caricias que pudo, les dio la casa franca, metiéndolos en una sala baja, donde en una cama, que estaba armada, tenía puestos en rima unos colchones. Presto los desdobló y, tendidos, luego sacó de un cofre sábanas limpias y delgadas, colcha y almohadas, con que le aderezó en que reposase.
Bien pudiera estar la cama hecha, el aposento lavado, todo perfumado, ardiendo los pebetes y los pomos vaheando, el almuerzo aderezado y puestas a punto muchas otras cosas de regalo; mas alguna dellas ni la casera llegar a la puerta ni tenella menos que cerrada convino. Antes aguardó a que llamasen para que no pareciera cautela que pudiera engendrar sospecha de donde viniera fácilmente a descubrirse la encamisada, que tal fue la deste día. Mi madre con sus dolores desnudóse, metióse en la cama, pidiendo a menudo paños calientes que, siéndole traídos, haciendo como que los ponía en el vientre, los bajaba más abajo de las rodillas y aun algo apartados de sí, porque con el calor le daban pesadumbre y temía no le causasen alguna remoción, de donde resultara aflojarse el estómago.
Con este beneficio se fue aliviando mucho y fingió querer dormir, por descansar un poco. El pobre caballero, que sólo su regalo deseaba, holgó dello y la dejó en la cama sola. Luego, cerrando con un cerrojo la sala por defuera, se fue a desenfadar por los jardines, encargando el silencio, que nadie abriese ni hiciese ruido, y a la buena de nuestra dueña en guarda, en tanto que ella, recordada, llamase.
Mi padre no dormía, que con atención lo estaba oyendo todo y acechando lo que podía por la entrada de la llave de la cerradura del postigo de un retrete, donde estaba metido. Y estando todo muy quieto y avisadas la dueña y casera que con cuidado estuviesen en alerta para darles aviso, con cierta seña secreta, cuando el patrón volviese, abrió su puerta para ver y hablar a la señora. En aquel punto cesaron los dolores fingidos y se manifestaron los verdaderos. En esto se entretuvieron largas dos horas, que en dos años no se podría contar lo que en ellas pasaron.
Ya iba entrando el día con el calor, obligando al caballero a recogerse. Con esto y deseo de saber la mejoría de su enferma y si allí habían de quedar o pasar adelante, le hizo volver a visitarla. En el punto fueron avisados, y mi padre, con gran dolor de su corazón, se volvió a encerrar donde primero estaba.
Entrando su viejo galán, se mostró adormecida y que, al ruido, recordaba. Hizo luego luego un melindre de enojada, diciendo:
-¡Ay, válgame Dios!, ¿por qué abrieron tan presto sin quererme dejar que reposase un poco?
El bueno de nuestro paciente le respondió:
-Por tus ojos, niña, que me pesa de haberlo hecho, pero más de dos horas has dormido.
-No, ni media -replicó mi madre-, que agora me pareció cerraba el ojo, y en mi vida no he tenido tan descansado rato.
No mentía la señora, que con la verdad engañaba, y mostrando el rostro un poco alegre, alabó mucho el remedio que le habían hecho, diciendo que le había dado la vida. El señor se alegró dello, y de acuerdo de ambos concertaron celebrar allí su fiesta y acabar de pasar el día, porque no menos era el jardín ameno que el donde iban. Y por estar no lejos, mandaron volver la comida y las más cosas que allá estaban.
En tanto que desto se trataba, tuvo mi padre lugar cómo salir secretamente por otra puerta y volverse a Sevilla, donde las horas eran de a mil años, los momentos, largo siglo, y el tiempo que de sus nuevos amores careció, penoso infierno.
Ya cuando el sol declinaba, serían como las cinco de la tarde, subiendo en su caballo, como cosa ordinaria suya, se vino a la heredad. En ella halló aquellos señores, mostró alegrarse de verlos, pesóle de la desgracia sucedida, de donde resultó el quedarse, porque luego le refirieron lo pasado. Era muy cortés, la habla sonora y no muy clara, hizo muy discretos y disimulados ofrecimientos: de la otra parte no le quedaron deudores. Trabóse la amistad con muchas veras en lo público y con mayores los dos en lo secreto, por las buenas prendas que estaban de por medio.
Hay diferencia entre buena voluntad, amistad y amor. Buena voluntad es la que puedo tener al que nunca vi ni tuve dél otro conocimiento que oír sus virtudes o nobleza, o lo que pudo y bastó moverme a ello. Amistad llamamos a la que comúnmente nos hacemos tratando y comunicando o por prendas que corren de por medio. De manera, que la buena voluntad se dice entre ausentes y amistad entre presentes. Pero amor corre por otro camino. Ha de ser forzosamente recíproco, traslación de dos almas, que cada una dellas asista más donde ama que adonde anima. Éste es más perfecto, cuanto lo es el objeto; y el verdadero, el divino. Así debemos amar a Dios sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón y de todas nuestras fuerzas, pues Él nos ama tanto. Después déste, el conyugal y del prójimo. Porque el torpe y deshonesto no merece ni es digno deste nombre, como bastardo. Y de cualquier manera, donde hubiere amor, ahí estarán los hechizos, no hay otros en el mundo. Por él se truecan condiciones, allanan dificultades y doman fuertes leones. Porque decir que hay bebedizos o bocados para amar, es falso. Y lo tal sólo sirve de trocar el juicio, quitar la vida, solicitar la memoria, causar enfermedades y graves accidentes. El amor ha de ser libre. Con libertad ha de entregar las potencias a lo amado; que el alcaide no da el castillo cuando por fuerza se lo quitan, y el que amase por malos medios no se le puede decir que ama, pues va forzado adonde no le lleva su libre voluntad.
La conversación anduvo y della se pidió juego. Comenzaron una primera en tercio. Ganó mi madre, porque mi padre se hizo perdedizo. Y queriendo anochecer, dejando de jugar salieron por el jardín a gozar del fresco. En tanto pusieron las mesas. Traída la cena, cenaron y, haciendo para después aderezar de ramos y remos un ligero barco, llegados a la lengua del agua, se entraron en él, oyendo de otros que andaban por el río gran armonía de concertadas músicas, cosa muy ordinaria en semejante lugar y tiempo.
Así llegaron a la ciudad, yéndose cada uno a su casa y cama; salvo el juicio del buen contemplativo, si mi madre, cual otra Melisendra, durmió con su consorte, El cuerpo preso en Sansueña y en París cativa el alma.
Fue tan estrecha la amistad que se hacían de aquel día en adelante los unos a los otros, continuada con tanta discreción y buena maña, por lo mucho que se aventuraba en perderla, cuanto se puede presumir de la sutileza de un levantisco tinto en ginovés, que liquida y apura cuánto más merma, por ciento, el pan partido a manos o el cortado a cuchillo; y de una mujer de las prendas que he dicho, andaluz, criada en buena escuela, cursada entre los dos coros y naves de la Antigua, que antes había tenido achaques, de donde sin conservar cosa propia ni de respeto, el día que asentó la compañía con el caballero, me juró que metió de puesto más de tres mil ducados de solas joyas de oro y plata, sin el mueble de casa y ropas de vestir.
El tiempo corre, y todo tras él. Cada día que amanece, amanecen cosas nuevas y, por más que hagamos, no podemos escusar que cada momento que pasa no lo tengamos menos de la vida, amaneciendo siempre más viejos y cercanos a la muerte. Era el buen caballero- como tengo significado- hombre anciano y cansado; mi madre moza, hermosa y con salsas. La ocasión irritaba el apetito, de manera que su desorden le abrió la sepultura. Comenzó con flaquezas de estómago, demedió en dolores de cabeza, con una calenturilla; después a pocos lances acabó relajadas las ganas del comer. De treta en treta lo consumió el mal vivir y al fin murióse, sin podelle dar vida la que él juraba siempre que lo era suya; y todo mentira, pues lo enterraron quedando ella viva.
Estábamos en casa cantidad de sobrinos, pero ninguno para con ellos más de a mí de mi madre. Los más eran como pan de diezmo, cada uno de la suya. Que el buen señor, a quien Dios perdone, había holgado poco en esta vida. Y al tiempo de su fallecimiento, ellos por una parte, mi madre por otra, aún el alma tenía en el cuerpo y no sábanas en la cama. Que el saco de Anvers no fue tan riguroso con el temor del secresto. Como mi madre cuajaba la nata, era la ropera, tenía las llaves y privanza, metió con tiempo las manos donde estaba su corazón; aunque lo más importante todo lo tenía ella y dello era señora. Mas viéndose a peligro, parecióle mejor dar con ello salto de mata que después rogar a buenos.
Diéronse todos tal maña, que apenas hubo con qué enterrarlo. Pasados algunos días, aunque pocos, hicieron muchas diligencias para que la hacienda pareciese. Clavaron censuras por las iglesias y a puertas de casas; mas allí se quedaron, que pocas veces quien hurta lo vuelve. Pero mi madre tuvo escusa: que el que buen siglo haya le decía, cuando visitaba las monedas y recorría los cofres y, escritorios o trayendo algo a su casa: «Esto es tuyo y para ti, señora mía.» Así, le dijeron letrados que con esto tenía satisfecha la conciencia, demás que le era deuda debida: porque, aunque lo ganaba torpemente, no torpemente lo recebía.
En esta muerte vine a verificar lo que antes había oído decir: que los ricos mueren de hambre, los pobres de ahítos, y los que no tienen herederos y gozan bienes eclesiásticos, de frío; cual éste podrá servir de ejemplo, pues viviendo no le dejaron camisa y la del cuerpo le hicieron de cortesía. Los ricos, por temor no les haga mal, vienen a hacelles mal, pues comiendo por onzas y bebiendo con dedales, viven por adarmes, muriendo de hambre antes que de rigor de enfermedad. Los pobres, como pobres, todos tienen misericordia dellos: unos les envían, otros les traen, todos de todas partes les acuden, especialmente cuando están en aquel estremo. Y como los hallan desflaquecidos y hambrientos, no hacen elección, faltando quien se lo administre; comen tanto que, no pudiéndolo digerir por falta de calor natural, ahogándolo con viandas, mueren ahítos.
También acontece lo mismo aun en los hospitales, donde algunas piadosas mentecaptas, que por devoción los visitan, les llevan las faltriqueras y mangas llenas de colaciones y criadas cargadas con espuertas de regalos y, creyendo hacerles con ello limosna, los entierran de por amor de Dios. Mi parecer sería que no se consintiese, y lo tal antes lo den al enfermero que al enfermo. Porque de allí saldrá con parecer del médico cada cosa para su lugar mejor distribuido, pues lo que así no se hace es dañoso y peligroso. Y en cuanto a caridad mal dispensada, no considerando el útil ni el daño, el tiempo ni la enfermedad, si conviene o no conviene, los engargantan como a capones en cebadero, con que los matan. De aquí quede asentado que lo tal se dé a los que administran, que lo sabrán repartir, o en dineros para socorrer otras mayores necesidades.
¡Oh, qué gentil disparate! ¡Qué fundado en Teología! ¿No veis el salto que he dado del banco a la popa? ¡Qué vida de Juan de Dios la mía para dar esta dotrina! Calentóse el horno y salieron estas llamaradas. Podráseme perdonar por haber sido corto. Como encontré con el cinco, llevémelo de camino. Así lo habré de hacer adelante las veces que se ofrezca. No mires a quien lo dice, sino a lo que se te dice; que el bizarro vestido que te pones, no se considera si lo hizo un corcovado. Ya te prevengo, para que me dejes o te armes de paciencia. Bien sé que es imposible ser de todos bien recebido, pues no hay vasija que mida los gustos ni balanza que los iguale: cada uno tiene el suyo y, pensando que es el mejor, es el más engañado, porque los más los tienen más estragados.
Vuelvo a mi puesto, que me espera mi madre, ya viuda del primero poseedor, querida y tiernamente regalada del segundo. Entre estas y esotras, ya yo tenía cumplidos tres años, cerca de cuatro; y por la cuenta y reglas de la ciencia femenina, tuve dos padres, que supo mi madre ahijarme a ellos y alcanzó a entender y obrar lo imposible de las cosas. Vedlo a los ojos, pues agradó igualmente a dos señores, trayéndolos contentos y bien servidos. Ambos me conocieron por hijo: el uno me lo llamaba y el otro también. Cuando el caballero estaba solo, le decía que era un estornudo suyo y que tanta similitud no se hallaba en dos huevos. Cuando hablaba con mi padre, afirmaba que él era yo, cortada la cabeza, que se maravillaba, pareciéndole tanto -que cualquier ciego lo conociera sólo con pasar las manos por el rostro-, no haberse descubierto, echándose de ver el engaño; mas que con la ceguedad que la amaban y confianza que hacían de los dos, no se había echado de ver ni puesto sospecha en ello.
Y así cada uno lo creyó y ambos me regalaban. La diferencia sola fue serlo, en el tiempo que vivió, el buen viejo en lo público y el estranjero en lo secreto, el verdadero. Porque mi madre lo certificaba después, haciéndome largas relaciones destas cosas. Y así protesto no me pare perjuicio lo que quisieren caluniarme. De su boca lo oí, su verdad refiero; que sería gran temeridad afirmar cuál de los dos me engendrase o si soy de otro tercero. En esto perdone la que me parió, que a ninguno está bien decir mentira, y menos a quien escribe, ni quiero que digan que sustento disparates. Mas la mujer que a dos dice que quiere, a entrambos engaña y della no se puede hacer confianza. Esto se entiende por la soltera, que la regla de las casadas es otra. Quieren decir que dos es uno y uno ninguno y tres bellaquería. Porque no haciendo cuenta del marido, como es así la verdad, él solo es ninguno y él con otro hacen uno; y con él otros dos, que son por todos tres, equivalen a los dos de la soltera. Así que, conforme a su razón, cabal está la cuenta. Sea como fuere, y el levantisco, mi padre; que pues ellos lo dijeron y cada uno por sí lo averaba, no es bien que yo apele las partes conformes. Por suyo me llamo, por tal me tengo, pues de aquella melonada quedé ligitimado con el santo matrimonio, y estáme muy mejor, antes que diga un cualquiera que soy malnacido y hijo de ninguno.
Mi padre nos amó con tantas veras como lo dirán sus obras, pues tropelló con este amor la idolatría del qué dirán, la común opinión, la voz popular, que no le sabían otro nombre sino la comendadora, y así respondía por él como si tuviera colada la encomienda. Sin reparar en esto ni dársele un cabello por esotro, se desposó y casó con ella. También quiero que entiendas que no lo hizo a humo de pajas. Cada uno sabe su cuento y más el cuerdo en su casa que el necio en la ajena.
En este tiempo intermedio, aunque la heredad era de recreación, esa era su perdición: el provecho poco, el daño mucho, la costa mayor, así de labores como de banquetes. Que las tales haciendas pertenecen solamente a los que tienen otras muy asentadas y acreditadas sobre quien cargue todo el peso; que a la más gente no muy descansada son polilla que les come hasta el corazón, carcoma que se le hace ceniza y cicuta en vaso de ámbar. Esto, por una parte; los pleitos, los amores de mi madre y otros gastos que ayudaron, por otra, lo tenían harto delgado, a pique de dar estrallido, como lo había de costumbre.
Mi madre era guardosa, nada desperdiciada. Con lo que en sus mocedades ganó y en vida del caballero y con su muerte recogió, vino a llegar casi diez mil ducados, con que se dotó. Con este dinero, hallado de refresco, volvió un poco mi padre sobre sí; como torcida que atizan en candil con poco aceite, comenzó a dar luz; gastó, hizo carroza y silla de manos, no tanto por la gana que dello tenía mi madre, como por la ostentación que no le reconocieran su flaqueza. Conservóse lo menos mal que pudo. Las ganancias no igualaban a las expensas. Uno a ganar y muchos a gastar, el tiempo por su parte a apretar, los años caros, las correspondencias pocas y malas. Lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. El pecado lo dio y él -creo- lo consumió, pues nada lució y mi padre de una enfermedad aguda en cinco días falleció.
Como quedé niño de poco entendimiento, no sentí su falta; aunque ya tenía de doce años adelante. Y no embargante que venimos en pobreza, la casa estaba con alhajas, de que tuvimos que vender para comer algunos días. Esto tienen las de los que han sido ricos, que siempre vale más el remaniente que el puesto principal de las de los pobres, y en todo tiempo dejan rastros que descubren lo que fue, como las ruinas de Roma.
Mi madre lo sintió mucho, porque perdió bueno y honrado marido. Hallóse sin él, sin hacienda y con edad en que no le era lícito andar a rogar para valerse de sus prendas ni volver a su crédito. Y aunque su hermosura no estaba distraída, teníanla los años algo gastada. Hacíasele de mal, habiendo sido rogada de tantos tantas veces, no serlo también entonces y de persona tal que nos pelechara; que no lo siendo, ni ella lo hiciera ni yo lo permitiera.
Aun hasta en esto fui desgraciado, pues aquel juro que tenía se acabó cuando tuve dél mayor necesidad. Mal dije se acabó, que aún estaba de provecho y pudiera tener el día que se puso tocas poco más de cuarenta años. Yo he conocido después acá doncellejas de más edad y no tan buena gracia llamarse niñas y afirmar que ayer salieron de mantillas. Mas, aunque a mi madre no se le conocía tanto, ella, como dije, no diera su brazo a torcer y antes muriera de hambre que bajar escalones ni faltar un quilate de su punto.
Veisme aquí sin uno y otro padre, la hacienda gastada y, lo peor de todo, cargado de honra y la casa sin persona de provecho para poderla sustentar. Por la parte de mi padre no me hizo el Cid ventaja, porque atravesé la mejor partida de la señoría. Por la de mi madre no me faltaban otros tantos y más cachivaches de los abuelos. Tenía más enjertos que los cigarrales de Toledo, según después entendí. Como cosa pública lo digo, que tuvo mi madre dechado en la suya y labor de que sacar cualquier obra virtuosa. Y así por los proprios pasos parece la iba siguiendo, salvo en los partos, que a mi abuela le quedó hija para su regalo y a mi madre hijo para su perdición.
Si mi madre enredó a dos, mi abuela dos docenas. Y como a pollos -como dicen- los hacía comer juntos en un tiesto y dormir en un nidal, sin picarse los unos a los otros ni ser necesario echalles capirotes. Con esta hija enredó cien linajes, diciendo y jurando a cada padre que era suya; y a todos les parecía: a cuál en los ojos, a cuál en la boca y en más partes y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir. Esto tenía por excelencia bueno, que la parte presente siempre la llamaba de aquel apellido; y si dos o más había, el nombre a secas. El propio era Marcela, su don por encima despolvoreado, porque se compadecía menos dama sin don, que casa sin aposento, molino sin rueda ni cuerpo sin sombras. Los cognombres, pues eran como quiera, yo certifico que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles que pudiera un rey de armas, y fuera repetirlas una letanía. A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre que a su parecer, según le ditaba su conciencia y para descargo della, creía, por algunas indirectas, haber sido hija de un caballero, deudo cercano a los duques de Medina Sidonia.
Mi abuela supo mucho y hasta que murió tuvo qué gastar. Y no fue maravilla, pues le tomó la noche cuando a mi madre le amanecía, y la halló consigo a su lado; que el primer tropezón le valió más de cuatro mil ducados, con un rico perulero que contaba el dinero por espuertas. Nunca falleció de su punto ni lo perdió de su deber; ni se le fue cristiano con sus derechos ni dio al diablo primicia. Aun si otro tanto nos aconteciera el mal fuera menos, o, si como nací solo, naciera una hermana, arrimo de mi madre, báculo de su vejez, columna de nuestras miserias, puerto de nuestros naufragios, diéramos dos higas a la fortuna. Sevilla era bien acomodada para cualquier granjería y tanto se lleve a vender como se compra, porque hay marchantes para todo. Es patria común, dehesa franca, ñudo ciego, campo abierto, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y ninguno la tiene. O si no, la corte, que es la mar que todo lo sorbe y adonde todo va a parar. Que no fuera yo menos hábil que los otros. No me faltaran entretenimientos, oficios, comisiones y otras cosas honrosas, con tal favor a mi lado, que era tenerlo en la bolsa. Y a mal suceder, no nos pudiera faltar comer y beber como reyes; que al hombre que lleva semejante prenda que empeñar o vender, siempre tendrá quien la compre o le dé sobre ella lo necesario.
Yo fui desgraciado, como habéis oído: quedé solo, sin árbol que me hiciese sombra, los trabajos a cuestas, la carga pesada, las fuerzas flacas, la obligación mucha, la facultad poca. Ved si un mozo como yo, que ya galleaba, fuera justo con tan honradas partes estimarse en algo.
El mejor medio que hallé fue probar la mano, para salir de miseria, dejando mi madre y tierra. Hícelo así, y, para no ser conocido, no me quise valer del apellido de mi padre; púseme el Guzmán de mi madre y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio. Con esto salí a ver mundo, peregrinando por él, encomendándome a Dios y buenas gentes, en quien hice confianza.
Capítulo III
Cómo Guzmán salió de su casa un viernes por la tarde y lo que le sucedió en una venta
Era yo muchacho vicioso y regalado, criado en Sevilla sin castigo de padre, la madre viuda -como lo has oído-, cebado a torreznos, molletes y mantequillas y sopas de miel rosada, mirado y adorado, más que hijo de mercader de Toledo o tanto. Hacíaseme de mal dejar mi casa, deudos y amigos; demás que es dulce amor el de la patria. Siéndome forzoso, no pude escusarlo. Alentábame mucho el deseo de ver mundo, ir a reconocer en Italia mi noble parentela.
Salí, que no debiera, pude bien decir, tarde y con mal. Creyendo hallar copioso remedio, perdí el poco que tenía. Sucedióme lo que al perro con la sombra de la carne. Apenas había salido de la puerta, cuando sin poderlo resistir, dos Nilos reventaron de mis ojos, que regándome el rostro en abundancia, quedó todo de lágrimas bañado. Esto y querer anochecer no me dejaban ver cielo ni palmo de tierra por donde iba. Cuando llegué a San Lázaro, que está de la ciudad poca distancia, sentéme en la escalera o gradas por donde suben a aquella devota ermita.
Hice allí de nuevo alarde de mi vida y discursos della. Quisiera volverme, por haber salido mal apercebido, con poco acuerdo y poco dinero para viaje tan largo, que aun para corto no llevaba. Y sobre tantas desdichas -que, cuando comienzan, vienen siempre muchas y enzarzadas unas de otras como cerezas- era viernes en la noche y algo oscura; no había cenado ni merendado: si fuera día de carne, que a la salida de la ciudad, aunque fuera naturalmente ciego, el olor me llevara en alguna pastelería, comprara un pastel con que me entretuviera y enjugara el llanto, el mal fuera menos.
Entonces eché de ver cuánto se siente más el bien perdido y la diferencia que hace del hambriento el harto. Los trabajos todos comiendo se pasan; donde la comida falta, no hay bien que llegue ni mal que no sobre, gusto que dure ni contento que asista: todos riñen sin saber por qué, ninguno tiene culpa, unos a otros la ponen, todos trazan y son quimeristas, todo es entonces gobierno y filosofía.
Vime con ganas de cenar y sin qué poder llegar a la boca, salvo agua fresca de una fuente que allí estaba. No supe qué hacer ni a qué puerto echar. Lo que por una parte me daba osadía, por otra me acobardaba. Hallábame entre miedos y esperanzas, el despeñadero a los ojos y lobos a las espaldas. Anduve vacilando; quise ponerlo en las manos de Dios: entré en la iglesia, hice mi oración, breve, pero no sé sí devota: no me dieron lugar para más por ser hora de cerrarla y recogerse. Cerróse la noche y con ella mis imaginaciones, mas no los manantiales y llanto. Quedéme con él dormido sobre un poyo del portal acá fuera.
No sé qué lo hizo, si es que por ventura las melancolías quiebran en sueño, como lo dio a entender el montañés que, llevando a enterrar a su mujer, iba en piernas, descalzo y el sayo del revés, lo de dentro afuera. En aquella tierra están las casas apartadas, y algunas muy lejos de la iglesia; pasando, pues, por la taberna, vio que vendían vino blanco. Fingió quererse quedar a otra cosa y dijo: «Anden, señores, con la malograda, que en un trote los alcanzo...» Así, se entró en la taberna y de un sorbito en otro emborrachóse, quedándose dormido. Cuando los del acompañamiento volvieron del entierro y lo hallaron en el suelo tendido, lo llamaron. Él, recordando, les dijo: «¡Mal hora!, señores, perdonen sus mercedes, que ¡ma Dios! non hay así cosa que tanta sed y sueño poña como sinsaborias».
Así yo, que ya era del sábado el sol salido casi con dos horas, cuando vine a saber de mí. No sé si despertara tan presto si los panderos y bailes de unas mujeres que venían a velar aquel día, con el tañer y cantar no me recordaran. Levantéme, aunque tarde, hambriento y soñoliento, sin saber dónde estaba, que aún me parecía cosa de sueño. Cuando vi que eran veras, dije entre mí: «Echada está la suerte, ¡vaya Dios comigo!» Y con resolución comencé mi camino; pero no sabía para dónde iba ni en ello había reparado.
Tomé por el uno que me pareció más hermoso, fuera donde fuera. Por lo de entonces me acuerdo de las casas y repúblicas mal gobernadas, que hacen los pies el oficio de la cabeza. Donde la razón y entendimiento no despachan, es fundir el oro, salga lo que saliere, y adorar después un becerro. Los pies me llevaban; yo los iba siguiendo, saliera bien o mal, a monte o a poblado.
Quísome parecer a lo que aconteció en la Mancha con un médico falso. No sabía letra ni había nunca estudiado. Traía consigo gran cantidad de receptas, a una parte de jarabes y a otra de purgas. Y cuando visitaba algún enfermo, conforme al beneficio que le había de hacer, metía la mano y sacaba una, diciendo primero entre sí: «¡Dios te la depare buena!», y así le daba la con que primero encontraba. En sangrías no había cuenta con vena ni cantidad, mas de a poco más o menos, como le salía de la boca. Tal se arrojaba por medio de los trigos.
Pudiera entonces decir a mí mismo: «¡Dios te la depare buena!», pues no sabía la derrota que llevaba ni a la parte que caminaba. Mas, como su divina Majestad envía los trabajos según se sirve y para los fines que sabe, todos enderezados a nuestro mayor bien, si queremos aprovecharnos dellos, por todos le debemos dar gracias, pues son señales que no se olvida de nosotros. A mí me comenzaron a venir y me siguieron, sin dar un momento de espacio desde que comencé a caminar, y así en todas partes nunca me faltaron. Mas no eran éstos de los que Dios envía, sino los que yo me buscaba.
La diferencia que hay de unos a otros es que los venidos de la mano de Dios Él sabe sacarme dellos, y son los tales minas de oro finísimo, joyas preciosísimas cubiertas con una ligera capa de tierra, que con poco trabajo se pueden descubrir y hallar. Mas los que los hombres toman por sus vicios y deleites son píldoras doradas que, engañando la vista con aparencia falsa de sabroso gusto, dejan el cuerpo descompuesto y desbaratado. Son verdes prados llenos de ponzoñosas víboras; piedras al parecer de mucha estima, y debajo están llenas de alacranes, eterna muerte que con breve vida engaña.
Este día, cansado de andar solas dos leguas pequeñas -que para mí eran las primeras que había caminado-, ya me pareció haber llegado a los antípodas y, como el famoso Colón, descubierto un mundo nuevo. Llegué a una venta sudado, polvoroso, despeado, triste y, sobre todo, el molino picado, el diente agudo y el estómago débil. Sería mediodía. Pedí de comer; dijeron que no había sino sólo huevos. No tan malo si lo fueran: que a la bellaca de la ventera, con el mucho calor o que la zorra le matase la gallina, se quedaron empollados, y por no perderlo todo los iba encajando con otros buenos. No lo hizo así comigo, que cuales ella me los dio, le pague Dios la buena obra. Viome muchacho, boquirrubio, cariampollado, chapetón. Parecíle un Juan de buen alma y que para mí bastara quequiera.
Preguntóme:
-¿De dónde sois, hijo?
Díjele que de Sevilla. Llegóseme más y, dándome con su mano unos golpecitos debajo de la barba, me dijo:
-¿Y adónde va el bobito?
¡Oh, poderoso Señor, y cómo con aquel su mal resuello me pareció que contraje vejez y con ella todos los males! Y si tuviera entonces ocupado el estómago con algo, lo trocara en aquel punto, pues me hallé con las tripas junto a los labios.
Díjele que iba a la corte, que me diese de comer. Hízome sentar en un banquillo cojo y encima de un poyo me puso un barredero de horno, con un salero hecho de un suelo de cántaro, un tiesto de gallinas lleno de agua y una media hogaza más negra que los manteles. Luego me sacó en un plato una tortilla de huevos, que pudiera llamarse mejor emplasto de huevos.
Ellos, el pan, jarro, agua, salero, sal, manteles y la huéspeda, todo era de lo mismo. Halléme bozal, el estómago apurado, las tripas de posta, que se daban unas con otras de vacías. Comí, como el puerco la bellota, todo a hecho; aunque verdaderamente sentía crujir entre los dientes los tiernecitos huesos de los sin ventura pollos, que era como hacerme cosquillas en las encías. Bien es verdad que se me hizo novedad, y aun en el gusto, que no era como el de los otros huevos que solía comer en casa de mi madre; mas dejé pasar aquel pensamiento con la hambre y cansancio, pareciéndome que la distancia de la tierra lo causaba y que no eran todos de un sabor ni calidad. Yo estaba de manera que aquello tuve por buena suerte.
Tan propio es al hambriento no reparar en salsas, como al necesitado salir a cualquier partido. Era poco, pasélo presto con las buenas ganas. En el pan me detuve algo más. Comílo a pausas, porque siendo muy malo, fue forzoso llevarlo de espacio, dando lugar unos bocados a otros que bajasen al estómago por su orden. Comencélo por las cortezas y acabélo en el migajón, que estaba hecho engrudo; mas tal cual, no le perdoné letra ni les hice a las hormigas migaja de cortesía más que si fuera poco y bueno. Así acontece si se juntan buenos comedores en un plato de fruta, que picando primero en la más madura, se comen después la verde, sin dejar memoria de lo que allí estuvo. Entonces comí, como dicen, a rempujones media hogaza y, si fuera razonable y hubiera de hartar a mis ojos, no hiciera mi agosto con una entera de tres libras.
Era el año estéril de seco y en aquellos tiempos solía Sevilla padecer; que aun en los prósperos pasaba trabajosamente: mirad lo que sería en los adversos. No me está bien ahondar en esto ni decir el porqué. Soy hijo de aquella ciudad: quiero callar, que todo el mundo es uno, todo corre unas parejas, ninguno compra regimiento con otra intención que para granjería, ya sea pública o secreta. Pocos arrojan tantos millares de ducados para hacer bien a los pobres, antes a sí mismos, pues para dar medio cuarto de limosna la examinan.
Desta manera pasó con un regidor, que viéndole un viejo de su pueblo exceder de su obligación, le dijo:
-¿Cómo, Fulano N.? ¿Eso es lo que jurastes, cuando en ayuntamiento os recibieron, que habíades de volver por los menudos?
Él respondió diciendo:
-¿Ya no veis cómo lo cumplo, pues vengo por ellos cada sábado a la carnicería? Mi dinero me cuestan -y eran los de los carneros...
Desta manera pasa todo en todo lugar. Ellos traen entre sí la maza rodando, hoy por mí, mañana por ti, déjame comprar, dejaréte vender; ellos hacen los estancos en los mantenimientos; ellos hacen las posturas como en cosa suya y, así, lo venden al precio que quieren, por ser todo suyo cuanto se compra y vende. Soy testigo que un regidor de una de las más principales ciudades de Andalucía y reino de Granada tenía ganado y, porque hacía frío, no se le gastaba la leche dél; todos acudían a los buñuelos. Pareciéndole que perdía mucho si la cuaresma entraba y no lo remediaba, propuso en su ayuntamiento que los moriscos buñoleros robaban la república. Dio cuenta por menor de lo que les podían costar y que salían a poco más de a seis maravedís, y así los hizo poner a ocho, dándoles moderada ganancia. Ninguno los quiso hacer, porque se perdían en ellos; y en aquella temporada él gastaba su esquilmo en mantequillas, natas, queso fresco y otras cosas, hasta que fue tiempo de cabaña. Y cuando comenzó a quesear, se los hizo subir a doce maravedís, como estaban antes, pero ya era verano y fuera de sazón para hacerlos. Contaba él este ardid, ponderando cómo los hombres habían de ser vividores.
Alejado nos hemos del camino. Volvamos a él, que no es bien cargar sólo la culpa de todo al regimiento, habiendo a quien repartir. Demos algo desto a proveedores y comisarios, y no a todos, sino a algunos, y, sea de cinco a los cuatro: que destruyen la tierra, robando a los miserables y viudas, engañando a sus mayores y mintiendo a su rey, los unos por acrecentar sus mayorazgos y los otros por hacerlos y dejar de comer a sus herederos.
Esto también es diferente de lo que aquí tengo de tratar y pide un entero libro. De mi vida trato en éste: quiero dejar las ajenas, mas no sé si podré, poniéndome los cabes de paleta dejar de tiralles, que no hay hombre cuerdo a caballo. Cuanto más que no hay que reparar de cosas tan sabidas. Lo uno y lo otro, todo está recebido y todos caminan a «viva quien vence». Mas ¡ay! cómo nos engañamos, que somos los vencidos y el que engaña, el engañado.
Digo, pues, que Sevilla, por fas o por nefas -considerada su abundancia de frutos y la carestía dellos-, padece mucha esterilidad. Y aquel año hubo más, por algunas desórdenes ocultas y codicias de los que habían de procurar el remedio, que sólo atendían a su mejor fortuna. El secreto andaba entre tres o cuatro que, sin considerar los fines, tomaron malos principios y endemoniados medios, en daño de su república.
He visto siempre por todo lo que he peregrinado que estos ricachos poderosos, muchos dellos son ballenas, que, abriendo la boca de la codicia, lo quieren tragar todo para que sus casas estén proveídas y su renta multiplicada sin poner los ojos en el pupilo huérfano ni el oído a la voz de la triste doncella ni los hombros al reparo del flaco ni las manos de caridad en el enfermo y necesitado; antes con voz de buen gobierno, gobierna cada uno como mejor vaya el agua a su molino. Publican buenos deseos y ejercítanse en malas obras; hácense ovejitas de Dios y esquílmalas el diablo.
Amasábase pan de centeno, y no tan malo. El que tenía trigo sacaba para su mesa la flor de la harina y todo lo restante traía en trato para el común. Hacíanse panaderos. Abrasaban la tierra los que debieran dejarse abrasar por ella. No te puedo negar que tuvo esto su castigo y que había muchos buenos a quien lo malo parecía mal; pero en las necesidades no se repara en poco. Demás que el tropel de los que lo hacían arrinconaban a los que lo estorbaban, porque eran pobres, y, si pobres, basta: no te digo más, haz tu discurso.
¿No ves mi poco sufrimiento, cómo no pude abstenerme y cómo sin pensar corrió hasta aquí la pluma? Arrimáronme el acicate y torcíme a la parte que me picaba. No sé qué disculpa darte, si no es la que dan los que llevan por delante sus bestias de carga, que dan con el hombre que encuentran contra una pared o lo derriban por el suelo y después dicen: «Perdone.» En conclusión, todo el pan era malo, aunque entonces no me supo muy mal. Regaléme comiendo, alegréme bebiendo, que los vinos de aquella tierra son generosos.
Recobréme con esto, y los pies, cansados de llevar el vientre, aunque vacío y de poco peso, ya siendo lleno y cargado, llevaban a los pies. Así proseguí mi camino, y no con poco cuidado de saber qué pudiera ser aquel tañerme castañetas los huevos en la boca. Fui dando y tomando en esta imaginación, que, cuanto más la seguía, más géneros de desventuras me representaba y el estómago se me alteraba; porque nunca sospeché cosa menos que asquerosa, viéndolos tan mal guisados, el aceite negro, que parecía de suelos de candiles, la sartén puerca y la ventera lagañosa.
Entre unas y otras imaginaciones encontré con la verdad y, teniendo andada otra legua, con sólo aquel pensamiento, fue imposible resistirme. Porque, como a mujer preñada, me iban y venían eruptaciones del estómago a la boca, hasta que de todo punto no me quedó cosa en el cuerpo. Y aun el día de hoy me parece que siento los pobrecitos pollos piándome acá dentro. Así estaba sentado en la falda del vallado de unas viñas, considerando mis infortunios, harto arrepentido de mi mal considerada partida, que siempre se despeñan los mozos tras el gusto presente, sin respetar ni mirar el daño venidero
Capítulo IV
Guzmán de Alfarache refiere lo que un arriero le contó que le había pasado a la ventera de donde había salido aquel día, y una plática que le hicieron
Confuso y pensativo estaba, recostado en el suelo sobre el brazo, cuando acertó a pasar un arriero que llevaba la recua de vacío a cargarla de vino en la villa de Cazalla de la Sierra. Viéndome de aquella manera, muchacho, solo, afligido, mi persona bien tratada, comenzó -a lo que entonces dél creí- a condolerse de mi trabajo, y preguntándome qué tenía, le dije lo que me había pasado en la venta.
Apenas lo acabé de contar, cuando le dio tan estraña gana de reír, que me dejó casi corrido, y el rostro, que antes tenía de color difunto, se me encendió con ira en contra dél. Mas como no estaba en mi muladar y me hallé desarmado en un desierto, reportéme, por no poder cantar como quisiera; que es discreción saber disimular lo que no se puede remediar, haciendo el regaño risa, y los fines dudosos de conseguir en los principios se han de reparar, que son las opiniones varias y las honras vidriosas. Y si allí me descomidiera, quizá se me atrevieran, y, sin aventurar a ganar, iba en riesgo y aun cierto de perder. Que las competencias hanse de huir; y si forzoso las ha de haber, sea con iguales; y si con mayores, no a lo menos menores que tú ni tan aventajados a ti que te tropellen. En todo hay vicio y tiene su cuenta. Mas aunque me abstuve, no pude menos que con viva cólera decirle:
-¿Vos, hermano, veisme alguna coroza, o de qué os reís?
Él, sin dejar la risa -que pareció tenerla por destajo, según se daba la priesa, que, abierta la boca, dejaba caer a un lado la cabeza, poniéndose las manos en el vientre-, sin poderse ya tener en el asno, parecía querer dar consigo en el suelo. Por tres o cuatro veces probó a responder y no pudo; siempre volvía de nuevo a principiarlo, porque le estaba hirviendo en el cuerpo.
Dios y enhorabuena, buen rato después de sosegadas algo aquellas avenidas -que no suelen ser mayores las de Tajo-, a remiendos, como pudo, medio tropezando, dijo:
-Mancebo, no me río de vuestro mal suceso ni vuestras desdichas me alegran; ríome de lo que a esa mujer le aconteció de menos de dos horas a esta parte. ¿Encontrastes por ventura dos mozos juntos, al parecer soldados, el uno vestido de una mezclilla verdosa y el otro de vellorín, un jubón blanco muy acuchillado?
-Los dos de esas señas -le respondí-, si mal no me acuerdo, cuando salí de la venta quedaban en ella, que entonces llegaron y pidieron de comer.
-Ésos, pues -dijo el arriero-, son los que os han vengado, y de la burla que han hecho a la ventera es de lo que me río. Si va este viaje, subí en un jumento desos, diréos por el camino lo que pasa.
Yo se lo agradecí, según le había menester a tal tiempo, rindiéndole las palabras que me parecieron bastar por suficiente paga, que a buenas obras pagan buenas palabras, cuando no hay otra moneda y el deudor está necesitado. Con esto, aunque mal jinete de albarda, me pareció aquello silla de manos, litera o carroza de cuatro caballos; porque el socorro en la necesidad, aunque sea poco, ayuda mucho, y una niñería suple infinito. Es como pequeña piedra que, arrojada en agua clara, hace cercos muchos y grandes, y entonces es más de estimar, cuando viene a buena ocasión; aunque siempre llega bien y no tarda si viene. Vi el cielo abierto. Él me pareció un ángel: tal se me representó su cara como la del deseado médico al enfermo. Digo deseado, porque, como habrás oído decir, tiene tres caras el médico: de hombre, cuando lo vemos y no lo habemos menester; de ángel, cuando dél tienen necesidad; y de diablo, cuando se acaban a un tiempo la enfermedad y la bolsa y él por su interés persevera en visitar. Como sucedió a un caballero en Madrid que, habiendo llamado a uno para cierta enfermedad, le daba un escudo a cada visita. El humor se acabó y él no de despedirse. Viéndose sano el caballero y que porfiaba en visitarle, se levantó una mañana y fuese a la iglesia. Como el médico lo viniese a visitar y no lo hallase en casa, preguntó adónde había ido. No faltó un criado tonto -que para el daño siempre sobran y para el provecho todos faltan- que le dijo dónde estaba en misa. El señor doctor, espoleando apriesa su mula, llegó allá y andando en su busca, hallólo y díjole: «¿Pues cómo ha hecho Vuesa Merced tan gran exceso, salir de casa sin mi licencia?» El caballero, que entendió lo que buscaba y viendo que ya no le había menester, echando mano a la bolsa, sacó un escudo y dijo: «Tome, señor doctor, que a fe de quien soy, que para con Vuesa Merced no me ha de valer sagrado». Ved adónde llega la codicia de un médico necio y la fuerza de un pecho hidalgo y noble.
Yo recogí mi jumento y, dándome del pie, me puse encima. Comenzamos a caminar, y a poco andado, allí luego no cien pasos, tras el mismo vallado, estaban dos clérigos sentados, esperando quien lo llevara caballeros la vuelta de Cazalla. Eran de allá y, habían venido a Sevilla con cierto pleito. Su compostura y rostro daban a conocer su buena vida y pobreza. Eran bien hablados, de edad el uno hasta treinta y seis años, y el otro de más de cincuenta. Detuvieron al arriero, concertáronse con él y, haciendo como yo, subieron en sendos borricos, y seguimos nuestro viaje.
Era todavía tanta la risa del bueno del hombre, que apenas podía proseguir su cuento, porque soltaba el chorro tras de cada palabra, como casas de por vida, con cada quinientos un par de gallinas, tres veces más lo reído que lo hablado.
Aquella tardanza era para mí lanzadas. Que quien desea saber una cosa, querría que las palabras unas tropellasen a otras para salir de la boca juntas y presto. Grande fue la preñez que se me hizo y el antojo que tuve por saber el suceso. Reventaba por oírlo. Esperaba de tal máquina que había de resultar una gran cosa. Sospeché si fuego del cielo consumió la casa y lo que en ella estaba, o si los mozos la hubieran quemado y a la ventera viva o, por lo menos y más barato, que colgada de los pies en una oliva le hubiesen dado mil azotes, dejándola por muerta -que la risa no prometió menos. Aunque, si yo fuera considerado, no debiera esperar ni presumir cosa buena de quien con tanta pujanza se reía. Porque aun la moderada en cierto modo acusa facilidad; la mucha, imprudencia, poco entendimiento y vanidad; y la descompuesta es de locos de todo punto rematados, aunque el caso la pida.
Quiso Dios y enhorabuena que los montes parieron un ratón. Díjonos en resolución, con mil paradillas y, corcovos, que, habiéndose detenido a beber un poco de vino y a esperar un su compañero que atrás dejaba, vio que la ventera tenía en un plato una tortilla de seis huevos, los tres malos y los otros no tanto, que se los puso delante, y, yéndola a partir, les pareció que un tanto se resistía, yéndose unos tras otros pedazos. Miraron qué lo podría causar, porque luego les dio mala señal. No tardaron mucho en descubrir la verdad, porque estaba con unos altos y bajos, que si no fuera sólo a mí, a otro cualquiera desengañara en verla. Mas como niño debí de pasar por ello. Ellos eran más curiosos o curiales, espulgáronla de manera que hallaron a su parecer tres bultillos como tres mal cuajadas cabezuelas, que por estar los piquillos algo qué más tiesezuelos, deshicieron la duda, y tomando una entre los dedos, queriéndola deshacer, por su proprio pico habló, aunque muerta, y dijo cúya era llanamente. Así cubrieron el plato con otro y de secreto se hablaron.
Lo que pasó no lo entendió, aunque después fue manifiesto. Porque luego el uno dijo: «Huéspeda, ¿qué otra cosa tenéis que darnos?» Habíanle poco antes en presencia dellos vendido un sábalo. Teníalo en el suelo para escamarlo. Respondióles: «Deste, si queréis un par de ruedas, que no hay otra cosa.» Dijéronle: «Madre mía, dos nos asaréis luego, porque nos queremos ir, y, si os pareciere, ved cuánto queréis en todo de ganancia, y lo llevaremos a nuestra casa.» Ella dijo que, hechos piezas, cada rueda le había de valer un real, no menos una blanca. Ellos que no, que bastaba un real de ganancia en todo. Concertáronse en dos reales. Que el mal pagador ni cuenta lo que recibe ni recatea en lo que le fían.
A ella se le hacía de mal el darlo; aunque la ganancia, en cuatro reales dos, por sólo un momento que le faltaron de la bolsa la puso llana. Hízolo ruedas, asóles dos, con que comieron; metieron en una servilleta de la mesa lo restante y, después de hartos y malcontentos, en lugar de hacer cuenta con pago, hicieron el pago sin la cuenta; que el un mozuelo, tomando la tortilla de los huevos en la mano derecha, se fue donde la vejezuela estaba deshaciendo un vientre de oveja mortecina y con terrible fuerza le dio en la cara con ella, fregándosela por ambos ojos. Dejóselos tan ciegos y dolorosos, que, sin osarlos abrir, daba gritos como loca. Y el otro compañero, haciendo como que le reprehendía la bellaquería, le esparció por el rostro un puño de ceniza caliente. Y así se salieron por la puerta, diciendo: «Vieja bellaca, quien tal hace, que tal pague.» Ella era desdentada, boquisumida, hundidos los ojos, desgreñada y puerca. Quedó toda enharinada, como barbo para frito, con un gestillo tan gracioso de fiero, que no podía sufrir la risa cuando dello y dél se acordaba. Con esto acabó su cuento, diciendo que tenía de qué reírse para todos los días de su vida.
-Yo de qué llorar -le respondí- para toda la mía, pues no fui para otro tanto y esperé venganza de mano ajena; pero yo juro a tal que, si vivo, ella me lo pague de manera que se le acuerde de los huevos y del muchacho.
Los clérigos abominaron el hecho, reprobando mi dicho y haberme pesado del mal que no hice. Volviéronse contra mí, y el más anciano dellos, viéndome con tanta cólera, dijo:
-La sangre nueva os mueve a decir lo que vuestra nobleza muy presto me confesará por malo, y espero en Dios habrá de frutificar en vos de manera que os pese por lo presente de lo dicho y emendéis en lo porvenir el hecho. Refiérenos el sagrado Evangelio por San Mateo, en el capítulo quinto, y San Lucas en el sexto: «Perdonad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen». Habéis de considerar lo primero que no dice haced bien a los que os hacen mal, sino a los que os aborrecen; porque, aunque el enemigo os aborrezca, es imposible haceros mal, si vos no quisiéredes. Porque, como sea verdad infalible que tendremos por bienes verdaderos a los que han de durar para siempre, y los que mañana pueden faltar, como faltan, más propriamente pueden llamarse males, por lo mal que usamos dellos, pues en su confianza nos perdemos y los perdemos, llamaremos a los enemigos buenos amigos, y a los amigos proprios enemigos, en razón de los efectos que de los unos y otros vienen a resultar. Pues nace de los enemigos todo el verdadero bien y de los amigos el cierto mal. Bien veremos cómo el mayor provecho que podremos haber del más fiel amigo deste mundo, será que nos favorezca o con su hacienda, dándonos lo que tuviere; o con su vida, ocupándola en las cosas de nuestro gusto; o con su honra, en los casos que se atravesare la nuestra. Y esto ni esotro hay quien lo haga, o son tan pocos, que dudo si en alguno pudiésemos dar el ejemplo en este tiempo. Mas, cuando así sea y todo junto lo hayan hecho, es mucho menos que un punto geométrico, si en lo que no es puede haber más y menos. Porque, cuando me dé cuanto tiene, ya es poca sustancia para librarme del infierno. Demás que no se expenden ya las haciendas con los virtuosos, antes con otros tales que les ayudan a pecar, y a esos tienen por amigos y dan su dinero. Si por mí perdiere su vida, no con ello se aumenta un minuto de tiempo en la mía; si gastare su honra y la estragare, digo que no hay honra que lo sea, más de servir a Dios, y lo que saliere fuera desto es falso y malo. De manera que todo cuanto mi amigo me diere, siendo temporal, es inútil, vano y sin sustancia. Mas mi enemigo todo es grano, todo es provechoso cuanto dél me resulta, queriendo valerme dello. Porque del quererme mal saco yo el quererle bien, y por ello Dios me quiere bien. Si le perdono una liviana injuria, a mi se me perdonan y remiten infinito número de pecados; y si me maldice, lo bendigo. Sus maldiciones no me pueden dañar y por mis bendiciones alcanzo la bendición: «Venid, benditos de mi Padre». De manera que con los pensamientos, con las palabras, con las obras mi enemigo me las hace buenas y verdaderas. ¿Cuál, si pensáis, es la causa de tan grande maravilla y la fuerza de tan alta virtud? Yo lo diré: de que así lo manda el Señor, es voluntad y mandato expreso suyo. Y si se debe cumplir el de los príncipes del mundo, sin comparación mucho mejor del príncipe celestial, a quien se humillan todas las coronas del cielo y tierra. Y aquel decir: «Yo lo mando», es un almíbar que se pone a lo desabrido de lo que se manda. Como si ordenasen los médicos a un enfermo que comiese flor de azahar, nueces verdes, cáscaras de naranjas, cohollos de cidros, raíces de escorzonera. ¿Qué diría? «Tate, señor, no me deis tal cosa; que aun en salud un cuerpo robusto no podrá con ello.» Pues para que se pueda tragar y le sepa bien, hácenselo confitar, de manera que lo que de suyo era dificultoso de comer el azúcar lo ha hecho sabroso y dulce. Esto mismo hace el almíbar de la palabra de Dios: «Yo mando que améis a vuestros enemigos.» Esta es una golosina hecha en la misma cosa que antes nos era de mal sabor; y así aquello en que hace más fuerza nuestra carne, aquello a que más contradice por ser amargo y ahelear a nuestras concupiscencias, diga el espíritu: ya eso está almibarado, sabroso, regalado y dulce, pues Cristo, nuestro redemptor, lo manda. Y que, si me hirieren la una mejilla, ofrezca la otra, que esa es honra, guardar con puntualidad las órdenes de los mayores y no quebrantarlas. Manda un general a su capitán que se ponga en un paso fuerte por donde ha de pasar el enemigo, de donde si quisiese podría vencerlo y matarlo; mas dícele: «Mirad que importa y es mi voluntad que cuando pasare no le ofendáis, no embargante que os ponga en la ocasión y os irrite a ello.» Si, al tiempo que pasase aquél, fuese diciendo bravatas y palabras injuriosas, llamando al capitán cobarde, ¿haríale por ventura en ello alguna ofensa? No por cierto; antes debe reírse dél, pues como a vano y a quien pudiera destruir fácilmente, no lo hace por guardar la orden que se le dio. Y si la quebrantara hiciera mal y contra el deber, siendo merecedor de castigo. ¿Pues qué razón hay para no andar cuidadosos en la observancia de las órdenes de Dios? ¿Por qué se han de quebrantar? Si el capitán por su sueldo, y, cuando más aventure a ganar, por una encomienda, estará puntual, ¿por qué no lo seremos, pues por ello se nos da la encomienda celestial? En especial, que el mismo que hizo la ley la estrenó y pasó por ella, sufriendo de aquella sacrílega mano del ministro una gran bofetada en su sacratísimo rostro, sin por ello responderle mal ni con ira. Si esto padece el mismo Dios, la nada del hombre ¿qué se levanta y gallardea? Y para satisfación de una simple palabra, cargándose de duelos, espulga el duelo, buscando entre infieles, como si fuese uno dellos, lugar donde combatirse, que mejor diríamos abatirse a las manos del demonio, su enemigo, huyendo de las de su Criador; del cual sabemos que, estando de partida, cerrando el testamento, clavado en la cruz, el cuerpo despedazado, rotas las carnes, doloroso y sangriento desde la planta del pie hasta el pelo de la cabeza, que tenía enfurtido en su preciosa sangre, cuajada y dura como un fieltro, con las crueles heridas de la corona de espinas, queriendo despedirse de su Madre y dicípulo, entre las últimas palabras, como por última demanda la más encargada, y en el agonía más fuerte de arrancarse el alma de su divino cuerpo, pide a su eterno Padre perdón para los que allí lo pusieron. Imitólo San Cristóbal que, dándole un gran bofetón, acordándose del que recibió su maestro, dijo: «Si yo no fuera cristiano, me vengara.» Luego la venganza miembro es apartado de los hijos de la Iglesia, nuestra madre. Otro dieron a San Bernardo en presencia de sus frailes y, queriéndolo ellos vengar, los corrigió, diciendo: «Mal parece querer vengar injurias ajenas el que cada día pide perdón de las propias.» San Esteban, estándolo apedreando, no hace sentimiento de los golpes fieros que le quitan la vida, sino de ver que los crueles ministros perdían las almas, y, dolido dellas, pide a Dios, entre las bascas de la muerte, perdón para sus enemigos, especialmente para Saulo, que, engañado y celoso de su ley, creía merecer en guardar las capas y vestidos a los verdugos, para que desembarazados le hiriesen con más fuerza. Y tanta tuvo su oración, que trajo a la fee al glorioso apóstol San Pablo; el cual, como sabio doctor esperimentado en esta dotrina, viendo ser importantísimo y forzoso a nuestra salvación, dice: «Olvidad las iras y nunca os anochezca con ellas. Bendecid a vuestros perseguidores y no los maldigáis; dadles de comer si tuvieren hambre, y de beber cuando estén con sed; que, si no lo hiciéredes, con la misma medida seréis medidos y, como perdonáredes, perdonados». El apóstol Santiago dice: «Sin misericordia y con rigor de justicia serán juzgados los que no tuvieren misericordia». Bien temeroso estaba y resuelto en guardar este divino precepto Constantino Magno, que, viniéndole a decir cómo sus enemigos, por afrentarlo, en vituperio y escarnio suyo, le habían apedreado su retrato, hiriéndole con piedras en la cabeza y rostro, fue tanta su modestia que, despreciando la injuria, se tentó con las manos por todas las partes de su cuerpo, diciendo: «¿Qué es de los golpes? ¿Qué es de las heridas? Yo no siento ni me duele cuanto habéis dicho que me han hecho.» Dando a entender que no hay deshonra que lo sea, sino al que la tiene por tal. Demás que no por esto habéis de entender que quien os injuria se sale con ello, aunque vos no lo venguéis y aunque se lo perdonéis de vuestra parte: que el agravio que os hizo a vos, también lo hizo a Dios, cuyo sois y él es. Dueño tiene esta hacienda; que si en el palacio de un príncipe o en su corte a uno se hiciere afrenta, se hará juntamente al señor della. Y no bastará el perdón del afrentado para ser perdonado absolutamente, porque con aquella sinrazón o agravio también estarán injuriadas las leyes de ese príncipe, y su casa o su tierra vituperada. Y así dice Dios: «A mi cargo está y a su tiempo lo castigaré; mía es la venganza, yo la haré por mi mano». Pues, desdichado del amenazado, si las manos de Dios lo han de castigar, más le valiera no ser nacido. Así que nunca deis mal por mal, si no quisiéredes que os venga mal. Demás que mereceréis en ello y os pagaréis de vuestra mano, que imitando al que os lo manda, os vendréis a simbolizar con él. Dad, pues, lugar a las iras de vuestros perseguidores, para poder merecer. Volvedles gracias por los agravios y sacaréis dello glorias y descansos.
Mucho quisiera tener en la memoria la buena dotrina que a este propósito me dijo, para poder aquí repetirla, porque toda era del cielo, finísima Escritura Sagrada. Desde entonces propuse aprovecharme della con muchas veras. Y si bien se considera, dijo muy bien. ¿Cuál hay mayor venganza que poder haberse vengado? ¿Qué cosa más torpe hay que la venganza, pues es pasión de injusticia, ni más fea delante de los ojos de Dios y de los hombres, porque sólo es dado a las bestias fieras? Venganza es cobardía y acto femenil, perdón es gloriosa vitoria. El vengativo se hace reo, pudiendo ser actor perdonando. ¿Qué mayor atrevimiento puede haber, que quiera una criatura usurpar el oficio a su Criador, haciendo caudal de hacienda que no es suya, levantándose con ella como propria? Si tú no eres tuyo ni tienes cosa tuya en ti, ¿qué te quita el que dices que te ofende? Las acciones competen a tu dueño, que es Dios: déjale la venganza, el Señor la tomará de los malos tarde o temprano. Y no puede ser tarde lo que tiene fin. Quitársela de las manos es delito, desacato y desvergüenza. Y cuando te tocara la satisfación, dime: ¿qué cosa es más noble que hacer bien? Pues ¿cuál mayor bien hay que no hacer mal? Uno solo, el cual es hacer bien al que no te le hace y te persigue, como nos está mandado y tenemos obligación. Que dar mal por mal es oficio de Satanás; hacer bien a quien te hace bien es deuda natural de los hombres. Aun las bestias lo reconocen y no se enfurecen contra el que no las persigue. Procurar y obrar bien a quien te hace mal es obra sobrenatural, divina escalera que alcanza gloriosa eternidad, llave de cruz que abre el cielo, sabroso descanso del alma y paz del cuerpo.
Son las venganzas vida sin sosiego, unas llaman a otras y todas a la muerte. ¿No es loco el que, si el sayo le aprieta, se mete un puñal por el cuerpo? ¿Qué otra cosa es la venganza, sino hacernos mal por hacer mal, quebrarnos dos ojos por cegar uno, escupir al cielo y caernos en la cara? Admirablemente lo sintió Séneca que, como en la plaza le diese una coz un enemigo suyo, todos le incitaban a que del se querellase a la justicia, y, riéndose, les dijo: «¿No veis que sería locura llamar un jumento a juicio?». Como si dijera: con aquella coz vengó como bestia su saña, y yo la menosprecio como hombre.
¿Hay bestialidad mayor que hacer mal, ni grandeza que iguale a despreciarlo? Siendo el duque de Orliens injuriado de otro, después que fue rey de Francia le dijeron que se vengase -pues podía- de la injuria recebida, y, volviéndose contra el que se lo aconsejaba, dijo: «No conviene al rey de Francia vengar las injurias del duque de Orliens». Si vencerse uno a sí mismo lo cuentan por tan gran vitoria, ¿por qué, venciendo nuestros apetitos, iras y, rencores, no ganamos esta palma, pues demás de lo por ello prometido, aun en lo de acá escusaremos muchos males que quitan la vida, menguan la vana honra y consumen la hacienda?
¡Oh, buen Dios! ¡Cómo, si yo fuera bueno, lo que de aquel buen hombre oí debía bastarme! Pasóse con la mocedad, perdióse aquel tesoro, fue trigo que cayó en el camino.
Su buena conversación y dotrina nos entretuvo hasta Cantillana, donde llegamos casi al sol puesto, yo con buenas ganas de cenar y mi compañero de esperar el suyo; mas nunca vino. Los clérigos hicieron rancho aparte, yéndose a casa de un su amigo y nosotros a nuestra posada.
Capítulo V
Lo que a Gumán de Alfarache le aconteció en Cantillana con un mesonero
Luego que dejamos a las camaradas, pregunté a la mía:
-¿Dónde iremos?
Él me dijo:
-Huésped conocido tengo, buena posada y gran regalador.
Llevóme al mesón del mayor ladrón que se hallaba en la comarca, donde no menos hubo de qué hacerte plato con que puedas entretener el tiempo, y por saltar de la sartén caí en la brasa, di en Scila huyendo de Caribdis.
Tenía nuestro mesonero para su servicio un buen jumento y una yegüezuela galiciana. Y como aun los hombres en la necesidad no buscan hermosura, edad ni trajes, sino sólo tocas, aunque las cabezas estén tiñosas, no es maravilla que entre brutos acontezca lo mismo. Estaban siempre juntos en un establo, en un pesebre y a un pasto, y el dueño no con mucho cuidado de tenerlos atados; antes de industria los dejaba sueltos para que ayudasen a repasar las leciones a las otras cabalgaduras de los huéspedes. De lo cual resultó que la yegua quedase preñada desta compañía.
Es inviolable ley en el Andalucía no permitir junta ni mezcla semejante, y para ello tienen establecidas gravísimas penas. Pues como a su tiempo la yegüezuela pariese un muleto, quisiera el mesonero aprovecharlo y que se criara. Detúvolo escondido algunos días con grande recato, mas como viese no ser posible dejarse de sentir, por no dar venganza de sí a sus enemigos, con temor del daño y codicia del provecho, acordó este viernes en la noche de matarlo. Hizo la carne postas, echólas en adobo, aderezó para este sábado el menudo, asadura, lengua y sesos. Nosotros -como dije- llegamos a buena hora, que el huésped con sol ha honor, halla qué cene y cama en que se eche. Mi compañero, habiendo desaparejado, dio luego recaudo a su ganado. Yo llegué tal de molido, que, dando con mi cuerpo en el suelo, no me pude rodear por muy gran rato.
Llegué los muslos resfriados, las plantas de los pies hinchadas de llevarlos colgando y sin estribos, las asentaderas batanadas, las ingles dolorosas, que parecía meterme un puñal por ellas, todo el cuerpo descoyuntado, y, sobre todo, hambriento. Cuando mi compañero acabó de dar cobro a su recua, viniéndose para mí, le dije:
-¿Será bien que cenemos, camarada?
Respondió que le parecía muy justo, que ya era hora, porque otro día quería tomar la mañana y llegar con tiempo a Cazalla y hacer cargas. Preguntamos al huésped si había qué cenar. Respondió que sí, y aun muy regaladamente.
Era el hombre bullicioso, agudo, alegre, decidor y, sobre todo, grandísimo bellaco. Engañóme, que, como lo vi de tan buena gracia y de antes no le conocía, mostró buena pinta, y en decir que tenía todo buen recaudo alegréme en el alma. Comencé entre mí mismo a dar mil alabanzas a Dios, reverenciando su bendito nombre, que después de los trabajos da descansos, con las enfermedades medicinas, tras la tormenta bonanza, pasada la aflición holgura, y buena cena tras la mala comida.
No sé si os diga un error de lengua gracioso que sucedió a un labrador que yo conocí en Olías, aldea de Toledo. Dirélo por no ser escandaloso y haber salido de pecho sencillo y cristiano viejo. Estaba con otros jugando a la primera y, habiéndose el tercero descartado, dijo el segundo: «Tengo primera, bendito sea Dios, que ya he hecho una mano.» Pues, como iba el labrador viendo sus naipes, hallólos todos de un linaje y, con el alegría de ganar la mano, dijo en el mismo punto: «No muy bendito, que tengo flux». Y si tal disparate se puede traer a cuento, es este su lugar, por lo que me aconteció.
Mi compañero preguntó:
-Pues bien, ¿qué hay aderezado?
Respondió el socarrón:
-De ayer tengo muerta una hermosa ternera, que por estar la madre flaca y no haber pasto con la sequía del año, luego la maté de ocho días nacida. El despojo está guisado, pedid lo que mandáredes.
Tras esto, diciendo aires bola, levantó la pierna y en el aire dio por delante una zapateta, con que me alivié un poco y me holgué mucho de oírle que había menudo de ternera, que sólo en mentarlo me enterneció. Y despidiendo el cansancio, con alegre rostro le dije:
-Huésped, sacad lo que quisiéredes.
Al punto puso la mesa con ropa limpia en ella, el pan ya no tan malo como el pasado, el vino muy bueno, un plato de fresca ensalada, que para tripas tan lavadas como las mías no era de mucho momento y se lo perdonara por el vientre de ternera o una mano della; mas no me pesó, porque las premisas engañaban cualquiera discreto juicio, emborrachando el gusto de cualquier hombre hambriento.
Dice bien el toscano, aconsejando que de mujeres, marineros ni hostaleros hagamos confianza en sus promesas más que de los que se alaban a sí mismos; porque de ordinario, por la mayor parte, regulado el todo, todos mienten. Tras la ensalada sacó sendos platillos, en cada uno una poca de asadura guisada. Digo poca: recelaba de dar mucha, porque con la abundancia, satisfecha la necesidad, a vientre harto, fuera fácil conocer el engaño. Así, yendo con tiento, acechaba con el gusto que entrábamos en ello y ponía más hambre deseando comer más.
De mi compañero no hay tratar dél, porque nació entre salvajes, de padres brutos y lo paladearon con un diente de ajo; y la gente rústica, grosera, no tocando a su bondad y limpieza, en materia de gusto pocas veces distingue lo malo de lo bueno. Fáltales a los más la perfección en los sentidos y, aunque veen, no veen lo que han de ver, oyen y no lo que han de oír, y así en los demás, especialmente en la lengua, aunque no para murmurar, y más de hijosdalgo. Son como los perros, que por tragar no mascan, o como el avestruz, que se engulle un hierro ardiendo y, si halla delante, se comerá un zapato de dos suelas que haya en Madrid servido tres inviernos, porque yo le he visto quitar con el pico una gorra de un paje y tragársela entera.
Mas que yo, criado en regalo, de padres políticos y curiosos, no sintiese tal engaño, grande fue mi hambre y esta escusa me desculpa. El deseo de comer algo bueno era grande: todo se les hizo a mis ojos pequeño. El traidor del mesonero lo daba destilado: no es maravilla; cuando tuviera defectos mayores, me pareciera banquete formado. ¿No has oído decir que a la hambre no hay mal pan? Digo que se me hizo almíbar y me dejó goloso.
Pregunté si había otra cosa. Respondió si queríamos los sesos fritos en manteca con unos huevos. Dijimos que sí. Más tardamos en decirlo que él en ponerlo por obra y casi en aderezarlos. En el ínterin, porque no nos aguásemos, como postas corridas, nos dio un paseo de revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre. No me supo bien, olióme a paja podrida. Dile de mano, dejándolo a mi compañero, el cual entró por ello como en viña vendimiada.
No me pesaba mucho, antes me alegré, creyendo que, si de aquello hiciera su pasto, me cupiera más de los sesos. Al revés me salió, que no por eso dejó de picar con tan buena gracia como si en todo aquel día ni noche hubiera comido bocado. Pusiéronse los huevos y sesos en la mesa, y cuando vio la tortilla mi arriero, diose a reír cual solía, con toda la boca. Yo me amohiné, creyendo que gustaba de refrescarme la memoria, estragándome el estómago. Pues como el huésped nos mirase a los dos y estuviese sobre ascuas para oír lo que decíamos, viendo su descompuesta risa tan mal sazonada, se alborotó creyendo que lo había sentido: que a tal tiempo, sin haberse ofrecido de qué, no pudiera reírse de otra cosa. Y como el delincuente siempre trae la barba sobre el hombro y de su sombra se asombra, porque su misma culpa le representa la pena, cualquier acto, cualquier movimiento piensa que es contra él y que el aire publica su delito y a todos es notorio. Este pobretón, aunque bellaco, habituado en semejantes maldades y curtido en hurtos, esta vez cortóse con el miedo. Demás que los tales de ordinario son cobardes y fanfarrones.
¿Por qué piensas que uno raja, mata, hiende y hace fieros? Yo te lo diré: por atemorizar con ellos y suplir el defecto de su ánimo, como los perros, que pocos de los que ladran muerden. Son guzquejos, todos ladridos y alborotos, y de volver a mirarlos huyen.
Nuestro mesonero se turbó, como digo, que es proprio en quien mal vive temor, sospecha y malicia. Perdió los estribos, no supo adónde ni cómo reparar, diciendo:
-¡Voto a tal, que es de ternera, no tiene de qué reírse, cien testigos le daré si es necesario!
Púsosele con estas palabras el rostro encendido en fuego, que sangre parecía verter por los carrillos y salirle centellas de los ojos, de coraje. El arriero, alzando el rostro, le dijo:
-¿Quién lo ha con vos, hermano, ni os pregunta los años que habéis? ¿Hay arancel en la posada, que ponga tasa de qué y cuánto se ha de reír el huésped que tuviere gana, o ha de pagar algún derecho que esté impuesto sobre ello? Dejad a cada uno que llore o ría y cobrad lo que os debiere. Yo soy hombre que, si hubiera de reírme de cosa vuestra, os lo dijera libremente. Acordéme agora, por estos huevos, de otros que mi compañero comió este día, tres leguas de aquí en la venta.
Tras esto le fue refiriendo todo el cuento, según de mí lo había oído, y lo que después pasó en su presencia con los mancebos, que parecía estarse bañando en agua rosada, según los afectos, risas, visajes y meneos con que lo decía.
El mesonero no cesaba de santiguarse, haciendo exclamaciones, llamando y reiterando el nombre de Jesús mil veces. Y levantando los ojos al cielo, dijo:
-¡Válgame Nuestra Señora, que sea comigo! ¡Mal haga Dios a quien mal hace su oficio!
Y como en hurtar él era tan buen oficial, tenía por cierto no tocarle la maldición, hurtando bien. Comenzóse a pasear, fingiendo asombros y estremos voceaba:
-¿Cómo no se hunde aquella venta? ¿Cómo consiente Dios y disimula el castigo de tan mala mujer? ¿Cómo esta vieja, bruja, hechicera, vive hoy en el mundo y no la traga la tierra? Todos los huéspedes van quejosos della, todos veo que blasfeman su trato; ninguno sale sabroso, todos con pesadumbre. O son todos malos o ella lo es, que no puede la culpa ser de tantos. Por estas cosas y otras tales no quiere nadie parar en su casa: todos la santiguan y pasan de largo. Pues a fe que debiera estar escarmentada del jubón que trae vestido debajo de la camisa, con cien botones abrochado, y se lo vistieron por otro tanto. Mandado le tienen que no sea ventera; no sé cómo vuelve al oficio y no vuelven a castigarla. No sé en qué topa: en algo debe de ir, como dijo la hormiga. Misterio debe tener, que con la misma libertad roba hoy que ayer y como el año pasado. Lo peor es que hurta como si se lo mandasen. Y debe de ser así, pues el guarda, el malsín, el cuadrillero, el alguacil, todos lo ven y hacen la vista gorda, sin que alguno la ofenda: a estos tales trae contentos y les pecha con lo que a los otros pela. Y así es menester, que de otro modo se perdería y le volverían a dar otro paseo. Aunque más pierde la malaventurada en desacreditar su casa, que si diera buen recaudo, con buen trato y término, acudieran a ella, y de muchos pocos hiciera mucho. Que llevando de cada camino un grano, bastece la hormiga su granero para todo el año. Nadie le tuviera el pie sobre el pescuezo. ¡Maldita ella sea, que tan mala es!
Cuando aquí llegó, pensé que lo dejaba; mas volvió diciendo:
-¡Loada sea la limpieza de la Virgen María, que con toda mi pobreza no hay en mi casa mal trato! Cada cosa se vende por lo que es, no gato por conejo, ni oveja por carnero. Limpieza de vida es lo que importa y la cara sin vergüenza descubierta por todo el mundo. Lleve cada uno lo que fuere suyo y no engañar a nadie.
Aquí paró con el resuello, y no hizo poco. Según llevaba el trote, creí teníamos labor cortada para sobre cena; pero acabó con esto, dándonos para postre de la nuestra unas aceitunas gordales como nueces. Rogámosle que por la mañana nos aderezase una poca de ternera. Encargóse dello, y nosotros fuimos a buscar en qué dormir; y en el suelo más llano tendimos unas enjalmas, donde pasamos la noche.
Capítulo VI
Gumán de Alfarache acaba de contar lo que le sucedió con el mesonero
No sé, si me pusieran en medio de las plazas de Sevilla o a la puerta de mi madre, cuando amaneció el domingo, si hubiera quien me conociera. Porque fue tanto el número de pulgas que cargó sobre mí, que pareció ser también para ellas año de hambre y les habían dado comigo socorro. Y así como si hubiera tenido sarampión, me levanté por la mañana sin haber parte de todo mi cuerpo, rostro ni manos, donde pudiera darse otra picada en limpio. Mas fueme la fortuna favorable en que, con el cansancio del camino y la noche antes haber cargado la mano sobre el jarro más de mi ordinario, dormí soñando paraísos y sin sentir alguna cosa, hasta que, recordado mi compañero con el cuidado de oír misa temprano y tener tiempo de caminar siete leguas que le faltaban, me despertó. Levantámonos con la luz, antes que el sol saliese. Luego, pidiendo el almuerzo, se nos trajo.
No me supo tan bien como a él, que cada bocado parecía darlo en pechugas de pavo. Nunca le pareció haber comido mejor cosa, según lo alababa. Fueme forzoso tenerlo por tal, en fe del gusto ajeno, atribuyendo la falta heredada del asno de su padre a mi mal paladar; pero hablando verdad, ello era malo y decía bien quién era. Hízoseme duro y desabrido, y de lo poco que cené quedé empachado, sin poderlo digerir en toda la noche. Y aunque con temor de ser del compañero reprehendido, dije al huésped:
-Esta carne, ¿cómo está tan tiesa y de mal sabor, que no hay quien hinque los dientes en ella?
Respondióme:
-¿No vee, señor, que es fresca y no ha tomado el adobo?
Mi camarada dijo:
-No lo hace el adobo, sino que este gentilhombre se ha criado con rosquillas de alfajor y huevos frescos: todo se le hace duro y malo.
Encogí los hombros y callé, pareciéndome que ya era otro mundo y que a otra jornada no había de entender la lengua; pero no me satisfice con esto, quedé como resabiado, sin saber de qué. Y entonces me vino a la memoria el juramento tan fuera de tiempo que hizo la noche antes, afirmando que era ternera, Parecióme mal y que por solo haberlo jurado mentía, porque la verdad no hay necesidad que se jure, fuera del juicio y habiendo necesidad. Demás que toda satisfación prevenida sin queja es en todo tiempo sospechosa. No sé qué me tuve o qué me dio que, aunque realmente de cierto no concebí mal, tampoco presumí algún bien. Fue un toque de la imaginación, en que no reparé ni hice caso.
Pedí por la cuenta. Mi compañero dijo que la dejase, que él daría recaudo. Híceme a una parte, dejélo, creyendo ser amistad y que de tan poco escote no me lo quería repartir. Quedéle agradecidísimo entre mí, sin cesar de cantarle alabanzas, que tan franco se mostró desde que me halló en aquel camino, dándome graciosamente caballería y de comer.
Parecióme que todo había de ser así, hallando en toda parte quien me hiciera la costa y llevara caballero. Alentéme, comencé de olvidar la teta, como si acíbar me pusieran en ella y en todas las cosas que dejaba. Y porque no se dijese por mí que de los ingratos estaba lleno el infierno, en tanto que él pagaba quise comedirme llevándole a beber los asnos. Volvílos a sus pesebres, para que, en cuanto los aparejaban, comiesen algunos bocados y acabasen la cebada. Ayudéle a todo, estregándoles las frentes y, orejas. En tanto que me ocupaba en esto, tenía mi capa puesta sobre un poyo y, como azogue al fuego o humo al viento, se desapareció entre las manos, que nunca más la vi ni supe della. Sospeché si el huésped o mi compañero por burlarme la hubiesen escondido.
Ya pasaba de burlas, porque me juraron que no la tenían en su poder ni sabían quién la tuviese ni dónde podría estar. Miré hacia la puerta. Estaba cerrada, que no la habían abierto. Allí no había más de nosotros y el solo huésped. Parecióme y fue imposible faltar y que la habría puesto en otra parte donde no me acordaba. Dime a buscar todo el mesón y, andando del palacio a la cocina, voy a parar a un trascorral donde estaba una gran mancha de sangre fresca y luego allí junto estendido un pellejo de muleto, cada pie por su parte, que aún estaban por cortar. Tenía tendidas las orejas, con toda la cabezada de la frente. Luego a par della estaban los huesos de la cabeza, que sólo faltaban la lengua y sesos.
Al punto confirmé mi duda. Salgo en un punto a llamar a mi compañero, a quien, cuando le enseñé los despojos de nuestro almuerzo y cena, dije:
-¿Paréceos agora que no es todo alfajor ni huevos frescos lo que los hombres comen en sus casas? ¿Esto era la ternera que con tanta solemnidad me alabastes y el huésped regalador que prometistes? ¿Qué os parece de la cena y almuerzo que nos ha dado? ¡Y qué bien nos ha tratado el que no vende gato por conejo ni oveja por carnero, el de la cara sin vergüenza descubierta por todo el mundo, el que blasfemaba de la ventera y de su mal trato!
Él se quedó tan corrido y admirado de lo que vio, que enmudeció y, bajando la cabeza, se fue para comenzar a caminar. Tal se puso, que en todo aquel día, hasta que nos apartamos, nunca palabra le oí más de para despedirnos, y esa que habló entonces hubiérala de echar por los ijares, como sabréis adelante.
Aunque para mí fue la pena que cada uno podrá imaginar si acaso semejante le aconteciera, con todo eso, para estancar aquellos flujos de risa con que por momentos me atravesaba el alma, holgué de mi desventura, que por lo que le tocaba ya no me atormentara tanto. Con esto y creer que fuese sueño pensar que no tuviese mi capa el huésped, tomé alguna osadía. Tanto puede la razón, que aumenta las fuerzas y anima los pusilánimes. Comencé con veras a pedirla y él con risitas a negarmela. Hízome descomponer, hasta que lo hube de amenazar con la justicia; pero no le toqué pieza ni hablé palabra de lo que había visto. Como él me vio muchacho, desamparado y un pobreto, ensoberbecióse contra mí, diciendo que me azotaría y otros oprobios dignos de hombres cobardes y semejantes. Mas, como con los agravios los corderos se enfurecen, de unas palabras en otras venimos a las mayores, y con mis flacas fuerzas y pocos años arranqué de un poyo y tiréle un medio ladrillo que, si con el golpe le alcanzara y tras un pilar no se escondiera, creo que me dejara vengado. Mas él se me escapó y entró corriendo en su aposento, de donde salió con una espada desnuda.
Mirad quién son estos feroces, que ya no trata de valerse de sus tan fuertes brazos y robustos contra los débiles y tiernos míos. Olvidósele de azotarme y quiere ofenderme con fuerza de armas, viéndome un simple y desarmado pollo. Vínose contra mí, que ya, temiéndome de lo que fue, me previne de dos guijarros que arranqué del empedrado del suelo. Él, cuando me vio con ellos en las manos, fuese deteniendo. A la grita y vocería, el mesón alborotado, se convocó todo el barrio. Acudieron los vecinos y con ellos gran tropel de gente, justicias y escribanos.
Eran dos alcaldes, llegaron juntos. Quería cada uno advocar a sí la causa y prevenirla. Los escribanos por su interese decían a cada uno que era suya, metiéndolos en mal. Sobre a cuál pertenecía se comenzó de nuevo entre ellos otra guerrilla, no menos bien reñida ni de menor alboroto. Porque los unos a los otros desenterraron los abuelos, diciendo quiénes fueron sus madres, no perdonando a sus mujeres proprias y las devociones que habían tenido. Quizá que no mentían. Ni ellos querían entenderse ni nosotros nos entendíamos.
Llegáronse algunos regidores y gente honrada de la villa, pusiéronlos medio en paz y asieron de mí, que siempre quiebra la soga por lo más delgado. El forastero, el pobre, el miserable, el sin abrigo, favor ni reparo... de aquese asen primero. Quisieron saber qué había sido el alboroto y por qué; pusiéronme a una parte, tomáronme la confesión de palabra: dije llanamente lo que pasaba. Pero, porque podían oírme algunos que estaban cerca, me aparté con los alcaldes y en secreto les dije lo del machuelo.
Ellos quisieran verificar primero la causa, mas, pareciéndoles haber tiempo para todo, comenzaron las diligencias por la prisión del mesonero, que bien descuidado estaba de poder ser por aquel delito y, creyendo sólo era por la capa, lo hacía todo risa, como cosa de burla, por la falta de información que había y de quien contestara con el arriero de haberme visto entrar allí con ella.
Mas, como viese que poco a poco salían a plaza los pedazos de adobo, pellejo y zarandajas del machuelo, quedó helado; tanto que, tomándole la confesión, viendo presentes los despojos, confesando de plano, quedó convencido y confeso en cuanto había pasado, sin que cosa negase ni tuvo ánimo para ello. Que es muy cierto los hombres viles, de vida infame y mal trato, ser pusilánimes, de poco pecho, como antes dije. Pues que no dándole tormento ni amenazándole con él, declaró, sin serle pedido, hurtos y bellaquerías que hizo, así en aquel mesón como siendo ganadero, salteando caminos, de donde vino a tener caudal con que ponerse en trato.
Yo a todo esto estaba el oído atento, si de entre la colada salía mi capa; pero, con el odio que me cobró, la dejó entre renglones. Hice mis diligencias para que pareciese, ninguna fue de provecho. Acabadas de tomar nuestras declaraciones, del arriero y mía, por ser forasteros, nos retificaron en ellas. Y si por la pendencia me habían de llevar preso -como dicen, tras paciente, aporreado- hubo diversos pareceres. Holgaran dello los escribanos y lo pretendieron. Mas uno de los alcaldes dijo haber yo tenido razón y ninguna culpa. Que ¿qué me pedían, pues iba en cuerpo y me habían quitado la capa? Con esto me mandaron soltar, llevando a la cárcel al mesonero.
Nosotros acabamos de aliñar y seguimos nuestro camino. Pasamos por donde los clérigos estaban esperando. Cada uno tomó su caballería. Contéles el suceso, quedaron admirados dello, condoliéndose de mi necesidad; mas como no la podían remediar, encomendáronlo a Dios.
Yo y mi compañero, con los alborotos y breve partida, que casi salimos huyendo, nos quedamos sin oír misa. Yo la solía oír todos los días por mi devoción. Desde aquél se me puso en la cabeza que tan malos principios era imposible tener buenos fines ni podía ya sucederme cosa buena ni hacérseme bien. Y así fue, como adelante lo verás; que cuando las cosas se principian dejando a Dios, no se puede menos esperar.
Capítulo VII
Creyendo ser ladrón Gumán de Alfarache, fue preso y, habiéndolo conocido, lo soltaron. promete uno de los clérigos contar una historia para entretenimiento del camino
Antiguamente los egipcios, como tan agoreros, entre otros muchos errores que tuvieron, adoraban a la Fortuna, creyendo que la hubiera. Celebrábanle una fiesta el primero día del año, poniendo sumptuosas mesas, haciéndole grandes banquetes y opulentos convites en agradecimiento de lo pasado y suplicándole por lo venidero. Tenían por muy cierto ser esta diosa la que disponía en todas las cosas, dando y quitando a su elección porque, como suprema, lo gobernaba todo. Hacían esto por faltarles el conocimiento de un solo Dios verdadero, en quien adoramos, por cuya poderosa mano y divina voluntad se rigen cielo y tierra, con todo lo en ello criado, invisible y visible. Parecíales cosa viva ver, cuando las desgracias comienzan a venir, cómo llegaban las unas cuando las otras dejaban, sin dar hora de sosiego, hasta desmallar y descomponer un hombre; y otras veces que, como cobardes, acometían de tropel, muchas a un tiempo, para dar con la casa en el suelo. Y, por el contrario, el aire no sube a la cumbre de los altos montes tan ligero como ella los levanta por medios y modos no vistos ni pensados, no dejándolos firmes en uno ni otro estado, de modo que ni el abatido desespere ni el encumbrado confíe. Si la lumbre de Fe me faltara como a ellos, por ventura creyendo su error, pudiera decir, cuando semejantes desgracias me vinieron: «Bien vengas, mal, si solo vienes».
Quejéme ayer de mañana de un poco de cansancio y dos semipollos que comí disfrazados en hábito de romeros para ser desconocidos. Vine después a cenar el hediondo vientre de un machuelo y, lo peor, comer de la carne y sesos, que casi era comer de mis proprias carnes, por la parte que a todos toca la de su padre; y, para final de desdichas, hurtarme la capa. Poco daño espanta y mucho amansa. ¿Qué conjuración se hizo contra mí? ¿Cuál estrella infelice me sacó de mi casa? Sí, después que puse fuera della el pie, todo se me hizo mal, siendo las unas desgracias presagio de las venideras y agüero triste de lo que después me vino, que, como tercianas dobles, iban alcanzándose, sin dejarme un breve intervalo de tiempo con algún reposo. La vida del hombre milicia es en la tierra: no hay cosa segura ni estado que permanezca, perfecto gusto ni contento verdadero, todo es fingido y vano. ¿Quiéreslo ver? Pues oye.
Habiendo el dios Júpiter criado todas las cosas de la tierra y a los hombres para gozarlas, mandó que el dios Contento residiese en el mundo, no creyendo ni previniendo a la ingratitud que después tuvieron, alzándose con el real y el trueco; porque teniendo a este dios consigo, no se acordaban de otro. A él hacían sacrificios, a él ofrecían las víctimas, a él celebraban con regocijos y cantos de alabanza.
Indignado desto Júpiter, convocó todos los dioses, haciéndoles un largo parlamento. Dioles cuenta de la mala correspondencia de los hombres, pues a solo el Contento adoraban, sin considerar los bienes recebidos de su pródiga mano, siendo hechura suya y habiéndolo[s] criado de nonada: que diesen su parecer para remedio de semejante locura.
Algunos, los más benignos, movidos de clemencia, dijeron: «Son flacos, de flaca materia y es bien sobrellevarlos; que, si fuera posible trocar nuestra suerte a la suya y fuéramos sus iguales, sospecho que hiciéramos lo mismo. No se debe hacer caso dello, y, cuando mucho, dándoles una honesta corrección tendremos por muy cierto que será bastante remedio por lo presente.»
Momo quiso hablar, comenzando por algunas libertades, y mandáronle callar, que después hablaría. Bien quisiera en aquella ocasión indignar a Júpiter, por haberse ofrecido como la deseaba; mas obedeciendo por entonces, fue recapacitando una larga oración que hacer a su propósito, cuando llegasen a su voto. Pero entretanto no faltaron otros de condición casi su igual, que dijeron: «Ya no es justo dejar sin castigo tan grave delito; que la ofensa es infinita, hecha contra dioses infinitos, y así debe ser infinita la pena. Parécenos conviene destruirlos, acabando con ellos, no criando más de nuevo, pues no es necesidad forzosa que los haya.» Otros dijeron no convenir así, mas que, arrojándoles grande número de poderosos rayos, los abrasase todos y criase otros buenos.
Así fueron dando sus pareceres diferentes, de más o menos rigor conforme su calidad y complexión, hasta que, llegando a dar Apolo el suyo, pedida licencia y captada la benevolencia, con voz grave y rostro sereno, dijo: «Supremo Júpiter piadosísimo, la grave acusación que haces a los hombres es tan justa, que no se te puede negar ni contradecir cualquier venganza que contra ellos intentes. Ni tampoco puedo, por lo que te debo, dejar de advertir desapasionadamente lo que siento. Si destruyes el mundo, en vano son las cosas que en él criaste, y es imperfección en ti deshacer lo que heciste para quererlo emendar ni pesarte de lo hecho: que te desacreditas a ti mismo, pues tu poder de criador se estrecha a tan extraordinarios medios para contra tu criatura. Perderlos y criar otros de nuevo, tampoco te conviene, porque les has de dar o no libre albedrío: si se lo das, han de ser necesariamente tales cuales fueron los pasados; y si se lo quitas, no serán hombres y habrás criado en balde tanta máquina de cielo, tierra, estrellas, luna, sol, composición de elementos y más cosas que con tanta perfección heciste. De modo que te importa no se inove más de en una sola cosa, con que se previene de remedio. Tú, señor, les diste al dios Contento, que lo tuviesen consigo por el tiempo de tu voluntad, pues della pende todo. Si se supieran conservar en gratitud y justicia, cosa fuera repugnante a la tuya no ampararlos, ampliándoles siempre los favores; mas, pues lo han desmerecido por inobediencia, restringiendo las penas, debes castigarlos: que no es bien que tiránicamente posean tantos dones para ofenderte con ellos. Antes les debes quitar este su dios y en lugar suyo enviarles al del Descontento, su hermano, pues tanto se parecen: con que de aquí en adelante reconocerán su miseria y tu misericordia, tus bienes y sus males, tu descanso y su trabajo, su pena y tu gloria, tu poder y su flaqueza. Y por tu voluntad repartirás el premio al que lo mereciere, con la benignidad que fuere tu gusto, no haciéndolo general a buenos y malos, gozando igualmente todos una bienaventuranza. Con esto me parece quedarán castigados y reconocidos. Haz agora, ¡oh Júpiter clementísimo!, lo que más a tu voluntad sea conveniente, de modo que te sirvas.»
Con este breve razonamiento acabó su oración. Quisiera Momo, con la emponzoñada suya, criminar el delito, por la enemistad vieja que con los hombres tenía; y, conocida su pasión, reprobaron su parecer. Loando todos el de Apolo, se cometió la ejecución dello a Mercurio, que luego, desplegadas las alas, rompiendo por el aire, bajó a la tierra, donde halló a los hombres con su dios del Contento, haciéndole fiestas y juegos, descuidados que pudieran en algún tiempo ser enajenados de su posesión. Mercurio se llegó donde estaba y, habiéndole dado de secreto la embajada de los otros dioses, aunque de mala gana, fuele forzoso cumplirla.
Los hombres alteráronse del caso y, viendo que les llevaban a su dios, quisieron impedirlo, y procurando todos esforzarse a la defensa, asidos dél, trabajaban fuertemente con todo su poder. Viendo Júpiter el caso, el motín y alboroto, bajó al suelo y, como los hombres estaban asidos a la ropa, usando de ardid sacáles el Contento della, dejándoles al Descontento metido en su lugar y proprias vestiduras, del modo que el Contento antes estaba, llevándoselo de allí consigo al cielo, con que los hombres quedaron gustosos y engañados, creyendo haber salido con su intento, teniendo su dios consigo. Y no fue lo que pensaron.
Aun este yerro viven desde aquellos pasados tiempos, llegando con el mismo engaño hasta el siglo presente. Creyeron los hombres haberles el Contento quedado y que lo tienen consigo en el suelo, y no es así, que sólo es el ropaje y figura que le parece y el Descontento está metido dentro. Ajeno vives de la verdad si creyeres otra cosa o la imaginas. ¿Quiéreslo ver? Advierte. Considera del modo que quisieres las fiestas, los regocijos, banquetes, danzas, músicas, deleites, alegrías y todo aquello a que más te mueve la inclinación en el más levantado punto que te podrá pintar el deseo. Si te preguntare: «¿Adónde vas?», podrásme responder muy orgulloso: «A tal fiesta de contento» Yo quiero que allá lo recibas y te lo den: porque los jardines estaban muy floridos y el son de las plateadas aguas y manantiales de aljófares y perlas te alegraron. ¿Merendaste sin que el sol te ofendiese ni el aire te enojase? ¿Gozaste tus deseos, tuviste gran pasatiempo, fuiste alegremente recebido y acariciado? Pues ningún contento pudo ser tal que no se aguase con alguna pesadumbre. Y cuando haya faltado disgusto, no es posible que, cuando a tu casa vuelvas o en tu cama te acuestes, no te halles cansado, polvoroso, sudado, ahíto, resfriado, enfadado, melancólico, doloroso y por ventura descalabrado o muerto. Que en los mayores placeres acontecen mayores desgracias y suelen ser vísperas de lágrimas, no vísperas que pase noche de por medio; al pie de la obra, en medio de aquesa idolatría las has de verter, que no se te fiarán más largo. ¿Vendrásme a confesar agora que la ropa te engañó y la máscara te cegó? Donde creíste que el contento estaba, no fue más del vestido y el descontento en él. ¿Ves ya cómo en la tierra no hay contento y que está el verdadero en el cielo? Pues, hasta que allá lo tengas, no lo busques acá.
Cuando determiné mi partida, ¡qué de contento se me representó, que aun me lo daba el pensarla! Vía con la imaginación el abril y la hermosura de los campos, no considerando sus agostos o como si en ellos hubiera de habitar impasible; los anchos y llanos caminos, como si no los hubiera de andar y cansarme en ellos; el comer y beber en ventas y posadas, como el que no sabía lo que son venteros y dieran la comida graciosa o si lo que venden fuera mejor de lo que has oído; la variedad y grandeza de las cosas, aves, animales, montes, bosques, poblados, como si hubieran de traérmelo a la mano. Todo se me figuraba de contento y en cosa no lo hallé, sino en la buena vida. Todo lo fabriqué próspero en mi ayuda: que en cada parte donde llegara estuviera mi madre que me regalara, la moza que me desnudara y trajera la cena a la cama y me atropara la ropa y a la mañana me diera el almuerzo. ¿Quién creyera que el mundo era tan largo? Había visto unas mapas; parecióme que así estaba todo junto y tropellado. ¿Quién imaginara que había de faltarme lo necesario? No pensé que había tantos trabajos y miserias. Mas, ¡oh, cómo es el «no pensé» de casta de tontos y proprio de necios, escusa de bárbaros y acogida de imprudentes! Que el cuerdo y sabio siempre debe pensar, prevenir y cautelar. Hice como muchacho simple, sin entendimiento ni gobierno. Justo castigo fue el mío, pues, teniendo descanso, quise saber de bien y mal.
¡Cuántas cosas iba considerando cuando salí del mesón sin capa y burlado! Quise comer de las ollas de Egipto, que el bien hasta que se pierde no se conoce. Todos íbamos pensativos. A mi buen arriero acabásele la cosecha y risa con la burla del mesonero. Antes tiraba piedras a mi tejado; agora encoge las manos y las tiene quedas, viendo que es el suyo de vidro.
Menos mal: discreción es considerar, antes que les digan, lo que pueden oír y, antes que hagan, el daño que les pueden hacer. No es bien arrojarse al peligro: que a una libertad hay otra, lenguas para lenguas y manos para manos. Todas las cosas tienen su razón y a todos conviene honrar el que de todos quiere ser honrado. ¿No consideras en ti que aun tu secreto será o puede ser para el otro público, y te podrá responder con obras o palabras lo que no querrás oír ni padecer? No estribes en fuerzas ni en poderío, que si en tu rostro no dijeren tu afrenta, iránla publicando a todo el mundo. No ganes enemigos de los que con buen trato puedes hacer amigos, que ningún enemigo es bueno por flaco que sea: de una centelluela se levanta gran fuego. ¡Qué cosa tan honrosa, qué digna de hombres cuerdos, hidalgos y valerosos, andar medidos, arriendados y ajustados con la razón, para que no se les atrevan y los pongan en ocasión! ¿No ves cómo lo anduvo un arriero?
Ya iba callando, no se reía, llevaba bajada la cara, que de vergüenza no la levantaba. Los buenos de los clérigos iban rezando sus horas. Yo, considerando mis infortunios. Y cuando todos, cada uno más emboscado en su negocio, llegaron dos cuadrilleros en seguimiento de un paje que a su señor había hurtado gran cantidad de joyas y dineros; y por las señas que les dieron debía de ser otro yo.
Así como me vieron, levantaron la voz:
-¡Ah ladrón, ah ladrón, aquí os tenemos, no podéis iros ni escaparos!
Luego a puñadas me apearon del hermano asno y, teniéndome asido, buscaron la recua creyendo hallar el hurto. Quitaron las enjalmas, tentaron las albardas, no perdonaron espacio de un garbanzo sin mirarlo. Decían:
-¡Ea, ladrón, decí la verdad, que ahorcaros tenemos aquí si luego no lo dais!
No querían oírme ni admitir disculpa, que a pesar del mundo, sin más de su antojo, yo era el dañador. Dábanme golpes, empujones, torniscones que me atormentaban, y más por no dejarme hablar ni pronunciar defensa. Y aunque mucho me dolía, mucho me alegraba entre mí, porque daban al compañero más al doble y recio, como a encubridor que decían era mío.
¿No consideras la perversa inclinación de los hombres, que no sienten sus trabajos cuando son mayores los de sus enemigos? Yo iba mal con él, que por su ocasión perdí mi capa y cené burro; sufría con menos pesadumbre el daño proprio, por lo que cambiaba en el ajeno. Dábanle sin piedad, pedíanle que descubriese dónde lo llevaba o quedaba guardado. El pobre hombre, que, como yo, estaba inocente de tal cosa, no sabía qué hacer. Al principio creyó ser burlas; mas, cuando de la raya pasaron, al diablo daba el muerto y a quien lo lloraba. No se le hacía conversación de gusto ni quisiera conocerme.
Ya tenían espulgada la ropa, mirada y revuelta, y el hurto no parecía ni el rigor de su castigo cesaba: como si fueran jurídicos jueces, nos maltrataban crudamente con obras y palabras; quizá que lo traían por instrucción.
Ya cansados de aporrearnos y nosotros de sufrirlo, nos maniataron para volvernos a Sevilla. Líbrete Dios de delito contra las tres Santas, Inquisición, Hermandad y Cruzada, y, si culpa no tienes, líbrete de la Santa Hermandad. Porque las otras Santas, teniendo, como todas tienen, jueces rectos, de verdad, ciencia y conciencia, son los ministros muy diferentes; y los santos cuadrilleros, en general, es toda gente nefanda y desalmada, y muchos por muy poco jurarán contra ti lo que no heciste ni ellos vieron, más del dinero que por testificar falso llevaron, si ya no fue jarro de vino el que les dieron. Son, en resolución, de casta de porquerones, corchetes o velleguines, y por el consiguiente ladrones pasantes o puntos menos, y, como diremos adelante, los que roban a bola vista en la república. Y tú, cuadrillero de bien, que me dices que hablo mal, que tú eres muy honrado y usas bien tu oficio, yo te lo confieso y digo que lo eres, como si te conociera. Pero dime, amigo, para entre nosotros, que no nos oiga nadie, ¿no sabes que digo verdades de tu compañero? Si tú lo sabes y ello es así, con él hablo y no contigo.
Ya estábamos despedidos de los clérigos, que se iban a pie su camino y nosotros el nuestro. ¿Quieres oírme lo que sentí? Pues fue sin duda más verme volver a mi tierra de aquella manera, que los golpes recebidos -ni la muerte, si allí me la dieran. Si a otra parte acaso nos llevaran, siendo estraña, lo tuviera en poco, supuesto que iba salvo y la verdad había de parecer y no ser yo el que buscaban. Estábamos atraillados como galgos, afligidos de la manera que puedes considerar si tal te aconteciera.
No sé cómo uno de aquellos benditos me miró, que dijo al otro:
-¡Hola, hao! ¿Qué te digo? Creo que nos habemos engañado con la priesa.
El otro respondió:
-¿Cómo así?
Volvióle a decir:
-¿No sabes que el que buscamos tiene menos el dedo pulgar de la mano izquierda, y éste está sano?
Leyendo la requisitoria, refirieron las señas y vieron que casi se engañaron en todas. Y sin duda que debían de traer gana de aporrear y dieron en lo primero que hallaron. Luego nos desataron y, pidiendo perdón y licencia, se fueron y nos dejaron bien pagados de nuestro trabajo, quitándole al arriero unos pocos de cuartos para la vista del pleito y remojar la palabra en la primera venta.
No hay mal tan malo de que no resulte algo bueno. Si no me hubieran hurtado la capa, yendo cubierto con ella no echaran de ver si estaba sano de mis dedos pulgares, y, cuando lo vinieran a mirar, no fuera en tiempo, y quisiera primero haber padecido mil tormentos. En todo eché buena suerte: gastado, robado, hambriento y deshechas las quijadas a puñetes, desencasado el pescuezo a pescozadas, bañados en sangre los dientes a mojicones. Mi compañero, si no peor, no menos. Y «¡Perdonen, amigos, que no son ellos!» Ved qué gentil perdón y a qué tiempo.
Los clérigos iban cerca, luego los alcanzamos. Admiráronse en vernos. Supieron de mí la causa de nuestra libertad, que mi compañero estaba tal, que no se atrevió a hablar por no escupir las muelas. Cada uno subió en su caballería, comenzamos a picar y no con los talones, que los de albarda no alcanzaban. A fe os prometo que tuvimos bien que contar de la vendeja y granjería de la feria.
El más mozo de los clérigos dijo:
-Ahora bien, para olvidar algo de lo pasado y entretener el camino con algún alivio, en acabando las horas con mi compañero, les contaré una historia, mucha parte della que aconteció en Sevilla.
Todos le agradecimos la merced y, porque ya concluían su rezado, estuvimos esperando en silencio y deseo.
Capítulo VIII
Gumán de Alfarache refiere la historia de los dos enamorados Ozmín y Daraja, según se la contaron
Luego como acabaron de rezar, que fue muy breve espacio, cerraron sus breviarios y, metidos en las alforjas, siendo de los demás con gran atención oído, comenzó el buen sacerdote la historia prometida, en esta manera:
«Estando los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel sobre el cerco de Baza, fue tan peleado, que en mucho tiempo dél no se conoció ventaja en alguna de las partes. Porque, aunque la de los reyes era favorecida con el grande número de gente, la de los moros, habiendo muchos, estaba fortalecida con la buena disposición del sitio.
»La reina doña Isabel asistía en Jaén preveniendo a las cosas necesarias; y el rey don Fernando acudía personalmente a las del ejército. Teníalo dividido en dos partes: en la una plantada la artillería y encomendada a los marqueses de Cádiz y Aguilar, a Luis Fernández Portocarrero, señor de Palma, y a los comendadores de Alcántara y Calatrava, con otros capitanes y soldados; en la otra estaba su alojamiento con los más caballeros y gente de su ejército, teniendo la ciudad en medio cercada.
»Y si por dentro della pudieran atravesar, había como distancia de media legua de un real a el otro; mas por serle impedido el paso, rodeaban otra media por la sierra y así distaban una legua. Y porque con dificultad podían socorrerse, acordaron hacer ciertas cavas y castillos, que el Rey por su persona muy a menudo visitaba. Y aunque los moros procuraban impedir no se hiciesen, los cristianos lo apoyaban defendiéndolo valerosamente, sobre que cada día no pasó alguno sin que dos o más veces escaramuzasen, habiendo de todas partes muchos heridos y muertos. Pero, porque la obra no cesase, siendo tan importante, siempre con los que en ella trabajaban asistían de guarda noche y día las compañías necesarias.
»Aconteció que, estando de guarda don Rodrigo y don Hurtado de Mendoza, Adelantado de Cazorla, y don Sancho de Castilla, les mandó el Rey no la dejasen hasta que los condes de Cabra y Ureña y el marqués de Astorga entrasen con la suya, para cierto efecto. Los moros, que, como dije, siempre se desvelaban procurando estorbar la obra, subieron como hasta tres mil peones y cuatrocientos caballos por lo alto de la sierra contra don Rodrigo de Mendoza. El Adelantado y don Sancho comenzaron con ellos la pelea y, estando trabada, socorrieron a los moros otros muchos de la ciudad. El rey don Fernando que lo vio, hallándose presente, mandó al conde de Tendilla que por otra parte les acometiese, en que se trabó una muy sangrienta batalla para todos. Viendo el Rey al conde apretado y herido, mandó al maestre de Santiago acometer por una parte, y al marqués de Cádiz y duque de Nájera y a los comendadores de Calatrava y a Francisco de Bovadilla, que con sus gentes acometiesen por donde estaba la artillería.
»Los moros sacaron contra ellos otra tercera escuadra y pelearon valentísimamente así ellos como los cristianos. Y hallándose el Rey en esta refriega, visto por los del real, se armaron a mucha priesa, yendo todos en su ayuda. Tanto fue el número de los que acudieron, que no pudiendo resistirse los moros, dieron a huir y los cristianos en su alcance, haciendo gran estrago hasta meterlos por los arrabales de la ciudad, adonde muchos de los soldados entraron y saquearon grandes riquezas, cautivando algunas cabezas, entre las cuales fue Daraja, doncella mora, única hija del alcaide de aquella fortaleza.
»Era la suya una de las más perfectas y peregrina hermosura que en otra se había visto. Sería de edad hasta diez y siete años no cumplidos. Y siendo en el grado que tengo referido, la ponía en mucho mayor su discreción, gravedad y gracia. Tan diestramente hablaba castellano, que con dificultad se le conociera no ser cristiana vieja, pues entre las más ladinas pudiera pasar por una dellas. El Rey la estimó en mucho, pareciéndole de gran precio. Luego la envió a la Reina su mujer, que no la tuvo en menos y, recibiéndola alegremente, así por su merecimiento como por ser principal decendiente de reyes, hija de un caballero tan honrado, como por ver si pudiera ser parte que le entregara la ciudad sin más daños ni peleas, procuró hacerle todo buen tratamiento, regalándola de la manera, y con ventajas, que a otras de las más llegadas a su persona. Y así no como a cautiva, antes como a deuda, la iba acariciando, con deseo que mujer semejante y donde tanta hermosura de cuerpo estaba no tuviera el alma fea.
»Estas razones eran para no dejarla punto de su lado, demás del gusto que recibía en hablar con ella; porque le daba cuenta de toda la tierra por menor, como si fuera de más edad y varón muy prudente por quien todo hubiera pasado. Y aunque los reyes vinieron después ajuntarse en Baza, rendida la ciudad con ciertas condiciones, nunca la reina quiso deshacerse de Daraja, por la gran afición que la tenía, prometiendo a el alcaide su padre hacerle por ella particulares mercedes. Mucho sintió su ausencia, mas diole alivio entender el amor que los reyes la tenían, de donde les había de resultar honra y bienes, y así no replicó palabra en ello.
»Siempre la reina la tuvo consigo y llevó a la ciudad de Sevilla, donde con el deseo que fuese cristiana, para disponerla poco a poco sin violencia, con apacibles medios, le dijo un día:
»-Ya entenderás, Daraja, lo que deseo tus cosas y gusto. En parte de pago dello te quiero pedir una cosa en mi servicio: que trueques esos vestidos a los que te daré de mi persona, para gozar de lo que en el hábito nuestro se aventaja tu hermosura.
»Daraja le respondió:
»-Haré con entera voluntad lo que tu Alteza me manda. Porque habiéndote obedecido, si hay algo en mí de alguna consideración, de hoy más estimaré por bueno, y lo será sin duda, que me lo darán tus atavíos y suplirán mis faltas.
»-Todo lo tienes de cosecha -le replicó la reina- y estimo ese servicio y voluntad con que le ofreces.
»Daraja se vistió a la castellana, residiendo en palacio por algunos días, hasta que de allí partieron a poner cerco sobre Granada, que así por los trabajos de la guerra, como para irla saboreando en las cosas de nuestra fe, le pareció a la reina sería bien dejarla en casa de don Luis de Padilla, caballero principal muy gran privado suyo, donde se entretuviese con doña Elvira de Guzmán, su hija doncella, a quienes encargaron el cuidado de su regalo. Y aunque allí lo recibía, mucho sintió verse lejos de su tierra y otras causas que le daban mayor pena, mas no las descubrió; que con sereno rostro, el semblante alegre, mostró que en ser aquél gusto de su Alteza lo estimaba en merced y recebía por suyo.
»Esta doncella tenían sus padres desposada con un caballero moro de Granada, cuyo nombre era Ozmín. Sus calidades muy conformes a las de Daraja: mancebo rico, galán, discreto y, sobre todo, valiente y animoso, y cada una destas partes dispuesta a recebir un muy, y le era bien debido. Tan diestro estaba en la lengua española, como si en el riñón de Castilla se criara y hubiera nacido en ella. Cosa digna de alabanza de mozos virtuosos y gloria de padres, que en varias lenguas y nobles ejercicios ocupan sus hijos. Amaba su esposa tiernamente. De modo idolatraba en ella que, si se le permitiera, en altares pusiera sus estatuas. En ella ocupaba su memoria, por ella desvelaba sus sentidos, della era su voluntad. Y su esposa, reconocida, nada le quedaba en deuda.
»Era el amor igual, como las más cosas en ellos y sobre todo un honestísimo trato en que se conservaban. La dulzura de razones que se escribían, los amorosos recaudos que se enviaban, no se pueden encarecer. Habíanse visto y visitado, pero no tratado sus amores a boca; los ojos parleros muchas veces, que nunca perdieron ocasión de hablarse. Porque los dos, de muchos años antes -y no muchos, pues ambos tenían pocos-, mas para bien hablar, desde su niñez se amaban y las visitas eran a deseo. Enlazóse la verdadera amistad en los padres y amor en los hijos con tan estrechos ñudos, que de conformidad todos desearon volverlo en parentesco y con este casamiento tuvo efecto; pero en hora desgraciada y rigor de planeta, que apenas acabó de concluirse cuando Baza fue cercada.
»Con esta revuelta y alborotos lo dilataron, aguardando juntarlos con más comodidad y alegría, para solenizar con juegos y fiestas lo que aquélla pedía y casamiento de tan calificada gente.
»Daraja, ya dije quién era su padre. Su madre fue sobrina, hija de hermana, de Boabdelín, rey de aquella ciudad, que había tratado el casamiento. Y Ozmín, primo hermano de Mahomet, rey que llamaron Chiquito, de Granada.
»Pues, como sucediese al revés de sus deseos, mostrándose a todos la fortuna contraria, estando Daraja en poder de los reyes y habiéndola dejado en Sevilla, luego que su esposo lo supo, las exclamaciones que hizo, lástimas que dijo, suspiros que daba, efectos de tristeza que mostró, a todos repartía y ninguno salía con pequeña parte. Mas como el daño fuese tan solo suyo y la pérdida tan de su alma, tanto creció el dolor en ella, que brevemente le cupo parte al cuerpo, adoleciendo de una enfermedad grave tan dificultosa de curar, cuanto lejos de ser conocida y los remedios distantes. Crecían los efectos con indicios mortales, porque la causa crecía, sin ser a propósito las medicinas; y lo peor, que el mal no se entendía, siendo lo más esencial de su reparo. Así de su salud los afligidos padres ya tenían rendida la esperanza: los médicos la negaban, confirmándose con los acidentes.
»Todos en esta pena y el enfermo casi en la última, se le representó una imaginación de que le pareció sacar algún fruto y, aunque con riesgo, mas puesto en parangón del que tenía, no podía ser otro mayor. Y con las ansias de la ejecución, procurando alcanzar ver a su querida esposa, cobró aliento y algún esfuerzo, resistiendo animosamente las cosas que podían dañarle. Despidió las tristezas y melancolías, pensaba solamente cómo tener salud. Con esto vino a cobrar mejoría, a desesperación de todos los que le vieron llegar a tal punto. Dicen bien que el deseo vence al miedo, tordella inconvenientes y allana dificultades. Y el alegría en el enfermo es el mejor jarabe y cordial epíctima, y así es bien procurársela y, cuando alegre lo vieres, cuéntalo por sano.
»Luego comenzó a convalecer. Y apenas podía tenerse sobre sí, cuando preveniéndose, para guía, de un moro lengua, que a los reyes de Granada sirvió mucho tiempo de espía, joyas y dineros para el viaje, en un buen caballo morcillo, un arcabuz en el arzón de la silla, su espada y daga ceñida, en traje andaluz, salieron de la ciudad una noche, atrochando por fuera de camino, como los que sabían bien la tierra.
»Pasaron a vista del real y, habiéndolo dejado bien atrás, por sendas y veredas iban a Loja, cuando cerca de la ciudad su avara suerte los encontró con un capitán de campaña, que andaba recogiendo la gente que huyendo del ejército desamparaban la milicia. Pues como así los viese, los prendió. Fingió el moro tener pasaporte, buscándolo ya en el seno, ya en la faltriquera y otras partes; y como no lo hallase y los viese descaminados, tomando mala sospecha, los prendió para volverlos al real.
»Ozmín, sin alterarse alguna cosa, con libres palabras, aprovechándose del nombre del caballero en cuyo poder estaba su esposa, fingió ser hijo suyo, llamándose don Rodrigo de Padilla, y haber venido a traer un recaudo a los reyes de parte de su padre y cosas de Daraja; y por haber adolecido, se volvía. Otrosí le afirmó haber perdido el pasaporte y el camino, y que para tornar a él habían tomado aquella senda.
»Nada le aprovechaba, que todavía insistía, queriéndolos volver, y no lo entendían, que ni a él se le diera una tarja que se fueran o volvieran. Sola fue su pretensión que un caballero tal como representaba le quebrara los ojos con algunos doblones, que no hay firma de general que iguale al sello real, y tanto más cuanto en más noble metal estuviere estampado. Para los maltrapillos y soldados de tornillo tienen dientes y en ellos muestran su poder ejecutando las órdenes; que no en quien pueden sacar algún provecho, que eso buscan.
»Ozmín, sospechando en lo que tantos fieros habían de parar, volvió a decirle:
»-No entienda, señor capitán, que me diera pena volver atrás otra vez ni diez, ni reiterar el camino lo estimara en algo, si salud, como vee, no me faltara; mas pues consta la necesidad que llevo, suplícole no reciba vejación semejante por el riesgo de mi vida.
»Y sacando del dedo una rica sortija, la puso en su mano, que fue como si echaran vinagre al fuego, que luego le dijo:
»-Señor, Vuestra Merced vaya en buen hora, que bien se deja entender de hombre tan principal que no se va con la paga del rey ni desamparara su campo menos que con la ocasión que tiene. Iréle acompañando hasta Loja, donde le daré recaudo para que con seguridad pueda pasar adelante.
»Así lo hizo, quedando muy amigos; y habiendo reposado se despidieron, tomando cada uno por su vía.
»Con estas y otras desgracias llegaron a Sevilla, donde por la relación que traía supo la calle y casa donde Daraja estaba. Dio algunas vueltas a diferentes horas y en diversos días, mas nunca la pudo ver; que, como no iba fuera ni a la iglesia, ocupaba todo el tiempo en su labor y recrearse con su amiga doña Elvira.
»Viendo, pues, Ozmín la dificultad que tenía su deseo y la nota que daba, como en común la dan en cualquier lugar los forasteros, que todos ponen los ojos en ellos deseando saber quiénes y de dónde son, qué buscan y de qué viven, especialmente si pasean una calle y miran con cuidado a las ventanas o puertas: de allí nace la invidia, crece la mormuración, sale de balde el odio, aunque no haya interesados.
»Algo desto se comenzaba y fue forzoso, evitando el escándalo, cesar por algunos días. El criado hacía el oficio como persona de poca cuenta. Mas no descubriéndosele camino, sólo se consolaba con que las noches a deshora pasando por su calle abrazaba las paredes, besando las puertas y umbrales de la casa.
»En esta desesperación vivió algún tiempo, hasta que por suerte llegó el que deseaba. Que como su criado tuviese cuidado de dar algunas vueltas entre día, vio que don Luis hacía reparar cierta pared, sacándola de cimientos. Asió de la ocasión por el copete, aconsejando a su amo que, comprando un vestidillo vil, hiciese cómo entrar por peón de albañería. Parecióle bien, púsolo en ejecución, dejó su criado por guarda de su caballo y hacienda en la posada, para valerse dello cuando se le ofreciese, y así se fue a la obra. Pidió si había en qué trabajar para un forastero; dijeron que sí. Bien es de creer que no se reparó de su parte en el concierto.
»Comenzó su oficio procurando aventajarse a todos; y aunque con disgustos que tenía no había cobrado entera salud, sacaba -como dicen- fuerzas de flaqueza, que el corazón manda las carnes. Era el primero que a la obra venía, siendo el postrero que la dejaba. Cuando todos holgaban, buscaba en qué ocuparse. Tanto, que siendo reprehendido por ello de sus compañeros -que hasta en las desventuras tiene lugar la invidia- respondía no poder estar ocioso. Don Luis, que notó su solicitud, parecióle servirse dél en ministerios de casa, en especial del jardín. Preguntóle si dello se le entendía; dijo que un poco, mas que el deseo de acertarle a servir haría que con brevedad supiese mucho. Contentóse de su conversación y talle, porque de cualquiera cosa lo hallaba tan suficiente como solícito.
»El albañir acabó los reparos y Ozmín quedó por jardinero. Que hasta este día nunca le había sido posible ver a Daraja. Quiso su buena fortuna le amaneciese el sol claro, sereno y favorable el cielo; y deshecho el nublado de sus desgracias, descubrió la nueva luz con que vio el alegre puerto de sus naufragios. Y la primera tarde que ejercitó el nuevo oficio, vio que su esposa se venía sola paseando por una espaciosa calle, toda de arrayanes, mosquetas, jazmines y otras flores, cogiendo algunas dellas con que adornaba el cabello.
»Ya por el vestido la desconociera, si el original verdadero no concertara con el vivo traslado que en el alma tenía. Y bien vio que tanta hermosura no podía dejar de ser la suya. Turbóse en verla de hablarle y, tanto vergonzoso como empachado, al tiempo que pasaba bajó la cabeza, labrando la tierra con un almocafre que en la mano tenía. Volvió a mirar Daraja el nuevo jardinero y, por un lado del rostro, aquello que cómodamente pudo descubrir, se le representó a la imaginación el lugar donde siempre la tenía, por la mucha semejanza de su esposo. De donde le vino una tan súbita tristeza, que dejándose caer en el suelo, arrimada al encañado del jardín, despidió un ansioso suspiro acompañado de infinitas lágrimas; y puesta la mano en la rosada mejilla, estuvo trayendo a la memoria muchas que, si en cualquiera perseverara, pudiera ser verdugo de su vida. Despidiólas de sí como pudo, con otro nuevo deseo de entretener el alma con la vista, engañándola con aquella parte que de Ozmín le representaba. Levantóse temblando todo el cuerpo y el corazón alborotado, volviendo a contemplar de nuevo la imagen de su adoración, que, cuanto más atentamente lo miraba, más vivamente las transformaba en sí. Parecíale sueño y, viéndose despierta, temía ser fantasma. Conociendo ser hombre, deseaba fuera el que amaba. Quedó perpleja y dudosa sin entender qué fuese, porque la enfermedad lo tenía flaco y falto de las colores que solía; mas en lo restante de faiciones, compostura de su persona y sobresalto lo averaban. El oficio, vestido y lugar la despedían y desengañaban. Pesábale del desengaño, porfiando en su deseo sin poder abstenerse de cobrarle particular afición por la representación que hacía. Y con la duda y ansias de saber quién fuese, le dijo:
»-Hermano, ¿de dónde sois?
»Ozmín alzó la cabeza, viendo su regalada y dulce prenda, y, añudada la lengua en la garganta sin poder formar palabra ni siendo poderoso a responderle con ella, lo hicieron los ojos, regando la tierra con abundancia de agua que salía dellos, cual si de dos represas alzaran las compuertas: con que los dos queridos amantes quedaron conocidos.
»Daraja correspondió por la misma orden, vertiendo hilos de perlas por su rostro. Ya quisieran abrazarse, a lo menos decirse algunas dulces palabras y regalados amores, cuando entró por el jardín don Rodrigo, hijo mayor de don Luis, que, enamorado de Daraja, siempre seguía sus pasos, procurando gozar las ocasiones de estarla contemplando. Ellos, por no darle a entender alguna cosa, Ozmín volvió a su labor y Daraja pasó adelante.
»Don Rodrigo conoció de su semblante triste y ojos encendidos novedad en su rostro. Presumió si hubiera sido algún enojo y preguntóselo a Ozmín, el cual, aunque no se había bien vuelto a cobrar del pasado sentimiento, mas ezforzándose por la necesidad que tenía dello, le dijo:
»-Señor, del modo que la viste la vi cuando aquí llegó, sin que conmigo hablase palabra, y, así, no me lo dijo ni sé cuál sea su pasión. Especialmente que, siendo hoy el día primero que en este lugar entré, ni a mí fuera lícito preguntarla ni a su discreción comunicármela.
»Con esto se fue de allí, con intención de saberlo de Daraja; mas, en cuanto en estas palabras se entretuvo, ella se subió a largo paso por una escalera de caracol a sus aposentos y cerró tras de sí la puerta.
»Algunas tardes y mañanas pasaban destas los amantes, gozando en algunas ocasiones algunas flores y honestos frutos del árbol de amor, con que daban alivio a sus congojas, entreteniendo los verdaderos gustos, deseando aquel tiempo venturoso que sin sombras ni embarazos pudieran gozarse. No mucho ni con seguridad tuvieron este gusto; porque de la continuación extraordinaria y verlos estar juntos hablándose en algarabía y ella escusarse para ello de la compañía de su amiga doña Elvira, ya daba pesadumbre a todos los de casa, y a don Rodrigo rabioso cuidado, que se abrasaba en celos, no de entender que el jardinero tratase cosa ilícita ni amores, mas ver que fuese digno de entretenerse con tanta franqueza en su dulce conversación, lo cual no hacía con otro alguno tan desenvueltamente.
»La mormuración, como hija natural del odio y de la invidia, siempre anda procurando cómo manchar y escurecer las vidas y virtudes ajenas. Y así en la gente de condición vil y baja, que es donde hace sus audiencias, es la salsa de mayor apetito, sin quien alguna vianda no tiene buen gusto ni está sazonada. Es el ave de más ligero vuelo, que más presto se abalanza y más daño hace. No faltó quien pasó la palabra de mano en mano, unos poniendo y otros componiendo sobre tanta familiaridad, hasta llegar a lo llano la bola y a los oídos de don Luis la chisme, creyendo sacar dello su acrecentamiento con honrosa privanza. Esto es lo que el mundo pratica y trata: granjear a los mayores a costa ajena, con invenciones y mentiras, cuando en las verdades no hay paño de que puedan sacar lo que desean. Oficio digno de aquellos a quien la propria virtud falta y por sus obras ni persona merecen.
»Dioles don Luis oído atento a las bien compuestas y afeitadas palabras que le dijeron. Era caballero prudente y sabio: no se las dejó estar paradas donde se las pusieron. Pasólas a la imaginación, dejando lugar desocupado para que cupiesen las del reo. Abrió el oído, no lo consintió cerrado, aunque algo se escandalizó. Muchas cosas pensaba, todas lejos de la cierta, y la que más lo turbó fue sospechar si su jardinero era moro que con cautela hubiera venido a robar a Daraja. Creyendo que así sería, cegóse luego; y lo que mal se considera, muchas veces y las más no ha salido bien la ejecución por la puerta cuando el arrepentimiento se entra dentro en casa. Con este pensamiento se resolvió a prenderlo.
»Él, sin resistirse, no mostrándose triste ni alterado, se consintió encerrar en una sala. Y dejándolo con este seguro, fuese donde Daraja estaba, que ya con el alboroto de los ministros y sirvientes lo sabía todo y aun de días antes lo había barruntado.
»Mostróse a don Luis muy agraviada, formando quejas, cómo en la bondad y limpieza de su vida se hubiese puesto duda, dando puerta que con borrón semejante cada uno pensase lo que quisiese y mejor se le antojase, pues habían abierto senda para cualquier mala sospecha.
»Estas y otras bien compuestas razones, con afecto de ánimo recitadas, hicieron a don Luis con facilidad arrepentirse de lo hecho. Quisiera, según Daraja lo deshizo, nunca haber tratado de tal cosa, indignándose contra sí mismo y contra los que lo impusieron en ello. Mas por no mostrarse fácil y que sin mucha consideración se hubiese movido a cosa tan grave, disimulando su arrepentimiento le dijo desta manera:
»-Bien creo y de cierto conozco, hija Daraja, la razón que tienes y lo mal que con término semejante contra ti se ha procedido, sin haber primero examinado el ánimo de los testigos que han en tu ofensa depuesto. Conozco tu valor, el de tus padres y mayores de quien deciendes. Conozco que los méritos de tu persona sola tienen alcanzado de los reyes, mis señores, todo el amor que un solo y verdadero hijo puede ganar de sus amorosos y tiernos padres, haciéndote pródigas y conocidas mercedes. Con esto debes conocer que te pusieron en mi casa para que fueses en ella servida con todo cuidado y diligencia en cuanto fuese tu voluntad, y que debo dar de ti la cuenta conforme a la confianza que de mí se hizo. Por lo cual y por lo que mi deseo de tu servicio merece, has de corresponder como quien eres, con el buen trato que a mi lealtad y a lo más referido se le debe. No puedo ni quiero pensar pueda en ti haber cosa que desdiga ni degenere. Mas ha engendrado un cuidado la familiaridad grande que con Ambrosio tienes -que este nombre se puso Ozmín cuando entró a servir de peón-, acompañada de hablar en arábigo, para desear todos entender lo que sea o cuál fue su principio, sin haberle antes tú ni yo visto ni conocido. Y esto satisfecho, a muchos quitarás la duda y a mí un impertinente y prolijo desasosiego. Suplícote por quien eres nos absuelvas esta duda, creyendo de mí que en lo que fuere posible seré siempre contigo en cuanto se te ofrezca.
»Curiosamente estuvo atenta Daraja en lo que don Luis le decía, para poderle responder; aunque su buen entendimiento ya se había prevenido de razones para el descargo, si algo se hubiera descubierto. Mas en aquel breve término, dejando las pensadas, le fue necesario valerse de otras más a propósito a lo que fue preguntada, con que fácilmente, dejándolo satisfecho, descuidase, cautelando lo venidero, para gozarse con su esposo según solía; y dijo así:
»-Señor y padre mío, que así te puedo llamar: señor por estar en tu poder y padre por las obras que de tal me haces; mal correspondiera con lo que soy obligada a las continuas mercedes que recibo de sus Altezas por tus manos y con tus intercesiones en mi favor acrecientas, si no depositara en el archivo de tu discreción mis mayores secretos, amparándolos con tu sombra y gobernándome con tu cordura, y si con la misma verdad no dejara colmado tu deseo. Que, aunque traer a la memoria cosas que me es forzoso recitarte, ha de ser para mí gran pesadumbre, y aun de no pequeño martirio, con él te quiero pagar y dejar deudor de mi sentimiento, y de lo que me mandas, asegurado. Ya, señor, habrás entendido quién soy, que te es notorio, y cómo mis desgracias o buena suerte -que no puedo, hasta encerrar el fruto, viendo el fin de tantos trabajos, condenar lo uno ni loar lo otro- me trajeron a tu casa, después de haberse tratado de casarme con un caballero de los mejores de Granada, deudo muy cercano y descendiente de los reyes della. Este mi esposo, si tal puedo llamarle, se crió, siendo como de seis o siete años, con otro niño cristiano cativo y de su misma edad, que para su servicio y entretenimiento le compraron sus padres. Andaban siempre juntos, jugaban juntos, juntos comían y dormían de ordinario, por lo mucho que se amaban. Ved si eran prendas de amistad las que he referido. Así lo amaba mi esposo, como si su igual o deudo suyo fuera. Dél fiaba su persona por ser muy valiente; era depósito de sus gustos, compañero de sus entretenimientos, erario de sus secretos y, en sustancia, otro él. Ambos en todo tan conformes, que la ley sola los diferenciaba; que, por la mucha discreción de ambos, nunca della se trataron por no deshermanarse. Merecíalo bien el cativo -dije mal: mejor dijera hermano, y tal debiera llamarlo- por su trato fiel, compuestas costumbres y ahidalgado proceder. Que si no conociéramos haber nacido de humildes padres labradores, que con él fueron cativos en una pobre alquería, creyéramos por cierto decendir de alguna noble sangre y generosa casa. Éste, habiéndose tratado de mis bodas, era la estafeta de nuestros entretenimientos, que, como tan fiel, en otra cosa no se ocupaba. Traíame papeles y, regalos, volviendo los retornos debidos a semejantes portes. Pues como Baza fuese entregada y él estuviese allí, fue puesto en libertad con los más cativos que dentro se hallaron. Mal sabré decir si el gozo de cobrarla fue tanto como el dolor de perdernos. Dél podrás fácilmente saberlo, con lo mas que quisieres entender, porque es Ambrosio, el que en tu servicio tienes, que para refrigerio de mis desdichas Dios fue servido que a él viniese. Sin pensar lo perdí y a caso lo he vuelto a hallar: con él repaso los cursos de mis desgracias, después que en ellas me gradué; con él alivio las esperanzas de mi enemiga suerte y entretengo la penosa vida, para engañar el cansancio del prolijo tiempo. Si este consuelo, por ser en mi favor, te ofende, haz a tu voluntad, que será la mía en cuanto la dispusieres.
»Don Luis quedó admirado y enternecido, tanto de la estrañeza como del caso lastimoso, según el modo de proceder que en contarlo tuvo, sin pausa, turbación o accidente de donde pudiera presumirse que lo iba componiendo. Demás que lo acreditó vertiendo de sus ojos algunas eficaces lágrimas, que pudieran ablandar las duras piedras y labrar finos diamantes.
»Con esto fue suelto de la prisión Ambrosio, sin preguntarle alguna cosa, por no hacer ofensa en ello a la información de Daraja. Sólo poniéndole los brazos en el cuello, con alegre rostro le dijo:
»-Agora conozco, Ambrosio, que debes tener principio de alguna valerosa sangre, y si éste faltara, tú lo dieras por tus virtudes y nobleza. Que, según lo que de ti he sabido, en obligación te estoy por ello, para hacerte de hoy más el tratamiento que mereces.
»Ozmín le dijo:
»-En ello, señor, harás como quien eres; y el bien que recibiere, podré preciarme siempre que de tu largueza y casa me ha procedido.
»Con esto se le permitió que volviese al jardín con la misma familiaridad que primero y más franca licencia. Las veces que querían se hablaban, sin que alguno en ello ya se escandalizase.
»En este intermedio, siempre tuvieron los reyes cuidado de saber de la salud y estado de las cosas de Daraja, de que les era dado particular aviso. Holgaban de saberlo, encomendándola mucho por sus cartas. Pudo tanto este favor, que por el deseo de privanza y méritos de la doncella, así don Rodrigo como los más principales caballeros de aquella ciudad, deseaban fuese cristiana, pretendiéndola por mujer. Mas como don Rodrigo la tuviese -como dicen- de las puertas adentro, era entre los demás opositores el de mejor acción, al común parecer. El caso era llano, y la sospecha verisímil; pues de su condición, costumbres y trato ella tenía hecha experiencia, y las ostentaciones desta calidad no suelen ser de poco momento, ni el escalón más bajo haber uno hecho alarde público de sus virtudes y nobleza, donde por ellas pretende ser conocido y aventajado. Mas como los amantes tuviesen las almas trocadas y ninguno poseyese la suya, tan firmes estaban en amarse, cuanto ajenos de ofenderse. Nunca Daraja dio lugar con descompostura ni otra causa que alguno se le atreviese, aunque todos la adoraban. Cada uno buscaba sus medios y echaba redes con rodeos, mas ninguno tenía fundamento.
»Visto por don Rodrigo cuán poco aprovechaban sus servicios, cuán en balde su trabajo y el poco remedio que tenía, pues en tantos días pasados de continua conversación estaba como el primero, vínole al pensamiento valerse de Ozmín, creyendo por su intercesión alcanzar algunos favores. Y tomándolos por el más acertado medio, estando una mañana en el jardín le dijo:
»-Bien sabrás, Ambrosio hermano, las obligaciones que tienes a tu ley, a tu rey, a tu natural, a el pan que de mis padres comes y al deseo que de tu aprovechamiento tenemos. Entiendo que, como cristiano de la calidad que tus obras publican, has de corresponder a quien eres. Vengo a ti con una necesidad que se me ofrece, de donde pende todo el acrecentamiento de mi honra y el rescate de mi vida, que está en tu mano, si tratando con Daraja, entre las más razones la dispusieres con las buenas tuyas a que, dejada la seta falsa que sigue, se quiera volver cristiana. Lo que dello podrá resultar, bien te es notorio: a ella salvación, servicio a Dios, a los reyes gusto, honra en tu patria y a mí total remedio. Porque pidiéndola por mujer vendré a casar con ella, y no será poco el útil que sacarás deste viaje, que siéndote honroso te será juntamente provechoso, y tanto cuanto puede ponderar tu buen entendimiento; porque siendo de Dios galardonado por el alma que ganas, yo de mi parte gratificaré con muchas veras la vida que me dieres con la buena obra y amistad que por intercesión tuya recibiere. No dejes de favorecerme, pues tanto puedes, y donde tantas obligaciones fuerzan juntas, no es justo serte importuno.
»Ya cuando tuvo acabada de hacer su exhortación, Ozmín le respondió lo siguiente:
»-La misma razón con que has querido ligarme, señor don Rodrigo, te obligará que creas cuánto deseo que Daraja siga mi ley, a que con muchas veras, infinitas y diversas veces la tengo persuadida. No es otro mi deseo sino el tuyo, y así haré la diligencia en causa propria, como en cosa que soy tan interesado. Pero amando tan de corazón a su esposo y mi señor, tratar de volverla cristiana es doblarle la pasión sin otro fruto alguno; que aún en ella viven algunas esperanzas que podría mudarse la fortuna, dándose trazas como conseguir su deseo, Esto es lo que he sabido della y siempre me ha dicho y lo en que la he visto firme. Mas para cumplir con lo que me mandas, no obstante que no ha de ser de fruto, la volveré a hablar y a tratar dello, y te daré su respuesta.
»No mintió el moro palabra en cuanto dijo, si hubiera sido entendido; mas con el descuido de cosa tan remota, creyó don Rodrigo no lo que quiso decir, sino lo que formalmente dijo. Y así, engañado, llevó alguna confianza: que quien de veras ama, se engaña con desengaños.
»Ozmín quedó tan triste de ver al descubierto la instancia que en su daño se hacía, que casi salía de juicio con el celo. De manera lo apretó, que de allí adelante no se le pudo más ver el rostro alegre, pareciéndole lo imposible posible. Luchaba consigo mismo, imaginando que el nuevo competidor, como poderoso en su tierra y casa, pudiera valerse de trazas y mañas con que impedirle su intento, siendo cual era tanta su solicitud. Temíase no se la mudasen: que las muchas baterías aportillan los fuertes muros y con secretas minas los prostran y arruinan. Con este recelo discurría por el pensamiento a trágicos fines y funestos acaecimientos que se le representaban. Mucho los temía y algo los creía, como perfecto amador. Viendo Daraja tantos días tan triste a su querido esposo, deseaba con deseo saber la causa; mas ni él se la dijo ni trató alguna cosa de lo que con don Rodrigo había pasado. Ella no sabía qué hacer ni cómo poderlo alegrar; aunque con dulces palabras, dichas con regalada lengua, risueña boca y firme corazón, exageradas con los hermosos ojos que las enternecían con el agua que dellos a ellas bajaban, así le dijo:
»-Señor de mi libertad, dios que adoro y esposo a quien obedezco, ¿qué cosa puede ser de tanta fuerza que, estando viva y en vuestra presencia, en mi ofensa os atormente? ¿Podrá por ventura mi vida ser el precio de vuestra alegría? ¿O cómo la tendréis, para que con ella salga mi alma del infierno de vuestra tristeza, en que está atormentada? Deshaga el alegre ciclo de vuestro rostro las nieblas de mi corazón. Si con vos algo puedo, si el amor que os tengo algo merece, si los trabajos en que estoy a piedad os mueven, si no queréis que en vuestro secreto quede sepultada mi vida, suplícoos me digáis qué os tiene triste.
»Aquí paró, que la ahogaba el llanto, haciendo en los dos un mismo efecto, pues no le pudo responder de otro modo que con ardientes y amorosas lágrimas, procurando cada uno con las proprias enjugar las ajenas, siendo todas unas por estar impedida la lengua.
»Ozmín, con la opresión de los suspiros, temiendo si los diera ser sentido, tanto los resistió volviéndolos al alma, que le dio un recio desmayo, como si quedara muerto. No sabía Daraja qué hacerse, con qué volverlo ni cómo consolarlo, ni pudo entender cuál pudiera ser ocasión de tanta mudanza en quien estaba siempre alegre. Ocupábase limpiándole el rostro, enjugándole los ojos, poniendo en ellos sus hermosas manos, después de haber mojado un precioso lienzo que en ellas tenía, matizado de oro y plata con otras varias colores, entretejidas en ellas aljófares y perlas de mucha estimación. Tanto se tranformaba en esta pena, tan ocupada con sus sentidos todos estaba en remediarla, que, si se descuidara un poco más, los hallara don Rodrigo poco menos que abrazados; porque Daraja le tenía la cabeza reclinada en su rodilla y él recostado en sus faldas en cuanto en sí volvía. Y habiendo ya cobrado mejoría, queriendo despedirse, entró por el jardín.
»Daraja, con la turbación, se apartó como pudo, dejándose en el suelo el curioso lienzo, que brevemente fue por su dueño puesto en cobro. Y viendo que don Rodrigo se acercaba, ella se fue y ellos quedaron solos. Preguntále qué había negociado. Respondióle lo que siempre:
»-Tan firme la hallo en el amor de su esposo, que no sólo no será, como pretendes, cristiana, pero que si lo fuera, por él dejara de serio, volviéndose mora: y a tal estremo llega su locura, el amor de su ley y de su esposo. Habléle tu negocio, y a ti porque lo intentas y a mí porque lo trato nos ha cobrado tal odio, que ha propuesto, si dello más le hablo, no verme, y a ti de verte venir se fue huyendo. Así que no te canses ni en ello gastes tiempo, que será muy en vano.
»Entristecióseme mucho don Rodrigo de tan resuelta respuesta, dada con tal aspereza. Sospechó que antes Ozmín era en su daño que de provecho; parecióle que a lo menos, cuando Daraja la diera tan desabrida, él no debiera referirla con acción semejante, haciéndose casi dueño del negocio. Y es imposible amor y consideración: tanto uno se desbarata más, cuanto más ama. Representósele la muy estrecha amistad que se decía tener con su primero amo. Parecióle que aún sería viva y no de creer haberse resfriado las cenizas de aquel fuego. Con este pensamiento reforzado de pasión, se determinó echarlo de casa, diciéndole a su padre cuán dañoso era permitir, donde Daraja estuviese, quien pudiera entretenerla con sus pasados amores ni hablarla dellos; en especial, siendo la intención de sus Altezas volverla cristiana, y en cuanto Ambrosio allí estuviese, lo tenía por dificultoso.
»-Hagamos -dijo-, señor, el ensaye con apartarlos unos días, en que veremos lo que resulta.
»No pareció mal a don Luis el consejo de su hijo, y luego, formando quejas de lo que no las pudo haber -que al poderoso no hay pedirle causa y suele el capitán con sus soldados hacer con dos ochos quince-, lo despidió de su casa, mandándole que aun por la puerta no pasase. Cogiólo de sobresalto, que aun despedirse no pudo. Y obedeciendo a su amo, fingiendo menor dolor del que sentía, sacó de allí el cuerpo, prenda que pudo, porque tenía dueño el alma en cuyo poder la dejó.
»Viendo Daraja tan súbita mudanza, creyó que la tristeza pasada hubiera nacido de la sospecha de aquel nuevo suceso y que ya lo sabía. Con esto, juntándose un mal a otro, pesar a pesar y dolor a dolores, careciendo de ver a su esposo, aunque la pobre señora disimulaba cuanto más podía, era eso lo que más la dañaba. Llore, gima, suspire, grite y hable quien se viere afligido: que, cuando con ello no quite la carga de la pena, a lo menos la hace menor, y mengua el colmo. Tan falta de contento andaba, tan sin gusto y desabrida, cual se le conocía muy bien de su rostro y talle.
»No quiso el enamorado moro mudar estado; que, como antes andaba, tal se trató siempre, y en hábito de trabajador seguía su trabajada suerte: en él había tenido la buena pasada y esperaba otra con mejoría. Ocupábase ganando jornal en la parte que lo hallaba, yendo desta manera probando ventura, si entrando en unas y otras partes oyese o supiese algo que le importase, que no por otro interese, pues podía con larga mano gastar por muchos días de los dineros y joyas que sacó de su casa. Mas así por lo dicho como por haberse dado a conocer en aquel vestido, teniendo franca licencia y andar más desconocido, sin que sus disinios le pudieran ser desbaratados, perseveró en él por entonces.
»Los caballeros mancebos que servían a Daraja, conociendo el favor que con ella Ozmín tenía y que ya no servía en casa de don Luis, cada uno lo codició para sí por sus fines, que presto en todos fueron públicos. Adelantóse don Alonso de Zúñiga, mayorazgo en aquella ciudad, caballero mancebo, galán y rico, fiado que la necesidad y su dinero, por medios de Ambrosio, le darían ganado el juego. Mandólo llamar, concertóse con él, hízole ventajas conocidas, diole regaladas palabras, comenzaron una manera de amistad -si entre señor y criado puede haberla, no obstante que en cuanto hombres es compatible, pero su proprio nombre comúnmente se llama privanza-, con que pasados algunos lances le vino a descubrir su deseo, prometiéndole grandes intereses; que todo fue volverle a manifestar las heridas, refrescando llagas, y hacerlas mayores.
»Y si antes recelaba de uno, ya eran dos, y en poco espacio supo de muchos que el amo le descubrió y los caminos por donde cada uno marchaba y de quién se valía. Díjole que otros no quería ni buscaba más de su buena inteligencia, creyendo, como tenía cierto sería sola su intercesión bastante a efetuarlo.
»No sabré decir ni se podrá encarecer lo que sintió verse hacer segunda vez alcahuete de su esposa y cuánto le convenía pasar por todo con discreta disimulación. Respondióle con buenas palabras, temeroso no le sucediera lo que con don Rodrigo. Y si con todos hubiera de arrojarse, mucho le quedaba por andar, todo lo perdiera y de nada tuviera conocimiento. Paciencia y sufrimiento quieren las cosas, para que pacíficamente se alcance el fin dellas.
»Fuelo entreteniendo, aunque se abrasaba vivo. Batallaba con varios pensamientos y, como por varias partes le daban guerra y le tiraban garrochas, no sabía dónde acudir ni tras quién correr ni para sus penas hallaba consuelo que lo fuese.
»La liebre una, los galgos muchos y buenos corredores, favorecidos de halcones caseros, amigas, conocidas, banquetes, visitas, que suelen poner a las honras fuego; y en muchas casas que se tienen por muy honradas, entran muchas señoras, que al parecer lo son, a dejarlo de ser, debajo de título de visita, por las dificultades que en las proprias tienen, y otras por engaño, que de todo hay, todo se pratica. Y para la gente principal y grave no se descuidó el diablo de otras tales cobijaderas y cobijas.
»Todo lo temía y más a don Rodrigo, a quien él y los otros competientes tenían gran odio por su arrogancia falsa. Cautelaba con ella, para que los otros desistiesen, desmayados en creer sería el origen della los favores de Daraja. Hablábanle bien, queríanle mal. Vertíanle almíbar por la boca, dejando en el corazón ponzoña. Metíanlo en sus entrañas, deseando vérselas despedazadas. Hacíanle rostro de risa, y era la que suele hacer el perro a las avispas: que tal es todo lo que hoy corre, y más entre los mejores.
»Volvamos a decir de Daraja los tormentos que padecía, el cuidado con que andaba para saber de su esposo, dónde se fue, qué se hizo, si estaba con salud, en qué pasaba, si amaba en otra parte. Y esto le daba más cuidado; porque, aunque las madres también lo tienen de sus hijos ausentes, hay diferencia: que ellas temen la vida del hijo y la mujer el amor del marido, si hay otra que con caricias y fingidos halagos lo entretenga. ¡Qué días tan tristes aquéllos, qué noches tan prolijas, qué tejer y destejer pensamientos, como la tela de Penélope con el casto deseo de su amado Ulises!
»Mucho diré callando en este paso. Que para pintar tristeza semejante, fuera poco el ardid que usó un pintor famoso en la muerte de una doncella, que, después de pintada muerta en su lugar, puso a la redonda sus padres, hermanos, deudos, amigos, conocidos y criados de la casa, en la parte y con el sentimiento que a cada uno en su grado podía tocarle; mas, cuando llegó a los padres, dejóles por acabar las caras, dando licencia que pintase cada uno semejante dolor según lo sintiese. Porque no hay palabras ni pincel que llegue a manifestar amor ni dolor de padres, sino solas algunas obras que de los gentiles habemos leído. Así lo habré de hacer. El pincel de mi ruda lengua será brochón grosero y ha de formar borrones. Cordura será dejar a discreción del oyente y del que la historia supiere, cómo suelen sentirse pasiones cual ésta. Cada uno lo considere juzgando el corazón ajeno por el suyo.
»Andaba tan triste, que las muestras exteriores manifestaban las interiores. Viéndola don Luis en tal extremo de melancolía y don Rodrigo, su hijo, ambos por alegrarla ordenaron unas fiestas de toros y juego de cañas; y por ser la ciudad tan acomodada para ello, brevemente tuvo efecto. Juntáronse las cuadrillas, de sedas y colores diferentes cada una, mostrando los cuadrilleros en ellas sus pasiones, cuál desesperado, cuál con esperanza, cuál cativo, cuál amartelado, cuál alegre, cuál triste, cuál celoso, cuál enamorado. Pero la paga de Daraja igual a todos.
»Luego que Ozmín supo la ordenada fiesta y ser su amo cuadrillero, parecióle no perder tiempo de ver su esposa, dando muestra de su valor señalándose aquel día. El cual, como fuese llegado al tiempo que se corrían los toros, entró en su caballo, ambos bien aderezados. Llevaba con un tafetán azul cubierto el rostro, y el caballo tapados los ojos con una banda negra. Fingió ser forastero. Iba su criado delante con una gruesa lanza. Dio a toda la plaza vuelta, viendo muchas cosas de admiración que en ella estaban.
»Entre todo ello, así resplandecía la hermosura de Daraja como el día contra la noche, y en su presencia todo era tinieblas. Púsose frontero de su ventana, donde luego que llegó vio alterada la plaza, huyendo la turba de un famoso toro que a este punto soltaron. Era de Tarifa, grande, madrigado y como un león de bravo.
»Así como salió, dando dos o tres ligeros brincos se puso enmedio de la plaza, haciéndose dueño della, con que a todos puso miedo. Encarábase a una y otra parte, de donde le tiraron algunas varas y, sacudiéndolas de sí, se daba tal maña, que no consentía le tirasen otras desde el suelo, porque hizo algunos lances y ninguno perdido. Y no se le atrevían a poner delante ni había quien a pie lo esperase, aun de muy lejos. Dejáronlo solo: que otro más del enamorado Ozmín y su criado no parecían allí cerca.
»El toro volvió al caballero, como un viento, y fuele necesario sin pereza tomar su lanza, porque el toro no la tuvo en entrarle; y, levantando el brazo derecho -que con el lienzo de Daraja traía por el molledo atado-, con graciosa destreza y galán aire le atravesó por medio del gatillo todo el cuerpo, clavándole en el suelo la uña del pie izquierdo; y cual si fuera de piedra, sin más menearse, lo dejó allí muerto, quedándole en la mano un trozo de lanza, que arrojó por el suelo, y se salió de la plaza. Mucho se alegró Daraja en verlo, que cuando entró lo conoció por el criado, el cual también lo había sido suyo, y después en el lienzo del brazo.
»Todos quedaron con general mormullo de admiración y alabanza, encareciendo el venturoso lance y fuerzas del embozado. No se trataba otra cosa que ponderar el caso, hablándose los unos a los otros. Todos lo vieron y todos lo contaban. A todos pareció sueño y todos volvían a referirlo: aquél dando palmadas, el otro dando voces; éste habla de mano, aquél se admira, el otro se santigua; éste alza el brazo y dedo, llena la boca y ojos de alegría; el otro tuerce el cuerpo y se levanta; unos arquean las cejas; otros, reventando de contento, hacen graciosos matachines... Que todo para Daraja eran grados de gloria.
»Ozmín se recogió fuera de la ciudad, entre unas huertas, de donde había salido, y, dejando el caballo, trocado el vestido, con su espada ceñida, volviendo a ser Ambrosio se vino a la plaza. Púsose a parte donde vía lo que deseaba y era visto de quien le quería más que a su vida. Holgaban en contemplarse; aunque Daraja estaba temerosa, viéndole a pie, no le sucediese desgracia. Hízole señas que se subiese a un tablado. Disimuló que no las entendía y estúvose quedo en tanto que los toros se corrieron.
»Veis aquí, al caer de la tarde, cuando entran los del juego de cañas en la forma siguiente: lo primero de todo trompetas, menestriles y atabales, con libreas de colores, a quien seguían ocho acémilas cargadas con haces de cañas. Eran de ocho cuadrilleros que jugaban; cada una su repostero de terciopelo encima, bordadas en él con oro y seda las armas de su dueño. Llevaban sobrecargas de oro y seda con los garrotes de plata.
»Entraron tras esto docientos y cuarenta caballos de cuarenta y ocho caballeros, de cada uno cinco, sin el que servía de entrada, que eran seis. Pero éstos, que entraron delante, de diestro, venían en dos hileras de los dos puestos contrarios. Los primeros dos caballos, que iban pareados, a cada cinco por banda, llevaban en los arzones a la parte de afuera colgando las adargas de sus dueños, pintadas en ellos enigmas y motes, puestas bandas y borlas, cada uno como quiso. Los más caballos llevaban solamente sus pretales de caxcabeles, y todos con jaeces tan ricos y curiosos, con tan soberbios bozales de oro y plata, llenos de riquísima pedrería, cuanto se puede exagerar. Baste por encarecimiento ser en Sevilla, donde no hay poco ni saben dél, y que los caballeros eran amantes, competidores, ricos, mozos, y la dama presente.
»Esto entró por una puerta de la plaza, y, habiendo dado vuelta por toda en torno, salían por otra que estaba junto a la por donde entraron: de manera que no se impedían los de la entrada con los de la salida, y así pasaron todos.
»Habiendo salido los caballos entraron los caballeros, corriendo de dos en dos las ocho cuadrillas. Las libreas, como he dicho; sus lanzas en las manos, que vibradas en ellas, parecían juntar los cuentos a los hierros, y cada asta cuatro; animando con alaridos los caballos, que heridos del agudo acicate volaban, pareciendo los dueños y ellos un solo cuerpo, según en las jinetas iban ajustados. No es encarecimiento, pues en toda la mayor parte del Andalucía, como Sevilla, Córdoba, Jerez de la Frontera, sacan los niños -como dicen- de las cunas a los caballos, de la manera que se acostumbra en otras partes dárselos de caña. Y es cosa de admiración ver en tan tiernas edades tan duros aceros y tanta destreza, porque hacerles mal tienen por su ordinario ejercicio.
»Dieron a la plaza la vuelta, corriendo por las cuatro partes della, y, volviendo a salir, hicieron otra entrada como antes; pero mudados los caballos y embrazadas las adargas, y cañas en las manos.
»Partiéronse los puestos y seis a seis, a la costumbre de la tierra, se trabó un bien concertado juego, que, habiendo pasado en él como un cuarto de hora, entraron de por medio algunos otros caballeros a despartirlos, comenzando con otros caballos una ordenada escaramuza, los del uno y otro puesto, tan puntual que parecía danza muy concertada, deque todos en mirarla estaban suspensos y contentos.
»Ésta desbarató un furioso toro que soltaron de postre. Los de a caballo, con garrochones que tomaron, comenzaron a cercarlo a la redonda, mas el toro estábase quedo sin saber a cuál acometer: miraba con los ojos a todos, escarbando la tierra con las manos. Y estando en esto esperando su suerte cada uno, salió de través un maltrapillo haciéndole cocos.
»Pocos fueron menester para que el toro, como rabioso, dejando los de a caballo, viniera para él. Volvióse huyendo, y el toro lo siguió, hasta ponerse debajo de las ventanas de Daraja y adonde Ozmín estaba; que, pareciéndole haberse acogido el mozuelo a lugar privilegiado y haciendo caso de injuria de su dama y suya, si allí recibiera mal tratamiento, tanto por esto como abrasado de los que allí habían querido señalar sus gracias, por medio de la gente salió contra el toro, que, dejando al que seguía, se fue para él. Bien creyeron todos debía de ser loco quien con aquel ánimo arremetía para semejante bestia fiera, y esperaban sacarlo de entre sus cuernos hecho pedazos.
»Todos le gritaban, dando grandes voces, que se guardase. De su esposa ya se puede considerar cuál estaría, no sé qué diga, salvo que, como mujer, sin alma propria, ya el cuerpo no sentía de tanto sentir. El toro bajó la cabeza para darle el golpe; mas fue humillársele al sacrificio, pues no volvió a levantarla, que sacando el moro el cuerpo a un lado y con estraña ligereza la espada de la cinta, todo a un tiempo, le dio tal cuchillada en el pescuezo, que, partiéndole los huesos del celebro, se la dejó colgando del gaznate y papadas, y, allí quedó muerto. Luego, como si nada hubiera hecho, envainando su espada, se salió de la plaza.
»Mas el poblacho novelero, tanto algunos de a caballo como gente de a pie, lo comenzaron a cercar por conocerlo. Poníansele delante admirados de verlo; y tantos cargaron, que casi lo ahogaban, sin dejarle menear el paso. En ventanas y tablados comenzaron otro nuevo mormullo de admiración cual el primero, y en todos tan general alegría, y por haber sucedido cuando se acababan las fiestas, que otra cosa no se hablaba más de en los dos maravillosos casos de aquella tarde, dudando cuál fuese mayor y agradeciendo el buen postre que se les había dado, dejándoles el paladar y boca sabrosa para contar hazañas tales por inmortales tiempos.
»Tuvo Daraja este día -como habéis visto- salteados los placeres, aguada la alegría, los bienes falsos y los gustos desabridos. Apenas llegaba el contento de ver lo que deseaba, cuando al momento la ejecutaba el temor del peligro. También la martirizaba el acordarse de no saber con cuál ocasión otra vez lo vería ni cómo apacentaría su corazón, satisfaciendo la hambre de los ojos en los manjares de su deseo. Y como el placer no llega adonde deja el pesar, no se le pudo conocer en el rostro si las fiestas le hubiesen sido de entretenimiento, aunque le trataron dellas. Esto y quedar los galanes algo más picados que antes, encendidos en la mucha hermosura de Daraja, deseosos cómo más agradarla y ocasión con que volver a verla, con aquel orgullo a sangre caliente ordenaron una justa, haciendo mantenedor a don Rodrigo.
»El cartel se publicó una de aquellas noches con gran aparato de músicas y hachas encendidas, que las calles y plazas parecían arderse con el fuego. Fijáronlo en parte que a todos fuera notorio, pudiendo ser leído.
»Había una tela puesta junto a la puerta que llaman de Córdoba, pegada con la muralla -que la vi en mis tiempos y la conocí, aunque maltratada-, donde se iban a ensayar y corrían lanzas los caballeros. Allí don Alonso de Zúñiga, como novel, también se ejercitaba, deseoso de señalarse por la grande afición que a Daraja tenía.
»Temíase perder en la justa y así lo decía en la conversación públicamente, no porque el ánimo ni fuerzas le faltasen; mas como la prática en las cosas hace a los hombres maestros dellas y con la teórica sola se yerran los más confiados, él no quisiera errar, hallábase atajado y cuidadoso.
»Por otra parte, Ozmín deseaba tener de los enemigos los menos y, ya que él no podía justar ni le fuera posible, quisiera entrara en la tela quien a don Rodrigo derribara la soberbia, por ser de quien más se recelaba. Con este ánimo, y no de hacer a su amo servicio, le dijo:
»-Señor, si me das licencia para lo que quiero, diré lo que por ventura te podrá ser de algún provecho en ocasión honrosa.
»Don Alonso, muy remoto y descuidado que le pudiera tratar de tales ejercicios, creyendo antes fuesen cosas de sus amores, le dijo:
»-Ya tardas, que crecen el pensamiento y deseo hasta saberlo.
»-He visto -le dijo-, señor, que a la fiesta divulgada desta justa es forzoso que salgas. Y no me maravillo, que donde el premio de glorioso nombre se atraviesa, los hombres anden temerosos con la codicia de ganarlo. Yo, tu criado, te serviré, adiestrándote en lo que saber quisieres de ejercicios de caballería, en breve tiempo y de manera que te sean de fruto mis leciones. No te admire ni escandalice mi poca edad, que, por ser cosas en que me crié, tengo dellas alguna noticia.
»Holgóse don Alonso en oírlo y, agradeciéndoselo, dijo:
»-Si lo que ofreces cumples, a mucho me obligas.
»Ozmín le respondió:
»-Quien promete lo que no piensa cumplir, lejos está dello, entretiene y achaques busca; mas el que está, como yo, donde no los puede haber, si no es loco, queda forzado a cumplir con obras más de lo que prometen sus palabras. Manda, señor, apercebir las armas de tu persona y mía, que presto conocerás cuánto más he tardado en ofrecerlo que me podré ocupar en salir desta deuda libre, y no de la obligación de servirte.
»Mandó luego don Alonso aprestar lo necesario y, prevenido, se salieron a lugar apartado, adonde aquel día y los más siguientes hasta el determinado de la justa se ocuparon en ejercicios della. De modo que brevemente don Alonso estuvo en la silla tan firme y cierto en el ristre, sacando la lanza con tan buen aire y llevando en ella tanta gracia, que parecía lo hubiera ejercitado muchos años. A todo lo cual era de gran importancia -y así le ayudaban- su gentileza de cuerpo y buenas fuerzas.
»De la destreza en subir a caballo en ambas sillas, del proceder en las leciones, del talle, compostura, término, costumbres y habla de Ozmín le nació a don Alonso un pensamiento: ser imposible llamarse Ambrosio ni ser trabajador, sino trabajado, según mostraba. Descubría por sus obras un resplandor de persona principal y noble que por algún vario suceso anduviese de aquella manera. Y no pudiendo reportarse sin salir deste cuidado, apartándolo a solas, en secreto le dijo:
»-Ambrosio, poco habrá que me sirves y a mucho me tienes obligado. Tan claro muestran quién eres tus virtudes y trato, que no lo puedes encubrir. Con el velo del vil vestido que vistes y debajo de aquesa ropa, oficio y nombre, hay otro encubierto. Claro entiendo por las evidencias que tuyas he tenido, que me tienes o, por mejor decir, has tenido engañado; pues a un pobre trabajador que representas, es dificultoso y no de creer sea tan general en todo y más en los actos de caballería y siendo tan mozo. He visto en ti y entiendo que debajo de aquesos terrones y conchas feas está el oro finísimo y perlas orientales. Ya te es notorio quién soy y a mí oscuro quién tú seas; aunque, como digo, se conocen las causas de los efectos y no te me puedes encubrir. Yo prometo por la fe de Jesucristo que creo y orden que de caballería mantengo, de serte amigo fiel y secreto, guardando el que depositares en mí, ayudándote con cuanto de mi hacienda y persona pudiere. Dame cuenta de tu fortuna, para que pueda en algo chancelar parte de las buenas obras de ti recibidas.
»Y Ozmín le respondió:
»-Tan fuertemente, señor, me has conjurado, así has apretado los husillos, que es forzoso sacar de mi alma lo que otra opresión que los tornos de tu hidalgo proceder fuera imposible. Y cumpliendo lo que me mandas, en confianza de quien eres y tienes prometido, sabrás de mí que soy caballero natural de Zaragoza de Aragón. Es mi nombre Jaime Vives, hijo del mismo. Podrá haber pocos años que, siguiendo una ocasión, fue cativo y en poder de moros por una cautelosa alevosía de unos fingidos amigos. Y si lo causó su invidia o mi desdicha, es cuento largo. Sabréte decir que estando en su poder me vendieron a un renegado, y para el tratamiento que me hizo, el nombre basta. Metióme la tierra adentro hasta llevarme a Granada, donde me compró un caballero zegrí de los principales della. Tenía un hijo de mi edad que se llamaba Ozmín, retrato mío, así en edad como el talle, rostro, condición y suerte: que por parecerle tanto le puso más codicia de comprarme y hacer buen tratamiento, causando entre nosotros mayor amistad. Enseñéle lo que pude y supe, según lo aprendí de los míos en mi tierra y con la mucha frecuentación que en ella tenemos en semejantes ejercicios, de que no saqué poco fruto; porque tratando con el hijo de mi amo dellos, aumenté lo que sabía, que en otra manera pudiera ser los olvidara; y porque los hombres enseñando aprenden. De aquí vino a resultar afinarse más en hijo y padre la afición que me tenían, fiando de mí sus personas y hacienda. Este mozo estaba tratado casarse con Daraja, hija del alcaide de Baza, mi señora, que tú tanto adoras. Llegó a punto de tener efecto, por haberlo tenido las capitulaciones, si el cerco y guerras no lo impidieran. Fueles forzoso dilatarlo. Baza se rindió y quedaron suspensas estas bodas. Como yo era el que privaba, iba y venía con presentes y regalos de una ciudad a otra. Acerté a estar en Baza, por mi buena dicha, cuando vino a entregarse, y así cobré mi libertad con los más cativos della. Quise volverme a mi tierra, faltóme dinero. Tuve noticia que estaba en esta ciudad un deudo mío. Juntáronse dos cosas: el deseo de verla, por ser tan ilustre y generosa, y socorrer mi persona para seguir mi camino. Estuve aquí mucho tiempo sin hallar a quien buscaba, porque las nuevas dello fueron inciertas. Y salió cierta mi perdición, hallando lo que no busqué, como acontece de ordinario. Íbame por la ciudad vagando con poco dinero y mucho cuidado; vi una peregrina hermosura para mis ojos, cuando para los otros no lo sea: porque sólo es hermoso lo que agrada. Entreguéle mis potencias, quedé sin alma, no supe más de mí ni cosa poseo que suya no sea. Ésta es doña Elvira, hermana de don Rodrigo, hija de don Luis de Padilla, mi señor. Y como suelen decir que de la necesidad nace el consejo, viéndome tan perdido en sus amores y sin remedio de cómo podérselos manifestar con las calidades de mi persona, tomé por acuerdo acertado escribir mi libertad a mi padre, y estaba en mil doblas empeñada, que me socorriera con ellas. Sucedió bien, que habiéndomelas enviado y un criado con un caballo en que fuese, me valí de todo. Los primeros días comencé a pasearle la calle, dando vueltas a todas horas; pero no la podía ver. De la continuación en mi paseo nació en alguna gente cierta nota y me traían sobre ojos, de manera que para desmentir las espías me convino el recato. Mi criado, a quien di parte de mis amores, considerando algunas cosas me dio por consejo, como más en días, viendo que en casa de mi señor andaba cierta obra, que comprando este vestido de trabajador y mudando el nombre, porque no se supiera quién fuese, asentase por peón de albañilería. Púseme a pensar qué pudiera dello sucederme. Mas como para el amor ni muerte hay casa fuerte, todo lo vencí, todo se me hizo fácil. Determinéme y acerté. Acontecióme un caso no pensado, y fue que, acabada la obra, me recibieron por jardinero en la misma casa. Fue tal entonces mi buena dicha, creció tanto mi luna y el colmo de mi ventura, que el día primero que asenté la plaza y metí el pie dentro del jardín, fue hallarme con Daraja. Si se admiró de verme, no menos yo de verla. Dímonos finiquito de nuestras vidas, refiriendo nuestras desgracias, contándome las suyas y yo las mías y cómo los amores de su amiga me tenían de aquel modo. Supliquéle que, pues tenía tan clara noticia de mis padres y mía y de la sangre de nuestro linaje, me favoreciese con ella de modo que por su mano y buena intercesión viniese con el santo matrimonio a gozar el fructo de mis esperanzas. Así me lo prometió y lo que pudo cumplió. Mas, como sea tan avara mi fortuna, cuando más nuestros tiernos amores iban cobrando alguna fuerza, quebráronse los pimpollos, la flor se secó de un áspero solano, royó un gusano la raíz, con que todo se acabó. Salí desterrado de su casa sin decirme la causa, cayendo de la más alta cumbre de bienes a la más ínfima miseria de males. El que de la lanzada mató el toro, el que de una cuchillada rindió el otro, yo soy, que en su servicio lo hice. Bien me vio y conoció y no poco se regocijó, que en el rostro se lo conocí, sus ojos me lo dijeron. Y si en esta ocasión fuera posible, también me procurara señalar por el gusto de mi dama, que eternizara mis obras dando a conocer quién soy, con lo que valgo. De no poder ejecutar este deseo reviento de tristeza. Si pudiera comprarlo, diera en su cambio la sangre de mis venas. Ves aquí, señor, te he dicho todo el proceso de mi historia y remate de desgracias.
»Don Alonso, acabándolo de oír, le echó los brazos encima, apretándolo estrechamente. Ozmín porfiaba en tomarle las manos para besárselas; mas no se lo consintió, diciendo:
»-Estas manos y brazos en tu servicio se han de ocupar para merecer ganar las tuyas. No es tiempo de cumplimientos ni que se altere de como hasta aquí, en tanto que tu voluntad ordene otra cosa. Y no te ponga cuidado la justa, que en ella entrarás, no lo dudes...
»Otra vez quisiera Ozmín y arremetió a tomarle las manos, bajando la rodilla en el suelo. Don Alonso hizo lo mismo, haciéndose muchas ofertas, con la fuerza de nueva amistad. Así pasaron largas conversaciones aquellos días, hasta que llegó el de la justa, en que habían de señalarse.
»Ya dije de don Rodrigo cómo por su arrogancia era secretamente malquisto. Parecióle a don Alonso haber hallado lo que deseaba, porque, justando Jaime Vives, estaba muy cierto el descomponerlo, humillándole la soberbia.
»Ozmín, por su parte, también lo deseaba y, antes de ser hora de armarse, por ver entrar a Daraja en la plaza, se anduvo de espacio por ella paseando, admirándose de verla tan bien aderezada, tantas colgaduras de oro y seda cuantas no se pueden significar, tanta variedad en las colores, tanta curiosidad en el ventanaje, tanta hermosura en las damas, riqueza de sus aderezos y vestidos, concurso de tan ilustre gente, que toda junta parecía un inestimable joyel y cada cosa por sí preciosa piedra engastada en él. Estaba la tela que, dividiendo la plaza en dos iguales partes, atravesaba por medio della; el tablado de los jueces en lugar acomodado, y frontero las ventanas de Daraja y doña Elvira. Las cuales, en dos blancos palafrenes enjaezados, con guarniciones de terciopelo negro y chapería de plata, con mucho acompañamiento entraron, y dando vuelta por toda la plaza, llegaron a su asiento. Luego, dejándola en él, se salió della Ozmín, porque ya querían entrar los mantenedores, los cuales llegaron de allí a poco espacio, muy bien aderezados.
»Comenzaron a sonar los menestriles, trompetas y otros instrumentos, tañendo sin cesar hasta que se pusieron en su puesto. Entraron justadores combatientes, y fue de los primeros don Alonso, que, corridas las tres lanzas y muy bien, pues fueron de las mejores, luego se fue a su casa. Ya tenía ganada licencia para un caballero amigo suyo, que fingió esperaba de Jerez de la Frontera, y estaba Ozmín aguardando. Fuéronse a la tela juntos y apadrinólo don Alonso.
»Llevaba el moro las armas negras de todo punto, el caballo morcillo, sin plumas la celada y en su lugar por ellas, hecha con gran curiosidad, una rosa del lienzo de Daraja: cierta señal, en que luego por él fue conocido della. Púsose en el puesto y quiso la suerte que la primera lanza cupiese a un ayudante del mantenedor. Hicieron señal, partieron de carrera; Ozmín tocó al contrario en la vista, donde rompió la lanza; y volviéndole a dar de reencuentro con lo tieso della, lo sacó de la silla dando con él en el suelo por las ancas del caballo; pero no le hizo más mal que el gran golpe de las armas.
»Para las dos últimas lanzas entró don Rodrigo, el cual barreó la primera por cima del brazal izquierdo del moro, quedando herido dél en el guardabrazo derecho, donde rompió la lanza por tres partes. En la última desbarró don Rodrigo y Ozmín rompió la suya en la junta de la babera, dejándole en ella un gran pedazo de astilla. Creyeron todos quedaba mal herido; mas defendióle el almete no haberle hecho gran daño. Y así el moro, rotas las tres lanzas, salió con vitoria ufano, y mucho más don Alonso por haberlo apadrinado, que no cabía de contento.
»Salieron de la plaza, fuese a desarmar a su casa sin dejarse conocer de otro alguno, y tomando su ordinario vestido, salió por un postigo de la casa ocultamente, volviéndose a contemplar en su Daraja y ver lo que en la justa pasaba. Púsose tan cerca de la dama, que casi se pudieran dar las manos. Mirábanse el uno al otro; empero él siempre los ojos tristes y ella tristísimos, pensando qué lo pudiera causar, que su vista no le hubiera alegrado. Estuvo confusa de haberle visto justar con armas y caballo todo negro, señal entre ellos de mal agüero.
»Todo le causó profundísima melancolía, y tan de veras fue aposesionándose della, cargóle tan pesadamente, que las fiestas no eran bien acabadas, cuando reventándole el corazón en el cuerpo, quitándose de la ventana se fueron a la posada.
»Los que con ella estaban se admiraron cómo de alguna cosa no recebía contento y aun lo murmuraban, sospechando cada uno aquello con que mejor se casaba su malicia. Don Luis, como prudente caballero, en las partes que dello se trataba, satisfacía. Y así lo hizo a sus hijos aquella noche, que les dijo:
»-El alma triste en los gustos llora. ¿Qué cosa puede alegrar al ausente de lo que bien quiere? Los bienes tanto se estiman en más, cuanto se gozan con los conocidos y proprios. Entre estraños puede haber holguras, pero no se sienten, y tanto más en el alma levantan el dolor, cuanto en las ajenas veen más alegría. No la culpo ni me admiro; antes lo juzgo a su mucha prudencia y lo atribuyo a cordura, que fuera lo contrario liviandad notoria. Hállase sin sus padres, lejos de su esposo y, aunque libre, cativa en tierra estraña, sin saber de su remedio ni tener para ello medio. Examine cada uno su pecho, póngase en el contrario puesto: sentirá lo que aquesto se siente; que no lo haciendo así, es decir el sano al enfermo que coma.
»Pasada esta plática secreta entre ellos, trataron en público lo bien que lo hizo el jerezano, y cómo, aunque desearon saber quién hubiese sido, nunca don Alonso dijo más de lo primero, y creyeron ser verdad.
»Las tristezas de Daraja iban muy adelante. Ninguno las acertaba ni daba en el blanco ni aun al terrero, de cuantos le asestaban. Todos juzgaban al revés, buscándole cuantos entretenimientos podían darle; ninguno era capaz ni cuadraba en el círculo de sus deseos.
»Tenían en el Ajarafe la casa y hacienda de su mayorazgo, en un lugar aldea de Sevilla. Era el tiempo templado, a vueltas de febrero. La caza y campo parece que alegran en tales días. Acordaron irse a holgar allá una temporada, por no dejar de andar esta vereda y ver si pudieran divertirla de sus tristezas. A esto parece que mostró algo más buen rostro, creyendo, si salía de la ciudad, habría en el campo modos cómo ver y hablar a Ozmín. Aderezaron la recámara, y era cosa de alegría ver tanto bullicio: cuál que lleva los galgos de traílla, cuál va con los podencos y hurona, cuáles llevan halcones, cuál el búho, cuál su escopeta al hombro o la ballesta, otros con las acémilas cargadas; todos iban de trulla, alborotados con la fiesta.
»Ya don Alonso lo sabía y había dicho a Ozmín que sus damas eran de campo a cierta huelga y cómo se quedaban allá por entonces, no sabiendo cuándo volverían. No les pareció mal por dos cosas: la una, que allá tendrían por ventura menos competidores para tratar sus amores; la otra, mejor ocasión para no ser conocidos.
»Hacía las noches no claras ni muy oscuras, no frío ni calor, antes un agradable sosiego, con serenidad apacible. Los dos enamorados amigos acordaron probar la mano y su buena ventura caminando a ver sus damas. Vistiéronse de labradores; así salieron, al poner del sol, en dos rocines y, antes de llegar a la aldea un cuarto de legua, se apearon en una casería, para que yendo a pie no hubiese nota. Entonces les hubiera sucedido bien si la fortuna no rodara y les volviera las espaldas; porque llegaron a tiempo que las damas estaban en un balcón, entretenidas en sus conversaciones.
»No se atrevió a llegar don Alonso, por no espantar la caza, y dijo al compañero que fuera solo a negociar por ambos, que, pues doña Elvira lo amaba y Daraja lo conocía, no había de qué recelarse. Así Ozmín poco a poco, con cuidadoso descuido, se fue paseando por delante, cantando en tono bajo, como entre dientes, una canción arábiga, que para quien sabía la lengua eran los acentos claros, y para la que no y estaba descuidada, le parecía el cantar de lala, lala...
»Doña Elvira dijo a Daraja:
»-Aun en esta gente bruta puso Dios dones de precio, si supiesen aprovecharse dellos. ¿No consideras aquel salvaje, qué voz entonada y suave que tiene y va cantando la madre de los cantares? Es como el agua que llueve en la mar sin provecho.
»-Agora sabes -dijo Daraja- que son las cosas todas como el sujeto en que están y así se estiman. Estos labradores, por maravilla, si de tiernos no se trasplantan en vida política y los injieren y mudan de tierras ásperas a cultivadas, desnudándolos de la rústica corteza en que nacen, tarde o nunca podrán ser bien morigerados; y al revés, los que son ciudadanos, de político natural, son como la viña, que, dejándola de labrar algunos años, da fruto, aunque poco; y si sobre ella vuelven, reconociendo el regalo, rinde colmadamente el beneficio. Este que aquí canta, no será poderoso un carpintero con hacha ni azuela para desalabearlo ni ponerlo de provecho. Pena me da oírle aquel cantar de tórtola. Vámonos de aquí, si te parece, que es hora de acostarnos.
»Bien se habían entendido los amantes, ella el canto y él sus palabras y el fin con que las dijo. Fuéronse las damas, quedándose Daraja un poco atrás y en arábigo le dijo que esperase. Él quedó aguardando y, en tanto que volvía, se paseaba por aquella calle.
»La gente villana siempre tiene a la noble -por propiedad oculta- un odio natural, como el lagarto a la culebra, el cisne al águila, el gallo al francolín, el lagostín al pulpo, el delfín a la ballena, el aceite a la pez, la vid a la berza, y otros deste modo. Que si preguntáis deseando saber qué sea la causa natural, no se sabe otra más de que la piedra imán atrae a sí el acero, el heliotropio sigue al sol, el basilisco mata mirando, la celidonia favorece a la vista. Que así como unas cosas entre sí se aman, se aborrecen otras, por influjo celeste: que los hombres no han alcanzado hasta hoy razón que lo sea para ello. Que las cosas de diversas especies tengan esto no es maravilla, porque constan de composiciones, calidades y naturaleza diversa, mas hombres racionales, los unos y los otros de un mismo barro, de una carne, de una sangre, de un principio, para un fin, de una ley, de una dotrina, todos en todo lo que es hombres tan una misma cosa, que todo hombre naturalmente ame a todo hombre y en éstos haya este resabio, que aquesta canalla endurecida, más empedernida que nuez galiciana, persiga con tanta vehemencia la nobleza, es grande admiración.
»Andábanse también paseando aquella noche unos mozuelos. Acertaron a ver a los forasteros y en aquel punto, sin más causa ni razón, sin darles alguna ocasión, comenzaron a convocarse y, ligados en tropa, vinieron diciendo: «¡Al lobo, al lobo!» Y desembrazando piedra menuda, como si del cielo lloviera, los apedrearon de manera que les fue forzoso huir y no esperarlos; y así se volvieron, que lugar no tuvo Ozmín para despedirse. Fuéronse donde estaban sus caballos, y en ellos a la ciudad, con ánimo de volver la noche siguiente algo más tarde para no ser sentidos. De poco les aprovechó, que si rayos del cielo cayeran y con ellos pensaran ser deshechos, había villano en ellos que antes dejara la vida que de guardar el puesto sólo por hacer mal y daño. Pues apenas la otra noche habían metido los pies en el pueblo, que junta una bandada de aquellos mozalbillos, habiéndolos reconocido, cuál con honda, cuál a brazo, unos con azagayas, palos, chuzos, otros con asadores, no dejando segura la pala o barredero del horno, como a perro que rabia, salieron a ellos.
»Pero halláronlos más apercebidos que la noche pasada. Porque aquesta ya traían buenas cotas, cascos acerados y rodelas fuertes. De la una parte viérades pedradas, palos, alaridos; de la otra muy recias cuchilladas; y de entrambas tanto alboroto, que con el ruido parecía hundirse el pueblo con la trabada guerrilla. Descuidóse don Alonso y al atravesar de una calle le dieron una muy mala pedrada en los pechos, de que cayó en tierra sin hallarse con fuerzas para volver más a la pelea; y como pudo se fue retirando, en tanto que Ozmín se iba entrando con ellos la calle arriba, haciéndoles mucho daño, porque algunos y no pocos quedaban heridos y tres muertos.
»Creciendo el alboroto, se convocó el pueblo todo. Tomáronle el paso, que no pudo huir, aunque lo probó a hacer. Por otra parte llegó un destripaterrones y diole con una tranca de puerta en un hombro, que lo hizo arrodillar. Mas no le valió ser hijo del alcalde, que antes que pudiera volver a darle segundo, yéndose para él, de una cuchillada le partió la cabeza por medio, como si fuera de cabrito, dejándole hecho un atún en la playa, rendida la vida en pago de su desvergüenza. Tantos cargaron por una y otra banda, tanto lo acosaron, que no pudiéndose defender, quedó preso.
»Daraja y doña Elvira vieron el ruido desde su principio y el alboroto de la prisión, cómo le ataron las manos atrás con un cordel, cual si fuera igual suyo. Unos y otros lo maltrataron, dándole puñadas, rempujones y coces, haciéndole mil ignominiosas afrentas con que se vengaban del rendido. ¡Qué cosa fea y torpe, sólo de semejantes villanos usada como propria!
»¿Qué os parece tal desgracia? ¿Cómo la sentiría la que adoraba su sombra? Esto por una parte; heridos y muertos de la otra, y su honra en medio. Que habiendo de saber don Luis el caso, forzoso preguntaría lo que buscaba Ambrosio en el aldea. En esta confusión sacó de la necesidad consejo. Prevínose de una carta y cerrada la metió en un cofrecillo suyo, para cuando viniese don Luis hacer con ella su descargo.
»Ya era el otro día amanecido y la gente no sosegaba. Habían enviado a la ciudad a dar noticia del caso, para que se hiciese la información. Y venido el escribano, comenzaron a examinar testigos. Acudió mucho número dellos, aun sin ser llamados, que los malos para el mal se convidan ellos mismos y se hacen amigos los enemigos. Unos juraron que con Ozmín venían seis o siete; otros que salieron de casa de don Luis y que de la ventana dijeron: «¡Matálos, matálos!»; otros que estando los del pueblo seguros y quietos, les acometieron; otros que los fueron a sacar de sus casas con desafío; sin haber hombre que jurase verdad.
»Líbreos Dios de villanos, que son tiesos como encinas y de su misma calidad. El fruto dan a palos, y antes dejarán arrancarse de cuajo por la raíz, quedando destruidos y sus haciendas asoladas, que dejarse doblar un poco. Y sin dan en perseguir, serán perjuros mil veces en lo que no les importa una paja, sino sólo hacer mal. Y es lo malo y peor que piensan los desdichados que así se salvan y por maravilla se confiesan de aquella ponzoña.
»Las muertes y heridas quedaron averiguadas y el hombre cargado de hierro a buen recaudo. Don Luis, cuando lo supo, fue a la aldea; informóse de su hija; díjole lo pasado de la manera que había sido. Preguntóselo a Daraja: díjole lo mismo y que ella envió a llamar a Ambrosio para darle una carta que encaminase a Granada y, antes que le pudiera llegar a hablar, lo habían apedreado estas dos noches, de modo que, sin habérsela dado, se le había quedado escrita.
»Don Luis le pidió se la enseñase para ver qué podría enviar a decir y a sus escusas ella hizo como que le pesaba de darla. No fue necesario rogárselo mucho, pues otra cosa no deseaba, y, sacándola de donde la tenía, dijo:
»-Doyla, porque se entienda mi verdad y no se sospeche que escribo cosas dignas de esconderse.
»Don Luis la tomó y, queriéndola leer, vio que estaba en arábigo y no supo. Buscó después quien la leyese, y lo que iba escrito era decir a su padre el cuidado en que vivía por saber de su salud, que ella la tenía; y si el deseo de verle no lo impidiera, estaba la más contenta y acariciada de don Luis que ninguno de sus hijos; y así le suplicaba que, en reconocimiento desta cortesía y buen hospedaje, lo regalasen con un presente.
»Como en semejantes alborotos las dicciones crecen y cada uno canoniza su presunción según se le antoja, murmuraban de don Luis y de la gente de su casa. A él se le subía la mostaza en las narices; mas, como caballero cuerdo, tuvo a mejor disimular con algo y volver a la ciudad su casa y gente.
»Cuando sucedieron estas cosas, ya Granada se había rendido con los partidos que sabemos por las historias y aún oímos a nuestros padres. Entre los nobles que en ella quedaron fueron los dos consuegros, Alboacén, padre de Ozmín, y el alcaide de Baza. Ambos pidieron el baptismo, deseando ser cristianos; y siéndolo, el alcaide suplicó a los reyes le diesen licencia para ver a Daraja, su hija. Siéndole otorgada, dijeron que le mandarían avisar cómo y cuándo sería. Alboacén, creyendo que su hijo sería muerto o cautivo, hizo muchas diligencias para informarse donde pudieran darle alguna nueva; mas nunca descubrió rastro suyo. Estaba tan triste por ello cuanto lo pedía pérdida de tal hijo, solo, de padres principales y ricos. No lo sentía menos el alcaide, pues por tan su verdadero hijo lo tenía como proprio padre, y por lo que Daraja sentiría cuando le diesen tan pesarosas nuevas.
»Los reyes por su parte enviaron a Sevilla su mandado y que luego don Luis partiese adonde estaban y trajese consigo a Daraja, con el respeto que dél confiaban. Vistas las cartas y entendida esta orden, ella quedó fuera de sí, por serle forzoso en esta ocasión hacer ausencia, sin saber el fin que había de tener y el estrecho en que dejaba el preso.
»Hallóse confusa, imaginativa y triste, llamándose mil veces desdichada sobre la misma desdicha y la más lastimada de todas las mujeres. Queriendo atropellarlo todo y perder con su esposo la vida, estuvo perpleja y casi determinada de hacer un atrocísimo yerro, en señal del casto y verdadero amor que a Ozmín tenía; mas era de buen juicio, y corrigiendo sus crueles imaginaciones, volviendo sobre sí determinó fiar sus desdichas en manos de Fortuna, su enemiga, esperando el fin que les daba. Pues el último mal era la muerte, no quiso desesperarse. Mas no pudo la presa del sufrimiento resistir un mar de lágrimas que le reventó de los ojos. Todos creyeron era de alegría de volver a su natural y engañábanse todos. Cada uno la alentaba y alguno no la consolaba.
»Llegó don Rodrigo a despedirse della, y con el rostro bañado de las cristalinas corrientes de aquellos divinos ojos, le dijo tales palabras:
»-Bien pudiera, señor don Rodrigo, persuadiros con abundancia de razones a las obras que de vos en esta ocasión pretendo, y de suyo es cosa tan justa, que ni puedo dejar de pedirla ni vos de concedérmela, por la mucha parte que tenéis en ella. Ya sabéis la obligación de hacer bien a cuanto nos estreche, si como ley natural divina con todos habla y no hay bárbaro que la ignore. Esta tiene tanta fuerza cuantas más razones se le allegan, entre las cuales una principal y no pequeña es a los que dimos nuestro pan, y bastara para que, correspondiendo a quien sois, no fuera mi intercesión necesaria. Mas lo que quiero con ella pediros es que, como sabéis, Ambrosio fue criado de vuestros padres y de los míos. Tenémosle por ello particular deuda, y yo mayor, habiéndolo puesto por mi culpa en la pena que padece, no teniendo él en ello causa suya más de mi proprio interese. De mi mano está puesto en el peligro de que estoy hecha cargo. Si librarme queréis dél, si deseastes mi gusto, si pretendéis obligarme al vuestro para que siempre quede agradecida, será que, cargando sobre vuestro cuidado mi proprio deseo, acudáis a su libertad, que es la mía, con las veras que os lo suplico. Don Luis, mi señor, antes que de aquí comigo parta, hará su posible diligencia con sus amigos y deudos, para que los unos ayudados de los otros, en su ausencia me saquen libre desta deuda...
»Don Rodrigo se lo prometió, y así se partieron. Como la pobre señora dejaba en tanto riesgo a su querido esposo, sentía su pena, y tanto más cuanto más dél se alejaba, de manera que cuando a Granada llegó, no parecía ser ella. Lleváronla luego a palacio, donde será bien que la dejemos y volvamos al preso, a quien don Rodrigo favorecía con el ánimo que si fuera su hermano.
»Don Alonso, como escapó lastimado en los pechos, acostóse mal dispuesto; pero en sabiendo que habían traído el preso a Sevilla, se levantó y sin sosegar momento solicitaba el pleito cual si fuera suyo mismo. Mas, como las partes acusasen y fuesen mal intencionados los actores, los muertos y heridos muchos, no lo pudieron defender que no fuese condenado a horca pública.
»Don Rodrigo se enojó de que a su padre y a él se perdiera el respeto, ahorcando sin culpa su criado. Por otra parte, don Alonso defendía, diciendo no permitirse ni poder ser ahorcado un caballero de noble sangre, tal como Jaime Vives, amigo suyo, que, cuando el delito fuera mayor, la distancia de las calidades le salvara la vida, y en especial de muerte de horca, y debiera ser degollado.
»La justicia quedó confusa, sin saber qué fuera el caso. Don Rodrigo lo llama criado y don Alonso amigo; don Rodrigo defiende pidiendo por Ambrosio, y alega don Alonso por Jaime Vives, caballero natural de Zaragoza, que en las fiestas de toros hizo las dos suertes de que toda la ciudad era testigo; y en la justa, siéndole padrino, derribó al un mantenedor, señalando valerosamente su persona. Era la diferencia tanta, los apellidos tan contrarios, las calidades alegadas tan distantes, que para salir desta duda se resolvieron los jueces en tomar su declaración.
»Preguntáronle si era caballero. Respondió ser noble, de sangre real; pero no llamarse Ambrosio ni Jaime Vives. Pídenle que diga su nombre y califique su persona. Respondió que no por descubrirse escusara la pena y que, habiendo de morir indubitablemente, no era necesario decirlo ni de importancia padecer una ni otra muerte. Rogáronle dijese si había sido el que don Alonso decía que tan señalado anduvo en los toros y justa. Respondió ser así, pero no tenía los nombres que decían.
»Y como tan de veras negase su linaje, pareciéndoles hombre de calidad, fuéronse deteniendo algo con él para verificar quién fuese y por qué los dos caballeros lo defendían y en general toda la ciudad deseaba su libertad y le estaban apasionados.
»Con esto despacharon a Zaragoza que se averiguara la verdad y supiera su nacimiento; mas habiéndose gastado algunos días en ello y hecho muchas diligencias, no se descubrió quien dél diese noticia ni supiera quién pudiera ser el caballero de su nombre ni señas. Traído este mal despacho, aunque le importunaron sus amigos y la justicia le requirió diversas veces que se calificara, jamás lo quiso hacer ni fue posible. Así pasados los términos, los jueces, muy contra su voluntad, condolidos de tanta mocedad y valentía, no pudiendo dejar de hacer justicia, siendo con importunación pedida de los contrarios, confirmaron la sentencia.
»Daraja ni sus padres no dormían en cuanto esto pasaba, que ya tenían hecha relación a sus Altezas de todo el caso y estaban informados de la verdad. Dábanseles memoriales por momentos. Daraja personalmente solicitaba la vida de su esposo, pidiéndola de merced y nada se respondía; pero secretamente despacharon luego a don Luis con su real provisión a las justicias, para que, en el estado que aquel pleito estuviese, originalmente con el preso se lo entregasen, que así convenía a su servicio.
»Don Luis partió con mucha diligencia, como le fue mandado, y la pobre Daraja, padre y suegro, se deshacían en lágrimas considerando la priesa que la justicia se daría en despachar al pobre caballero y que a sus peticiones y merced suplicada se respondiese con tanto espacio. No sabían qué decir de dilación semejante, sin darles alguna buena ni mala respuesta ni esperanza. Causábales mucha pena, no alcanzaban lance con que remediarlo ni lo habían dejado por intentar, porque temían sobre todo el peligro en la tardanza.
»En cuanto en esto vacilaban, ya -como dije don Luis caminaba muy apriesa y con mucho secreto. Él entraba por las puertas de Sevilla; Ozmín salía por las de la cárcel a ser justiciado. Las calles y plazas por donde lo pasaban estaban llenas de gente, todo el lugar con gran alboroto. No había persona que no llorase, viendo un mancebo tan de buen talle y rostro, valiente y bienquisto por los famosos hechos que públicamente hizo; y mayor dolor ponía que moría sin querer confesar. Todos creían lo hacía por escapar o dilatar la vida. Mas palabra no hablaba ni tristeza mostraba en el rostro; antes con semblante casi risueño iba mirando a todos. Paráronse con él un poco para persuadirlo a que confesase y no quisiese así perder el alma con el cuerpo; a nada respondía y a todo callaba.
»Estando así todos en esta confusión y la ciudad esperando el espectáculo triste, llegó don Luis, apartando la gente, para impedir la ejecución. Los alguaciles creyeron era resistencia; pero con el temor que le tenían, por ser arriscado y poderoso caballero, desamparando a Ozmín, con gran alboroto fueron a dar cuenta de lo pasado a sus mayores. Ellos venían a saber qué pudiera causar desacato semejante. Salióles don Luis al encuentro con el preso. Enseñóles la orden y recaudo de los reyes, que con gran gusto fue dellos obedecida, y con mucho acompañamiento de todos los caballeros de aquella ciudad y común alegría della llevaron a Ozmín a casa de don Luis, haciendo aquella noche una galana máscara poniendo muchas hachas y luminarias en calles y ventanas por el general contento. Y en señal de regocijo quisieran hacer fiestas públicas aquellos días, porque se supo entonces quién era; mas don Luis no dio lugar a ello, que, guardando la instrución, se partió con el preso luego por la mañana, llevándolo muy regalado.
»Habiendo llegado a Granada, lo tuvo consigo secretamente algunos días, hasta que sus Altezas le mandaron lo llevase a palacio. Cuando lo pusieron en su presencia, holgaron de verlo; y teniéndolo ante sí, mandaran salir a Daraja. Viéndose los dos en lugar semejante y tan ajenos dello, podrás por tu pecho ser juez de la no pensada alegría que recibieron y lo que cada uno dellos pudiera sentir. La reina se adelantó, diciéndoles cómo sus padres eran cristianos, aunque ya Daraja lo sabía. Pidióles que, si ellos lo querían ser, les haría mucha merced; mas que el amor ni temor los obligase, sino solamente el de Dios y de salvarse, porque de cualquier manera, desde aquel punto se les daba libertad para que de sus personas y hacienda dispusiesen a su voluntad.
»Ozmín quisiera responder por todas las coyunturas de su cuerpo, haciéndose lenguas con que rendir las gracias de tan alto beneficio, y, diciendo que quería ser baptizado, pidió lo mismo en presencia de los reyes a su esposa. Daraja, que los ojos no había quitado de su esposo, teniéndolos vertiendo suaves lágrimas, volviéndolos entonces con ellas a los reyes, dijo que, pues la divina voluntad había sido darles verdadera luz trayéndolos a su conocimiento por tan ásperos caminos, estaba dispuesta de verdadero corazón a lo mesmo y a la obediencia de los reyes, sus señores, en cuyo amparo y reales manos ponía sus cosas.
»Así fueron baptizados, llamándolos a él Fernando y a ella Isabel, según sus Altezas, que fueron los padrinos de pila y luego a pocos días de sus bodas, haciéndoles cumplidas mercedes en aquella ciudad, adonde habitaron y tuvieron ilustre generación.»
Con gran silencio veníamos escuchando aquesta historia, cuando llegamos a vista de Cazalla, que pareció haberla medido al justo, aunque más dilatada y con alma diferente nos la dijo de lo que yo la he contado. El arriero -que estuvo mudo desde que se comenzó, aunque todos también lo veníamos- ya habló y lo primero fue decir:
-Ea, señores, apéense, que he de ir por esta senda a los lagares.
Y a mí me dijo:
-¿Y el señor mancebito? Hagamos cuenta.
Aún este trago me quedaba por pasar -dije entre mí-, porque creí haber sido amistad lo pasado. Cortéme, no supe qué responder otra cosa más de preguntarle qué le debía.
-Por la caballería de nueve leguas, deme lo que mandare, como estos señores. La mesa y posada montó tres reales.
Hízoseme caro el vientre del machuelo. Demás que para pagarlo no había dinero. Díjele:
-Hermano, lo del escote veislo aquí; pero la caballería no la debo, que vos me convidastes con ella sin pedírosla.
-Aun eso sería el diablo si quisiese haber venido caballero de balde -volvió a replicar.
Comenzamos a barajar sobre ello, pusiéronse los clérigos de por medio, condenáronme que pagase la cebada de mi jumento de aquella noche; paguéla y hice balance de cuenta con la bolsa, sin dejar en ella más de veinte maravedís, con que me ajusté aquella noche. El mozo se fue a su hacienda; los clérigos y yo entramos en Cazalla, donde nos despedimos, yéndose cada uno por su parte.
Libro segundo de Guzmán de Alfarache
Trátase cómo vino a ser pícaro y lo que siéndolo le sucedió
Capítulo primero
Saliendo Gumán de Alfarache de Cazalla, la vuelta de Madrid, en el camino sirvió a un ventero
Vesme aquí en Cazalla, doce leguas de Sevilla, lunes de mañana, la bolsa apurada y con ella la paciencia, sin remedio y acusado de ladrón en profecía. El día primero sentí mucho, aunque más el segundo, porque creció el cuidado y llovió sobre mojado. Había de comer y comía, que los duelos con pan son menos. Bueno es tener padre, bueno es tener madre; pero el comer todo lo rapa.
El día tercero fue casi de muerte, cargó todo junto. Halléme como perro flaco ladrado de los otros, que a todos enseña dientes, todos lo cercan, y acometiendo a todos a ninguno muerde. Trabajos me ladraron teniéndome rodeado; todos me picaban, y más que otro no haber qué gastar ni modo con que buscar el ordinario. Conocí entonces lo que es una blanca y cómo el que no la gana no la estima, ni sabe lo que vale en tanto que no le falta.
Fue la primera vez que vi a la necesidad su cara de hereje. Por cifra entendí, aunque después he considerado sus efectos, cuántos torpes actos acomete, cuántas atroces imaginaciones representa, cuántas infamias solicita, cuántos disparates espolea y cuántos imposibles intenta. Con esto he visto lo poco de que se contenta nuestra madre naturaleza, y por mucho que a todos dé, ninguno está contento; todos viven pobres, publicando necesidad. ¡Oh, epicúreo, desbaratado, pródigo, que locamente dices comer tantos millares de ducados de renta! Di que los tienes y no que los comes. Y si los comes, ¿de qué te quejas, pues no eres más hombre que yo, a quien podridas lantejas, cocosas habas, duro garbanzo y arratonado bizcocho tienen gordo? ¿No me dirás o darás la razón que lo cause? Yo no la sé.
Mas, ya tengas necesidad o te pongas en ella -que es lo que mejor puede creerse-, allá te lo hayas, mis duelos lloro. Ella es maestra de todas las cosas, invencionera sutil, por quien hablan los tordos, picazas, grajos y papagayos.
Vi claramente cómo la contraria fortuna hace a los hombres prudentes. En aquel punto me pareció haber sentido una nueva luz, que, como en claro espejo me representó lo pasado, presente y venidero. Hasta hoy había sido bozal. Cuadrábame bien el nombre: hijo de la viuda, bien consentido y mal dotrinado. Tenía mucho por desbastar: el primero golpe de azuela fue el deste trabajo. De manera me escoció, que no lo sé encarecer. Vime desbaratado, engolfado, sin saber del puerto, la edad poca, la experiencia menos, debiendo ser lo más. Y lo peor de todo que, conociendo por presagios mi perdición, queriendo tomar consejo no conocía de quién poderlo recebir.
Entré comigo en cuenta. Hallémela muy mala, mucho cargo y poca data. Quisiera no pasar de allí, porque para ir adelante me faltaba recaudo, aunque también para volverme. Hízoseme vergüenza, ya que salí, quedarme, como dicen, al quicio de la puerta, a ojos de mi madre, amigos y deudos. ¡Válgame Dios! ¡Cuántas cosas he visto después acá perdidas por este «Hízoseme vergüenza»! ¡Cuántas doncellas lo han dejado de ser, hallándose obligadas de un papel de confites y unas coplas, o porque un vano le hizo tañer a la puerta y la enamoró con ajena gracia de lo que cantó el otro por él! ¡Cuántos majaderos han hecho fianzas que han pagado la deuda, quedando perdidos y sus hijos a los hospitales! ¡Cuánto dinero se prestó por hacer amistad, que se perdió el amigo y la deuda está por cobrar, y quien lo dio no lo come y el que lo recibió lo tiene sobrado y no se atreven a pedirlo por hacérseles vergüenza!
Hágote saber -si no lo sabes- que es la vergüenza como redes de telarejo: si un hilo se quiebra, toda se deshace, por él se va. Para las cosas de que puede resultarte daño y estrecharte notablemente, déjala ir, quiébrale los hilos y te aseguro que no me digas mal por ello. Y el pesar que has de recebir, hecha la cosa que te piden, llévelo el que te la pide, y no la hagas, que es muy de tontos la vergüenza para lo que les cumple. De ti mesmo es bien que tengas vergüenza, para no hacer, aun a solas, cosa torpe ni afrentosa; que para lo más, ¿qué sabes tú de qué color es ni qué hechura tiene? Suéltala en lo que te importa, no la tengas encadenada, como a perro, tras la puerta de tu ignorancia. Dale cuerda; corra, trote. Sólo ten vergüenza de no hacer desvergüenza, como dije, que lo que llamas vergüenza no es sino necedad. Si a mí no se me hiciera vergüenza, no gastara en contarte los pliegos de papel deste volumen y les pudiera añadir cuatro ceros adelante; mas voy por la posta, obligándome a decirte cosas mayores de mi vida, si Dios para ello me la concediere.
Digo que [no] sentí mucho volver sin capa, habiendo salido con ella, ni quedarme -a manera de hablar- en el barrio. Hícelo punto de honra, que habiendo tomado resolución en partirme fuera pusilanimidad volverme. ¡Ojo, pues, quien otro tal: hícelo punto de honra! A las manos me ha venido la buena dueña: no creo saldrá dellas con tocas en la cabeza. Ella irá desmelenada y sin reverendas. El agua le tengo a la boca. Vengarme pienso, poniéndole los pies en el pescuezo, echándola a fondo.
Pluguiera a Dios -orgulloso mancebico, hombre desatinado, viejo sin seso- yo entonces entendiera o tú agora supieras lo que es honra, para los dislates que haces y simplezas que sigues. No quiero aquí discantar sobre el canto llano de mis palabras. Yo te cumpliré la mía, diciéndote quién es, con que serás desengañado. Quédese apuntado, que presto le daré alcance.
Hícelo punto de honra. Entre mí dije: «¡Confianza en Dios, que a nadie falta!» Con esto determiné pasar adelante y por entonces a Madrid; que estaba allí la corte, donde todo florecía, con muchos del tusón, muchos grandes, muchos titulados, muchos prelados, muchos caballeros, gente principal y, sobre todo, rey mozo recién casado. Parecióme que por mi persona y talle todos me favorecieran y allá llegado anduvieran a las puñadas haciendo diligencia sobre quién me llevara consigo.
¡Oh, qué de cosas me ocurren juntas en esta simplicidad!¡Cuánto distan las obras de los pensamientos! ¡Qué hecho, qué frito, qué guisado, qué fácil es todo al que piensa, qué dificultoso al que obra! Pinto en la imaginación que es el pensar un bonito niño corriendo por lo llano en un caballo de caña, con una rehilandera de papel en la mano; y el obrar, un viejo cano, calvo, manco y cojo, que sube con dos muletas a escalar una muralla muy alta y bien defendida.
¿He dicho mucho? Pues digo que no es menos. ¡Qué bien se disponen las cosas de noche a escuras con el almohada! ¡Cómo saliendo el sol al punto las deshace como a la flaca niebla en el estío! ¡Quién me pudiera ver, cuando esta cuenta hice, con cuánto cuidado y poca gana de dormir la fabriqué! Fueron castillos en arena, fantásticas quimeras. Apenas me vestí, que todo estaba en tierra. Tenía trazadas muchas cosas: ninguna salió cierta, antes al revés y de todo punto contraria. Todo fue vano, todo mentira, todo ilusión, todo falso y engaño de la imaginación, todo cisco y carbón, como tesoro de duende.
Luego proseguí mi camino. Busqué una cañita que llevar en la mano. Parecióme que con ella era llevar capa; pero ni me honraba ni abrigaba tanto. Servíame de sustentar el brazo para dar aliento a los pies.
Acertaron a pasar dos de a mula; creí que teniendo con ellos me harían la costa. Pescar con mazo no es renta cierta ni el pensar es saber. No llevaban mozo ni largo el paso; pero corto el ánimo, por lo que conmigo hicieron. Di a caminar siguiéndolos, y a tres leguas de allí hicieron mediodía. Yo reventaba corriendo y galopeando por no quedarme atrás, que aun su espacio para mis pocas fuerzas era priesa. Estos fueron hombres -o mejor dijera bestias- que palabra no hablaron, y creo que de avarientos; y algunos lo son tanto, que la saliva no darán si saben que es medicina. Estos miserables callaban, por no ayudarme siquiera con buen entretenimiento. Aun ya si fueran diciendo cuentos como el pasado, el cansancio no se sintiera tanto. Que la buena conversación donde quiera es manjar del alma: alegra los corazones de los caminantes, espacia los ánimos, olvida los trabajos, allana los caminos, entretiene los males, alarga la vida y, por particular excelencia, lleva caballeros a los de a pie.
Llegamos a la posada juntos, y yo tal, que de mí a un difunto había poca diferencia. Pero por granjear un pedazo de pan estamos obligados a salir de paso y olvidar puntillos. Hice más de lo que pude: humilléme, comedíme a servirlos, meterles las mulas en la caballeriza y entrar la ropa en el aposento.
Ellos debían de tener salud, yo pestilencia, que al primer ofrecimiento me dijo el uno:
-A un lado, señor galán; desvíesenos de aquí.
«¡Oh, traidores enemigos de Dios! -dije-. ¡Con qué caridad comienzan! ¿Qué esperanza podré tener me darán la comida? O si en el camino me rindiere, ¿me dejarán subir en ancas de una mula?»
Sentáronse a comer. Apartéme a un poyo, que estaba enfrente, con pensar: «¡Quizá me darán algo de la mesa!»; pero nunca quizó. Llegó allí un fraile francisco, a pie y sudando. Sentóse a descansar y de allí a poco sacó de una talega en que llevaba pan y tocino. Yo estaba tan traspasado de hambre, que casi quería espirar; y no atreviéndome con palabras, de vergüenza o cobardía, con los ojos le pedí me diese un bocado por amor de Dios. El buen fraile, entendiéndome, dijo con un ahínco cual si le fuera la vida en darlo:
-Vive el Señor, aunque me quedara sin ello y cual tú estás ahora, te lo diera. Toma, hijo.
¡Bondad inmensa de Dios, eterna sabiduría, providencia divina, misericordia infinita, que en las entrañas de la dura piedra sustentas un gusano, y cómo con tu largueza celestial todo lo socorres! Los que podían y tenían, con su avaricia no me lo dieron; y hallélo en un mendigo y pobre frailecito.
Quien proprias necesidades no tiene, mal se acuerda de las ajenas. La mía estaba presente, viéronla, y mis pocos años, que iba reventando, cansado de tenerles compañía; no se compadecieron algo de mi necesidad. Mi buen fraile partió comigo de su vianda, con que me dejó satisfecho. Si como aquel bienaventurado iba hacia Sevilla, llevara mi viaje, fuera mi rescate; mas teníamos encontrado el camino.
Al tiempo que se quiso ir, diome otro medio panecillo que le quedaba, y dijo:
-Vete con Dios, que si más llevara más te diera.
Metílo en el forro del faldamento del sayo y fuime poco a poco mi camino. Llegué a tener la noche otras tres leguas adelante, donde cené mi pan sin otra cosa, ni hubo quien me la diese. Era jornada de arrieros; juntáronse algunos. Mandóme el ventero entrar a dormir al pajar. Hícelo así. Pasé mi trabajo como el que más no pudo.
La cena fue ligera. Bien se creerá sin juramento que no me levanté a la mañana empachado el vientre. Y queriendo irme, pidióme el huésped un cuarto de posada; no lo tuve ni se lo pude pagar. Harto deseó el traidor quitarme el sayo, que era de buen paño. Vime apretado y casi se me rasaron los ojos de agua. Movióse a lástima uno de los arrieros que allí estaban -que no son todos blasfemos y desalmados- y dijo:
-Dejadlo, huésped, que yo lo daré.
Sus compañeros me preguntaron:
-Muchacho, ¿de dónde eres? ¿Dónde vas?
Respondióles el que pagó por mí:
-¿Qué le preguntáis, perdidos? ¿No se le conoce? Amargo está de ver que va huyendo de casa de su padre o de su amo.
Díjome el huésped:
-Oyes, mozuelo, ¿quieres asentar a soldada comigo?
No me pareció para de presente malo; aunque se me hacía duro aprender a servir habiendo sido enseñado a mandar. Díjele que sí.
-Pues entra y quédate, que no quiero me sirvas de otra cosa más que en dar paja y cebada, teniendo buena cuenta con cada uno a quien la dieres.
-Harélo -le respondí.
Y así me quedé por algunos días, comiendo sin tasa y trabajando con ella como por pasatiempo; que hasta las noches, cuando venían los arrieros, todo lo restante con pasajeros no era de consideración.
Allí supe adobar la cebada con agua caliente, que creciese un tercio, y medir falso, raer con la mano, hincar el pulpejo, requerir los pesebres y, si alguno me encargaba diese recaudo a su cabalgadura, le esquilmase un tercio. Algunos mancebilletes de figas y bigotes venían a lo pulido y sin mozo, haciendo de los caballeros. Con los tales era el escudillar porque llegábamos a ellos y, tomándoles las cabalgaduras, las metíamos en su lugar, donde les dábamos libranza sobre las ventas de adelante para la media paga; que la otra media recebían allí luego de socorro, aunque mal medida (y aun para ella tenía por coadjutores las gallinas y lechones de casa, si acaso faltaba el borrico, y otras veces entraban todos a la parte, porque no se repara entre buenos en poquedades); pero a fe que a la cuenta lo pagaban por entero. Nuestras bocas eran medidas, no teniendo consideración a posturas ni aranceles, que aquellos no se guardan; sólo se ponen allí para que se paguen cada mes al alcalde y escribano los derechos dello y para tener un achaque, si tenían fijada la cedulilla o no, con que llevarles la pena.
Las cabalgaduras, ya se sabe lo que come cada una y en cuánto salen por cabeza, de paja, cebada y de posada. La cuenta de la mesa era para mí gracioso entretenimiento, porque siempre nos arrojábamos al vuelo y estábamos diestros en decir: «Tantos reales y tantos maravedís, y hágales buen provecho», cargando siempre un real más que una blanca menos. Muchos, como cuerdos, lo pagaban luego, y algunos, noveles o de la hoja, pedían de qué, y era cortarse las cabezas; porque, subiendo los precios a todo, siempre buscábamos qué añadir, aunque fuese de guisar la olla, y venían a faltar dineros, los cuales pagaban como por mandamiento de apremio. La palabra del ventero es una sentencia difinitiva: no hay a quien suplicar, sino a la bolsa. Y no aprovechan bravatas, que son los más cuadrilleros y por su mal antojo siguen a un hombre callando hasta poblado y allí le probarán que quiso poner fuego a la venta y le dio de palos o le forzó la mujer o hija, sólo por hacer mal y vengarse.
Teníamos también en casa unas añagazas de munición para provisión de pobretos pasajeros, y eran ellas tales que ninguno entrara en la venta a pie que dejara de salir a caballo.
Pues, olvídesete algo, ponlo a mal cobro, que ¡luego lo hallarás! ¡Qué de robos, qué de tiranías, cuántas desvergüenzas, qué de maldades pasan en ventas y posadas! Qué poco se teme a Dios ni a sus ministros y justicias, pues para ellos no las hay -o es que van a la parte, y no es tal cosa de creer. Pero ya se ignore o se entienda, sería importantísimo el remedio, que se dejan muchas cosas de seguir y los acarretos detienen las mercaderías, por la costa dellos. Cesan los tratos por temor de venteros y mesoneros, que por mal servicio llevan buena paga, robando públicamente. Soy testigo haber visto cosas que en mucho tiempo no podría decir de aquestas insolencias, que si las oyéramos pasar entre bárbaros, como a tales los culpáramos y, tratándolas a los ojos, no hacemos caso dellas. Pues prometo que la reformación de los caminos, puentes y ventas, no es lo que requería menos cuidado que las muy graves, por el comercio y trato. Aunque ya, cuando yo de aquí salga, poco me quedará de andar.
Capítulo II
Dejando al ventero, Gumán de Alfarache se fue a Madrid y llegó hecho pícaro
Siendo aquella para mí una vida descansada, nunca me pareció bien, y menos para mis intentos. Porque, al fin, era mozo de ventero, que es peor que de ciego. Estaba en camino pasajero: no quisiera ser allí hallado y en aquel oficio, por mil vidas que perdiera. Pasaban mozuelos caminantes de mi edad y talle, más y menos, unos con dinerillos, otros pidiendo limosna. Dije: «Pues pese a tal, ¿he de ser más cobarde o para menos que todos? Pues no me pienso perder de pusilánime.» Hice corazón y buen rostro a los trabajos, con que, dejada mi venta, me fui visitando las de adelante, con alguna moneda de vellón, ganada en buena guerra y de algunos mandados que hice.
Era poco y consumióse presto. Comencé a pedir por Dios. Algunos me daban a medio cuarto y los más me decían: «Perdona, hijo.» Con el medio cuarto y otros que se le arrimaban, comía según alzancaba el gaudeamus, y con el «Perdona, hijo» no remediaba letra: perecía.
Dábase muy poca limosna y no era maravilla, que en general fue el año estéril y, si estaba mala la Andalucía, peor cuanto más adentro del reino de Toledo, y mucha más necesidad había de los puertos adentro. Entonces oí decir: «Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y de hambre que sube del Andalucía».
Como el pedir me valía tan poco y lo compraba tan caro, tanto me acobardé, que propuse no pedirlo por estremo en que me viese. Fuime valiendo del vestidillo que llevaba puesto. Comencélo a desencuadernar, malogrando de una en otra prenda, unas vendidas, otras enajenadas y otras por empeño hasta la vuelta. De manera que cuando llegué a Madrid, entré hecho un gentil galeote, bien a la ligera, en calzas y en camisa: eso muy sucio, roto y viejo, porque para el gasto fue todo menester. Viéndome tan despedazado, aunque procuré buscar a quien servir, acreditándome con buenas palabras, ninguno se aseguraba de mis obras malas ni quería meterme dentro de casa en su servicio, porque estaba muy asqueroso y desmantelado. Creyeron ser algún pícaro ladroncillo que los había de robar y acogerme.
Viéndome perdido, comencé a tratar el oficio de la florida picardía. La vergüenza que tuve de volverme perdíla por los caminos, que como vine a pie y pesaba tanto, no pude traerla o quizá me la llevaron en la capilla de la capa. Y así debió de ser, pues desde entonces tuve unos bostezos y calosfríos que pronosticaron mi enfermedad. Maldita sea la vergüenza que me quedó ni ya tenía, porque me comencé a desenfadar y lo que tuve de vergonzoso lo hice desenvoltura, que nunca pudieron ser amigos la hambre y la vergüenza. Vi que lo pasado fue cortedad y tenerla entonces fuera necedad, y erraba como mozo; mas yo la sacudí del dedo cual si fuera víbora que me hubiera picado.
Juntéme con otros torzuelos de mi tamaño, diestros en la presa. Hacía como ellos en lo que podía; mas como no sabía los acometimientos, ayudábales a trabajar, seguía sus pasos, andaba sus estaciones, con que allegaba mis blanquillas. Fuime así dando bordos y sondando la tierra. Acomodéme a la sopa, que la tenía cierta; pero había de andar muy concertado relojero, que faltando a la hora prescribía, quedándome a escuras. Aprendí a ser buen huésped, esperar y no ser esperado.
No dejaba de darme pena tanto cuidado y andar holgazán: porque en este tiempo me enseñé a jugar la taba, el palmo y al hoyuelo. De allí subí a medianos: aprendí el quince y la treinta y una, quínolas y primera. Brevemente salí con mis estudios y pasé a mayores, volviéndolos boca arriba con topa y hago. No trocara esta vida de pícaro por la mejor que tuvieron mis pasados. Tomé tiento a la corte, íbaseme sotilizando el ingenio por horas, di nuevos filos al entendimiento y, viendo a otros menores que yo hacer con caudal poco mucha hacienda y comer sin pedir ni esperarlo de mano ajena -que es pan de dolor, pan de sangre, aunque te lo dé tu padre-, con deseo desta gloriosa libertad y no me castigasen como a otros por vagabundo, acomodéme a llevar los cargos que podían sufrir mis hombros.
Larga es la cofradía de los asnos, pues han querido admitir a los hombres en ella y han estado comedidos en llevar las inmundicias con toda llaneza por aliviarles el trabajo; mas hay hombres tan viles, que se lo quitan del serón y lo cargan sobre sí, por tener un azumbre más de vino para beber. ¡Ved a lo que se estiende su fuerza!
Dejando esto a una parte, te confieso que a los principios anduve algo tibio, de mala gana y sobre todo temeroso; que, como cosa nunca usada de mí, se me asentaba mal y le entraba peor, porque son dificultosos todos los principios. Mas después que me fui saboreando con el almíbar picaresco, de hilo me iba por ello a cierra ojos. ¡Qué linda cosa era y qué regalada!, sin dedal, hilo ni aguja, tenaza, martillo ni barrena ni otro algún instrumento más de una sola capacha, como los hermanos de Antón Martín -aunque no con su buena vida y recogimiento-, tener oficio y beneficio. Era bocado sin hueso, lomo descargado, holgada ocupación y libre de todo género de pesadumbre.
Poníame muchas veces a pensar la vida de mis padres y lo que experimenté en la corta mía, lo que tan sin propósito sustentaron y a tanta costa. «¡Oh -decía-, lo que carga el peso de la honra y cómo no hay metal que se le iguale! ¡A cuánto está obligado el desventurado que della hubiere de usar! ¡Que mirado y medido ha de andar! ¡Qué cuidadoso y sobresaltado! ¡Por cuán altas y delgadas maromas ha de correr! ¡Por cuántos peligros ha de navegar! ¡En qué trabajo se quiere meter y en qué espinosas zarzas enfrascarse! Que diz que ha de estar sujeta mi honra de la boca del descomedido y de la mano del atrevido, el uno porque dijo y el otro porque hizo lo que fuerzas ni poder humano pudieran resistirlo. ¿Qué frenesí de Satanás casó este mal abuso con el hombre, que tan desatinado lo tiene? Como si no supiésemos que la honra es hija de la virtud, y tanto que uno fuere virtuoso será honrado, y será imposible quitarme la honra si no me quitaren la virtud, que es el centro della. Sola podrá la mujer propria quitármela, conforme a la opinión de España, quitándosela a sí misma, porque, siendo una cosa comigo, mi honra y suya son una y no dos, como es una misma carne; que lo más es burla, invención y sueño. ¡Vida dichosa, que no la conoces ni sabes ni tratas della! Parecíame, si quien la pretendía de veras, abriera los ojos, considerando sin pasión sus efetos, que diera en el suelo con la carga primero que tocarla con la mano. ¡Qué trabajosa es de ganar! ¡Qué dificultosa de conservar! ¡Qué peligrosa de traer! ¡Y cuán fácil de perder por la común estimación! Y si con el vulgo se ha de caminar, ella es uno de los mayores tormentos que a quien con quietud quiere pasar su carrera le puede dar la fortuna ni padecer en esta vida. Y con ver a los ojos que así pasa, como si salvase las almas, las dan por ella. No haces honra de vestir al desnudo ni hartar al necesitado ni ejercer como debes las obras de tu ministerio y otras muchas que sé y las callo y tú las conoces de ti mismo y las disimulas, creyendo que otro no te las entiende, siendo públicas -que las dejo de escribir por no señalarte con el dedo-, y hácesla del humo y aun de menos. Haz honra de que esté proveído el hospital de lo que se pierde en tu botillería o despensa; que tus acémilas tienen sábanas y mantas y allí se muere Cristo de frío. Tus caballos de gordos revientan y se te caen los pobres muertos a la puerta de flacos. Esta es honra que se debe tener y buscar justamente; que lo que llamas honra, más propriamente se llama soberbia o loca estimación, que trae los hombres éticos y tísicos, con hambre canina de alcanzarla, para luego perderla -y con el alma, que es lo que se debe sentir y llorar.»
Capítulo III
Gumán de Alfarache prosigue contra las vanas honras. Declara una consideración que hizo, de cuál deba ser el hombre con la dignidad que tiene
Aunque era muchacho, como padecía necesidad, todo esto pasaba con la imaginación. Antojábaseme que la honra era como la fruta nueva por madurar, que dando por ella excesivos precios, todos igualmente la compran, desde el que puede hasta el que no es bien que pueda. Y es grande atrevimiento y desvergüenza que compre media libra de cerezas tempranas un trabajador por lo que le costaran dos panes para sustentar sus hijos y mujer. ¡Oh santas leyes! ¡Provincias venturosas, donde en esto ponen freno, como a daño universal de la república! Cómpranla al fin y comen della sin límite ni moderación, que nunca se hartan de comprarla ni de comerla. Hacen el cuerpo de mala sustancia, engéndrales mal humor. Vienen después a pagarlo con gentiles calenturas o ciciones y otras congojosas enfermedades. A fe que ha de costar más de una purga tanto tragar de honra. Nunca lo codicié ni le hice cara después que la conocí. También porque vía escuderos, criados y a oficiales de obra usada, sacarlos de sus oficios para otros de todo punto repugnantes, como el calor del frío, y tan distantes a su calidad como el cielo de la tierra.
Llamástelos ayer con tu criado, no dándoles más de un vos muy seco, que aun apenas les cabía. Ya te envían hoy a llamar con un portero, y para tu negocio se lo suplicas no cansándote de arrojarle mercedes, pidiéndole que te las haga. Dime, ¿no es ese, que ahora como fingido pavón hace la rueda y estiende la cola, el que ayer no la tenía? Sí, el mismo es. Y el mal fuste sobre que dieron aquel bosquejo, presto, caída la pluma, quedará lo que antes era. Y si bien lo consideras, hallarás los tales no ser hombres de honra, sino honrados. Que los de honra, ellos la tienen de suyo; nadie los puede pelar, que no les nazca nueva pluma más fresca que la primera. Mas los honrados, de otro la reciben. Ya los ves, ya no los ves: tanto duran las mayas como Mayo, tanto los favores como el favoreciente. Pásase y queda cada uno quien es.
Así los vía salir ocupados a negocios graves y de calidad, a quien un hidalgo de muy buen juicio y partes pudiera acometer y aun deseara alcanzar. Decíales yo desde mi lecho: «¿Dónde vais, hermanos, con esos oficios?» Y, si me oyeran, pudieran responder: «No sé, por Dios. Allá nos envían para que aprovechemos ganando cuatro reales.»
¿Pues no consideras, pobre de ti, que lo que llevas a cargo no lo entiendes ni es de tu profesión y, perdiendo tu alma, pierdes el negocio ajeno y te obligas a los daños, en buena conciencia? ¿No sabes que para salir dello tienes necesidad forzosa de saber más que coser o tundir o dar el brazo a la señora doña Fulana, que por dar ella la mano al personaje de quien te lo alcanzó, lo llevas? ¿Preguntáronte por ventura o tú contigo mismo heciste algún escrutinio si te hallabas capaz, con suficiencia, si lo podrías o sabrías hacer bien, sin encargar la conciencia yéndote al infierno y llevando contigo a quien te lo dio? Algún bachiller aquí vecino, y creo debe ser el oficial del barbero -que suelen ser climáticos hablatistas-, me responde: «Podemos, ¡mirá qué cuerpo de tal, qué negocio de tantas tretas y dificultades! Todos somos hombres y sabremos darnos maña. Que una vez comenzados, ellos mismos caminan y se hacen.»
¡Oh, qué gran lástima, que aprendas el oficio cuando vienes a usar dél! Teme el piloto el gobierno de la nave, no sólo en la tormenta, sino en todo tiempo, aun en bonanza, por varios acaecimientos que suceden, con ser en su arte diestro; y tú, que nunca viste la mar ni conoces del arte del marcar, quieres gobernarla y engolfarte donde no sabes. Quién le pudiera decir a este mocito de guitarra: «¿Y tú no ves que cuando lo vienes a entender o a pensar que lo entiendes, que es lo más cierto, ya lo tienes perdido y al dueño dél con los días que has ocupado y disparates que has hecho? Usa tu oficio, deja el ajeno. Mas no es la culpa tuya, sino del que te lo encargó. Cambio es que corre sobre su conciencia.» Vamos adelante.
Así, pues, hoy los conocía gente miserable y pobre, mañana se levantaban desconocidos, como el que se tiñe la barba, de viejo mozo; entronizados que esperaban ser saludados primero de otros a quien pudieran servir de criados y en oficios muy bajos. Yo me sabía bien por dónde corría, quién guiaba el corro y por qué se violentaba, sacándolo de su curso, quitándolo a sus dueños para darlo a los estraños. También sentía que tenían razón los que dello murmuraban; que, debiendo dar a cada uno lo que le viene de su derecho, lo habían corrompido la invidia y la malicia, buscando los oficios para los hombres y no los hombres para los oficios, quedando infamados todos. Porque, cuanto las dignidades hacen ser más conocidos a los que no las merecen, tanto más los hacen ser menospreciados. Y ellas no se quedan sin su paga, que, como afrentan a los que las tienen sin merecerlas tener, también quedan deshonradas, por haberse dado a tales personas, dejando juntamente al que las dio con infamia, detracción y obligación.
Aquí se acaba de apear un pensamiento que llegó de camino de los de aquellos buenos tiempos. Véndolo por mío, si no es ésa la falta que le hallas. Dirélo, por haberme parecido digno de mejor padre; tú lo dispón y compón según te pareciere, emendando las faltas. Y aunque de pícaro, cree que todos somos hombres y tenemos entendimiento. Que el hábito no hace al monje; demás que en todo voy con tu corrección.
Ya sabes mis flaquezas: quiero que sepas que con todas ellas nunca perdí algún día de rezar el rosario entero, con otras devociones; y aunque te oigo murmurar que es muy de ladrones y rufianes no soltarlo de la mano, fingiéndose devotos de Nuestra Señora, piensa y di lo que quisieres como se te antojare, que no quiero contigo acreditarme.
Lo primero cada mañana era oír una misa; luego me ocupaba en ir a mariscar para poder pasar. Como una vez me levantase tarde y no bien dispuesto, parecióme no trabajar. Era fiesta, fuime a la iglesia, oí misa mayor y un buen sermón de un docto agustino, sobre el capítulo quinto de San Mateo, donde dice: «Así den luz vuestras buenas obras a vista de los hombres, que miradas por ellos den gracias y alabanzas a vuestro Padre eterno, que está en los cielos», etc. Dio una rociada por los eclesiásticos, prelados y beneficiados: que no les habían dado tanto de renta, sino de cargo; no para comer, vestir y gastar en lo que no es menester, sino en dar de comer y vestir a los que lo han menester, de quien eran mayordomos o propriamente administradores, como de un hospital; y que haberles encargado la tal mayordomía o administración fue como a personas de más confianza, menos interesadas, piadosas, retiradas del siglo y de sus confusiones, que con más cuidado y menos ocupación podían acudir a este ministerio. Que abriesen los ojos a quién lo daban, cómo y en qué lo distribuían; que era dinero ajeno de que se les había de tomar estrecha cuenta. «Nadie se duerma, todo el mundo vele: no quiera pensar hallar la ley de la trampa ni la invención de la zancadilla para defraudar un maravedí, que sería la sisa de Judas». Dijo en general que sus tratos y costumbres fuesen como el farol en la capitana, tras quien todos caminasen y en quien llevasen la mira, sin empacharse en otros tratos ni granjerías de las que se encargaron con el voto que hicieron y obligación que firmaron en los libros de Dios, donde no puede haber mentiras ni borrones.
Harto me acordé de un amigo de mi padre, lo mal que distribuyó lo que cobró y del mal ejemplo que dejó; y en tal paró él y ello. Muchas y buenas razones dijo, que por la indecencia de mi profesión callo y no es lícito a mi hábito referirlas.
A la noche mi enfermedad crecía, la cama no era muy buena ni más mollida que un pedazo de estera vieja en un suelo lleno de hoyos. Venía el ganado paciendo por la dehesa humana del mísero cuerpo. Recordé al ruido, húbeme de rascar y comencéme a desvelar; fui recapacitando todo mi sermón pieza por pieza. Entendí que, aunque habló con religiosos, tocaba en común a todos, desde la tiara hasta la corona, desde el más poderoso príncipe hasta la vileza de mi abatimiento. «¡Válgame Dios! -me puse a pensar-, que aun a mí me toca y yo soy alguien: ¡cuenta se hace de mí! ¿Pues qué luz puedo dar o como la puede haber en hombre y en oficio tan escuro y bajo? Sí, amigo -me respondía-, a ti te toca y contigo habla, que también eres miembro deste cuerpo místico, igual con todos en sustancia, aunque no en calidad. Lleva tus cargos bien y fielmente; no los vendimies ni cercenes ni saltees en el camino, pasando de la espuerta a los calzones, a tus escondrijos y falsopetos, lo que no es tuyo. Ni quieras llevar a peso de plata los pasos que mueves y tanto por carga de dos panes como de dos vigas; modérate con todos; al pobre sirve de balde, dándolo a Dios de primicia. No seas deshonesto, glotón, vicioso ni borracho. Ten en cuenta con tu conciencia, que haciéndolo así, como la viejecita del Evangelio, no faltará quien levante su corazón y los ojos al cielo, diciendo: 'Bendito sea el Señor, que aun en pícaros hay virtud'. Y esto en ti será luz.»
Pero a mi juicio de ahora y entonces, volviendo a la consideración prometida, con quien habló, más que a religiosos y comunidad, fue con los príncipes y sus ministros de justicia, de quien iba hablando cuando esta digresión hice. Que verdaderamente son luz y en aquel sagrado capítulo o en la mayor parte dél todo es luz y más luz, para que no aleguen que no la tuvieron. Consideré que la luz ha de estar, como agente, en algún paciente sujeto, en quien haga como en la cera, ya sea una hacha o lo que más quisieres. Digo habérseme representado la tal persona, o tú, como es verdad, ser la luz; tus buenas obras, tus costumbres, tu celo, tu santidad es lo que ha de resplandecer y darla. ¿Pues qué piensas que es darte un oficio o dignidad? Poner cera en esa luz para que ardiendo resplandezca. ¿Qué es el oficio de la luz? Ir con su calor llamando y chupando la cera hacia sí, para alumbrar mejor y sustentarse más.
Eso, pues, has de hacer de tu oficio: embeberlo, encorporarlo en esa luz de tus virtudes y honesta vida, para que todos las vean y todos las imiten, viviendo tan rectamente, que ruegos no te ablanden ni lágrimas te enternezcan ni dones te corrompan ni amenazas te espanten ni la ira te venza ni el odio te turbe ni la afición te engañe. Oye más: ¿cuál vemos primero, la luz o la cera? No negarás que la luz. Pues haz de manera que tu oficio, que es la cera, se vea después de ti, conociendo al oficio por ti y no a ti por el oficio.
Muchas veces acontece la cera ser mucha y la luz poca y ahogarse en ella, como si en un cirio grueso el pabilo fuese sutil. Otras, volver la luz abajo y, derritiéndose la cera encima, luego apagarse. Así vemos que lo bueno en ti es tan poco y el oficio que te dan sobra tanto a la medida de tus méritos, que lo poco se te apaga y quedas a escuras. Otras veces vuelves al suelo tus virtudes, inclínaste mal, porque derrites el oficio encima, robando, baratando, forzando, menospreciando al pobre su causa, tratándola con dilación y la del rico con instancia. Señálaste con rigor en el pobre, dispensando con el rico mansedumbre. Al pobre tropellaste con soberbia, y al rico hablaste con veneración y crianza. Con esto se te acaba de morir y se te gasta, quedando perdido.
Hay otros que hacen del oficio luz, como dije antes, y habiéndolo ellos de ser, por el contrario son la cera. Estos tales, ¿qué negocian, si sabes? Yo te lo diré. ¿Cuál es la propriedad de la cera? Irse poco a poco gastando y consumiendo, llevando la luz violentada tras de sí, hasta que se desparecen el uno y el otro y quedan acabados. Esto mismo les acontece: viven de manera, teniendo escondidas las buenas obras, las virtudes, lo bueno, que ni se precian dello ni lo estiman. Estiman el oficio que hicieron luz; vanlo violentando por encorporarlo en sí, por esquilmarlo, por desnatarlo y aun desangrarlo, y vanse poco a poco consumiendo con él. Viven mal y mueren mal: cual vivieron, así murieron.
¿Qué piensa el que se hace cera, cuando a uno le quita su justicia o lo que justamente merece y los trasmonta en el idiota que se le antoja? ¿Sabes qué? Derrítese y gástase, sin sentir cómo ni de qué manera. Acábasele la salud, consúmesele la honra, pierde la hacienda, fallecen los hijos, mujer, deudos y amigos, en quien hacían estribos de sus pretensiones; andan metidos en profundísima melancolía, sin saber dar causa de qué la tienen. La causa es, amigo, que son azotes de Dios, con que temporalmente los castiga en la parte que más les duele, demás de lo que para después les aguarda. Y así lo permite su Divina Majestad, para consuelo de los justos, que los que disolutamente pecan haciendo públicos agravios y sinrazones, castigarlos a ojos de los hombres, para que lo alaben en su justicia y se consuelen con su misericordia, que también lo es castigar al malo...
¿Quieres tener salud, andar alegre, sin esos achaques de que te quejas, estar contento, abundar en riquezas y sin melancolías? Toma esta regla: confiésate como para morir; cumple con la difinición de justicia, dando a cada uno lo que le toca por suyo; come de tu sudor y no del ajeno; sírvante para ello los bienes y gajes ganados limpiamente: andarás con sabor, serás dichoso y todo se te hará bien.
A buena fe que mi consideración me iba metiendo muy adentro, donde quizá perdiera pie y fuera menester socorro. Ya me engolfaba o me puse a pique para decir el porqué y cómo se hace algo desto. Si corre por interés o si por afición o pasión. Quiero callar, y no habrá ley contra mí: mi secreto para mí, que al buen callar llaman santo. Pues aún conozco mi exceso en lo hablado, que más es dotrina de predicación que de pícaro. Estos ladridos a mejores perros tocan: rómpanse las gargantas, descubran los ladrones. Mas ¡ay, si por ventura o desventura les han echado pan a la boca y callan!
Capítulo IV
Gumán de Alfarache refiere un soliloquio que hizo y prosigue contra las vanidades de la honra
Larga digresión he hecho y enojosa. Ya lo veo; mas maravilles, que la necesidad adonde acudimos era grande y, si concurren dos o más lesiones juntas en un cuerpo, es precepto acudir a lo más principal, no poniendo en olvido lo menos. Así corre en la guerra y todas las más cosas. Yo te prometo que no sabré decir cuál de los dos fuese mayor, la que dejé o la que tomé, por lo que importan ambas. Mas volvamos adonde nos queda empeñada la prenda, siguiendo aquel discurso.
Llevaba yo un día, en mi capacha o esportón, del Rastro un cuarto de carnero a un oficial calcetero. Halléme acaso unas coplas viejas, que a medio tono, como las iba leyendo, las iba cantando. Volvió mi dueño la cabeza y sonriéndose dijo:
-¡Válgate la maldición, maltrapillo! ¿Y leer sabes?
Respondíle:
-Y muy mejor escribir.
Luego me rogó que le enseñase a hacer una firma y que me lo pagaría. Preguntéle:
-Diga, señor, firma sola, ¿para qué la quiere o de qué le puede aprovechar?
Él me respondió:
-¿Para qué? Salgo a negocios, que me da Fulano, mi señor, porque yo calzo a sus niños -y nombró el personaje-. Querría siquiera saber firmar, por no decir que no sé cuando se ofrezca.
Quedóse así este negocio, y yo haciendo un largo soliloquio que fui siguiendo buen rato en esta manera: «Aquí verás, Guzmán, lo que es honra, pues a éstos la dan. El hijo de nadie, que se levantó del polvo de la tierra, siendo vasija quebradiza, llena de agujeros, rota, sin capacidad que en ella cupiera cosa de algún momento, la remendó con trapos el favor, y con la soga del interés ya sacan agua con ella y parece de provecho. El otro, hijo de Pero Sastre, que porque su padre, como pudo y supo, mal o bien, le dejó qué gastar, y el otro que robando tuvo qué dar y con qué cohechar, ya son honrados, hablan de bóveda y se meten en corro. Ya les dan lado y silla, quien antes no los estimara para acemileros.
»Mira cuántos buenos están arrinconados, cuántos hábitos de Santiago, Calatrava y Alcántara cosidos con hilo blanco, y otros muchos de la envejecida nobleza de Laín Calvo y Nuño Rasura tropellados. Dime, ¿quién les da la honra a los unos que a los otros quita? El más o menos tener. ¡Qué buen decanon de la facultad o qué gentil rector o mase escuela! ¡Qué discretamente gradúan y qué buen examen hacen!
»Dime más: ¿y a qué se obliga ese que lleva el oficio que decías primero, y esotro a quien el dinero entronizó en el sancta-sanctorum del mundo? ¿Y cómo queda el hombre discreto, noble, virtuoso, de claros principios, de juicio sosegado, cursado en materias, dueño verdadero de la cosa, que dejándole sin ella, se queda pobre, arrinconado, afligido y por ventura necesitado a hacer lo que no era suyo, por no incurrir en otra cosa peor? Mucho me pides para lo poco que sabré satisfacerte; mas diré conforme a lo que alcanzo, lo que dello entiendo. Cuanto para con Dios, son sus juicios ignotos a los hombres y a los ángeles; no me entremeto a más de lo que con entendimiento corto puedo decir, y es que Él sabe bien dar a cada uno todo aquello de que tiene necesidad para salvarse. Y pues aquel oficio faltó, no convino, por lo que Él sabe o porque con él se condenará y lo quiere salvar, que lo tiene predestinado. Esto es cuanto para el que se queda sin lo que merece. Pero para el poderoso que se lo quita, que no es juez de intenciones ni de corazones, ni los puede examinar, y por lo exterior, que sólo conoce, pervierte la provisión. Si habemos de hablar en lenguaje rústico, regulándolo a el cortesano celestial, digo que a la margen de la cuenta deste poderoso saca Dios -como acá solemos para advertir algo- un ojo, y dice luego: ¿Qué le tengo de pedir? ¿Qué causa tuvo deste agravio, sabiendo que los tengo amenazados? «Jueces de la tierra, porque no juzgastes bien os tengo aparejado durísimo castigo.» «Yo residiré en la sinagoga de los dioses y los juzgaré». Lástima grande que quieran, sabiendo esta verdad, hallarse delante de aquel juez recto y verdadero, con acusación cierta que los ha de condenar, y faltos de la restitución que deben, sin la cual el pecado no puede ser perdonado, y no lo quiera[n] remediar.
»Verdad es que no faltará quien les diga: sí, señor, bien pudistes, no pecastes, bien hicistes en darlo a vuestro deudo, conocido o amigo o al criado, que están más cerca. Pues en verdad que no pudistes, porque lo quitastes de su lugar y lo pusistes en el ajeno. Vuelve sobre ti, considera, hermano mío, que es yerro, que no pudiste y porque no pudiste pecaste y porque pecaste no está bien hecho. No mires a dichos de tontos ni de congraciadores en lo que te importa tanto. Lo mejor sería que te ciñeses y vieses lo que te aprieta y lo reparases con tiempo, que hay confesores de grandes absolvederas, que son como sastres: diránte que el vestido que ellos hicieron te entalla bien; pero tú sabes mejor si te aprieta, si te aflige, si te angustia o cómo te viene. Y permite Dios que, porque no buscaste quien viviendo y gobernando te dijese verdades, al tiempo de la muerte agonizando no haya quien te las diga y te condenes. Vela con los ojos, abre los oídos y no dejes que te pongan las abejas de Satanás la miel en ellos ni hagan enjambre, que son caminos anchos de perdición.
»Pero volviendo a estos tales, cuanto a Dios, no dudo su castigo, y cuanto a los hombres, te sabré decir que abren puerta a la murmuración y a que hagan dello pública conversación, diciendo, como dije antes, los fines que creí fueran secretos, teniendo lástima de tantos méritos tan mal galardonados y de un trueco tan desproporcionado, viendo a los malos por malos medios valer más y a los buenos con su bondad excluidos y desechados. Mas yo te prometo que les tiene Dios contados los cabellos y que ni uno se les pierda. Si los hombres les faltaren, consuélense, que les queda buen Dios que no les faltará.
»Así que deste modo van las cosas. Pues ni quiero mandos ni dignidades, no quiero tener honra ni verla; estate como te estás, Guzmán amigo; séanse enhorabuena ellos la conseja del pueblo, nunca se acuerden de ti. No entres donde no puedas libremente salir, no te pongas en peligro que temas, no te sobre que te quiten ni falte para que pidas, no pretendas lisonjeando ni enfrasques porque no te inquieten. Procura ser usufrutuario de tu vida, que, usando bien della, salvarte puedes en tu estado.
»¿Quién te mete en ruidos, por lo que mañana no ha de ser ni puede durar? ¿Qué sabes o quién sabe del mayordomo del rey don Pelayo ni del camarero del conde Fernán González? Honra tuvieron y la sustentaron, y dellos ni della se tiene memoria. Pues así mañana serás olvidado. ¿Para qué es tanto ahínco, tanta sed y tantos embarazos? Uno para la comida -que aun es tanta la vanidad, que comer mucho y desperdiciado califica-, otro para el vestido y otro para la honra. No, no, que no te está bien y con tales cuidados no llegarás a viejo o lo serás antes de tiempo. Deja, deja la hinchazón desos gigantes. Arrímalos por las paredes. Vístete en invierno de cosa que te abrigue y el verano que te cubra, no andando deshonesto ni sobrado. Come con que vivas, que fuera de lo necesario es todo superfluo, pues no por ello el rico vive ni el pobre muere; antes es enfermedad la diversidad y abundancia en los manjares, criando viscosos humores y dellos graves accidentes y mortales apoplegías.
»¡Oh tú, dichoso dos, tres y cuatro veces, que a la mañana te levantas a las horas que quieres, descuidado de servir ni ser servido! Que, aunque es trabajo tener amo, es mayor tener mozo -como luego diremos. Al mediodía la comida segura, sin pagar cocinero ni despensero ni enviar por carbón mojado a la tienda, y que te traigan piedras y tierra, y sabe Dios por qué se disimula; sin cuidado de la gala, sin temor de la mancha ni codicia del recamado; libre de guardar, sin recelo de perder; no invidioso, no sospechoso, sin ocasión de mentir y maquinar para privar. Eso te importa ir solo que acompañado, apriesa que de espacio, riendo que llorando, corriendo que trepando, sin ser notado de alguno. Tuya es la mejor taberna donde gozas del mejor vino, el bodegón donde comes el mejor bocado; tienes en la plaza el mejor asiento, en las fiestas el mejor lugar; en el invierno al sol, en el verano a la sombra; pones mesa, haces cama por la medida de tu gusto, como te lo pide, sin que pagues dinero por el sitio ni alguno te lo vede, inquiete ni contradiga; remoto de pleitos, ajeno de demandas, libre de falsos testigos, sin recelo que te repartan y por temas te empadronen; descuidado que te pidan, seguro que te decreten; lejos de tomar fiado ni de ser admitido por fiador, que no es pequeña gloria; sin causa para ser ejecutado, sin trato para ejecutar; quitado de pleitos, contiendas y debates; últimamente, satisfecho que nada te oprima ni te quite el sueño haciéndote madrugar, pensando en lo que has de remediar. No todos lo pueden todo ni se olvidó Dios del pobre: camino le abrió con que viviese contento, no dándole más frío que como tuviese la ropa, y puede como el rico pasar si se quisiere reglar.
»Mas esta vida no es para todos, y sin duda el primer inventor debió ser famosísimo filósofo, porque tan felice sosiego es de creer que tuvo principio de algún singular ingenio. Y, hablando verdad, lo que no es esto cuesta mucho trabajo y los que así no pasan son los que lo padecen y pagan, caminando con sobresaltos, contiendas y molestias, lisonjeando, idolatrando, ajustando por fuerza, encajando de maña, trayendo de los cabellos lo que ni se sufre ni llega ni se compadece; y cerrando los ojos a lo que importa ver, los tienen de lince para que el útil no se pase, siendo cosas que les importara más estar de todo punto ciegos, pues andan armando lazos, haciendo embelecos, desvelándose en cómo pasar adelante, poniendo trampas en que los otros caigan, por que se queden atrás. ¡Vanidad de vanidades y todo vanidad! ¡Qué triste cosa es de sufrir tanto número de calamidades, todas asestadas o -por menos mal decir- hechas puntales para que la frágil y desventurada honra no se caiga, y el que la tiene más firme es el que vive con mayor sobresalto de reparos!»
Volvía considerando sin cesar ni hartarme de decir: «¡Dichoso tú, que envuelta entre plomo y piedras, con firmes ligaduras, la sepultaste en el mar, de donde más no salga ni parezca!»
Acordábaseme lo que en las cosas domésticas costaba un criado bellaco, sisador, mentiroso, como los de hogaño. Y si va por el atajo, ha de ser tonto, puerco, descuidado, flojo, perezoso, costal de malicias, embudo de chismes, lenguaz en responder, mudo en lo que importa hablar, necio y desvergonzado en gruñir. Una moza o ama que quiere servir de todo, sucia, ladrona, con un hermano, pariente o primo, para quien destaja tantas noches cada semana; amiga de servir a hombre solo, de traer la mantilla en el hombro, que le den ración y ella se tiene cuidado de la quitación, cuando halla la ocasión; y ha de beber un poquito de vino, porque es enferma del estómago.
Si salíamos por las calles, donde quiera que ponía la mira, todo lo vía de menos quilates, falto de ley, falso, nada cabal en peso ni medida, traslado a los carniceros y a la gente de las plazas y tiendas. Demás desto, qué desesperación pone un escribano, falsario o cohechado, contra quien la verdad no vale, que solo el cañón de su pluma es más dañoso que si fuera de bronce reforzado; un procurador mentiroso, un letrado revoltoso, de mala conciencia, amigo de trampear, marañar y dilatar, porque come dello; un juez testarudo, de los de 'yo me entiendo', que ni se entiende ni lo entienden. Andaba pretendiendo, mansejón como toro en la vacada, y, en saliendo, pareció que le tiraron garrochas. Llevó un vestido, que para poderlo concertar y ponérselo eran menester más de mil cedulillas y albalá de guía o entrarle con una cuerda, como en el Laberinto, y con aquella hambre nunca se pensó ver harto. Dé donde diere, no dejó raso ni velloso; en todo halló pecado: en éste, porque sí, y en aquél, porque no. ¡Quién como la leona pudiera con bramidos dar vida en estos cachorrillos verdades muertas, para que alentados tuviesen remedio! Vamos por los oficios.
Considera el de un sastre, que tienen introducido tanto que se les ha de dar para el pendón o la obra no se ha de hacer o la tullen por hurtarlo. Un albañir, un herrero, un carpintero y otro cualquier oficial, sin que alguno se reserve. Todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor que se precian dello.
Volvamos arriba, no se nos quede arrinconado un boticario, que por no decir «no tengo» ni desacreditar su botica, te dará los jarabes trocados, los aceites falsificados no le hallarás droga leal ni compuesto conforme al arte; mezclan, baptizan y ligan como les parece sustitutos de calidades y efetos diversos, pareciéndoles que va poco a decir desto a esotro, siendo al contrario de toda razón y verdad, con que matan los hombres haciendo de sus botes y redomas escopetas, y de las píldoras, pelotas o balas de artillería.
Pues el señor doctor lo adoba y pensarás que es menos. Si no le pagas, deja la cura; si le pagas, la dilata, y por ello algunas o muchas veces mata el enfermo. Y es de considerar que, siendo las leyes hijas de la razón, si pides a un letrado algún parecer, lo estudia, no se resuelve sin primero mirarlo, con ser materia de hacienda; y un médico, luego que visita, sólo de tomar el pulso conoce la enfermedad ignota y remota de su entendimiento, y aplica remedios que son más verdaderamente medios para el sepulcro. ¿No fuera bien, si es verdad su regla que «la vida es breve, el arte larga, la experiencia engañosa, el juicio difícil», irse poco a poco, hasta enterarse y ser dueños de lo que quieren curar, estudiando lo que deban hacer para ello? Es cuento largo tratar desto. Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que hallándola descuidada se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata.
Capítulo V
Cómo Gumán de Alfarache sirvió a un cocinero
Libre me vi de todas estas cosas, a ninguna sujeto, excepto a la enfermedad, y para ella ya tenía pensado entrarme en un hospital. Gozaba la florida libertad, loada de sabios, deseada de muchos, cantada y discantada de poetas; para cuya estimación todo el oro y riquezas de la tierra es poco precio.
Túvela y no la supe conservar; que, como acostumbrase a llevar algunos cargos y fuese fiel y conocido, tenía cuidado de buscarme un traidor de un despensero,
¡déle Dios mal galardone!
Hacía confianza de mí, enviábame solo, que llevase a su posada lo que compraba. Desta continuación y trato, que no debiera, me cobró amistad. Parecióle mejorarme sacándome de aquel oficio a sollastre o pícaro de cocina, que era todo a cuanto me pudo encaramar en grueso. Muchas veces me lo dijo y una mañana me hizo una larga arenga de promesas. Fue subiéndome a corregidor de escalón en escalón, que si aprendía bien aquel oficio, saliendo tal, entraría en la casa real y que, sirviendo tantos años, podría retirarme rico a mi casa. Mía fe, hinchóme la cabeza de viento, y hasta probar poco había que aventurar.
Llevóme al señor mi amo, que ya nos conocíamos. Cuando allá llegué, como si fuera la primera vez que nos viéramos, me dijo con mucho toldo:
-Bien, ¿qué dice agora poca ropa? ¿A qué bueno por acá el caballero de Illescas? ¿Es menester algo? ¿Vienes a estar comigo?
Yo estuve mal considerado, que, cuando le vi comenzar con el tono tan alto, había de volverle las espaldas y dejarlo con su razón, y a la mosca, que es verano. Embacéme, sin saber qué responder, mas como a otra cosa no iba, le dije:
-Sí, señor.
-Pues entra comigo, que si haces el deber -me dijo- no perderás en ello.
-Bien seguro estoy -le respondí- que asentando con Vuesa Merced tendré cierta la ganancia, pues no tengo de qué me resulte pérdida.
Preguntóme:
-¿Y sabes lo que has de hacer?
Volvíle a decir:
-Lo que me mandaren y supiere hacer o pudiere trabajar; que quien se pone a servir ninguna cosa debe rehusar en la necesidad, y a todas las de su obligación tiene alegremente de satisfacer, y para lo uno y otro se ha de disponer.
Él se contentó de mi plática y entendimiento. Asenté a mercedes como gavilán.
Anduve a los principios con gran puntualidad, y él me regalaba cuanto podía. Mas no sólo a mis amos -que era casado- procuré agradar, sirviendo de toda broza en monte y villa, dentro y fuera, de mozo y moza, que sólo faltó ponerme saya y cubrir manto para acompañar a mi ama, porque las más caserías, barrer, fregar, poner una olla, guisarla, hacer las camas, aliñar el estrado y otros menesteres, de ordinario lo hacía, que por ser solo estaba puesto a mi cargo; pero a todos los criados del amo procuraba contentar. Así acudía en un vuelo al recaudo del paje como del mayordomo; del maestresala, como del mozo de caballos. Uno me mandaba le comprase lo necesario, otro que le limpiase la ropa, aqueste que le enjabonase un cuello, aquel que le llevase la ración a su mujer y esotro a su manceba. Todo lo hacía sin rezongar ni haronear. Nunca fui chismoso ni descubrí secreto, aunque no me lo encargaran, que bien se me alcanzaba lo que había licencia de hablar y cuál era necesario callar. El que sirve se debe guardar destas dos cosas o se perderá presto, siendo malquisto y odiado de todos. No respondía cuando me reñían, ni daba ocasión para ello. A los mandados era un pensamiento. Donde había de asistir nunca faltaba; y aunque todo me costaba trabajo, nada se perdía. Bastábame por paga la loa que tenía y lo bien que por ello me trataban de palabra, no faltando las obras a su tiempo.
Gran alivio es a quien sirve un buen tratamiento: son espuelas que pican a la voluntad para ir adelante, señuelo que llama los deseos y carro en que las fuerzas caminan sin cansarse. A unos es bien y merecen servirse de gracia y a otros no por ningún dinero; y sobre todo reniego de amo que ni paga ni trata.
Entonces pude afirmar que, dejada la picardía, como reina de quien no se ha de hablar y con quien otra vida política no se puede comparar, pues a ella se rinden todas las lozanías del curioso método de bien pasar que el mundo soleniza, aquella era, aunque de algún cuidado, por estremo buena. Quiero decir para quien como yo se hubiese criado con regalo. Parecióme en cierto modo volver a mi natural, en cuanto a la bucólica; porque los bocados eran de otra calidad y gusto que los del bodego, diferentemente guisados y sazonados. En esto me perdonen los de San Gil, Santo Domingo, Puerta del Sol, Plaza Mayor y calle de Toledo, aunque sus tajadas de hígado y torreznos fritos
malos eran de olvidare.
Por cualquiera niñería que hiciera, todos me regalaban: uno me daba una tarja, otro un real, otro un juboncillo, ropilla o sayo viejo, con que cubría mis carnes y no andaba tan mal tratado; la comida segura y cierta, que aunque de otra cosa no me sustentara, bastara de andar espumando las ollas y probando guisados; la ración siempre entera, que a ella no tocaba.
Esto me hizo mucho daño y el haberme enseñado a jugar en la vida pasada, porque lo que ahora me sobraba, como no tenía casas que reparar ni censos que comprar, todo lo vendía para el juego. De tal manera puedo decir que el bien me hizo mal. Que cuanto a los buenos les es de augmento, porque lo saben aprovechar, a los malos es dañoso, porque dejándolo perder se pierden más con él. Así les acontece como a los animales ponzoñosos, que sacan veneno de lo que las abejas labran miel. Es el bien como el agua olorosa, que en la vasija limpia se sustenta, siendo siempre mejor, y en la mala luego se corrompe y pierde.
Yo quedé doctor consumado en el oficio y en breves días me refiné de jugador, y aun de manos, que fue lo peor. Terrible vicio es el juego. Y como todas las corrientes de las aguas van a parar a la mar, así no hay vicio que en el jugador no se halle. Nunca hace bien y siempre piensa mal; nunca trata verdad y siempre traza mentiras; no tiene amigos ni guarda ley a deudos; no estima su honra y pierde la de su casa; pasa triste vida y a sus padres no se la desea; jura sin necesidad y blasfema por poco interese; no teme a Dios ni estima su alma. Si el dinero pierde, pierde la vergüenza para tenerlo, aunque sea con infamia. Vive jugando y muere jugando: en lugar de cirio bendito, la baraja de naipes en la mano, como el que todo lo acaba de perder, alma, vida y caudal en un punto.
Mucho experimenté de otros. No hablo lo que me dijeron, sino lo que mis ojos vieron. Cuando las raciones no bastaban, porque para jugar no faltase, traía por la casa los ojos como hachas encendidas, buscando de dónde mejor pudiera valerme. A las cosas de la cocina con facilidad ponía cobro, aprovechándome siempre de la comodidad, como de mí no pudiese haber sospecha. Muchas cosas que hurtaba las escondía en la misma pieza donde las hallaba, con intención que si en mí sospechasen, sacarlas públicamente, ganando crédito para adelante; y si la sospecha cargaba en otro, allí me lo tenía cierto y luego lo trasponía.
Una vez me aconteció un donoso lance, que como mi amo trajese a casa otros amigos cofrades de Baco, pilotos de Guadalcanal y Coca, y quisiese darles una merienda, todos tocaban bien la tecla, pero mi amo señaladamente era estremado músico de un jarro. Sacáles, entre algunas fiambreras que siempre tenía proveídas, unas hebritas de tocino como sangre de un cordero. Ya de los envites hechos estaban todos a treinta con rey, alegres, ricos y contentos, y con la nueva ofrenda volvieron a brindarse, quedándose -y mi ama con ellos, que también lo menudeaba como el mejor danzante- que los pudieran desnudar en cueros: tales lo estaban ellos. La polvareda había sido mucha. Levantáronse los humos a lo alto de la chimenea. Los unos cayendo, los otros trompezando, dando cada uno traspiés fuese como pudo, según me lo contó un vecino, y mis amos a la cama, dejándose abierta la casa, la mesa puesta y el vasillo de plata en que brindaron rodando por el suelo, y todo a beneficio de inventario.
Yo acaso había quedado en la cocina del amo aderezando sartenes y asadores, juntando leña y haciendo otras cosas del oficio. Luego como acabé la tarea, fuime a la posada. Halléla desaliñada, de par en par abierta y el vasillo por estropiezo, casi pidiéndome que siquiera por cortesía lo alzase: bajéme por él, miré a todas partes si alguno me pudiera haber visto y, como no sintiese persona, volvíme a salir pasico. No había dado cuatro pasos, cuando me tocó el corazón una arma falsa. Púseme a pensar si había sido ruido hechizo, que era bien asegurarme más y no ponerme en ocasión que por interese poco se aventurase mucho y algunos azotes a las vueltas. Volví a entrar, llamé dos o tres veces. Nadie me respondió. Fuime al aposento de mis amos. Hallélos tales, que parecía estar difuntos, y era poco menos, pues estaban sepultados en vino. El resuello que daban me dejó de manera como si hubiera entrado en alguna famosa bodega.
Quisiera con algunos cordeles atarlos por los pies a los de la cama y hacerles alguna burla, pero parecióme más a cuento y mejor la del vaso de plata. Púselo a buen cobro. Habiendo asegurado el hurto, volvíme a la cocina, donde no faltó en qué ocuparme hasta la noche, que vino mi amo con un terrible dolor de costado en las sienes, y estando en el hogar sólo un tizo me quiso aporrear: que para qué gastaba tanta leña, que se quemaría la casa. No estuvo aquella noche de provecho. Suplí como pude, cubriendo su falta. Puse a punto la cena, dímosla y, habiendo cumplido a todo, nos fuimos a dormir. Hallé a mi ama de mal semblante: muy triste, los ojos bajos y llorosos, ansiada y pesarosa, sin hablar palabra, hasta que mi amo fue acostado. Preguntéle qué tenía, que tan mohína estaba. Respondióme:
-¡Ay, Guzmanico, hijo de mi alma! Gran mal, gran desventura, amarga fui yo, desdichada la hora en que nací, en triste sino me parió mi madre.
Ya yo sabía dónde le dolía. Su botica fuera mi faltriquera y mi voluntad su médico; pero no, que todas aquellas compasiones no me la ponían, porque había oído decir que cuando más la mujer llorare, se le ha de tener lástima como a un ganso que anda en el agua descalzo por enero. No me movió un cabello; mas fingiendo pesarme de su pena, la consolaba que no dijese tales palabras, rogándole me contase qué tenía, dándome parte dello, que en lo que pudiese haría por ella como por mi madre.
-¡Ay, hijo -me respondió-, que trajo tu señor en amarga hora unos amigos a merendar y entre todos me falta el vasillo de plata! ¿Qué hará tu amo cuando lo sepa? Mataráme por lo menos, hijo de mis entrañas.
«¿Qué hará por lo más?», le quise preguntar. Híceme del pesante, abominando la bellaquería y que no hallaba otro medio más de que se levantase por la mañana y fuésemos a comprar a los plateros otro como él, y dijese a su marido que, porque estaba viejo y abollado, lo había hecho limpiar y aderezar: que con esto escusaría el enojo. También le ofrecí que, si no tenía dineros y lo hallase fiado, tomase mis raciones para pagarlo con ellas o las pidiese adelantadas.
Agradeciómelo mucho, tanto por el consejo como por el remedio; mas hízosele inconveniente salir de casa, y sola, temiendo que su marido no la viese, porque era muy celoso. Rogóme que por un solo Dios lo fuese yo a buscar, que dineros tenía con que pagarlo. Yo no deseaba otra cosa, porque me había puesto cuidado a quién o cómo pudiera venderlo que me lo comprara, pues por mi persona era fácil de creer que lo había hurtado. Mas con esta buena salida fuime a los plateros. Dije a uno que me lo limpiase y desabollase, que estaba maltratado. Concertélo en dos reales. Pusiéronlo cual si entonces acabaran de hacerlo. Volví a mi casa diciendo:
-Uno he hallado en la puerta de Guadalajara, pero tiene cincuenta y siete reales de plata, y no quieren por la hechura menos de ocho.
A ella le pareció una blanca, según deseaba salir de aquel trabajo. Contóme el dinero en tabla y volvíselo a vender, como si no fuera el mismo ni se lo hubiera hurtado, con que quedó contenta y yo pagado. Mas como se vino se fue: de dos encuentros me lo llevaron.
Estos hurtillos de invención, de cosecha me los tenía y la ocasión me los enseñaba; mas los de permisión, siempre andaba con cuidado para saberlos usar bien cuando los hubiera menester. Así tenía costumbre de llegarme al tajo, donde se repartían las porciones; atentamente vía lo que pasaba y cómo en cada una iban dos onzas menos. Aprendí a jugar de dedillo, balanza y golpete. Algunos le decían que pesase bien, el despensero respondía que enjugaba la carne y que, recibiéndola en un peso y en fil, no podía dejar de hacer un poco de refación para las mermas de muchos; y en esto iba a decir la sexta parte. Despensero, cocinero, botiller, veedor y los más oficiales, todos hurtaban y decían venirles de derecho, con tanta publicidad y desvergüenza como si lo tuvieran por ejecutoria. No había mozo tan desventurado, que no ahorrase los menudillos de las gallinas o de los capones, el jamón de tocino, el contrapeso del carnero, las postas de ternera, salsas, especias, nieve, vino, azúcar, aceite, miel, velas, carbón y leña, sin perdonar las alcomenías ni otra cosa, desde lo más necesario hasta lo de menos importancia que en una casa de un señor se gasta.
Luego que allí entré, no se hacía de mí mucha confianza. Fui poco a poco ganando crédito, agradando a los unos, contentando a los otros y sirviendo a todos; porque tiene necesidad de complacer el que quiere que todos le hagan placer. Ganar amigos es dar dinero a logro y sembrar en regadío. La vida se puede aventurar para conservar un amigo y la hacienda se ha de dar para no cobrar un enemigo, porque es una atalaya que con cien ojos vela, como el dragón, sobre la torre de su malicia, para juzgar desde muy lejos nuestras obras. Mucho importa no tenerlo y quien lo tuviere trátelo de manera como si en breve hubiese de ser su amigo. ¿Quieres conocer quién es? Mira el nombre, que es el mismo del demonio, enemigo nuestro, y ambos son una misma cosa. Siembra buenas obras, cogerás fruto dellas, que el primero que hizo beneficios, forjó cadenas con que aprisionar los corazones nobles.
En lo que me pude adelantar no me detuvo la pereza; no di lugar que de mí se diesen quejas verdaderas ni me trajeran en revueltas. Huí de los deste trato y más de chismosos, a quien con gran propiedad llaman esponjas: aquí chupan lo que allí esprimen. De los tales no se fíen, apártense dellos, aborrezcan su compañía, aunque en ella se interese, porque al cabo ha de salirse con pérdida y descalabrado. No puede una casa padecer mayor calamidad ni la república más contagiosa pestilencia, que tener hombres cizañeros y revoltosos, amigos de hablar en corrillos y hacerlos. Siempre procuré con todos tener paz, por ser hija de la humildad; y el humilde que ama la paz, ama y es amado del autor della, que es Dios. Si malas compañías no me dañaran, yo comencé bien y corría mejor; comía, bebía, holgaba, pasando alegremente mi carrera.
Muchas veces, acabada la hacienda, me echaba a dormir a la suavidad de la lumbre que sobraba de mediodía o de parte de noche, quedándome allí hasta por la mañana. Cuando en casa no había quehacer, dábanme los bellacos de los mozos y pajes mucho del sartenazo, culebras y pesadillas; echábanme libramientos, ahogándome a humazos. Tal vez hubo que con uno me desatinaron por mucho rato, que ni sabía si estaba en pie o si sentado, y, si no me tuvieran, me hiciera la cabeza pedazos contra una esquina. Y a todo esto paciencia, sin desplegar la boca, corrigiéndome para conservarme, que el que todo lo quiere vengar, presto quiere acabar. Larga se debe dar a mucho, si no se quiere vivir poco. Despreciando las injurias, queda corrido y se cansa el que las hace: que si te corrieses, quedarías cargado.
En mí hacían anotomía. Otras veces para probarme hicieron cebaderos, poniéndome moneda donde forzosamente hubiese de dar con ella. Querían ver si era levantisco, de los que quitan y no ponen; mas, como se las entendía y les entrevaba la flor, decía: «No a mí que las vendo, a otro perro con ese hueso, salto en vago habéis dado, no os alegraréis con mis desdichas ni haréis almoneda de mis infamias.» Allí me lo dejaba estar, hasta que quien lo puso lo alzase, teniendo cuenta que otro no lo traspusiese y dijesen que yo. Otras veces lo alzaba y daba con ello en manos de mis amos, andando con gran recato en hacer mis heridas limpias, a lo salvo, como buen esgrimidor; que dar una cuchillada y recebir una estocada es dislate.
Hurtaba lo que podía, pero de modo que no se pudiera causar sospecha contra mí. Para las haciendas de mi cargo yo me lo tenía, y a mi amo descuidado de mandarlo. En habiendo en qué trabajar, no aguardaba que me lo mandasen. Era de todos mis compañeros el primero al pelar de las aves, fregar, limpiar, barrer, hacer y soplar la lumbre, sin decir al otro: «Hacedlo vos.» Porque consideraba que, no habiendo de holgar ni estar mano sobre mano, tanto me daba trabajar en esto que en esotro, y era engañar de maña con lo que era fuerza.
Siempre hacía lo que más podía y mejor sabía, guardando el decoro al oficio. Aún el ave no estaba bien acabada de pelar, cuando tomaba el almirez y molía misturas para salsas o para guisados. Traía el herraje como espadas acicaladas, las sartenes que se pudieran limpiar con la capa, los cazos como espejos; guardábalo en sus cajas, colgábalo en sus clavos, donde solía estar cada cosa, para darlo en la mano cuando fuera menester, sin andarlo a buscar, acordándome dónde lo puse: todo tenía su lugar diputado con mucha curiosidad y concierto.
Las horas que me sobraban cuando no había quehacer, en especial por las tardes, que siempre tenía más lugar, los oficiales de casa me daban sus percances que los llevase a vender. Íbame con ellos a las puertas de la carnicería, donde era nuestro puesto y lo acudían a comprar los que lo habían menester. Algunas veces lo que llevaba era bueno, otras no tal y otras hediondo y malo; mas todo resultaba de lo que llamaban ellos provechos y derechos, que es de diez dos, harto mejor pagado que el almojarifazgo de Sevilla. Lo ordinario y siempre, nunca faltaban menudillos de aves y despojos de terneras, perdices, gallinas, que se perdían andando en el asador o perdigadas en el hervor de la olla, conejos desollados y mechados con sus garrochitas de tocino, ribeteados como gabán de Sayago, sin dejarles blanco del tamaño de una uña donde no llevasen clavada su saeta. Presas había que, habiéndose tardado en sacarse a vender, oliscaban. Disfrazaban estas tales de manera que parecían como nuevas; cada uno, el que más podía, mejor afeitaba su hacienda. Vendía también lenguas de vaca, cecinas de jabalí, lomo en adobo, empanadas inglesas de venado, piezas de tocino con tres dedos de tabla en grueso. ¡Mirad qué derechos tan tuertos y qué provechos tan dañosos, para no sacarse cada día facultades, empeñarse los estados y vender los vasallos!
¡Pobres de los señores que no pueden o no saben o, por mejor decir, no quieren consumir esta langosta destruyendo tan dañosa polilla! Y desventurados de los que para ostentación quieren tirar la barra con los más poderosos: el ganapán como el oficial, el oficial como el mercader, el mercader como el caballero, el caballero como el titulado, el titulado como el grande y el grande como el rey, todos para entronizarse. Pues, a fe que no es oficio holgado y que el rey no duerme ni descansa con el reposo del ganapán ni come con el descuido que el oficial, y le aflige más lo que la corona le carga que cuanto el mercader carga. Más le inquieta cómo tiene de proveer sus armadas, que al caballero el aprestar sus armas. Y no hay titulado muy empeñado, que el rey no lo esté más, ni grande tan grande que los trabajos y pesadumbres del rey no sean más grandes y graves. Él vela cuando todos duermen; por eso los egipcios para pintarlo ponían un cetro con un ojo encima. Trabaja cuando todos huelgan, porque es carro y carretero; sospira y gime cuando todos ríen, y son pocos los que se duelen dél que no sea por su interese, debiendo por sí solo ser amado, temido y respetado. Pocos le tratan verdad, por no ser odiados. Pocos le desengañan; ellos saben el porqué y para qué, y sabemos todos que lo hacen por adelantarse y volar arriba, sea como fuere, aunque sean las alas de cera y hayan de caer en el mar de Ícaro.
La locura y desvanecimiento de los hombres, como te decía, los trae perdidos en vanidades; y los que más lastiman son señores y caballeros, que, gastando sin necesidad, vienen a la necesidad. Porque aun pocas expensas, muchas veces hechas, consumen la sustancia, váseles cayendo la pluma pelo a pelo, de donde, quedando sin cañones, los llamaron pelones o pelados. Luego se recogen a las aldeas o caserías, donde dan en criar cebones, gallinas y pollos, contando los huevos de cada día, haciendo dellos caudal principal. Sáquese de aquí en limpio que, si el rico se quisiere gobernar, le aseguro que nunca será pobre; y si el pobre se comidiere, que presto será rico, acomodándose todos en todo con el tiempo. Que no siempre le está bien al señor guardar, ni al pobre gastar. Entretenimientos han de tener; mas ténganse tales que sean para entretenerse y no para perderse. En las ocasiones ha de mostrarse cada uno conforme a quien es, que para eso lo tiene; pero no emparejándose todos lado a lado, pie con pie, cabeza con cabeza. Si se alargare el poderoso, deténgase el escudero; no quiera con sus tres hacer lo que el otro con treinta. ¿No considera que son abortos y cosas fuera de su natural, de que todos murmuran, riéndose dél, y, gastada la sustancia, se queda pobre, arrinconado? ¿No entiende el que no puede, que hace mal en querer gallear y estirar el pescuezo? Si es cuervo y no sabe ni puede más de graznar, ¿para qué quiere cantar y preciarse de voz, aunque el adulador le diga que la tiene buena? ¿No vee que lo hace por quitarle el queso y burlarlo?
Lo mismo digo a todos: que cada uno se conozca a sí mesmo, tiente el temple de sus aceros, no quiera gastar el hierro con la lima de palo, y lo que él murmura del otro, cierre la puerta para que el otro no lo murmure dél. A todos conviene dormir en un pie, como la grulla, en las cosas de la hacienda, procurando, ya que se gasta, que no se robe; que el dejar perder no es franqueza y con lo que hurtan veedor, cocinero y despensero, que son los tres del mohíno, se pueden gratificar seis criados. No digo más del robo destos que del desperdicio de esotros, pues todos hurtan y todos llevan lo que pueden cercenar de lo que tienen a cargo, uno un poco y otro otro poco; de muchos pocos se hace un algo y de muchos algos un algo tan mucho, que lo embebe todo.
Gran culpa desto suelen tener los amos, dando corto salario y mal pagado, porque se sirven de necesitados y dellos hay pocos que sean fieles. Póneste a jugar en un resto lo que tienes de renta en un año. Paga y haz merced a tus criados y serás bien y fielmente servido: que el galardón y premio de las cosas hace al señor ser tenido y respetado como tal y pone ánimo al pobre criado para mejor servir. Hay señor que no dará un real al sirviente más importante, pareciéndole que le basta el sueldo seco y que, en dárselo y su ración, está pagado. No, señor, no es buena razón, que aqueso ya se lo debes, no tiene qué agradecerte. Con lo que no le debes lo has de obligar a más de lo que te debe y que con más amor te sirva; que si no te alargas de lo que prometiste, siendo señor, no será mucho que el criado se acorte y no se adelante de aquello a que se obligó.
Como sucedió a un hidalgo cobarde, que habiendo sido demasiado en confianza de su dinero con otro hidalgo de valor, viendo que sus fuerzas y ánimo eran flacos, quiso valerse de un mozo valiente que lo acompañaba. Aconteció que, como una vez echase su enemigo mano para él, su criado lo defendió con pérdida del contrario, que lo retiró en cuanto su señor se puso en salvo; y en esta quistión perdió el mozo el sombrero y la vaina de la espada. Esto se pasó; fuese a su posada. Mas nunca el amo le satisfizo la pérdida ni lo adelantó en alguna cosa. Y como viniese otra vez con un palo y le diese de palos el de la quistión pasada, el criado se estuvo quedo, mirando cómo lo aporreaban. El amo daba voces pidiendo socorro, a quien el mozo respondió: «Vuesa Merced cumple con pagarme cada mes mi salario y yo con acompañarle como lo prometí, y el uno ni el otro no estamos a más obligados». Así que, si quieres que salgan de su paso, aventajándose en tu servicio, de lo que pierdes tan desbaratadamente gánales las voluntades, que será ganar no te roben la hacienda, defiendan tu persona, ilustren tu fama y deseen tu vida.
¡Oh, cuántas veces vi llevar y llevé tortas de manjar blanco, lechones, pichones, palominos, quesos de cien diferencias y provincias y otras infinitas cosas a vender, que es prolijidad referirlas y faltan tiempo y memoria para contarlas! Sólo quiero decir que estas desórdenes en todos me hizo a mí como a uno dellos. Andaba entre lobos: enseñéme a dar aullidos. Yo también era razonable principiante, aunque por diferente camino. Mas entonces perdí el miedo: soltéme al agua sin calabaza, salí de vuelo. Todos jugaban y juraban, todos robaban y sisaban: hice lo que los otros. De pequeños principios resultan grandes fines.
Comencé -como dije- de poco a jugar, sisar y hurtar. Fuime alargando el paso, como los niños que se sueltan en andar, hasta que ya lo hacía de lo fino, de a ciento la onza. Y no lo tenía por malo, que aun a esto llegaba mi inocencia; antes por lícito y permitido.
Compraba algunas cosillas que me hacían falta, o lo echaba en un topa, que siempre de los juegos buscaba los más virtuosos, vueltos o carteta, para acabar presto y acudir a mi oficio. Acuérdome una vez que, estando porfiando una suerte con otros mancebitos de mi talle en un corral de casa, se levantó gran grita. Pareció con la vocería hundirse la casa. Mandó nuestro amo al maestresala mirase qué era aquello. Hallónos en la brega fregando el delito y, excediendo de su comisión, dionos una rociada de leña seca, sacudiéndonos el polvo del hatillo de manera que nos levantó ronchas por todo el cuerpo debajo de la camisa. Con que también perdí mi crédito ganado, trayéndome de allí adelante sobre ojos, como dicen, de donde comenzó mi total perdición, de la manera que sabrás adelante.
Capítulo VI
Guzmán de Alfarache prosigue lo que le pasó con su amo el cocinero, hasta salir despedido dél
Mucho se debe agradecer al que por su trabajo sabe ganar; pero mucho más debe estimarse aquel que sabe con su virtud conservar lo ganado. Mucho me forzaba la voluntad en agradar, aunque más me tiraba la mala costumbre de la vida pasada. Y así lo que hacía, como cosa contrahecha, eran las obras de la mona. Que la gloria falsamente alcanzada poco permanece y presto pasa.
Fui como la mancha de aceite, que si fresca no parece, brevemente se descubre y crece. Ya no se fiaban de mí; llamábanme, uno cedacillo nuevo, otro la gata de Venus, y se engañaban, que mi natural bueno era y en el mío ni lo aprendí ni lo supe; yo lo hice malo y lo dispuse mal. Enseñáronmelo la necesidad y el vicio: allí me afiné con los otros ministros y sirvientes de casa.
Ladrones hay dichosos, que mueren de viejos; otros desdichados, que por el primer hurto los ahorcan. Lo de los otros era pecado venial y en mí mortal. Fue muy bien, pues degeneré de quien era, haciendo lo que no debía. Perdíme con las malas compañías, que son verdugos de la virtud, escalera de los vicios, vino que emborracha, humo que ahoga, hechizo que enhechiza, sol de marzo, áspid sordo y voz de sirena. Cuando comencé a servir, procuraba trabajar y dar gusto; después los malos amigos me perdieron dulcemente. La ociosidad ayudó gran parte y, aun fue la causa de todos mis daños. Como al bien ocupado no hay virtud que le falte, al ocioso no hay vicio que no le acompañe.
Es la ociosidad campo franco de perdición, arado con que se siembran malos pensamientos, semilla de cizaña, escardadera que entresaca las buenas costumbres, hoz que siega las buenas obras, trillo que trilla las honras, carro que acarrea maldades y silo en que se recogen todos los vicios.
No puse los ojos en mí, sino en los otros. Parecióme lícito lo que ellos hacían, sin considerar que, por estar acreditados y envejecidos en hurtar, les estaba bien hacerlo, pues así habían de medrar y para eso sirven a buenos. Quise meterme en docena, haciendo como ellos, no siendo su igual, sino un pícaro desandrajado.
Pero si disculpas valen y la que diere se me admite, como tan libremente vía que todos llevaban este paso, parecióme la tierra de Jauja y que también había de caminar por allí, creyendo -como dije- ser obra de virtud; aunque después me desengañaron, que pensé bien y entendí mal. Porque la gracia desta bula sólo la concedió el uso a los hermanos mayores de la cofradía de ricos y poderosos, a los privados, a los hinchados, a los arrogantes, a los aduladores, a los que tienen lágrimas de cocodrilo, a los alacranes, que no muerden con la boca y hieren con la cola, a los lisonjeros, que con dulces palabras acarician el cuerpo y con amargas obras destruyen el alma.
Estos tales eran a quien todo les estaba bien, y en los como yo era maldad y bellaquería. Engañéme; con mi engaño me desenvolví de manera que desde muy lejos me conocieran la enfermedad, aunque todo era niñería de poca estimación.
Suelen decir que el postrero que sabe las desgracias es el marido. De todas estas travesuras, por maravilla llegaban de mil una en los oídos de mi amo, ya porque los agradaba, no querían ponerme mal y me echara de casa, o ya porque, aunque me lo reñían, viendo que todo el mundo era uno, de nada se admiraban. Mas por algunos descuidos míos y cosas que se traslucían, algo andaba ya escaldado mi amo comigo: andábame a las espuelas para cogerme.
Aconteció que lo llamaron para un banquete de un príncipe estranjero nuevamente venido a la Corte. Mandóme ir con él para trasponer el cebollino resultas de la cocina, según el uso y costumbre. Luego que fuimos a la posada, se nos hizo el entrego. Mi amo comenzó a destrozar, dividir y romper con grandísima destreza, poniendo géneros aparte, y de cada cosa lo que le pertenecía, conforme a su arancel, porque con otros cuidados no hubiese algún descuido y se mezclasen las acciones, siendo justo dar lo de César a César y aposesionarse cada cual en su hacienda.
Después, al cerrar de la noche habíame mandado traer costales. Comenzólos a estibar de maestro y, poniéndomelos al hombro a tiempo y de manera que no pudiera ser visto, me hizo dar cuatro caminos, que ninguno me vagaba el resuello, según iba de cargado. Cada uno y todos parecían el arca de Noé, y no sé si en ella hubo de tantos individuos o Dios después los crió. Ya que tuve acabada mi faena, mandóme aderezar la lumbre, calentar agua, pelar y perdigar, en que ocupé gran parte de la noche.
Al bueno de mi amo no se le cocía el pan, andaba con sobresalto, sin sosiego, cuidadoso que su mujer estaba sola y no podría poner en orden tanta hacienda o que no sucediese algún torbellino. Y con este alboroto me dijo:
-Guzmanillo, vete a casa, pon cobro en lo que llevaste, abre los ojos y mira por todo. Di a tu señora que acá me quedo. Ten cuenta con la casa y en amaneciendo ven aquí volando.
Hícelo así, doy a mi ama el recaudo, pido garabatos y sogas, púselas por unos corredores colgando al patio: allí ensarté los trofeos de la vitoria. Era gloria de ver la varia plumajería del capón, de la perdiz, de la tórtola, de la gallina, del pavo, zorzales, pichones, codornices, pollos, palomas y gansos, que, sacando por entre todo las cabezas de los conejos, parecían salir de los viveros. Colgué a otra parte perniles de tocino, piezas de ternera, venado, jabalí, carnero, lechones y cabritos. Entapizóse nuestro patio a la redonda en muy buenos clavos que puse, de manera que, mi fe te prometo, según lo que allí campeaba, me pareció haber traído de cinco partes las dos,
y faltaban por venir
los siete Infantes de Lara,
que no estaba con esto acabado. Ello quedó muy bien acomodado y yo muy de veras cansado, que lo trabajé muy bien; aunque se me lució muy mal, pagándome peor.
Mi ama vivía en un aposento bajo. Dejáme como el escarabajo, el peso a las cuestas, y fuese a dormir. Debió de cenar salado, que cargó delantero conforme a su costumbre antigua. Yo, acabada la tarea, hice lo mesmo, subíme a la cama. Hacía tanto calor que por buen rato me entretuve rascando y dando vuelcos, hasta que con algunas malas ganas me dejé ir a media rienda por el sueño adelante. Anduve galopeando con él y con la manta -que sábanas no se usan dar ni más que un jergón viejo a los mozos de mi tamaño en aquella tierra-, cuidadoso de madrugar como mi amo me lo había mandado.
Veis aquí, Dios enhorabuena, serían como las tres de la madrugada, entre dos luces oigo andar abajo en el patio una escaramuza de gatos que hacían banquete con un pedazo de abadejo seco, traído acaso por los tejados de casa de algún vecino. Y como de suyo son de mala condición -que no sabréis cuándo están contentos, como los viejos, ni quieren aun comer callando, que de todo gruñen, o bien sea que quieran decir que sabe bien o que no está bueno de sal-, con el ruido de su pendencia me despertaron. Púseme a escuchar y dije: «Sería el diablo si la pesadumbre desta buena gente fuese sobre la capa del justo y estuviesen a estas horas riñendo por la partija de mis bienes, de modo que pagasen mis huesos la carne que comiesen, metiéndome con mi amo en deuda y en pendencia.»
Yo estaba en la cama como nací del vientre de mi madre; no creí que alguien me viera; salto en un pensamiento, y como si a mi linaje todo llevaran moros y aquella diligencia valiera su rescate, doy a correr y trompicar por las escaleras abajo por allegar a tiempo y no fuese como en algunos socorros importantes acontece.
Mi ama, como se acostó primero, llevóme muchas ventajas y más el estar holgada; corría sobre cuatro dormidas, como gusano de seda, y frezaba para levantarse. Oyó el mismo rebato, debiósele de antojar que yo soñaría, y en buena razón así debiera ello ser. Parecióle que no lo oyera. Ella, aunque se acostaba vestida, siempre andaba en cueros, y esta vez lo estaba, sin tener sobre los heredados de Eva camisa ni otra cobija. Y así desnuda, sin acordar de cubrirse, salió corriendo, desvalida, con un candil en la mano a reparar su hacienda. Su pensamiento y el mío fueron uno, el alboroto igual, y la diligencia en causa propria, el ruido de ambos poco, por venir descalzos.
Veisnos aquí en el patio juntos, ella espantada en verme y yo asombrado de verla. Ella sospechó que yo era duende: soltó el candil y dio un gran grito. Yo, atemorizado de la Figura y con el encandilado, di otro mayor, creyendo sería el alma del despensero de casa, que había fallecido dos días antes, y venía por ajustarse de cuentas con mi amo. Ella daba voces que la oyeran en todo el barrio; yo con las mías fue poco no me oyese toda la Villa. Fuese huyendo a su aposento; yo quise hacer lo mismo al mío. Dieron los gatos a huir; trompecé con un mansejón de casa en el primero escalón. Asióseme a las piernas con las uñas; pensé que ya me llevaba el que a redro vaya, pareció que me arrancaba el alma: doy de hocicos en la escalera; desgarréme las espinillas y híceme las narices.
No podía ninguno de los dos entender o sospechar al cierto lo que el otro fuese, como todo sucedió presto y acudimos al sonido de una misma campana, hasta que yo caído en el suelo y escondida ella dentro de su pieza, nos conocimos por las quejas y llantos.
Con esta alteración, si el fresco de la mañana no lo hizo, a la señora mi ama le faltó la virtud retentiva y aflojándosele los cerraderos del vientre, antes de entrar en su cámara, me la dejó en portales y patio, todo lleno de huesezuelos de guindas, que debía de comérselas enteras. Tuve que trabajar por un buen rato en barrerlo y lavarlo, por estar a mi cargo la limpieza. Allí supe que las inmundicias de tales acaecimientos huelen más y peor que las naturalmente ordinarias. Quede a cargo del filósofo inquirir y dar la causa dello; baste que a costa de mi trabajo, en detrimento de mi olfato, le testifico la experiencia.
Quedó mi ama del caso corrida, y yo más, que, aunque varón, era muchacho y en cosas tales no me había desenvuelto. Tenía tanto empacho como una doncella, y cuando fuera muy hombre, me avergonzara de su vergüenza. Pesóme muy de veras haberla visto, no quisiera tal acaecimiento por la vida; mas nunca la pude persuadir dejase de creer malicia en mí, ni bastaron juramentos para ponerla en razón ni encaminarla a mi inocencia.
Desde aquel momento me perdió toda buena voluntad, y supe después, de una vecina nuestra a quien ella contó el caso, que sola su pena era, no haberse hallado desnuda, sino haberse desañudado, que por lo más no se le diera un pito, que eso se quieren las que algo están de sí confiadas.
Cuando vi que nada bastaba, luego vi mala señal y que me había de levantar algún falso testimonio para echarme de casa, poniéndome mal con su marido, como si, pobre de mí, hubiera sido la culpa mía. Nunca más le conocí el rostro a derechas ni atravesó palabra comigo. Venido el día claro, volví a mi atahona como me fue mandado.
Fui a tener con mi amo; no desplegué mi boca de lo pasado. Preguntóme si dejaba recaudo en lo de casa; díjele que sí. Ocupóme en algunas cosas, y puedo certificar que mi amo y sus compañeros, yo y los míos, ayudantes y trabajadores, teníamos más que hacer en poner cobro a lo hurtado que sazón a los manjares. ¡Cuál andaba todo, qué sin orden, cuenta, ni concierto! ¡Qué sin duelo se pedía, qué sin dolor se daba, con qué gloria se recebía, qué poco se gastaba, cuánto se rehundía! Pedían azúcar para tortas y para tortas azúcar, dos y tres veces para cada cosa.
Estos banquetes tales llamábamos jubileos, porque iba el río revuelto y sobreaguados los peces. Con esto creí que, pues era, como dicen, el pan de mi compadre y el duelo ajeno, que no tenía yo menos colmillos para ganar esta indulgencia, que también estaba mi alma en mi cuerpo, sin faltarme tilde ni hebilleta de hombre, y siquiera de las migajas caídas debajo de la mesa, aun sin querer igualarme a mis iguales, fuera lícito valerme algo la franqueza, gozando del barato.
Yo estaba cansado de pelar aves, limpiar almendras y piñones, calentar aguas y otras cosas. Andaba con una camisilla vieja y un juboncillo roto. De lo que cupo al cuartel de mi amo había una canasta de huevos; lleguéme por par dellos y echéme entre camisa y carnes unos pocos y otros en las faltriqueras de los calzones. Ved, ya que metí la mano, en lo que vine a empacharme; mas diciendo verdad, no lo hice tanto por el interese, que fue una desventurada, cuanto por decir siquiera que le di un beso a la novia y no se dijera que salí virgen o que yendo a la Corte no vi al Rey.
El traidor de mi amo sintiólo y para santificarse con mi culpa, asegurando su fidelidad con mi hurto, estando el veedor presente y otros criados graves de casa, cuando quise salir a poner en cobro la pobreza, porque no se me viera, llegóse a mí como un león y, asiéndome por los cabezones, me trujo a la melena, hollado entre los pies.
Bien podrás pensar cuál se puso la mercadería de bien acondicionada, pues me los deshizo todos a puntillones, corriendo las claras y yemas por las piernas abajo. «Sin duda -dije entre mí- algún planeta gallinero me persigue.» Quisiera decirle con la cólera: «¿Pues cómo, ladrón, tienes la casa entapizada de lo que hurtaste y yo llevé, y haces alharacas por seis tristes huevos que me hallaste? ¿No ves que te ofendes con lo que me ofendes?» Parecióme más acertado el callar, que el mejor remedio en las injurias es despreciarlas. Mucho la sentí, por hacérmela mi amo, que si fuera de un estraño no la estimara en tanto. Mas hube de sufrir; no hice más mudamiento ni di otra respuesta que alzar los ojos al cielo con algunas lágrimas que a ellos vinieron.
La behetría del banquete se pasó y nos fuimos a casa. Díjome mi amo por el camino:
-¿Qué te digo, Guzmanillo? Advierte que lo que hoy te di me importó más de lo que piensas. Ya sé que no tuve razón: mañana te compraré unos zapatos por ello y valdrán más que los huevos.
Alegréme con la manda, porque los que traía estaban rotos y viejos.
Mi ama le debió de contar algunos males de mí, que desde que entramos en casa siempre mi amo me hizo un gesto de probar vinagre, sin que la ocasión llegase de comprar zapatos, que sin ellos me quedé. Como lo vía torcido, procuraba de quitarle los trompezones de delante, sirviéndole con más cuidado que nunca, sin hacerle falta -ni a cosa de la cocina- en un cabello.
Un día de fiesta, como era de costumbre, se hicieron unas empanadas y pasteles, de que sobró un poco de masa, y otro día lunes habían de correrse toros en la plaza. Estaba en la basura una cañilla de vaca casi entera. Yo tenía necesidad, para holgarme, de unas blanquillas, y en un pensamiento empané mi zancarrón, que como lo puse no diferenciaba por defuera de un muy hermoso conejo.
Fuime con él a mi puesto, con ánimo de dar alguna gatada; mas como estaba de priesa, no pude aguardar merchante. Llegó a comprármela un cano y honrado escudero, hícele buena comodidad; concertéla en tres reales y medio; vi el cielo abierto, por volverme presto. Mas cuanta mi priesa era mucha, su flema era grande. Púsose debajo del brazo un reportorio pequeñuelo que llevaba en la mano, colgó del cinto los guantes y lienzo de narices, luego sacó una caja de antojos, y en limpiarlos y ponérselos tardó largas dos horas. Fue destilando del bolsico de un garniel cuarto a cuarto y, poniéndomelos en la mano, cada medio cuarto le parecía cuartillo y le daba seis vueltas, mirándolo hacia el sol.
Apenas me vi con mi dinero, cuando mi amo estaba comigo, que con la falta que hice salió a buscarme. Asióme el brazo diciendo:
-¿Qué prendas rematáis, mancebo?
El escudero estaba presente a todo esto, que no se lo quiso llevar la maldición, para descubrir mi secreto. Halléme atajado, que no supe ni pude darle autor, y por no tenerlo quedó como libro prohibido o mercaderías vedadas, castigándome por ello, pues me pescó las monedas, diciendo:
-Soltad, bellaco. ¿Sois vos el que me alababan? ¿La mosca muerta, el que hacía del fiel, de quien yo fiaba mi hacienda? ¿Esto tenía en mi casa? ¿A vos daba mi pan y regalaba? No más de un pícaro. No me entréis más en casa ni paséis por mi puerta, que quien se abate a poco no perdonará lo mucho, si ocasión se le ofrece.
Y dándome un pescozón y un puntillón a un tiempo, en presencia de mi merchante -que nunca mi mala suerte lo despegó de allí con su flema-, casi me hiciera dar en tierra.
Quedé tan corrido, que no supe responderle, aunque pudiera y tuve harto paño. Mas no siéndome lícito por haber sido mi amo, bajé la cabeza y sin decir palabra me fui avergonzado, que es más gloria huir de los agravios callando, que vencerlos respondiendo.
Capítulo VII
Cómo despedido Gumán de Alfarache de su amo volvió a ser pícaro, y de un hurto que hizo a un especiero
En cualquier acaecimiento, más vale saber que haber; porque, si la Fortuna se rebelare, nunca la ciencia desampara al hombre. La hacienda se gasta, la ciencia crece, y es de mayor estimación lo poco que el sabio sabe que lo mucho que el rico tiene. No hay quien dude los excesos que a la Fortuna hace la ciencia, no obstante que ambas aguijan a un fin de adornar y levantar a los hombres. Pintaron varios filósofos a la Fortuna en varios modos, por ser en todo tan varia; cada uno la dibujó según la halló para sí o la consideró en el otro. Si es buena, es madrastra de toda virtud; si mala, madre de todo vicio, y al que más favorece, para mayor trabajo lo guarda. Es de vidro, instable, sin sosiego, como figura esférica en cuerpo plano. Lo que hoy da, quita mañana. Es la resaca de la mar. Tráenos rodando y volteando, hasta dejarnos una vez en seco en los márgenes de la muerte, de donde jamás vuelve a cobrarnos, y en cuanto vivimos obligándonos, como a representantes, a estudiar papeles y cosas nuevas que salir a representar en el tablado del mundo.
Cualquier vario acaecimiento la descompone y roba, y lo que deja perdido y desafuciado remedia la ciencia fácilmente: ella es riquísima mina descubierta, de donde los que quieren pueden sacar grandes tesoros, como agua de un caudaloso río, sin que se agote ni acabe. Ella honra la buena fortuna y ayuda en la mala. Es plata en el pobre, oro en el rico y en el príncipe piedra preciosa. En los pasos peligrosos, en los casos graves de fortuna, el sabio se tiene y pasa, y el simple en lo llano trompieza y cae. No hay trabajo tan grande en la tierra, tormenta en la mar ni temporal en el aire, que contraste a la ciencia; y así debe desear todo hombre vivir para saber y saber para bien vivir. Son sus bienes perpetuos, estables, fijos y seguros.
Preguntarásme: «¿Dónde va Guzmán tan cargado de ciencia? ¿Qué piensa hacer con ella? ¿Para qué fin la loa con tan largas arengas y engrandece con tales veras? ¿Qué nos quiere decir? ¿Adónde ha de parar?» Por mi fe, hermano mío, a dar con ella en un esportón, que fue la ciencia que estudié para ganar de comer, que es una buena parte della; pues quien ha oficio ha beneficio y el que otro no sabía para pasar la vida, tanto lo estimé para mí en aquel tiempo, como en el suyo Demóstenes la elocuencia y sus astucias Ulixes.
Mi natural era bueno. Nací de nobles y honrados padres: no lo pude cubrir ni perder. Forzoso les había de parecer, sufriendo con paciencia las injurias, que en ellas se prueban los ánimos fuertes. Y como los malos con los bienes empeoran, los buenos con los males se hacen mejores, sabiendo aprovecharse dellos.
¿Quién dijera que tan buen servicio sacara tan mal galardón, por tan inopinada y liviana ocasión? Salvo si no me dices que anda tal el mundo, que por el mismo caso que uno es bueno, diestro en su oficio y en él hace como debe, por eso mismo lo descompone y arrincona para que todo se yerre, o que a los que Dios tiene predestinados tras el pecado les envía la penitencia. ¡Ojalá fuera yo tan dichoso y me lo castigaran a cuerpo presente! Mi amo ya comigo maleaba, que su mujer lo indignó contra mí. Cualquier cerrar de ojos bastara, y aprovechara poco aunque me desvelara mucho en quitarle las ocasiones. Ya estoy en la calle, arrojado y perseguido, sobre despedido. ¿Qué haré, dónde iré, o que será de mí? Pues a voz de ladrón salí de donde estaba, ¿quién me recebirá de buena ni de mala gana?
Acordéme en aquella sazón de mis trabajos pasados, cómo hallaron puerto en una espuerta. Buñolero solía ser, volvíme a mi menester. No me pesó de haberlos tenido, pues así me socorrí dellos. Y es bien a veces tomarlos de voluntad, para que no cansen tanto los forzosos en la necesidad, y pues nunca pueden faltar, justo es enseñarse a tenerlos para mejor saber sufrirlos cuando vengan. Demás que humillan a los hombres a cosas en que después hallan fruto.
No hay trabajo tan amargo que, si quieres, no saques dél un fin dulce, ni descanso tan dulce con que puedas dejar de temer un fin amargo, salvo en el de la virtud. Si como estaba tan a mi gusto acomodado antes no hubiera padecido trabajos, nunca con la bonanza de mi sollastría supiera navegar en saliendo de la cocina, como piloto de agua dulce, ni hallara tan a la mano de qué me socorrer.
¿Qué fuera entonces de mi? ¿No consideras qué turbado, qué afligido estaría y qué triste, quitado el oficio, sin saber de qué valerme ni rincón adonde abrigarme? Con cuanto gané, jugué y hurté, ni compré juro, censo, casa ni capa o cosa con que me cobijar. Habíase todo ido, entrada por salida, comido por servido, jugado por ganado y frutos por pensión.
Del mal el menos: con todas estas desdichas mi caudal estaba en pie, la vergüenza perdida, que al pobre no le es de provecho tenerla, y cuanta menos poseyere le dolerán menos los yerros que hiciere.
Ya me sabía la tierra y había dineros para esportón; mas antes de resolverme a volverlo al hombro, visitaba las noches y a mediodía los amigos y conocidos de mi amo, si alguno por ventura quisiera recebirme: porque ya sabía un poquillo y holgara saber algo más, para con ello ganar de comer. Algunos me ayudaban, entreteniéndome con un pedazo de pan. Debieron de oír tales cosas de mí, que a poco tiempo me despedían sin querer acogerme. Donde la fuerza oprime, la ley se quiebra.
Con estas diligencias cumplí a lo que estaba obligado, para no poder acusarme a mí mismo que volví a lo pasado huyendo del trabajo. Y te prometo que lo amaba entonces, porque tenía de los vicios experiencia y sabía cuánto es uno más hombre que los otros cuanto era más trabajador, y por el contrario con el ocio. Mas no pude ya otra cosa. No sé qué puede ser, que deseando ser buenos nunca lo somos, y aunque por horas lo proponemos, en años nunca lo cumplimos ni en toda la vida salimos con ello. Y es porque no queremos ni nos acordamos de más de lo presente.
Comencé a llevar mis cargos. Comía lo que me era necesario, que nunca fue mi dios mi vientre y el hombre no ha de comer más de para vivir lo que basta, y en excediendo es brutalidad, que la bestia se harta para engordar. Desta manera, comiendo con regla, ni entorpecía el ánimo ni enflaquecía el cuerpo; no criaba malos humores, tenía salud y sobrábanme dineros para el juego.
En el beber fui templado, no haciéndolo sin mucha necesidad ni demasiado, procurando ajustarme con lo necesario, así por ser natural mío, como parecerme malo la embriaguez en mis compañeros, que privándose del sentido y razón de hombres, andaban enfermos, roncos, enfadosos de aliento y trato, y los ojos encarnizados, dando traspiés y reverencias, haciendo danzas con los caxcabeles en la cabeza, echando contrapasos atrás y adelante y, sobre toda humana desventura, hecho[s] fiesta de muchachos, risa del pueblo y escarnio de todos.
Que los pícaros lo sean, ¡andar! Son pícaros y no me maravillo, pues cualquier bajeza les entalla y se hizo a su medida, como a escoria de los hombres... ¡Pero que los que se estiman en algo, los nobles, los poderosos, los que debían ser abstinentes lo hagan! ¡Que el religioso se descomponga el grueso de un pelo en ello! No solamente digo descomponga, pero aun llegar a la raya de poderse notar en semejante vituperio. Digan ellos mismos lo que sienten, cuando sienten, si no es que para llevar el absurdo adelante se disculpan con locuras y trayendo consecuencias que, cometido un yerro, dan en docientos; mas para sí todos entienden la verdad. Afrentosa cosa es tratar dello, infamia usarlo, bellaquería paliarlo, cosa indigna de hombres no abominarlo.
Teníamos en la plaza junto a Santa Cruz nuestra casa propria, comprada y reparada de dinero ajeno. Allí eran las juntas y fiestas. Levantábame con el sol; acudía con diligencia por aquellas tenderas y panaderos, entraba en la carnicería; hacía mi agosto las mañanas para todo el día; dábanme los parroquianos que no tenían mozo que les llevase la comida; hacíalo fiel y diligentemente, sin faltarles un cabello.
Acreditéme mucho en el oficio, de manera que a mis compañeros faltaba y a mí me sobraba para un teniente que siempre se me allegaba. Entonces éramos pocos y andábamos de vagar; agora son muchos y todos tienen en qué ocuparse. Y no hay estado más dilatado que el de los pícaros, porque todos dan en serlo y se precian dello. A esto llega la desventura: hacer de las infamias bizarría y honra de las bajezas y de las veras burla.
Sucedió que se dieron condutas a ciertos capitanes, y luego que acontece lo tal se publica en el pueblo y en cada corrillo y casa se hace Consejo de Estado. La de los pícaros no se duerme, que también gobierna como todos, haciendo discursos, dando trazas y pareceres. No entiendas que por ser bajos en calidad han de alejarse más los suyos de la verdad o ser menos ciertos. Engáñaste de veras, que es antes al contrario, y acontece saber ellos lo esencial de las cosas, y hay razón para ello: porque en cuanto al entendimiento, algunos y muchos hay que, si lo acomodasen, lo tienen bueno. Pues como anden todo el día de una en otra parte, por diversas calles y casas, y sean tantos y anden tan divididos, oyen a muchos muchas cosas. Y aunque suelen decir que cuantas cabezas tantos pareceres, y si uno o un ciento disparan diciendo locuras donosas, otros discurren con prudencia. Nosotros, pues, recogido todo lo de todos, en cuanto se cenaba, referíamos lo que en la Corte pasaba. Demás que no había bodegón o taberna donde no se hubiera tratado dello y lo oyéramos, que allí también son las aulas y generales de los discursos, donde se ventilan cuestiones y dudas, donde se limita el poder del turco, reforman los consejos y culpan a los ministros. Últimamente allí se sabe todo, se trata en todo y son legisladores de todo, porque hablan todos por boca de Baco, teniendo a Ceres por ascendente, conversando de vientre lleno y, si el mosto es nuevo, hierve la tinaja.
Con lo que allí aprendíamos, venía después a tratar nuestra junta de lo que nos parecía. Esta vez acertamos en decir que aquestas compañías marcharían la vuelta de Italia. Fuese averando el caso, porque arbolaron las banderas por la Mancha adentro, subiéndose desde Almodóvar y Argamasilla por los márgenes del reino de Toledo, hasta subir a Alcalá de Henares y Guadalajara, yéndose siempre acercando al mar Mediterráneo.
Parecióme buena ocasión para la ejecución de mis deseos, que con crueles ansias me espoleaban a hacer este viaje por conocer mi sangre y saber quiénes y de qué calidad eran mis deudos. Mas estaba tan roto y despedazado, que el freno de la razón me hacía parar a la raya, pareciéndome imposible efetuarse; pero nunca me desvelaba en otra cosa.
En ésta iba y venía, sin poder apartarla de mí. De día cavaba en ello y de noche lo soñaba. Y, si tiene lugar el proverbio del romano, «si quieres ser Papa estámpalo en la testa», en mí se verificó, que andando en este cuidado solícito, dándole mil trasiegos, me senté a un lado de la plaza junto a una tendera, donde solía ser mi puesto y de mi teniente, y estando con la mano en la mejilla, determinando de pasar, aunque fuera por mochilero si más no pudiera, y aun según estaba me sobraba, oí decir:
-¡Guzmán, Guzmanillo!
Volví el rostro a la voz y sentí que un especiero debajo de los portales de junto a la carnicería me llamaba. Hízome señas con la mano que fuese allá; levantéme por ver qué me quería. Díjome:
-Abre ese esportón.
Echóme dentro cantidad de dos mil y quinientos reales en plata, y en oro, y en cuartos pocos. Preguntéle:
-¿A qué calderero llevamos este cobre?
Díjome:
-¿Cobre le parece al pícaro? ¡Alto!, aguije, que lo voy a pagar a un mercader forastero que me vendió algunas cosas para la tienda.
Esto me decía; mas yo en otro pensaba, que era cómo darle cantonada. Porque no la alegre nueva del parto deseado llegó al oído del amoroso padre, ni derrotado marinero con tormentas descubrió de improviso el puerto que buscaba, ni el rendido muro al famoso capitán que le combate le dio tal alegría ni tuvo tan suave acento, cual en mi alma sentí, oyendo aquella dulce y sonora voz de mi especiero: «Abre esa capacha.»
¡Gran palabra! Letras que de oro se me estamparon en el corazón, dejándolo colmado de alegría. Y más cuando las calificaron, poniéndome actualmente en quieta y pacífica posesión de lo que creí había de ser mi remedio. Desde aquel venturoso punto comencé a dispensar de la moneda, trazando mi vida. Cargué con ella, fingiendo pesar mucho... y me pesaba mucho más de que no era más.
Mi hombre comenzó de andar por delante y yo a seguirle con increíble deseo de hallar algún aprieto o concurso de gente en alguna calle o llegar en alguna casa donde hacer mi hecho. Deparóme la fortuna a la medida del deseo una como 'así me la quiero', pues entrando por la puerta principal salí tres calles de allí por un postigo, y dando bordos de esquina en esquina, el paso largo y no descompuesto, para no dar nota, las fui trasponiendo con lindo aire hasta la puerta la Vega, donde me dejé ir descolgando hacia el río. Atravesé a la Casa del Campo, y ayudado de la noche, caminé por entre la maleza de los álamos, chopos y zarzas, una legua de allí.
En una espesura hice alto, para con maduro consejo pensar en lo porvenir cómo fuese de fruto lo pasado. Que no basta comenzar bien ni sirve demediar bien, si no se acaba bien. De poco sirven buenos principios y mejores medios, no saliendo prósperos los fines. ¿De qué provecho hubiera sido el hurto si me hallaran con él, sino perderlo y a vueltas dél quizás las orejas y haber comprado un cabo de año, si tuviera edad?
Allí entré en acuerdo de lo que fuera bien hacer. Busqué donde el agua tenía más fondo en la mayor espesura y en ella hice un hoyo, y en las telas de mis calzones y sayo envuelta la moneda, la metí, cubriéndola muy bien de arena y piedras por defuera. Puse una señal, no porque me descuidase, que allí residí a la vista por casi quince días; pero para no turbarme después, buscándola dos pies más adelante o atrás, que fuera morirme si cuando metiera la mano dejara de asentarla encima; en especial, que algunas noches me alargaba allí a los lugares de la comarca por viandas para tres o cuatro días, volviendo luego a mi albergue, ensotándome en saliendo el sol por aquel bosque del Pardo.
Desta manera me entretuve en tanto que desmentí las espías y cuadrilleros que sin duda debieron de ir tras de mí. Así se perdió el rastro. Y pareciéndome que todo estaría seguro para poder mudar el rancho y marchar, hice un pequeñuelo lío de los forros viejos que del sayuelo me quedaron, donde metí envuelta la sangre de mi corazón. Quedóme sólo el viejo lienzo de los calzones, un juboncillo desarrapado y una rota camisa; pero todo limpio, que lo había por momentos lavado. Quedé puesto en blanco, muy acomodado para la danza de espadas de los hortelanos.
Anduve a escoger un par de garrotillos lisos. Del uno colgué a las espaldas el precioso fardo, el otro llevé por bordón en la mano. Ya cansado y harto de estar hecho conejo en aquel vivero, temeroso que una guarda o cualquiera que allí me viera residir de asiento no tomase de mí mala sospecha, comencé a caminar de noche a escuras por lugares apartados del camino real, tomando atraviesas, trochas y sendas por medio de la Sagra de Toledo, hasta llegar dos leguas dél a un soto que llaman Azuqueica, que amanecí en él una mañana.
Metíme a la sombra de unos membrillos, para pasar el día. Halléme sin pensar junto a mí un mocito de mi talle. Debía ser hijo de algún ciudadano, que con tan mala consideración como la mía se iba de con sus padres a ver mundo. Llevaba liado su hatillo, y como era caballero novel, acostumbrado a regalo, la leche en los labios, cansábase con el peso, que aun a sí mesmo se le hacía pesado llevarse. No debía de tener mucha gana de volver a los suyos ni ser hallado dellos. Caminaba como yo, de día por los jarales, de noche por los caminos, buscando madrigueras. Dígolo, porque desde que allí llegamos, hasta el anochecer, que nos apartamos, no salió de donde yo. Cuando se quiso partir, tomando a peso el fardo, lo dejó caer en el suelo, diciendo:
-¡Maldígate Dios y si no estoy por dejarte!
Ya nos habíamos de antes hablado y tratado, pidiéndonos cuenta de nuestros viajes, de dónde y quién éramos. Él me lo negó; yo no se lo confesé, que por mis mentiras conocí que me las decía: con esto nos pagamos. Lo que más pude sacarle fue descubrirme su necesidad.
Viendo, pues, la buena coyuntura y disgusto que con el cargo llevaba, y mayor con el poco peso de la bolsa, parecióme sería ropa de vestir. Preguntéle qué era lo que allí llevaba, que tanto le cansaba. Díjome:
-Unos vestidos.
Tuve buena entrada para mis deseos, y díjele:
-Gentilhombre, daríaos yo razonable consejo, si lo quisiésedes tomar.
Él me rogó se lo diese, que siendo tal me lo agradecería mucho. Volvíle a decir:
-Pues vais cargado de lo que no os importa, deshaceos dello y acudid a lo más necesario. Ahí lleváis esa ropa o lo que es; vendedla, que menos peso y más provecho podrá haceros el dinero que sacardes della.
El mozo replicó discretamente, que son de buen ingenio los toledanos.
-Ese parecer bueno es y lo tomara; mas téngolo por impertinente en este tiempo, y consejo sin remedio es cuerpo sin alma. ¿Qué me importa quererlo vender, si falta quien me lo pueda comprar? A mí se me ofrece causa para no entrar en poblado a hacer trueco ni venta, ni alguno que no me conozca querrá comprarlo.
Luego le pregunté qué piezas eran las que llevaba. Respondióme:
-Unos vestidillos para remudar con éste que tengo puesto.
Preguntéle la color y si estaba muy traído. Respondió que era de mezcla y razonable. No me descontentó, que luego le ofrecí pagárselo de contado si me viniese bien. El mozo se puso pensativo a mirarme, que en todo cuanto llevaba no pudieran atar una blanca de canela ni valía un comino, y trataba de ponerle su ropa en precio.
Esta imaginación fue mía, que le debió de pasar al otro y que debía de ser algún ladroncillo que lo quería burlar; porque estuvo suspenso, regateando si lo enseñaría o no, que de mi talle no se podía esperar ni sospechar cosa buena.
Esta diferencia tiene el bien al mal vestido, la buena o mala
presunción de su persona, y cual te hallo tal te juzgo, que donde falta conocimiento el hábito califica, pero engaña de ordinario, que debajo de mala capa suele haber buen vividor.
En el punto entendí su pensamiento, como si estuviera en él, y para reducirlo a buen concepto le dije:
-Sabed, señor mancebo, que soy tan bueno y hijo de tan buenos padres como vos. Hasta agora no he querido datos cuenta de mí, mas porque perdáis el recelo, pienso dárosla. Mi tierra es Burgos, della salí, como salís, razonablemente tratado. Hice lo que os aconsejo que hagáis: vendí mis vestidos donde no los hube menester, y con la moneda que dellos hice y saqué de mi casa, los quiero comprar donde dellos tengo necesidad; y trayendo el dinero guardado y este vestido desarrapado, aseguro la vida y paso libremente; que al hombre pobre ninguno le acomete, vive seguro y lo está en despoblado, sin temor de ladrones que le dañen ni de salteadores que le asalten. Si os place, vendedme lo que no habéis menester y no os parezca que no lo podré pagar, que sí puedo. Cerca estoy de Toledo, adonde es mi viaje: holgaría entrar algo bien tratado y no con tan vil hábito como llevo.
El mozo deshizo su lío, sacó dél un herreruelo, calzones, ropilla, dos camisas y unas medias de seda, como si todo se hubiera hecho para mí. Concertéme con él en cien reales. No valía más, que, aunque estaba bien tratado, el paño no era fino.
Descosí por un lado mi envoltero y dél saqué los cuartos que bastaron; que no le dio poca mohína cuando reconoció la mala moneda, porque iba huyendo de carga y no podía escusarla. Mas consolóse, que era menor que la pasada y más provechosa para cualquier acontecimiento. De allí nos despedimos: él se fue con la buena ventura y yo, aunque tarde, aquella noche me entré en Toledo.
Capítulo VIII
Vistiéndose muy galán en Toledo, Guzmán de Alfarache trató de amores con unas damas. Cuenta lo que pasó con ellas y las burlas que le hicieron, y después otra en malagón
Suelen decir vulgarmente que aunque vistan a la mona de seda, mona se queda. Ésta es en tanto grado verdad infalible, que no padece excepción. Bien podrá uno vestirse un buen hábito, pero no por él mudar el malo que tiene; podría entretener y engañar con el vestido, mas él mismo fuera desnudo. Presto me pondré galán y en breve volveré a ganapán. Que el que no sabe con sudor ganar, fácilmente se viene a perder, como verás adelante.
Lo primero que hice a la mañana fue reformarme de jubón, zapatos y sombrero. Al cuello del herreruelo le hice quitar el tafetán que tenía y echar otro de otra color. Trastejé la ropilla de botones nuevos, quitéle las mangas de paño y púseselas de seda, con que a poca costa lo desconocí todo, con temor que, por mis pecados o desgracia, no cayera en algún lazo donde viniera a pagar lo de antaño y lo de hogaño, que buscando al mozuelo no me vieran sus vestidos, y achacándome haberlo muerto para robarlo, me lo pidieran por nuevo y que diera cuenta dél.
Así anduve dos días por la ciudad, procurando saber dónde o en qué lugar hubiese compañías de soldados. No supo alguno darme nueva cierta. Andábame azotando el aire. Al pasar por Zocodover, aunque lo atravesaba pocas veces y con miedo, y si salía de la posada era mal y tarde, no durmiendo tres noches en una, por no ser espiado si fuera conocido, veo atravesar de camino en una mula un gentilhombre para la Corte, tan bien aderezado que me dejó envidioso.
Llevaba un calzón de terciopelo morado, acuchillado, largo en escaramuza y aforrado en tela de plata. El jubón de tela de oro, coleto de ante, con un bravato pasamano milanés casi de tres dedos en ancho. El sombrero muy galán, bordado y bien aderezado de plumas, un trencillo de piezas de oro esmaltadas de negro, y en cuerpo: llevaba en el portamanteo, un capote, a lo que me pareció de raja o paño morado, su pasamano de oro a la redonda, como el del coleto y calzones.
El vestido del hombre me puso codicia y, como el dinero no se ganó a cavar, hacíame cocos desde la bolsa. No me lo sufrió el corazón. «A buena fe -le dije-, si gana tenéis de danzar, yo os haga el son, y si no queréis andar de gana conmigo, yo la tengo peor de traeros a cuestas. Cumpliréos ese deseo satisfaciendo el mío bien presto, y que no tarde.»
Fuime de allí a la tienda de un mercader, saqué todo recaudo, llamé un oficial, corté un vestido. Dile tanta priesa, que ni fue, como dicen, oído ni visto, porque en tres días me envasaron en él; salvo que, por no hallar buen ante para el coleto, lo hice de raso morado, guarnecido con trencillas de oro. Púseme de liga pajiza, con un rapacejo y puntas de oro, a lo de Cristo me lleve, todo muy a la orden.
Asentábame con el rostro que no había más que pedir, y en realidad de verdad tuve, cuando mozuelo, buena cara.
Viéndome tan galán soldado, di ciertas pavonadas por Toledo en buena estofa y figura de hijo de algún hombre principal. También recibí luego un paje bien tratado que me acompañase. Acerté con uno ladino en la tierra. Parecióme, viéndome entronizado y bien vestido, que mi padre era vivo y que yo estaba restituido al tiempo de sus prosperidades. Andaba tan contento, que quisiera de noche no desnudarme y de día no dejar calle por pasear, para que todos me vieran, pero que no me conocieran.
Amaneció el domingo. Púseme de ostentación y di de golpe con mi lozanía en la Iglesia Mayor para oír misa, aunque sospecho que más me llevó la gana de ser mirado; paseéla toda tres o cuatro veces, visité las capillas donde acudía más gente, hasta que vine a parar entre los dos coros, donde estaban muchas damas y galanes. Pero yo me figuré que era el rey de los gallos y el que llevaba la gala y como pastor lozano hice plaza de todo el vestido, deseando que me vieran y enseñar aun hasta las cintas, que eran del tudesco.
Estiréme de cuello, comencé a hinchar la barriga y atiesar las piernas. Tanto me desvanecía, que de mis visajes y meneos todos tenían que notar, burlándose de mi necedad; mas como me miraban, yo no miraba en ello ni echaba de ver mis faltas, que era de lo que los otros formaban risas. Antes me pareció que los admiraba mi curiosidad y gallardía.
De cuanto a los hombres, no se me ofrece más que decirte; pero con las damas me pasó un donoso caso, digno por cierto de los tan bobos como yo. Y fue que dos de las que allí estaban, la una dellas, natural de aquella ciudad y hermosa por todo estremo, puso los ojos en mí o, por mejor decir, en mi dinero, creyendo que los tenía quien tan bien vestido estaba. Mas por entonces no reparé en ello ni la vi, a causa que me había cebado en otra que a otro lado estaba; a la cual, como le hice algunas señas a lo niño, rióse de mí a lo taimado.
Parecióme que aquello bastaría y que ya lo tenía negociado. Fui perseverando en mi ignorancia y ella en sus astucias, hasta que saliendo de la iglesia se fue a su casa y yo en su seguimiento poco a poco. Íbale por el camino diciendo algunos disparates; tal era ella que, cual si fuera de piedra, no respondió ni hizo sentimiento, pero no por eso dejaba de cuando en cuando de volver la cabeza dándome cara, con que me abrasaba vivo.
Así llegamos a una calle, junto a la solana de San Cebrián, donde vivía, y al entrar en su casa me pareció haberme hecho una reverencia y cortesía con la cabeza, los ojos algo risueños y el rostro alegre.
Con esto la dejé y me volví a mi posada por los mismos pasos. Y a muy pocos andados, vi estar una moza reparada en una esquina, cubierta con el manto, que casi no se le vían los ojos, la cual me había seguido y, sacando solamente los dos deditos de la mano, me llamó con ellos y con la cabeza. Llegué a ver lo que mandaba. Hízome un largo parlamento, diciendo ser criada de cierta señora casada muy principal, a quien estaba obligado agradecer la voluntad que me tenía, tanto por esto cuanto por su calidad y buenos deudos; que gustaría le dijese dónde vivía, porque tenía cierto negocio para tratar comigo.
Ya yo no cabía de contento en el pellejo; no trocara mi buena suerte a la mejor que tuvo Alejandro Magno, pareciéndome que penaban por mí todas las damas. Así le respondí a lo grave, con agradecimientos de la merced ofrecida, que cuando se sirviese de hacérmela, sería para mí muy grande. En esta conversación poco a poco nos acercamos a mi posada; ella la reconoció, y despidiéndonos entréme a comer, que era hora.
Como yo no sabia quién fuera esta señora ni nunca me pareciese haberla visto, no me puso tanta codicia el esperarla, como la otra deseos de verla. Todo se me hacía tarde. Fuime a su calle, di más paseos y vueltas que rocín de anoria y a buen rato de la tarde salió, como a hurto, a hablarme desde una ventana. Pasamos algunas razones; últimamente me dijo que aquella noche me fuese a cenar con ella. Mandé a mi criado comprase un capón de leche, dos perdices, un conejo empanado, vino del Santo, pan el mejor que hallase, frutas y colación para postre, y lo llevase.
Después de anochecido, pareciéndome hora, fui al concierto. Hízome un gran recibimiento de bueno. Ya era hora de cenar. Pedíle que mandase poner la mesa; mas ella buscando novedades y entretenimientos lo dilataba. Metióme en un labirinto, comenzándome a decir que era doncella de noble parte y que tenía un hermano travieso y mal acondicionado, el cual nunca entraba en casa más de a comer y cenar, porque lo restante, días y noches, ocupaba en jugar y pasear.
Estando en esta plática, ves aquí que llamaron con grandes golpes a la puerta.
-¡Ay Dios! -me dijo-. ¡Perdida soy!
Alborotóse mucho, con una turbación fingida de tal manera que a otro más diestro engañara con ella. Y aunque ya la señora sabía el fin y los medios como todo había de caminar, se mostró afligida de no saber qué hacerse. Y como si entonces le hubiera ocurrido aquel remedio, me mandó entrar en una tinaja sin agua, pero con alguna lama de haberla tenido, y no bien limpia; estaba puesta en el portal del patio.
Hice lo que quiso, cubrióme con el tapador y, volviéndose a su estrado, entró el hermano, el cual, viendo la humareda, dijo:
-Hermana, vos tenéis algo de brava con este humo y lloverse la casa: gana tenéis que salga huyendo della. ¿Qué tenemos para cenar con tanta humareda?
Entró en la cocina y, como viese nuestro aparato, salió diciendo:
-¿Qué novedad es ésta? ¿Cuál de nosotros es el que se casa esta noche? ¿De cuándo acá tenemos esto en esta casa? ¿Qué aderezo de banquete es éste o para qué convidados? ¿Esta seguridad tengo yo en vos? ¿Esta es la honra que sustento y dais a vuestros padres y desdichado hermano? La verdad he de saber o todo ha de acabar en mal esta noche.
Ella le dio no sé qué descargos, que con el miedo y estar cubierto no pude bien oír ni entender más de que daba voces y, haciendo del enojado, la mandó asentar a la mesa; y habiendo cenado, él por su persona bajó con una vela, miró la casa y echó la aldaba en la puerta de la calle. Y entrándose los dos en unos aposentos, se quedaron dentro y yo en la tinaja.
A todo esto estuve muy atento y devoto, de suerte que no me quedó oración de las que sabía que no rezase, porque Dios lo cegara y no mirara donde estaba. Viéndome ya fuera de peligro, apartando la tapadera saqué poquito a poco la cabeza, mirando si la señora venía, si tosía o si escupía; y si el gato se meneaba o cualquier cosa, todo se me antojaba que era ella. Mas viendo que tardaba y la casa estaba muy sosegada, salí del vientre de mi tinaja, cual otro Jonás del de la ballena, no muy limpio.
Mas fue mi buena suerte que con el temor de malas cosas que suelen suceder, y más a muchachos, guardaba el buen vestido para de día, valiéndome a las noches del viejo que antes había comprado, y así no me dio cuidado ni pena. Di vueltas por la casa, lleguéme al aposento, comencé a rascar la puerta y en el suelo con el dedo, para que me oyera. Era mal sordo y no quiso oír.
Así se fue la noche de claro. Cuando vi que amanecía, lleno de cólera, triste, desesperado y frío, abrí la puerta de la calle y, dejándola emparejada, salí fuera como un loco, echando mantas y no de lana, haciendo cruces a las esquinas con determinación de nunca volvérselas a cruzar.
Pensando en mis desdichas, llegué al Ayuntamiento y junto a él tenían abierta la puerta de una pastelería. Hartéme de pasteles, pícaros como yo, por serme de mejor sabor. Con ellos pasé al estómago el coraje que me ahogaba en la garganta.
Mi posada estaba cerca. Llamé y abrióme mi criado, que me aguardaba. Desnudéme y metíme en la cama. Con el rastro del enojo no podía tener sosiego ni cuajar sueño. Ya me culpaba a mí mismo, ya a la dama, ya a mi mala fortuna. Y estando en esto, siendo de día claro, ves aquí que llaman a mi aposento. Era la moza que me había seguido el día pasado, y venía su ama con ella. Sentóse a la cabecera en una silla y la criada en el suelo, junto a la puerta.
La señora me pidió larga cuenta de mi vida, quién era y a qué venía y qué tiempo tardaría en aquella ciudad. Mas yo todo era mentira, nunca le dije verdad. Y pensándola engañar, me cogió en la ratonera. Fuila satisfaciendo a sus palabras y perdí la cuenta en lo que más importaba, pues debiéndole decir que allí había de residir de asiento algunos meses, le dije que iba de paso.
Ella por no perder los dados y que no debía apetecer amores tan de repelón, quiso dármelo. Comenzó a tender las redes en que cazarme. Así al descuido, con mucho cuidado, iba descubriendo sus galas, que eran buenas guarniciones de oro y otras cosas, que traía debajo de una saya entera de gorbarán de Italia. Y sacando unos corales de la faltriquera, hizo como que jugaba con ellos y de allí a poco fingió que le faltaba un relicario que tenía engarzado en ellos.
Afligióse mucho, diciendo ser de su marido, y con esto se levantó, como que le importaba volverse luego a su casa, por si allá se hubiera quedado buscarlo con tiempo; y aunque le prometí dar otro y le dije muchas cosas y ofrecí promesas, no pude acabar con ella que más esperase.
Así se fue, dándome la palabra de venir otra vez a visitarme y enviar su criada, en llegando a casa, para darme aviso si había parecido la joya. Yo quedé tristísimo que así se hubiera ido, por ser, como dije, en estremo hermosa, bizarra y discreta. Yo tenía gana de dormir, dejéme llevar del sueño; mas no pude continuarlo dos horas. Como ya tenía cuidados, levantéme a solicitarlos. En cuanto me vestí, se hizo hora de comer y, estando a la mesa, entró la criada. La cual, como diestra, me entretuvo hasta que hubiera comido y díjome que volvía si por ventura jugando su ama con el rosario, se le hubiese allí caído la pieza. Todos la buscamos mas no pareció, porque no faltaba.
Encarecióme que no sentía tanto su valor como el ser cuya era. Figuróme el tamaño y la hechura, obligándome con buenas palabras a que le comprase otra de mi dinero, prometiéndome que el día siguiente al amanecer sería comigo su señora, porque saldría en achaque de ir a cierta romería. Así me fui con ella a los plateros y le compré un librito de oro muy galano, el que la moza escogió y ya el ama le habría echado el ojo. Con él se quedaron, que nunca supe más de ama ni moza.
Ya eran las tres de la tarde, y el pan en el cuerpo no se me cocía, deseando saber la ocasión de la noche pasada y si había sido burla; y olvidado de la injuria, volví a mi paseo. Estaba la señora el rostro como triste y que me esperaba. Llamóme con la mano, poniendo un dedo en la boca y volviendo atrás la cara, como si hubiera alguien a quien temer, y, llegándose a la puerta, dijo que me adelantase hacia la Iglesia Mayor.
Hícelo así. Ella tomó su manto y llegamos entrambos casi a un tiempo. Atravesó por entre los dos coros y salió a la calle de la Chapinería, guiñándome de ojo que la siguiera. Fuime tras ella. Entróse en la tienda de un mercader en el Alcaná y yo con ella. Diome allí satisfaciones, haciendo mil juramentos, no haber tenido culpa ni haber sido en su mano lo pasado; hinchóme la cabeza de viento, creíle sus mentiras bien compuestas; prometióme que aquella noche lo emendaría y, aunque aventurase a perder la vida, la arriscaría por mi contento. Rindióme tanto, que pudieran amasarme como cera.
Compró algunas cosas que montaron como ciento y cincuenta reales, y al tiempo de la paga dijo al mercader:
-¿Cuánto tengo de dar desta deuda cada semana?
Él respondió:
-Señora, no las doy por ese precio ni vendo fiado; si Vuesa Merced trae dineros, llevará lo que ha comprado, y si no, perdone.
Yo le dije:
-Señor, esta señora se burla, que dineros tiene con que pagarlo: yo tengo su bolsa y soy su mayordomo.
Así, sacando de la faltriquera unos escudos por hacer grandeza con ellos, también saqué mi barba de vergüenza y a la dama de deuda.
Al punto se me representó haber sido estratagema para pagarse adelantado y no quedarse burlada, como acontece con algunos; y no me pesó de lo hecho, pareciéndome que con mi buen proceder la tenía obligada y no diera mis dos empleos de aquel día en las dos damas por México y el Perú. Así le pregunté si su promesa sería cierta y a qué hora. Asegurómela sin duda para las diez de la noche.
Ella se fue a su casa y yo a entretener el día, pareciéndome tener los dos lances en el puño. A la hora del concierto me puse mi vestidillo y volví a la atahona. Hice la seña concertada, que fue dar unos golpes con una piedra por bajo de su ventana, mas fue como darlos en la Puente de Alcántara.
Parecióme quizá no sería hora o no podía más. Esperé otro poco y así me estuve hasta las doce de la noche, haciendo señas a tiempos; mas hablad con San Juan de los Reyes, que es de piedra. Era cansar en vano y burlería, que el que decía ser su hermano era su galán, y se sustentaban con aquellos embelecos, estando de concierto los dos para cuanto hacían.
Eran cordobeses, bien tratadas las personas y, entre los más tordos nuevos que habían cazado, era un mancebico escribanito, recién casado, que, picado de la señora, le había dado ciertas joyuelas y, como a mí, lo llevaba en largas, haciéndolo esperar, pechar y despechar. Mas, cuando él conoció ser bellaquería, determinó vengarse.
Aquella noche yo estaba ya cansado de aguardar, como lo has oído, y cuando me quería ir, ves aquí veo venir gran tropel de gente. Adelantéme, pareciéndome justicia, y sentí que llamaron a la misma puerta. Volví acercándome un poco, por ver qué buscaba la turbamulta, y un corchete, diciendo quien eran, hizo que abriesen. Cuando entraron, me llegué a la puerta, por mejor entender lo que pasaba. El alguacil miró toda la casa y no halló cosa de lo que buscaba. Yo que quisiera decir: «Miren las tinajas» y echar a huir; mas a la mi fe que ya el escribanito sabía si estaban empegadas, que cuidado tuvo en hacerlas mirar; y como estas cosas no pueden tanto encubrirse que si se repara en ellas no se conozcan fácilmente, no faltó quien vio en el suelo un puño postizo, que al tiempo de esconder la ropa del hermano se quedó allí. Y como se hacía el oficio entre amigos, dijo un corchete:
-Aun este puño dueño tiene.
La dama lo quiso encubrir; pero entretanto volvieron a dar vuelta con más cuidado. Y pareciéndole al alguacil que en un cofre grande que allí estaba pudiera caber un hombre, lo hizo abrir, donde hallaron al galán. Vistiéronse los dos y de conformidad los llevaron a la cárcel.
Yo quedé tan contento cuanto corrido: contento de que no me hubiesen hallado dentro y corrido de las burlas que me habían hecho. Todo lo restante de la noche no pude reposar, pensando en ello y en la otra señora que aguardaba, creyendo esquitarme con ella. Figurábala entre mí mujer de otra calidad y término. Todo aquel día la esperé, pero ni aun siquiera un recaudo me envió ni supe dónde vivía ni quién era. Ves aquí mis dos buenos empleos y si me hubiera sido mejor comprar cincuenta borregos.
Estaba desesperado y, para consuelo de mis trabajos, a la noche, cuando fui a la posada, hallé un alguacil forastero preguntando por no sé qué persona. Ya ves lo que pude sentir. Díjele a mi criado que me esperase hasta la mañana. Salí por la puerta del Cambrón, donde pensando y paseando pasé casi hasta el día, haciendo mis discursos, qué podía querer o buscar aquel alguacil; mas como amaneciese, parecióme hora segura para ir a casa y mudar de vestido y posada. Aseguré mi congoja, porque no era yo a quien buscaba, según me dijeron.
Salí a la plaza de Zocodover. Pregonaban dos mulas para Almagro. Más tardé en oírlo que en concertarme y salir de Toledo. Porque allí todo me parecía tener olor de esparto y suela de zapato. Aquella noche tuve en Orgaz, y en Malagón la siguiente. Pero con el sobresalto, de que las noches antes no había podido reposar, llegué tan dormido que a pedazos me caía, como dicen; mas despertóme otro nuevo cuidado, y fue que, entrando en la posada, se llegó a tomar la ropa una mozuela, más que criada y menos que hija, de bonico talle, graciosa y decidora, cual para el crédito de tales casas las buscan los dueños dellas.
Habléla y respondió bien. Fuimos adelantando la conversación de suerte que concertó conmigo de hablarme cuando sus amos durmiesen. Puso la mesa; dile una pechuga de un capón; brindéla y hizo la razón; quise asirla de un brazo, desvióse. Yo por llegarla y ella por huir, caí de lado en el suelo. Era la silla de costillas. Cogióme en medio, de que recebí un mal golpe, y sucediera peor porque se me cayó la daga desnuda de la cinta y, dando con el pomo en el suelo, quedó arriba la punta y se hincó por un brazo de la silla, que fue milagro no matarme, y concluyendo comigo dejara pagados mis acreedores.
Volvíle a preguntar si esperaría. Díjome que si falta hubiese yo lo vería, y otras algunas chocarrerías con que se despidió de mí. Las noches antes ya te dije lo mal que se pasaron. Tal estaba, que fue imposible resistirme; pero tuve deseo de madrugar, aunque nunca durmiera. Y así, mandé a mis criados tomasen paja y cebada para el pienso de la mañana y lo metiesen en mi aposento. Lo cual hecho y habiéndolo puesto junto a la puerta, me la dejaron emparejada y se fueron a dormir.
Aunque me ejecutaba el sueño, la codicia me desvelaba y, no valiendo mi resistencia, me puse en manos del ejecutor, durmiendo -como dicen- a media rienda. Ves aquí después de la media noche se soltó una borrica de la caballeriza, o bien si era del huésped y andaba en fiado por la casa. Ella se llegó a mi aposento y, habiendo olido la cebada, metió bonico la cabeza por alcanzar algún bocado, y en llegando al harnero, meneólo, y procurando entrar sonó la puerta. Yo, que estaba cuidadoso, poco bastaba para recordarme. Ya pensé que tenía los toros en el coso. Estaba todavía soñoliento: parecióme que no acertaba con la cama. Púseme sentado en ella y llaméla.
Como la borrica me sintió, temió y estúvose queda, salvo que metió una mano en el esportón de la paja. Yo, creyendo que fuese la señora y que tropezaba en él, salté de la cama diciendo:
-¡Entra, mi vida, daca la mano!
Alargué todo el cuerpo para que me la diese. Toquéle con la rodilla en el hocico; alzó la cabeza, dándome con ella en los míos una gran cabezada y fuese huyendo, que si allí se quedara no fuera mucho con el dolor meterle una daga en las entrañas. Salióme mucha sangre de la boca y narices y, dando al diablo al amor y sus enredos, conocí que todo me estaba bien empleado, pues como simple rapaz era fácil en creer. Atranqué mi puerta y volvíme a la cama.
Capítulo IX
Llegando a almagro, Gumán de Alfarache asentó por soldado de una compañía. Refiérese de dónde tuvo la mala voz: «en malagón en cada casa un ladrón, y en la del alcalde hijo y padre»
Como si el amor no fuese deseo de inmortalidad causado en un ánimo ocioso, sin principio de razón, sin sujeción a ley, que se toma por voluntad, sin poderse dejar con ella, fácil de entrar al corazón y dificultoso de salir dél, así juré de no seguir su compañía.
Estaba dormido, no supe lo que dije. Tal era mi sueño entonces, que con todo mi dolor no había bien recordado. Con esto no pude madrugar; quedéme en la cama hasta las nueve del día. Entró a estas horas la muy tal y cual a darme satisfaciones de mesón: que sus amos la encerraron. Aunque bien creí que lo hizo de bellaca y mentía, y así la dije:
-Vuestros amores, hermana Lucía, mal enojado me hane, comenzaron por silla y acabaron en albarda. No me la volveréis a echar otra vez; aderezadnos de almorzar, que me quiero ir.
Asaron dos perdices y un torrezno, que sirvió de almuerzo y comida, por ser tarde y la jornada corta. Ya me quería partir, las mulas estaban a punto; era la mía mohína de condición y de mal proceder. Quise subir en un poyo para de allí ponerme en ella, y al pasar por detrás creo que me debía de querer decir que no lo hiciese o que me quitase de allí, y como no supo hablar mi lengua para que la entendiese, alzando las piernas y dándome dos coces, me arrojó buen rato de sí. No me hizo mal, porque me alcanzó de cerca y con los corvejones:
-Aun esto más me estaba guardado -dije algo levantada la voz-: no hay hembra que en esta posada no tenga cobrado resabio, aun hasta la mula.
Subí en ella, y por el camino, visto las desgracias que había tenido, les fui contando a mis criados lo de la burra. Riéronse mucho dello y más de mi mozo entendimiento en fiar de moza de venta, que no tienen más del primer tiempo. Teníamos andadas dos largas leguas y el mozo de a pie quiso beber. Daca la bota, toma la bota; la bota no parece, que nos la dejamos olvidada.
-¡Aun si por el retozo -dijo el mozo- hizo la señora presa en ella, porque no la trajésemos algo de balde!
Mi paje respondió:
-Antes me parece que nos la hurtaron por sacar adelante la fama deste pueblo.
Entonces tuve deseo de saber qué origen tuvo aquella mala voz. Y como los que andan siempre trajinando de una en otra parte y oyen tratar de semejantes cosas a varias personas, me pareció que podía preguntárselo a mi hombre de a pie y le dije:
-Hermano Andrés, pues fuistes estudiante y carretero y ahora mozo de mulas, ¿no me diréis, si habéis oído, de dónde se le quedó a este pueblo la opinión que tiene y por qué se dijo: «En Malagón en cada casa hay un ladrón, y en la del alcalde hijo y padre»?
El mozo respondió diciendo:
-Señor, Vuestra Merced me pregunta una cosa que muchas veces me han dicho de muchas maneras, y cada uno de la suya; pero, si he de referirlas, es el camino corto y el cuento largo y grande la gana de beber, que no puedo con la sed formar palabra. Mas vaya como pudiere y supiere, dejando aparte lo que no tiene color ni sombra de verdad, y conformándome con la opinión de algunos a quien lo oí; de cuyo parecer fío el mío por ser más llegado a la razón. Que en lo que no la tenemos natural ni por tradición de escritos, cuando tiene sepultadas las cosas el tiempo, el buen juicio es la ley con quien habemos de conformarnos. Y así, esto tiene origen, que corre de muy lejos, en esta manera: «En el año del Señor de mil y docientos y treinta y seis, reinando en Castilla y León el rey don Fernando el Santo, que ganó a Sevilla, el segundo año después de fallecido el rey don Alonso de León, su padre, un día estaba comiendo en Benavente y tuvo nueva que los cristianos habían entrado la ciudad de Córdoba y estaban apoderados de las torres y castillos del arrabal que llaman Ajarquía, con aquella puerta y muro y que, por ser los moros muchos y los cristianos pocos, estaban muy necesitados de socorro. Este mismo despacho habían enviado a don Alvar Pérez de Castro, que estaba en Martos, y a don Ordoño Álvarez, caballeros principales de Castilla, de mucho poder y fuerzas, y otras muchas personas, que les diesen su favor y ayuda. Cada uno de los que lo supieron acudió al momento, y el rey se puso luego en el camino sin dilatarlo, no obstante que le dieron la nueva en veintiocho de enero y el tiempo era muy trabajoso de nieves y fríos. Nada se lo impidió, que partió al socorro, dejando dada orden que sus vasallos partiesen en su seguimiento, porque no llegaban a cien caballeros los que con él salieron. Lo mismo envió a mandar a todas las ciudades, villas y lugares, enviasen su gente a esta frontera donde él iba. Cargaron mucho las aguas, crecieron arroyos y ríos, que no dejaban pasar la gent. Juntáronse en Malagón cantidad de soldados de diferentes partes, tantos, que con ser entonces lugar muy poblado y de los mejores de su comarca, para cada casa hubo un soldado y en algunas a dos y tres. El alcalde hospedó al capitán de una compañía y a un hijo suyo que traía por alférez della. Los mantenimientos faltaban, el camino se trajinaba mal, padecíase necesidad y cada uno buscaba su vida robando a quien hallaba qué. Un labrador gracioso del propio lugar salió de allí camino de Toledo, y encontrándose en Orgaz con una escuadra de caballeros, le preguntaron de dónde era. Respondió que de Malagón. Volviéronle a decir: '¿Qué hay por allá de nuevo?' Y dijo: 'Señores, lo que hay de nuevo en Malagón es en cada casa un ladrón, y en la del alcalde quedan hijo y padre'. Este fue el origen verdadero de la falsa fama que le ponen, por no saber el fundamento della. Y es injuria notoria en nuestro tiempo, porque en todo este camino dudo se haga otro mejor hospedaje ni de gente más comedida, cada una en su trato. También podré decir que habemos visto en él hurtos calificados de mucha importancia.»
En esto íbamos tratando por alivio del camino, cuando de un caminante supe que en Almagro estaba una compañía de soldados. Certificóme dello y alegréme grandemente, que sólo eso buscaba para salir de congoja. En llegando a la villa, luego a la entrada della, vi en la calle Real en una ventana una bandera. Pasé adelante y fuime a posar a uno de los mesones de la plaza, donde cené temprano, yéndome luego a dormir para restaurar algo de tantas malas noches pasadas. El mesonero y huéspedes, viéndome llegar bien aderezado y servido, preguntaban a mis criados quién fuese, y como no sabían otra cosa más de lo que me habían oído, respondían que me llamaba don Juan de Guzmán, hijo de un caballero principal de la casa de Toral.
A la mañana temprano mi paje me dio de vestir; compuse mis galas y, oída una misa, fui a visitar al capitán, diciéndole cómo venía en su busca para servirle. Recibióme con mucha cortesía, el rostro alegre, y lo merecía muy bien el mío, el vestido y dineros que llevaba, que serían pocos más de mil reales, porque los otros habían tomado vuelo y hicieron el del cuervo en vestidos, amores y camino.
Asentóme en su escuadra y a su mesa, tratándome siempre con mucha crianza. Y en remuneración dello lo comencé a regalar y servir, echando de la mano como un príncipe, cual si tuviera para cada martes orejas o si como en cada lugar había de hallar otro especiero, otro río y otro bosque adonde poder ensotarme tan sin miedo. Con tanta prodigalidad lo despedía y arrojaba en dos a siete y en tres a once, visitaba tan a menudo las tablas de la bandera, que ya, ganando pocas veces y perdiendo muchas, me adelgazaba.
Con esto me entretuve hasta que comenzamos a marchar, que para socorrer la compañía nos metieron en la iglesia. De allí fuimos uno a uno saliendo, y cuando a mí me llamaron y el pagador me vio, parecíle muy mozo; no se atrevió a pasar mi plaza, conforme a la instrucción que llevaba. Encolericéme en gran manera; tanto me encendí, que casi me descompuse a querer decir algunas libertades de que después me pesara, pues con ello quedaba obligado a más de lo que era lícito.
¡Oh, lo que hacen los buenos vestidos! Yo me conocí un tiempo que me mataban a coces y pescozones y dellos traía tuerta la cabeza: callaba y sufría; y ahora estimé por el cielo lo que no pesaba una paja, encendiéndome en cólera rabiosa. Entonces experimenté cómo no embriaga tanto el vino al hombre cuanto el primero movimiento de la ira, pues ciega el entendimiento sin dejarle luz de razón. Y si aquel calor no se pasase presto, no sé cuál ferocidad o brutalidad pudiera parangonizarse con la nuestra. Pasóseme aquel incendio súbito, y, reportado un poco, le dije:
-Señor pagador, la edad poca es; pero el ánimo mucho: el corazón manda y sabrá regir el brazo la espada, que sangre hay en él para suplir cosas muy graves.
Él me respondió con mucha cordura:
-Es así, señor soldado, y lo tal creo con más veras de lo que se me puede decir; mas la orden que traigo es ésta, y en excediendo della lo pagaré de mi bolsa.
No tuve qué responder a sus buenas palabras, aunque las colores que me sacó el enojo al rostro no se me pudieron quitar tan presto.
Al capitán pesó mucho deste agravio: recibiólo como proprio. En quitarle mi plaza creyó que luego dejara su compañía, y vuelto contra el pagador se alargó con él de manera que, a no ser tan compuesto en sufrir, se levantara entonces algún grande alboroto. Sosegóse la pendencia, y el socorro hecho, el capitán vino a visitarme a la posada diciéndome con término bizarro lo que sentía mi pesadumbre, y con palabras y promesas honrosas me dejó contento a toda satisfación.
Tal fuerza tiene la elocuencia que, como los caballos dejan gobernarse de los buenos frenos, así a las iras de los hombres, las razones comedidas son poderosas trocar las voluntades, mudando los ánimos ya determinados, reduciéndolos fácilmente. Aunque yo estuviera resuelto en dejarlo, su oración me persuadiera en quedarme.
Estuvimos en la conversación buen rato. Y, si va a decir verdades, murmuramos de la corta mano de los hombres valerosos y cuán abatida estaba la milicia, qué poco se remuneraban servicios, qué poca verdad informaban dellos algunos ministros, por sus proprios intereses, cómo se yerran las cosas porque no se camina derechamente al buen fin dellas, antes al provecho particular que a cada uno se le sigue. Y porque aquel sabe que el otro, aunque con buen celo, gobierna y guía, lo tuerce y desbarata, metiendo de traviesa sus enredos, por alcanzar a ser el solo dueño; y por el mismo caso buscará mil rodeos y arcaduces y, aliándose con sus enemigos, lo es de sus amigos, porque venga a parar a su puerta la danza, puestos los ojos a su mejor fortuna. Quiere ser semejante al Altísimo y poner su silla en Aquilón y que otro no la tenga. Llevan los tales la voz en el servicio de su rey, pero las obras enderezadas para sí: como el trabajador que levanta los brazos al cielo y da con el golpe del azadón en el suelo. Ordenan guerras rompen paces, faltando a sus obligaciones, destruyendo la república, robando las haciendas y al fin infernando las almas. ¡Cuántas cosas se han errado, cuántas fuerzas perdido, cuántos ejércitos desbaratado, de que culpan al que no lo merece y sólo se causa porque lo quieren ellos! Que aquel mal ha de ser su bien, y si sucediera bien resultara mal para ellos. Así va todo y así se pone de lodo.
-¿Quiere Vuesa Merced ver a lo que llega nuestra mala ventura, que siendo las galas, las plumas, las colores lo que alienta y pone fuerzas a un soldado para que con ánimo furioso acometa cualesquier dificultades y empresas valerosas, en viéndonos con ellas somos ultrajados en España y les parece que debemos andar como solicitadores o hechos estudiantes capigorristas enlutados y con gualdrapas, envueltos en trapos negros? Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de honrar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que otro tiempo peleaba y con la reputación temblaba dél todo el mundo, ya por nuestros pecados la tenemos casi perdida. Estamos tan falidos que aun con las fuerzas no bastamos; pues los que fuimos somos y seremos. Dé Dios conocimiento destas cosas y emiende a quien las causa, yendo contra su rey, contra su ley, contra su patria y contra sí mesmos. Ahora, señor don Juan, el tiempo le doy por testigo de mi verdad y de los daños que causa la codicia en la privanza. Della nace el odio, del odio la invidia, de la invidia disensión, de la disensión mala orden. Infiera de allí adelante lo que podrá resultar. Vuesa Merced no se aflija, que ya marchamos. En Italia es otro mundo y le doy mi palabra de le hacer dar una bandera. Que, aunque es menos de lo que merece, será principio para poder ser acrecentado.
Agradecíselo mucho; despedímonos. Él quisiera irse solo; yo porfiaba en acompañarlo a su posada. No me lo consintió. Luego otro día comenzó a marchar la compañía sin parar hasta que nos acercamos a la costa -y el señor capitán a la mía, gastando largo. Estuvimos esperando que viniesen las galeras. Tardaron casi tres meses, en los cuales y en lo pasado la bolsa rendía y la renta faltaba. La continuación del juego también me dio priesa y así me descompuse, no todo en un día, sino de todo en los pasados. Yo quedé cual digan dueñas, pues vine a volverme al puesto con la caña.
¡Cuánto sentí entonces mis locuras! ¡Cuánto reñí a mí mismo! ¡Qué de emiendas propuse, cuando blanca para gastar no tuve! ¡Cuántas trazas daba de conservarme, cuando no sabía en cuál árbol arrimarme! ¿Quién me enamoró sin discreción? ¿Quién me puso galán sin moderación? ¿Quién me enseñó a gastar sin prudencia? ¿De qué sirvió ser largo en el juego, franco en el alojamiento, pródigo con mi capitán? ¡Cuánto se halla trasero quien ensilla muy delantero! ¡Cuánta torpeza es seguir los deleites!
De seso salía en ver mis disparates, que habiéndome puesto en buen predicamento, no supe conservarme. Ya por mis mocedades ni era tenido ni estimado. Los amigos que con la prosperidad tuve, la mesa franca del capitán y alférez, la escuadra en que me deseaban alistar, parece que el solano entró por ello y lo abrasó, pasó como saeta, corrió como rayo en abrir y cerrar el ojo. Como iba faltando el dinero de que disponer, me comenzaron a descomponer poco a poco, pieza por pieza: quedé degradado. Fue el obispillo de San Nicolás, respetado el día del santo, y yo hasta no tener moneda.
Los que comigo se honraban, los que me visitaban, los que me entretenían, los que acudían a mis fiestas y banquetes, apurada la bolsa, me dieron de mano, ninguno me trataba, nadie me conversaba. Yo no sólo esto, mas ni me permitían los acompañase. Hedió el oloroso, fue mohíno el alegre, deshonró el honrador, sólo por quedar pobre. Y como si fuera delito, me entregaron al brazo seglar: mi trato, mi conversación era ya con mochileros. Y en eso vine parar. Y es justa justicia que quien tal hace, que así lo pague.
Capítulo X
Lo que a Gumán de Alfarache le sucedió sirviendo al capitán, hasta llegar a Italia
Qué agro se me hizo de comenzar, qué pesado de pasar, qué triste de padecer nueva desventura. Mas ya sabía de aquel menester y en él había traído los atabales a cuestas. Presto me hice al trabajo, que es gran bien saber de todo, no fiando de bienes caducos, que cargan y vacían como las azacayas: tan presto como suben bajan.
Con una cosa quedé consolado, que en el tiempo de mi prosperidad gané crédito para en la adversidad. Y no lo tuve por pequeña riqueza, habiendo de quedar pobre, dejar estampado en todos que era noble, por las obras que de mí conocieron. Mi capitán me estimó en algo, reconocido de las buenas que le hice, quiso y no pudo remediarme, porque aun a sí mismo no podía. Conservóme a lo menos en aquel buen punto que de mí conoció luego que me trató, teniendo respeto a quienes debían de ser mis padres.
Necesitéme a desnudarme, poniendo altiveces a una parte. Volví a vestirme la humildad que con las galas olvidé y con el dinero menosprecié, considerando que no me asentaban bien vanidad y necesidad. Que el poderoso se hinche, tiene de qué y con qué; mas que el necesitado se desvanezca, es camaleón, cuanto traga es aire sin sustancia. Y así, aunque es aborrecible el rico vano, tanto es insufrible y escandaloso el pobre soberbio.
Vi que no la podía sustentar. Di en servir al capitán mi señor, de quien poco antes había sido compañero. Hícelo con el cuidado que al cocinero. Mandábame con encogimiento, considerando quien era y que mis excesos, la niñez y mal gobierno de mocedad me habían desbaratado hasta ponerme a servirle, y estaba seguro de mí no haría cosa que desdijese de persona noble por ningún interese. Teníame por fiel y por callado, tanto como sufrido; hízome tesorero de su secreto, lo cual siempre le agradecí.
Manifestóme su necesidad y lo que pretendiendo había gastado, el prolijo tiempo y excesivo trabajo con que lo había alcanzado rogando, pechando, adulando, sirviendo, acompañando, haciendo reverencias prostrada la cabeza por el suelo, el sombrero en la mano, el paso ligero, cursando los patios tardes y mañanas. Contóme que, saliendo de Palacio con un privado, porque se cubrió la cabeza en cuanto se entró en su coche, le quiso con los ojos quitar la vida y se lo dio a entender dilatándole muchos días el despacho, haciéndole lastar y padecer.
Líbrenos Dios, cuando se juntan poder y mala voluntad. Lastimosa cosa es que quiera un ídolo destos particular adoración, sin acordarse que es hombre representante, que sale con aquel oficio o con figura del y que se volverá presto a entrar en el vestuario del sepulcro a ser ceniza, como hijo de la tierra. Mira, hermano, que se acaba la farsa y eres lo que yo y todos somos unos. Así se avientan algunos como si en su vientre pudiesen sorber la mar y se divierten como si fuesen eternos y se entronizan como si la muerte no los hubiese de humillar. Bendito sea Dios que hay Dios. Bendita sea su misericordia, que previno igual día de justicia.
Mi capitán me lastimó con su pobreza, porque no sabía con qué remediarla. Y tanto cuanto un noble tiene más necesidad, tanto se compadece della más el pobre que el rico. Algunas joyas tenía para poder vender; mas honrábase con ellas, y como estaba de partida para embarcarse donde las había menester, hacíasele de mal deshacer lo mucho para remediar lo poco.
En el tiempo que tardaron las galeras, anduvimos por alojamientos. Con la confesión que mi amo me hizo, lo entendí, y el fin para que me la hizo. Díjele:
-Ya, señor, tengo noticia experimentada de lo que son buena y mala suerte, prosperidad y adversidad. En mis pocos años he dado muchas vueltas. Lo que en mí fuere, tendré la lealtad que debo a mi señor y a quien soy. Vuesa Merced se descuide, que arriscaré mi vida en su servicio dando trazas para que, en tanto que mejor tiempo llegue, se pase lo presente con menos trabajo.
Así me encargué de más que mis fuerzas ni el ingenio prometían. De allí adelante hacía de oficio cosas de admiración. En cada alojamiento cogía una docena de boletas, que ninguna valía de doce reales abajo, y algunas hubo que contribuyeron cincuenta. Mi entrada era franca en todas las posadas, sin estar en alguna segura de mis manos ni el agua del pozo. jamás dejó mi señor de tener gallina, pollo, capón o palomino a comida y cena, y pernil de tocino entero, cocido en vino, cada domingo.
Nunca para mí reservé cosa en los encuentros que hice; siempre le acudí con todo el pío. Si en algún asalto me cautivaba el huésped, siendo poco, pasaba por niñería, y si de consideración, el castigo era cogerme mi amo en presencia del que de mí se querellaba y, haciéndome maniatar, con un zapato de suela delgada me daba mucho del zapateado; por ser hueco sonaba mucho y no me dolían. Algunas veces había padrinos y me la perdonaban; mas, cuando faltasen, el castigo no era riguroso ni levantaba roncha. Y como sabía que me daban más por cumplir que con gana, sin haberme tocado al sayo levantaba el grito que hundía la casa. Desta manera satisfacíamos él con su obligación y yo la necesidad, reparando la hambre y sustentando la honra.
Salíame por los caminos a tomar bagajes; vendíales el favor, encareciendo a los dueños lo que me costaba volvérselos; pagábanlo a dinero. Los que nos daban en los lugares, rescataba los que podía, hacíalos escurridizos y decía que se huyeron. En las muestras y socorros metía cuatro o seis mozos acomodados del pueblo: pasábanles las plazas. Tal vez hubo que metiendo uno en la iglesia por cima del osario cinco veces, cobró cinco socorros, y para el postrero le puse un parche sobre las narices por desconocerlo, y cada vez le trocaba el vestido, porque mi demasía no descubriera la trampa, entrevándome la flor. Con estas travesuras y otros embustes le valía mi persona tanto como cuatro condutas. Estimábame como a su vida; mas era gran gastador y hacíasele poco.
Llegados a Barcelona para embarcarnos, hallóse fatigado, sin moneda de rey ni traza de buscarla, ni allí podían ser las mías de provecho. Sentílo melancólico, triste, desganado; conocíle le enfermedad, como médico que otras veces lo había curado della. Ofrecióseme de improviso su remedio. Llevaba no sé cuáles joyuelas y un agnusdei de oro muy rico. Pesábale deshacerse dello y díjele:
-Señor, si de mí se puede hacer confianza, déme ese agnusdei, que le prometo volvérselo mejorado dentro de dos días.
Alegróse oyéndome, y como haciendo burla me dijo:
-¿Cuál embeleco tienes ya trazado, Guzmanillo? ¿Hay por ventura cuajadas algunas de las bellaquerías que sueles?
Y porque sabía que se podía fiar de mi habilidad su provecho y de mi secreto su honra y que su joya estaba segura, sin rogárselo muchas veces me lo dio, diciendo:
-Quiera Dios que me lo vuelvas y como lo piensas te suceda. Veslo ahí.
Tomélo, metílo en el pecho, guardado en una bolsilla bien atada y amarrada en un ojal del jubón. Fuime derecho a casa de un platero confeso, gran logrero, que allí había. Hícele larga relación de mi persona, de la manera que vine a la compañía y lo mucho que en ella en poco tiempo había gastado, reservando para mayor necesidad una joya muy rica que tenía, que, si me la pagase algo menos de su valor, se la daría; pero que se informase primero de mí, quién era y mi calidad y, en sabiéndolo, sin decir para qué lo preguntaba, teniendo bastante satisfación, se saliese a la marina, que allí lo esperaba solo.
El hombre, codicioso de la pieza, se informó del capitán, oficiales y soldados, hallando la relación que le parecía bastante. Contestaron todos una misma cosa: ser hijo de un caballero principal, noble y rico, que deseoso de pasar a Italia vine con dos criados, muy bien tratada mi persona y con dineros, que todo lo desperdicié como mozo, quedando perdido cual me vía. El confeso salió donde lo esperaba y me contó lo que le habían dicho. Estaba satisfecho, que seguramente podía comprar de mí cualquiera cosa. Pidióme la joya para verla, que me la pagaría por lo que valiese. Díjele que nos apartásemos a solas en parte secreta y allí se la enseñaría.
Fuímonos alargando un poco y, donde me pareció lugar conveniente, metí la mano en el seno y saqué el agnusdei de oro, de cuyo precio estaba yo bien informado, como del que lo había pagado. Satisfízole al platero. Crecióle la codicia de comprarlo, porque demás que estaba bien obrado tenía piedras de precio. Pedíle por él docientos escudos, y era muy poco menos lo que había costado de lance. Comenzálo a deshacer, bajándolo de punto: púsole cien faltas y ofrecióme mil reales a la primera palabra. Resolvíme que habían de ser ciento y cincuenta escudos y los valía como un real: no quería bajar de allí; sirva de aviso al que vende, que nunca baje al precio en que ha de dar la cosa, sino espere a que suba el comprador a lo en que la puede llevar.
Dimos y tomamos. Mi hombre se puso en darme ciento y veinte escudos de oro en oro. Parecióme que de allí no subiría y que bastaban para lo que yo pretendía; rematéselo. Bien deseó no apartarse ni dejarme hasta tenerlo pagado y que me fuese con él. Yo le dije:
-Señor honrado, que buena sea su vida, por lo que aquí me aparté a solas fue con temor no me tomen este dinero que tengo reservado para en llegando a Italia vestirme y darme a conocer a deudos míos. Y si algún soldado me vee ir con Vuesa Merced bien ha de sospechar que no es a comprar, sino a vender algo, y, en sintiéndome algunas blancas, como soy muchacho, me las han de quitar y no me queda otro remedio. Vaya en buen hora, que aquí lo espero; vengan los escudos y llevará su joya: que le haga buen provecho como deseo.
Mi razón le cuadró. Partió como un potro de carrera hasta su casa por ellos. Yo había dado aviso a un mi compañero de quien mi amo hacía confianza, que me estuviese esperando, y en dándole una seña, llegase a mí secretamente. Púsose en acecho y, venido el platero, contóme los escudos en la palma de la mano. Tenía la joya en la bolsa, hice por quererla desatar y, como estaba tan bien añudada, no pude. Tenía mi merchante colgada del cinto una caja de cuchillos. Pedíle uno. Él, sin saber para qué, me lo dio. Corté la cinta con él, dejando asido el nudo al jubón como se estaba, y dísela con el agnusdei. El hombre se admiró y dijo para qué había hecho tal. Respondíle que, como no tenía caja ni papel en que dársela envuelta, lo hice; que no importaba, que ya la bolsa era vieja y no tenía della necesidad, porque aquellos escudos habían de ir cosidos en una faja.
Él tomó su joya como se la di, metióla en el seno, despedímonos y fuese. Hice a mi compañero la seña y, en llegando, dile los escudos y aviséle que aguijase con ellos a casa y, dándoselos a mi señor, le dijese que yo iba luego.
Así me fui siguiendo a mi platero, y aunque por ir a paso largo me llevaba ventaja, corrí tras él, hasta tener buena ocasión como la esperaba. Al tiempo que emparejó con un corrillo de soldados, asgo dél con ambas manos, dando voces:
-¡Al ladrón, al ladrón, señores soldados, por amor de Dios, que me ha robado, no lo suelten, ténganlo, quítenle la joya, que me matará mi señor si voy sin ella, y me la hurtó, señores!
Conocíanme los soldados, y como me oyeron, creyeron decía verdad. Tuvieron el hombre para saber qué había sido. Y porque quien da más voces tiene más justicia y vence las más veces con ellas, yo daba tantas, que no le dejaba hablar, y si hablaba, que no le oyesen, haciéndole el juego maña. Imploraba con grandes exclamaciones, las manos levantadas y juntas las rodillas en el suelo.
-¡Señores míos! ¡Que me matará el capitán, mi señor, compadézcanse de mí!
Dábales lástima mi tribulación. Preguntaron cómo había sido. No le dejé hacer baza; quise ganar por la mano, acreditando mi mentira porque no encajase su verdad. Que el oído del hombre, contrayendo matrimonio de presente con la palabra primera que le dan, tarde la repudia, con ella se queda. Son las demás concubinas, van de paso, no se asientan. Díjeles:
-Esta mañana se dejó mi señor el agnusdei a la cabecera de la cama, mandóme que lo guardase, púselo en la bolsa, metílo en el seno y, estando con este buen hombre en la marina, lo saqué y se lo enseñé. Como era platero, preguntéle lo que valía. Díjome que era de cobre dorado y las piedras vidros, que si lo quería vender. Díjele que no, que era de mi amo. Preguntóme: «¿Y él venderálo?» Respondíle: «No sé, señor; dígaselo Vuesa Merced.» Con esto me llevó en palabras, preguntándome quién era, dónde venía y dónde iba, hasta que nos vimos a solas y, sacando un cuchillo de aquella caja, me dijo que callase o que me mataría. Sacóme del seno la joya y, como no la pudo desatar, cortóme la cinta y fuese. ¡Búsquenselo, por un solo Dios!
Viendo los soldados la bolsa cortada, miraron al platero, que estaba como muerto sin saber qué decir. Sacáronle el agnusdei del seno, que lo llevaba en la bolsa, como yo se lo había dado. Echaba maldiciones y juramentos, que se lo había vendido y que por mi mano con aquel cuchillo corté la bolsa y en ella se lo di, dándome por él ciento y veinte escudos de oro. No lo creyeron, pareciéndoles que ni él comprara de mí aquella pieza, pues había de creer ser hurtada, y porque habiéndome mirado y rebuscado, no me hallaron dineros.
Con esta prueba lo maltrataron de obras y palabras, que no le valían las que decía. Quitáronselo por fuerza. Fuese a quejar a la justicia; parecí presente; referí el caso, según antes lo había dicho, sin faltar sílaba. Los testigos juraron lo que habían visto; púsose el negocio en términos, que quisieron castigarlo. Diéronle una fraterna y echáronlo de allí, y a mí me mandaron que llevase a mi amo la joya. Fuime a la posada y en presencia de toda la gente se la entregué.
La traición aplace, y no el traidor que la hace. Bien puede obrando mal el malo complacer a quien le ordena; pero no puede que en su pecho no le quede la maldad estampada y conocimiento de la bellaquería, para no fiarse dél en más de aquello que le puede aprovechar. Por entonces no le pesó a mi amo del hecho, mas diole cuidado. Hallábase bien con mis travesuras, temíase dellas y de mí. Con este rescoldo pasó hasta Génova, donde, habiendo desembarcado y teniendo de mi servicio poca necesidad, me dio cantonada.
Son los malos como las víboras o alacranes que, en sacando la sustancia dellos, los echan en un muladar; sólo se sustentan para conseguir con ellos el fin que se pretende, dejándolos después para quien son. A pocos días llegados, me dijo:
-Mancebico, ya estáis en Italia; vuestro servicio me puede ser de poco fruto y vuestras ocasiones traerme mucho daño. Veis aquí para ayuda del camino; partíos luego donde quisierdes.
Diome algunas monedas de poco valor y unos reales españoles, todo miseria, con que me fui de con él.
Iba la cabeza baja, considerando por la calle la fuerza de la virtud, que a ninguno dejó sin premio ni se escapó del vicio sin castigo y vituperio. Quisiera entonces decir a mi amo lo en que por él me había puesto, las necesidades que le había socorrido, de los trabajos que le había sacado, y tan a mi costa todo; mas consideré que de lo mismo me hacía cargo, apartándome por ello de sí como a miembro cancerado. Viendo mi desgracia y creyendo hallar allí mi parentela, me di por todo poco. Fuime por la ciudad tomando lengua, que ni entendía ni sabía, con deseo de conocer y ser conocido.
Libro tercero de Guzmán de Alfarache
Trata en él de su mendiguez y lo que con ella le sucedió en Italia
Capítulo primero
No hallando Gumán de Alfarache los parientes que buscaba en Génova, le hicieron una burla y se fue huyendo a Roma
Para los aduladores no hay rico necio ni pobre discreto, porque tienen antojos de larga vista, con que se representan las cosa mayores de lo que son. Verdaderamente se pueden llamar polillas de la riqueza y carcomas de la verdad. Reside la adulación con el pobre, siendo su mayor enemigo; y la pobreza que no es hija del espíritu, es madre del vituperio, infamia general, disposición a todo mal, enemigo del hombre, lepra congojosa, camino del infierno, piélago donde se anega la paciencia, consumen las honras, acaban las vidas y pierden las almas.
Es el pobre moneda que no corre, conseja de horno, escoria del pueblo, barreduras de la plaza y asno del rico. Come más tarde, lo peor y más caro. Su real no vale medio, su sentencia es necedad, su discreción locura, su voto escarnio, su hacienda del común; ultrajado de muchos y aborrecido de todos. Si en conversación se halla, no es oído; si lo encuentran, huyen dél; si aconseja, lo murmuran; si hace milagros, que es hechicero; si virtuoso, que engaña; su pecado venial es blasfemia; su pensamiento castigan por delito, su justicia no se guarda, de sus agravios apelan para la otra vida. Todos lo tropellan y ninguno lo favorece. Sus necesidades no hay quien las remedie, sus trabajos quien los consuele ni su soledad quien la acompañe. Nadie le ayuda, todos le impiden; nadie le da, todos le quitan; a nadie debe y a todos pecha. ¡Desventurado y pobre del pobre, que las horas del reloj le venden y compra el sol de agosto! Y de la manera que las carnes mortecinas y desaprovechadas vienen a ser comidas de perros, tal, como inútil, el discreto pobre viene a morir comido de necios.
¡Cuán al revés corre un rico! ¡Qué viento en popa! ¡Con qué tranquilo mar navega! ¡Qué bonanza de cuidados! ¡Qué descuido de necesidades ajenas! Sus alholíes llenos de trigo, sus cubas de vino, sus tinajas de aceite, sus escritorios y cofres de moneda. ¡Qué guardado el verano del calor! ¡Qué empapelado el invierno por el frío! De todos es bien recebido. Sus locuras son caballerías, sus necedades sentencias. Si es malicioso, lo llaman astuto; si pródigo, liberal; si avariento, reglado y sabio; si murmurador, gracioso; si atrevido, desenvuelto; si desvergonzado, alegre; si mordaz, cortesano; si incorregible, burlón; si hablador, conversable; si vicioso, afable; si tirano, poderoso; si porfiado, constante; si blasfemo, valiente, y si perezoso, maduro. Sus yertos cubre la tierra. Todos le tiemblan, que ninguno se le atreve; todos cuelgan el oído de su lengua, para satisfacer a su gusto; y palabra no pronuncia, que con solenidad no la tengan por oráculo. Con lo que quiere sale: es parte, juez y testigo. Acreditando la mentira, su poder la hace parecer verdad y, cual si lo fuese, pasan por ella. ¡Cómo lo acompañan! ¡Cómo se le llegan! ¡Cómo lo festejan! ¡Cómo lo engrandecen!
Últimamente, pobreza es la del pobre y riqueza la del rico. Y así, donde bulle buena sangre y se siente de la honra, por mayor daño estiman la necesidad que la muerte. Porque el dinero calienta la sangre y la vivifica; y así, el que no lo tiene, es un cuerpo muerto que camina entre los vivos. No se puede hacer sin él alguna cosa en oportuno tiempo, ejecutar gusto ni tener cumplido deseo.
Este camino corre el mundo. No comienza de nuevo, que de atrás le viene al garbanzo el pico. No tiene medio ni remedio. Así lo hallamos, así lo dejaremos. No se espere mejor tiempo ni se piense que lo fue el pasado. Todo ha sido, es y será una misma cosa. El primero padre fue alevoso; la primera madre, mentirosa; el primero hijo, ladrón y fratricida. ¿Qué hay ahora que no hubo, o qué se espera de lo por venir? Parecernos mejor lo pasado, consiste sólo que de lo presente se sienten los males y de lo ausente nos acordamos de los bienes; y, si fueron trabajos pasados, alegra el hallarse fuera dellos, como si no hubieran sido. Así los prados, que mirados de lejos es apacible su frescura, y si llegáis a ellos no hay palmo de suelo acomodado para sentaros: todos son hoyos, piedras y basura. Lo uno vemos, lo otro se nos olvida.
Muy antigua cosa es amar todos la prosperidad, seguir la riqueza, buscar la hartura, procurar las ventajas, morir por abundancias. Porque donde faltan, el padre al hijo, el hijo al padre, hermano para hermano, yo a mí mismo quebranto la lealtad y me aborrezco. Así me lo enseñó el tiempo con la disciplina de sus discursos, castigándome con infinito número de trabajos. Ya veo que si cuando a Génova llegué me considerara, no me arriscara, y si aquella ocasión guardara para mejor fortuna, no me perdiera en ella, como sabrás adelante.
Luego, pues, que dejé a mi amo el capitán, con todos mis harapos y remiendos, hecho un espantajo de higuera, quise hacerme de los godos, emparentando con la nobleza de aquella ciudad, publicándome por quien era; y preguntando por la de mi padre, causó en ellos tanto enfado, que me aborrecieron de muerte. Y es de creer que si a su salvo pudieran, me la dieran, y aun tú hicieras lo mesmo si tal huésped te entrara por la puerta; mas harto me la procuraron por las obras que me hicieron.
A persona no pregunté que no me socorriese con una puñada o bofetón. El que menos mal me hizo fue, escupiéndome a la cara, decirme: «¡Bellaco, marrano! ¿Sois vos ginovés? ¡Hijo seréis de alguna gran mala mujer, que bien se os echa de ver!» Y como si mi padre fuera hijo de la tierra o si hubiera de docientos años atrás fallecido, no hallé rastro de amigo ni pariente suyo. Ni descubrirlo pude, hasta que uno se llegó a mí con halagos de cola de serpiente. ¡Oh, hideputa, viejo maldito!, y cómo me engañó, diciendo:
-Yo, hijo, bien oí decir de vuestro padre, aquí os daré quien haga larga relación de sus parientes, y han de ser de los más nobles desta ciudad, a lo que creo. Y pues habréis ya cenado, veníos a dormir a mi casa, que no es hora de otra cosa; de mañana daremos una vuelta y os pondré, como digo, con quien los conoció y trató gran tiempo.
Con la buena presencia y gravedad que me lo dijo, su buen talle, la cabeza calva, la barba blanca, larga hasta la cinta, un báculo en la mano, me representaba un San Pablo.
Fiéme dél, seguílo a su posada, con más gana de cenar que de dormir; que aquel día comí mal, por estar enojado y ser a mi costa, que temblaba de gastar. Mas como lo que nos dan es poco, y si nos cuesta dineros, comemos poco pan y duro, y aun se nos hace mucho y blando, ya me hacía guardoso. Íbame cayendo de hambre, y ¡mirá cuál era mi huésped!, pues, como el cordobés, me dijo que ya habría cenado. Y si no temiera perder aquella coyuntura, no fuera con él sin visitar primero una hostería; mas la esperanza del bien que me aguardaba, me hizo soltar el pájaro de la mano por el buey que iba volando.
Luego como entramos, un criado salió a tomar la capa. No se la dio, antes en su lengua estuvieron razonando. Enviólo fuera y quedámonos a solas paseando. Preguntóme por cosas de España, por mi madre, si le quedó hacienda, cuántos hermanos tuve y en qué barrio vivía. Fuile dando cuenta de todo con mucho juicio. En esto me entretuvo más de un hora, hasta que volvió el criado. No sé qué recaudo le trajo, que me dijo el viejo:
-Ahora bien, idos a dormir y, mañana nos veremos. ¡Hola! ¡Antonio María! Llevá este hidalgo a su aposento.
Fuime con él de una en otra pieza. La casa era grande, obrada de muchos pilares y losas de alabastro. Atravesamos a un corredor y entramos en un aposento, que estaba al cabo dél. Teníanlo bien aderezado con unas colgaduras de paños pintados de matices a manera de arambeles, salvo que parecían mejor. A una parte había una cama y junto a la cabecera un taburete. Y como si tuviera que desnudarme, acometió el criado a quererlo hacer.
Llevaba un vestido, que aun yo no me lo acertaba a vestir sin ir tomando guía de pieza en pieza y ninguna estaba cabal ni en su lugar. De tal manera, que fuera imposible dicernir o conocer cuál era la ropilla o los calzones quien los viera tendidos en el suelo. Así desaté algunos ñudos con que lo ataba por falta de cintas y lo dejé caer a los pies de la cama; y sucio como estaba, lleno de piojos, metíme entre la ropa.
Era buena, limpia y olorosa. Consideraba entre mí: «Si este buen viejo es deudo mío y me hace cortesía y no quiere descubrirse hasta mañana, buen principio muestra: haráme vestir, trataráme bien; pues estando tal me hace tan buen acogimiento, sin duda es como lo digo; desta vez yo soy de la buena ventura». Era muchacho, no ahondaba ni vía más de la superficie; que si algo supiera y experiencia tuviera, debiera considerar que a grande oferta, grande pensamiento, y a mucha cortesía, mayor cuidado. ¡Que no es de balde, misterio tiene! Si te hace caricias el que no las acostumbra hacer, o engañarte quiere o te ha menester.
Salió fuera el criado, dejándome una lámpara encendida. Dijele que la apagase. Respondió que no hiciera tal, porque de noche andaban en aquella tierra unos murciélagos grandes muy dañosos y sólo el remedio contra ellos era la luz, porque huían a lo escuro. Más me dijo: que era tierra de muchos duendes y que eran enemigos de la luz y en los aposentos escuros algunas veces eran perjudiciales. Creílo con toda la simplicidad del mundo.
Con esto se salió. Yo luego me levanté a cerrar la puerta, no por miedo de lo que me pudieran hurtar, mas con sospecha de lo que, como muchacho, me pudiera suceder. Volvíme a la cama, dormíme presto y con mucho gusto, porque las almohadas, colchones, cobertores y sábanas me brindaban y a mí no me faltaba gana.
Pasado ya lo más de la noche, declinaba la media caminando al claro día y, estando dormido como un muerto, recordóme un ruido de cuatro bultos, figuras de los demonios, con vestidos, cabelleras y máscaras dello. Llegáronse a mi cama y diome tanto miedo, que perdí el sentido, y sin hablar palabra me quitaron la ropa de encima. Dábame priesa haciendo cruces, rezaba oraciones, invoqué a Jesús mil veces, mas eran demonios batizados; más priesa me daban.
Habían puesto sobre el colchón, debajo de la sábana, una frazada. Cada uno asió por una esquina della y me sacaron en medio de la pieza. Turbéme tanto, viendo que rezar no me aprovechaba, que ni osaba ni podía desplegar la boca. Era la pieza bien alta y acomodada. Comenzaron a levantarme en el aire, manteándome como a perro por carnestolendas, hasta que ellos, cansados de zarandearme, habiéndome molido, me volvieron a poner adonde me levantaron y, dejándome por muerto, me cubrieron con la ropa y se fueron por donde habían entrado, dejando la luz muerta.
Yo quedé tan descoyuntado, tan si saber de mí que, siendo de día, ni sabía si estaba en cielo, si en tierra. Dios, que fue servido de guardarme, supo para qué. Serían como las ocho del día; quíseme levantar, porque me pareció que bien pudiera. Halléme de mal olor, el cuerpo pegajoso y embarrado. Acordóseme de la mujer de mi amo el cocinero y, como en las turbaciones nunca falta un desconcierto, mucho me afligí. Mas ya no podía ser el cuervo más negro que las alas: estreguéme todo el cuerpo con lo que limpio quedó de las sábanas y añudéme mi hatillo.
En cuanto me tardé en esto, estuve considerando qué pudiera ser lo pasado, y a no levantarme descoyuntado, creyera haber sido sueño. Miré a todas partes; no hallaba por dónde hubiesen entrado. Por la puerta no pudieron, que la cerré con mis manos y cerrada la hallé. Imaginaba si fueron trasgos, como la noche antes me dijo el mozo; no me pareció que lo serían, porque hubiera hecho mal de no avisarme que había trasgos de luz.
Andando en esto, alcé las colgaduras, para ver si detrás dellas hubiera portillo alguno. Hallé abierta una ventana que salía al corredor. Luego dije: «¡Ciertos son los toros! Por aquí me vino el daño.» Y aunque las costillas parece que me sonaban en el cuerpo como la bolsa de trebejos de ajedrez, disimulé cuanto pude por lo de la caca, hasta verme fuera de allí.
Cubrí muy bien la cama, de manera que no se viera en entrando mi flaqueza y por ella me dieran otro nuevo castigo. El criado que allí me trajo, vino casi a las nueve a decirme que su señor me esperaba en la iglesia, que fuese allá. Y porque allí no se quedara el mozo, para ganarle ventaja, roguéle me llevara hasta la puerta, que no sabría salir. Llevóme a la calle y volvióse. Cuando en ella me vi, como si en los pies me nacieran alas y el cuerpo estuviera sano, tomé las de Villadiego. Afufélas que una posta no me alcanzara.
Más se huye que se corre. Mucho esfuerzo pone el miedo; yo me traspuse como el pensamiento. Compré vianda y, para ganar tiempo, iba comiendo y andando. Así no paré hasta salir de la ciudad, que en una taberna bebí un poco de vino, con que me reformé para poder caminar la vuelta de Roma, donde hice mi viaje, yendo pensando en todo él con qué pesada burla quisieron desterrarme, porque no los deshonrara mi pobreza. Mas no me la quedaron a deber, como lo verás en la segunda parte.
Capítulo II
Saliendo de Génova Gumán de Alfarache, comenzó a mendigar y juntándose con otros pobres aprendió sus estatutos y leyes
Tal salí de Génova, que si la mujer de Lot hiciera lo que yo, no se volviera piedra: nunca volví atrás la cabeza. Iba la cólera en su punto, que cuando hierve, por maravilla se sienten aun las heridas mortales; después, cuanto más el hombre se reporta, tanto más reconoce su daño.
Yo escapé de la de Roncesvalles; como perro con vejiga, no había ligadura fiel en toda mi humana fábrica. Mas no lo sentí mucho hasta que reposé, llegando a una villeta diez millas de allí, que aporté sin saber dónde iba, desbaratado, desnudo, sin blanca y aporreado. ¡Oh, necesidad! ¡Cuánto acobardas los ánimos, cómo desmayas los cuerpos! Y aunque es verdad que sutilizas el ingenio, destruyes las potencias, menguando los sentidos de manera que vienen a perderse con la paciencia.
Dos maneras hay de necesidad: una desvergonzada que se convida, viniendo sin ser llamada; otra que, siendo convidada, viene llamada y rogada. La que se convida, líbrenos Dios della: esa es de quien trato. Huésped forzoso en casa pobre, que con aquella efe trae mil efes en su compañía. Es fuste en quien se arman todos los males, fabricadora de todas traiciones, fuerte de sufrir y de ser corregida, farol a quien siguen todos los engaños, fiesta de muchachos, folla de necios, farsa ridiculosa, fúnebre tragedia de honras y virtudes. Es fiera, fea, fantástica, furiosa, fastidiosa, floja, fácil, flaca, falsa, que sólo le falta ser Francisca. Por maravilla da fruto que infamia no sea.
La otra, que convidamos, es muy señora, liberal, rica, franca, poderosa, afable, conversable, graciosa y agradable. Déjanos la casa llena, hácenos la costa, es firme defensa, torre inexpugnable, riqueza verdadera, bien sin mal, descanso perpetuo, casa de Dios y camino del cielo. Es necesidad que se necesita y no necesitada, levanta los ánimos, da fuerza en los cuerpos, esclarece las famas, alegra los corazones, engrandece los hechos inmortalizando los nombres.
Cante sus alabanzas el valeroso Cortés, verdadero esposo suyo. Tiene las piernas y pies de diamante, el cuerpo de zafiro y el rostro de carbunclo. Resplandece, alegra y vivifica. La otra su vecina parece a la tendera sucia: toda es montón de trapos de hospital, asquerosa, no hay a quien bien parezca, todos la aborrecen y tienen razón.
Miren, pues, qué tal soy yo, que de mí se enamoró. Amancebóse comigo a pan y cuchillo, estando en pecado mortal, obligándome a sustentarla. Para ello me hizo estudiar el arte bribiática; llevóme por esos caminos, hoy en un lugar, mañana en otro, pidiendo limosna en todos. justo es dar a cada uno lo suyo, y te confieso que hay en Italia mucha caridad y tanta, que me puso golosina el oficio nuevo para no dejarlo.
En pocos días me hallé caudaloso, de manera que desde Génova, de donde salí, hasta Roma, donde paré, hice todo el viaje sin gastar cuatrín. La moneda toda guardaba, la vianda siempre me sobraba. Era novato y echaba muchas veces a los perros lo que después, vendido, me valía muchos dineros. Quisiera luego en llegando vestirme y tornar sobre mí.
Parecióme mal consejo. Volví diciendo: «¿Hermano Guzmán, ha de ser ésta otra como la de Toledo? Y si estando vestido no hallas amo, ¿de qué has de comer? Estáte quedo, que si bien vestido pides limosna, no te la darán. Guarda lo que tienes, no seas vano.» Asentóseme. Dile otro ñudo a las monedas: «Aquí habéis de estaros quedas, que no sé cuándo os habré menester.»
Comencé con mis trapos viejos, inútiles para papel de estraza, los harapos colgando, que parecían pizuelos de frisas, a pedir limosna, acudiendo al mediodía donde hubiese sopa, y tal vez hubo que la cobré de cuatro partes. Visitaba las casas de los cardenales, embajadores, príncipes, obispos y otros potentados, no dejando alguna que no corriese.
Guiábame otro mozuelo de la tierra, diestro en ella, de quien comencé a tomar liciones. Este me enseñó a los principios cómo había de pedir a los unos y a los otros; que no a todos ha de ser con un tono ni con una arenga. Los hombres no quieren plagas, sino una demanda llana, por amor de Dios; las mujeres tienen devoción a la Virgen María, a Nuestra Señora del Rosario. Y así: «¡Dios encamine sus cosas en su santo servicio y las libre de pecado mortal, de falso testimonio, de poder de traidores y de malas lenguas!» Esto les arranca el dinero de cuajo, bien pronunciado y con vehemencia de palabras recitado. Enseñóme cómo había de compadecer a los ricos, lastimar a los comunes y obligar a los devotos. Dime tan buena maña, que ganaba largo de comer en breve tiempo.
Conocía desde el Papa hasta el que estaba sin capa. Todas las calles corría; y para no enfadarlos pidiendo a menudo, repartía la ciudad en cuarteles y las iglesias por fiestas, sin perder punto. Lo que más llegaba eran pedazos de pan. Éste lo vendía y sacaba del muy buen dinero. Comprábanme parte dello personas pobres que no mendigaban, pero tenían la bola en el emboque. Vendíalo también a trabajadores y hombres que criaban cebones y gallinas. Mas quien mejor lo pagaba eran turroneros, para el alajur o alfajor, que llaman en Castilla. Recogía, demás desto, algunas viejas alhajas, que como era muchacho y desnudo, compadecidos de mí, me lo daban. Después di en acompañarme con otros ancianos en la facultad, que tenían primores en ella, para saber gobernarme. Íbame con ellos a limosnas conocidas, que algunos por su devoción repartían por las mañanas en casas particulares. Yendo una vez a recebirla en la del embajador de Francia, sentí otros pobres tras de mí, que decían:
-Este rapaz español que agora pide en Roma, nuevo es en ella, sabe poquito y nos destruye, por lo que he visto, que habiendo una vez comido, en las más partes que llega, si le dan vianda no la recibe. Destrúyenos el arte, dando muestras que los pobres andamos muy sobrados; a nosotros hace mal y a sí proprio no sabe aprovecharse.
Otro que con ellos venía, les dijo:
-Pues dejádmelo y callad, que yo lo diciplinaré cómo se entienda y, no se deje tan fácil entender.
Llamóme pasico y apartóme a solas. Era diestrísimo en todo. Lo primero que hizo, como si fuera protopobre, examinó mi vida, sabiendo de dónde era, cómo me llamaba, cuándo y a qué había venido. Díjome las obligaciones que los pobres tienen a guardarse el decoro, darse avisos, ayudarse, aunarse como hermanos de mesta, advirtiéndome de secretos curiosos y primores que no sabía; porque en realidad de verdad, lo que primero aprendí de aquel muchacho y otros pobretes de menor cuantía todas eran raterías respeto de las grandiosas que allí supe.
Diome ciertos avisos, que en cuanto viva no me serán olvidados. Entre los cuales fue uno, con que soltaba tres o cuatro pliegues al estómago, sin que me parase perjuicio, por mucho que comiese. Enseñóme a trocar a trascantón, con que hacía dos efectos: lastimaba, creyendo que estaba enfermo, y, que, aunque envasase dos ollas de caldo, quedara lugar para más y, así se publicase la hambre y miseria de los pobres.
Supe cuántos bocados y, cómo los había de dar en el pan que me daban, cómo lo había de besar y guardar, qué gestos había de hacer, los puntos que había de subir la voz, las horas a que a cada parte había de acudir, en qué casas había de entrar hasta la cama y, en cuáles no pasar de la puerta, a quién había de importunar y a quién pedir sola una vez. Refirióme por escrito las Ordenanzas mendicativas, advirtiéndome dellas para evitar escandalo y, que estuviese instruto. Decían así:
Ordenanzas mendicativas
«Por cuanto las naciones todas tienen su método de pedir y por él son diferenciadas y conocidas, como son los alemanes cantando en tropa, los franceses rezando, los flamencos reverenciando, los gitanos importunando, los portugueses llorando, los toscanos con arengas, los castellanos con fieros haciéndose malquistos, respondones y malsufridos; a éstos mandamos que se reporten y no blasfemen y a los más que guarden la orden.
»Ítem mandamos que ningún mendigo, llagado ni estropeado, de cualquiera destas naciones, se junte con los de otra, ni alguno de todos haga pacto ni alianza con ciegos rezadores, saltaembanco, músico ni poeta ni con cautivos libertados, aunque Nuestra Señora los haya sacado de poder de turcos, ni con soldados viejos que escapan rotos del presidio, ni con marineros que se perdieron con tormenta; que, aunque todos convienen en la mendiguez, la bribia y labia son diferentes. Y les mandamos a cada uno dellos que guarde sus Ordenanzas.
»Ítem, que los pobres de cada nación, especialmente en sus tierras, tengan tabernas y bodegones conocidos, donde presidan de ordinario tres o cuatro de los más ancianos, con sus báculos en las manos. Los cuales diputamos para que allí dentro traten de todas las cosas y casos que sucedieren, den sus pareceres y jueguen al rentoy, puedan contar y cuenten hazañas ajenas y suyas y de sus antepasados y las guerras en que no sirvieron, con que puedan entretenerse.
»Que todo mendigo traiga en las manos garrote o palo, y los que pudieren, herrados, para las cosas y casos que se les ofrezcan; pena de su daño.
»Que ninguno pueda traer ni traiga pieza nueva ni demediada, sino rota y remendada, por el mal ejemplo que daría con ella; salvo si se la dieron de limosna, que para solo el día que la recibiere le damos licencia, con que se deshaga luego della.
»Que en los puestos y asientos guarden todos la antigüedad de posesión y no de personas y que el uno al otro no lo usurpe ni defraude.
»Que puedan dos enfermos o lisiados andar juntos y llamarse hermanos, con que pidan arremuda y entonando la voz alta: el uno comience de donde el otro dejare, yendo parejos y guardando cada uno su acera de calle; y no encontrándose con las arengas, cante cada uno su plaga diferente y partan la ganancia; pena de nuestra merced.
»Que ningún mendigo pueda traer armas ofensivas ni defensivas de cuchillo arriba, ni traiga guantes, pantuflos, antojos ni calzas atacadas; pena de las temporalidades.
»Que puedan traer un trapo sucio atado a la cabeza, tijeras, cuchillo, alesna, hilo, dedal, aguja, hortera, calabaza, esportillo, zurrón y talega; como no sean costal, espuerta grande, alforjas ni cosa semejante, salvo si no llevare dos muletas y la pierna mechada.
»Que traigan bolsa, bolsico y retretes y cojan la limosna en el sombrero. Y mandarnos que no puedan hacer ni hagan landre en capa, capote ni sayo; pena que, siéndoles atisbada, la pierdan por necios.
»Que ninguno descorne levas ni las divulgue ni brame al que no fuere del arte, profeso en ella; y el que nueva flor entrevare, la manifieste a la pobreza, para que se entienda y sepa, siendo los bienes tales comunes, no habiendo entre los naturales estanco. Mas por vía de buena gobernación, damos al autor privilegio que lo imprima por un año y goce de su trabajo, sin que alguno sin su orden lo use ni trate; pena de nuestra indignación.
»Que los unos manifiesten a los otros las casas de limosna, en especial de juego y partes donde galanes hablaren con sus damas, porque allí está cierta y pocas veces falta.
»Que ninguno críe perro de caza, galgo ni podenco, ni en su casa pueda tener más de un gozquejo, para el cual damos licencia, y que lo traiga consigo atado con un cordel o cadenilla del cinto.
»Que el que trajere perro, haciéndolo bailar y saltar por el aro, no se le consienta tener ni tenga puesto ni demanda en puerta de iglesia, estación o jubileo, salvo que pida de pasada por la calle; pena de contumaz y rebelde.
»Que ningún mendigo llegue al tajón a comprar pescado ni carne, salvo con extrema necesidad y licencia de médico, ni cante, taña, baile ni dance, por el escándalo que en lo uno y en lo otro daría lo contrario haciendo.
»Damos licencia y permitimos que traigan alquilados niños hasta cantidad de cuatro, examinando las edades, y puedan los dos haber nacido de un vientre juntos, con tal que el mayor no pase de cinco años. Y que, si fuere mujer, traiga el uno criando a los pechos, y, si hombre, en los brazos, y los otros de la mano y no de otra manera.
»Mandamos que los que tuvieren hijos, los hagan ventores, perchando con ellos las iglesias y siempre al ojo, los cuales pidan para sus padres, que están enfermos en una cama: esto se entienda hasta tener seis años y, si fueren de más, los dejen volar, que salgan ventureros, buscando la vida y acudan a casa con la pobreza a las horas ordinarias.
»Que ningún mendigo consienta ni deje servir a sus hijos ni que aprendan oficio ni les den amos, que ganando poco trabajan mucho y vuelven pasos atrás de lo que deben a buenos y a sus antepasados.
»Que el invierno a las siete ni el verano a las cinco de la mañana ninguno esté en la cama ni en su posada; sino que al sol salir o antes media hora vayan al trabajo y otra media en antes que anochezca se recoja y encierre en todo tiempo, salvo en los casos reservados que de Nós tienen licencia.
»Permitímosles que puedan desayunarse las mañanas echando tajada, habiendo aquel día ganado para ello y no antes, porque se pierde tiempo y gasta dinero, disminuyendo el caudal principal; con tal que el olor de boca se repare y no se vaya por las calles y casas jugando de punta de ajo, tajo de puerro, estocada de jarro; pena de ser tenidos por inhábiles e incapaces.
»Que ninguno se atreva a hacer embelecos, levante alhaja ni ayude a mudar ni trastejar ni desnude niño, acometa ni haga semejante vileza; pena que será excluido de nuestra Hermandad y Cofradía y relajado al brazo seglar.
»Que pasados tres años, después de doce cumplidos en edad, habiéndolos cursado legal y dignamente en el arte, se conozca y entienda haber cumplido la tal persona con el Estatuto; no obstante que hasta aquí eran necesarios otros dos de jábega, y sea tenida por profesa, haya y goce las libertades y exempciones por Nós concedidas, con que de allí adelante no pueda dejar ni deje nuestro servicio y obediencia, guardando nuestras ordenanzas y so las penas dellas.»
Capítulo III