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MONTALBAN__Envidioso-castigado.txt
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EN Sevilla, ciudad ilustre, parte principal de la Colonia romana y digna cabeza de toda la Andalucía, nació Carlos, hijo segundo del conde Horacio, y por sus costumbres tan querido, que cuantos le conocían se lastimaban de que no fuese el principal heredero en el estado de su padre. Era agradable en la condición, bizarro en el talle (si bien moderado en las galas, como segundo), y, sobre todo, de lucido y claro entendimiento: fuerte prueba de su corta fortuna. Tenía un hermano cuyo nombre era Alfredo, de más edad aunque inferior a sus virtudes, el cual gozaba por muerte de su padre el honroso título y poderosa hacienda que le libró el Cielo en la antigüedad de sólo un año. Era envidioso (que siendo bien nacido no parece posible), era soberbio y áspero, y trataba a Carlos con un imperio tan desabrido, que más parecía enemigo que hermano. Pero disculpado estaba Alfredo siendo envidioso, que nunca la envidia se preció de mejores entrañas. ¡Oh rigurosa enfermedad! Vicio general eres; todo lo andas, pues no sólo visitas cortes, palacios, universidades y aun religiones, sino que vives entre los que tuvieron ser de una misma sangre. Pero si Alfredo es poderoso, respetado y temido, ¿cómo tiene envidia de un hombre tan abatido, que apenas en su casa hay diferencia dél a un criado? Mas a eso responde Orígenes: que el envidioso a todos aborrece: a los menores, por que no le igualen; a los iguales, por que no le excedan, y a los mayores por que no le sujeten, aunque entren de por medio los amigos y los hermanos. Hermanos eran los hijos de Jacob, y por la envidia de aquel verdadero sueño fue Joseph tan tiranamente perseguido. Hermanos eran Rómulo y Remo, tan juntos en el nacimiento que tuvieron una cuna en el Tíber y una cama en el campo, y por quedarse Rómulo solo en el imperio dio licencia al homicidio de su hermano. Hermanos eran el poderoso rey de los tártaros y Mitrídates, rey de Babilonia, y por dilatar Mitrídates su poder y su reino mandó degollar en la plaza pública a su propio hermano. Porque en presidiendo este soberbio monstro, ni la hacienda ni la honra ni la vida se pueden prometer seguridad alguna. Deseaba Carlos emplearse honestamente en alguna dama que con su dote le sacase del cautiverio miserable de su hermano. Con este intento puso los ojos en una señora llamada Estela, hija de un caballero de los más nobles de la ciudad y de mayor riqueza, porque había estado en las Indias y sabía guardarla mejor que todos. Era Estela dos veces hermosa, porque era hermosa y rica. Carlos continuó este pensamiento sin consultarle más que con su mismo deseo; que es la pobreza encogida y no suele atreverse a decir lo que siente. A los principios obligole a Carlos el dote de Estela, pero ya más le movía su hermosura. No tenía lugar de decirla su amor, aunque lo deseaba; que como las criadas son las que pudieran facilitarlo, y éstas sólo sirven a quien se lo agradece, por no ponerse a peligro de parecer ingrato o miserable procuraba encubrir con la lengua lo que decía con los ojos. De día miraba sus paredes con recato, y de noche era cuidadosa centinela de su calle; pero advirtiendo que era echar a perder tantas finezas obligar a quien apenas le miraba porque aún no sabía que la quería, se resolvió a tratar con su hermano esta imaginación, para que estando de por medio su autoridad se lograse más presto, pues, aunque conocía su mal afecto, le pareció que por echarle de sí y verse libre de que le cansase había de favorecerle. Y así, le encareció las penas que le costaba Estela, y que para merecer su hermosura se quería valer de honor que a su sombra tenía. Reparó Alfredo en la discreta elección de Carlos, y aunque por entonces prometió hacerlo, considerando después las partes de Estela, tuvo por más acertado procurar para sí esta dicha; porque como la envidia le tenía tan de su parte, no fue menester para apetecer a Estela más ocasión que haberla deseado Carlos. Y advirtiendo que si pobre, humilde y desdichado le tenía envidioso, en viéndole rico, contento y sin haberle menester era forzoso darle más pesadumbre, se determinó a ser su mayor enemigo. Empezó a visitar al padre de Estela, a quien dijo el intento que le traía, y el viejo viendo lo mucho que interesaba, habló a su hija, y ella le escuchó no de mala gana; que era mujer y deseaba casarse. Vio Carlos a su hermano en casa de Estela y tuvo por buen seguro su buen suceso, entendiendo que iría a tratar lo que con tantos ruegos le había suplicado; porque un hombre que no sabe hacer traiciones aun no se atreve a presumir que las hagan otros. No faltó quien le dijo a Estela el amor de Carlos, y conociendo que era declarada voluntad se enfadó de su atrevimiento, pareciéndola mucha osadía que sabiendo el amor de Alfredo se opusiese a su gusto tan neciamente. Desta manera proseguían los dos hermanos en su amor, aunque con diferente ventura, porque Carlos amaba engañado de Alfredo, y Alfredo, favorecido de Estela. Y viendo Carlos los desprecios tan a los ojos se resolvió a hablarla y saber della misma, como de original más verdadero, la causa de tratarle tan ásperamente. Llegó la noche (que no fue poco, por desearla Carlos), y esperando a que el sueño sosegase la inquietud de algún vecino más curioso que cuerdo, se fue a la calle de Estela, que estaba en un balcón esperando a Alfredo para hablarle sin más testigos que el mudo silencio de la noche; porque viendo que aspiraba determinadamente a ser su esposo quería primero examinar su entendimiento y hablarle de más cerca, para saber si el ingenio y el talle hacían una consonancia; porque si era necio no quería aventurarse a vivir descontenta toda la vida. Atribuyó Carlos a novedad de su fortuna hallarse en una ocasión tan deseada, y así, se acercó a Estela; y ella pensando que el que tenía delante era el Conde (porque la tarde antes habían concertado verse a aquella misma hora), le llamó con más amor que Carlos esperaba, y después de haberle encarecido el deseo que tenía de hablarle le fue dando ocasiones en que pudiese lucir su entendimiento, y Carlos respondió tan enamorado y cuerdo, que Estela agradeció al Cielo su buena suerte, pues le daba esposo que no pudiera la imaginación pintarle más a su propósito. Favorecíanse el uno al otro discretamente, aunque con engaño; y viendo Estela que Alfredo, y no otro en el mundo, había de ser dueño de su belleza, le dijo: —Por cierto, Alfredo, que me has hecho una gran lisonja en venir tan solo para poderte hablar en muchas cosas que me dan pesadumbre. Bien quisiera escusarte un forzoso disgusto; pero como es traición en la voluntad guardar secreto, no he querido hacerme culpada en lo que es forzoso que después entiendas. Confuso escuchaba Carlos tan estraño suceso, y viendo que Estela le desconocía tanto que le tenía por Alfredo, disimuló cuanto pudo y volvió a escuchar a su enemiga, que prosiguió diciendo: —Has de saber, pues, que tu hermano, ese Carlos que en opinión de muchos que no le tratan es tenido por discreto y aun por virtuoso, ha sido tan descortés con mi honestidad y tan villano con tu amor, que después de haber puesto los pensamientos en el mío, sin mirar que he nacido para ser tuya solicita con tales porfías mi recato que a todas horas le tienen por tan compañero estas paredes que aun te estoy hablando temerosa de que nos escuche. Yo quisiera callarte este desatino, pero paréceme que ha sido más acierto avisarte dél, para que si acaso alcanzares después a entenderle, adviertas que no es delito de mis ojos, sino de su poca prudencia. Mucha fue la que tuvo Carlos, pues no dio voces escuchando semejante desdicha. Por una parte se vía aborrecido de quien adoraba, y por otra agraviado de quien era imposible vengarse. Mucho sentía el rigor y desdenes de Estela y la declarada fortuna que le perseguía; pero lo que más le atormentaba era el tener un hermano de tan villanas costumbres, que habiéndole pedido con humildades y lágrimas le favoreciese para gozar el premio de su cuidado, no sólo no lo había hecho, sino que con envidia infame quería coger el fruto que tantos días habían cultivado sus esperanzas. Ya Carlos iba a responder a Estela, si no se lo estorbara un hombre que se le puso delante diciendo que aquel lugar tenía dueño y que se sirviera de no ocuparle. Sintiolo Estela, pensando que el que venía era Carlos y que si paraba en las espadas aquel disgusto sería posible que peligrase Alfredo Entonces Carlos (que casi agradeció al Cielo la presente ocasión para vengarse del nuevo pesar que había recebido), sin reparar en que el hombre que tenía delante era su propio hermano (y si lo reparó, por vengarse de su tiranía), le respondió con la espada tan colérico, que a no retirarse Alfredo pudiera ser no salir con vida de la calle; pero oyendo el ruido algunos de los criados que traía, y conociendo a Carlos, le advirtieron de la locura que intentaba. Fuéronse todos, sin que se hablase el uno al otro ni se diesen satisfación alguna, porque Alfredo era soberbio y poderoso y no la quería dar ni podía, y Carlos estaba tan desengañado que no la había menester. Cuidadosa quedó la engañada Estela, aunque contenta de haber visto a su dueño tan animoso que competía su corazón con su entendimiento, pues había echado de la calle a Carlos; de manera que siendo él el dueño de aquella gallardía, era Alfredo el triunfador de la gloria; y siendo Carlos quien con la lengua y la espada enamoró los ojos de Estela, fue Alfredo el que mereció aquella noche su cuidado. No quiso Alfredo dilatar la ejecución de su voluntad, y así, el siguiente día lo volvió a concertar con el padre de Estela, y él respondió que tuviese por muy cierto que sería suya. Y para que echase de ver con cuánto gusto le servía, desde luego le daba licencia para que la visitase. Estimó Alfredo el favor y fue a verse con Estela, que le recibió con una vergüenza hermosa, haciéndole con sus divinos ojos los regalos y favores que no merecía. Trataron de diversas materias, y como Alfredo, fuera de ser ignorante, era desabrido, advirtió Estela que ni las palabras ni el entendimiento eran conformes a lo que había visto la pasada noche. Y pudo con ella tanto este pensamiento, que en lugar de resolverse pidió a su padre tiempo, por no aventurar el gusto de toda una vida sin estar muy satisfecha de lo que hacía. Quedó Alfredo contento, aunque receloso de haberla visto con Carlos la noche antes y estar tan tibia con él; mas en confianza de la palabra que le había dado su padre publicó por toda la ciudad que dentro de cuatro días había de ser su esposo. Creyolo el vulgo; que en viendo entrar a un señor en una casa no piensa que a su poder hay cosa imposible. Súpolo Carlos (que no pudo escusarse deste golpe), y si lo sintió, júzguelo quien hubiere perdido lo que adora por un camino tan injusto. Carlos amaba, Carlos era discreto y Carlos esperaba ver en brazos de su enemigo a Estela. Pues ¿cómo había de amar y ser discreto sin que el dolor le volviese loco? Decía que si su competidor o su contrarío le ofendiera no se espantara, porque de un enemigo, ¿qué se pueden esperar sino molestias y traiciones?; pero que su mismo hermano le agraviase en el gusto, en el alma y en la honra, rigor era que le sabía Carlos sentir, pero no le acertaba a encarecer. Mil veces, movido de sus celos, quiso vengarse, y otras tantas se arrepentía, más por no enojar a Estela que por compadecerse de su hermano. Y viendo el poco remedio que tenía para estorbar el infeliz suceso que le esperaba, tuvo por más acierto dejar su patria para probar si en la ajena le dejaba de atropellar su fortuna; y así, haciendo lucidas galas de soldado, determinó su viaje a Madrid con intento de procurar algunas cartas de recomendación para el señor don Juan de Austria, que entonces estaba gobernando los Estados de Flandes. Agradeciole Alfredo su noble propósito, diciendo que los hombres que nacieron principales habían de pretender por su virtud lo que les negó el Cielo por su estrella. Y dándole dos mil escudos y palabra de favorecerle, quedó contentísimo en pensar que ya, por lo menos, no le había de tener a los ojos, con lo cual estaba seguro de cualquier sospecha. Salió, en fin, Carlos un día, tan galán como desgraciado, que no puede haber mayor encarecimiento. Era el vestido de raso azul (información del tormento que padecía) bordado de firmezas de oro, y como el talle no lo echaba a perder, generalmente pareció bien y dio lástima. Y reparando en que fuera descortesía sospechosa ausentarse sin ver a Estela, fue a darla el parabién de su nuevo estado y a despedirse de sus ojos, para llevarlos más presentes o para que después el dolor de verse sin ellos le quitara más aprisa la vida. Hallola más triste de lo que había presumido, aunque no le admiró, porque tuvo por cierto que el disimular el gusto que tenía habría sido por enviarle más contento dando a entender que en alguna manera sentía su ausencia; que es fácil cosa favorecer a un hombre que no se ha de ver más. Pero lo cierto era que, viendo Estela la desagradable condición de Alfredo, moderado ingenio y demasiada soberbia, no sabía el modo que tendría para avisar a su padre de su disgusto, por haber sido ella misma quien siempre había dado a entender que lo deseaba. Culpaba Estela su poca suerte, pues le había parecido discreto y apacible un hombre que en todo la ofendía y desagradaba. Con estas dudas vivía tan triste y melancólica, que daba que sospechar a todos los que con algún cuidado la miraban. Y alzando al descuido los ojos vio a Carlos, y después de haber admirado las galas, talle y airoso desenfado de su dueño, le preguntó la causa de tan nueva transformación. A lo cual, en breves y discretas palabras, respondió que su misma patria le había tratado tan mal que no había tenido en ella un gusto, y así, quería aventurarse a vivir donde no le conociesen. Aunque la principal ocasión que le obligaba a su destierro era haber querido a una dama de aquella ciudad, a quien amó tan cortésmente que aun no se atrevió a decirla lo que sentía; no porque no lo supiera decir (que queriendo bien no hay amante necio), sino porque tenía poca seguridad de su dicha; y sabiendo que esperaba por puntos otro dueño había intentado escusar a sus ojos aquella pesadumbre, ya que no podía huir del tormento de la imaginación, ausentándose a parte donde pudiera fiar de la lisonja de una bala el justo deseo de su muerte, para que con ella tuviesen honrado sepulcro sus pensamientos. Con gusto y atención le escuchó Estela, porque como Carlos hablaba con natural gracia y decía su sentimiento como quería, fácilmente pudo agradar sus ojos. Creyó Estela que era verdadero su amor, pues por no verla en poder de Alfredo dejaba patria, deudos, amigos y otras comodidades que pierde quien se destierra de donde ha nacido. Pareciole bien esta fineza, y tanto, que quiso decirle que no se fuese; pero detúvola su entereza y tener tanto miedo a su elección; que pudiera ser que a otro día fuera necio y desairado, pues también Alfredo había pasado opinión de entendido una noche y era tan al revés. Despidiose Carlos y pesole a Estela; que lo que menos se estima suele dar cuidado perdiéndose, y siempre parece bien un hombre cuando se va. Previno su viaje para otro día, y por no irse con el escrúpulo de haber callado a su hermano lo mucho que sabía de su ingrato pecho, le quiso hablar; que es parte de consuelo en un agraviado quejarse atrevidamente de quien le ha ofendido, no pudiendo tomar otra venganza. Y así, informado de que estaba en casa de Estela, le llamó aparte para hablarle a solas, y entonces Alfredo, por no enviarle descontento, viendo que por dicha sería aquella la última vez fue a ver lo que le quería. Dijerónle a Estela cómo Alfredo y Carlos estaban juntos a la vuelta de la calle, y con curiosidad de mujer procuró verlos desde alguno de los balcones que caían a las espaldas de su casa; y fue tan dichosa que por una reja baja que estaba defendida de celosías podía no sólo verlos, sino escucharlos. Y entre otras cosas oyó que Carlos se quejaba de Alfredo desta suerte: —Pues dime, hermano: ¿qué razón puede haber que te disculpe de temerario, si después de decirte que adoraba a Estela has querido, satisfecho de tu poder y fiado de mi paciencia, quitarme el gusto, la vida y la esperanza, pues quitándome a Estela me lo quitas todo? ¿Es posible que puede tu corazón pasar por esta crueldad? Y si no, dime: si como soy tu hermano fuera tu enemigo,¿qué más hubieras hecho contra mi voluntad? O, pregunto, ¿qué te ha faltado para serlo? Si la amaras antes que yo no me espantara, porque en habiendo amor no hay amistad que obligue; mas intentar el amor de Estela, no porque la querías, sino por oírme decir que yo la amaba, ¿de quién se ha contado en el mundo, siendo noble y teniendo una misma sangre? No me admiro que uses con mi amor esta tiranía, que, en fin, eres poderoso y me aborreces; pero espántome de que no estés corrido de haberlo imaginado, porque me consumo de ver algunos hombres que están ofendidos en la honra, o han hecho alguna bajeza, comer con gusto y tener ánimo para divertirse. Alfredo: yo amo a Estela, como sabes. ¡Pluguiera a Dios no lo hubieras sabido! Tú te casas con ella y yo me voy sin saber a dónde, sólo por no estar en parte donde tal vez te quite la vida; que un agravio tiene mucho peligro, y más cayendo en quien le sabe sentir. Estela te quiere, y yo respeto tanto su gusto, que por no darla el menor pesar me voy. Gózala infinitos años, como yo no lo vea; porque si la mirara en tus brazos pienso que se reportaran mis celos de mala gana, pues la noche que me favoreció su boca pensando que hablaba contigo, fue tanto el sentimiento que después tuve, que fue menester todo mi amor para no atreverme a su decoro. Ella, en efeto, se engañó, y estuvo conmigo un rato diciendo mal de mi amor y de mí a mí mismo, que fue la noche que tú llegaste a quitarme del lugar que merecía mejor; y si entonces no te maté no fue porque no quise, sino porque te guardaste demasiado, que es muy dificultoso herir a quien se retira. Y así, por no enojarte y por no perderme me parto, pienso que a morir, porque llevo mi vida en confianza de mi fortuna y ha muchos días que la conozco. Y aunque es verdad que no remedio nada diciéndote estas cosas, quiero por lo menos que estés advertido de que penetro tus entrañas y tu envidia para dejarte con este pequeño disgusto, ya que tu ingratitud me ha condenado a tantos. Corrido estaba Alfredo de haber tenido paciencia para oírle tantos atrevimientos, y atribuyendo a libertad lo que era sentimiento justo, le dijo que le tuviese de allí adelante por piadoso, pues no hacía que dos criados le quitasen la vida; pero que se la dejaba por satisfacer en alguna manera la queja que podía tener de su voluntad; y que advirtiese que el haberle quitado a Estela no era envidia, sino justo castigo de su ignorancia, pues sabiendo el estremo con que le aborrecía había intentado hacerle tercero de su gusto. Y que el casarse no era por amor que tuviese a Estela, sino por interés de salir con lo que había emprendido, porque aunque era hermosa, discreta y noble, en muchas cosas no le merecía. Más se despeñara el ignorante Alfredo si Carlos no le atajara los pasos diciendo que hablase bien en las cosas de Estela y advirtiese que le engañaba su presunción si imaginaba que tenía partes para igualarla, porque en defensa de su virtud y hermosura sacaría con más gusto la espada que para sus propias ofensas. No quiso Alfredo gastar más tiempo en satisfaciones, y dejándole por loco le volvió las espaldas sin responderle. Despidiose Carlos hasta de las paredes de aquella casa, y fuese a la suya para prevenir lo necesario para salir de Sevilla otro día. No se puede encarecer la tristeza, el enojo y la suspensión con que Estela quedó viendo un desengaño tan claro. Recogiose la gente de su casa, sosegáronse todos, y hablando consigo misma empezó a entregarse a la consideración de tantas cosas como la atormentaban. Consideraba en Carlos el talle, la gallardía, el entendimiento, y, sobre todo, su firme y honrada voluntad. Acordose que él había sido a quien su amor con tanta razón se había inclinado, y advirtió cuán propia condición es de la Fortuna quitar de los ojos lo que agrada y dejar lo que se aborrece. Carlos era bienquisto, y Alfredo desagradable; Carlos era discreto, y Alfredo se preciaba de envidioso; Carlos la obligaba despreciado, y Alfredo la ofendía favorecido; y, en efeto, Carlos (que ya tenía mejor lugar en su pecho) se iba para no verla, y Alfredo se quedaba para gozarla. Y en considerando que aquella noche había sido la postrera para el amor de Carlos, pedía lágrimas a sus ojos y dolores a su sentimiento. Bien quisiera Estela que Carlos dilatara su ausencia, y pareciéndola que, como ya le tenía tan en el pecho, podía, si la escuchase, detener sus pasos, llorosa y enamorada, decía: —¡Ay Carlos, quién pudiera darte cuenta destos suspiros para que te fueras más contento o no te fueras, porque me tienes de suerte que pienso que me lisonjearas! Este amor, verdad es que agora le empiezo a sentir, pero días ha que debe de haber nacido; porque aquella dichosa noche que estuve contigo no dijiste cosa que no me obligase ni hiciste cosa que no fuese de mi gusto, y si la causa de agradarme tu hermano fue el valor y entendimiento, siendo todo tuyo bien puedo decir que desde entonces me enamoraste. Verdad es que cuando supe que me amabas me ofendí, pensando que te obligaba envidia de tu hermano; pero ya que sé que te debo tantos días de voluntad sin agradecimiento, y que Alfredo fue quien por darte pesadumbre me solicitaba, digo, Carlos, no sólo que no me ofendo, pero que sólo la muerte me puede hacer ingrata. Bien me pareciste esta mañana, viéndote hablar discreto y despedirte enternecido, pero esta noche mucho más; que no hay camino para rendirse una mujer como satisfacerse de que es querida. Dichosa yo, que lo puedo decir sin peligro de algún engaño: yo lo he escuchado y yo lo he visto, pues ¿cómo que te debo tanto y consiento tu ausencia? Poco muestro ser mujer, pues no doy a la piedad el lugar que merece. Loca estoy. Y no sé lo que te diga de mí; que una mujer noble está muy a peligro de parecer liviana por no ser desagradecida. Así estaba Estela hablando con Carlos como si le tuviera delante, y advirtiendo con más cuidado en que a la mañana se había de ausentar sin poder verle para darle siquiera los brazos últimos, volvió a llorar de nuevo. Mas considerando que Alfredo, por soberbio, por ingrato, por necio y por aborrecido, no había de llegar a gozarla aunque estuviese de por medio la autoridad de su padre, se resolvió (no sin miedo de su vergüenza) a llamar a Carlos y hacer de modo que no la acabase de quitar la vida su ausencia. Y tomando un papel le envió a decir que la siguiente noche estuviese en la puerta falsa de su casa, porque la importaba hablarle antes que dejase a Sevilla, y que en hacerla este favor conocería lo que su amor había tenido de verdadero. Vino el día, y entregándole a una criada que era archivo de sus secretos, la mandó fuese al cuarto de Carlos y se le diese de su parte, procurando que él solo la conociese. Hízolo así la criada, y llegó a tiempo que ya Carlos, cercado de amigos y parientes, se despedía de todos. Llamole aparte y diole el recaudo y papel de Estela, diciéndole que por que algún curioso no la conociese no esperaba respuesta, y porque en anocheciendo la podría dar con más espacio. Admirose Carlos de aquella novedad, y viendo que tenía allí quien le podía desengañar fácilmente, porque conocía la letra de Estela, abrió el papel, y después de haberle leído se recogió con su entendimiento y se puso a considerar la causa que la podía mover, cuando no sólo le aborrecía, sino que aguardaba por momentos a Alfredo para darle la mano. Con todo eso, quiso obedecerla entreteniendo su partida, pero no pudo, porque estaba toda la ciudad esperando a verle salir. Y así, acompañado de los caballeros más principales della se despidió de todos, llevando tantas bendiciones como dejaba lástimas. Llegaron estas nuevas a los oídos de la triste Estela, que castigándose con pesadumbres se quejaba de su amor y de la poca razón de Carlos, aunque bien echaba de ver que para hacerle ingrato bastó darle a entender que era querido. Culpaba su necia resolución y su atrevida voluntad, pues se había empleado en quien no la creía o la desestimaba.Desmayose la luz del día con la obscura sombra de la tierra, y volviendo acaso Estela al lugar que la noche antes fue testigo de la fineza de Carlos, vio que un hombre, después de haber reconocido toda la calle, se paraba en medio della. Procuró Estela ver si podía conocerle sin que le mintiesen los ojos, y pareciole en el talle a Carlos. No se engañó, porque apenas estuvo libre de los que le acompañaban cuando dio la vuelta con ánimo de verla y saber lo que le quería. Y como sintieseruido en la reja, se llegó preguntando por el nombre de la criada que aquella mañana le llevó el papel. Conociole en la voz Estela, y por no perder la ocasión, el tiempo y la ventura, se descubrió; y después de haberle referido la traición con que su ingrato hermano la pretendía, el engaño de aquella noche, lo mucho que la enamoró su entendimiento, la traza que halló para desengañarse, la razón que la movía para quererle y lo mucho que sintió su ausencia, le dijo: —Carlos: hoy te escribí para estorbar tu determinación, y bien puedes creer que antes que me resolviese me habías costado muchas lágrimas; que las mujeres principales, primero que llegan a descubrir su voluntad lloran, disimulan y se resisten, hasta que ya el amor, como va creciendo, ni cabe en el pecho ni se contenta con los ojos. Sabe Dios lo que he peleado con mi vergüenza; pero, en fin, pudo más conmigo la voluntad que el recato; que esto de vencerse a sí misma, y más en cosas que llegan al alma, es agradable para leído, pero dificultoso para ejecutado. Carlos: la noche está en mi favor, en confianza suya te hablo con menos colores. Yo te adoro, y si tú quieres he de ser tuya. La hacienda de mi padre es bastante para que vivas sin pedir a tu hermano; los favores que él tiene míos son tan moderados que el mayor es haberle tenido por discreto una noche. Discúlpame, por tus ojos, desta osadía. O no me disculpes; que amar a quien me ama no se puede llamar delito, y más a hombre tan firme que cuando le agravia su dama la honra, y cuando le desprecia la defiende. ¿Piensas tú que ya los hombres aman con esas veras? Pues prométote que cuando no tuvieras más partes que haberme tenido un amor tan firme, bastaba por disculpa a mi rendimiento. Y cuando sea tan corta de ventura que pueda más contigo la resolución que tienes que la guerra de mi amor que te llama, quedaré contenta con que, por lo menos para conmigo, te he pagado cuanto te debo. Con notable admiración la escuchó Carlos, viéndola desengañada por un camino tan cierto, y así, con humildad de discreto agradeció la nueva honra que le daba, prometiéndose no por esposo, sino por esclavo suyo. Ya el padre del castigado Faetón llamaba poco a poco al día, convidando con rayos a las selvas, cuando Carlos se despidió de Estela, concertando entre los dos que de día estuviese en casa de Leonardo (un caballero amigo suyo) y de noche viniese a verla. Y en confirmación de su voluntad le dio la mano de esposa (que la reja era tan cortés que daba lugar aun a mayores travesuras). Fuese Carlos a ver a su amigo Leonardo, a quien dio parte destas cosas. Pasáronse algunos días, entreteniendo su amor con los favores que se permiten a una imaginación honesta; aunque Estela lo pasaba con menos gusto, por ver que Alfredo perseveraba neciamente en su pretensión, y que su padre, confiado en que a los principios la vio gustosa, prometía lo que no había de cumplir. Y así, en la primera ocasión que se vio con Carlos le refirió las diligencias de su padre y el estremo en que la ponían sus consejos. Afligiose el pobre caballero, pareciéndole que con el temor de Estela estaba a peligro su esperanza, y díjola que si no se hallaba con amor bastante para resistir hiciese su gusto; que él estaba tan hecho a golpes de fortuna que no tendría a novedad aquella desdicha. No pudo decirla todo lo que quisiera (que suele el sentimiento ser mudo), y ella por no dejarle sospechoso de su firmeza, le dijo que cuando confesó que le amaba no fue para que otro la gozase, y así, estaba resuelta (para librarse de su padre y Alfredo) a que por la puerta falsa entrase otra noche, para que, viendo su padre que él tenía la misma sangre que su hermano y que no había otro medio para volver por el honor de su hija, lograse la honesta voluntad de entrambos. No supo Carlos cómo dar a entender lo que estimaba el nuevo favor que le hacía; sólo respondió que se holgara de que el corazón pudiera pasarse a los ojos, para que echase de ver que no sembraba en ingrata tierra; porque si como nació pobre, aunque caballero, fuera absoluto dueño de dos mundos, se rindiera a sus plantas y confesara que su mayor blasón era haber llegado a merecer sus ojos. Echole a Carlos de la calle el día, que duró más de lo que quisiera su deseo; contó las horas, y en volviendo otra vez las obscuras luces de la noche salió Carlos en compañía de Leonardo, dejándole al principio de la calle para que le guardase las espaldas. Y apenas tocó con la espada en la reja cuando estuvo en ella el Sol de su dueño (que el amor la tenía cuidadosa), y después de haber dado una vuelta a toda la casa, dejando a su padre en la cama y a los demás recogidos, sin más compañía que la de su criada (testigo forzoso para semejantes empresas), dijo a Carlos en breves y discretas razones mirase lo que la debía, para que si alguna vez, como hombre, se cansase de ser querido, tuviese memoria de lo mucho que le había costado, y luego le mandó se fuese hacia la puerta falsa, donde con verdadera voluntad hallaría la del alma abierta. Obedeció Carlos y fuese Estela a recebirle; y en el breve tiempo que pudo gastar en estadiligencia sucedió que, viendo Carlos que entraba por la calle alguna gente (que por ser mucha daba a entender que era justicia), pareciéndole que no sería razón le viesen entrar en casa de Estela, y que esperar era ponerse a peligro de que le reconociesen, se resolvió en dejar la calle hasta que pasasen, y volviendo la esquina él y su amigo, se entraron en la primera casa. Asomaron por la calle los que venían en su seguimiento, y viendo que no parecía en ella ninguna persona, corridos de que dos hombres hubiesen burlado la esperanza de tantos, se dividieron con determinación de buscarlos en todo el contorno de aquellas calles. Salió Carlos contento de verlos ir tan deslumbrados y rogó a Leonardo se recogiese, pues para lo que faltaba no era menester su persona. Bien cierto estaba Carlos de que la gente que poco antes le había estorbado su deseo sería la justicia, que a tales horas suele reconocer la ciudad para estorbar muchas desgracias que suceden: pero engañose, porque su hermano Alfredo movido de una necia porfía, vino acompañado de sus criados a ver si con finezas y desvelos podía vencer aquel imposible hermoso, y pasando acaso por donde estaba, viendo dos hombres que se encubrían y retiraban mandó a sus criados los siguiesen procurando reconocerlos; y así, se había quedado solo a tiempo que ya Estela, tan rendida como determinada, abría la puerta y los brazos a su querido dueño, diciéndole con mil honestas caricias entrase a gozar el premio de su amor. Bien sabía Alfredo que a él no se encaminaban aquellos favores, pero entendió que alguna criada debía de tener amor secreto para aquella hora, y engañada de la noche y de su deseo llamaba a quien no conocía; y pareciéndole que era camino muy a propósito para poder hablar con su señora seguir el engaño de quien le persuadía a que entrase, admitió por suya aquella dicha. Y cubriendo el rostro (por no ser tan presto conocido) llegó donde esperaba Estela tan vergonzosa como engañada, y por hablar con menos sobresalto le dijo a su mayor enemigo que la siguiesehasta llegar a su cuarto. Desta manera iban Estela y el atrevido Alfredo cuando llegó Carlos, a tiempo que ya la criada, habiendo cerrado puerta y ventana, quería irse a dar la norabuena a su señora. Llamola el triste amante, y rogola dijese a Estela que allí estaba Carlos, y que la causa de haberse apartado de la calle ya la habría visto. —¿Cómo puede ser eso —replicó la criada—, si Carlos acaba de entrar ahora a gozar aquestos favores? Suspendiose Carlos, y llegose más cerca para que le conociese; y ella entonces, tan muerta como turbada, le refirió, llena de mortales congojas, cómo un hombre que no sabía quién era vino cuando su señora abría la puerta, y viendo que le llamaba había entrado sin ser conocido. Corriose Carlos de que fuese su sentimiento tan poco que no le quitase la vida, y, sin detenerse a nada, pidió que le abriese, para impedir que el engaño no pasase tan adelante que fuera necesario perderla. Abriole la criada (consultando primero con su cordura no hiciese algún exceso que echase a perder a su señora), y guiándole hacia su cuarto, llegó (aunque no tan presto como quisiera su cólera), y, reparando en que la puerta estaba cerrada llevó los ojos al corto espacio de la cerradura y vio a Estela que con una daga en la mano salía defendiéndose de un hombre, al cual llorosa y determinada decía: —Es tanta la descompostura que miro en tu villano proceder, y tanta la pesadumbre que me ha dado tu osadía, que te diera la muerte antes que salieras de aquesta sala, si no me detuviera el ver que aventuraba mi opinión en alguna manera. Pero viven los Cielos que ya que como mujery flaca no puedo vengarme, por lo menos he de saber quién eres, y no has de vivir seguro de mi rigor aunque te escondas en las entrañas de la tierra; porque semejante desatino no puede tener disculpa ni quedar sin castigo. Yo te llamé imaginando que eras un hombre que mañana ha de ser mi esposo; respondísteme embozado y mudo; llegaste a mi cuarto, díjete con regalos y amores que te descubrieses; pero viendo tu silencio sospeché alguna desdicha. Afligíme, como mujer y sola, y más cuando te vi con deseo de quitar la vida a una luz que me alumbraba de tus engaños: conocí que no eras mi descuidado esposo; y si lo eras, que tu intento no era conforme a tu nobleza, pues quien esconde la cara no tiene muy seguro el pecho. Turbeme toda, y tan corrida como desmayada te pregunté quién eras; respondísteme sin hablar, haciendo el oficio de la lengua tu grosería. Quise dar voces; mas temiendo que si me hallara mi noble padre en semejante estado no había de creer la inocencia mía, me aventuré a mi defensa, y permitió el Cielo que tuviese lugar, no sólo de quitarte tus propias armas, sino de huir de tus injustos brazos. Y así, determina lo que quisieres, porque primero que llegue a ejecución tu locura ni consienta en tu torpe deseo me has de ver bañada en mi sangre, para que con mi muerte se desmaye tu atrevimiento. Entonces Carlos, contento de ver el valor de Estela para volver por sí y castigar la infamia y osadía de aquel hombre, hizo que la criada llamase diciendo que su señor venía. Turbose Estela y alborotose Alfredo, aunque acordándose de lo mucho que tenía de su parte la voluntad del viejo, abrió con menos sobresalto del que le esperaba. Pero apenas dejó libre la puerta cuando vio a su hermano, que poniéndole la espada a los pechos le amenazaba con la muerte si no decía quién era. Admirado quedó Alfredo, que como ya le imaginaba ausente le pareció que era soñado lo que miraba. Viose en notable confusión, porque Carlos porfiaba como ofendido, y así, le respondió que él no había de decir su nombre en aquel lugar aunque se viera hacer pedazos; mas si se tenía por tan hombre que en la calle se atreviese a lo mismo, no estaba tan lejos que no pudiera satisfacerse con menos riesgo. Agradole a Carlos la resolución, aunque no a Estela, con ser un alma la que vivía en entrambos. Quiso detenerle, pero no pudo: salió Carlos y siguiole Alfredo con envidia, porque bien echaba de ver que su hermano era dueño de Estela y a quien esperaba aquella noche. Y confiado en que los que le acompañaban le habrían visto entrar y en justa ley de voluntad y obediencia tenían obligación de aguardarle, habló tan alentado y disfrazó tan bien la cobardía, que puso miedo a Estela, porque como era suya la vida de Carlos temió el riesgo que la amenazaba. Salieron, en fin, los dos enemigos hermanos. Desmayose Alfredo viendo que en toda la calle no se descubría un hombre, porque los que habían venido con él, cansados de andar por aquellas calles y no hallando a su señor adonde le dejaron, se fueron a buscarle a algunas casas de entretenimiento donde solía acudir (que para los señores a todas horas están abiertas). Temió Alfredo a su celoso hermano, y por escusarse, si pudiese, de sacar la espada, le dijo que amaba tanto a aquella dama que no quisiera que sucediese en su calle alguna desdicha, y así, tenía por más acertado que se apartasen a otra, para poder libremente decirle quién era. Aceptó Carlos, como tan interesado en el honor de Estela. La cual recelosa del suceso y bañada en lágrimas, enternecía las piedras. —¡Ay de mí! —decía la llorosa y afligida dama—. ¿Quién dijera que tan dulces principios de voluntad se lograran tan desgraciadamente? ¿De qué me aprovechó escuchar a Carlos y desengañarme de sus verdades, si en la misma noche que le espero para ser suya le miro tan a peligro de perderle? ¡Oh amor, cómo es cierto que es más lo que entristece un pesar tuyo que lo que alegran cuantos placeres prometen tus esperanzas! No sé qué hechizo tienes que a todos maltratas y todos te siguen, a todos enojas y todos te estiman, a todos agravias y todos te honran. Quisiera saber qué virtud oculta te ha dado el Cielo para que ofendidos te busquen, despreciados te agraden y quejosos te soliciten. ¡Oh veneno sabroso, que entretienes y matas! ¡Oh tormento apacible, que regalas y ofendes! ¡Oh favorable llaga, que injurias y lisonjeas! ¡Oh enfermedad alegre, que deleitas y enojas! ¡Oh sospechoso fuego, que abrasas y no consumes! ¡Oh dulce tiranía, que mandas y no cansas! Y, en fin, tragedia común, que mientes a los principios y siempre te esperan desdichados fines. Para mí tengo que no hay estado libre de tus ingratitudes ni seguro de tus pesares, porque si dos viven juntos y se aborrecen, ¡qué infierno! Si el uno ama y el otro olvida, ¡qué desesperación! Si entrambos se aman y no se gozan, ¡qué pesadumbre! Si se gozan, y el amor por demasiado se pasa a celoso, ¡qué inquietud! Si se quieren y están ausentes, ¡qué desdicha! Y, en fin, cuando nada falte de contento y comodidad, que no suele ser muy fácil, aquel temor de que ha de perderse, ¡qué disgusto! Porque si una mujer reparase que el galán la puede olvidar, como mudable, y el esposo se le ha de morir, como hombre, sería cierto que ni al uno admitiría por no llorarle, ni al otro amaría por no sufrirle. Así estaba Estela divirtiendo (aunque no podía) su apasionado corazón, cuando vio que en toda la calle ni el uno ni el otro parecía. Volvió a sentir, volvió a temer y volvió a pensar en la vida que la aguardaba si acaso Carlos, por más desgraciado, fuese el herido o muerto. Procuró olvidar esta imaginación y no pudo; intentó sosegarse y no se lo consintió su cuidado; quiso darse la muerte y estorbóselo quien la miraba, y, en fin, viendo que cualquiera locura no fuera culpable después de haber confesado que amaba a Carlos, por no estar con aquella duda salió a buscarle, dejando en centinela a su criada. Y llegando a la primera calle vio que Carlos gallardamente iba retirando a su contrario, que, menos orgulloso de lo que había prometido su presunción, se quejaba de que conociéndole tuviese ánimo para agraviarle. Pero ya Carlos enfadado de sufrir su envidia, no le miraba como a hermano, sino como a enemigo. Llegose Estela tan cerca que tuvo lugar de conocer a Alfredo, y considerando lo mal que la estaba su muerte, pues era fuerza ausentarse Carlos y dejarla sin vida, se puso al lado de Alfredo en ocasión que, por darse prisa a sacar pies, había tropezado y caído. Ya Carlos llegaba a tener menos un envidioso cuando halló que amparaba su vida un ángel. Detúvose y reparó que era Estela, la cual dando lugar a que Alfredo se levantase, le dijo desta suerte:—¿Es posible, Alfredo, que habiendo nacido principal y entendido no conozcas que el amor no se rinde a violencias ni a tiranías, porque la voluntad se precia de tan libre que apenas el Cielo la sujeta? ¿Piensas tú que obligar a una mujer para que ame es asaltar un muro o conquistar una ciudad, que se puede conseguir con el poder o con las fuerzas? Pues engañaste; que ninguna mujer puede amar obligada de esos accidentes. Dirasme: ¿qué es la causa por que a los principios de tu amor no estuve tan tibia contigo? A eso te responderé cuando tenga más tiempo. Lo que te digo ahora es que adoro a Carlos, a pesar de tus traiciones y envidias, con el estremo que has visto, pues esta noche le esperaba con nombre de esposo y señor mío; y cuando una mujer de mis prendas habla en su amor tan claramente, querer impedirle es preciarse de intentar imposibles. Y porque mi voluntad no consiente más dilaciones y el cuidado de mi padre me está dando voces, recógete a tu casa; que yo pienso que tu hermano tendrá la mía por suya desde ahora. Apenas acabó Estela las palabras últimas cuando Alfredo, envidioso y desesperado, se fue, trazando en su imaginación el modo de vengarse. Quedó Carlos tan contento que ya le parecía que no le quedaba a la Fortuna más pesadumbres que enviarle; pero como siempre andaban con él tan de sobra las desdichas, quiso el Cielo mezclarle esta gloria con tantos géneros de penas que pudiera tener a suerte no haberla recebido. Sucedió, pues, que el padre de Estela despertó con el ruido que poco antes había pasado, y por no estar toda la noche con sobresalto, tomando su espada y capa y llamando a un criado para que le alumbrase, se levantó y empezó a mirar todas las puertas de la casa, por sosegar su recelo o por confirmar su sospecha. No se puso a imaginar que su hija pudiera ser la causa de aquel alboroto, porque su modestia en las palabras, su compostura en los ojos y su honestidad en las acciones la tenían tan bien acreditada que no pudiera creer cosa que tocase en ofensa de su recato; y lo que le desveló solamente fue pensar si algún codicioso de su hacienda quería escusarle de los cuidados de guardarla; que como había pasado a las Indias sabía muy bien volver por su dinero. Llegó adonde estaba la cuidadosa centinela aguardando a los dos amantes, y antes que su señor la pudiese ver tuvo lugar bastante para esconderse, pero hízolo tan turbada que no se acordó que dejaba la llave en la misma puerta. Reparó el viejo en la novedad, y pareciéndole que habría sido descuido del que la había cerrado aquella noche, la quitó y se volvió a su cama. Vinieron a este tiempo Estela y Carlos seguros de tan gran desdicha. Llamó Carlos, y viendo que no le respondían pensó que sería sueño de la criada; pero ella, en satisfaciéndose de que su señor se había recogido, volvió a ver si parecían, y acordándose de la llave conoció el daño que había hecho. Llegó a la reja y refirioles lo que pasaba, y sacando Estela un suspiro de lo más íntimo del corazón se volvió al cielo, como quejándose de los estremos en que la ponía. Mirola Carlos, y dijo que ya echaba de ver que aquel golpe era a cuenta suya, pues por haberle querido se había sujetado a tan varios sucesos; pero que advirtiese la poca culpa que tiene un desdichado en que todo le suceda al revés de su pensamiento, porque un hombre no puede huir la cara a lo que le ordena su estrella. Pero que si acaso la parecía que con su voluntad la había ofendido, le quitase la vida, como dueño della. —¡Basta, Carlos! —respondió Estela—; que tú también te precias de darme pesadumbres, y en lugar de animarme me desconsuelas. ¡Bueno es que cuando me miras tan tuya que lo atropello todo por asegurar tu vida, me digas que te la quite! Pues, pregunto, ¿para quién era ese castigo, quedando yo viva? ¡Ay Carlos mío! Vive muchos años y no agravies otra vez mi voluntad, sino considera que te adoro, y que si he sentido este pesar ha sido más por tu descomodidad que por lo que yo aventuro, porque estando contigo nada puede ser parte para entristecerme. Y así, dispón de mi voluntad al albedrío de la tuya y llévame donde más gustares hasta que a mi padre se le pase el enojo y viéndome empleada tan a mi gusto agradezca a su fortuna el tenerte por hijo. Entonces Carlos se resolvió en irse a casa de su amigo Leonardo para elegir más cuerdamente lo que estuviese mejor a su sosiego. No quiso la criada quedar al peligro que la amenazaba si se sabía que ella era parte en la falta de su señora, y así, con la ayuda de Carlos se arrojó del primer balcón y se fue con Estela y Carlos. Informaron a Leonardo de lo que pasaba, y pareciéndole que por ser tanta su amistad estarían en su casa poco seguros, determinó que antes que se acercase el día se fuesen de la ciudad a una hermosa quinta que estaba tres leguas della, adornada de fuentes y jardines. Y mandando aparejar un coche, dio orden a un criado para que los regalase y sirviese como a su persona. Agradecida Estela a tanto favor, le besó las manos y se despidieron todos, encargando a Leonardo no se descuidase en avisarlos de lo que resultase. Confusa iba Estela de ver lo que en dos días había pasado por ella, pero acordándose que todos aquellos destierros habían de parar en gozar de Carlos con más licencia, lo llevaba con blandura. Dijo Carlos a los que estaban en la quinta que era Estela su hermana, por que si acaso iban a la ciudad no dijesen cosa por donde pudiesen ser descubiertos; y con mudarse también los nombres, vivían contentos y seguros. Mas como la mala estrella de Carlos no se cansaba de atormentarle, quiso que, por remate de sus tragedias, una hija del que tenía a su cargo el aumento y vida de las flores, briosa de cuerpo, ocasionada de ojos y sazonada para cualquier deseo, viendo en Carlos tantas prendas dignas de voluntad, y que Estela ni era dama ni prima, sino hermana, se dejó llevar de una voluntad tan loca que las fuentes la murmuraban y aun Estela la presumía. Pero tenía Carlos la imaginación tan ocupada en solenizar las gracias de su esposa, que no dejaba tiempo a la voluntad para divertirseen cuidados ajenos. Venía cada noche Leonardo a informarse de lo que pasaba, encargando a Carlos no saliese adonde le viera alguno, porque el padre de Estela, como había dado palabra al Conde y le parecía que adelantaba su linaje con el honroso título que gozaba, sin querer reportarse ni admitir las disculpas de muchos que amaban a Carlos, se fue a quejar al Asistente, el cual mandó que le llamasen a pregones, prometiendo a quien le prendiese o dijese dél dos mil escudos. Y como por entonces se viese Carlos tan bien guardado vivía contento y entretenido. De día le deleitaban flores y cristales, hasta que se acercaba la noche y dejaba de ser hermano de su querida Estela. Y estando una tarde juntos gozando de un apacible céfiro, oyeron que Lucinda, tan enamorada de Carlos como segura de que la escuchasen, cantaba desta suerte: La zagala malcontenta, de quien aprende el abril lo encarnado del clavel y lo casto del jazmín; la que rinde cuanto mira, porque el pincel más sutil graciosamente mezcló nieve, rayos y carmín, rendida a un nuevo cuidado, tan nuevo como infeliz, confusa, triste y amante, siente, llora y canta así: Corazón, pasá y sufrí mil penas para morir. Corazón, si noble sois, ¿cómo mi amor permitís? Y si amáis y le calláis, corazón, ¿cómo vivís? Pero como está el amor tan recién nacido en mí, apenas acierta a hablar; que es muy niño en el sentir. Mas pues he llegado a tiempo que vivo ya tan sin mí que sólo morir deseo por morir y no sentir, corazón, pasá y sufrí mil penas para morir. Mas, ¡ay de mí, que estas penas aun no me podrán rendir!; que para un amor valiente pocas son, aunque son mil. Bien hacéis en tener penas. ¡Sufrid, corazón, sufrid!; que si os han de tratar mal, menos mal es no vivir. ¡Ay corazón, quién pudiera vivir con vos y sin mí! Pero pues vos deseáis morir para no sentir, corazón, pasá y sufrí mil penas para morir. Acabó Lucinda con un suspiro, y miró Estela a Carlos con alguna malicia, mas ni él se alborotó ni ella se dio por entendida; que cuando el amor está tan en los principios de gozarse es poca cordura dar lugar al menor recelo. Bien caro le costó a Carlos el ser querido, porque un criado de Leonardo que tenía cuenta del regalo de Estela y suyo había muchos días que era cuidado de Lucinda, y como vio que la causa de andar tan tibia en su amor era haber puesto los ojos en Carlos, la contó el verdadero suceso de los dos, o para vengarse de su desdén o para obligarla a su voluntad. Sintiólo Lucinda como quien amaba sin esperanza de agradecimiento, y bajándose Carlos otro día a un pedazo de soto en que se remataba la quinta, le siguió Lucinda, y mostrándose desentendido de su voluntad la preguntó la causa de sus melancolías. —¿Para qué es bueno eso —replicó la villana—, si estas flores, estos árboles y aun estas peñas están publicando lo que paso y lo que padezco? Pregúntaselo a ellas si no lo sabes. Esa risueña fuentecilla que se baja quebrando entre las piedras, ¿de quién piensas tú que murmura sino de mi amor y de mi desvarío, pues me he querido inclinar a un hombre que aun de burlas no me entretiene? Pero ¿qué mucho, si ama de veras en otra parte? Bien conozco que no puedes más, pero dime: si Estela es tu esposa y tú eres Carlos, hermano del conde Alfredo, si Estela es hija de don Fernando de Aragón y tú eres el que la sacaste de su misma casa, ¿de qué sirve disfrazaros con el nombre de hermanos, si la noche sabe otra cosa? ¿No echas de ver que tu fingimiento ha sido causa de mi perdición? Pues si declararas desde luego quién eras cerraras la puerta a cualquier deseo, porque no sé que haya mujer tan liviana que quiera bien a un hombre que en la mesa y en la cama ha de ser ajeno. Mas ¡pobre de mí, que lo supe cuando estaba perdida! Aunque ya procuraré apartar de mí este pensamiento antes que pase más adelante. Y créeme que me debes tanto que no parece mi amor de tan pocos días. No es esto lisonjearte, Carlos, porque sabe el Cielo que sólo procuro divertirme y aborrecerte. Y dime, para que creas esta verdad: ¿quién hubiera en el mundo que, pudiendo ser rica y vengarse de tantos celos, no hubiera ido a la ciudad y diera cuenta de que vives en estas soledades? Dos mil escudos prometen a quien dijere de ti o de Estela. Pues yo lo sé y quiero callar; que habiendo nacido mujer y estando celosa es gran prueba de mi voluntad. Pero no soy villana, aunque lo parezco: gózate, Carlos, con mi señora Estela, que yo iré consumiendo este amor; que el tiempo suele hacer semejantes milagros, pues vemos que lo que hoy se adora mañana se olvida. Suspenso quedó Carlos de haber escuchado en boca de Lucinda todo el suceso de su fortuna, si bien ella se prometía liberal y piadosa en guardar secreto; pero viendo la poca seguridad que se podía tener de quien amaba sin ser correspondida, y que su vida y el descanso de Estela estaban en manos de su silencio, se determinó a obligarla y entretenerla, ya que no con verdades, por lo menos con palabras que lo pareciesen; que una razón cortés, aunque tenga mucho de lisonja, entretiene mientras se escucha. Y apenas la empezó a encarecer cuán agradecido le estaba y que quisiera hallarse en estado más libre para pagar aquel amor, cuando Estela, pareciéndole novedad estar sin Carlos, le venía buscando por aquella hermosa provincia de flores, y llegando a una apacible confusión de laureles y mirtos oyó hablar no muy lejos de donde estaba, y con el favor de unos árboles que la servían de celosía se acercó tanto que pudo ver distintamente a Lucinda y a Carlos; y por saber más a su gusto la ocasión de tanta conformidad remitió a los oídos su deseo, y escuchó a Carlos, que, más por haberla menester que por desvanecerle su cuidado, la decía que estaba tan agradecido a su voluntad como pagado de su hermosura, y que el haber andado corto en conocerla había sido por tener a los ojos el estorbo que ella sabía; porque como a Estela tenía tantas obligaciones, que la menor era haber dejado a su padre, no podía hacer de su voluntad todo lo que quisiera; pero que en casándose y en asegurando sus cosas estaba dispuesto a ser muy suyo, de la manera que gustase. Fuese Lucinda, porque venían algunos de los jardineros y ya se murmuraba entre ellos su voluntad. Quedó Estela tan admirada y tan muerta que aun para reñir sus celos la faltaba ánimo. Pero ya que estuvo cansada de sentirlo y de ponderar la traición de Carlos, el atrevimiento de Lucinda y la furia de los celos que la atormentaban, viendo que Carlos amaba tanto a una villana que la daba parte de sus cosas y descubría lo que a todos callaba, salió con ansias de celosa dando voces y diciendo injurias contra el amor verdadero de Carlos, llamándole por su nombre y diciendo: —¿De qué sirven, ingrato, las cautelas con que vives, ofendiendo mi sangre, mi calidad y mis obligaciones? Sepan todos que eres, Carlos, el hombre más desleal que ha conocido el mundo. Bien sé que me ha de costar la vida el verte a peligro de que te la quiten; mas por lo menos me he de vengar de tus infamias; que a una mujer principal mejor la parece un hombre muerto que ingrato. ¡Buen pago me das de haber perdido por tu causa lo que tú sabes! ¿Es esto lo que con lágrimas me prometiste cuando te hice dueño desta desdichada hermosura? Pues ya que veo que no te puedo quitar lo que a costa de mi vergüenza has gozado, por lo menos me libraré de los engaños que me esperaban viviendo contigo. Y he de verte sujeto a las crueldades de mi padre y tu hermano, para que, como ofendidos y nobles, se satisfagan a tu costa. Bien puedes desde luego guardarte de mí, porque he de ser tu mayor enemigo, y me he de ir a los ojos de quien te aborrece sólo para que te persigan. Más quisiera decir Estela, si el dolor y pasión no se lo estorbaran, y así, empezó a descansar llorando; que las lágrimas, cuando una desdicha es grande, más sirven de alivio que de pesadumbre. Reparó Carlos en que casi todos los que vivían en la quinta habían escuchado a Estela, y acordándose de que eran villanos tuvo por cierta su desgracia; y fue así, porque el uno dellos vencido de su codicia, se fue a Sevilla y dio parte de todo a la justicia. Rindiose Estela a la tirana fuerza de un desmayo, y hallose Carlos más sentido de su disgusto que de los pesares que le esperaban. Volvió a cobrar el sentido, y viendo a su esposo tan triste la pesó de lo que había hecho; que el amor, como es hijo de un dios, se precia de noble y perdona con facilidad. Luego, para satisfacer Carlos a Estela, mandó llamar a Lucinda y en su presencia averiguó de quién había sabido su secreto amor. Confesó la verdad Lucinda, y después dijo Carlos a Estela que la causa de haber hablado de aquella suerte con una villana había sido por obligarla a que no publicase lo que sabía, pues era de menos importancia decirla cuatro lisonjas que ponerse a peligro de que intentase algún desatino. Calló Estela, por no confesar que había errado, y estando discurriendo sobre el suceso de aquella tarde vino un hombre a decir a Carlos que si quería no verse en manos de la justicia procurase huir con brevedad, porque estaba ya tan cerca que sería fácil no poder. Y viendo Estela el peligro en que estaba si le hallaban con ella, le rogó que se fuese, porque él solo había de ser el principal objeto de la venganza de su padre. Hízolo así, y con un abrazo y cien mil suspiros se despidió de sus ojos diciendo que mientras pasaba la furia de su padre se iría a Granada, donde tenía amigos y deudos, y desde allí se informaría de lo que sucediese. Pero como en nada tenía de su parte al Cielo, en la última puerta vio que le impedían los pasos sus enemigos. Quisieron reconocerle y no lo consintió su gallardía, porque, sacando la espada contra todos, empezó a procurar su defensa; y fuera cierto que la prisión costara más de una vida, si Leonardo (que ya venía a avisarle del suceso) no se llegara a Carlos y le dijera que aquello más parecía deseo de perder la vida que medio para asegurarla, pues aventurarse tan temerariamente no podía tener disculpa en su discreción. Rindiose Carlos, aunque de mala gana, y luego empezaron a buscar a Estela; aunque fue diligencia escusada, porque pareciéndola que Carlos habría tenido tiempo para huir y defenderse de la justicia, quiso también ella hacer lo mismo, y así, en tanto que andaban todos divertidos con la prisión de Carlos tuvo lugar de salir por otra puerta con intento de ampararse del lugar más vecino. Y con este ánimo y con la esperanza de hallar, si pudiese, a Carlos, sin más compañía que la memoria de sus desdichas empezó a discurrir por el campo, hasta que, rendida a su cansancio, convidada del sueño y de un apacible arroyo que había sido alma de una peña, se quedó dormida. Despertola su cuidado cuando ya el sol dejaba gozarse de los primeros montes, y hallose sola, sin conocer la tierra ni saber qué camino tomaría que fuese más conforme a su deseo; y volviendo los ojos a los estremos de un escondido valle vio alguna cantidad de ganado que le ocupaba, y luego un pastor, que teniendo los ojos en la tierra y los pensamientos en algún cuidado que le inquietaba, con un instrumento acomodado a su natural y a su oficio, cantaba y se divertía desta suerte: Cansado Celio de estar desdeñoso con su Filis (antiguo cuidado suyo, aunque más bella que firme), fue a verla cuando otro amor gozaban sus ojos libres; que por vengarse de Celio, a quien no pensó se rinde. Mirola el pastor confuso, y aun se presume que triste; que aunque más olvide un hombre, nunca gusta que le olviden. Pareciole más hermosa porque en otros brazos vive; que lo que se goza cansa, y lo ajeno es apacible. Mas viendo Celio que en ella algunas cenizas vivende aquel incendio pasado, de aquesta suerte la dice: ¡Ay, quién pensara, Filis, que faltara el amor que me tuviste!Ya estoy, Filis, olvidado (que el olvido al amor sigue), pues me has ido aborreciendo al paso que me quisiste. Tuya seré mientras viva, muchas veces me dijiste: viva estás y otro te goza;ya me entiendes: tú mentiste. Mis tibiezas fueron tantas, que confieso, hermosa Filis, que me amaste demasiado, pues que tanto me sufriste. Regalábasme amorosa y enojábame terrible, tanto que al tenerme amor llamaba yo perseguirme. Supiste de nuevos gustos, y aun olvidarme supiste. Si de veras, no lo sé; sólo sé que lo dijiste. ¡Ay, quién pensara, Filis, que faltara el amor que me tuviste!Preguntole Estela la distancia que había hasta la primera aldea, y fue tanto lo que le obligó su hermosura y honestidad, que después de haberla regalado la acompañó hasta ponerla en un lugar pequeño que se encubría detrás de un monte. Y acordándose Estela de que Carlos había de parar en Granada, se determinó a buscarle; y vendiendo una joya de las que traía, tomó una mula y, fiándose de un labrador que prometió servirla hasta que tuviesen mejor suceso sus trabajos, llegó a Granada a tiempo que ya Carlos en Sevilla estaba cercado de prisiones y guardas, aunque eran tantos sus amigos y tan grande el afecto con que toda la ciudad le miraba, que el padre de Estela se vino a reducir a perdonarle, como pareciese su hija. Despacharon luego a la quinta, y averiguose que desde aquella noche había faltado. Hiciéronse en Sevilla infinitas diligencias sin hallar persona que diese señas de haberla visto. Confirmó Carlos su adversa suerte, pidiendo al Cielo con lágrimas le diese paciencia para sufrir los desdenes de su fortuna. No le pesó a Alfredo que no pareciese Estela, porque como ya se vía desconfiado de merecerla, quisiera que alguno, por robarla, la hubiera quitado la vida; mas no le salió cierto este deseo, porque apenas llegó a Granada y supo la prisión de Carlos y la piedad que usaba su padre con entrambos, cuando despachó un hombre que con toda brevedad avisase de que estaba viva y que llegaría muy presto. Salió a recebirla su padre con muchos caballeros, que acompañaron a Carlos. Sólo Alfredo no quiso hallarse en esta fiesta por no ver su agravio a los ojos, antes, viéndose despreciado y que claramente se había conocido su envidia, fue tan grande su sentimiento y vergüenza que en muchos días no salió de una sala, y sin más achaque que su profunda melancolía dio en faltar tanto al cuidado de su salud y en dejarse llevar de sus tristezas, que acabó miserablemente su vida. Sintió Carlos la muerte de Alfredo, aunque le heredaba (que no fue poco); pero la sangre y el amor siempre tienen su fuerza, principalmente en los pechos nobles y que no nacen con inclinación de ambiciosos. Recibió los parabienes del nuevo estado y dio gracias al Cielo de la piedad que con él usaba cuando tenía menos esperanza de remedio; que la buena o mala fortuna siempre viene cuando no se espera. Vivió Carlos muchos años en compañía de su amada Estela gozando la calidad que su hermano perdió con tanta afrenta, pues es cierto que solamente su envidia le mató; que no merece otro fin quien tiene tanto pesar del bien ajeno como si fuese desdicha propia.