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MONTALBAN__Fuerza-del-desengano.txt
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SEIS leguas de la Corte tiene su asiento la insigne villa de Alcalá, cuyo nombre quiere decir castillo (rico, por la abundancia de ingenios que la ilustran). Su nobleza es tan antigua que en tiempo de Leovegildo, rey de los godos, fue catredal, siendo su primero obispo Asturio, a quien sucedieron Novelo y Venerio, según afirma el doctísimo padre Juan de Mariana en el libro cuarto de su Historia. El temple del cielo es de los mejores de Europa; sus edificios,muchos y buenos, y la grandeza de las Escuelas como sabe el mundo. Obra, en fin, de aquel santo príncipe de la Iglesia fray Francisco Jiménez de Cisneros, que a imitación de la de París fundó en ella esta tan célebre Universidad. Riégala Henares, tan apacible y caudaloso como celebrado de los poetas, corriendo entre una fresca y hermosa alameda guarnecida de árboles y flores. Aquí vino a estudiar un caballero llamado Teodoro el Galán (con tanto estremo lo era). No quiso la Naturaleza deslucir su buen talle con algún defeto del alma; porque aunque muchas veces reparte en diversos sujetos las gracias y bienes de fortuna, haciendo al discreto, pobre; a la hermosa, necia; al ignorante, rico, y a la fea entendida, Teodoro tuvo alguna excepción en esta parte, gozando con una misma igualdad la riqueza, el valor, el ingenio y la cortesía. Y como el amor y los pocos años andan tan juntos, empleó el suyo en una dama principal llamada Narcisa, en quien tenía todo el lugar puestos los ojos, tanto por su nobleza como por su hermosura. Servía también a Narcisa otro caballero de la misma villa cuyo nombre era Valerio, que aunque en la sangre pudiera tener más ventajas, con su mucha riqueza disimulaba esta falta. Sentía el padre de Narcisa que Valerio se atreviese a mirarla, sabiendo que todos conocían a sus abuelos; mas era tan liberal y tenía tan de su parte las criadas de Narcisa, que pensaba a costa de su hacienda no haber menester a su padre. No iba Valerio muy lejos de la verdad, porque el mejor medio para lograr cualquiera voluntad es tener dentro de una casa quien acredite y defienda el amor de un hombre. Aunque esta costumbre o esta ley salió incierta, porque Narcisa aborrecía a Valerio y adoraba a Teodoro (que su gallardía la había rendido el alma); pero esto con tanto recato que ni Teodoro sabía su dicha ni Valerio alcanzaba a entender su mala fortuna; porque en las ocasiones donde suelen los ojos informar de las travesuras del pecho estaba más indiferente, teniendo siempre tan cubierto el rostro que eran pocos los que se podían alabar de haberla visto, y si alguna vez se descuidaba, era con tanta modestia que sin descomponerse mataba y favorecía. Quisiera Teodoro darla a entender su mucho amor, y así, una tarde viéndola salir de su casa, se llegó a ella, y dejando con disimulación caer un lienzo a sus pies, le volvió a levantar, y besándole, la dijo: —Mire vuestra merced que se le ha caído este lienzo. Bien conoció Narcisa que no era suyo, pero la curiosidad y el amor la obligaron a que con una honesta cortesía le recibiese; y desenvolviéndole, halló que era rebozo de un papel, que en fe del amor de su dueño decía: Siempre he oído decir que los amantes son atrevidos; y yo, con serlo tanto, sólo sé padecer los desdenes de vuestros ojos. Llamo desdenes, porque no permitís que los goce quien los adora. Y si lo hacéis por tenerme lástima sabiendo que han de abrasarme sus rayos, doy por recebida esa piedad; y en tanto que soy más dichoso sólo quiero sepáis que os adoro, y paséis los ojos por esos versos hijos de mi cuidado; y estad muy consolada de que los entenderéis sin consultar a nadie, que en este tiempo no es la menor fineza: Divina causa del desdén que lloro: mi amor no os encarezco, ni pudiera; que intentar resumirle contar fuera del mar las conchas, y de Arabia el oro. Sin ver la cara del favor, adoro de vuestros soles la divina esfera, y de una voluntad tan verdadera no se puede agraviar vuestro decoro. El pensamiento y el amor engaño con la esperanza que les doy de veros, aunque con ella mueren todo el año. No os lastime el amor que he de teneros, porque después, mi bien, de hacer el daño, poco importa matarme ni esconderos.No había menester Teodoro ser tan bien entendido para agradar a Narcisa, porque ya le había entregado de todo punto el imperio de su albedrío. Pasaba lo más de la noche en su calle, sin que se lo estorbase el yelo ni el agua; pero ¿qué mucho, si ya Narcisa le acompañaba en una reja hasta que el aurora salía a estorbar sus honestos amores? Las músicas estaban en este tiempo más validas, y así, muchas noches despertaba los oídos de Narcisa la suavidad de varios instrumentos, aunque ya se han reducido los galanes a pretender por medios más seguros y de menos ruido. Mucho quisiera la hermosa dama que Teodoro descubriera a sus padres su amor, para que tuviese el suceso que entrambos deseaban, y así, le persuadió a que los hablase. Hízolo el caballero, pareciéndole que siendo su igual en todo tendría fin dichoso su confianza; pero no le sucedió como imaginaba, porque aunque Teodoro era noble, discreto y bienquisto, tenía opinión de travieso por haber sacado en algunas ocasiones la espada, si bien después que amaba a Narcisa vivía tan olvidado de sus travesuras que sólo trataba del aumento de sus estudios, con fin de obligarla y merecerla. Los padres de Narcisa temerosos de la condición y bríos de Teodoro, le dijeron que les perdonase, porque la tenían casada y era imposible dejar de cumplir lo que una vez habían prometido. Desesperado escuchó Teodoro esta respuesta, y en llegando la noche fue a verse con Narcisa, y triste y enternecido la dijo: —Mucho ha sido, bien mío, sabiendo que he de perderte, venir a tus ojos con vida. Hoy hablé a tus padres, y me respondieron que te habían casado, o que estaba empeñada su palabra; de suerte que con gusto suyo ha de ser imposible que puedas ser mía. ¡Mira tú cuál puede estar un hombre que te ha querido algunos años! Yo te pierdo, y si no te atreves a alguna temeridad es fuerza que te mires en otros brazos. Esto digo para que si me tienes algún amor lo remedies; porque si tú estás de parte de mi voluntad seré tu esposo aunque lo estorbe todo el mundo. —Si se puede casar una mujer sin que ella lo sepa —respondió Narcisa—, posible será que yo lo esté; pero si ha de ser con gusto mío, bien puedes creer, Teodoro, que sólo tu amor ha de merecerme. Y cuando con mis padres no bastasen ruegos y resistencias, te estimo de manera que intentaré cualquiera locura; pero mientras ellos no me hacen fuerza no será razón darles pesadumbre. Y con esto se despidió Teodoro más asegurado de su temor. Tenía Narcisa un hermano algo atrevido, y viendo una noche a Teodoro junto a la puerta de su casa, pareciéndole que no cumplía con su obligación si no le echaba de la calle quiso reconocerle, y como Teodoro estaba tan ajeno de disgustar a Narcisa procuró con buenas palabras obligarle para que no porfiase en lo que intentaba; mas viendo que ni con ruegos ni cortesías podía reducirle se determinó a defenderse retirándose, así por no ofenderle como por escusarse de que le conociera. Pareciéndole a su contrario que el sacar tantos pies era falta de valor, le dijo, llamándole por su nombre, que le esperase, si acaso no tenía costumbre de huir en viéndose solo. —No imagino —replicó Teodoro— que podrá decir ninguno que me ha visto cobarde. Y quien lo pensare se engaña, por no decirle que miente, pues si me he retirado de vos no es por haberos temido, sino por mirar en vuestro espejo a Narcisa, a quien amo tiernamente. Y pues ya me habéis conocido, para que tenga de aquí adelante mejor opinión con vos, ¡mirad quién es ahora el que se retira! Y acometiéndole enojado y corrido, le dio una estocada por debajo de los pechos, de que estuvo algunos días en la cama, y Teodoro en un monasterio. El sentimiento de los padres de Narcisa viendo esta desdicha fue grande, y el de Teodoro sin comparación mayor, por el disgusto que tendría ella, pues de todo la habían de dar la culpa como causa de aquellos efetos. En tanto que se hacían las amistades entre Teodoro y su enemigo (que ya estaba bueno) puso Valerio tanto cuidado en su amor que vino a concertar (ayudado del oro) con una criada de Narcisa le pusiese en su aposento, para gozar por ardid lo que no podía por méritos. Y estando una noche la descuidada doncella aguardando a Teodoro para arrojarle un papel en que le daba parte de la resolución que tenía, vio que de las cortinas de la cama salía un hombre, y aunque con el sobresalto quiso dar voces, sólo la reportó dudar si sería Teodoro. Mas fue tanto el ruido de una perrilla, que despertó a su hermano, y subió con la espada desnuda a tiempo que Narcisa estaba averiguando quién era. Hallose Valerio confuso viendo que le habían sentido, y para que no le conociesen procuró volverse a la puerta por donde había entrado, y cubriendo con el broquel la cara se fue retirando hacia la escalera. Alborotose toda la casa, levantose el viejo medio desnudo, y hallose Valerio tan turbado, que en lugar de salir a la calle, por huir de los que le seguían se metió en un patio de la misma casa. Bajaron en su alcance padre y hijo, y hallando la puerta principal abierta tuvieron por sin duda que habría salido por ella, y dando vuelta a la primera calle vieron en ella un hombre solo, a quien sin otra información le empezaron a cuchillar, y mucho más cuando conocieron que era Teodoro, que cansado de esperar a que Narcisa saliese como otras noches, se iba a recoger a su casa, y conociendo a los dos imaginó que sin duda por vengarse del pasado disgusto intentaban aquel desatino. Llegó a este tiempo la justicia de la Universidad, y sabiendo dellos mismos la causa, le llevaron a la cárcel y depositaron a Narcisa en casa de un deudo suyo. Ya Valerio, viendo su dicha en que no le buscasen, había salido y se hallaba presente a todo esto (que muchas veces sucede que el mismo que ha hecho un delito vuelve a informarse del suceso). Reparó Teodoro en que el padre y hermano de Narcisa juraban haberle hallado con ella, y volviéndose a ellos les dijo que no era buen medio para no dársela valerse de aquel fingimiento, pues antes era hacer su negocio. —No es eso lo que procuro —respondió el airado viejo—, sino castigar la maldad con que afrentáis mi casa, rompiendo las puertas y sobornando las infames criadas para engañar una doncella principal. Perdía Teodoro el juicio con estas cosas, y lo que más le hacía desatinar era que Narcisa lo confirmase; porque viendo que él fue a quien hallaron su padre y hermano, le tuvo por autor de aquel hecho. Y Teodoro reparando más despacio en que lo decían todos, vino a sospechar si algún amante, o por más favorecido o por más osado, había merecido aquella noche el favor de Narcisa. Ayudole a creer este pensamiento ver que los mismos que siempre habían impedido su amor solicitaban que se efetuase, porque no podía restaurarse el honor de Narcisa de otra manera. Y cuando todos sus deudos se conformaron en que fuese suya, respondió que no le estaba bien, porque si la causa era haberla hallado con un hombre que decían era él, y de sí sabía lo contrario, claro estaba que otro sería quien hubiese gozado aquella ocasión. Supo Narcisa esta respuesta, y dio como loca voces, quejándose al Cielo de la sinrazón de Teodoro. Y después de harta de llorar, viendo perder junto con la opinión el gusto, se echó a los pies de su padre pidiéndole con lágrimas la quitase la vida en pena de haber puesto los ojos en un hombre tan ingrato. Asegurándole también de su inocencia en lo demás, por no haber sido parte en aquella liviandad ni poder decir con certeza quién era el traidor que se atrevió a su casa. Sacole de confusión al padre de Narcisa un papel que le escribió Valerio confesándole la verdad y ofreciéndose por esclavo suyo. Y él, por que la virtud de su hija no anduviese en opiniones, envió a llamar a Valerio y le casó con ella, sin decirla lo que había sabido, por que no tuviese ocasión de disculpar a Teodoro. Y la afligida dama, por vengarse de su inconstancia, quiso ofrecerse a vivir muriendo, pues fue lo mismo dar la mano a un hombre que aborrecía. Dejaron con esto de perseguir a Teodoro, y súpose luego la verdad del suceso, porque Valerio la publicó para que ninguno pensase mal de la honestidad de su esposa. Conoció Narcisa que no había tenido culpa Teodoro en negar lo que no había hecho, y Teodoro la disculpó a ella también, de suerte que los dos se lastimaban sin poderse remediar el uno al otro. —¡Ay perdida prenda! —decía Teodoro—. ¿Quién duda que ya estimas tu esposo, por el nombre siquiera, y que te has olvidado deste triste, que te ha querido seis años en confianza de una palabra! ¡Ay Narcisa, Narcisa, qué presto te vengaste de la ofensa que no cometí! ¡Bien pudieras aguardar siquiera un día, para que en él te desengañaras de mi verdad y de la traición de Valerio! No estaba la confusa dama menos llorosa, viéndose a todas horas con un hombre que la martirizaba el alma. Mucho tenía que sentir Teodoro, pero mucho más Narcisa; porque un hombre tal vez se divierte, y por lo menos tiene libertad y tiempo para llorar; pero a ella aun le faltaba este gusto, que una mujer, por no hacerse sospechosa con el enemigo que tiene al lado, consume entre sí misma sus ansias, y viene a estado que no sólo no las remedia, pero no tiene licencia para sentirlas. Ausentarse quiso Teodoro de Narcisa para no sentir cada día el dolor de haberla perdido, aunque primero gustara de verla para despedirse de sus ojos y que supiese cómo iba (que toda el ansia de quien ama es dar a entender lo que padece); mas no era posible, porque Valerio vivía celoso, y a cualquiera parte que salía la acompañaba. En efeto, se determinó (tanto obliga un amor resuelto) a parecer lo que no era, y trocando las galas de estudiante por el hábito de dama estuvo aguardando una tarde a que se fuese Valerio, y entró en su misma casa preguntando por Narcisa, que bien ajena del engaño llevó a su amante hasta su cuarto y rogó que se descubriese, porque la tenía con cuidado. —Con más estaré yo —respondió Teodoro—, pues os llego a ver desta manera. Y apenas le conoció, cuando cobarde, suspensa y turbada, empezó a temblar, diciendo: —¡Ay señor mío, qué poco os debe mi honor y mi vida, pues lo aventuráis todo a tan conocido peligro! ¿Tan pocas os parecen mis penas, que me queréis dar nuevos temores y sobresaltos? ¡Basta, Teodoro!, que por vos ni tengo gusto ni vida, sin añadirme este forzoso miedo. Idos, señor, por vuestra vida, antes que Valerio venga y os sienta, pues veis que la ocasión es tan fuerte que no puede darme ninguna honra. —No quiera el Cielo —replicó Teodoro— que quien te estima tanto sea causa de tu disgusto. Yo no he venido a darte pesadumbre, aunque me sobran tantas que pudiera repartir contigo: sólo quiero preguntarte cómo te va de gusto, porque si acaso estás consolada, no será razón que viva de manera que cause en todos mis enemigos, no sólo venganza, sino dolor. Mal hecho es que diga esto un hombre con lágrimas; pero también se hizo el sentimiento para ellos. Yo te perdí, Narcisa: debió de ser porque no te merezco, si bien es verdad que tu dueño sólo me aventaja en tener más dicha. Y supuesto que él te goza, no es mucho que yo me desespere, o procure apelar a tu piedad para que tengas lástima de mis años; porque si tratas de ser tirana conmigo, bien puedes tener por cierto que he de hacer cosas que escandalicen el mundo y vengan a parar en quitarme la vida. En gran rato no pudo responderle Narcisa, porque un copioso llanto detuvo la voz en la garganta, y después le dijo que sus padres la pudieron casar, pero no quitarla el amor que por tantos años se había hecho natural en su pecho, y que aunque su virtud no la consentía darle otras esperanzas, estaba de suerte que, a tener ocasión, fuera posible que se olvidara de su honestidad. Despidiose Teodoro más alentado con estos favores, y ella quedó combatida de pensamientos diferentes. Por una parte la movía el amor de Teodoro, y por otra el honor de su marido la refrenaba. Mucha era su virtud, pero también era grande su voluntad; y dejándolo todo en manos del tiempo, se resolvió a escribir a Teodoro, con ánimo solamente de divertir sus desdichas en tanto que la Fortuna remediaba su vida o prevenía su muerte. Tuvo Teodoro en este tiempo cartas de que había muerto un deudo suyo y le dejaba una gruesa cantidad de hacienda, si bien le desazonó el gusto de la herencia ver que era forzoso llegarse a Talavera para cobrarla. Encareciole a Narcisa lo que había de sentir verse sin sus ojos; pero que la brevedad de la vuelta sería tanta que pareciese fineza lo que pudiera ser disgusto. No bastó esto para que ella consintiese su ausencia, diciendo que en semejantes ocasiones, con enviar un poder a un amigo se escusaba la propia persona. Y así, para advertirle de su pesar escribió enojada y terrible:Quien antes de gozar una mujer se precia de darla disgustos, no sé yo qué guarda para cuando haya conseguido su deseo. V. M. se va y me deja en un mar de temores: impiedad grande, siendo verdad que me tiene amor. De parte del que me debe le suplico escuse la jornada, y advierta que la fineza de volver presto no admito, porque no sé si ha de hallarme viva ni suya. Disgustado leyó Teodoro el papel de Narcisa, viendo que no era posible obedecerle porque sus padres le estaban atormentando con cartas, y por acortar el tiempo que pedía el camino y volver más presto a sus ojos, tomó una posta y en poco más de un día llegó a Talavera. No pudo negociar tan bien como había imaginado, porque la hacienda tenía pleitos que le impedían la posesión; mas por no irse con necesidad de volver otra vez se determinó a esperar hasta dejarlo concluido. Escribió Teodoro dos cartas a Narcisa dándole cuenta de lo que pasaba, mas tuvo tan poca suerte que ninguna llegó a sus manos. Grande fue el dolor de la hermosa dama cuando supo que no sólo dilataba su ausencia, sino que le faltaba tiempo para escribir dos letras. Conoció Valerio el poco gusto con que Narcisa vivía; pero viendo que no se había casado con él por elección, sino por engaño, procuraba reducirla a su amor, ya que no por méritos, por servicios (que a todo esto se obliga un hombre que se casa con quien sabe que quiere a otro). Pero las galas y regalos con que la lisonjeaba eran tantos, que muchas veces estaba corrida de no amarle. Tardaba Teodoro y cansose de llorar Narcisa, pareciéndole locura afligirse por un hombre que en dos meses no le debía una carta: señal cierta de que se le había acabado el gusto. Sintió por entonces el desamor de Teodoro, procurando sacar del pecho aquellas memorias; y como para hacerlo tenía grande ocasión en la ausencia, dentro de pocos días se halló menos tierna, y acordándose de los pesares que le había costado su necio amor, decía la ya consolada Narcisa: —Loca estaba sin duda, ¡oh ingrato Teodoro!, cuando pensé hacerte dueño de mi honor, pues no sólo me atrevía a la ofensa del Cielo y al agravio de mi esposo, sino al riesgo de mi vida y de mi opinión, pues si llegara a saberse, como a muchas ha sucedido, claro está que lo perdía todo; y cuando mi delito estuviera tan secreto que ninguno le imaginara, por lo menos para ti y para conmigo había de ser liviana, pues entraba en el número de las mujeres comunes. Esta vez perdone Teodoro, que primero es mi honor que su gusto. Confieso que estuve tan ciega que no penséatender a estos inconvenientes; mas, pues ha dado con su descuido tanta ocasión para que me desengañe, hago juramento al Cielo de procurar de aquí adelante mirar con otros ojos a Valerio, cuando no sea por ser quien soy, por satisfacerle siquiera alguna parte de lo que me estima. No se pudo decir por Narcisa miente quien jura y ama, porque cada día estaba tan diferente que apenas se acordaba de Teodoro. Pero ¿cuándo hizo otra cosa la ausencia y la mujer, y más teniendo siempre otro hombre a los ojos? En fin, Narcisa se dejó vencer de su virtud y empezó a querer a su marido con tanto estremo, que aun ella misma no podía creer su mudanza. Bien ajeno estaba Teodoro desta novedad, y acabando sus pleitos dejó a Talavera y se volvió a ver a su Narcisa. Supo luego que había venido Teodoro. ¿Quién pensara que no diera muy buenas albricias a quien le llevara estas nuevas? Pero estaba tan lejos deste cuidado, que no sólo no trató de hablarle ni escribirle; pero se escusó de salir de su casa por no verle. Preguntó Teodoro a algunas personas que la trataban cómo la iba con su esposo. Respondieron todas una misma cosa, encareciendo el amor grande que le tenía, y que no había en todo el lugar dos casados más contentos. Con estas cosas, y no dejarse ver Narcisa ni admitir recaudo suyo, se desengañó de que ya no tenía memoria de su amor, y celoso y desesperado, decía:—Pues ¿cómo, mudable Narcisa, has podido olvidarme tan presto? ¿Qué yerba has tomado, si hay alguna que cause aborrecimiento, para quitarme el lugar que pocos meses ha tenía en tu corazón? Si por defender tu recato fueras ingrata a mi voluntad quejárame de poco dichoso; mas ¡ay de mí, que me quejo de aborrecido!, pues del amor que ya tienes a tu esposo nace que desprecies el mío. Pudieras decirme para consolarme: Teodoro: yo no soy mía; y aunque el amor que te tengo es mucho, mi virtud no me consiente que pase adelante en tus amores. Dijérasme esto, Narcisa, aunque me engañaras, y consolárame el ver que te perdía por honrada, pero no por mudable. Si has querido vengarte de mí porque me ausenté, ¿no te parece que bastaba para castigo saber que cada noche estás en otros brazos, sin darme a entender que te goza con gusto tuyo? Si yo te hubiera dado ocasión con celos o con agravios no me espantara, porque ya sé que la mujer y la venganza sólo se diferencian en el nombre; pero matarme sin ofenderte y aborrecerme sin enojarte no parece posible ni justo. Por cierto que es notable la condición de todas, pues si un hombre las acierta a servir se ensoberbecen y le desprecian, si no las corresponde se enojan, si se descuida le buscan, y si las busca se entibian; de manera que nunca están pagadas ni satisfechas. ¿Quién pensara que en un corazón tan piadoso como el de una mujer cupieran tantos géneros de rigores? Buen ejemplo tengo a los ojos, pues Narcisa, sólo porque la adoro me aborrece, porque la sigo se esconde, y porque la doy el alma me quita la vida. Así se quejaba Teodoro mientras gozaba Narcisa los regalos de su querido Valerio, que viéndola con algunas sospechas de preñada trató de casarse, porque hasta entonces sólo estaban desposados. Y para que todos supiesen su dicha convidó sus deudos, y quiso fuese la boda en una ermita que está en las orillas de Henares, que llaman Santa María del Val, devoción y holgura de aquella villa. Salió Narcisa de encarnado y plata (colores que prometían su rigor y su castidad), adornada de botones y joyas de diamantes, y tan hermosa que convidaba a casarse: la cara, limpia y sin artificio; el cabello, parte aprisionado con sus mismas trenzas y parte dilatado en rizos. No quedó dama ni caballero que no reservase aquel día para el campo, y entre ellos Teodoro, que por verla quiso ser testigo de sus penas. Mirole Narcisa y enterneciose, no porque le amase como solía, sino por verle padecer por su causa. Cansose Teodoro de mirar tan cerca sus celos (que iba muy hermosa para perdida), dejó el campo y fuese a llorar a un aposento, donde tomando una vihuela por ver si divertía el dolor que estaba tan fresco en el alma, cantó así: Oíd, pastores de Henares: los que en aquestas riberas vestís a vuestra esperanza con el color de las yerbas; los que apacentáis cuidados (si desdichas se apacientan; que, como con ellas vivo, pienso que es común hacienda). Crieme en aquestos valles, y conmigo la más bella zagala que ha visto el Sol, pues nació para su afrenta. Quísela bien por mi mal, porque adorar sus estrellas fue mi estrella, o mi desdicha, que en mí no se diferencian. Mil veces mis tristes ojos dieron de su fuego muestras, y por ellos me vio el alma, como son cristales della. Mil noches, viendo que estabapor ella el alma despierta, dije: No duerme el cuidadocuando su memoria vela. Y tal vez imaginando que gozaba su belleza, desperté diciendo: ¡Ay ángel, qué de cuidados me cuestas!Mas poco duró este bien: aquí, pastores, empieza mi desdicha, y la mayor es que no acabe con ella. Vino un pastor cauteloso, con más ventura que prendas, necio en tener tanta dicha, y cuerdo sólo en quererla. Y cuando ya me adoraba (que aunque parezca soberbia, voluntad de tantos días bien merecerlo pudiera), la conquistó por engaños, y sus padres atropellanmás de mil glorias de amor solamente con dos letras. Salí de mi choza un día con más celos que prudencia, y fui a darla el parabién (si se da de tener penas). Representóseme el tiempo en que, por gusto o por fuerza, fui abeja de aquellas rosas y toqué con labios perlas, y acordeme de algún día que con mil celosas quejas la vi enojada y hermosa (si hay enojos con belleza). Matábame el sentimiento, y así, en la ocasión primera que sola la vi, la dije ayudado de mis penas: ¿Cómo es posible, bien mío, que te mire sin que muera, pues perder lo que se adora, sin morir es cosa nueva? Poco te quiero, sin duda, pues no basta la tristezapara dejarme sin vida viendo que sin ti me dejas. ¡Ay dulce y querido dueño, quién un tiempo me dijera que tú, que vida me diste, causa de mi muerte seas! Mas ya que a otro dueño estimas, déjame sentir siquiera que te quise bien seis años y que en un hora te pierda. Y plegue al Cielo, Narcisa, que tan venturosa seas, que en la dicha solamente piensen todos que eres fea. Goces tu esposo mil años, y quiérate, amada prenda, tanto como tú mereces (si el amor a tanto llega). Quiérasle como a tu vida, que por que vivas contenta, aunque a mí no me está bien, me holgaré que me aborrezcas. Más la quisiera decir, si en su cielo no advirtiera que era señal de llover ver con nubes las estrellas. Juntó con su rostro el mío, y como Amor tomó fuerzas, no cupo bien en dos almas y salió por cuatro puertas. Serenose, al fin, el cielo, y volvió a mirarme atenta, y desta suerte me dijo, enamorada y honesta: No creas, querido dueño, que nadie en el mundo pueda quitarme, si tengo vida, que tú mi vida no seas. Bien sé que he de estar sin ti, y que otro ha de ser por fuerza tirano de mi albedrio, pues me goza, aunque no quiera. Mas si el alma en mí es lo más, tuya soy, no soy ajena; pues él gozará del cuerpo, y tú con el alma quedas. Dijo, y dando a los cristales por segunda vez licencia, llovió de su cielo aljófar sobre el campo de azucena. Mas ya de mi amor se olvida, y atrevida me desprecia; que tanto en ella pudieron un marido y una ausencia. Esta es mi historia, pastores, por que os sirva esta tragedia de ejemplo para no amar, pues me veis morir en ella. Dijerónle a Teodoro que los amigos de Valerio trazaban una sortija con ánimo de celebrar sus bodas y de que las damas asistiesen a esta fiesta. Era mantenedor el hermano de Narcisa, que, enamorado de Clenarda, defendía que su hermosura era la mayor que habían merecido aquellas riberas. Quiso Teodoro ser uno de los aventureros, para descansar diciendo sus penas. Llegó la noche, o por mejor decir, no llegó, porque las damas y luces eran tantas que podían desmentirla. Presentose al son de varios instrumentos el mantenedor, de verde y oro, bordado el campo con tres letras que disfrazaban el nombre de Clenarda, plumas verdes, y atravesada una cadena de diamantes. Traía en la tarjeta un Sol cercado de estrellas, y por mote:Ninguna iguala sus rayos; que con ella la más bella no puede pasar de estrella.Siguiole Florelo de naranjado y plata, menos arrogante y más galán en opinión de algunos. La pintura era una peña, y en ella el ave fénix abrasándose en sus llamas. La letra decía: Vivo como quien me mata. Dudose de su significación al principio; pero luego conocieron que era Florelo amante de la hermosa Fénix, y así, quedó la letra sin dificultad y el dueño con crédito de ingenioso. De azul y morado salió Celio, publicando en los colores el amor que le abrasaba el pecho y los celos que le daba Lisis. Traía pintada una luz combatida de un viento que la mataba y la volvía a encender, y debajo:Aunque el rigor de los celos a mi noble amor ofende, lo que le mata le enciende. Con razón se llevó los ojos y las alabanzas el discreto Lisardo, galán de Belisa, poco hermosa, pero de divino entendimiento. Venía de negro y plata con plumas de lo mismo, y tantas, que formaban un monte de contrarias colores. Traía por empresa un cielo algo nublado y con pocas estrellas, con esta letra:Más es lo que no se ve; que quien su valor no ignora, no el engaste, el alma adora.De cabellado y rosaseca entró Menandro, tan firme como mal admitido de Amarilis. Traía por jeroglífico un corazón abierto y lleno de saetas, y por letra:Pluguiera a Dios fueran más, por que todas se juntaran y más presto me acabaran. De pajizo y plata venía el desgraciado Arsindo, quejoso de Doriclea porque a los principios le había favorecido y después estaba arrepentida. Traía pintado un Sol al amanecer junto a otro que se ponía, y esta letra más abajo:Con luz salí, pero presto la perdí. Ninguno admiró tanto como el último, que presentándose con su padrino puso fin a la fiesta, tan airoso y galán que fue conocida la ventaja que a todos hacía. Venía de leonado y negro (colores de su tristeza), bordado el campo de lantejuelas de oro, y en la tarjeta traía pintada una peña en que estaban escritos los amores de Medoro y Angélica, y por letra: Otro Orlando verá el mundo, pues perdiendo el bien que pierdo fuera locura ser cuerdo. Todos le conocieron, porque cuando no se supiera su amor, por el talle y gallardía podía colegirse el dueño. Diéronle el primer premio, y besándole, se le puso en las manos a Narcisa y se fue, dejando en las damas lástima y en los caballeros envidia. Acabose la sortija con menos gusto que se esperaba, porque a Valerio enfadó la libertad de Teodoro, aunque bien seguro podía estar de su esposa, que era principal y le amaba: dos cosas que obligan a una mujer a conservar eternamente su honor. Hallose en esta fiesta una dama a quien llamaban Lucrecia, cuyas costumbres no convenían con el nombre. Había muchos días que miraba a Teodoro con deseo de que fuese suyo, y viéndole aquella noche tan galán y tan amante de Narcisa, la gala disculpó su liviandad, las alabanzas confirmaron su amor y los celos la abrasaron el alma. No estaba él para corresponder a su amor, porque Narcisa le tenía de manera que no reparaba en ajenos cuidados. Supo de un amigo suyo que Valerio iba a Madrid por unos días a seguir un pleito forzoso, y resolviose a no perder ocasión tan segura. Fue la siguiente noche a su casa, donde, informado de que estaba sola Narcisa, llegó hasta su mismo estrado, y ella admirada, sin aguardar a que él pudiese decir que le había escuchado, dijo: —Para ser tan discreto, señor Teodoro, conmigo lo habéis mostrado poco, porque no puede ser cortesía ni discreción entrar un hombre donde sabe que no han de recebirle bien. Direisme que no tenéis obligación a saberlo, y respondo que un hombre tan cuerdo, por la experiencia debía entender que es aborrecido; porque si yo os amara, creedme que no hubiera tenido paciencia para estar sin veros; que las mujeres con amor sabemos buscar a un hombre cuando queremos. Yo adoro a mi esposo porque lo merece, o porque le he comunicado más aunque en menos tiempo, y ya sabéis lo que hace el trato. Escusaos de hacer finezas y demasías, y no penséis deslucir mi opinión con locos atrevimientos por verme mujer y sola; que para que no os atreváis no me hallaréisaquí mañana, pues gracias a Dios tengo padres que me libren con su amparo de vuestras libertades. Y cuando fuérades tan descortés que perdiérades el respeto a su casa, yo misma os quitara la vida, porque ya no la estimo tanto que me lastime della. No merecía tan mal tratamiento la humildad y amor de Teodoro; que bien pueden las mujeres defender su honor sin hablar con desprecio de un hombre, y más habiéndole querido. Escuchola sin apartar los ojos della, como quien se acordaba de haberla visto menos rigurosa, y luego la dijo:—Dadme licencia, señora Narcisa, para que admire de vuestro enojo; que si lo queréis confesar ha sido sin causa, pues desde el triste día que me ausenté de vuestra presencia ni he vuelto a veros ni a cansaros, que ya debe de ser una misma cosa. Y tampoco podéis culparme hasta ahora de poco cortés; que aunque las señales exteriores me han dicho lo poco que os debo, no es información verdadera, porque muchas mujeres, y más cuando pueden perder honor, dan a entender con las aparencias lo que suele desmentir el pecho, que como es mudo y está en parte secreta, le entienden pocos. Pero ya que sé vuestro disgusto, de aquí adelante podréis tener queja de mí si os importunare. Sólo os quiero advertir que habéis elegido mal medio para libraros de mi porfía, porque lo que hacéis conmigo más es incitarme que reprimirme, conociendo mis temeridades y sabiendo que si he sido cuerdo algunos años lo debo, no a mi natural, sino a vuestro amor, pues él solo me ha tenido con freno, acordándome de algún día que me pedistes con lágrimas no os diese pesadumbre con mis travesuras. Y sabe Dios que desde entonces solamente con vuestro hermano saqué la espada, y ésa sin culpa mía; que un hombre honrado no ha de ser tan cuerdo que parezca cobarde. Por vos también no hice pedazos a vuestro esposo cuando supe el falso medio que tuvo para serlo. De suerte que mi fin ha sido siempre obedeceros. Y no me pesa tanto de que améis a Valerio como de que sea con tanta desestimación de mi persona, pues me habláis de modo que parece que toda mi vida no he tratado sino de ofenderos. Y pues no os debo sino pesares, creedme que os los he de dar, y tantos, que os acordéis de mí aunque me aborrezcáis. Y sin aguardar respuesta se fue, imaginando el modo que tendría para matar a Valerio, porque de otra manera no podría sosegarse ni vivir satisfecho. Volvió Teodoro a sus antiguas travesuras, haciéndose temer aun de los mismos que le trataban. No tenía hora en todo el día que no emplease indignamente, y muchas con agravio de su honor. Supo Lucrecia el fin de los amores de Narcisa, y luego imaginó suyo a Teodoro; y para obligarle a que la viese le escribió un papel, y recibiéndole, vio que decía: Una mujer ha muchos días que tiene deseo de hablaros para despicarse de un hombre necio que la cansa, y como hasta ahora habéis sido de la señora Narcisa, no ha querido aventurarse a que la respondáis una sequedad. Hame pedido os avise de su voluntad, para saber si os sentís con gusto de pagársela. Lo que la obliga a quereros no es vuestra hacienda, sino vuestra persona; que también hay mujeres que aman sin esos fines, aunque todas gustan que las regalen. No pienso que es tan fea que pueda desagradaros. Ella es mi amiga; mi nombre, Lucrecia; mi casa, imagino que la sabéis, aunque no os habéis querido servir della. Si os disponéis a querer esta dama, avisadme; y venid esta noche a verme, como sea después de las once. Bien echó de ver Teodoro que Lucrecia era la dama y la tercera, porque en sus ojos había leído sus deseos. Prevínose con puntualidad y cuidado, porque Lucrecia era hermosa en estremo y no había en todo el lugar quien tuviese más partes para ser amada, si bien tenía tan poca constancia que el amor y el olvido eran en ella una misma cosa. Llegó a la calle Teodoro galán y airoso: calzones y jubón de tabí leonado, capa de paño, sombrero de color, ligas con oro, coleto de ante, un broquel en la cinta y un estoque en la mano. Hallola más ocupada que imaginó, porque algún nuevo amante aficionado a su hermosura, aunque no a sus costumbres, estaba aguardando a que saliese para que cantasen ciertos músicos que traía. Detúvose Teodoro, salió Lucrecia, sosegáronse los que venían a guardar las esquinas, y los demás cantaron: Lucrecia: al mundo asombretu condición, pues estimando en poco el honor de tu nombre, el alma rindes a un amor tan loco que serlo no ha podido, pues muere casi sin haber nacido. Más liviana que amante, a diferentes gustos te enterneces, sin advertir constante que no es el querer bien para dos veces, pues basta la primera para que muera a quien amando espera. Tu belleza se ofende dese común amor, sólo a ti ingrato, pues injusto pretende que se queje tu nombre de tu trato; y no es acreditarte preciarte de mujer en esa parte. Si algún amor honesto te aficiona tal vez por comedido, te arrepientes tan presto que aun no tiene lugar de consentido, y muere en tu mudanza antes de ver la cara a la esperanza. De constante blasonas, o a lo menos el nombre lo asegura; mas si con él te abonas, a estelionato pasa tu locura, pues cautelosa vienes a vender la firmeza que no tienes. Dilatar el empleo a más de una inquietud, a más de un gusto, no es amor: es deseo, bien recebido, pero poco justo; y del tuyo se infiere que a nadie quiere, porque a todos quiere. Pareciole a Teodoro que ya Lucrecia corría por cuenta suya y que los tales músicos la habían lisonjeado poco con los versos, pues olvidados de su hermosura solamente encarecían su mudanza. Y por esto, y porque si no los echaba de la calle era dificultoso entrar en su casa, dejó la capa, y puesto en medio de la calle (que era algo estrecha) les dijo que las músicas se introdujeron para cantar gracias de las damas, pero no para referir sus agravios, porque a ninguna se obliga con sátiras. Enfadáronse, no los músicos, sino los que venían en su defensa, de que un hombre solo se metiese a darles consejos, y sacando las espadas (que no lo hicieran si le hubieran conocido) quisieron ver si sabía reñir como aconsejar; pero supiéronlo presto, aunque con mengua suya, porque más de uno se dejó la espada por huir con menos embarazo y más disculpa. Desmayóse Lucrecia, volvió Teodoro a tomar su capa, y aun las demás, como despojos de la guerra. Bajó una criada a decirle cómo quedaba su señora. Subió Teodoro pesaroso de haber sido la causa, y después de volver en sí con un vidro de agua y con verle vivo, le dijo que si supiera lo que le estimaba la hubiera escusado aquella pesadumbre. —Yo pienso —respondió Teodoro— que fue por estimaros, porque no fuera justo sufrir que a mis ojos os dijesen afrentas, haciéndose tan señores de la calle que me impidiesen el paso para veros. Porque os aseguro, si acaso es vuestro este papel, que en mi vida me he tenido por tan dichoso, pues me venís a pedir en él lo mismo que yo deseaba. —Sabe el Cielo —respondió Lucrecia— que sólo Narcisa me ha tenido envidiosa en mi vida, por merecer vuestro cuidado. —Si yo os hubiera tratado —replicó Teodoro— pudiera ser que la hubiera querido menos; pero lo que ahora puedo hacer por serviros será no sentir el perderla. —Pues por que sepáis —dijo Lucrecia— lo que os estimo, y que mis deseos no son de engañaros, oíd sólo un inconveniente que hay para que no se logre nuestro amor como quisiera. Yo tengo a un hombre, que vos conocéis y se llama Andronio, tantas obligaciones, que la menor es gastar conmigo cada año dos mil escudos. Bien quisiera, por ser en todo más vuestra, que no me viese, pero siéntome tan obligada que me parecerá bajeza grande pagarle con ingratitud. Él es hombre de más años que tenemos entre los dos, y por esta ocasión me visita pocas veces, y ésas con mucho recato. Si con esta pensión queréis ser mío, os prometo de haceros dueño de mi libertad, mi hacienda y mi persona. Y no os parezca liviandad amaros viéndome tan servida y adorada por otra parte, que ya es ley de las mujeres estimar menos a quien nos obliga más. Agradecio Teodoro el favor que le hacía en desengañalle, para que con aquel aviso procediese en su amor de modo que no estorbase la correspondencia de su antiguo dueño. Y en esta conformidad le dio Lucrecia posesión de sus gracias, gozándose mientras su primero amante la dejaba libre. El cual viendo en Lucrecia menos gusto que otras veces, sospechó algún nuevo agravio. Confirmó este recelo ella misma, que dejándose un escritorio abierto dio ocasión a que la hallase versos y papeles de Teodoro. Ella se defendió diciendo que eran para una amiga suya que se los había dejado en depósito (que es ya razón de estado en las damas que siempre tengan la culpa sus amigas); y después de haberse despedido Andronio de Lucrecia (que por estar aguardando a Teodoro le había dado prisa a que se fuese) volvió celoso, y hallándola más acompañada que la había dejado, sin respetar a quien estaba delante, la dio algunos bofetones. Viendo Teodoro que el agravio no era de Lucrecia, sino suyo, ciego de cólera sacó la espada y le atravesó con ella el pecho, y volviéndose a Lucrecia la dijo que tomase sus joyas, que él la pondría donde estuviese segura. —Advertid —dijo el casi difunto Andronio— que esa diligencia será escusada si vos queréis hacerme un gusto, ya que me habéis quitado la vida. —En ocasión estoy —respondió Teodoro— que puede hacerme falta el tiempo para librarme de la justicia; mas creedme que haré por serviros todo lo que estuviere en mi mano. —Lo que quisiera suplicaros —replicó el herido— es que Lucrecia se esté en su casa y vos me llevéis a la mía, donde diré que dos o tres hombres que no conocí, por quitarme el dinero que llevaba o por tenerme por otro me dieron esta herida, y que si no fuera por vos, que llegastes en esta ocasión, fuera cierto que me acabaran de matar. Con esto haré muchas cosas: la primera, disculparos y perdonaros; la segunda, morir como cristiano, recibiendo los sacramentos, y la última, no escandalizar a los que me conocen y no me tienen por tan liviano. Esto os suplico por mis canas, por mi sangre, y aun por el amor de Lucrecia, pues es cierto que por este camino se libra de cualquiera molestia. Con atención y con sobresalto le escuchó Teodoro, y creyó lo que le decía; que hay palabras que traen consigo el crédito. Y sacándole a la calle, le cogió en los brazos y le puso en su casa. Hizo la justicia las diligencias que suele, mas, según su confesión, no pudo averiguar el menor indicio de la verdad. En este tiempo ya Teodoro se había cansado de Lucrecia, porque la memoria de Narcisa no le dejaba un punto, y por esta ocasión dio en despreciarla de suerte que huía de sus ojos; aunque ella, más amante mientras más aborrecida, viendo que por él había perdido su remedio (porque dentro de ocho días murió Andronio), se volvía loca, haciendo cuantas diligencias podía para volver a su gracia. Supo Teodoro que venía de Madrid su enemigo Valerio, y determinose a esperarle en el camino y darle la muerte para vengar de una vez sus celos, y con esta ocasión irse a Flandes huyendo de Narcisa, que le aborrecía, y de Lucrecia, que le enfadaba. Pero el Cielo, que ya deseaba su desengaño, quiso darle a entender el fin que le prometían sus intentos; porque pasando una noche, a más de las diez, por la calle de Narcisa para despedirse de aquellas rejas (porque antes de dos horas pensaba ejecutar su sangrienta venganza en el descuidado Valerio, que ya venía por el camino), vio que de su propia casa salía una mujer, que por ser de gallarda presencia y a tal hora, le obligó a que se arrojase del caballo diciendo si quería que la fuese sirviendo. Pero ella, sin responderle, atravesó por diferentes calles hasta llegar al campo, con tanta prisa que apenas podía seguirla Teodoro, que, admirado de verla sola y en aquel desierto, dudaba la causa que la movía a tal estrañeza. Mas viendo que si se empeñaba en seguirla perdía la ocasión de quitar a su enemigo la vida, pudo con él más su venganza que su curiosidad. Y llegándose más cerca se despidió della y la dijo que ya que no quería descubrirse, mirase si su amparo la podía ser de alguna importancia, porque le llamaba un cuidado a aquella hora. —Bien se echa de ver, mudable Teodoro —respondió la encubierta dama—, que otros nuevos gustos te tienen divertido del mío, pues viéndome salir de mi casa no me has conocido. Narcisa soy, Teodoro. Narcisa soy; que sabiendo que gozas en agravio mío los infames brazos de Lucrecia he salido desesperada a quitarme la vida antes que venga mi injusto esposo; porque aunque te he dado a entender que te aborrezco, el Cielo sabe que ha sido por probarte. Confirmó Teodoro en la voz, en el talle y en el vestido que era Narcisa, aunque por otra parte dudaba lo mismo que vía, por ser Narcisa mujer virtuosa. Mas como los celos suelen hacer cosas que sólo quien las llega a ver con los ojos puede creerlas, fácilmente se persuadió a que sería ella, y así, con más ánimo fue siguiendo sus pasos, hasta que, llegando a una casería que ofendida de los rigores del tiempo apenas conservaba las paredes, vio que se entraba en ella y subía a un aposento que entre las demás ruinas había quedado con alguna forma. Llegó tras ella Teodoro, tan cansado que apenas podía hablar, y después de haber tomado aliento la dijo: —¿De qué sirve, señora mía, si acaso sois la que decís, huir de quien os adora? Aunque sin duda lo debéis de hacer por que diga que siempre me ha sido dificultoso el alcanzaros. Teodoro soy; no amante de Lucrecia, que si vos gustáis, delante della diré que os he adorado toda mi vida y que estoy ahora más perdido. Mas ¿para qué me canso en deciros lo que vos habéis visto tantas veces? Un gran rato estuvo Teodoro rogándola que hablase o se descubriese. Y viendo que ni hacía lo uno ni lo otro, se resolvió a que hiciesen los brazos lo que amores y ruegos no habían podido. Y apartándola, a su pesar, el manto de la cara, cuando esperaba hallar a su amada Narcisa vio que debajo dél estaba una triste y rigurosa imagen de la Muerte, que con su guadaña parecía que le amenazaba la vida. No aprovechó en esta ocasión el valeroso brío de Teodoro, porque viéndose abrazado de los helados huesos se dejó caer sin sentido en tierra por un gran rato. Y después de cobrar la sangre que había huido del animoso corazón se salió turbado, volviendo mil veces la cabeza hacia la casería pensando que venía tras él aquella espantosa sombra. Entró en el lugar, y pasando junto a una iglesia se puso en la puerta hincadas las rodillas para dar gracias al Cielo por haberle librado de tan grande peligro, prometiendo enmendar de allí adelante su vida, porque, según lo que había visto, la tenía poco segura. Y mientras estaba rezando oyó dentro de la iglesia un pequeño ruido, y a su parecer de personas que hablaban; pero como venía con tan gran sobresalto, pareciéndole que sin duda su temor hacía aquellos efetos, sin esperar otra cosa se fue a su casa. Y cuando ya estaba cerca della se puso a pensar si acaso (como era posible) fuesen ladrones los que estaban en la iglesia (que la codicia y necesidad aun no respetan las cosas sagradas), y por no quedar con escrúpulo de que por su cobardía perdiesen el respeto al culto divino, volvió, encomendándose a Dios. Y apenas tocó la puerta de la iglesia cuando se abrió sin dificultad, y sacando la espada se estuvo quedo, para ver si salía alguna persona, y viendo que todo estaba en silencio se admiró más, y entrando para desengañarse, llegó con gallardo brío hasta la capilla mayor y vio que no había más que su sombra y la luz de una lámpara. Entonces creyó que se había engañado, porque si fueran ladrones no se dejaran la plata, siendo el hurto más seguro y más ocasionado; pero volviendo los ojos a una capilla, vio que de una sepultura que estaba en ella salía un bulto negro con una luz, y que más adelante estaba un difunto arrimado a las rejas de la capilla. Turbose Teodoro, aunque no tanto que no le dejase valor para llegar con la espada desnuda y preguntar quién era o qué pedía. Mas luego le desengañó Lucrecia, diciéndole: —¡Ay Teodoro mío, detén la espada y no mates a quien arriesga cada momento su vida por tu causa! Lucrecia soy: una mujer con poca dicha. No te admires de verme en parte donde solamente tienen lugar los huesos fríos, porque una mujer desesperada y aborrecida bien puede vivir entre los que no viven; que si hay alguna diferencia es de parte suya, pues estoy tal que los he mirado con envidia, y trocara de buena gana mi vida por su descanso. Mas si acaso te obliga a piedad haberte visto en mis brazos algunas veces y ser tú la ocasión de que yo me vea en tal estado, sácame deste obscuro aposento, pues sin duda te ha enviado el Cielo para restituirme la vida; porque ya estaba de suerte que fuera milagro salir con ella. Tan confuso se halló Teodoro de ver allí a Lucrecia, que casi no la pudo responder. Y pensando que había de sucederle con ella lo que con Narcisa dudaba de acercarse y favorecerla, pero venciendo la piedad al miedo la sacó en los brazos del hondo sepulcro. Apenas le desembarazó Lucrecia cuando el difunto, que estaba más adelante, ocupó su lugar. Fuerónse luego de la iglesia los dos, y ella le rogó la acompañase, si quería oír el estraño suceso de aquella noche. Siguiola Teodoro, y en llegando a su casa, por no tenerle confuso, turbada, suspensa y temerosa, dijo: —Después, Teodoro, que supe declaradamente que me aborrecías, sentí de manera tus desprecios, que no me faltó sino desesperarme para confirmar de todo punto mi locura. Pero ¿qué no intentará una mujer que se vee mal correspondida, pues lo menos suele ser quitar la vida, por sus manos o por las ajenas, a quien es causa de sus desdichas? Mas este género de rigor nunca le pudieron consentir mis piadosas entrañas, queriendo más dejarme morir que aventurar tu vida por vengarme, aunque con ella me mates a pesadumbres. Yo hice cuanto me fue posible para reducirte a que volvieses a mi amistad; mas, viendo que ni bastaban halagos, ruegos, caricias ni servicios, me aconsejaron mis amigas que consultase a una mujer, tan discreta en los hechizos, que el amor y el olvido de un hombre parece que tenía en su mano, como si para amar o aborrecer hubiese otro mayor hechizo que la voluntad. Y como suele el enfermo apetecer cualquiera medicina por lo que tiene de posible, aunque en mi opinión era todo disparate quise probar a ver si la virtud de yerbas y palabras tenía fuerza para ablandar tu riguroso pecho, porque, en fin, mientras se aplica el remedio parece que se entretiene el dolor de la llaga. Puse en manos de aquella mujer mi fortuna para que te hiciera más tratable. ¿Quién dijera que con veinte años y razonable cara hubiese menester valerme de otros hechizos? Y reparando en que cuantos remedios me ofrecía no eran para que me amaras, sino para que te perdiera, la respondí que no quería nada si había de ser con pensión de tu salud: error de muchas mujeres, que con deseo de aficionar a un hombre le quitan la vida. Y ella viendo lo que yo volvía por la tuya, me respondió que el último remedio y el mejor que su ciencia alcanzaba no me le decía, por ser poco piadoso y muy difícil. No lo puede ser tanto, respondí yo, que no le intente mi ciego amor. Entonces me dijo ella que si quería que tú me adoraras buscase un hombre de valor que se atreviese a ir al sepulcro de mi muerto Andronio y le sacase el corazón, y dándote sus cenizas en vino fuera cierto que me habías de querer, porque se había hecho algunas veces esta experiencia.Ahora creo, repliqué yo, que para que no se conozca la ignorancia de todas las que tratáis de semejantes engaños buscáis remedios que, siendo imposibles y no pudiendo ponerse en ejecución, se está siempre por averiguar vuestra mentira. Despidiose la cautelosa Medea, y yo quedé con menos esperanza. Pero como la voluntad, cuando se cría verdaderamente en un alma hace fácil cualquier imposible, yo, que te amaba con más afecto que la valerosa Pantea, de quien dicen que viendo a su esposo atravesado con una lanza se pasó ella también el pecho, intenté, por quererte, el mayor rigor que ha usado mujer en el mundo; porque sin reparar en nada me determiné a buscar quien ejecutase aquella temeridad. Y pareciéndome que ningún hombre sería tan infame y atrevido que emplease el acero en un cuerpo sin alma, me resolví a ejecutarlo yo misma. Y con este intento me dejé conquistar de un hombre que tiene a su cuenta el cuidado de aquella iglesia, que por lograr su lascivo deseo me dio lugar para que esta noche entrase en la capilla que viste, donde me ayudó a buscar, entre otros cuerpos, el de mi difunto amante. Pero apenas le vio medio gastado de la tierra, cuando cobarde y arrepentido me dejó sola. Y cuando fui a poner esta daga al helado cadáver, vi que se ponía en pie y, como huyendo de mi impiedad, se salía de la sepultura, diciéndome con voz espantosa: ¿Es posible, ingrata, que aun aquí no me perdonas el corazón? Y entonces fue cuando tú llegaste a darme la vida, porque sin duda la perdiera a manos de mi delito y de mi temor. Esto es, Teodoro, lo que me ha pasado. ¡Mira si tengo bastante causa para llorar toda mi vida! Aunque, si te digo verdad, ya que este caso no ha producido amor en ti, como imaginaba, por lo menos me ha quitado el que te tenía; porque me parece que mientras viviere tendré presente la imagen de Andronio cuando se levantó huyendo de mis crueles manos. Apenas creía Teodoro la temeridad de Lucrecia, aunque la escuchaba de su boca. Fuese a su casa con tan profunda tristeza, que sin salir de un aposento estuvo muchos días discurriendo sobre las cosas que le habían pasado. —¿Quién duda —decía el afligido Teodoro— que mi muerte no debe de estar muy lejos, pues me la representa el Cielo por tantos caminos? ¿De qué me han aprovechado tantas locuras y desatinos, si, en fin, Valerio goza de Narcisa y yo he de vivir, aunque me pese, sin su hermosura? Y cuando Narcisa me amara, ¿cómo puedo tener confianza en su voluntad viendo en Lucrecia un desengaño tan claro? Andronio la gozó, y, como ella confiesa, la dio su hacienda y se vio tres años en sus brazos, y, en efeto, ella fue quien no solamente no le lloró, sino que por gozar de otro amor se determinó a sacarle el corazón, que más de una vez llamó suyo. Pues ¿por qué he de ser yo tan bárbaro que ame a ninguna mujer, aunque sea Narcisa y me quiera tanto como Lucrecia, si en muriendo yo puede hacer conmigo lo mismo que con Andronio? El Cielo, sin duda, ha tomado estas cosas para remedio de mi perdición, y quiere que me sirvan de desengaño para que escarmiente y de amenaza para que me guarde. Ya conozco, aunque tarde, lo que es el mundo, pues dél no he sacado sino arrepentimiento. Mi patrimonio se va acabando junto con mi salud, y lo peor es que el alma tiene mucho peligro. El fin que me aguarda, si no tengo con más rienda mis costumbres, ya el Cielo me le ha dicho, si le quiero entender; porque la vida que traigo no me promete sino un lastimoso suceso. Y así, me parece más justo agradecer al Cielo lo mucho que me ha sufrido, pues a otros los deja despeñar en la primera culpa, y con ser las mías tantas, me da lugar para que me levante y las llore. Desta manera se aconsejaba Teodoro, y pudo tanto con él la fuerza de aquel desengaño, que se confesó generalmente y luego se fue a un convento de frailes Descalzos que está fuera de los muros de Alcalá, y allí pidió con lágrimas y recibió sin ellas el hábito del glorioso padre SanFrancisco, siendo después uno de los más perfetos religiosos que había en toda la casa. Narcisa dio muchas gracias a Dios de verle en tan seguro estado; que como le había querido bien se lastimaba de que viviese tan distraído.De Lucrecia se tiene por cierto que, por imitar en todo a Teodoro, asombrada del pasado suceso y desengañada de su triste vida vendió joyas y galas, ofreciendo su belleza a una eterna clausura, donde vivió con tanto temor como si en Dios no hubiera misericordia, y murió tan confiada en su piedad como si en Él no hubiera justicia.