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MONTALBAN__Mayor-confusion.txt
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EN la ilustre villa de Madrid, corte de Felipe Cuarto, único dueño de dos mundos, cuya grandeza, templos, edificios y antigüedades describiera como hijo suyo si el maestro Gil González de Ávila, Coronista de Su Majestad, no hubiera cerrado la puerta tan de todo punto a esta materia (que sólo su ingenio, estudio y cuidado lo pudiera haber conseguido con tanto acierto, a quien tiene Madrid no poca obligación); en este mar de grandezas, hubo una doncella principal llamada Casandra, que por muerte de sus padres se crio debajo del amparo de un deudo suyo con más libertad que pedía su nobleza; porque como ninguno tenía potestad bastante para sujetarla, se atrevía a muchas cosas que, si bien en la niñez se libran de ser culpas, son por lo menos escalones para llegar a otras liviandades. Era Casandra moderadamente hermosa, pero acompañaba su belleza con tal travesura, así en los ojos como en las acciones, que daba ocasión a que todos reparasen en su desenfado (que con este nombre disfraza el mundo la deshonestidad de algunas mujeres). Escuchaba con gusto cuanto la decían, respondiendo más de lo que permitían sus años. Cantaba con admiración y tenía otras muchas gracias; que el deseo de parecer bien y de verse querida la obligaba a preciarse de todo con perfección. Con estas partes, y diez mil ducados de dote, dio lugar a que muchos aspirasen a su casamiento: unos, cautivos de su hermosura, y otros, pretendientes de su riqueza. A todos miraba y a todos entretenía, más por el ansia de que la amasen que por estar prendada de alguno; y entre todos, quien solamente mereció la verdad de su pecho fue Gerardo, primo suyo y que se había criado con ella, de buena presencia, de mejor cara y de razonable juicio. Llevaba pesadamente Gerardo la condición de su prima, viendo que a todas horas le daba muchas pesadumbres que pudiera escusarle; porque, aunque le amaba, no quería por un amor perder la gloria de tantos, pareciéndole que mientras una mujer le tiene a un hombre no le ofende en dejarse querer de los demás. Pero quitole este pensamiento Gerardo, diciendo que pues él se contentaba con ver sus ojos, había ella de hacer lo mismo o se despidiese de verle en su vida. No pensó Casandra que pudiera su primo cumplir amante lo que había prometido celoso; y engañose, porque, anteponiendo la obligación de su honor a la fuerza de su deseo, pasó quince días sin verla ni pasar por donde estuviese. Sintió Casandra este despego, porque aunque se holgaba de que los demás la solicitasen, como aquel gusto consistía más en su vanidad que en su cuidado, ningún amor pudo con ella tanto que borrase la memoria de su ausente primo. Y reparando con más cordura en su peligrosa condición, conoció que Gerardo se quejaba justamente, y así, se determinó a seguir su gusto, aunque sólo dudaba haber de ser ella quien le llamase; que las mujeres, aun cuando agravian quieren que las desenojen. Mas viendo que para quien se ve culpada es el atajo echarse a los pies de la piedad, tomó la pluma y escribió un papel, diciendo: Por cierto, señor primo, que V. M. está más riguroso con mi voluntad que imaginé, pues tiene ánimo para no verme en tantos días. Yo, a lo menos, bien puedo decir que le quiero más, pues ya me falta aliento para llevar adelante esta ausencia. V. M. se deje ver, que yo salgo a cualquier partido para que se satisfaga, que nada estimo como su voluntad. A quien guarde el Cielo mil años y le traiga esta tarde a mis ojos, si acaso no hay otros que lo estorben; que de un hombre en Madrid y enojado, cualquiera cosa puede creerse. Con infinito gusto leyó Gerardo el papel, y luego fue a ver a su hermosa prima y a darla satisfación de sus honrados celos. Ella le recibió con los brazos, quedando confirmadas las paces de su amor. Y acordándose Gerardo que le había favorecido tanto aquella tarde que, por divertirse a mirarle, faltando al cuidado de la almohadilla esmaltó la holanda con su hermosa sangre), se recogió a su aposento y escribió enamorado estos versos, que a la siguiente noche cantó a su puerta: Prima: si cuando miráis tan cierta mi muerte veis,más cruel me parecéis cuando más piadosa estáis. Y aunque por mí despreciáisesa fuente de rubí, no es favor; que os presumí tan tirana con los dos, que os atreveréis a vospor verme morir a mí. Mas si enfermastes, bien mío, de achaque de vuestro amor, justo pareció el rigor, honesto fue el desvarío. Dél vuestra salud confío, que si el calor necio anduvo, la sangría cuerda estuvo como en su efecto se ve; que sin duda en mayo fue, pues tantos claveles hubo. Distes licencia al carmín, que se esparció tan hermoso, que pudo el suelo dichoso pretender para jardín. Previno el amor, en fin, un descuido liberal (dulce injuria del cristal), y el hierro a un ángel aleve bordó márgenes de nieve con arroyos de coral. Mas yo, prima, cuando os vi con más rosas que solía, tuve la herida por mía, pues sus efetos sentí; que como la causa fui, me alcanzó tanto dolor, que os perdonara el rigor (si así se puede decir), porque darme que sentirno parece que fue amor. Entendieron los deudos de Gerardo su amor, y todos convinieron en que se despachase a Roma, por orden del señor Nuncio, para que Su Santidad concediese la dispensación. Súpose entre los amantes de Casandra (que eran muchos) este suceso: unos perdieron de todo punto las esperanzas; otros lloraron su corta fortuna, y otros apelaron a su nuevo estado. Pero quien lo sintió con más veras fue don Bernardo de Zúñiga, caballero natural de Córdoba, tan gran soldado, que por su espada había sido capitán de caballos en Flandes. Estaba tan rendido a la belleza de Casandra y a sus hechizos, que le faltó poco para perder el juicio y la vida. Era el de más méritos entre los que sólo tenían nombre de amantes, y por esta razón el más favorecido de sus ojos; que como ella no se desdeñaba de escuchar, de responder y aun de recebir, don Bernardo tenía creído que sería suya, y con esta esperanza había crecido su amor de suerte que cuando quiso no pudo resistirle. Y así, esperándola un día de fiesta al salir de misa, se llegó a ella turbado y descolorido, y delante de las personas que la acompañaban la preguntó si le conocía.—Sí —respondió Casandra—, y sé la merced que me habéis hecho y lo mucho que os he debido; pero ya no estoy en tiempo que pueda pagaros esas obligaciones. —Pues si me conocéis —dijo don Bernardo— y sabéis mi amor, ¿de qué ha servido, amando a Gerardo, favorecerme para dejarme burlado y desvanecido? Esos términos, Casandra, no son de mujeres tan principales como vos; que sólo se usan entre las de tan bajos pensamientos que hacen oficio lo que es gusto. —¡Basta! —replicó Casandra—; que de atrevido os vais a descortés sin tener más ocasión que la que os da vuestra soberbia. Porque lo que entre los dos ha pasado sólo ha sido un entretenimiento honesto, fundado no en voluntad que os tuviese, sino en agradecer la que os debía, pues por escucharos dos o tres noches en una reja no hice escritura de quereros, y así, tenéis poca razón en andar demasiado conmigo. Aunque yo os lo perdonaré con que de hoy más sepáis que Gerardo es mi primo y ha de ser mi esposo, no porque os aventaja en méritos, sino porque le he querido desde que nací. Y hacedme merced de aquí adelante de hablar en mi honor con más modestia, porque os puede estar mal otra cosa. —Sí haré, por cierto —respondió don Bernardo—, porque hablar en desprecio de las mujeres es de hombres humildes, y yo tengo alguna parte en la casa de Monterrey. Mas lo que no podrá consentir mi amor será que Gerardo ni otro en el mundo os goce mientras tuviere esta espada y no se aplacaren mis celos. Quedó Casandra con pesadumbre, porque de otras ocasiones conocía la temeridad de don Bernardo y la cólera de su primo. El cual sabiendo de una criada todo lo que había pasado, sintió como era justo los celos de su honra y el atrevimiento de don Bernardo. En llegando la noche, con un broquel y su espada le fue a buscar, y no le hallando ni en la suya ni en una casa de juego donde solía acudir, se puso en la calle de Casandra, pareciéndole que, pues blasonaba de tan amante, era fuerza acudir a su centro. Sucediole a Gerardo como lo imaginó, aunque no como lo deseaba; que los desengaños en quien ama se buscan, pero no se apetecen. Y apenas le conoció, cuando sin averiguar la verdad ni esperar satisfación (que lo uno y lo otro suele parecer cobardía) sacó la espada y se fue para él. Aguardole don Bernardo sosegado y valiente, por ser el más diestro que en aquel tiempo se conocía (como en éste lo es el insigne don Luis Pacheco de Narváez, gloria y honor del mundo, y a quien debe nuestra nación su crédito en esta parte, pues ha reducido a ciencia lo que hasta ahora ha sido acertar por accidente); pero como la destreza obra dificultosamente sin luz (por ser el principal medio para su ejecución), no podía don Bernardo ni hacer lo que sabía ni cumplir con el deseo de su venganza. Y cansado de que durase tanto la vida entre dos celosos, hallándole el broquel un poco alto, le metió una estocada tan fuerte que luego Gerardo se imaginó sin vida, y cayendo a sus pies le pidió con afecto cristiano le dejase confesar y arrepentirse de sus culpas. Acudió infinita gente al ruido; sacaron luces de las ventanas; llegó la justicia a tiempo que ya don Bernardo se había favorecido de una iglesia, aunque le aprovechó poco, pues a pesar suyo le sacaron della; que en tales casos suele ser más segura la casa de un embajador que la de un monasterio. Llevaron a Gerardo a la de su prima, que, bañada en lágrimas, hizo tantos estremos que dio más lástima ella viva que Gerardo muerto. Remató su sentimiento con un desmayo tan riguroso, que en dos días no pudo volver en sí. Murió Gerardo, perdonando primero a su enemigo y rogando a sus padres y deudos no le hiciesen ofensa. Mas poco le correspondieron en esta parte, porque luego procedieron contra él con tanta fuerza que, a no tener en su favor la Iglesia y el amparo de muchos príncipes que por su valor y sangre estimaban su persona, le sucediera una desdicha.Desta manera estuvo en la cárcel más de quince meses. La Iglesia le pedía, y los jueces tenían voluntad de darle, si la parte (que era poderosa) se ablandara y estuviera menos rebelde en el perdón. Y así, interviniendo la autoridad de muchas personas graves, procuraron, para asegurar el honor de Casandra, fuese don Bernardo su esposo, con que cesarían disgustos y pleitos. Consultaron este pensamiento con ella, y respondió a los principios áspera y desabrida, quitando a todos la esperanza de que por aquel camino tuviesen fin los negocios de don Bernardo. Pero como la firmeza de Casandra era tan poco segura y su condición tan varia, a pocos días oyó con más piedad las desdichas de don Bernardo, porque no tenía ánimo para estar mucho tiempo sin consolarse. Y así, lastimada dél se resolvió a ser suya, con lo cual salió libre (si puede llamarse con este nombre a quien se había desposado en la cárcel). Alabaron todos la noble piedad de Casandra y celebraron con fiestas y regocijos el nuevo empleo. Era don Bernardo imaginativo, y, como conocía a Casandra empezó a temerla, procurando quitar todas las ocasiones en que pudiese tropezar, si bien no la podía ir a la mano en las muchas galas y demasiado cuidado de su hermosura; pero pasaba por ello, porque no todas veces le es lícito a un marido dar a entender a su esposa que vive desconfiado de su virtud; que hay mujer que hace verdad lo que se sospecha sólo porque no la culpen inocente. Dioles el Cielo un hermoso hijo, creciendo el amor de los padres con él y gozándose en esta conformidad algunos años, hasta que la muerte (forzoso fin de todos los gustos) quitó la vida a don Bernardo, o por mejor decir, le mataron los celos que padecía y las sospechas que callaba. Sintió Casandra esta pérdida con estremo, por ser grande el amor que ya le había cobrado, y solamente la sirvió de consuelo su hijo don Félix, que acompañaba su soledad y la divertía de sus tristezas. Era don Félix discreto, galán, y tan hermoso que pudiera envidiarle la cara cualquiera dama; tenía linda conversación y era por estremo agradable. Pluguiera a Dios no lo fuera tanto, pues dio ocasión (aunque sin culpa suya) al más estraño delito que ha conocido el mundo. Pretendían en este tiempo muchas personas principales el casamiento de Casandra, por no haber estado nunca tan hermosa; los años no pasaban de treinta y cuatro, y como había tenido pocos trabajos parecían menos. Pero ella se determinó a no casarse, sin poder ninguno entender la causa. Muchos pensaban que era virtud; pero otros, menos piadosos, creían otra cosa, porque sus muchas galas (que también las consiente aquel estado) ofendían su recogimiento.Mas lo cierto era que Casandra tenía un amor secreto, tan injusto, que ella misma estaba con vergüenza de hablar en él; porque viendo en su propio hijo el entendimiento, el talle y la gallardía, se dejó vencer de un pensamiento tan liviano que le vino a mirar con ánimo de gozarle deshonestamente. Estaba ya tan ciega que no le daba lugar este deseo a que pensase en otras cosas ni quisiese divertirse a otros gustos, y sin poder reducir a razón su apetito se resolvió a llegar a los brazos con don Félix: cosa que aun imaginada ofende los oídos. Bien echaba de ver que intentaba un imposible, pero todo lo facilitaba su amor; que como la voluntad nace sin ojos, ni mira los inconvenientes ni se recela de los peligros. Tenía Casandra una criada de quien fiaba todo su pecho, cuyo nombre era Lisena; la cual rogó a su señora, viéndola tan desabrida, la diese parte de sus congojas, que sin duda eran muchas, pues la obligaban a semejantes estremos. —¡Ay amiga! —respondió Casandra—. Pluguiera a Dios fueran mis tristezas o capaces de remedio o menos indignas de referirse; mas quiere mi fortuna que las padezca y calle, para que me consuma mi propio silencio. Pero mal hago en no contarte lo que me tiene sin gusto, sin salud y sin vida, sabiendo de tu amor que tomará por su cuenta mi desgracia y me aliviará la pesadumbre, pues quien escucha piadosamente consuela el alma, ya que no remedia la pena. Bien sé que le ha de costar a mi vergüenza algunas colores; pero no hablo con ningún estraño: mujer eres como yo y que deseas mi bien. Y supuesta esta verdad, oye la mayor desdicha que puede haberle sucedido a una mujer de mis prendas. Nace mi desasosiego y poco gusto, ¡oh amiga Lisena!, de amar a un hombre que, con ser tan bueno como yo y estar cierta de que me quiere bien, es imposible pueda gozarme. Dirásme, ¿qué es la causa de hallar dificultad en lo que parece que no la tiene, y más habiendo igualdad y correspondencia de parte de entrambos? Pues para sacarte desta duda, y también para que prevengas tu ingenio en mi remedio, óyeme un rato, aunque después te espantes de mi liviandad. Yo amo a mi propio hijo; yo adoro a don Félix, y esto de manera que ha de costarme la vida el ver que no puedo ejecutar mi deseo. Yo he procurado estorbarme esta resolución; pero ni el ver que voy contra las leyes de la Naturaleza, ni el considerar que es un intento temerario, y, sobre todo, saber que se ha de enojar el Cielo tan gravemente, ha sido bastante para olvidar este pensamiento: tanto es lo que se ha apoderado de mi albedrío. ¡Mira tú si tengo harta ocasión para llorar y desear mi muerte, hallándome en estado que me falta poco para perder la opinión y la vida!Admirada escuchó Lisena el indigno amor de Casandra, y después de haberla persuadido a que le borrase de su memoria, la dijo: —Pluguiera a Dios, señora mía, que el amor que me tiene a mí don Félix pudiera remediar el tuyo; que yo te traspasara algunas finezas. Porque ha dado en perseguirme de manera que muchas veces, por tener miedo a sus demasías, no me atrevo a estar sola delante de sus ojos. Y con tener los merecimientos que ves, te aseguro que nunca me he determinado a mirarle con más voluntad que la que le debo por hijo tuyo y dueño mío. Y también lo que me ha detenido los pasos es el no estar tan libre de una pasión que me consienta otros desvelos: yo quiero bien y soy pagada; dos cosas que me tienen con rienda los ojos. Hete dicho esto por que no presumas que por verme querida haya tenido atrevimiento para ofender tu casa. Con atención, y aun con envidia, la oyó Casandra, y del veneno que la pudieran dar los celos mirando gozar lo que ella no merecía, sacó medicina que curase los accidentes de su pasión, y en un punto le ofreció su entendimiento una traza tan ingeniosa para lograr su lascivo deseo, que no pudiera el padre de Ícaro (que fue instrumento de la deshonra de Pasifae) imaginarla más a su propósito. Y llamando en secreto a Lisena, la dijo en breves palabras que sólo en ella estribaba el fin de su deseo, porque con su ayuda sería cierto que le cumpliría. Confusa quedó Lisena con la nueva esperanza de su señora, y lo que la respondió fue decir que de su parte estaba dispuesta a intentar por su gusto cualquiera osadía, aunque aventurase la vida y la honra. Entonces Casandra prosiguió diciendo: —Supuesto, Lisena, como tú dices, que no tienes amor a don Félix, te has de mostrar de aquí adelante tan reconocida a su amor y tan pagada de su talle que venga a creer le tienes alguna voluntad y prosiga en el deseo de gozarte, y la noche que te pareciere le has de dar licencia para que te hable en tu aposento; y esa misma noche estaré yo en él y gozaré con este engaño lo que ha tantos días que me tiene como sabes, pues hallándome sin luz será imposible que me conozca. No le desagradó a Lisena la traza, y luego empezó a ejecutarla, así por agradar a quien había menester como porque Casandra la consintiese algunas liviandades que tenía. Y a pocos lances concertó con don Félix que en medio del silencio de la noche entrase sin que nadie le sintiese en su aposento; pero con prevención de que hablase poco, por que no le escuchase alguna criada que la descompusiese con su madre. Prometiola don Félix ser mudo, porque él no había de ir a parlar con ella, sino a llegar a sus brazos, en los cuales se comunica el alma sin haber menester a la lengua. Vino la noche y avisó Lisena a Casandra; la cual aguardó por galán al mismo que había traído en sus entrañas. Llegó el engañado don Félix, y ajeno de semejante maldad, pensando que estaba en los brazos de una criada gozó la belleza de su indigna madre, de la cual se despidió arrepentido, como todos. Y Casandra quedó tan corrida y avergonzada consigo misma que quisiera haber perdido la vida antes que poner por obra tan ruin pensamiento: tanto es el dolor que traen los gustos después de conseguidos, y más cuando proceden de causa que no puede tener disculpa; que un delito feo no ha menester más castigo que cometerse, pues a todas horas está abrasando el alma y dando enlos ojos con la culpa. Ya Casandra pasaba por estos rigores, porque la Naturaleza misma parece que se quejaba de su violencia; y como a las espaldas de la posesión viene siempre el arrepentimiento, no sabía qué hacerse para huir de sí misma, que ya era su mayor enemigo. Y no paró en esto su desdicha, sucediéndola aun peor de lo que imaginó; porque en su falta de salud y en otras faltas conoció que no le salía tan barato su desatino que pudiese estar secreto muchos días: sintiose preñada. Y antes que pasase adelante quiso valerse de remedios crueles para arrojar sin tiempo aquel desdichado fruto; pero no le aprovecharon medicinas ni diligencias contra la fuerza de su destino. Y así, considerando cuán a peligro estaba su opinión y que el tiempo había de descubrir su liviandad, aunque no el autor della, hizo que dentro de un mes se partiese don Félix a Flandes con una ventaja y una letra de dos mil escudos. No sin gusto suyo, porque deseaba ver mundo y salir de España, por saber que nunca la patria trata a sus hijos como madre. Y luego, para no verse murmurada del vulgo, de sus parientes y de sus amantes, fingiendo una promesa a Guadalupe se fue a una pequeña aldea donde tenía Lisena sus padres, y allí estuvo secretamente hasta que dio a luz una hermosa niña, a quien llamó Diana. Y dejando orden para que la criasen se volvió a su casa, viviendo después con tanta cordura que cobró el honor que tenía perdido en opinión de muchos, que por sus locas galas sospechaban mal de su virtud. Creció Diana y trujola consigo, dando a entender a todos que una noche la habían hallado las criadas a su puerta, y que para divertir la ausencia de don Félix la quería tener en lugar de hija. Ya don Félix en este tiempo era muy gran soldado, bienquisto y amado de todos, así por su valor como por sus muchas gracias: era cortés y liberal, y, sobre todo, tan virtuoso, que siendo soldado ni juraba ni jugaba. Pero como nunca falta un azar que desbarate el sosiego y gusto de un hombre, sucedió que estando cierta noche hablando con una señora flamenca pasó por la calle un caballero que había sido dueño de aquella casa mucho tiempo; y aunque ya no lo era (porque la tal dama viéndose aborrecer, había pretendido divertirse), con todo eso, no quería consentir que ninguno la solicitase, o por hacerla pesar o porque a él le pesaba; que los celos suelen despertar la voluntad más dormida. La noche era algo obscura, y por esta ocasión ni el caballero ni dos músicos que traía consigo vieron a don Félix, que abrasado de cólera hubiera sacado la espada aunque estaba solo, si no se lo impidiera la dama poniéndole por delante su opinión. Acercáronse los músicos, y en concertando los instrumentos, a propósito de lo que entonces pasaba por su dueño cantaron así: Ya llegó, señora, el día en que de mi amor te cansas, pues sosiegas y descansas sin matarte por ser mía. Y aunque es forzoso que sienta que del alma me sacaste, siquiera porque me amaste, me huelgo que estés contenta. Alégrate y no estés triste, que yo podré consolarme con que no puedes quitarme el amor que me tuviste; que haberme querido bien no me lo puedes negar, pues yo te vi suspirar, y te vi llorar también. Y aunque de ti me despidas, yo, Flora, tengo entendido que es más lo que me has querido que lo que ahora me olvidas. Y a tratar verdad aquí, aunque más cruel te miras, yo sé, Flora, que suspiras y que te acuerdas de mí. Hanme dicho que a otro quieres; y no es mucho, te prometo, que eres mujer, en efeto, y aprendes de las mujeres. Gócesle por muchos años; que también era locura sujetar esa hermosura a mis desdenes y engaños. Pero no pienses que estás por eso en tu amor vengada; que admitir a otro picada es para abrasarte más. Y si acaso el nuevo empleo te diere, Flora, disgusto, escoge un hombre a tu gusto y diferencia el deseo. Que aunque al honor no es decente, con tantos puedes hablar que al fin vengas a topar alguno que te contente. Mas no lo llevará bien mi amor, porque en caso tal, después que le trates mal, pienso que te mira bien. Picarme, Flora, has querido, y no pienso que has errado, pues quien no te quiso amado te enamora aborrecido. Mas aunque muera por ti, no te lo daré a entender, porque no me quiero ver como te viste por mí. En cantando, se llegó el caballero a la reja para ver si le habían escuchado; mas viendo que la ocupaba otro, sufriendo mal la conformidad de entrambos le dijo a don Félix se tuviese por avisado de que daba pesadumbre en solicitar el cuidado de aquellas rejas; y así, se escusase de darla, porque podía costarle mucho disgusto hacer otra cosa. —No pienso yo —replicó don Félix— que habrá ninguno que me le dé conociéndome. Esta calle es del Rey, que Dios guarde, y esta dama no tan vuestra que pase por lo que decís, pues es cierto que si os amara no estuviera conmigo. Yo no he de prometer lo que después ha de ser imposible que cumpla; y supuesta esta determinación, elegid el medio más conveniente a vuestro amor, como yo no pierda. —El medio será —respondió— echaros de la calle a cuchilladas y quitaros después la vida, para que cesen tantos enfados. —Paréceme que no lo habéis recabado conmigo —replicó el valiente español—, porque la he sabido defender en otras ocasiones de más peligro. Y sacando la espada, a los primeros golpes esmaltó el arrogante flamenco con su sangre las piedras. Y viendo que la gente que traía acudía a su defensa, le fue forzoso a don Félix retirarse a la casa de un caballero amigo suyo, donde estuvo algunos días, hasta que, sabiendo que su enemigo era de los más principales de aquel Estado, y que por esa causa, aunque sanara de la herida, había de estar con el mismo riesgo, se partió a Nápoles; y después de admirar sus grandezas determinó dar la vuelta a España, a gozar su patrimonio y descansar de los trabajos de la guerra. Llegó a Madrid, donde le recibieron sus deudos y su madre con infinitos regocijos y fiestas. Tendría Diana entonces hasta catorce años, y estaba tan bella que, con ser Madrid el lugar donde menos lucen las hermosuras (por haber tantas), Diana entre todas tenía opinión. Preguntó don Félix quién era; respondiole Casandra que no la conocía más padres que al Cielo y a su piedad, y que por llevar con más blandura el rigor de su soledad la había criado desde sus tiernos años. Mirola con atención don Félix, y como para amarla no era menester sino dejarse mirar, no pudo resistir el fuego de sus divinos ojos, y así, en cualquiera ocasión procuraba darla a entender su amoroso cuidado. Era discreta Diana, y entendiole (que un amor grande con facilidad se conoce); y no la pesó, porque no tenía don Félix entendimiento ni talle para que ninguna se desagradara de su empleo. Aunque viendo la desigualdad que juzgaba haber de por medio se fue a la mano y riñó a sus ojos algunas travesuras (que el recato llama descuidos), por no empeñarse en un amor que no había de parar en fin honesto. Pero como en los primeros años está el alma tan dispuesta a cualquier voluntad, la de Diana confesó dentro de su mismo pecho que amaba a don Félix. El cual sufriendo los desdenes de su hermosura (nacidos de su honestidad, no de su desprecio), se resolvió a porfiar hasta vencerla. Salía de noche y paseábase por su misma casa como si fuera ajena, por no escusarse de las finezas de galán. Y avisando una noche a ciertos amigos músicos, para obligar a la discreta Diana cantaron entre todos desta suerte: Aunque me mate Diana, no estorbéis, selvas, mi muerte; que pues yo la solicito sin duda que no me ofende. ¿Qué os diré de sus cabellos, que con rizos diferentes atrevidamente hechizan, lisonjeramente prenden? Basta decir que son suyos, y que Diana los tiene para guarnecer con oro juridiciones de nieve. De sus ojos sé deciros que quien los mira los teme. ¡Ay de mí, que los he visto, y he visto en ellos mi muerte! Sólo consigo compiten, que el Sol ni puede ni quiere (como sabe lo que valen) intentar desvanecerse; antes humilde los mira y por amigos los tiene, por si acaso ha menester alguna luz que le presten. Las mejillas son de rosa; que sobre el marfil parece que quiso el Cielo casar azucenas y claveles. La boca, de nieve y grana, es un aposento breve, caja de mejores perlas que Neptuno en conchas tiene. Las manos son de cristal, tan hermoso y transparente, que en belleza y en blancura no deben nada a la nieve. Lo demás, que no se toca ni a los ojos se consiente, sin duda que es más perfeto, pues imaginado enciende. En fin, me ha muerto Diana; pero tan gustosamente, que suelo, de amores loco, agradecerla mi muerte. Mirad si tengo mal gusto y si puede libremente perderse un hombre de bien (si esto puede ser perderse). Y así, decilda, si acaso a visitaros viniere, que se acuerde de mi amor, y de mis penas se acuerde. Ingrata era Diana a todas estas finezas, porque podía con ella más su recato que su amor. Y así, le dijo una mañana que no se cansase en conquistar su pecho, porque sería más fácil reducir a número las arenas del dorado Tajo y hallar piedad en las entrañas de una peña. Bien pudiera desmentirla su propio corazón; pero muchas veces huye una mujer de lo propio que adora, porque lo que más ama suele ser su mayor enemigo. Alcanzó Casandra a saber esta voluntad, y turbole el alma el intento de su hijo, por el peligro que había en que Diana, como muchacha, se dejase vencer de sus palabras. Y así, llamándola aparte, culpó el atrevimiento de mirar a don Félix sabiendo que no podía intentar sino su deshonra, porque no había de casarse con una mujer que no conocía padres; y advirtiese que ella estaba resuelta a casarla tan bien que nadie pensase sino que era hija propia; pero sería con la condición de no salir un punto de su obediencia, porque si tenía otro pensamiento, desde luego podía dejar su casa y disponer de su libertad a su gusto. Respondiola con lágrimas la hermosa Diana que ya sabía que no merecía a su señor don Félix por no conocer a quien la había dado el ser; pero que tampoco tenía razón en decírselo con tanto desprecio, pues, en fin, era cosa en que no tenía culpa. Y que mirase que se quejaba injustamente de su honestidad, porque de la misma manera que no había estado en su mano tener tan sospechoso nacimiento, así no era culpada en que su señor don Félix la amase, si acaso era tenerla amor decirla algunas veces cuatro razones mejor sentidas que escuchadas. Mas si alguna criada con información falsa, con envidia o con celos la decía otra cosa, entendiese que la engañaba; porque en ella no había más ocasión que tener aquella desgraciada hermosura. Y que para más satisfación de su verdad tratase desde luego de darla estado, como no fuese casándola, porque no se sentía con ánimo de sufrir un marido. Y pues (como ella decía) tenía tanto deseo de remediarla, monasterios había en la Corte donde podía acabar su vida, para librarse de escuchar una afrenta a cualquiera que la conociese. Con muchos abrazos la respondió Casandra agradeciendo su santa determinación; porque aunque era verdad que la amaba como madre y había de sentir su ausencia, menos inconveniente era vivir sin ella que estar a peligro de que don Félix, mozo, atrevido y enamorado, pasase adelante en su locura y después de un yerro tan grande se siguiese otro mucho mayor, pues aunque Diana se resistiese, la porfía, el amor y los ruegos lo sujetan todo. Y con este ánimo concertó secretamente en un convento su dote, donde la llevó, y en breves horas trocó su casa por una celda y sus galas por un hábito de San Francisco. El sentimiento de Diana fue grande viéndose en estado tan diferente de sus intentos y esperanzas; porque siempre las había tenido de ser esposa de don Félix: tantas eran las muestras de amor que miraba en él. Mas considerando que fuera mayor tormento vivir en brazos de un hombre que no fuese don Félix, empezó a divertir la memoria de los pasados pensamientos, conformándose con su fortuna y entregando la libertad a mejor Esposo. Súpolo don Félix, y sintiolo de suerte que fue mucho no hacer un desatino con su madre, porque le dijeron que ella sola era quien más había estorbado su gusto. Y así, muchas noches le aconteció ir al monasterio y, como loco, dar voces pidiendo su esposa, sin consentir que aun sus mayores amigos le consolasen en tal pérdida. Disculpa tenía don Félix, que en llegando a ser verdadero el amor, ni puede alegrarse ni divertirse. Amaba lo que perdía: milagro era que no muriese y liviandad fuera que se consolase, si bien solamente podía sosegarle el desengaño de su ignorancia, pues quería para mujer propia a quien era su hermana y su hija. Pero ¿quién podía avisarle de lo que Casandra, el Cielo y una criada sabían? Ya se iba acercando la profesión de Diana, y don Félix perdía el juicio de ver cuán poco se le daba de vivir sin él, porque Casandra (para quitarle la esperanza) decía que Diana no sólo le olvidaba, sino que estaba arrepentida de haberle escuchado. Mas lo cierto era que, sabiendo que casarse con don Félix era imposible, había reducido el entendimiento a perseverar en la religión. No creía don Félix a su madre, porque otras personas le decían lo contrario, y así, quisiera saber de su misma boca si el estado que tenía era por elección suya o si acaso las persuasiones de su madre la habían obligado a seguir aquel camino, porque muchas veces la había oído encarecer a ella misma su contraria voluntad en aquella materia. Y así, una tarde que Casandra la enviaba cierto regalo tuvo ocasión de poner un papel en parte que era fuerza llegase a sus manos y estaba seguro de que nadie le viera. Y esto con intención de que por lo menos entendiese Diana que su queja era justa, pues, sin más causa que tenerla amor le había dejado. Halló el papel Diana, y pensando que era de su señora le abrió; pero apenas leyó la firma cuando le hizo pedazos; que no es cordura refrescar la memoria con lo que después ha de dar pesadumbre. Estuvo suspensa un gran rato, imaginando lo que podía escribirla un hombre que la había querido y que esperaba perderla tan presto, y si va a decir verdad, la pesó de haberle rompido. Y juntando turbada los divididos pedazos, dio a cada uno su lugar y luego leyó así: De tus palabras siempre creí que no me querías; pero de tus ojos nunca me pude persuadir a que no me adorabas. Y en esta parte pienso que son los testigos más abonados; pero mintieron, hermosa Diana; que, en fin, son de mujer, aunque son tuyos. Perdóname si te hablo atrevido, y pues tengo razón, ni te disculpes ni me castigues. Y advierte que no es mi intento impedir el estado que tienes; que gracias a Dios bien sé que es el más seguro, aunque no el más fácil. Lo que te quiero preguntar es si mi madre con algún género de violencia te ha persuadido a que le sigas sin gusto tuyo; porque, si es así, hágote saber que te ha de costar el obedecerla vivir desesperada y perder con la vida el alma, porque un estado a disgusto no suele tener otros fines. Tiempo tienes, Diana, para volver por tu libertad; y para que veas si mi amor es fingido, porque te amo y porque tengo por cierto que vives ahora contra tu voluntad, digo que desde aquí prometo ser tu esposo; que para mí no he menester más calidad que tu virtud y tu cara, que si me tienes amor, con esto te he dicho harto. Tu esposo don Félix. Admirole a Diana la resolución de don Félix, y como el fuego de su amor, aunque estaba suspendido, no estaba muerto, volvió a dar nuevo aliento a las calientes cenizas. En fin, salió decretado de su entendimiento que era locura vivir descontenta toda la vida por hacer el gusto de Casandra, y pocos días antes de la profesión la rogó no se cansase en fiestas ni en prevenciones, porque ella no se hallaba con ánimo de perseverar en aquel estado, fuera de que tenía marido que lo estorbase. Y en este tiempo vino don Félix (que ya estaba avisado) y confirmó que Diana era su esposa. Sacáronla luego del monasterio con lágrimas de todas, y aun con envidia de alguna, que se holgara de acompañarla. Quedó Casandra muerta, y llamándola en secreto con determinación de decirla quién era, la rogó no la diese tanto pesar que se casase con don Félix; porque el día que lo hiciera sería el último que la había de ver; y que si quería casarse con otro, prometía favorecerla con tantas veras que se espantase el mundo de su liberalidad. —Por cierto, señora —replicó Diana—, que no acabo de entender la causa que te obliga a sentir tan mal destas cosas; porque si, como tú dices, me tienes tanto amor, paréceme que amar a una persona no es quitarla el bien que la promete el Cielo, procurando escurecer su fortuna. Y si piensas que obligas a tu hijo estorbando su amor porque mi sangre no le iguala, es engaño conocido; porque quitarle el gusto más merece nombre de tiranía. Mi calidad no puedo decir que es más ni menos, porque ignoro los padres que tuve; pero como suele un hombre hacer hermoso el objeto que ama con la imaginación, aunque no lo sea, así don Félix puede presumir que soy noble, pues no le cuesta más que encomendarlo a su pensamiento; que harta nobleza me sobra, pues tuve suerte para agradarle. Y si esto es verdad, ¿de qué sirve ser tan cruel con tu sangre y conmigo, y que, siendo tú quien más había de alentarme, seas solamente quien me desanime? Responderla quiso Casandra con el desengaño, pero la vergüenza y el temor la pusieron un ñudo a la garganta; que esto de llegar a quitarse una mujer el honor a sí misma es dificultoso en su naturaleza. Mucho erraba Casandra en callar aquella verdad que a todas horas la estaba dando voces en el pecho, mas la estrañeza del delito la disculpa; y así, viendo resuelta a Diana de gozar por esposo al que era hermano y padre suyo, buscaba medios que estorbasen el amor de entrambos. Y acordándose de una señora a quien don Félix antes de amar a Diana había querido, y aun se murmuraba que la debía su honra, se fue a su casa y la dijo que ella se había informado de que su hijo la tenía obligaciones que no podían satisfacerse menos que con ser su esposo, y que no era justo que se casase con una criada suya, cuyo nacimiento podía deslucir su sangre, teniendo tan antiguas deudas. Con justa admiración la escuchó Fulgencia (que así se llamaba esta dama), y después de encarecer el favor que la hacía, y dejar salir algunos suspiros que la ingratitud de don Félix tenía depositados en su pecho, la dijo: —Debe de haber ocho meses que, saliendo una mañana de mayo con dos amigas y una criada a curar el achaque de una opilación, aunque más con deseo de ser vista que con ánimo de tomar el acero, me vio don Félix, y llegando a comprar unos ramilletes en Provincia, donde todas las mañanas deste mes hay un jardín portátil, según él dijo le parecí bien; pero engañáronme sus ojos y sus palabras, pues las obras me lo han dicho tan a mi costa. Y con despejo de soldado, si bien con la cortesía que se debe tener con las mujeres, se llegó a mí, o por más hermosa o por más desdichada, con los engaños y lisonjas que en semejantes ocasiones dicen todos. No pude culparle de atrevido, porque cuando las mujeres van dando ocasión no es mucho que pierdan el respeto a su decoro. Siguiome toda la mañana galán y cortesano, encareciendo con mentiras y amores, que en mi opinión todo es uno, el que me tenía, hasta que me dejó en mi calle. Apenas al siguiente día el amante de Dafne esparcía sus rayos, cuando vi a don Félix que estaba a la puerta de mi casa aguardándome. Salí con más cuidado, así en el vestido como en la cara, pareciéndome que ya tenía quien me mirase con alguna atención. Llevaba un faldellín de damasco verde con pretinillas de lo mismo, sombrero de color con plumas, pies pequeños con zapatos de ámbar, y sobre todo, muy poco juicio. Porfió don Félix, y, en efeto, lo que resultó fue que, enternecida a sus ruegos, confiada en sus palabras, y lo que más es, perdida por su talle, le hice dueño de mi honor: tan poderoso es el amor de una mujer, el engaño de un hombre y la ocasión de entrambos. Prometió ser mi esposo, si bien no es bastante disculpa para mi yerro; que no la tiene una mujer que se fía de quien con la fuerza del deseo promete lo que suele negar arrepentido. Bien lo tengo experimentado, pues apenas me gozó cuando hallé el desengaño desta verdad; porque luego empezó a descuidarse tanto conmigo que se pasaban muchos días sin que le viese. Lo que entonces sentí y lo que lloré no lo digo, porque ni sé ni puedo. Supe que la causa de olvidarme era por amar con estremo a una criada suya, que sin duda debe de ser esa misma. Vime burlada y aborrecida: dos agravios para una mujer de bien los mayores que puede usar la traición de los hombres. Procuré hablarle, por saber la ocasión que le obligaba a semejante ingratitud; mas no lo pudieron alcanzar mis ruegos ni mis lágrimas; que los hombres, en viéndose culpados, por no satisfacer no escuchan. Y así, me obligó a decir mis quejas a un papel y mi liviandad a una amiga, para que le riñese sus sinrazones. Pero la respuesta fue de suerte que aún agora la temo. ¡Ay señora mía! Si una mujer cuando aventura su opinión se acordara del pago que han dado a otras, ¡qué cierto sería que hubiera menos burladas en el mundo! Lo que me respondió fue que cuando dijo que me tenía amor estaba empleado en Diana, y que por despicarse de sus desdenes y parecerle que yo recebía con gusto su voluntad había proseguido en desvanecerme; y así, procurase olvidar los pensamientos, si tenía algunos, de ser suya, porque era imposible, y de pretenderlo sólo podía seguirse tenerle menos obligado y hacer más pública mi deshonra. Bien me podéis creer que cuando pasé los ojos por estas razones quisiera tenerle delante para hacerle pedazos y satisfacer con su sangre mi justa venganza; mas viendo que si ponía en manos de la justicia la mucha que tenía era quedar con eterna infamia, porque él había de salir con vitoria de todo por tener hacienda que le solicitase las sentencias, me determiné a callar mi agravio. Esto es, señora, lo que me debe don Félix. ¡Mirad vos si tengo causa bastante para ser suya y para quejarme mientras viviere de su trato y de mi desdicha! Grande fue el contento que recibió Casandra con la historia de Fulgencia, por haber hallado ocasión tan fuerte para dividir a Diana y a don Félix. Y así, después de consolar a la triste y afligida dama habló a sus padres y les contó la traición de su hijo, disculpando en todo a Fulgencia y prometiéndoles que había de ser su esposo aunque le pesase. Porque quien podía hacer dudoso el pleito era ella, gastando dos mil escudos para librar a su hijo; pero que estaba de tan diferente parecer, que si fuera necesario juraría contra don Félix. De manera que por cualquier camino estaría el pleito seguro, pues lo más que él podía hacer, si la aborrecía, era casarse y dejar luego a España, y eso importaba poco, pues en cuanto a su honra ya la cobraba con ser su marido, y en lo demás, ella tenía seis mil ducados cada año, con que podía haber moderadamente para todos. Sintieron los padres de Fulgencia su liviandad; mas viendo lo que Casandra les prometía disimularon cuerdamente, y sin dilatarlo más hicieron información con todo secreto. Ya Diana esperaba por puntos a don Félix, que, más enamorado cada día de sus hermosos ojos, iba abreviando su desposorio. Y el padre de Fulgencia pensando que con buenas palabras pudiera reducirle a lo que después había de hacer forzado, se llegó a hablarle y le refirió todo lo que pasaba; mas respondiole don Félix tan colérico y libre, que le obligó a sacar un mandamiento para prenderle y hacer que moderase en la cárcel los bríos que había cobrado en la soldadesca. No faltó quien avisase a don Félix del riesgo que tenía si le prendiesen, porque su madre era quien más le perseguía; y recelándose de alguna violencia se llegó a Diana, y diciéndola que por quererla tanto era forzoso estar algunos días sin verla, se despidió de sus ojos y de sus brazos. Confusa quedó Diana escuchando novedad tan grande; mas cuando vio que la justicia hacía diligencia para buscarle no podía entender lo que encerraba aquella enigma; y aunque la dijeron la causa no quiso creerla, porque del amor de don Félix le parecía imposible que hubiese mirado otros ojos. Pero cuando advirtió que se ponía el pleito, que don Félix faltaba y que Fulgencia decía que era su marido, porque las obligaciones que la tenía eran de tal peso que no podían pasar sin paga, creyolo de suerte que con sus propias manos quiso poner fin a su vida. —¡Ay ingrato! —decía bañándose en su mismo aljófar—. ¿Este es el amor con que me esperabas? Muy bien has pagado mi voluntad, pues sabe Dios que no te lo he merecido. Pero sin duda es venganza del Cielo; que quien dejó de ser esposa suya por estimarte bien merece cualquier castigo. Nunca pensé, traidor, que en los hombres principales había bajezas; pero engañeme, porque, en fin, son hombres. Y si esto hacen con nosotras, ¿cómo nos infaman murmurando de nuestras costumbres y de nuestra naturaleza? Una cosa solamente me ha de servir de consuelo, y es que ninguno ha de engañarme segunda vez; porque si don Félix cuando está más fino y cuando hace tantos géneros de locuras tiene aquesto encubierto, ¿qué puede esperarse de los demás? Paréceme que si él estuviera aquí me respondiera que no por gozar un hombre de otros brazos deja de amar al dueño principal. Pero dijérale yo que mentía; que quien ama de veras no ha de tener ánimo para mirar otros ojos, aunque sea de burlas, porque la voluntad, cuando es verdadera, no puede pasar por semejantes traiciones. Confieso que he tenido mucha culpa en haberte creído; pero ¿por qué no te había de creer mil veces, viéndote intentar por tu loco amor, no finezas, sino desatinos? ¡Ah traidor don Félix! Si como te di lugar en el alma consintiera en otros deseos, ¡buena quedara mi honestidad, pues ya eras ajeno! ¿Quién duda que en cualquiera parte te alabaras de haber engañado y vencido el recato de dos mujeres principales? Pues engañote tu presunción; que aunque te quiero más que Fulgencia, no por eso me olvido de mi honor, que amar a un hombre y servirle hasta perder la vida es cosa justa, y más si se llama esposo o lo solicita; pero aventurar la honra antes que lo sea, por cumplir sus locos antojos, no hay voluntad que lo mande ni lo aconseje. Así se quejaba la hermosa Diana, pidiendo al Cielo que antes que le viese en poder de Fulgencia, a ella o a él les quitase la vida. Pasáronse muchos días sin tener nuevas de don Félix. El pleito estaba tan bien solicitado que sólo le aguardaban para concluirse. Casandra vivía confusa, y Fulgencia con esperanzas de cobrar el honor perdido; mas a todas sacó de duda una carta que desde Sanlúcar escribió don Félix a su madre, que decía: Pues en V. M. no he tenido madre que me ampare, sino enemigo que me persiga, tenga por cierto que no me verán sus ojos en España: mañana me embarco con intento de llegar a Lima, que aun en el otro mundo no sé si estaré seguro de sus crueldades. La razón que me obliga es solamente huir de quien aborrezco, porque me parece menos peligroso el mar que un casamiento a disgusto. Y si acaso V. M. se hubiere cansado de ser tirana conmigo, dígale a Diana que siempre me debe una misma voluntad; y si vale el ruego de un ausente, la suplico no disponga de la suya, porque aún no he perdido las esperanzas de gozarla. De Sanlúcar, etc. Mucho dio que dudar y que sentir esta carta, y más a Fulgencia, que, viéndose sin gusto y sin honra, murmurada de sus deudos y martirizada de sus padres (que a todas horas la acusaban de fácil y liviana), se resolvió a huir de todos en el sagrado de un convento, donde estuvo el primer año tan contenta y favorecida del Cielo que casi tuvo a ventura su yerro, por haber sido causa de hallar estado tan libre de las desdichas que suelen sobrar en el siglo. Y, en efeto, olvidada de don Félix hizo su profesión, y dio gracias al Cielo de que la había alumbrado el alma cuando estaba más ajena de remedio y de gusto. Bien diferente lo pasaba Diana, porque sin poder borrar de la memoria a don Félix y haber año y medio que no le vía, le lloraba como si se acabase de ausentar. Y lo que más la ofendía era ver a su señora que la perseguía por que eligiese estado, cosa que era imposible viviendo don Félix y estando ya sin el estorbo de Fulgencia. Ofreciósele en este tiempo a Casandra hacer una ausencia de Madrid por quince días, y mirando a Diana con tan poco gusto, no se atrevió a decirla que la acompañase, por saber lo que había de responder; sólo la mandó que en tanto que estaba ausente pensase lo que había de hacer de su vida, porque ya estaba cansada de los importunos ruegos de sus amantes, y si a la vuelta no la hallaba determinada podía hacer cuenta que no la conocía. Fuese con esto, y quedó Diana afligida de ver que era forzoso ser ingrata a lo mucho que debía a su señora. Y estando una tarde llorando su fortuna y la ausencia de don Félix, llegó a ella un hombre diciendo que la traía un recado de cierta amiga suya, y asegurándose primero de que era Diana, la dijo que en un lugar de las Indias estuvo con un caballero, el cual sabiendo que venía a España, le había rogado la diese en secreto aquel pliego. Turbada entonces Diana, leyó el sobrescrito, y conociendo que la letra era de su ausente dueño, le respondió antes de abrirle: —Bien pienso que me habréis visto en los ojos el alma, y así, me puedo escusar de encarecer el gusto que he recebido; mas porque no quisiera que la gente de mi casa sospechara algo no me detengo con vos, y porque el deseo de saber lo que me escribe don Félix no me consiente más cortesía. —Harto tengo que deciros acerca de su ausencia —replicó el criado—, y así, mirad en qué ocasión puedo hablaros con menos testigos. —De día será imposible —dijo Diana—, porque tengo muchos fiscales que no llevan bien cualquiera cosa de don Félix en tocando a esta voluntad; pero si no os cansáis de hacerme merced venid esta noche, y por esta reja baja podremos hablar más seguros y os pagaré el porte de la carta.Despidiéronse con este concierto, y Diana, loca con la nueva alegría, se retiró a su cuarto; y más lo estuvo cuando leyó la carta, porque toda venía llena de humildades y lástimas,encareciendo la triste vida que pasaba sin su hermosura; pero que tenía confianza de que antes de muchos días había de verse en sus brazos, y que el mensajero la daría cuenta de su determinación. En tanto que Diana solenizaba su dicha se llegó la noche y la hora en que había de saber los varios sucesos de don Félix. Bajó a la reja y vio junto a ella un hombre solo, que en sintiendo ruido y conociendo que era Diana, la dijo que por lo menos no podía acusarle de perezoso, porque había más de dos horas que la esperaba. —Yo os prometo —respondió ella— que tampoco ha sido descuido mío, sino advertencia de aguardar a que toda la gente de mi casa se recoja, para poder hablar con menos miedo. —Sin él no estaré yo —replicó algo turbado el hombre—, porque los galanes que conquistan estas paredes son tantos que, si os confieso verdad, más temor he tenido en el poco tiempo que he paseado esta calle que en algunos años que me ha visto Milán a los ojos de los enemigos. Y así, os quisiera suplicar, si vuestro amor lo consiente, se dilate para otro día esta conversación, pues estoy, como digo, con algún recelo, por estar solo y no con bastantes armas para defenderme. —No sé yo —respondió Diana— la ocasión que pueden haber dado mis ojos a nadie para que mire atrevidamente estas rejas; porque os puedo asegurar que después que se ausentó don Félix aún no he tenido ánimo de preguntar a un espejo por mi hermosura; que en faltándole a una mujer el gusto, ni se acuerda de la cara ni otros accidentes. Las pesadumbres, los celos y las ansias con que me dejó fueron de manera que, si no es hoy, no puedo decir que he tenido un hora de gusto. Esto os he dicho por que si alguno se desvanece no imaginéis que soy parte en su locura, porque las mujeres principales, cuando se empeñan en amar a un hombre no es para divertirse a otros desvelos. Pero, volviendo a vuestro temor, digo que ni quiero que vos estéis con ese disgusto ni yo he de poder pasar esta noche sin hablar en don Félix. Y así, me parece que en viendo que no pasa gente llegaréis a esa primera puerta, abriendo con esta llave, y yo os estaré aguardando para que con más seguridad podáis, hasta que llegue el día, hacerme el favor que decís. Hízolo así, y recibiole Diana con grandes muestras de alegría; y apenas estuvo dentro cuando vio que el hombre que traía consigo era don Félix, el cual abrazándose della, estuvo un gran rato sin poder hablar. Volvió a mirarle Diana, y quedó tan suspensa que casi le abrazaba con miedo, pensando que era alguna ilusión de su fantasía (que suele con las especies que conserva de las cosas vistas proponer a los ojos una forma semejante a lo que desea); y don Félix, por no tenerla turbada, dijo: —Después que supe, Diana, la resolución de Fulgencia por aquella pasada travesura, no quise esperar los rigores de la justicia, y más sabiendo lo mucho que favorecen las leyes el honor de cualquiera mujer. Y estando en la casa de un amigo con ánimo de ausentarme, le pareció a él y a mí que era mejor medio quedarme en Madrid hasta ver el fin que tenían estas cosas, determinándome primero a no salir de una sala en todo este tiempo. Y para que, desconfiada de ser mía, dispusiese Fulgencia de su voluntad, escribí aquella carta fingiendo que estaba en Sanlúcar. Supe después que Fulgencia era religiosa y que había profesado, con que, seguro de mis temores, me prometí la cierta posesión de tu divina hermosura, y cuando estaba ya dispuesto para venir públicamente a mi casa me dijeron que se ausentaba mi madre por algunos días, y por que no pudiese impedir, como otras veces, nuestros amores, aguardé a que se fuese. Luego te envié la carta que ayer recebiste, y después ha sucedido lo que has visto. Esta es, hermosa Diana, la breve relación de mi historia, que no puedo llamar ausencia, pues siempre he tenido el mismo lugar en tu memoria. Yo te adoro por tu virtud y firmeza, y estoy dispuesto a cumplir la palabra que con tanta razón te debo, pues por lo menos ahora ni Casandra lo puede estorbar ni hay otra Fulgencia que lo impida. Por bien empleados dio la hermosa Diana cuantos trabajos había padecido, viendo que paraban en tanto gusto, y dijo a don Félix que ya estaba satisfecha de su voluntad, y que, así, procurase, antes que viniese su señora, trazarlo de modo que no pudiera deshacerlo su diligencia; pero advirtiese que primero había de ser su esposo, para no aventurarse con peligro de su honestidad, porque en siendo de otra suerte la había de perdonar. Y como don Félix la amaba para propia, estimó por favor aquella honesta resistencia, y la rogó que le esperase y vería con cuánta facilidad la aseguraba. Fue luego en casa de su amigo, y con él y un criado y el cura de la misma parroquia volvió donde estaba Diana, y en desposándolos se despidieron, quedando Diana tan contenta de lo que había sucedido como vergonzosa de lo que le esperaba; que aun en las cosas que se desean tiene su lugar el recato.Vino la descuidada Casandra, y hallando tan impensadamente a don Félix, que ya se llamaba esposo de Diana, y coligiendo lo que podría haber pasado entre dos que se amaban y no tenían quien los estorbase, se quedó difunta. Y por no hacerse sospechosa con sus hijos acreditó la prudente elección de entrambos; pero cuando se vía sola, considerando que ella tenía la culpa de aquel suceso se deshacía en un perpetuo llanto, y se volvía loca viendo que con la licencia de recién casados estaban juntos a todas horas. Dos años vivió Casandra con eternas lágrimas y profunda tristeza, hasta que la muerte la atajó este sentimiento; porque una enfermedad, aunque de poca consideración, bastó a quitarle la vida; que no ha menester mucha causa quien vive muriendo. Lloró don Félix la muerte de su madre, y más lo que por su ocasión le quedó que padecer, pues fue la mayor desgracia que le pudo suceder a un hombre que tenía tanto amor, tanto gusto y tantas obligaciones; porque cuando ya Casandra estaba peleando con la muerte, o mal aconsejada de la persona con quien comunicó este caso o pensando que acertaba, le llamó y dio un papel, diciendo: —Hijo: si acaso este nombre basta a enternecerte, te ruego que hasta que yo haya pasado desta triste vida y tenga mi cuerpo aquel breve sepulcro que ha de aposentar a tantos, no le leas, y después le mires con atención y adviertas que solamente lo que en él te digo me ha puesto en el estado que ves. Y echándole mil veces su bendición, se volvió a un crucifijo, y haciendo los ojos y el corazón lo que ya no podía la lengua, se despidió el alma de los humanos lazos, con admiración y lástima de los presentes. Hízolo así don Félix, y después de haber cumplido con las exequias y honras últimas se recogió a su aposento, y abriendo el papel vio que con mal formadas letras decía: Don Félix: yo te doy licencia que cuando leyeres estos renglones me tengas por la mujer más desdichada y más infame que ha nacido en el mundo. Y por que creas mejor esta verdad (que no estoy en tiempo para no decirla), has de saber que yo nací con tan mala inclinación que cuanto miraba me parecía bien, y, en efeto, fui tan loca, liviana y descompuesta, que vencida de un lascivo pensamiento puse los ojos en tu persona, y sabiendo que, como mozo, mirabas bien entonces a una criada mía que llamaban Lisena, tracé con ella que yo te aguardase en su lugar para que me gozases con aquel engaño. Pero fue tan desgraciadamente que luego me sentí preñada, cosa que me obligó a enviarte fuera de España y que yo me ausentase de Madrid en tanto que salía a luz Diana, que es la que tienes en posesión de tu esposa, siendo tu hija por haberla engendrado, y tu hermana por ser hija mía. Y esta fue la causa por que en tantas ocasiones estorbé tu amor; pero, en fin, pudo más mi desdicha que mi deseo. Esto te he dicho por que des orden de buscar el remedio que más importe a la seguridad de tu alma y no quieras vivir como bárbaro, ofendiendo al Cielo y a la Naturaleza.Puso fin al papel don Félix con mil suspiros, y llevándole al fuego (por que solamente su pecho entendiese aquella desdicha) se arrojó en la cama, haciendo tales estremos que todos le tenían justa lástima, y pensando que era dolor de la muerte de su madre le consolaban; pero como suele un hombre sin juicio ni saber lo que hace ni atender a lo que le dicen, así don Félix ni oía ni hablaba, ni aun sabía lo que le había sucedido. Llegábase a él la afligida Diana, y dejando caer cantidad de aljófar sobre las mejillas (que por estar faltas del rosado color parecían perlas en azucena, o en rosa blanca) le rogaba que, pues sabía que no podía ella de tener más vida que lo que durase la suya, no se la quitase tan rigurosamente. Volvía a mirarla el afligido caballero, porque la voz le lastimaba el alma y su dueño tenía gran imperio en su voluntad; mas presumiendo que podía enojarse el Cielo si la miraba con ojos de esposo y con caricias de enamorado huía della como si no la amara, y se iba al campo a dar voces y quejas contra la crueldad de su madre, pues pudiera callar su deshonra y dejarle vivir con aquel engaño; que mientras le ignoraba no tenía obligación de prevenirle ni remediarle. Andaba todo el día como embelesado, ofendido de tristes imaginaciones sin hallar camino por donde pudiese vivir con sosiego, porque contarle la causa a su esposa era escandalizarla, y no caso para fiarle del secreto de una mujer. Vivir con ella y gozarla como solía era ocasionar al Cielo, que aunque lo consentía lo miraba. Ausentarse de sus ojos no era posible, porque la adoraba. Deshacer el sacramento tampoco era justo, porque el Cielo les había dado hijos. Pues estar en su compañía sin corresponder a gustos de amante y a deudas de marido era hacerse sospechoso en su amor con ella, y aun dar ocasión a su deshonra; que más de una mujer por ver descuidado a su esposo ha intentado algún desatino. En fin, el triste don Félix en todo hallaba inconvenientes y dificultades, viviendo con la mayor confusión que ha padecido hombre en el mundo; y lo que más le afligía era mirar a Diana tan llorosa y muerta que le atravesaba el corazón cada vez que la vía. Y así, se resolvió a fiar esta dificultad de un religioso de la Compañía de Jesús (y de los más graves y doctos que había en ella, que todos lo son), el cual le consoló y prometió solicitar su quietud con todas veras. Y luego lo comunicó con algunos de su casa y con muchos de los catedráticos de la insigne Universidad de Salamanca y Alcalá, y de todos salió determinado que viviese con su esposa como antes, pues él ni ella habían tenido culpa en el delito. Habló con esto a don Félix, y cuando él vio firmado de tantos ingenios que podía seguramente gozar de la hermosa Diana se echó a sus pies, agradeciéndole con lágrimas el favor que le había hecho, pues le sacaba de tan gran confusión. Volvió don Félix a su casa tan diferente que Diana atribuyó a piedad del Cielo la nueva mudanza, y así, vivieron contentos y conformes, amándose por muchas causas, pues no era la menor tener tan una la sangre que sus hijos vinieron a ser hermanos y primos: hermanos por ser hijos de Diana y don Félix, y primos por ser hijos de dos hermanos.