-
Notifications
You must be signed in to change notification settings - Fork 0
/
Copy pathSUAREZ-FIGUEROA__Pasajero.txt
1758 lines (1758 loc) · 846 KB
/
SUAREZ-FIGUEROA__Pasajero.txt
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
62
63
64
65
66
67
68
69
70
71
72
73
74
75
76
77
78
79
80
81
82
83
84
85
86
87
88
89
90
91
92
93
94
95
96
97
98
99
100
101
102
103
104
105
106
107
108
109
110
111
112
113
114
115
116
117
118
119
120
121
122
123
124
125
126
127
128
129
130
131
132
133
134
135
136
137
138
139
140
141
142
143
144
145
146
147
148
149
150
151
152
153
154
155
156
157
158
159
160
161
162
163
164
165
166
167
168
169
170
171
172
173
174
175
176
177
178
179
180
181
182
183
184
185
186
187
188
189
190
191
192
193
194
195
196
197
198
199
200
201
202
203
204
205
206
207
208
209
210
211
212
213
214
215
216
217
218
219
220
221
222
223
224
225
226
227
228
229
230
231
232
233
234
235
236
237
238
239
240
241
242
243
244
245
246
247
248
249
250
251
252
253
254
255
256
257
258
259
260
261
262
263
264
265
266
267
268
269
270
271
272
273
274
275
276
277
278
279
280
281
282
283
284
285
286
287
288
289
290
291
292
293
294
295
296
297
298
299
300
301
302
303
304
305
306
307
308
309
310
311
312
313
314
315
316
317
318
319
320
321
322
323
324
325
326
327
328
329
330
331
332
333
334
335
336
337
338
339
340
341
342
343
344
345
346
347
348
349
350
351
352
353
354
355
356
357
358
359
360
361
362
363
364
365
366
367
368
369
370
371
372
373
374
375
376
377
378
379
380
381
382
383
384
385
386
387
388
389
390
391
392
393
394
395
396
397
398
399
400
401
402
403
404
405
406
407
408
409
410
411
412
413
414
415
416
417
418
419
420
421
422
423
424
425
426
427
428
429
430
431
432
433
434
435
436
437
438
439
440
441
442
443
444
445
446
447
448
449
450
451
452
453
454
455
456
457
458
459
460
461
462
463
464
465
466
467
468
469
470
471
472
473
474
475
476
477
478
479
480
481
482
483
484
485
486
487
488
489
490
491
492
493
494
495
496
497
498
499
500
501
502
503
504
505
506
507
508
509
510
511
512
513
514
515
516
517
518
519
520
521
522
523
524
525
526
527
528
529
530
531
532
533
534
535
536
537
538
539
540
541
542
543
544
545
546
547
548
549
550
551
552
553
554
555
556
557
558
559
560
561
562
563
564
565
566
567
568
569
570
571
572
573
574
575
576
577
578
579
580
581
582
583
584
585
586
587
588
589
590
591
592
593
594
595
596
597
598
599
600
601
602
603
604
605
606
607
608
609
610
611
612
613
614
615
616
617
618
619
620
621
622
623
624
625
626
627
628
629
630
631
632
633
634
635
636
637
638
639
640
641
642
643
644
645
646
647
648
649
650
651
652
653
654
655
656
657
658
659
660
661
662
663
664
665
666
667
668
669
670
671
672
673
674
675
676
677
678
679
680
681
682
683
684
685
686
687
688
689
690
691
692
693
694
695
696
697
698
699
700
701
702
703
704
705
706
707
708
709
710
711
712
713
714
715
716
717
718
719
720
721
722
723
724
725
726
727
728
729
730
731
732
733
734
735
736
737
738
739
740
741
742
743
744
745
746
747
748
749
750
751
752
753
754
755
756
757
758
759
760
761
762
763
764
765
766
767
768
769
770
771
772
773
774
775
776
777
778
779
780
781
782
783
784
785
786
787
788
789
790
791
792
793
794
795
796
797
798
799
800
801
802
803
804
805
806
807
808
809
810
811
812
813
814
815
816
817
818
819
820
821
822
823
824
825
826
827
828
829
830
831
832
833
834
835
836
837
838
839
840
841
842
843
844
845
846
847
848
849
850
851
852
853
854
855
856
857
858
859
860
861
862
863
864
865
866
867
868
869
870
871
872
873
874
875
876
877
878
879
880
881
882
883
884
885
886
887
888
889
890
891
892
893
894
895
896
897
898
899
900
901
902
903
904
905
906
907
908
909
910
911
912
913
914
915
916
917
918
919
920
921
922
923
924
925
926
927
928
929
930
931
932
933
934
935
936
937
938
939
940
941
942
943
944
945
946
947
948
949
950
951
952
953
954
955
956
957
958
959
960
961
962
963
964
965
966
967
968
969
970
971
972
973
974
975
976
977
978
979
980
981
982
983
984
985
986
987
988
989
990
991
992
993
994
995
996
997
998
999
1000
Introdución al Pasajero
Doctor, Maestro, don Luis, Isidro.
CON aviso cierto de galeras, partieron de Madrid a Barcelona, para embarcarse a Italia, cuatro entre quien el camino, sin conocerse, trabó amistad y correspondencia.
Era el uno Maestro en Artes y profesor de Teología. Llevábanle a Roma satisfación de letras y deseos de valer, formando en sí un tribunal para conseguir sin dilación el premio de su virtud. Dedicábase otro a la milicia; y aunque por su poca edad poco soldado, iba al reino de Nápoles con mediano sueldo, efeto más de favores que servicios. El tercero, dado al arte orificia, pasaba a Milán, donde cierto pariente de pluma, por su muerte, le había dejado hacienda. Desterrábase el último de su patria sin ocasión, si ya no lo era bastante haber nacido en ella con alguna calidad y penuria de bienes. Seguía por facultad la de ambas Prudencias, con título de Doctor, aunque más docto en esperiencia y comunicación de naciones.
Los cuatro, pues, habiendo comenzado el viaje en tiempo cuando más aflige el sol, determinaron cambiar los oficios de día y noche, dando a uno el reposo y a otra la fatiga del camino, por poder sufrir mejor con la templanza désta el excesivo calor de aquél. Mas, como regalos de posadas antes obligan a inquietud que a sosiego, por su escasa limpieza y curiosidad, pasados algunos ratos de reposo, dedicados por fuerza al quebrantamiento, trataron aliviar el cansancio de la ociosidad con diferentes pláticas. Y como de ordinario acontece apenas soltarse de la lengua aquello a que más incita la inclinación, pareció conveniente siguiese cualquiera la suya en las venideras conversaciones, ya fuese discurriendo, ya preguntando.
Descubriéronse al salir de la Corte en los nuevos amigos diversos afectos, según los engendraba la natural condición, o cuidado. Dábansele al Teólogo queridas prendas de sangre: dos sobrinos con una hermana moza, necesitada y virtuosa. Ahogábanle las ansias derivadas de la presente ausencia, con la consideración de varios inconvenientes cuando llegase a faltar la corta provisión que dejaba. El soldado, mancebo al uso, según su prespectiva, era combatido de pensamientos amorosos. Quería bien, y era, a su parecer, correspondido; siendo siempre insufrible la división de dos a quien unió simpatía de voluntades. No padecía menor sentimiento el orífice, por robarse a las tiernas caricias de mujer honesta, en lo más reciente de sus bodas, y a las visitas de agradables parientes y vecinos.
Sólo el letrado, al despedirse los demás con lágrimas de la Corte, la miraba con ceño y ojos enjutos, casi como indignado contra la que de contino es pródiga en favorecer a estranjeros y avarísima en beneficiar a sus naturales. Al fin, distantes cinco leguas de la que ocasionaba su dolor, algo quietos ya los corazones de los tres, comenzaron a reconocer la austeridad del compañero, solicitando al deseo la admiración para entender la causa de aquella singularidad.
Alivio I
No es maravilla se os haga estraño verme tan libre de la pena que suele ser tan común a los que desamparan la patria, cuyo nombre y amor es dulcísimo. Mas, si se considera bien, conviene desasirse desde los años primeros del lazo que tiende cautamente a su aficionado el lugar donde se nace, pues al valeroso puede servir toda parte de patria y habitación. Y será este despego tanto más lícito cuanto se viere proceder la natural de cada uno con pasión y ceguera en el conocimiento y remuneración de ajenos méritos. No es ésta la primera vez que salgo destos confines: ya tengo noticia de los de Italia; y así cual vos me rendí a terneza y sollozos cuando dejé con menos edad la casa de mis padres. Ahora juzgo madrastra la que me dio el ser. Por manera que habiendo hallado entre estraños aceptación no pequeña, fundada en buenas obras, no es de admirar vuelva agradecido a pasar el resto de la vida entre los que generosamente la alimentaron mucho tiempo, colocándome en los mejores puestos de sus ciudades. En esta conformidad espero también que, sufrida por vosotros esta recia batería de congojas por la primer salida de España, volveréis a ella casi como nuevos hombres, ricos, sobre todo, de madura prudencia en vuestras operaciones, por ser el peregrinar provechoso instrumento al uso de las cosas.
Digna es del entendimiento que descubrís semejante consideración. Si se ponen los ojos en las divinas y humanas letras, enseñan todas quedarse niño, por mucho que viva, quien viendo o leyendo no se adelanta. Mejóranse no poco los años con la participación de varias gentes, de sus costumbres, de sus trajes, sacándose singular fruto hasta de sus defetos. Por otra parte, quien estrechare sus deseos y pusiere por límite de su peregrinación el horizonte de su tierra, se podrá llamar con razón dichoso. Porque si bien la vida, repartida como se debe, fue de algunos juzgada menos corta, es lástima consumirla en perpetuo destierro del propio lugar, grandemente atractivo por el nacimiento, donde el cuerpo cobró fuerzas para pisar su suelo, de cuyo aire se formó la primera respiración, donde se alimentó la infancia, donde se pasó la puericia y la juventud recibió ejercicio y educación. Sobre todo, donde se mostraron familiares a la vista cielos, ríos, campos, amigos, parientes, y otros géneros de gozos que en vano buscamos en otras partes. Cuanto a la que vos llamáis ingratitud en la patria, o sea escaso conocimiento para premiar, creed no puede tener la misma contentos a todos. Es el poder humano de cortas fuerzas; y así, no es maravilla se hallen muchos quejosos y mal satisfechos, o por disfavor, por repulsa, o por ver adelantados en premio a los indignos dél en su opinión. Si lo consideráis como se debe, en la distribución de cargos mayores y menores sólo le queda al superior el trabajo de haberlos repartido y el escrúpulo de si la elección saldrá acertada. Ni es de creer corra el gobierno acaso, falto de acuerdo y consulta; antes está puesto en razón lo contrario, bien así como naturalmente la traza precede a la disposición. Cuanto más que si queréis dar lugar a la pasión que ahora os sujeta, imagino me confesaréis habréis por ventura andado flojo en procurar acrecentamiento. Muchos se quedan atrás y renuncian cualesquier mejoras por no engolfarse en las descortesías, en las dificultades de audiencias, en las asperezas de ministros y en los profundos piélagos de pretensiones.
Habeisme parecido lince sutil de mi pensamiento, pues de tal manera penetrastes mi inclinación como si fuera vuestra. No puedo negar serme todo lo posible odioso el nombre de pretensor, por carecer de dos incentivos, importantes mucho para conseguir grandes intentos; esto es: codicia y ambición. Prométoos que, excepto lo necesario para el sustento y honesto vestido, hago la estimación de lo más precioso que de lo más vil. Siempre juzgué inútil sobra todo lo que no se emplea en lo forzoso. De aquí procedió mi negligencia en no haber dado sobre alguna pretensión ni un papel alegando servicios y estudios. De suerte, que debe hacer vana mi queja el no ser quizá conocido de quien pudiera darme la mano, ya que sobre menores fundamentos vemos suele levantar la fortuna grandiosos edificios; aunque cuando quiere favorecer de veras, obra más veloz que rayo. Propone, dispone, concluye, facilita medios, allana dificultades, carea simpatías, introduce aciertos y, sin desvelos, sin molestias, reduce en breve a perfeción la humana felicidad. Mas temiendo en mis cosas opuesta observación, destituido de medios, llena la imaginación de imposibles, se fue debilitando la esperanza, y tanto, que feneció del todo, hasta que la larga paciencia, ofendida tantas veces de los males que padecía, se convirtió en furor: dél se derivó esta partida, que, si va a decir verdad, hago violentado, siendo España la más noble provincia de Europa. Por eso, aunque el enojo incitó la lengua a su menosprecio, no se puede negar en abono de la patria ser los que peregrinan por las ajenas como los opresos de calentura, que mientras dura el acidente, proceden con inquietud, variando lugares en el lecho con la esperanza de alivio. Así, los que discurren de tierra en tierra en vano se mudan, por llevar enfermo el ánimo y antojadiza la voluntad, imitando al imán, que jamás pierde de vista el norte, de quien es atraída. Son ajenos países para nosotros como pinturas, cuya variedad, si bien nos detiene, es por breve tiempo. Con todo, conviene al poco feliz abrir paso a la Ventura y salirle al encuentro, inquiriendo la senda por donde puede venir, puesto que no hay cosa tan contraria de toda buena dicha como la remisión y pereza.
Nuestra vida es toda peregrinación, y lo confirman todas las cosas del mundo, cuyo ser por instantes vuela. Por una hermana y dos sobrinos, no por mí, me expongo a peligros varios; pues en razón de mis estudios no lo pasara mal en religión. Quisiera en mi negocio dilación corta, y algo con que suplir las necesidades en que pone la naturaleza. No me detendrán en Roma grandes esperanzas; que con poco quedaré satisfecho, pues basta poco al varón templado. Con la felicidad del alto Júpiter (dice Séneca) puede igualarse la del que vive con sólo pan y agua; que, en fin, un gran reino es sólo una grande servitud, una sujeción penosa. Mejor y más presto se cultiva un limitado jardín que un extendido campo. Mas, dejado esto, no poco me divertió lo que fui viendo por el camino. Ya parte del sentimiento se me va convirtiendo en gusto. Poco a poco voy mudando opinión; que tal vez causa hastío lo comúnmente gozado. Sin duda es de corazón humilde y plebeyo asistir de contino en su casa y estar en todo tiempo como clavado en su propia tierra. Generoso y casi divino el que, imitando a los orbes, se goza como ellos en su movimiento. Del sabio se dice peregrina con utilidad en cualquier parte donde reside; esto es, investigando, observando y deprendiendo. En fin, la dificultad consiste en emprender; que, emprendido, todo es fácil.
Con la atención que es justo voy recogiendo vuestras palabras; mas ¿hasta cuándo ha de durar tanta filosofía sobre cosa que es más clara que el sol? Dad lugar a que todos hablemos; que hay hombre aquí casi a punto de espirar por estar callando. O cuando no, agrádeos discurrir sobre cosas de que saquemos utilidad en lo por venir. Pues toca al que fuere más prático dar noticia al más nuevo de lo visto, refiéranos qué provincias son a las que vamos, de qué costumbres sus moradores, a qué vicios o virtudes se inclinan, qué forma se debe guardar en su comunicación y por qué camino se podrá hacer natural la patria estranjera. Sábese ser el uso, casi en todo, el maestro más cierto y mejor; ni hay cosa tan digna y loable como beneficiar a otros con ser instrumento de sus bienes y luz de sus yerros. Igualo este fruto al de los escritos, en cuya virtud muchas cosas pasadas, que por ningún modo podrían haber llegado a nuestra noticia, mirándolas como en espejo juntas, y recogiendo dellas lo que nos conviene, amaestrados con ejemplos, osamos con más seguridad (como pilotos práticos) entrar en los no antes sulcados piélagos o caminadas sendas de la vida.
Paréceme será ese peso mío, por tener ya noticia de aquellas partes y ver los demás conformes con vuestra voluntad. Puesto que vamos los cuatro a cuatro distritos de Italia, Milán, Roma, Nápoles y Sicilia, será forzoso descrebirla en general, procediendo después de más a menos. Esta provincia, ya de otros con elegantes pinceles y tiempo delineada y colorida, viene a ser la más conocida y praticada del mundo, por las ocasiones que hubo y hay, así de imperio como de religión. Hállase ceñida de altísimos montes, que llaman Alpes, y de ambos lados, de dos mares, Adriático y Tirreno. Su latitud será de cuatrocientas millas; mas se va poco a poco estrechando, de forma, que en alguna parte sólo dista un estremo de otro veinte y dos. Es su longitud mil y diez. Discurre de tramontana hacia mediodía, y por ser tan larga, participa de todos los bienes esparcidos en las provincias setentrionales y meridionales de Europa. Respeto de ser atravesada su longitud del Apenino, goza en toda parte frutos de monte y llano. Su sitio es fuerte, en cuanto ceñida parte de los Alpes, parte del mar. No tiene muchos puertos; mas por ser larga y estrecha, no puede para su defensión recoger fácilmente sus fuerzas. Hácela carecer la misma estrecheza de ríos de importancia, fuera que en Lombardía, donde se ensancha mucho, y el mismo Apenino, que la divide, estorba grandemente la comunicación de una parte con otra. Conócese la templanza de su aire de que en ambas sus estremidades produce vinos delicados, olivas, cidras, naranjas y semejantes, por el reparo de los montes que la ciñen y por la copia de los ríos y lagos que la bañan. La parte situada entre el Apenino y los Alpes abunda de vino, mieses, pastos, y, por consiguiente, de ganados, manteca y queso. Cuanto a los pueblos, los que habitan entre los Alpes y Apenino son más templados de ingenio y costumbres. Los que miran a medio día, más sutiles y vehementes, demostrándolo también el color, que en aquéllos es blanco y sanguino; en éstos, cuanto se alejan más de los Alpes, tanto más adusto y trigueño. Son sus ciudades universalmente vistosas y bellas hasta Nápoles; mas en el reino faltan mucho de arquitectura, comodidad, y policía, teniendo asiento las mejores en la marina de Apulia. Hállase sujeta la Italia a diversos príncipes y repúblicas. Ceden todos en autoridad al Pontífice Romano; en potencia, al Rey Católico. Entre las repúblicas, obtiene sin duda el primer lugar Venecia; el segundo, Génova.
Embarcados, pues, con el favor divino en Barcelona, pasado el golfo que llaman de León, que se suele tomar desde Colibre, (tránsito de veinte y cuatro horas, mas de cuidado por su peligro), costeada la playa francesa, si ya no se toma puerto en Marsella, en Ciudad, Tolón, Frejus o Villafranca, se comienza a sulcar el mar Ligurio, discurriendo por su deleitosa ribera. En ella tienen asiento Mónaco, plaza fuerte; Ventimilla, buena ciudad; Arbenga, con fertilísima llanura, mas de aire no muy sano; el Final, marquesado ilustre; Noli, con puerto, si bien no tal como el antiguo de Saona, impedido por Genoveses, por celos de sus tráfagos. Síguese Génova, cabeza de Liguria. A ésta, por la oportunidad del sitio, llamaron puerta de Italia. Viose otros tiempos poderosa en cosas marítimas. Así, no sólo derribó los bríos pisanos en la jornada de Malora, sino que también afligió los de Venecia en la empresa de Chioza. Después, las discordias de sus ciudadanos diminuyeron sus fuerzas y reputación, sometiéndose, ya a los reyes de Francia, ya a los duques de Milán, hasta que el valor de Andrea de Oria los libró de las manos francesas. Las Indias déstos son nuestra España, de quien sacan tantos tesoros, que, en particular, no hay en Italia ciudad más rica; recibiendo muchos en pagamento estados de importancia. Tiene la ciudad de ámbito cinco millas; mas por espacio de trece se dilatan por su ribera tantas y tan espesas villas, tantos y tan suntuosos palacios, que casi ponen límite a la imaginación, cuanto a grandiosidad y magnificencia. Fuérzales la estrecheza del sitio a levantar los edificios no poco, y siéndoles pedido ensancharse en tierra, ocupan del aire cuanto pueden. Los días que esperando embarcación me detuve en ella, juzgué grandemente acertada la política de sus ciudadanos. Noté, en particular, carecía de tres cosas, molestísimas en otras partes: gozques, cocheros y mendigos. Los pobres legítimos, por enfermedad o por cualesquier otros defetos inútiles del todo, son alimentados y socorridos; que allí no se excluye la caridad, sino el vicio. La compañía que llaman de San Jorge es notable, rara y por ventura única, por tener juridición y estado independiente de la ciudad. Hallándose el común, por los gastos hechos en la guerra contra Venecianos, deudor de crecida suma a los mercaderes, les dio en pago las rentas de la duana con un palacio vecino. Éstos, para poder juntarse cuando es menester, ordenaron un Consejo de ciento y un Magistrado de ocho, en quien resignaron todo el negocio de la compañía. Por los créditos con que de mano en mano obligaron al común, recibieron, antes en empeño y después con remate, algunos pueblos de sus estados, y poco a poco una buena parte del dominio, manteniéndose libre y estable en tanta instabilidad de la república. Tienen los genoveses sutiles ingenios, ánimos altivos, cuerpos de buena disposición y no mala presencia. Fabrican generosamente. Es moderado el plato de su casa; el de fuera, de ostentación. Los tiempos limitaron sus demasías, y deshicieron la pompa de criados, caballos y banquetes; puesto que profesa ya el de mayores negocios ser en recolección y parsimonia un anacoreta. Para los forasteros no abunda la ciudad de regalos, a fin de remitir a su necesidad lo desechado de los bastimentos; así, el detenerse allí suele ser molesto a muchos. Paréceme veo ya enfadados a estos dos señores, por serles forzoso arrimar las armas, fuera de haberse de registrar en llegando.
¿Las armas? Eso no: antes dejaré la vida que la espada, fiel compañera de mi persona y digna defensora de mi honor; y, si es posible, sólo por eso no llegaré a los confines de Génova. Gentil agravio, por cierto, desarmar a quien profesa milicia. No sé en qué fundan los ciudadanos tan odiosa costumbre, cuando ellos en todas partes, y particularmente en España, gozan las mismas esenciones que los naturales.
Fúndanla en la paz que profesan y desean conservar largo tiempo. Allí todos andan desarmados, todos acuden a sus cambios, a sus intereses, para cuyas inteligencias y debates son superfluas cualesquier armas. El verdadero estoque es un ciento por ciento, con que penetran las almas, desmenuzan las haciendas y consumen las vidas. La gente plebeya desta ciudad es grandemente vidriosa; y como los españoles en tierras estrañas son tan mal acariciados (efetos, sin duda, de invidia o temor, que uno y otro produce la monarquía), por ligerísima ocasión arman grescas peligrosas. Conviene valerse allí del sufrimiento, midiéndose en las palabras, transformándose en sus efetos, aplaudiendo sus inclinaciones. La novedad del traje suele también provocar a menosprecio. Será, pues, acertado evitar cualquier singularidad, ajustándose con el común. Fuerte medio para oprimir rebeldías y odios es la cortesía. Exceden en esta parte los nuestros, a quien hace aborrecibles poco agrado, antes hinchazón y soberbia. Las contiendas y alteraciones sobre las ventajas de reinos ocasionan diversos desastres; así, se deben escusar.
Sólo este punto me podía obligar a romper el largo silencio. ¡Cuántas industrias son menester para valerse con estranjeros! ¡Oh España generosa, qué entrañas tan de madre tienes para todos, qué corazón tan magnánimo! No son menos altivas las naciones en tu distrito que en los propios suyos. ¡Cuántas amistades reciben, cuántas medras, cuántos aumentos sacan de tu caudal! Si no fuera tan urgente la causa que me destierra de mi habitación, fuera imposible desampararte, ni por breve espacio. Aunque rudo en artificios y poco experto en astucias, puedo afirmar que, si con atención se aplican los ojos al blanco en que ponen la mira los forasteros, será tan fácil rastrear sus disinios como si los trujeran escritos en la frente. Sabrán, señores, que mi ocupación es de orífice y lapidario, platero por otro nombre; que confunde por instantes estos términos el hablar común. Vino a mi tienda un día cierto marqués; aficionose a una joya de diamantes cuyo precio era de cuatrocientos ducados. Pidiome la llevase a su casa; hícelo así; concertola, y mientras esperaba el dinero, comenzó a cumplir con falta dél y sobra de buenas razones. Admirome verle conmigo tan largo de honras, tan pródigo de mercedes; que, cuando importa a su gusto, sabe hacer esto por estremo el que dellos profesa mayor deidad. Últimamente, ofreció libranza para que dentro de un mes pagase sin falta la cantidad cierto genovés entretenido en la mayordomía de su estado. Resistí. Multiplicó ruegos y, en fin, fue forzoso condecender con su voluntad. Para esto convino informarme del tal mayordomo, y supe recebía, sólo por la ocupación de cobrarle sus rentas y desollarle sus vasallos, cuatro mil escudos, habiendo hecho, como ellos dicen, un asiento por cinco años. En esta conformidad, le daba para su plato tanto cada día, tanto para los gastos de su cámara, tanto para los alfileres de la Marquesa. Mas no por esto se hallaba remediado el desorden antiguo de su familia. En el plato entraban las raciones; éstas usurpaba el dueño, librándolas por momentos para juegos, para extraordinarios, para cosas superfluas. Por manera que los pobres criados pasaban abstinente la vida lo más del año, y el mismo señor padecía doblada penuria que antes del asiento.
Descuidado económico. No tanteaba con diligencia la renta que Dios le dio, ni la igualaba con el gasto de su casa y persona. Sería el gasto mayor que el recibo, y así, le contrastaría siempre el grave infortunio del no tener. ¡Oh, cuánto vale el buen orden y la justa medida!
Como quiera que no me pertenecen ajenas reformaciones, prosigo lo comenzado. Diome, pues, una libranza en forma para mi querido genovés, cuyos cuatro mil eran segurísimos y libres de todo peligro, por embolsarse con anterioridad de lo mejor y más bien granado. Presentela. Señalaba por término treinta días. Mirome con algún desabrimiento, y con lenguaje adulterado comenzó a significar como el Marqués se había usurpado el título de adelantado por cuatro meses. “En éstos (dijo) fre caro, non puedo dar a vuestra mercé un cuatrino.” Repliqué; no aprovechó. Volví al Marqués; negome la entrada seis días. Esperele al salir, proponiendo mi queja. Escusose, y despidiome con palabras menos corteses que las pasadas, por estar ya ejecutoriado el pleito de la joya, sobre que tenía adquirida pacífica posesión. Vime desesperado. Frecuenté sin fruto la posada del genovés. Al fin, trabó conversación conmigo un su familiar conterráneo, de cuya intención, al parecer, me podía prometer consuelo. Dio a entender cuán enfadado se hallaba el del asiento con el titular, por lo mucho que le debía y su continua importunidad, y últimamente, propuso por remedio de mi cuidado perder la tercera parte de la partida, con que cesarían las dificultades, allanándose por este camino a desembolsar el resto. Dejome atónito la proposición desalmada; mas ¿qué no hará quien tiene puesta su bienaventuranza en usurpar el sudor ajeno? Concerteme, pues, quedando firme la tercera, isla de quien ni una guija pude desmoronar. Desde entonces cobré tanto amor a genoveses, que cuando encontraba alguno, cerraba la tienda, receloso aquel día de mil azares. Referí el cuentezuelo para daros a entender que si uno, y en mi patria, era, sin ser Mendoza, para mí un martes, tantos como viven en su ciudad, ¿de qué agüeros, de qué horas aciagas no me serán ocasión? Consuélome con que apenas entraré en sus límites, cuando salga dellos con la velocidad que suele quien, por librarse del fuego, atraviesa las llamas.
¡Ojalá consistiera el daño sólo en vuestro particular! Esto, amigo, es un átomo respeto del profundo océano de negocios en que están engolfados, de que les resultan indecibles aprovechamientos. Sin duda deben ser lícitos, pues se sufren; mas no es buena consecuencia; que tal vez un aprieto obliga a grandes menoscabos. Quizá anteviendo estado tan trabajoso cual éste lo es para un príncipe, escribe el divino Isidoro en el libro tercero de las Sentencias:
Plerumque Rex iustus etiam malorum errores dissimulare novit: non quod iniquitati eorum consentiat; sed quod aptum tempus correctionis expectet, in quo eorum vitia emendare aleat, ve punire.
Esto es: “Las más veces un rey justo disimula los yerros de los malos, no por consentir su iniquidad, sino por esperar tiempo acomodado para su corrección, y en que sus vicios puedan recebir enmienda o castigo”. En tanto, se debe considerar con tiernos ojos sean, por coléricos o no sé por qué, tan inútiles los españoles, que en sus ocurrencias les convenga valerse de advenedizos. Si son cambios, quiebran; si administran, los alcanzan; y casi en todo proceden como perdidos. Esto, si se mira bien, se ajusta con su inclinación, sujeta a impaciencia, a juego, a sensualidad, a crápula y a lo demás de que se forma cualquier desvanecimiento. Requieren los negocios sujetos próvidos, puntuales, verdaderos, solícitos, sagaces, y, sobre todo, templados. Semejantes requisitos concurren las más veces en los estranjeros, cuyo caudal, como es río que se compone de muchos arroyos, debe multiplicarse con fidelidad, con buena cuenta y razón. Los portugueses llevan conocidas ventajas a todos los hombres de negocios que residen en España; y si se cumpliese con ellos, no tiene duda sino que parecerían superfluas las inteligencias de cualesquier estraños, con utilidad, por lo menos, de que todo el dinero se quedaría en nuestra patria.
Dique habéis abierto con nombrar genoveses, cuyas aguas fácilmente nos pudieran anegar. Quisiera patrocinar esta causa, por que no quedaran sin defensa estos rabárbaros, que en las enfermedades del cuerpo de la república, en los acidentes de interés, hacen tan crecida evacuación, y no de humores corrompidos, estas sutiles sanguijuelas de ricos reinos, que con tanta suavidad chupan su mejor sangre; mas no es bien que por ahora se tomen armas contra la verdad, y así, prosigamos, si os parece, lo interrumpido:
La provincia que dista menos del Genovesado es Milán, adonde Isidro ha de enderezar la proa de su viaje. Al salir de Génova, a diestra mano, casi el rostro al setentrión, comienza el camino pedregoso y estrecho, por ser de montaña hasta Sarrabal, principio de Lombardía. Desde allí se pasa a Tortona, que mantiene reputación de ciudad por la amplitud de su juridición, debajo de quien se comprehenden algunas villas, en poco sus inferiores. Tiene castillo, no demasiado fuerte, con ciento y cincuenta plazas de españoles. Síguese Boguera, de fértil territorio. Luego, pasado el Po, río caudaloso, Pavía, copiosa de torres, mas ni poblada ni bella, por tantos cercos y sacos sufridos. Posee contorno amplísimo y ameno sobremanera, causa de haberla escogido por habitación los reyes lombardos. Véense en esta ciudad dos colegios, fundados por dos varones con razón santísimos: Pio Quinto, pontífice máximo, y Carlo Borromeo, cardenal de San Práxedes. Adórnala grandemente la Universidad, tan insigne y antigua por sus estudios como se sabe. El castillo (también con presidio español) la ennoblece no poco, y, sobre todo, el Tesín, río que, procediendo de un vecino lago, besa sus muros, hecho eternamente un cristal. Prosiguiéndose el camino, se entra en el Varco, que toma nombre de la misma ciudad, antiguo Aranjuez de sus duques, donde sucedió la rota y prisión del rey de Francia Francisco. Queda a la derecha mano aquel suntuoso monasterio de cartujos, admirable ostentación de varios poseedores del estado, con ochenta mil ducados de renta. Viénese a Vinasco finalmente, descanso de carrozas y caballos, desde donde casi por continuas caserías y aldeas se discurre hasta Milán. Descúbrese desde muy antes el Domo (suena iglesia Mayor), famosísimo por sus mármoles y escultura, en quien hasta la mitad, que apenas se pasó della, se gastaron cuatro millones. Cuanto a grandeza, de todas las ciudades de Italia mantiene Milán el lugar primero. Yace en sitio tan cómodo, que con causa la eligieron por corte reyes, así longobardos como franceses, sin algunos emperadores. Los vizcondes aumentaron mucho su poder, haciéndola formidable a circunvecinos. El castillo, casi inexpugnable, es causa de admiración a quien de espacio considera su forma, su artillería, bastimentos, municiones, milicia y lo demás. A la fábrica y magnificencia del hospital ceden las de más costa y fama, siendo loable allí el concierto y cuidado en los actos de caridad. Abunda de todos regalos, frutas, carnes, pesca, volatería, caza, y de arroz más que de todo, por la comodidad de las aguas. Tiene dos canales o navilios (como ellos llaman) navegables, por donde se conduce con poco dispendio hasta dentro de las casas todo lo necesario. ¡Cuántos días gastará Isidro en considerar la riqueza, la variedad, el trato, la armería, y todo lo demás singular y excelente de que es dueño esta notabilísima ciudad! Un año asistí en ella, y apenas pude percebir de diez partes una de su exterioridad. Las iglesias y monasterios no tienen número. Las personas que alimenta pasan de docientas mil, siendo las poblaciones del territorio tan continuas y frecuentes, que casi todo el estado parece una ciudad. Los milaneses, menos interesables y astutos que otros, ponen su felicidad en banquetes, festines, máscaras, y en gozarse con semejantes deleites. Por esta razón, en saliendo de sus casas sufren menos y sienten más que otras naciones las incomodidades, particularmente de la guerra. Es gente más tratable que la de Génova, de más blandura, de más sinceridad, causa de ser más segura su prática. Hay partes donde apenas se podrá echar menos Madrid, como el palacio, el castillo y toda su circunferencia, comprehendida con nombre de plaza.
Dibujastes tan bien a Milán, que me parece voy ya pisando sus calles. Estimo la relación como es justo; mas prometo solicitar tan aprisa mi negocio, que, siendo posible, dé la vuelta con brevedad. Las prendas que dejo en la Corte me servirán de recuerdo y espuelas; que los vacíos de mi gusto sólo ellas los podrán llenar. Lo menos que pudiere comunicaré con los naturales. Junto al castillo pienso tomar posada, y dentro dél pasar todas las horas que pudiere robar a mis forzosas ocupaciones, con españoles a toda ley, cuyas voluntades es fuerza unirse en los casos así de recreación como de peligro. Los ánimos más opuestos en la patria, fuera se reconcilian y conforman para valerse; como la sangre, bien que repartida, acude en los sustos toda junta a socorrer el corazón, parte más flaca. El carecer de albergue propio produce no sé qué obligación para hacer comunes las haciendas, las honras, las vidas. MAESTRO. Conveniente será dejaros por ahora en Milán, para que yo pueda pasar a Roma. Sin duda, pretendéis alzaros con el caudal de la noticia, pues queréis se ocupe nuestro relator sólo en vuestro pleito. Estoy deseoso de verme vuelto romano; que aunque Virgilio, en su Eneida, hace tantas veces mención del Latio, de los montes, del Tibre y otras cosas, todas, después acá, por los acidentes del tiempo, habrán cobrado nueva forma y ser. Pendiente me tenéis de vuestros labios; oiga yo nuevas de la ciudad donde en alas del pensamiento reside ya el corazón.
Roma, por tierra, dista de Génova poco más de diez jornadas, algunas ásperas y montuosas. Por esta causa los que hallan pronta embarcación escusan estos enfados con navegarlas. Comiénzase a costear la ribera que llaman de Levante, por donde se van encontrando diversos pueblos, muchos deleitosísimos. Cabo de Monte, Puertofino; después Rapalto, con su golfo. Suceden Chiavari, Sestri y Levanto, buenas villas. Síguese un pequeño golfo, que es todo abrigo, con las tierras de Puerto Venere y de la Especie, y más adelante Lerize. Todas las gracias y bienes de Génova están como en joyel recogidos en Nerbi, lugarillo cercano a la ciudad, que en templanza, en verdura, en frutos y flores retrata un paraíso, jamás desamparado de primavera y otoño. Entrase tras esto en Toscana, y las más veces en Liorna, lugar nuevo y hermoso, con puerto. Parece haber echado allí el gran Duque el resto de riqueza y arquitectura. Inviernan en él sus galeras, por bien armadas y bastecidas terror de infieles y seguridad de aquellas costas. Luego, quedando a un lado Puerto Ferrari, Puerto Longon y la Elba, islas todas, se pasa a vista de Pomblin, plaza y presidio que da no pocos celos, por ser su sitio y contorno confín de Florentines. Vase después discurriendo por las fuerzas que España posee en Toscana, Horbitelo, Puerto Hércules y otras, hasta parar en Civitavieja, antiguo puerto y ciudad, distante cuarenta millas de Roma. Descúbrese desde muy lejos la admirable cópula (suena cimborio) de San Pedro, obligando a ponderar tiernamente tantas insignes memorias con que convida la que un tiempo fue patria de tantos césares, otro, madre de tantos mártires, y, últimamente, cabeza de la iglesia Católica, donde reside el Vicario de Cristo, a quien solo es dado repartir los tesoros espirituales entre sus fieles. Las antigüedades, termas, pirámides, arcos, anfiteatros, templos, etc., quedarán esta vez en silencio, corriendo ha muchos años impreso todo. Importa más referir el proceder de los moradores, por el provecho que se puede seguir de llegar advertido. Al más despejado, al de más bizarro corazón entristece y encoge verse de improviso plantado en campo tan espacioso, por cuya extensión se divisan tantas y tan suaves yerbas y flores, tantas y tan importunas malezas y espinas. Concurre en esta ciudad una mezcla de todas naciones, cuerpo, como de elementos, pacifico por contrarios. Importa mucho el buen discurso, mucho la prudencia para poder navegar (siempre con la sonda en la mano) por mar de tantos peligros. Como siempre sucede al desorden la regla, mídense los cuerdos en los principios. A los mancebos recién llegados se ofrecen varias ocasiones de perdición: allí el empréstido, aquí el banquete, tal vez el juego, tal la sensualidad, con que se destruye presto el edificio de la templanza. Conviene, sobre todo, profesar mucha quietud; que es rigurosísima la justicia eclesiástica. Un eslabón de buen gobierno desasido basta para desengazar los demás, sin ser posible volver al estado primero. Sólo tener es allí verdadero valedor. En su compañía puede el favor algo; nada esperanzas en parientes y amigos. Del mayor apenas dura el socorro un mes; menos el de la mohatra, cuya dañosa satisfación ha de ser puntual. En esto hay grandes quiebras, de que resultan huidas a deshoras, puesto que las correspondencias desvanecen los deseos, o por difícil cobranza, o por dilación de correos. Dichoso el a quien hacen cauto ajenos peligros, hechos lince los ojos para escapar del despeñadero. Los estudios son buenos en toda parte, como dulce alimento de nobles ánimos, y así, no menos estimados en Roma sus profesores; mas la celeridad con que se vive no da lugar a distinguir eminentes. En España tuve por felicidad no conocer ni ser conocido de ministros, por librarme del tributo de adoración; mas allí observara lo contrario. Ninguno puede pasar sin arrimo, con quien debe ser grandemente solícito, asistiéndole y cortejándole. Las inteligencias son importantísimas para conseguir con dicha cualquier intento, porque tras la noticia anticipada de las vacantes, entran las intercesiones y medios con que se efetúa toda buena negociación. Esta ciudad, como tan estendida y comprehensora de cosas tan grandes, viene a convertirse en grande piélago, por cuyas aguas navegan así ballenas como sardinas. Encuéntranse por instantes variedad de prelados sin aparato alguno; que los negocios de grande resolucion, como son los de Cortes, excluyen cualquier demasia. No hay cosa que tanto destruya como las camaradas, por haber de ser el cuerdo capa y defensor del imprudente que, desencasándose como piedra de cumbre, lleva tras sí cuanto se le pone delante. Débese desechar toda negligencia en lo a que se va, sin perder punto, sin alguna interpolación; porque sola una piedra que se ponga cada día en una fábrica, es causa de multiplicarse muchas y de reducirla en breve a perfeción. No se debría cobrar amor al lugar donde se vive de paso, sino a la pretensión que está pendiente dél, por la dificultad que se ofrece al dejarle. Así, hay algunos tan hallados en Roma, que gozan en ella más contentos que en sus patrias los beneficios que impetraron. Otros estrañan tanto aquella confusión (así los asombra aquel desasosiego), que en veinte días la desamparan, y sin despacho dan vuelta a sus lugares: mas ¿qué estremos dejan de ser viciosos? La entrada por mutaciones (esto es, caniculares) suele producir muerte casi certísima; débese por eso evitar, si posible. En llegando el forastero a la hostería, le ciñe caterva de judíos, como de molestos zánganos, inquiriendo qué ha menester, si tiene que cambalachar, si hay cosa que componer, todo a fin de entablar su engaño y logro. La posada, cuanto más distante del Tibre (aunque incómoda por lejana), tanto más segura de sus inundaciones, con que suele convertir en lago las circunvecinas. Allí enseñó la experiencia ser la muchedumbre de estorbo en ocasiones de guerra, atenta más a la vitualla que a la defensa, como falta de disciplina y orden. El sagrado de los naufragios fue siempre Santangel, castillo fuerte, más para prisión de príncipes que para larga resistencia de ejércitos. De ordinario se buscan en sitios señalados los de una misma nación, para conferir sus cosas, para entender nuevas de sus lugares. El mejor entretenimiento es el de algún cardenal, tanto más a propósito cuanto de más autoridad, por riqueza o por sangre. Si bien casi siempre son promovidos al pontificado los en quien menos se repara; y más cuando las parcialidades se detienen altercando. La falta de provisión que más se siente allí es la de pan, como más importante. Tal vez su carestía alteró el vulgo, hidra de tantas cabezas, hasta prorrumpir en licenciosas quejas delante del Papa. El acto más fino de la prudencia consiste, a mi ver, en no entremeterse con las acciones de príncipes, cediendo a la obediencia la curiosidad. ¡A cuántos despeñó una agudeza! ¡Cuántos perecieron con lazo o cuchillo por el gusto de un pasquín! No siempre se puede todo, y, por lo menos, se debe compadecer lo que no pareciere tan loable. El lenguaje del cielo para nuestra enmienda suele fundarse en varias calamidades, y se pueden mal obviar cuando con este intento viene su dirección. Fuera de que se miran bien a menudo las cosas sanas con enferma vista. La humildad aplaca indignaciones, vence rebeldías, tiraniza voluntades y endulza las mayores asperezas. Desta tienen necesidad muchos españoles, cuyos ánimos, llenos de altivez, exceden de lo justo y honesto, aun en casas ajenas. Ofende a la generalidad el escremento de las ciudades: tales suelen ser los bisoños, desterrados algunos por delitos, otros por holgazanes, los más por menesterosos. El traje les debría hacer odiosa la soberbia; mas puesta la consideración en lo íntimo, olvidan los más misérrimos su desnudez y hambre exterior, que sólo granjea desprecio. Los mayores recreos de Roma fundara yo en las cosas sagradas, estaciones y santuarios, lleno todo de indulgencias y jubileos. El verano desamparan los magnates la ciudad, retirados a ciertas granjas que llaman viñas. Sobre todo cuanto admirable se descubre en aquella santísima circunferencia campea sumamente el Vaticano con título de San Pedro; esfuerzo prodigioso de varios pontífices. Exceden a la imaginación en grandeza y arquitectura el frontispicio, el crucero, las capillas, ornadas de perfetísimas pinturas y ricos mármoles. Grandioso es también el palacio pontificio; mas no de apariencia hermosa, por estar dividido en repartimientos nada consecutivos, como hecho cada uno a voluntad del papa por cuya orden y gasto se edificó.
Por Dios me saquéis de la mayor congoja que jamás he tenido. Tanto os detenéis en Roma, que tengo por cierto haya de faltar copia de palabras para descrebír a Nápoles. Pues en nada viene a ser inferior su distrito, si se debe dar crédito a relaciones. Todos los que dejan aquel reino ensalzan sus cosas y suspiran por volverle a ver; de donde infiero su bondad y mucha riqueza. Merezca ya oíros tratar de su disposición y partes, porque sirva de consuelo al dolor que forja en mi pecho la ausencia.
Velocísimos son los impulsos de la imaginativa: con razón la llaman hija de la cólera; ¡qué impaciencia antes, qué precipitación manifiesta en los objetos que quiere representar al discurso! Veis cuán importante me es llevar adelante esta relación para quedar enterado de lo que ignoro, y quereisme contrastar semejante ventura. Advertid que no faltará tiempo en que vuestro intento consiga satisfación; y en tanto, permitid se perficione lo restante.
Sólo falta al presente apuntar algo de lo que suele suceder en sede vacante. Hechas, pues, las obsequias del pontífice difunto, entran los cardenales en cónclave (parte cerrada), cada uno con dos criados. Danse luego los juramentos ordinarios a los conclavistas, haciéndose algunas congregaciones en razón del gobierno de Roma y estado eclesiástico, y después tratan de elegir al nuevo papa. Para que la elección sea canónica deben concurrir las dos partes de los votos. Divídense de ordinario los cardenales en facciones, de que suelen ser cabezas los sobrinos de pasados pontífices. Conserva allí sus vivas fuerzas el agradecimiento, puesto que como creaturas de sus tíos tienen siempre en la memoria la obligación de su acrecentamiento. En esta importante junta, todos (puesta la mira en el bien de la Cristiandad) desean ser causa eficiente de aquella creación, a cuyo fin ponen cuidado en granjear ajenas voluntades y albedríos. Alcanzan en ella los príncipes seglares no poca autoridad y consideración. Tienen sus embajadores de muy atrás obligados los cardenales menos ricos; de suerte, que, llegada la ocasión en que tal rey o príncipe desea sigan su bien fundada inclinación, procuran sus ministros hacer con ellos las diligencias convenientes. Representan las causas que hay, acuerdan beneficios, platicando con fuertes razones en favor de quien proponen benemérito para el nuevo pontificado. Allí se ven prodigiosas maravillas; porque encontrándose los gustos, deseos y opiniones de tantos, pretende animosamente cada facción hacer sus adherentes a los neutrales. Faltaran palabras y tiempo si se hubiera de explicar todo lo de que se valen éstos para persuadir y calificar las virtudes, letras, prudencia y vida del que adelantan. Baste decir que mientras se ocupan en esta sublime obra, suele, cuando más descuidados, caer la suerte en quien menos piensan, concurriendo de improviso en el más olvidado. Manifiéstase milagrosamente la asistencia del Espíritu Santo, y se descubre de cuán poco efeto y cuán incierta sea toda intención humana que no se ajusta con la voluntad divina. En fin, electo, adorado en cónclave y en el altar de San Pedro, y coronado después con general aplauso y pompa pontifical, recibe en su palacio las visitas de los embajadores, del emperador, reyes, príncipes y otros personajes. Tras esto, el nuevo pontífice da principio a las cosas de gobierno y justicia. Confirma o muda los ministros que no son perpetuos, poniendo en tales cargos los a quien reconoce obligación y tiene gusto de acrecentar. Animo puede infundir para seguir virtud y letras el ejemplo desta elección, de que resulta tan grande aumento y gloria. Claro es que, siendo el escogido superior a todos, podrá encumbrar en un instante linajes postrados. Son notables las revoluciones de Roma en sede vacante. Piérdenle el respeto y temor hasta los bandoleros, sin estar seguras vidas, honras, haciendas. Conviene entonces asistir en casa, robarse a las ocasiones y en todo proceder con recato. Sólo resta ahora de aquella ciudad lleguéis, señor Maestro, con bien a ella, y que la dejéis presto, con suceso dichoso. Y porque conozco en el semblante de don Luis el ansia con que me espera para los de Nápoles, determino complacerle.
Desde Civitavieja pasan las galeras a la playa romana, temida mucho por los aires de tierra, que tal vez las arroja lejísimos mar adentro. Con viento próspero es navegación de deciséis horas, y con remo, de algunas más. Gaeta es la ciudad primera del confín napolitano, cuya frescura y fertilidad sirve al navegante de recreación y alivio. Pásase después a Nápoles, cabeza del reino, a quien antes de entrar en la ciudad será acertado describir. Confina hacia poniente con el Estado Eclesiástico por espacio de cincuenta leguas; lo demás es ceñido del mar Tirreno, Jonio y Adriático. Tiene quinientas de circuito. Su longitud es de ciento cuarenta y ocho; la mayor latitud, de cincuenta. Comúnmente se divide en doce partes: Tierra de Labor, Abruzo, citra y ultra, Apulia llana, Capitanato, Principado, citra y ultra, Basilicata, Calabria inferior y superior, Tierra de Bari y de Otranto. Escriben contener dos mil y setecientas poblaciones, de quien las veinte son arzobispados, obispados las ciento y veinte y siete, donde se alimentan poco más de dos millones de almas. El número de príncipes, duques, marqueses, condes, etcétera, es por estremo crecido y va de contino cobrando aumento. Corre a todos obligación de servir personalmente por la defensa del reino. El Rey tiene ahora en él mil y cuatrocientos hombres de armas, dos mil caballos ligeros, un batallón de veinte y cuatro mil infantes, treinta galeras y veinte y siete presidios. Las plazas principales son: Cotrón, Taranto, Galípoli, Otranto, Brindis, con la fortaleza de San Andrés, Barleta, Monópoli, Bari, Trana, Manfredonia, Monte Santángel, Gaeta, y en los mediterráneos, el Aguila, Catanzaro, Cosenza, sin otras. No hay distrito donde se halle tanta variedad de frutos, puesto que produce hasta azúcar y dátiles. Ninguno de cuantos reinos comprehende el mundo tiene menos necesidad de lo ajeno, ni quien más envíe fuera de lo propio. Despacha almendras, nueces, anís, hasta para Berbería y Egipto; azafrán para muchas partes, sedas para Génova y Toscana, aceite para Venecia y otros lugares, vinos para Roma, caballos y ganado diverso para diversas provincias. La Apulia es el granero de Italia. Hállase de invierno llena de ganados menores y mayores, a modo de Estremadura, que el estío pasan a Abruzo, parte más fresca. La Tierra de Labor es sobremanera abundante; mas todo cuanto produce Italia generalmente parece está recogido en Calabria: dátiles, algodón, cañas dulces, maná, almástiga, que se coge cerca de Altomonte; minerales de sal inexhaustos, vinos de muchas diferencias, y todos buenos, frutos de todas suertes, caballos de excelente raza, seda de toda perfeción, en grandísima copia. Toca a Nápoles el título de real con justísima causa. Tiene de circuito dos leguas y media. Fuera mayor si no hubiera prohibido el Rey los edificios. Nació esto de las quejas de señores, cuyos súbditos desamparaban los lugares por gozar de las esenciones concedidas a los napolitanos. Es fortísima de muralla, con tres castillos: Santelmo, en monte; Castelnovo, que es el principal, fundado por Carlos de Angió, y Castel de Hobo. En ninguna ciudad se vee tan gran concurso de títulos, ni donde se haga tanta profesión de caballería y gentileza. Los nobles, a fin de pasar el tiempo con honrosos ejercicios, se reducen a cinco plazas, que llaman segios. Su puerto, ni grande ni seguro, si bien ayudado con un muelle. En el Tarazanal se fabrican continuamente bajeles de guerra, y allí cerca se funde sin cesar varia artillería. Hace docientas y cincuenta mil personas. Excede a los lugares píos, que son muchos y bien ordenados, el Monte de la Piedad. Gasta entre lo situado y limosnas sesenta mil escudos al año. Con éstos, sin otras obras cristianas, mantiene por el reino la crianza de dos mil niños expósitos. Ninguno parte desconsolado de aquella casa, puesto que le dan sobre cualquier prenda más de la mitad de lo que vale, y le esperan año y día. Pasados, lo venden, y satisfaciendo la deuda, queda en depósito lo demás para el dueño. Da gusto ver el concierto que se profesa y la facilidad con que se halla lo que se busca, por la notable distinción que hay en todo. Tiene un golfo bellísimo, con playa y senos, islas y promontorios de increíble amenidad: Capri, Isquia, Próxita, y, sobre todo, Pausilipo, con sus palacios y jardines, que exceden a los antiguos pensiles en disposición, cultura, frutos y flores. Las casas son altas, de piedra y vistosa arquitectura, todas con terrados. Su forma es casi de media luna, puesta al mediodía, por eso templadísima. Hácenle espaldas contra el setentrión y sus asperezas montañas frutíferas. Levántanse por estío a las dos de la tarde vendavales frescos, que disminuyen el calor. Su mar es bastantemente copioso de varia pesca, y de ciertas menudencias regaladas que llaman marisco. Las carnes son muchas, mas los carneros ceden en bondad a los de Extremadura. Aventájase no poco la ternera, y en particular la de Surriento. Caza y volatería, en cantidad, y no menor el número de aves domésticas: capones, gallinas, pollos, pavos. Es el agua admirable y mucha, introducida en la ciudad del Sebeto, río, aunque pequeño, famoso. Viene por arcaduces, y, recorriendo las casas, llena sus pozos que llaman formales, donde se conserva fresca y delgada. Tiene en puestos públicos hermosas fuentes, y con más cuidado en la marina, como de más uso. Deleita la muchedumbre de frutas y flores con tanto estremo, que abundan las calles de suave olor, por los jazmines y azahares, careciendo de cualquier importuno escremento. La copia de seda obliga a gastar mucha, comúnmente en vestidos. Son sus colores vistosos y alegres, si bien no tan durable como la española. Los vinos son perfetísimos y de muchos géneros: malvasía, griego, asperino, de guindas, de Vico y otros. El Aranjuez de los reyes napolitanos fue Pozo Real, recreación bien digna deste nombre, casi contigua a la ciudad. También cerca penetraron los romanos un monte por espacio de tres cuartos de legua, y en su vacío fundaron un camino real que llaman Gruta, cosa monstruosa y sólo digna de su gran potencia, En la cumbre está sepultado Virgilio y Jacobo Sanazaro, su devoto. Dista dos leguas Puzol, con tantas maravillas, que parece haya epilogado allí la naturaleza toda su hermosura. Míranse por su contorno brotar arroyos de aguas medicinales y baños de varias virtudes. Véese un campo lleno de azufre, ceñido de altas rocas que de contino arden, de donde se saca y cuece alumbre. Descúbrese el monte Astruno, con una boca que por arriba rodea tres millas, y se va poco a poco restringiendo hacia el fondo, a manera de anfiteatro, por cuyo medio corre un arroyuelo claro. Aquí está el lago de Añano, los baños sudatorios y aquella prodigiosa caverna a quien si se acerca alguno, corre riesgo de muerte. No se veen menores maravillas junto a Baya, baños Silvanos, Trídolos, Sudatarios, lago Averno y diversas fuentes de aguas cálidas, saludables todas. Los napolitanos, en general, no son aplicados a trabajo. Resisten y sufren poco. Son inclinados a ocio y vicio, a pasatiempos y deleites. Conténtanse con poco, y los que no tienen para mantenerse dan en ladrones; así, hay muchos, y no poco sutiles. Delicados en el sustento, apetecen más yerbecillas que cosas de dura digestión. Son litigiosos; y los plebeyos, más prontos de lengua que de mano. Con todo, de las naciones es la que con más conformidad y amor milita entre españoles. De contino tiene la Vicaría (que es cárcel y casa de tribunales) tres mil presos, siendo casi imposible poderse despachar con presteza. Hay doce jueces, seis criminales y seis civiles. Éstos asisten sin cesar al despacho de causas; mas, con todo, alguna tiene treinta años de antigüedad. Parece no son de provecho tantas decisiones, ritos, premáticas, constituciones y leyes comunes. Quiso cierto virrey saber el número de los que acudían a los Consejos, Real, que dicen de Santa Clara; al de Hacienda, con nombre de Sumaria, y a los demás jueces, y hallaron ser de veinte mil personas, comprehendidas en litigantes, abogados, procuradores, solicitadores, actuarios, escribanos y escribientes. No hace su Majestad provisión de más soberanía, puesto que puede el Virrey valerse en cuanto quiere del poder absoluto. Los provechos son de grande consideración, por depender su interés de su albedrío. Ocupa cantidad de hombres en gobiernos, judicaturas y comisiones, letrados y de espada. Elige capitanes, da banderas, remite muertes y concede vidas con las mercedes que hace, representando en todo la persona real. Habitan los españoles la parte mejor de la ciudad, a quien llaman Cuartel, por vivir todos dentro de sus límites. Participa de calles anchas, de suntuosos templos y deleitosos jardines. Hace guardia al Virrey todos los días una compañía de españoles, de que se saca alguna gente para repartir en varios puestos. Alegra al entrar la bizarría de los soldados, tantas armas doradas, tantas plumas y galas tan diferentes. Contiene el tercio de veinte y cuatro a treinta compañías. Vienen algunas a servir en Nápoles cuando las llaman; las demás, o alojan por el reino, o están en presidios. Los cuerdos aléjanse pocas veces del Cuartel, porque de internarse mucho los españoles en la ciudad se han derivado infinitas desgracias. Todo cuanto hay en este lugar famosísimo entretiene y deleita, en particular la plaza del Castillo, el muelle, Santa Lucía y Chaya, hasta Pie de Gruta, donde está un monasterio de canónigos reglares con una imagen de mucha devoción. Es cierto que cortas pagas no pueden ministrar largos banquetes; mas, al fin, hechos camaradas y juntos los sueldos, pasan los soldados medianamente su vida. No me ocurre otra cosa que advertir deste reino y ciudad, en cuya relación eché bien de ver que no he sido esperado, pues ninguno me ha interrumpido. Basta que sólo trata cualquiera de su negocio y de reducir su comodidad al fin deseado.
Antes nace de dar debida atención a quien tan por estenso y con tanta elegancia representa lo ausente, que como presente lo veen los ojos. Aunque algunas veces apliqué el oído a las cosas de Nápoles, apenas percebí una de cien partes de lo bueno que comprehende y vos habéis referido. Tengáis en cuanto os importare feliz suceso; que el mío no puede ser ya sino venturosísimo, por haberme en virtud de vuestras palabras aficionado con estremo de la tierra adonde voy. No dejaré de conseguir crecida utilidad de tan prudentes advertencias. Dellas me valdré en las ocasiones, procediendo más como soldado prático que nuevo.
Sólo falta ahora no deis ocasión de agravio a Sicilia, pues por ir vos a ella corre algún riesgo de olvido. Merece, según entendí, no menos que las tres provincias memoria y estimación. Esto confi rma haberla escogido para sí quien tan buena elección muestra en todo.
Obedeceros es mi gusto, y así, comienzo: Tiene de circuito Sicilia setecientas y ochenta millas. Fue llamada reina de las islas del Mediterráneo, por la magnificencia de sus ciudades y copia de todas cosas. Divídela del reino de Nápoles estrecho de media legua: tanto hay de Peloro a Scilio. Allí las estremidades de una y otra provincia, doblándose con recíproca inclinación, las hacen parecer conjuntas a los navegantes. Esta parte es más caliente que las otras de Italia. Abunda grandemente de todos los frutos de Europa, en especial de trigo, que le adquirió nombre de granero de Roma, de vinos, azúcares, miel, sedas, azafranes y caballos. No le faltan baños salutíferos, ni minas de plata, si bien cesa su beneficio. Es tan frutífera y rica, que Dionisio el Mayor (tirano sólo de Zaragoza y de una parte de la isla) mantenía para su guarda diez mil infantes, diez mil de a caballo y docientas galeras armadas. Tiene figura triangular, cuyos ángulos son aquellos tres promontorios o cabos tan célebres. Divídese en tres partes, que llaman valles; déstos es el uno Valdemón. Extiéndese hacia Peloro y abraza las ciudades y territorios de Mesina, Catania, Melazo, Tauromina, Chifalú y Mongibelo. El otro es el de Mazara, que corre hacia el Lilibeo. Contiene las ciudades y tierras de Términi, Palermo, Monreal, Monte de San Juliano, Trápana, Mazara, Marsala, Girgento. El último valle es de Noto, que se dilata hacia Cabopajaro, con las tierras y distritos de Noto, Zaragoza, Lentino, Augusta, Castrojoven. El más copioso de granos de los tres es el de Mazara. Valdemón tiene muchos bosques y montes, y, entre otros, a Mongibelo, que circunda setenta millas, con la cumbre cubierta de nieve, de entre quien exhala humo, y tal vez fuego, vomitando grandísima cantidad de cenizas. Juzga Estrabón procediese de aquí la fertilidad del territorio de Catania, cubierto tal vez de las mismas. Este monte se vee desde levante a mediodía vestido de viñas; desde poniente a tramontano, de bosques con fieras. La tierra es apropiada para azafrán. Produce hasta rabárbaro; mas demasiado vehemente. Plinio cuenta en esta isla setenta y dos ciudades. Ahora, sin las muchas villas de que está llena, contiene tres arzobispados: Palermo, Mesina, Monreal (éste, si bien goza más renta, tiene menos juridición), y en todas, doce episcopales. La parte más notable de la isla es la que mira a levante. Hállanse allí Mesina, Catania y Zaragoza, con puertos, aunque mayor el de Augusta, por cuya dilatación no se puede fortificar. Fue Zaragoza poblada con estremo, según Estrabón. Tenían de ámbito sus muros ciento y ochenta estadios. Aquí se vee con un golpe de agua singular la famosa fuente Aretusa. Hacia setentrión, la ciudad de más nombre es Palermo. Ésta, por grandeza de sitio, por muchedumbre de moradores, por concurso de nobleza, por suntuosidad de fábricas, por amenidad y riqueza del terreno, puede honrar a dos Sicilias. Carecía de puerto; mas hiciéronle después capacísimo con un muelle. Aquí reside la mitad del año el Virrey, y los otros seis meses en Mesina. Es copiosa de bastimentos, si bien menesterosa de carne, de quien la mejor es novillo, que llaman yenco. Ofrecen suma recreación los jardines, siempre copiosos de varias flores. Es maravilloso el concurso de las fuentes, todas de buenas aguas. Sucede Trápana, tierra fuerte con puerto capaz. Recógense en su juridición (dejo aparte el trigo) vinos perfetos y en cantidad, frutas casi infinitas y mucha sal. No hay en Sicilia pueblos más aptos a empresas marítimas que los trapaneses. La parte meridional posee la ciudad de Marzara, a quien los antiguos, por el promontorio donde tiene asiento, llamaron Lilibeo. Síguese Surgento, con una laguna salada que se congela y endurece por verano. Tierra adentro, los lugares de más consideración son: Lentino, con un lago cuya pesca se arrienda todos los años en deciocho mil escudos; Castrojoven, villa de cuatro mil vecinos, con aire suave y fertilísimo contorno, en sitio eminente. Aquí hay también minerales de excelente sal. Noto y Tauramina son lugares fortísimos por naturaleza. Noto compite en grandeza con Zaragoza. Hállase situado sobre roca inacesible, si no es por una parte estrechísima, donde está la puerta. Es llave del reino deste lado. Contiene Sicilia dos millones de almas. Mantiene el reino quince galeras para su guarda y seguridad. Rinde aquel mar corales a Trápana, atunes en gran número a Palermo, a Melazo, a Catania; pejespada a Mesina, y el Faro da anguilas de incomparable bondad. Los sicilianos son de ingenio agudo: certifícalo Arquímedes; elocuentes: muéstralo Gorgias Leontino; graciosos: por eso juzgados inventores de la comedia. Son deseosísimos de honra, y así, mártires de celos; dados al ocio y a placeres, porfiados, importunos, discordes. Dejan los tráfagos y ganancias a los forasteros, y, si bien residen en medio del mar, valen poco universalmente en cosas marítimas. Obedecieron a tiranos de su nación (tales fueron los Dionisios, Hierón, Agatocles, Falaris; a príncipes forasteros, cartaginenses, romanos, griegos, sarracenos, normandos y franceses. En fin, habiendo destrozado a un son de campana los mismos franceses (conjura que pasó con maravilloso secreto), se sujetaron a la Corona de Aragón. Hay también en este reino cantidad de españoles, observándose cuanto a presidios y guarda del Virrey casi la misma orden que en Nápoles. Reside en Palermo el santo tribunal de la Inquisición, con juridición temporal y espiritual en muchas cosas. Los españoles penetran esta ciudad con más seguridad y llaneza que la de Nápoles.
No es pequeña felicidad ésa; que produce penalidad proceder de contino con advertencias. Cansa no enderezar tal vez las acciones con natural descuido, y más cuando se profesa unión y paz, cual es la que tenemos con esas naciones. Espántame, por otra parte, ver los muchos españoles que militan en varias provincias.
Y aun ésa es la causa de estar España tan desierta. Tantas y tan remotas empresas como se le ofrecen la van cada día enflaqueciendo, quedándose en las ciudades solamente las mujeres. Salen todos los años muchos millares de hombres en el verdor de la edad, para no volver de ciento diez, y de ésos, casi los más, viejos y estropeados. Así viene a quedar la provincia no sólo huérfana de los mismos, sino también de los que pudieran nacer por su respeto.
Escribe un moderno (de quien es mucho de lo que voy tratando) a este propósito haber observado castellanos y portugueses cierta razón de estado en todo opuesta a la de donde procedió el poder y grandeza de los romanos. Viendo no hallarse cosa tan necesaria para las grandes conquistas como la muchedumbre de gente, pusieron sumo cuidado no sólo en propagarse y multiplicar su número con matrimonios, sino también con las colonias y tales socorros. En esta conformidad, admitieron en sus ciudades hasta los propios enemigos. De suerte, que por semejantes modos vino casi todo su imperio a crecer de manera, que se oponía no sólo con el valor, sino también con la muchedumbre, a todo el resto del mundo. Así, no pudo Roma destruirse sino con sus mismas armas. Al contrario castellanos y portugueses, ya que requiriéndose, por la inmensidad de países y distancia de conquistas, grandísimo número de gente, sólo se valen de la de su nación, que es no de las más numerosas de Europa: causa de irse continuamente debilitando. Opinan los más curiosos se debrían admitir en tales ocasiones los pueblos cuya fidelidad, obediencia y quietud asegura el largo tiempo en que los mantiene súbditos del imperio español, y más cuando el vasallaje es natural, no de conquista. Es certísimo seguirse a cortas fuerzas desamparos de plazas, donde apenas es posible resistir a los naturales, cuanto más a estranjeros. Cuando se halla interpolado con mares el cuerpo de la monarquía, dos remedios solos son importantísimos para su conservación y defensa: muchos bajeles y mucha gente. Sábese que el señor de la campaña lo viene a ser con facilidad de las ciudades, y que, del mismo modo, quien poseyere el mar tendrá dominio sobre la tierra.
Agrádame ese parecer, y con veras habían los poderosos de reducirle a ejecución; mas no a todos hace la naturaleza advertidos, hasta que la experiencia de los daños obliga a proceder con ojos mas abiertos. De algunas historias colijo ser importantísima para el aumento de valor la mezcla de naciones. Cualquiera pretende emulación adquiriendo en la milicia nuevas glorias y realces. La valentía es como el saber: que profesando superioridad, a ninguno reconoce, a ninguno cede. Fue, sin duda, siglo feliz el de nuestro invictísimo emperador Carlos; fértil la cosecha entonces de valerosos capitanes, que no sólo con único esfuerzo, sino con incomparable prudencia y casi divino juicio, consiguieron prósperamente grandes intentos. Jamás perdieron de vista la virtud del bien aconsejarse, la razón del bien obrar y el cuidado de enderezar los principios al deseado fin. Sabían, como excelentísimas cabezas, servirse de las presentes oportunidades. Muchas veces adquiere mayor beneficio a los negocios un solo instante de tiempo que cualquier industria. Así, dicen ser en la guerra la ocasión el compañero más leal para quien bien la sabe conocer y ejecutar prontamente lo que ofrece. Marchaban aquéllos con admirable ordenanza, y plantaban con buen discurso la artillería, según la diversa naturaleza de los sitios. En los más fuertes y seguros asentaban el real. Movíanse con gran concierto, siempre con industria, siempre con vigilancia, sin cometer apenas mínimo error, con orden infalible y perpetuo.
Todo para vergüenza desta edad, en que triunfan tanto los indignos, en que los vicios privan tanto, en que las costumbres padecen tanta corrupción, y en que tantos se hallan excluídos del número de buenos. ¡Oh, ilustre antigüedad, merecedora de singular veneración y de inmortales alabanzas! ¡Cuántos asombros, cuántos menosprecios hallaron en tu rigor torpes cobardías! ¡Cuántas honras, cuántos premios en tu blandura insignes hazañas! Si se miran las costumbres de entonces en los mancebos, ¡qué dignas, qué ejemplares!; si sus hechos cuando mayores, ¡qué prodigiosos, qué inauditos!; si su gobierno cuando ancianos, ¡qué loable, qué prudente! Estuvo allí como en su centro toda virtud: ¡qué ajustados en lo distributivo, qué pródigos en los dones, qué prevenidos en la guerra, qué discursivos en la paz! ¡Cuán bien mezclaban la piedad cristiana con la razón de estado! ¡Qué vigilantes y feroces los hallaron los peligros! ¡Qué prontas cortesías, qué inauditos resplandores descubrieron sus ánimos! Ahora todo es concurso de faltas; todo avenida de males, que tienen estragado el mundo.
Poco a poco os vais pudriendo. ¿Qué ponderaciones son ésas? Prolijos reformadores me parecéis lamentando lo que carece de remedio. Si no me engaño, los siglos han sido siempre unos y de un mismo metal. ¿Por ventura fue mejor el de romanos, falto de religión, desnudo de loables costumbres? ¿Qué atrocidades no cometieron? ¿Hállanse sujetos más viles que sus emperadores? Cosas son éstas comunes y fáciles de alcanzar con poca lección. ¿Cuántos se rindieron a torpes sensualidades? ¿Cuántos a viles crápulas? ¿Cuántos a vengativos rancores? Tal instituyó senado de rameras, tal deseó mudar sexo, tal alimentó de hombres estanques de anguilas. ¿Puédese imaginar brutalidad semejante? Los más antiguos filósofos, los que más se desvelaban en meditar documentos, en exprimir sentencias, daban mayores indicios de imprudencia. Éste vivía ocioso; aquél mendigaba; otro seguía el frenesí de reír o llorar de contino, sin atender al fin para que se nace, que es al de hacer bien. ¿No castigan ahora al vagabundo? ¿No se ríen del menesteroso? ¿No cansa el despreciador? Juzgo, según esto, consiste la verdadera filosofía en seguir ocupación, en granjear sustento, en gobernar familia, y, en fin, en tener cuidados; que todo lo demás es de perdidos, de inútiles, de incapaces.
Lo cierto propone la parte primera de vuestro discurso; mas en la última disiento. Muchos basiliscos produjo la antigüedad, cuyas pestíferas calidades aun desde lejos ofendían. De la escoria del mundo parece se engendraron algunos que le dieron leyes y sujetaron. Cuanto a tales daños, mejoradas mucho están las gentes. Florecen hoy templos, sacerdotes, sacrificios. Deleita la división de grados, la distinción de sangre. Aventájase la forma de justicia y razón. Parece subieron hoy las artes al estremo de sutileza, y a la mayor perfeción los ingenios de los hombres, para enderezar con acierto los públicos negocios y lo más importante a la salud universal. En lo demás, impugnáis injustamente las ocasiones de los que, limitando deseos, triunfaron de sí mismos venciéndose. Prevalecieron siempre los bienes de ingenio a los de fortuna. No eran entonces los intereses tan tiranos de los albedríos; y así, eran más amadas las riquezas del vivir positivo. Tal hubo que del arado fue conducido al cetro, sin tener jamás reposo hasta del cetro volver al arado. Preciosísimos tesoros son los de la Filosofía, y altísima la contemplación de las cosas superiores. Con ésta se puede alcanzar toda eminencia de dotrina, todo colmo de saber. Rudos son Platón y Aristóteles equiparados con el libro del universo, con el maravilloso campo de la naturaleza. Continuamente se lee y estudia, sin que falte a quien atiende materia, ya de ejercitar el discurso, ya de alimentar el afecto. Ensánchase a quien piensa estrecharla, y se queda más en la superficie quien más entiende haberle hallado centro. Ministra sin cesar impulsos de nueva especulación, y con la plenitud de sus perfeciones infunde incesable admiración. De aquí nacieron los arrobamientos de los antiguos; de aquí sus cuidadosos descuidos; de aquí los menosprecios, desnudez, abstinencia. Por tanto, casi los más que poseen sutiles ingenios y delgadas imaginativas no son tan a propósito como otros para gobiernos públicos. Ponderan demasiado, diviértense mucho, y con la capacidad de la imaginación quieren escalar los orbes más encumbrados, o penetrar los cóncavos más profundos. Débese asimismo reservar para disputas escolásticas y analíticas el menudear y reparar en formalidades y en átomos indivisibles, porque ha de apurar y resolver; no así en el gobierno, donde la prudencia se ocupa más con voluntades que con entendimientos.
¡Oh, cuánto gusto recebí con entender eso de vuestra boca! Tal vez en conversaciones oí discursar sobre este punto. Diversos, divididos en pareceres, altercaban sobre lo que se requiere en un buen gobernador. Atribuíanle algunos partes tan esquisitas, que burlara su retrato al más diestro pincel. Yo, como blanco de faltas, juzgábame en virtud de tantas dificultades incapaz para regir corta aldea, cuanto más populosa ciudad; mas el tiempo animó mi cobardía y corroboró mi flaqueza. Algunos conocí, escoria en calidad y talento, que tuvieron osadía para pretender, dicha para conseguir su pretensión y ánimo para ejercerla, quedando con riquezas y sin castigo. Déstos, pues, inferí ser fácil gobernar el mundo, y para esto superfluas las letras, inútil el entendimiento y poco necesaria la esperiencia.
Lejos os apartáis de la razón. Mal puede ser regido el bajel sin gobernalle. Sin méritos ni estudios, todo será borrasca, todo perdición. Así como el rey sabio es firmeza y perpetuidad de su reino, así no hay cosa más conveniente al estado real que el servicio de los sabios, siendo de contino compañeros en el gobierno la ciencia y prática. Importa también mucho (siendo posible) la calidad de nobleza y ser el que ha de gobernar bien opinado. Es la honra hija de la opinión, y la verdadera virtud principio de verdadera honra. La sabiduría sin virtud es imperfeta. Por el consiguiente, es importantísima al que administrare justicia la prudencia, guía y madre de todo lo bueno, y derecha razón de las cosas agibles, siendo general en todos la necesidad de la ajena. Requiérese, sobre todo, el consejo, que es bien pensada razón de lo que se debe hacer; buen aviso que se toma sobre casos dudosos. Es, en fin, alma del gobierno y fundamento sobre que se sustentan las repúblicas. No consiste acerca del fin que se desea, sino al de las cosas que más presto pueden guiar a él. Por falta déste han sucedido grandes pérdidas de reyes y reinos. Llámanle por eso luz de lo que se duda, maestro de lo que se hace, defensa de los peligros, destierro de los trabajos, compañero de la prudencia, guía de la sabiduría, medianero de la paz y padre de todo descanso. Ahora, puesto que la discreción consiste en sentir, no sólo modesta, sino bajamente de sí, en ser veloz en oír y tardo en hablar, es forzoso que el indiscreto siga contrarias veredas. Cuanto lo primero, siendo idiota, se publica por doctísimo.
Todo lo sabe, sobre todo habla con desentonada voz, lleno siempre de confusión y temeridad. Con esta misma confianza que prática en las conversaciones se introduce en la pretensión. Osa pintarse de admirables colores. Asiste, ruega, adula, corteja, sufre malos semblantes, peores respuestas, descortesías del criado, menosprecios del señor, naciendo todo esto de ser poco circunspecto y menos sensitivo. Muchos acompañan la paciencia con la importunación, y no espantándoles el no, aunque le repitan, salen con todo, y más si ambos medios se convierten en desvergüenza, instrumento que tanto corre por el mundo. En suma, los que siguen este camino allanan dificultades, vencen rebeldías, y no inclinan, sino violentan a condecender con sus disinios. Así el defetuoso consigue lo instituido para el benemérito. Sale, pues, éste de la Corte y, siendo incapacísimo para todo, descubre ser sólo hábil en vicios, en hurtos, en excesos, en atropellar honras, en cometer injusticias, sirviendo de escándalo a la infeliz ciudad o villa que le ha de sufrir tres años. Al fin, da la vuelta glorioso de su buena administración, y con el fruto de los robos inquiere sendas, interpone medios, alega servicios, y sin omisión, internándose siempre más, logra sus diligencias, por la vía que le ofrece la ocasión, antes el demonio. Con dos o tres oficios queda ya éste por ladrón confirmado, por pésimo sin remedio. ¿Puede haber mayor infortunio que ser los súbditos gobernados por los peores? ¿Que juzgue el que debía ser por sus culpas gravemente condenado? Si la Iglesia no juzga de lo oculto, ¿qué mucho que los ministros seglares remitan a papeles la suficiencia del pretensor? Presenta, pues, los suyos nuestro querido, y exagera en ellos sus desvelos, sus cuidados. Atrévese a representar partes y letras; y cuando el mundo le tiene más olvidado, o en menos estimación, se aparece entre nubes, para proceder como siempre. Lo que más se debe sentir en tales abominaciones es proponga descaradamente para alcanzar este vil lo que intenta haber servido a su rey con grandes ventajas, haber gastado sus años en beneficios públicos, siendo así que, dessirviendo a su Majestad, afligió sus vasallos y destruyó sus lugares.
¡Cuán diferente modo observa el que es merecedor de honrosos puestos! Hace primero caudal de costumbres, de estudios, de esperiencia. Trata de entablarse poco a poco, juzgando la aceleración madrastra del buen consejo. Detienen de contino sus propuestas recelos de no enfadar. Da poco lugar al oficio de la lengua, con ser quien esprime los tesoros de la imaginación, juzgando tener tal vez el silencio no menor artificio que la elocuencia. Por los medios desta igualdad (virtud que en todo cuadra con la razón) sigue la derrota de su aumento. Siempre corto, siempre recatado, apenas mueve la lengua para quejarse, oprimido de propias desconfianzas. Muérensele las palabras en la boca al tratar de sí. Aflígele el imaginado desvío del paje, la compuesta altivez del ministro, y, remitiendo la diligencia de un día para otro, hace difícil su empresa apenas visto, cuanto más conocido. Por tan cuerda remisión, por tan prudente enfrenamiento dejan de ser colocados donde merecen muchos que fueran felicidad de sus repúblicas y gloria de sus mismas patrias. Colegiréis, pues, de lo referido haber en el mundo sobra de beneméritos si les diesen lugar los indignos; si no usurpasen los malos los asientos de los buenos. De aquí procede no convidar a estimación y decoro en ánimos libres los más sublimes grados y títulos cuando poseídos por deméritos, puesto que, según parecer de sabios, no es dichoso quien vive en grande fortuna, sino el tenido y que es por sus virtudes digno della. Jatábase Alejandro en presencia de Diógenes de ser monarca de la tierra. “Más poderoso señor (respondió el filósofo) soy yo, pues mando como a siervos a los vicios de quien tú eres predominado”. El hombre de poca virtud y poco valor es semejante a un enano; que, puesto en la cumbre del más alto lugar, siempre es y será pequeño. Confirma esta verdad la esperiencia. Mientras un ministro ejerce, ¡qué servido, qué respetado! No amado, sino temido; que es propio del temor el odio. Admite visitas, presentes, acompañamientos, con humildad, con sumisión. Corren los hijos un mismo estado y suerte de estima, de agasajo. Muere, y en un instante desvanece aquella máquina como sombra; pasa como relámpago aquella ostentación. Háblase de su vida con libertad.
Descúbrense grandes bajíos en sus acciones. Menosprécianse los hijos y piérdese del todo la memoria de su casa y linaje. Mas ¿qué mucho, si era todo corteza, todo perspectiva? Duran y durarán hasta el fin del mundo, indistintos y confusos, desconocidos y encubiertos, buenos y malos, como representantes en la tragedia desta vida; mas, acabada, quitanse las máscaras, y muchos que hicieron las figuras de siervos se hallan príncipes, y muchos que hicieron las de reyes, siervos. Así entre las sombras de la noche, cuando en virtud de un solo color están confusos los colores, la joya preciosa parece vil piedra, o por baja piedra se coge la joya. Llega la luz del sol, y, distinguiéndose las cosas, joya se queda la joya, y la piedra, piedra, O como en medio del invierno muestran un mismo semblante las plantas; mas luego, al renacer del año, se conoce cuál es fructífera y cuál estéril. Del mismo modo, en la escuridad y yelo del mundo es fácil engañarnos en la distinción de buenos y malos; mas no cuando el vivir fenece, cuando ni el cargo ni los favores o amigos nos pueden valer; porque entonces, quedando libres los actos del albedrío, las fuerzas de la voluntad, dan las lenguas a las obras lo que les pertenece, perdido el terror que ocasionaba el sujeto. Alguno juzgó debía imitar el ministro la calidad del monte Líbano, lleno de yerbas medicinales, de aguas vivas, de árboles olorosos, donde se cría el incienso, donde nunca llegan áspides ni viboras. Hállanse en esta conformidad muchos buenos, celosos, científicos: armados, cuando menester, de severidad; ceñidos, cuando importa, de conmiseración. ¡Oh, cuantos alcanzó la edad de nuestros mayores cuyo ejemplo obligaba a singular amor y a respeto sumo! Eran hombres, padres y jueces: como hombres, se compadecían; como padres, beneficiaban, y como jueces, a imitación del Divino, mezclaban con el rigor la misericordia. Las almonedas, después de sus días, denotaban su limpieza, su integridad. Todo era alhajas pobres, todo instrumentos sin lustre, y forzosos para sobrellevar las miserias de la vida. Tan lejos estaban de fundar mayorazgos, de encaramar edificios, que sólo pendía de Dios y de su rey el socorro de sus hijos, la conservación de su honra. Mas parece quería alzarme con la conversación: perdonadme; no es mucho, que era la materia atractiva.
Es cierto ser necesaria para la conservación de estados y monarquías la simetría o justa medida en todas las partes del cuerpo político, distribuida según grados y merecimientos. La buena elección arguye ingenio y prudencia en quien la hace. Lo más eficaz para la correspondencia de agradecimiento es echar mano para todo de los más entendidos. Juzgan los ignorantes debérseles por derecho cualquier beneficio, y así, soberbios y desvanecidos, lo primero que hacen es olvidarse de su bienhechor. No hay en el mundo delito tan grave como el de ingratitud, ni baluarte tan fuerte en cualquier combate de adversa fortuna como la unión de prudentes voluntades, el concurso de sanos juicios. Así como el entendimiento obra siempre cosas más ilustres que las manos, así la especulación de los doctos lleva conocidas ventajas a la torpeza de los idiotas. ¿Qué espera quien adelanta materiales, quien sublima bárbaros, sino malos principios, infelices medios y peores fines? No escarmienta en lo que dice el sabio: “Luego que el hombre se vio colocado en dignidad, careció de entendimiento: fue comparado a insipientes jumentos, haciéndose su semejante”. No condeno aventajar tal vez al familiar, al criado, que por la asistencia y fidelidad mereció tener lugar en la gracia de su dueño. Vemos hallarse inclinaciones y simpatías desiguales en edad y condiciones; mas no todas se derivan de los astros. Muchas nacen de obligaciones, de agradecimiento, de servicios. En un mismo llano, entre diversas plantas de una calidad, parece se esmeraron cielo y tierra en mejorar algunas en la forma, en el fruto, en la limpieza. Así, entre muchos criados, no es mucho se singularice el señor con alguno, favoreciéndole, mejorándole; mas ha de ser no pervirtiendo tales ventajas la natural vocación. Introdúzgase cada uno en lo para que es bueno, sin trocar las suertes, así como el sol, favoreciendo al peral, no le hace producir manzanas. Los chinos obligan a que siga el hijo la ocupación del padre, por la afición que se imagina cobró al gremio con la comunicación; son por eso habilísimos en lo que profesan. Conviene sean muy particulares, y no para todos los favores que se hicieren a los aliados. Débense tal vez hacer en secreto, por no despertar celos, por no concitar invidias. Es justo huir, cuando se prefieren amigos y deudos, del vicio de la acepción de personas. Esclúyase la violencia, haya en todo escala, súbase por grados. Ajústese la estatua más humilde con la de Nabucodonosor, que, comenzando con pies de tierra, llegó a tener cabeza de oro. Los hombres encumbrados por puntos no es fruta para guardada: pódrecese presto; no así los que suben con trabajos, con experiencias y obras heroicas, que, como maduros, duran. Particularmente importa sea el que ha de gobernar muchedumbre, de conocida virtud y acertado gobierno en su familia. Mal por estremo reglará una provincia, mal regirá un ejército (república de hombres movediza) el destemplado en propias acciones, el desordenado en su misma casa. En Europa observan los más contraria costumbre. Violéntanse los ingenios, oprimiendo las inclinaciones. Tal vez guían por las letras al que muere por la milicia; tal aplican al arte a quien fuera gran letrado. De aquí nace la perturbación de los ánimos, las rebeldías de las voluntades. Semejante escusa pueden proponer los que, dejando su centro, tratan de trasladarse a otro. Hácese historiador el cosmógrafo, astrólogo el boticario, matemático el jurisprudente. Huyen, finalmente, muchos lo en que entraron por fuerza.
Alivio II
Sabrosísimo discurso fue el del alivio pasado para las dudas en que me hallo por instantes, en razón de lo que debo seguir. Atiendo, como signifiqué, al arte orificia, tan favorecida de príncipes, tan antigua y honrosa como sabe el mundo. Seguila, no por inclinación, porque soy de complisión colérica, y en ella se requieren gran duración y sufrimiento; mas obligome mi padre, que también la profesó, en esta forma. Desde los doce a decisiete años, ya pasados los de la primera enseñanza de leer y escribir, gasté inútilmente, sin estar ocupado en cosa de que me pudiese resultar utilidad. Acudía algunas veces a gozar las recreaciones del campo, que llaman salidas, donde es costumbre concurrir diversas gentes. Frecuentaba otros días las comedias, juzgando por no malgastadas aquellas tres horas, ya de suspensión, ya de regocijo. Daba al juego pocos ratos, por no hallar deleite mi cólera en su ciega distribución; todo a uno y nada a los demás. Entreteníanme grandemente las domésticas conversaciones de los con quien me había criado y vivido. Deste modo se pasaban los días, meses y años, ocupadísimo siempre en hacer nada. Una tarde recogiose mi padre conmigo en un aposento, y entre otros saludables documentos que no son deste propósito, me dijo las palabras siguientes:
“Imagino será por ahora superfluo darte a entender el crecido amor que como padre es forzoso tenga a tus cosas. Es cierto renacer los padres en las amadas prendas de los hijos, siendo sus fértiles pimpollos sus verdaderas medallas. Las reputaciones de muchos, y aun las conciencias, han padecido, sin duda, por este afecto natural gravísimos peligros. Esto, si la experiencia de los años no me engaña, procede de contino por desear los antecesores crecer más resplandor en su solar y apellido, y dejar más libres y seguros a los sucesores de las calamidades y miserias a que está sujeta la vida. Es mi intento dejarte (ya que eres único) cuanto pudiere acrecentado, con lícitos sudores; no con riesgo de mi honor, no con peligro de mi alma. Mi abuelo fue mejor que mi padre, mi padre mejor que yo, y yo pienso que soy mejor que tú; y, en fin, todos fuimos oficiales. Entre los buenos es odiosísima la ociosidad, como causa de infinitos males. Decisiete años tienes, edad que hasta ahora parece no ha sido capaz para percebir con atención y fruto estas razones. Desde aquí adelante resuélvete a mudar vida. Es crecido el número de holgazanes, de perdidos; no le aumentes con ser para poco, con ser distraído. Aplícate a lo que más te agradare, gastando el tiempo virtuosamente. Si desde hoy no fueres compañero de mis fatigas, estrecharé la mano; antes la apretaré del todo al vestido, al sustento, al albergue. Es difícil mucho alimentar familia, por la penalidad con que se granjea lo necesario en ella. Conviene, pues, habituarse al trabajo, para no llevarle cuesta arriba cuando fuere menester usarle.”
Dejáronme tristísimo semejantes razones, como derechamente opuestas al hábito de mis costumbres; mas, viendo confirmaba sus palabras con obras, negándome lo que liberalmente me solía conceder, mudé propósito y comencé a ser discípulo de tan amoroso maestro; a ser aprendiz de mi misma casa. Poco a poco salí oficial, si bien nada primo, por asistir al arte involuntario, impaciente. Faltó quien me dio el consejo, quien se me mostró tan fiel y propicio, y por su muerte reconocí lo bien que me estaba seguirle. Tomé estado: mujer, por cierto, virtuosa, con mediano dote; mas siempre aborrecí mi ejercicio, como repugnante y violento en mi condición. Eran mis pensamientos más generosos y deseaba igual correspondencia en mis acciones. En este ínter murió en Milán mi tío. Nombrome su postrera voluntad heredero de su hacienda, valuada en doce mil ducados. Mi patrimonio y dote valdrán otros ocho. Resuélvome con veinte mil en no ser más platero. Quiero ser noble, quiero comer mil de renta sin disgusto. Deseo en particular asegurar la conciencia, puesto que no hay arte de tanto riesgo para ella como la mía, por los engaños frecuentes, por las ganancias ilícitas. Ya os es manifiesta mi intención; resta ahora me apadrinen en este nuevo combate los avisos del Doctor, para que yo, sin nota, salga vitorioso.
Sólo puedo emplear mis buenos deseos en serviros. Discreto sois, y bien hábil para huir cualesquier peligros que pudieran deslucir el proceder de ese nuevo grado a que aspiráis. Mas cuando os faltara caudal de advertencias, ¿quién mejor que el Maestro os pudiera enriquecer dellas, pues sus letras y virtud le habilitan en toda perfeción?
Honráis a quien nada bueno tiene sino conocer sus cortos méritos. Cuanto más, que la teórica de los libros antes entorpece que adelgaza los ingenios en las cosas comunes, en los términos politicos. La prática sí que perficiona la natural viveza, alumbrando en muchas cosas que no se pueden aprender en los estudios. Las conversaciones, sobre todo, aficionan la prudencia, maduran los entendimientos y enriquecen los ánimos de infinitos actos nobles. Según esto, habiendo vos visto más, y más conversado, tocará a vuestra suficiencia dar satisfación al interés del amigo; que los dos le conseguiremos no menor en oíros atentamente.
La llaneza con que procedemos hace inútiles cualesquier réplicas. Así, pienso dividir en dos partes este punto de nueva caballería: servíos de que le demos este nombre. Ceñirá la primera los indecentes modos con que algunos noveles se introducen en ella, pasando en las cortes de falso. La última contendrá los requisitos necesarios en el que con buena intención (hablando al uso del mundo), sin ser noble, tiene impulsos de parecerlo. No apartaré los ojos de lo general, porque deseo carezcan de dientes los documentos. Así, cuando se alegaren consecuencias y símiles, serán imaginados, no verdaderós, sólo para corroboración de lo que se dijere. ¡Cuán vil, cuán cobarde es la murmuración! Puede ser comparada a la mosca: fuerzas no más que en el piquillo. Atrevida, importuna, a todos embiste, hasta al rey no perdona, y osa manchar la mayor blancura. Es digno de alabanza el que muestra en toda parte ser bien intencionado. Condénase la demasiada agudeza en penetrar corazones, en discernir pensamientos, en advertir malicias. Esto se reprueba hasta en los señores más soberanos. Sienten mucho los súbditos tener regentes que los presidan también a las imaginaciones, plaza donde torna espacio un corazón afligido. Han de mostrar tal vez los superiores ser cortos de vista y sordos; que se requiere más paciencia donde hay más sabiduría. Loable será en este propósito apuntar solamente comunes excesos, defectos generales, para emendar lo reprehensible, por parentesco o vecindad. Con esta protesta delante, es de advertir compite la nobleza de linaje con la vida, venciendo a todos los demás bienes. Fúndase su más loable principio en la antigüedad, por sí misma venerable. Por ella parece ser natural la heredada. Sin duda desanima grandemente la baja sangre; mas esto, tomado rigurosamente, es sumo error. No es nuestro lo que pasó antes de nosotros, y si lo es, todos heredamos un ser y calidad; todos procedemos de un Adán, formado no de barro para unos y para otros de plata. Lo más alto para con los hombres es abominación para con Dios; así, en una y otra ley hizo de pastores reyes, y de pescadores apóstoles. La materia por sí, según esto, antes es digna de menosprecio que estimación. Siguese no haber sin virtud nobleza, y que ésta pone cierta necesidad de imitación, y que ambas juntas son polos sobre que se funda la salud y conservación de las repúblicas. Por manera que, así como una misma raíz brota espinas y rosas, dañosas aquéllas y útiles éstas, así de un mismo tronco pueden salir dos ramas, dos hermanos, infame y plebeyo el uno, noble y caballero el otro. Conviene, pues, usar de modestia y cortesía en los principios, para que se olvide y borre aquella nota que suele causar la improvisa mudanza de una esfera a otra. Reparo con justa causa en vuestro nombre, poco acomodado para un don. Forzoso fuera mudarle, a no haber sido confirmado cuando niño. No suena a propósito don Isidro, como tampoco don Frutos, don Marcos, don Salvador, don Cebrián, don Domingo. Menos me cuadra el González; que, si bien de cristiano viejo, es apellido común. Aunque en este particular fácil fuera prohijarse el más respetado y antiguo de Toledo, Manrique o Mendoza, pues saben hacer semejantes embelecos hasta los hijos de nadie, contrahechos y advenedizos. Por cierto, gran ventura alcanzan los plebeyos que, introduciéndose a pícaros (iba a decir a caballeros), les cupo en suerte nombre abultado y sobrenombre campanudo: don Juan, don Sancho, don Alonso, don Gonzalo, don Rodrigo, etc. Uno conocí (Dios le perdone) cuyo padre, siendo oficial de bien, un platero honrado como vos, granjeó mediana hacienda, con que se le metió al hijo en el cuerpo este demonio que llaman caballería. Vínole a pelo el nombre, de gentil sonido, aunque común; animole una noche buenamente (pienso que muerta la luz) la primer primicia desta locura, y amaneció hecho un don Pedro; por quien, y no por Pedro, se dio a conocer a todos desde allí adelante, sin eclipsársele la vista ni temblarle la mano al formar las tres letras. Habíaseme olvidado el cognombre; en razón de que os certifico podía competir con el mejor y más antiguo de Antequera. Fuese poco a poco juntando con otra escuadra de su metal, caballeros al vuelo o entre renglones, a quien cierta loca llamaba graciosamente Estopeños. Murió en este ínter el padre, cuya vida y oficio enfrenaba en alguna manera el apetito caballeril del hijo. Sólo tenía por cuidado el buen viejo juntar dineros, dejados aparte prolijos desvanecimientos. Aquí fue el quitarse el mayorazgo del todo la máscara. Abrió su casa para conversación. Asistía en las ruedas, si no discreto ni gentil hombre, por lo menos con traje y atavío de caballerete, seda, cabestrillo, sortijuelas y cosas así. Es recebido entre galanes no estar con las piernas juntas, sino algo divididas, por el brío y gallardía de que así participa el cuerpo. Hasta en esto no quiso quedarse atrás nuestro don Pedro. Era de contino aficionado a tal postura; mas, ¡ay triste, que no procedía del uso, sino de mayor desgracia! Supe tenía entre las piernas un garbancillo casi como uno de los que adornan el petril de la puente Segoviana.
La nobleza tiene muchas especies. Divídese en muchos géneros. Declaran todos ser la mejor la de ánimo; luego, la de naturaleza, esto es, ser con ventajas noble el a quien compusiere y organizare la misma con más perfeción. De donde afirmó Platón deberse el reino al más hermoso. La falta destos dos requisitos se oponía fuertemente a nuestro gentil don Pedro para que no entrase con temeridad en lo vedado, por carecer totalmente dellos. El ánimo era un trasunto de miseria; la organización, de estatura mínima, y ésta, muy vellosa y con espesas barbicas. Si perdía jugando, rabiaba y maldecíase; si daba naipes, excedía al más riguroso garitero en quitar pieles, en chupar sangre. Tras esto, quería caballerear, quería para sí aquella tan difícil unión de honra y provecho.
Por cierto estravagantes modos, trazas indignas. Tras no convidar con la presencia, tras no atraer con la discreción, ser corto, ser miserable. Antes de recebir sacros órdenes, también profesé la perdición del juego. Gracias a Dios que me levanté desta caída, y, reconociendo cuán vil era aquel ejercicio, le abominé y puse en perpetuo olvido. Acuérdaseme haber visto concurrir en tales conversaciones algunos oficiales del bordado y sastrería, cuanto a liberalidad y silencio, calificadísimos caballeros. Perdían o ganaban con particular agrado, con singular cortesía, sin obligar jamás a descompostura, ni a mover los labios.
Basta que el nuestro abrazó la contraria, pasando sin cesar los límites de toda modestia. Mas ninguno adquiera semejante opinión entre los a quien llamare amigos. Todo era mofarse, todo escarnecerle, todo gestearle, pasando muy buenos ratos con su figura. Aunque he discurrido por varias provincias y halládome rodeado de diversos peligros, juzgué siempre por el mayor la comunicación de tales sujetos. Cobra fuerzas esta opinión de la desigualdad que interviene en la amistad, no digo cuanto al nacimiento, que en esto todos son de buen solar, todos son a prueba, sino cuanto a imprudencia y presunción. Estas plantas de nueva caballería se desgajan con la demasiada fruta. Guardan a los años escaso decoro. Despéñanse con las lenguas, hablando a bulto, sin consideración, sin modo. Descubre la cordura sus quilates cuando, sufriendo ajenas imperfeciones, se ajusta el que la posee con los talentos de los con quien comunica. Ninguno fue autor de su ser: recibiole del Cielo; ha de pasar con el que le tocó. Mejórale tal vez la experiencia, que en esta parte se ha con él como la osa con su parto, bulto informe a quien da forma con la lengua. Mas lo que infundió naturaleza y procede de lesión de potencias carece de remedio: ni edad ni manejo de negocios es bastante.
Por Dios, que voy hallando lo que había menester. Pierdo la paciencia en considerar haya hombres tan deslumbrados, tan rudos, que para conseguir lo que les falta desobliguen con términos extravagantes y molestos. Así como es más que ateísta quien, falto de luz de entendimiento, desvía siempre de sí la consideración de su mortalidad, así también es cierto viene a ser más que bruto quien por momentos no fija a solas la vista en los defetos, sean naturales o adquiridos, para emendarlos, aunque se oponga gallardamente al conocimiento el amor propio y el agrado del ser. Mas, esto aparte, quisiera (pues yo no he de seguir semejantes despeñaderos) propusiérades las prevenciones con que me puedo hacer amable, granjeando la gracia de los con quien me tengo de introducir nuevamente, ya que estoy resuelto en esta determinación.
Toda esta polvareda levantó un don; ¿qué os parece los daños que suele ocasionar? Así, tened por bien quedaros en el estado de Isidro; que no consiste en eso la felicidad que pretendéis. Grandes personajes hemos conocido sin dones, y también algunos mercaderes con los mismos nombres que los personajes; mas no por eso viven en el mundo sin distinción. Perdonad si os fui enojoso en comenzar por la parte que podía contrastar vuestro disinio; que de ordinario campean más las cosas al lado de sus opuestos. Pronto me hallaréis en lo que al presente deseáis otra siesta, que no es éste punto de oposición para de repente. Recogerá la memoria cuanto fuere de importancia; meditaralo despacio el entendimiento, y explicaralo la voluntad lo mejor que pudiere. Fuera de que también puede causar hastío el exceso de un solo manjar, conviniendo servir varios platos a varios gustos.
Terrible violencia es la de la inclinación; poderosos los bríos y ardores del ánimo, para enfrenar a los que osan divertirse dél. Materia es ésta en que pueden campear las lenguas con elegancia. Hagamos, pues, si os parece, los tres alarde y muestra general de los impulsos que padecimos, o venciendo la corriente de nuestra vocación, o dejándonos vencer de nuestros incentivos, ya que con tanta llaneza nos declaró Isidro los suyos, significándonos su intención.
Sea así; que es nuestra voluntad conformarnos con la vuestra; mas advertid que se decreta en este tribunal seáis vos el primero que deis principio.
Convendrá, siendo superior, obedecer; mas no callando: y así, va de historia: Ocupáronse mis padres, nobles montañeses, en servicios de un señor destos reinos, tan grande, que en títulos y vasallos no le igualaron muchos de los antiguos reyes de que en su división participó España. Su prontitud y fidelidad obligó a sus dueños a continuar en su vejez su medra y amparo. Tuvieron tres hijos: dos varones y una hembra. La doncella, desde niña, fue recebida con mucho amor de los señores, que desde luego se encargaron de darle estado en mayor edad. De los dos, estudió gramática el uno, y, también pequeño, entró en religión, prometiendo su agudeza no estériles esperanzas a su tiempo. Quedé yo solo, siendo el regalado, el querido de mi casa. Guiome mi padre por la derrota que él había seguido, esto es, de capa y espada. Desvelábase en traerme lucido, sin sentir la costa, aunque para otras cosas hiciese falta el dinero. Levantábame tarde, oía misa en la Trinidad, de quien vivía cerca, y hasta la una me entretenía parlando con otros mozuelos de mis años. Hallábase ociosa la imaginativa, vagabundo el pensamiento, y el entendimiento con limitada operación. Gozaba el siglo de oro propio de tal adolescencia: ni cuidados de familia me desvelaban ni con afectos se perturbaba el corazón. Todas mis ansias consistían acerca de mi ornato y atavío. No desflorado el zapato, al uso pecho y cabello, grandes puños, cuello con muchos anchos y azul, pomposas ligas, medias sin género de flaqueza, y a esta traza todo lo demás de que cuida el que profesa gala. El titular a quien servía mi padre quiso verme. Agradole (como él dijo) mi airosa disposición, y, últimamente, gustó le sirviese de paje. No lo fui tan presto de su cámara, o porque semejante grado no se merece sin servir, o porque con el ejercicio me habilitase más en viveza. Quedome por resguardo mi casa; y aunque frecuentada de mí todos los días, se me hacía por estremo grave la asistencia del nuevo ministerio, y más cuando me tocaba el ser de guardia. En esta entrada improvisa, ni mi padre halló bastante escusa contra su resolución, ni yo qué poder alegar para impedirla. Obedecí, pues, a bulto, y mientras ignoraba el remedio presente, sólo sabia sentir las incomodidades de servitud. Aun ahora no he perdido la admiración de lo que se padece sirviendo. Los criados de mayor jerarquía son los más difíciles de sobrellevar, por ser sin número sus impertinencias, sus demasías.
¿A quién no brumará los huesos un mentecato mayordomo, bienhechor solamente de sí mismo? ¿Qué vida no consumirá el imperio de un imprudente maestresala, prontísimo legislador de sus antojos? Al primer descuido osó amenazarme con el castigo pueril. Cubrióseme de colores el rostro; impidió la vergüenza las palabras por un rato; al fin, le sinifiqué evitase otra vez igual amenaza, puesto que podría más conmigo una razón de advertencia que el temor de aquel deslumbramiento. A esta sazón tenía yo deciséis años, aunque estatura de veinte, y ciertos humillos de valentía infundida en el cuerpo. Pareciole a mi superior había excedido los límites de modestia, y difirió la satisfación para una madrugada. Tuve vislumbre deste intento, y, apercibiendo una hoja, al querer ejecutar su enojo, halló por contrario el mío, y la daga. Salió herido en un brazo levemente, siendo tan grandes los gritos, tan terrible el alboroto que no pude escapar, aunque lo procuré. Fue llamado mi padre con toda presteza. Acriminose el exceso, y heredando su ira el oficio de mi adversario, pagué de contado el atrevimiento. Con todo, no vi el rostro de mi dueño en muchos días. Alzose, al cabo, el entredicho y cúpole al maestresala su parte de reprehensión. Advirtió le había dado en su casa aquel cargo, mas no la discreción con que convenía administrarle. Que tras muchas faltas y muchas amonestaciones, apenas tenía lugar el castigo, de quien los pajes mayores era justo quedasen a veces reservados. Propúsole los inconvenientes que produce el demasiado rigor, y mandole no careciesen de perdón algunos yerros, valiéndose en todo de moderación y artificio. Con este suceso quedé mejorado en puntualidad, porque, corrido de lo pasado, no quise dar nueva ocasión de enojos, pues dellos me venían a caber tanta parte. Era particular mi limpieza y aseo, porque en ambas cosas se esmeraba mi madre; y así, no participé de las comunes calamidades desta turba. Condolíame de ver en mis compañeros tanta escaseza de todo, en especial de camisas, cuya tez venía a ser en breve de Etiopía. No sé a quién deba culpar en este desorden: si al mayordomo, si al señor; mas pienso que menos al señor y más al mayordomo, ya que a él, como a su lugarteniente, toca proveer a los muchachos lo forzoso. Jamás osaron estos diablillos perder el respeto a mi compostura, cuanto a matracas y culebras, escarmentados con la heridilla; de donde colijo ser conveniente tal vez mostrar aceros en los principios, para evitar en lo por venir gran número de pesadumbres. Esta vida me tenía descontento, sintiendo sobremanera estampar las huellas de un coche o seguir el paseo de un caballo; mas cualquier mal puede ser endulzado con otro mayor. En este ínter me comenzó a mirar con buenos ojos cierta Urraca en librea, cierta Sarra en edad: dueña, hablando con debido acatamiento. Entraba yo bien a menudo en la sala de estrado, de quien la tal era centinela, siempre ocupada en su labor. Los más días me obligaba con un regalico, sudado y corto. Loaba mi buen talle, mi gracia, mi discreción; cuando le pareció estaba ya bien desvanecido, fue haciendo comemoración de sus partes. Engrandeció su linaje, y, con asomos de lágrimas y pucheros, refirió se habían hallado en él gran cantidad de hábitos, cuatro títulos, dos virreyes, maeses de campo y capitanes sin cuenta.
“¡Ay, rey mío (fue prosiguiendo), a cuánto obliga en los bien nacidos la necesidad! El de Santiago adornaba el pecho del que Dios tiene: de mi buen señor y compañero. Cuando casé con él llevé veinte mil en dote, sin otras joyas de mucha estimación. Era tan liberal como caballero, sin saber negar jamás lo que le fue pedido. Aunque desperdiciaba inconsideradamente, no hallaron contradición en mí sus demasías; que profesé con el mucho amor mucha obediencia. Al paso que la vida le duró la hacienda, quedando viuda con tanta penuria como calidad.
Mantuve muchos días el fausto de casa y sirvientes; mas convínome aligerar de costa; que cortas fuerzas no pueden oponerse a largas obligaciones. Así continuaba mi clausura, cuando entraron por mis puertas los ruegos desta señora, que en quinto grado (y no le está mal) me reconoce por su parienta. Resistí sus instancias no poco tiempo, considerando con dolor no era sufrible dejase, por servir a otro, la habitación donde fui tan servida de tantos. Viendo, con todo, iba ya la fortuna haciendo suertes en mí a toda prisa, condecendí, debajo de algunas condiciones, que después no se me guardaron. Fue la primera se desterrase de donde yo estuviese el riguroso vos, eligiendo para mi consolación cierto término impersonal en que con industria cuidadosa tampoco entrase el ella. Vine, en suma ¡ay de mi!, que no debiera, pues en breve se convirtió en tigre la que al principio pareció cordera. Voséame sin ocasión a cada paso, hace que la sirva de rodillas, a mi despecho idólatra, acaudalando sin cesar íntimo aborrecimiento su increíble aspereza, sus prontas injurias. Pues cuanto al dar, por milagro se le cae de la manga un alfiler. ¡Ay dolor de la que llenó a sus criadas de costosos vestidos, apenas probados! Por instantes menoscaba nuestras raciones, alegando no ser tales ni tan buenas las de otras casas. Si nos armamos de mesura, nos llama fruncidas, torpes, necias; si descubrimos contento, libres, descompuestas, atrevidas. En fin, yo padezco tan amarga vida y tan notable inquietud de espíritu, que estoy casi reducida a desesperación. Hállome, pues, determinada en dar de mano a tantas menguas, a tantos oprobrios, mostrando (libre de tantas tribulaciones) en un rincón resistencia y constancia contra los crueles golpes de la fortuna. Piensa nuestra enfadosa haber llegado al colmo de felicidad y grandeza por la rentilla que goza, por los titulillos que posee. Pues engáñase mucho. Muchas leguas le faltan hasta la cumbre, de donde, a veces, el que se vee más cerca perece con mayor caída. En las cosas humanas, por su naturaleza inconstantes y resbaladizas, ni se puede hallar estable felicidad, ni continuado sosiego, como lo mostró la experiencia en mí misma. Señoras hay que con su buen término, con su blandura, cautivan los ánimos, sujetan los albedríos; mas el desagrado désta, su desenvoltura, su arrojamiento, concita rancores y solicita odios. Tiénese por discretaza y hermosa, por de buen gusto en galas, en joyas, y comete grande error; porque en nada es singular sino en soberbia, entonación y desvanecimiento. En medio de tantos infortunios, suele causarme algún alivio la consideración de las ventajas que le hice antes que este infeliz monjil, este funesto manto y la mortaja destas tocas (traje que tanto afea) desluciese mi lustre y ocultase mi buena disposición. Más valía, señor don Luis, mi brío, la tez de mi rostro, el ornato de mis rizos, el donaire de mi conversación, el acierto de mis vestidos, que cuanto bueno se descubre hoy en las demás de palacio. Danzaba milagrosamente; acompañaba con un harpa sonoros acentos, y, sobre todo, era singular mi primor en conservas, en bordados, pastillas, aderezos de guantes y cosas así. La labor blanca excedía a todas en perfeción. Para todo alcanzaba habilidad y todo me sucedía dichosamente. A Dios gracias que, aunque con pérdida, algo me quedó deste caudal. Si alguno se hallara cuyas partes merecieran poseer mi voluntad, ¡qué dichoso fuera! ¡De cuántos regalos tuviera sobra! ¡Qué lucido, qué limpio, qué aseado anduviera! Pues cuanto al sujeto, aún duran las reliquias de lo mucho bueno, si el espejo no me engaña. Ocultan estas pliegues cabellos largos y lustrosos; lisa está la cara; entera la persona; y si bien la continua labor turbó algo la vista, sólo me sirven los antojos para de cerca; que de lejos no penetra tanto un lince.”
Con tales rodeos y artificios, ya de pasado fausto, ya de presente calamidad, ya de murmuraciones, ya de abonos en los descréditos de la edad, fue poco a poco manifestando mi documental Quintañona que la tiranizaba el amor y que era yo la causa de su incendio. Quedé atónito cuando percebí su intención, por ver no se escapasen tan rancios huesos de amorosas pasiones, aunque no me espantara si, como ahora, hubiera pasado por semejante milicia. Mientras alargaba su mano para juntarla con la mía (retirándola, sin darme por entendido), comencé a disponer su consuelo con breves palabras: Animela y persuadila excluyese toda novedad de su pensamiento, pues allí, por la cristiandad de los señores, por la noticia de quién era y por la puntualidad del sustento, se podían gastar los años con provecho y deleite. Así escapé por entonces; y aunque de parte de mi requiebro hubo otras veces muestras de acidentes penosos, libré el sufrimiento de segunda prueba, por haberse en la primera apurado sumamente. Pasáronse seis años sirviendo, sin haber sacado de todos más que la pérdida de tiempo, tan irreparable y dañosa. Tras haber sido paje de cámara y favorecido no poco de mi dueño, me honró con que ciñese espada, dándome título de gentilhombre. Cobré con la nueva compañera más aliento, más brío, para conseguir con su ornato grandes cosas. Eran hasta allí mis imaginaciones y pensamientos una idea sin forma, un caos confuso; a ninguna cosa me hallaba particularmente inclinado, cuando, sin pensar, me dejó sin pulsos aquel fuerte contrario, aquel valeroso combatiente que llaman Amor. Venciome, al fin, en virtud de pocos años y mucha hermosura. Amé seis meses una doncella, sin darle algún aviso de mi inquietud, aunque los ojos podían ser mensajeros bien elocuentes. Muchas veces me ensayé para poder, si se ofreciese ocasión, significarle mis penas, y sólo el acto imaginado me producía miedo y me causaba turbación: tan grande era el respeto que tenía a su compostura y honestidad; que cuando los ojos miran afectuosamente lo que aman, no sólo enmudece la lengua, sino la imaginación. Rondaba sus puertas de noche, con que me consolaba en estremo. Jamás desamparaba la iglesia a que acudía para misa y sermón, siendo sabueso de sus huellas en sus salidas, que eran bien raras. Hízola reparar al cabo tanta frecuencia de mirar, tanta continuación de asistencia; mas, como primeriza, daba poco lugar al deseo, y a la lengua ninguno. Correspondían a veces solamente los ojos, sintiendo yo gozo tan grande con aquel desusado favor, que casi como arrobado y en éxtasis participó el corazón de muchos desmayos. En suma, me determiné a escribirle; mas sobrevinieron algunas dificultades sobre si había de expresar mis sentimientos en verso o prosa. No me salía la prosa del alma; el verso, sí. Deseaba esplicar mis amorosos concetos con su dulzura y sonoridad; mas no sabía cómo, por no los haber hecho jamás. Busqué un amigo, y con su ayuda forjé algunas redondillas en que, tras exagerar su hermosura y muchas partes, decendí a la expresión de mis congojas. Los términos eran comunes; que me pareció impertinencia elegir enigmas. Agradáronle los versos apenas entendidos, no más que por ser pequeños. Enseñolos a sus amigas; hacían todas con ellos gran fiesta; mas casi como incapaz de afectos, no la enternecían mis lástimas. Perseveré en pasearla, en seguirla; insté, rogué, y, en fin, dispuse el consentimiento para honesto lazo. Así se me pasaron algunos meses (instantes para mí) amando y siendo amado. ¡Oh, cuán suaves, oh, cuán fieles son siempre los amores primeros! Todo lo que no era verla o escribirla era para mi pena y dolor. Comunicábanse las almas por los ojos, y tal vez los corazones por las lenguas. Comenzamos a sentir molestia con la dilación. Pedirla para esposa era empresa difícil, por ser rica y noble, circunstancias por quien la juzgaba el padre digna de ilustrísimo dueño. No sosegó el discurso muchos ratos, inquiriendo el medio oportuno con que la industria ocupase el lugar de la razón. Firmamos ambos dos cédulas, quedando con esto públicas las secretas voluntades. Pretendí ser Paris de tan hermosa Elena; mas fueron en agraz descubiertos mis disinios. Ausentáronla del lugar a parte no sabida de mí, y con veloz presteza la entregaron a estraño dueño. Afligiose la amante. Lloró, suspiró por la afición antigua. Lamentó la violencia; mas las caricias del reciente esposo escombraron las tristezas del corazón y concedieron algún ocio al alma. Perdí al saberlo las potencias de la mía, y faltando su operación al cuerpo, estuvo en punto de fenecer. Viendo sin algún remedio mi accidente, tuve el morir por felicidad; mas de tan desesperada resolución me divirtieron poco a poco sanos consejos. Con todo, determiné durase el sentimiento lo que la vida, sirviéndome la poesía para su expresión. Por manera, que la primera y última inclinación que he conocido en mí fue de amor y versos. Desto solo trato de día, en esto sueño de noche, siendo destos dos asuntos esclava siempre la imaginativa. Por lo menos, propuse dejar a España, por negar a la vista odiosos objetos. Aceleró mi partida el disgusto de mi ocupación, tan sin fruto, que con menos me hallaba en los fines que en los principios. No hay cosa como arrimarse al poderoso, al valido, a quien dando parece lo mucho poco. No medraba, ni descubría vereda por donde pudiese el tiempo restaurar estos daños. El señor a quien servía era mártir de ambición; y aunque rico, pobrísimo de lo que le faltaba; puesto en fin de más copiosa adoración. Para conseguirle, por momentos le vi hacer actos de sumisión abominable. ¡Oh, turba vil de nobles, sujeta por antojos, por vanagloria, a servidumbre, a menosprecio! Consideré había parado de paje en gentilhombre escudero; que ya lo son de una silla todos los gentilhombres. Pues ¿qué sino portería podía esperar cuando con los años se entorpeciesen los pies? En todo viven engañados los príncipes, ceñidos siempre de brutos, de lisonjeros, de truhanes. En ellos hallan sus ignorancias aplauso, sus excesos ejecución. Cáusales por eso enfado la presencia de sabios y virtuosos, por ser derechamente sus opuestos, y el más fuerte obstáculo de su vivir licencioso. Fáltales habilidad hasta para notar un billete, con que en ellos se verifica bien ser los defetos de elocuencia muestras de hombre ignorante. Sábese entrar la sabiduría humana en el nombre de títulos y bienes honrosos; antes ser ella sola el mayor y mejor, por ser participación de la divina, y necesaria para la conservación universal de todos estados. Así excede a los reyes, siendo por ley natural superior a los poderosos.
Suelen remunerar muchos señores servicios de toda la vida sólo con exterior voluntad, que, aunque siendo verdadera y grande puede equivaler a las obras, es, con todo, triste cosa entre los hombres el afecto sin efeto. Apenas dan lo desechado, lo inútil, huyendo de contino el rostro a las ocasiones de liberalidad. Como en los vicios reconocemos aquella parte, aquel efeto que nos tuerce, atrae y sujeta, esto es, en la venganza la satisfación, en el hurto el interés, en la sensualidad el deleite, así también en las virtudes morales, si sus fines no se convierten en nuestra utilidad, sin duda son muertas. ¡Qué buena es la caridad, qué loable la conmiseración!; mas, si el favor se detiene, si falta el socorro, ambas, ¿de qué fruto? Así, pues, en los señores. Bueno es ser nobles, mejor ricos; mas si guardan su dinero, mas, si viven para sí, ¿de qué provecho?, ¿de qué consideración? Pudríame sobre todo el lenguaje de que se valían mis dueños nombrándose. Jamás primo y prima se vieron en Guinea tan repetidos, aunque el primado se derivase del grado sétimo. Hónranse más con el vínculo de sangre que con el de matrimonio. Harto más parientes fueron Adán y Eva, si es que del cuerpo lo es más cualquier costilla suya, y, con todo, ni por escritura ni por tradición se sabe que se llamase primo el uno al otro; marido y mujer, sí. Mas quiero se evite este modo, por ser, en su opinión, humilde; ¿de qué sirven, o para qué se inventaron los títulos de duque y duquesa, de condesa y conde? Consumen grandemente la paciencia los chismes de que gustan, los baldones que inventan. Bien es verdad que no hay deuda pagada tan de contado como la del hablar injuriosamente, aunque sea de parte del señor para con el criado. Apenas da principio el uno a pronunciar denuestos, cuando comienza el denostado a prohijarle los atributos de impertinente, de temerario, de majadero. Sólo se diferencia esta música en los tonos, por ser más alto el de aquél; el déste, más bajo. Insistido, pues, de dos desgracias, amar sin dicha y servir sin medra, traté de pasar a Nápoles, negociado antes algún sueldo; que medios suplieron servicios. Concluyo con afirmar que en lo discurrido hasta aquí de mis años sólo tuve por inclinación amor y poesía, viniendo a ser melancolía para mí lo que no tratare desto.
Con lo significado os habéis hecho digno de conmiseración y lástima. Bien se os luce la poca edad en la elección de lo que seguís. ¡Cuán cierta ruina os promete una y otra pasión! Ser amor dolorosa muerte, acidente y no sustancia, consistir en la memoria, por estar en ella la impresión de la cosa amada, nacer de los sentidos, de la voluntad y del corazón por la vista, pruébanlo cuantos escribieron sus calidades. La Poesía causa al sujeto casi no menor daño, sirviendo sólo de robar las horas que se debían ocupar en más digno empleo. Desautoriza sumamente a sus profesores, que se juzgan incapaces de otro ministerio, por divertidos demasiado en aquél. Por esto se alzan con la mayor parte del gobierno los no muy ingeniosos, y están arrimados grandes supuestos.
Créese sean antiquísimos los principios de la Poética, y se tiene por cierto se hallase el verso antes que su observación. No niego haber sido los poetas oídos siempre con deleite grandísimo, por la consonancia y numerosa estructura. ¿Qué más? Hasta la prosa por este conocimiento fue ceñida y atada con ciertos pies. Observáronlo así, por mayor dulzura, Isócrates, Demóstenes y Marco Tulio en las cláusulas, naciendo de aquí tantos tropos, tantas figuras y colores retóricos. Mas, en general, deleita y agrada más el decir natural y simple, sin ornamento, sin arte, en la forma que se habla comúnmente. No quieren se halle nada afectado, nada fingido ni desencasado del uso vulgar, sino todo sincero, todo sano y sin adulterino color, puesto que, según la opinión de Sócrates, cualquiera es bien elocuente en lo que sabe. Cánsame sumamente el uso de las rimas y aquella violenta necesidad del consonante, tan apetecido del vulgo. La prosa, cuando se habla o escribe como se debe, mantiene indecible decoro y gravedad, siendo su artificio mucho más ingenioso que el del verso. Soy, pues, de opinión os desviéis con todo cuidado de lo que por ningún caso ocasiona utilidad ni reputación.
Atónito me deja semejante parecer en amor y poesía, y a no estar en el mundo tan asentado por excelente uno y otro, en cuidado me habíades puesto de armarme de razones contra las vuestras. Si amor es conveniente o no, si es bueno o malo, apacible o riguroso, quédese el disputarlo para otra vez; que no mereciera yo título de su vasallo fiel si no entrara por su respeto en la lid más peligrosa. Sólo pretendo al presente (antes de apuntar los que faltan las fuerzas de sus inclinaciones, que para eso será oportuno otro cualquier tiempo) expliquéis algunas partes de la Poesía, así por mayor; que, como sin letras, he mucho menester vuestra enseñanza. Y os suplico la tratéis esta vez no como padrastro; antes le hagáis buena acogida, honrándola como a güésped con quien es lícito usar excesos de cortesía.
La llave de mi voluntad tenéis para obedeceros; mas es de advertir no se cause molestia a los que, como vos, quizá no gustan de tal materia; que es acertado siempre medirse con el gusto general de la junta.
En ningún sujeto puede ser penosa la vuestra, como quien con tanta elegancia sabe hablar sobre cualquier cosa. Muy de su parte ha muchos años tiene la Poésía granjeado el aplauso y aceptación de todos, y así, al presente sólo podremos nosotros rendirle el debido tributo de atención, para recoger vuestras palabras sin pestañear.
Corteses sois por estremo, y por diferentes caminos sabéis obligar; será, según esto, la más discreta réplica el comenzar.
Sin duda, los primeros maestros de la vida, en tiempo cuando los hombres rudos y silvestres aún no bien se unían y congregaban, enseñados de la naturaleza, que les había concedido ingenio y voz para poderse juntar cómodamente, hallaron la gravedad de los versos. Comenzaron cantando, con ellos, a disponer la dureza de aquellos pueblos, que entre árboles y grutas pasaban a modo de fieras, sin tener noticia de mejor ser ni de más políticas costumbres. Apenas resonaron los acentos destos primeros cantores, cuando, atraídos de su melodía, fueron seguidos de los más rústicos. En esta forma se publica haber la deleitosa cítara de Orfeo atraído a sí fieras, piedras, plantas y ríos con la harmonía de sus voces; esto es, haber reducido con el verso a vida sociable aquellas gentes montaraces y desunidas. Por lo menos, tiene la Poesía en su favor este gran principio. Mas su origen túvole, sin duda, del Cielo. Habiendo Dios (autor de todo, de cosas invisibles y visibles) criado ángeles y hombres, y adornádolos de dones maravillosos, fue conveniente declarase una y otra generación en cuánta obligación le estaba por tantos beneficios recebidos. Esto queda más confirmado poniendo la consideración en los asombros soberanos. Si miramos los movimientos de los orbes, que con el continuo girar hacen sempiternia harmonía, si se repara en los espíritus celestes, cuyo concento y admirable modo de voces excede nuestra inteligencia, denotan haberse unido todos para rendir gracias a tan inmenso padre y señor, y para con sumas alabanzas celebrarle cantando. Parece, pues, no haberse podido hallar mejor forma como que los mismos, con acomodada medida de tiempos y palabras intelectuales, hiciesen ruegos que tuviesen vigor para mover la divina potencia cuando pidiesen gracias y suplicasen por nosotros, perteneciéndoles el cuidado de las cosas humanas y el estar delante del sumo Rey, en ayuda y favor de los mortales. Así, casi luego que nacieron los hombres, o por divina razón de naturaleza, o porque tanto cuanto era más reciente su origen derivado de arriba, tanto más presto, viendo lo mejor, quisiesen imitar la costumbre de los que en el Cielo habitan, podemos imaginar eligieron honrar a Dios con música y poesía en públicos y privados sacrificios, en ruegos, en hacimientos de gracias y en todas fiestas, cantando palabras ligadas y restringidas debajo cierta ley harmónica. Por tanto, así como de la ciega gentilidad, entre los coros de entendimientos celestiales fueron antepuestos Apolo y las Musas para celebrar la majestad del gran Júpiter, criador y dueño de todo, así también los hombres atribuyeron a los poetas (súbditos ya de Apolo) el mismo oficio, como a intérpretes de las cosas divinas. En esta conformidad, toda la antigua Poesía era de los dioses, ni otra cosa contenía que celestes alabanzas y ruegos para impetrar su favor y dar gracias de las cosas felizmente sucedidas. Loaba también y rogaba a los héroes puestos en el número de dioses, o por aplacar su ira, o por conseguir su socorro. Después se ocupó asimismo en celebrar los gloriosos hechos y claras virtudes de ilustres hombres. Ahora, siendo cualquier difinición tema fecundo y concertado, principio de las ciencias, nombre de la cosa y naturaleza della, será acertado, difiniendo la Poesía (ya explicado su origen), afirmar ser arte de imitar con palabras, a diferencia de la muda. Imitar es representar y pintar al vivo las acciones humanas, la naturaleza de las cosas y diversos géneros de personas, como suelen ser y tratarse. Divídese en tres especies: épica, scénica y mélica. Las partes de la épica esenciales son fábula, afectos, costumbres, sentimientos y palabras, en que entran los episodios como acidente. El poema, en general, juzgo ser mezcla de acciones divinas y humanas. Ciñe tres puntos principales: proposición, invocación y narración. La fábula se forma diversamente, mixta y doble, simple y compuesta, sin otras. Son sus miembros atar y desatar. En las costumbres hay diferencias: de edad, de fortuna, de nación. Los afectos tienen también vario origen: de amor, de odio, ira, mansedumbre, miedo, confianza, misericordia, desdén, invidia, celos, emulación, menosprecio, vergüenza y otros: La poesía scénica o representable se divide en tres: tragedia, comedia y sátira. El fin de la primera es mover a conmiseración. La dignidad de su verso iguala a la del épico: por eso le señalan coturnos. Pasa entre príncipes, entre héroes y grandes personajes. Los modos de la fábula trágica, sus miembros y episodios, cómo se ha de representar lo miserable, lo espantoso, costumbres, pasiones, traje, aparato y otros requisitos, pedían más tiempo y meditación. El oficio de la comedia es mover a risa. Introdúcense en ella personas comunes, como ciudadanos (así son propios suyos los zuecos) donde pueda tener lugar la gracia, la malicia, el artificio, la agudeza. Será forzoso pasar apriesa por todos sus términos, puesto que se podía formar crecido volumen si se hubieran de exprimir por menudo el origen de la comedia antigua, de la mediana, de la nueva; qué se requiera en el cómico, cuál deba ser la fábula, de qué metal los episodios; qué cosas se pueden sacar al teatro, y cuáles oírse o narrarse; en qué degeneran de las épicas y trágicas las costumbres y afectos cómicos; de qué forma ha de ser la graciosidad y de qué agudeza el motejo; cuántos sean los actos de la comedia, cuántas las escenas, de qué forma el verso, traje, teatro y título.
La sátira scénica consistía en introducir algún sileno o sátiro, no sólo en el coro, sino también en los razonamientos y discursos, atentos siempre a mezclar donaires y burlas entre las veras, oficio ahora propio del lacayo. No son deste género las sátiras épicas. Diferente artificio tienen las de Horacio, Juvenal y Persio, tocando a éstos enderezar costumbres, reprehendiendo galanamente vicios públicos. La mélica o lírica poesía ostenta con no menor antigüedad que las otras. Es común parecer de todos haber sido Apolo el primer inventor de la lira, a cuyo son (apto mucho y muy conforme al canto de las cosas divinas) se cantaba el poema mélico. Tuvo la antigüedad muchos instrumentos de música y muchos géneros de cantos. El primero fue todo de los dioses; el segundo, lleno de lamentos; el tercero, llamado peana, de Apolo, por la vitoria conseguida con la muerte de la serpiente dicha Pitón; el cuarto, ditirámbico, cantado en alabanza de Baco; el último, nómico o legal, por haberse instituído para dar leyes de bien vivir. Todas estas maneras tenían su propio instrumento. Profesábase adaptar a las cosas las palabras, a las palabras los tiempos y pies, para hacer versos a ellas convenientes, y a los versos los concentos de voces y cuerdas. Los cantores líricos conseguían el toro en premio de su vitoria, y el trípode los ditirámbicos. La materia lírica fue aplicada en sus principios a las cosas divinas; después, decendiendo a los hechos humanos, cayó en el regazo de vanidades. Mas cómo se deba cantar amor honesto, cómo loar perfeta hermosura, puede enseñar a todos el Petrarca, maestro de amorosa poesía.
Quieren los gramáticos sea el modo mélico mixto, participando de narrar y de imitar. Según esto, será imitación de actos, ya graves y honrosos, ya deleitosos y placenteros, debajo de cabal y perfeta materia, comprehendidos de cierta grandeza, que deleitosamente se hace con versos, no simples ni desnudos, sino adornados y vestidos de harmonía, cuya naturaleza se une por estremo bien con la música y baile, ya narrando simplemente, ya introduciendo a que otro hable, ya observando uno y otro modo, para que con igualdad produzcan deleite y aprovechamiento. Son las partes esenciales del mélico, fábula, digresión, afectos, sentimientos y palabras. Varias son sus especies en todas lenguas. En la vulgar abraza todo género de composición: versos sueltos, ligados, en sonetos, canciones, liras, otavas, tercetos, décimas, romances, ovillejos, sextinas, redondillas y otros. En general, consta toda la mejor de alteza de concetos y elegancia de palabras, de buena colocación, sonantes, dignas y graves, imitando antes de la publicación de todas la calidad del buey, que pace, rumia y lame; esto es, que no salgan abortivas, sino más y más premeditadas. Sobre las materias y formas poéticas, que son de muchos géneros, había mucho que decir, y asimismo las partes y artificios de cualquiera composición; mas será forzoso cortar el hilo, bastando por ahora lo apuntado.
Casi todo lo más que explicastes se queda por descifrar para mí. Breve mapa ha sido; mas comprehensor de grandes cosas en razón de lo propuesto. Ignoraba hubiese en el mundo términos semejantes, ni arte rigurosa que enseñase poesía. En la fuerza de mi inclinación seguía sólo la lumbre natural, con que me parecía haber llegado a lo sumo de cuanto había que aprender. Según las ocasiones, tomaba la pluma y escribía, soneto, décimas o romance, procurando expresar mi sentimiento de modo que me entendiesen. En teniendo a la orden mi conceto, como me salía de la imaginación, y certeza de que no había de quedar por consonante, respeto de tener un libro dellos, llevaba adelante mi obra con gran confianza y satisfación. Ahora reconozco eran aquéllos partos de ingenio niño, sin ornamento, sin gala, sin luz de poesía.
Son pocos los que alcanzan semejante noticia. Da lástima ver tanto ingenio ocupado en versificar, sin entender lo que traen entre manos. Poetas hay de a sesenta y setenta años, tan idiotas como presumidos, hechos toda la vida unos Rodríguez, unos Hernández, unos escuderazos viejos de las Musas, sin más capacidad en los fines que en los principios. Ponen todo su caudal en ciertos fragmentos desabridos y fantásticos. Falta a los más talento para emprender obra seguida, donde se pudiese descubrir el caudal de ciencia y arte. La caterva mayor es la de los mozalbetes, tan enamorados de sus ingenios, que a la segunda composición piensan de sí no faltarles ya más tierra que descubrir, por parecerles haber sido los Colones de cuantas Indias, de cuantas riquezas poéticas se pueden imaginar. Esta gente es peligrosa mucho, porque sólo comunican sus versos, no para desengaño, sino para ostentación; y así, se debe huir con todo cuidado.
Pues si, como decís, apenas hay en la lengua castellana arte por donde los ciegos en esta facultad puedan cobrar vista, escusados se hallan si sus obras no salen con la perfeción que se desea. Trabajo agradecido fuera el que se tomara sobre este asunto, y aun, si he de decir lo que siento, quizá no desigual a vuestros hombros, pues en tan corto discurso ceñistes tanta sustancia, tanto esencial.
Es muy digno de temer no atierre tan grave peso el vigor más gallardo. Sacar al teatro del mundo para siempre hijos llenos de propio amor y ardor no resfriado podría intentarlo solamente quien del todo hubiese perdido el miedo a las menguas de honor. MAESTRO: Tales cobardías suelen ser dañosísimas a la patria, pues deja de gozar por ellas los frutos de inumerables ingenios. Servíos de que no enfrene vuestra voluntad, si la tenéis, semejante recelo. Ocupad los ratos del ocio (casi como por alivio de más graves estudios) en hacer este beneficio a los que por falta de latinidad es forzoso procedan a escuras.
Presto se podrá levantar tal edificio, por haber días que tengo recogidos los materiales. Así, pues me infundís ánimo, pienso dar en breve a la emprenta una Poética Española, que, por lo menos, saldrá con buenos deseos de acertar.
Confuso me tiene tanta modestia. Obras acertadas serán las que publicáredes; que no deseos. Contraria de la vuestra es mi condición. Jamás querría los hombres tan humildes y que profesasen tan exquisita sumisión. Dos cosas no aparto de la memoria, en que tengo depositado mi gusto: componer un libro y hacer una comedia. A uno y otro me apliqué muchas veces, y todas me quedé atrás, sin poder pasar adelante. Deseo me digáis si es posible salir con mi intento, y qué orden tengo de guardar cuando volviere a mi porfía.
La posibilidad, señor don Luis, es cosa muy dilatada; mas, en rigor, ninguno da más de lo que tiene. Quien sin caudal de letras quisiere publicar libros, abrazará vana pretensión, y su deseo producirá heno, no grano. Ni sólo para la perfeción deste ministerio se requiere haber leído mucho, sino haber visto muchas ciudades y comunicado muchas gentes, por no poder suplir la teórica lo que pertenece a la prática.
Riguroso estáis conmigo, y parece ponéis cuidado en oponeros a lo en que os manifiesto tengo delectación. ¿Es posible ha de ser sólo para mí dificil lo que es tan fácil para todos? ¿Por ventura hállase ya quien no tenga sobra de talento para componer muchos volúmenes, cuanto más uno? Apenas hay dineros para comprar tantos como se publican todos los días, ¿y queréis sea yo solo el inhábil, el incapaz?
Decís bien; mas es de considerar no ser legítimos los más de ésos, sino bastardos: no partos buenos, sino abortos. ¿Acaso juzgaréis por verdadero capitán al que no hubiere sido soldado, por buen piloto al que nunca hubiese entrado en la mar, o cuadraríale bien al maestro su grado si careciese de estudios? Así, pues, no merecerán nombre de libros los en que no precedieren ciencia, erudición, experiencia, moralidad y lo demás que los puede hacer perfetos.
Frustrado, según eso, queda mi disinio en esta parte, y os prometo siento con demasía tan manifiesto desengaño. Perdiendo voy del todo el ánimo que había concebido en virtud de tantas osadías como acerca deste particular he visto en otros.
Paso; que os soy más amigo, y no pretendo infundiros tristeza con mis palabras. La regla que oístes padece su excepción, como todas las demás. Es el caso que si con el libro que deseáis componer pretendéis opinión de docto, erudito y versado en varias materias, cesa vuestra determinación. Mas si queréis componerle sólo por galantear con la pluma, como si dijésemos, sólo por hablar, sin quedar opinado entre sabios por científico, no sólo tendréis licencia para uno, sino para casi infinitos, porque, en fin, su número dependerá de vuestra lengua.
Viváis mil años por el consuelo. Con causa provocara risa querer persuadir pueda alguno tener verdadero nombre de rico careciendo de hacienda. Ande yo impreso por las manos de las gentes, y adquiera este dulce nombre de autor, y séase con lo que fuere. Demás, que no todos los entendimientos tienen unos mismos quilates. Platos ha de haber con que se alimente el vulgo, cuyo talentazo no usa jamás la exquisita vianda de puntos sutiles. Y si bien conozco no haber felicidad que iguale a la de conseguir inmortalidad cuando llegue la muerte, en virtud de obras, por dignas eternamente durables, cáusame, con todo, alegría entender pueda resonar mi nombre en las bocas de muchos, de cualquier capacidad que sean.
Bastantemente os habéis declarado, y sobre igual apetencia caerán bien ahora los documentos. Debéis, pues, considerar no poderse decir rigurosamente haber cosa que ya no esté dicha, o, por lo menos, imaginada. Asentado este principio, tan importante para el discurso presente, es cierto ser lo más que pueden hacer cuantos escriben recoger lo principal que se debe contener en los tomos, para escoger después lo que pareciere venir más a propósito. Sin duda, es acto acendradísimo del entendimiento la acertada elección y buena disposición de cualquier cosa. Entremos ahora en el espacioso campo de los libros, cuyo ejército consta de diferentes escuadrones. Usurpa las fuerzas del más sutil discurso considerar la muchedumbre que se halla compuesta sobre materias varias; sobre varias, no dije bien: antes sobre unas mismas. La inmensidad que reconoce en su dominio la Jurisprudencia, ¿paréceos que puede ser numerada fácilmente? Firmísimo cimiento fue aquel de las Doce Tablas, pues tan gran máquina pudo fundarse sobre su fortaleza. Esto nace más de la ambición de los hombres que de la urgente necesidad que pueda haber de tanto volumen. No hay Indias cuya riqueza baste para tenerlos todos. Mas, si va a decir verdad, con menos puede un ingenioso lucir, acudiendo a las fuentes de uno y otro Derecho, a sus comunes glosas y clásicos expositores. Todo lo demás es, sin duda, acumular redundancias y traspalar de una parte a otra un mismo grano. Algo más corto número es el de la facultad médica; bien que para matar a muchos basta una hoja. En los de la sagrada Teología no hay para qué meterse, siendo cierto deben, aunque muchos, ser necesarios todos para exponer mejor la sutileza de sus puntos; para confutar depravadas herejías, y cosas así. En razón de Matemáticas, particularmente Geometría, me ha causado admiración el desamparo con que vive, pues tal vez he visto catredático con dos oyentes. Merece, sin duda, el buen Euclides cualquier honra, y sus demonstraciones toda veneración; mas es infinito el número de ignorantes, y así, no es mucho menosprecie su incapacidad la sutileza de sus lineas, ángulos, cuadrángulos, etc. Pues no ha de ser vuestro asunto de alguna destas facultades, hállome indeterminado sobre cuál materia le pertenezca, y así, estoy cuidadoso hasta descubrir el rumbo por donde podáis seguir tan ardua navegación. ¿Acaso gustáis de novelas al uso?
No entiendo ese término, si bien a todas tengo poca inclinación, por carecer de cantidad de versos.
Por novelas al uso entiendo ciertas patrañas o consejas propias del brasero en tiempo de frío, que, en suma, vienen a ser unas bien compuestas fábulas, unas artificiosas mentiras.
Paréceme tuviera yo habilidad para mentir, ya que, fuera de ser (según dicen sus profesores) cosa por sí tan suave, es grande felicidad ayudarse de su inventiva en las ocasiones de pluma.
Las novelas, tomadas con el rigor que se debe, es una composición ingeniosísima, cuyo ejemplo obliga a imitación o escarmiento. No ha de ser simple ni desnuda, sino mañosa y vestida de sentencias, documentos y todo lo demás que puede ministrar la prudente filosofía.
Pues si ha de tener semejantes requisitos, pasemos adelante; que me juzgo insuficiente para novelar.
No sería malo, si por suerte os han sucedido naufragios en el discurso de vuestra vida, entregarlos a la fama, para que por boca de la posteridad se vayan publicando de gente en gente.
Eso, ¿a qué propósito? Porque como quiera que de muchos infortunios es autor y causa el mismo que los padece, sólo puede servir de manifestar al mundo su imprudencia, firmando de su mano sus mocedades, escándalos y desconciertos.
Decís bien; mas, con todo eso, no falta quien ha historiado sucesos suyos, dando a su corta calidad maravillosos realces y a su imaginada discreción inauditas alabanzas; que como estaba el paño en su poder, con facilidad podía aplicar la tisera por donde le guiaba el gusto.
Y ¿qué fruto sacó de tan notable locura, de tan desatinada osadía?
El que suele producir lo que no se forja en el crisol de la cordura: mofa, risa, mengua, escarnio.
Ruégoos no padezca interpolación nuestro discurso; que es indigno estorbo ése para interrumpirle.
¡Albricias; que tengo por cierto haber hallado lo que hasta ahora busqué! Ocupáos en escribir una historia, la que mejor os pareciere. De su variedad os resultará entretenimiento; fuera de que también sacaréis no pequeña utilidad; que cuesta mucho un libro semejante, por haber de ser su volumen crecido.
Líbrenos Dios: fuerza es santiguarse. ¿Yo historia? ¿Empresa tan poco ardua juzgáis la de historiar, que osáis cometerla a mi idiotismo, a mi flaqueza?
Si la historia hubiera de escrebirse con los preceptos que publica el arte, no me atreviera a encargaros cuidado igual. Porque siendo así que todos los libros van enderezados a un fin, que es el de enseñanza, la más digna de todas las lecciones viene a ser la de Historia, por aprovechar con la narración de públicos negocios o particulares acciones, no comunes, sino singulares y famosas. Por eso concluyen comúnmente ser la misma testimonio de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y mensajera de la antigüedad.
¡Como quien no dice nada! ¿Por qué camino, según eso, pudiera yo sacar a luz historia acertada, si carezco de erudición, de inteligencia y prática para narrar no solamente los hechos, sino rastrear también la razón con que se hicieron, y juntamente los consejos y motivos que pudieron intervenir en los casos? Sin esto, son menester papeles; que escribir sin comprobar antes es propio de fábula que historia.
No me desagrada ese conocimiento; mas, por otra parte, réplica tiene vuestra proposición. Al cómo se puede sacar a luz historia acertada sin los requisitos de arriba y sin papeles, respondo que como la sacan otros muchos: sin ellos. ¿Hállase cosa tan estéril como casi todas las de España, y, en particular, modernas? Parece andan buscando aposta para este fin los que menos saben, los menos graves y suficientes, los a quien presenta sólo el favor, no sus letras y capacidad. Debrían cierto los príncipes (exclama un bien entendido) favorecer a los hombres que pueden tratar con elocuencia y verdad, con prudencia y juicio, las cosas bien hechas en paz y en guerra. Así se robaran al olvido tantas hazañas de españoles, cuales nunca en sus Décadas y Anales celebraron de sus romanos los tan aceptos Livio y Tácito. Descubren los escritores estranjeros la malicia de sus ánimos para con nuestra nación, al paso que desean sepultar en silencio las proezas de tanto invencible caballero como en todas edades produjo España. Tantos Sertorios y Viriatos, tanto numantino tan prodigioso, tanto valor y lealtad saguntina, tantos reyes guerreros y fuertes sucesores de Pelayo, tantos Bernardos, Condes Fernán-González y Cides, ¿cederán por ventura a sus Manos, a sus Cipiones, a sus Césares? Pues en tiempos más modernos no han sido menos maravillosas sus hazañas en Flandes, Alemania, Francia, Italia, África, Indias, Oriental y Occidental, y en la misma España contra infieles, quebrantando con la fortaleza de sus brazos la soberbia de tantas naciones, por su disciplina tan formidable a todos. Deja, pues (repitiendo las palabras de un docto), la grandeza de su esfuerzo con grande intervalo inferior al de más estruendo; y así, copiosos de tantas riquezas militares, desestiman y menosprecian los atributos de bárbaros que les aplican algunos autores, procediendo todos de mordaz envidia, que, como se sabe, es dolor y tristeza que proviene y nace de ajenas glorias. Todos estos y otros muchos inconvenientes se evitaran buscándose sujetos hábiles y capaces para historiar, con que tan dignos hechos cobraran sus merecidos resplandores y el nombre perpetuo que les era debido. Burlárase también así la indignación y odio de los estraños, que apenas puede sufrir salga un pequeño rastro de sus cosas del sepulcro de tan largo olvido. Mas hállome muy apartado del primer intento; baste lo que me trasportó el amor de la patria y fuerza de la verdad.
Ya que vuestro talento no osa (y no sin prudencia) dispensar su caudal en esto, estoy indeterminable sobre lo que os pueda proponer de menos dificultad. Entiendo sería bien dictar algún volumen de cartas, juntamente con algunas advertencias y avisos de Corte. Si os agradase este empleo, se podría exagerar en su principio cuán importante ocupación sea la que trata de informar hombres nuevos en puntos tan peligrosos, en materias tan difíciles.
Paréceme, con vuestra licencia, burlería y ocupación indigna de cualquier mediano discurso. Los formularios antes causan daño que provecho, por tratar a sus inclinados como a niños de escuela, a quien apenas es lícito escribir sin ejemplar. Sin esto, la necia confianza que comunican a sus poseedores produce flojedad en los ingenios más vivos, para no inquirir agudos concetos, ni las elocuentes galas de que se adornan: por eso no se debrían consentir en las repúblicas.
Confórmome con vuestra opinión. Ahora me ocurre que si tuviérades noticia de la lengua latina, o italiana, era fácil traducir en romance algún librito curioso, con que se viniera a conseguir vuestro intento; que, al fin, en semejantes trabajos, se lisonjea a la lengua natural con hacerle propias las buenas razones ajenas. Y aunque muchos ignorantes menosprecian esta ocupación, es, con todo, digna de cualquier honra. Según me acuerdo haber dicho en otra conversación, las traduciones, para ser acertadas, conviene se transforme el tradutor (si posible) hasta en las mismas ideas y espíritu del autor que se traduce. Débese, sobre todo, poner cuidado en la elegancia de frases, que sean propias, que tengan parentesco con las estrañas, llenas de énfasi; las palabras, escogidas y dispuestas con buen juicio, para que así se conserve el ornamento y decoro de la invención; de manera, que estas dos virtudes queden anudadas con tal temperamento, que por ningún caso pierda de su lustre y valor la obra traducida. Será casi imposible pueda jamás acertar tales versiones el bárbaro, que se halla destituido del todo de la lengua latina, importantísima, sin duda, para alcanzar y poseer las riquezas de cualquier idioma. Así se veen no pocas veces deslustrados muchos dignos autores, emprendidos, por su gran desdicha, deste género de idiotas, no menos presumidos que temerarios.
En confirmación de lo que advertis, puedo afirmar haber visto, y ha muy poco, algunos doctos poemas vulgarizados con tantos yerros y tan grande infelicidad, que, moviendo a conmiseración con los estragos y deformidad padecida, claman y solicitan indignación contra la ignorancia y osadía de quien así se atreve a su decoro y opinión; como si en razón de entendimiento se hallara tan superior a los demás hombres como el sol en luz al resto de las estrellas.
Gastáis tiempo en cosa que no me pertenece. Eso fuera a propósito al volver de Italia, de donde, ya poseída alguna noticia de la lengua, trujera conmigo un par de librillos acomodados al intento. Por ahora no poseo más que la natural, y en ésa me parece hay harto en que entender.
Yo me suelo reír mucho de los que, sin ser únicos en la suya, profesan otras exquisitas, juzgándolos águilas en griego y gansos en castellano. El que no es singular en la de que participó en la leche, en la que ha sido compañera de sus años, en la que usa comúnmente para exprimir sus concetos, ¿qué crédito de elegante podrá pretender en la ajena, en la escura, en la no entendida? Es cosa digna de compasión ver la ceguedad de algunos, que con seis palabras puestas en la memoria y dichas sin tiempo entre ignorantes, pretenden grande opinión de eruditos, y, lo que es más, pródigo sustento, vestido y casa.
Tened; que poco a poco vais resbalando, y cairéis sin pensar en alguna murmuración. Tanta inquisición se puede hacer sobre este particular, que se venga a descubrir el tesoro que buscamos. ¿Por ventura tenéis cantidad de poesías hechas a diferentes sujetos, cuando duraba la correspondencia de vuestra dama?
Sí tengo, y no pocas ni mal trabajadas, aunque las he cobrado notable desamor, por ser claras y fáciles, después que llegó a mi noticia ser de ingeniosos escurecer los concetos y mezclar por las composiciones palabras desusadas y traídas del latín a nuestro vulgar.
Vivís engañado en ambas cosas. No deben ser (enseña un docto moderno) los versos revueltos, ni forzados; mas llanos, abiertos y corrientes, que no hagan dificultad a la inteligencia, si no es por historia o fábula. Con esta claridad suave, con esta limpieza, tersura y elegancia, con la fuerza de sentencias, y afectos, se debe juntar la alteza del estilo. Mas, sobre todo, sin la claridad no puede la poesía mostrar su grandeza; porque donde no hay claridad no hay luz de entendimiento, y donde faltan estos dos medios no se puede conocer ni entender cosa. Y el poema que siendo claro tendría grandeza, careciendo de claridad es áspero y difícil. Con estas palabras, cuanto a la lengua, de bien grave autor, quedaran, a mi ver, convencidos (permítase impugne esta novedad su primer autor, si bien lucidísimo ingenio en nuestro vulgar) los que siguen secta contraria, publicando bernardinas y haciendo burla de los a cuyas manos llegan. Sin duda, se levanta en España nueva torre de Babel, pues comienza a reinar tanto la confusión entre los arquitectos y peones de la pluma. No sirve el hablar de encubrir o poner en tinieblas los concetos, sino de descubrirlos y declararlos. Merlín Cocayo, donosísimo poeta, aludiendo en su Macarronea a este lenguaje infernal, introduce a un demonio hablando, sin poder ser entendido, desta manera:
Drum Cararontardus, tragaron granbeira detronde.
El Dante, por el consiguiente, varón doctísimo, hace en su obra que Lucifer, admirado de ver en su región hombres en carne y hueso, exclame diabólicamente:
Pape Satán, Pape Satán, Alepe.
Mienten, según los presentes dogmas, los preceptos retóricos en excluír de la oración demasiadas metáforas, como opuestas derechamente a la gala natural del decir. Pena es de sentido, como la de las almas, atormentar con la difícil construción de los periodos. No se debe cargar un vestido, aunque sea de joyas; que saldrá pesado. Bien hayan los autores antiguos Virgilio, Homero, y los demás épicos y liricos; que, con ser tan elegantes, les tocó la dignidad de clarísimos, como a patricios venecianos.
Falta ahora responder a lo de las palabras desusadas, peregrinas y nuevas. Las desusadas (prosiguiendo los preceptos del mismo moderno), desecha por antiguas al común uso de hablar, si bien tal vez redunda en gala ingeniosa el usarlas. Peregrinas son las que se toman de estraño lenguaje, de quien sólo será lícito valerse cuando en el natural faltaren vocablos con que poderse exprimir bien los pensamientos del ánimo. Así se han ido poco a poco convirtiendo en propios muchos meramente latinos, como repulsa, idóneo, lustro, prole, posteridad, astro, y otras sin número. Del arábigo hay también muchos, y muchos habrá asimismo del griego, como sabrán sus profesores, en particular nombres propios: Decamerón, Filocopo, Cimón, Dioneo, Pánfilo, Filostrato, Filomena, Emilia, Neyfile, Elisa, etc. Por manera que es lícito (dice el mismo autor) a los escritores de una lengua valerse de las voces de otra. Concédeseles usar con libertad prudente las forasteras y admitir las que no se han escrito antes, las nuevas, las nuevamente fingidas, y las figuras del decir, pasándolas de una lengua a otra; que así se da más gracia a lo compuesto, se hace más agradable, más apartado del hablar común, y se deleitan más bien los que leen. Síguese (va prosiguiendo) que quien hubiere alcanzado con estudio y arte tanto juicio, que pueda discernir si la voz es propia y dulce al sonido, o extraña y áspera, puede y tiene licencia para componer vocablos y enriquecer la lengua de palabras limpias, significantes, magníficas, numerosas. El orador difiere mucho del poeta en el lenguaje; ni tratan unas mismas cosas. La Poesía es abundantísima, sola, sin sujeción, y maravillosamente idónea en el ministerio de la lengua y copia de palabras para explicar concetos. Las riquezas que posee nunca se acaban ni deshacen; antes con inmensa fertilidad crecen y se renuevan perpetuamente.
Consolado me deja respuesta semejante, de quien infiero no haber perdido mis versos alguna cosa por claros y suaves, y que por ningún modo me era lícito afectar escuridad en ellos. Cuanto a las palabras, de las comunes elijo las más dignas y convenientes para exornación de mis poemas. Procuro sea buena su colocación, inquiriendo con cuidado las que echo menos para la acertada expresión de los concetos.
Buen camino es ése: no dejéis de seguirle en las ocasiones; que es lo demás fruslería, yerro y novedad viciosa, digna de ser evitada. Supuesto, pues, que os halláis con cantidad de fragmentos poéticos, carece de cualquier dificultad el juntarlos en un volumen y entregarlos a la estampa con título de Obras sueltas. Un riesgo sólo corre esta determinación, y es que los superiores conceden de mala gana licencia para la impresión destos libros, y, si va a decir verdad, muévense con justísima causa, por haberse publicado algunos merecedores de hoguera. De suerte que, cuanto a rimas sueltas, solamente las de Garcilaso y Camoes merecen en España aplauso y estimación; las demás, menosprecio y olvido, por flojas, por humildes en pensamientos y elocución.
Hacéis notable agravio a muchos poetas ilustres que andan recogidos en un tomo, donde he oído decir se hallan algunas buenas composiciones.
Habíaseme olvidado ese librillo. Juzguele por lo que leí, que fue poco, mies en parva: paja y grano. Muchas cosas por madurar, pocas valientes. Quisiera yo fueran los términos de decir poéticos, selectos, nerviosos, de gran pompa y aparato; que lo demás no viene a ser poesía, sino prosa trabada. Cáusame a este propósito crecida admiración la crasa ignorancia que se profesa generalmente. Por un soneto flojo, por un romance sin ornato, sin gala, piensa cualquiera haber llegado a la cumbre de la más alta sabiduría y al colmo de todo crédito y opinión. Semejantes deslumbramientos proceden de propia satisfación (que es el mayor daño), y de no leer ni escuchar, medios eficacísimos para deprender. Da gusto ver cómo se llega un poetico novel a lo falso a lo satisfecho, con alguna composición o papel; que así llaman modernamente a los asumptos en verso. Y después de haber metido su ponzoña en el cuerpo de quien se le oye, si le advierte algo, queda declarado para siempre por su enemigo. Tan enamorado está de su ingenio, que le parece caso imposible el poder errar. Así presume nació la censura más de invidia que de buena intención y sano conocimiento. Los que del todo se hallan desahuciados de cobrar salud son los poetas señores, porque como quiera que en la comunicación de sus partos han de intervenir forzosamente engaño y lisonja, quedan llenos de trampantojos y ceguedad. Fuera de que, como jamás están enseñados a oír cosa que les dé pesadumbre, el advertimiento entre ellos es tenido por injuria y temeridad. Mas volvamos a cobrar el hilo de lo que íbamos diciendo.
Paréceme, pues, habrá dificultad en alcanzar licencia para la impresión, y que, según esto, sería menester valerse de industria con que se venciese este obstáculo. Convendría erigirle algún frontispicio pomposo, algún nombre abultado, ejemplar y atractivo. Si el libro fuera de latín, fácil fuera buscarle un título griego, como se usa; que, en fin, admiramos lo que no entendemos; respeto de ser vulgar, no me ocurre fácilmente cosa a propósito. ¿Acaso sería bueno Flores de la edad? Mas no, que muchas flores no dan fruto. Casi me cuadra el de Musas de Manzanares, si bien esto de musa y ninfa suele ser atributo de moza de paños menores. ¡Válgame el cielo! ¿No he de acertar con uno...? Sin pensar se vino a la memoria. Es excelente el de Engaños y desengaños de amor.
Por vida mía, que no le podía pedir más significante el deseo. Con el principio de mis amores dice admirablemente su primera parte; la última, con los fines.
No tenemos, pues, hecho poco. Resta ahora interpolar los versos con algunas prosas, que sirva sólo de explicar las ocasiones en que se hicieron. Con esta mezcla, con este entreverado se disimula no poco aquella mala calidad de rimas solas, y se da motivo a facilitar la licencia.
¡Aquí de Dios! ¿Tan gran delito es la poesía, que conviene profesarla con máscara?
Hállanse en los poetas griegos y latinos abismos de sentencias, habiendo cantado todo género de cosas. Platón los alaba y aprueba en el libro de sus leyes. Alcibíades exclamó contra un maestro que carecía de las Ilíadas de Homero, afirmando no podía saber ni enseñar bien quien las soltaba de la mano. Ninguno de los reyes y emperadores antiguos dejó de acompañarse con algún poeta. Fue venerado Anacreonte de Policrates, rey de Samios; Accio, de Bruto; Enio, de Cipión Africano, a quien hizo estatua; Andrónico fue ayo y maestro de los hijos de Livio Salinator; Virgilio y Horacio recibieron grandes favores de Augusto; sin otros muchos héroes que estimaron sumamente ser celebrados de cualesquier poetas.
Así como en esta edad no se hallan tan floridos ingenios como en aquélla, así también se han ido resfriando los favores, convirtiéndose en odio el amor. Los príncipes deste siglo, después que dejan de hacer obras dignas de loa, estiman poco sus alabanzas. Mas no es justo ofenda esta generalidad a muchos señores que se precian de hacer grandes honras a virtud y letras. ¿Cuándo se vio tan agasajada la Poesía? ¿Cuándo ceñida de tanto banquete, premio y honor como en estos tiempos? No pocos titulares, sin otra intercesión más que la de medianos versos, recibieron en sus casas hombres que los hacían, estimándolos, enriqueciéndolos, y, lo que es más, sufriendo sus muchas impertinencias, sus muchos desacatos y descuidos, indignos de cortesía y tolerancia. En suma, tenéis ya vuestro libro en astillero; paréceme que en razón desta dificultad ya no me habréis menester.
¿Cómo no? Aún falta mucho en que de necesidad me haya de valer vuestro buen discurso. No obstante que tengo legajos de poesías atrasadas, dulces despojos de mi pasión amorosa, ignoro si serán todos dignos de publicación, y si de los escogidos se podrá juntar cantidad bastante a formar un libro de justo cuerpo.
¿Eso os daba cuidado? Perdedle desde luego; que el remedio es fácil y a pedir de boca. Los libros que se componen de varios centones no inducen obligación de ser pequeños o grandes, puesto que está en mano del autor medir su fin con su gusto, y así, cesa la dificultad del cuánto. Al corto caudal de propias poesías podéis aplicar el suplemento de las ajenas, con que os hallaréis por estremo aliviado. El daño consistiera sólo en que vuestro libro fuera como información de letrado: nada propio, todo ajeno; mas, habiendo mucho de casa, ¿qué importa pedir al vecino algo prestado para lucir en semejante fiesta?
Bien estoy con eso; pero los que leyeren la obra, ¿no llamarán hurtos a esos socorros? ¿No juzgarán pobre ingenio el del autor? ¿No darán título de descaramiento a su necesidad?
No sois bueno para palacio: sois demasiado vergonzoso y circunspecto. Cuanto al robo, ningún alguacil os hará causa por él. A la pobreza de ingenio disculpa la remisión; porque está claro se forjarán cien mil versos en el crisol que se forjan ciento. Tengo por fruslería la nota de descarado. Es campo espaciosísimo el de la murmuración, y aunque componga el libro, iba a decir, una inteligencia celeste, no han de faltar achaques a la invidia, a la mala intención, para batir los dientes y morderle, por más humildad que se muestre en el prólogo. Todos cuantos escriben en todo género de facultades son cornejas vestidas de ajenas plumas. Publícase la obra; vanse los ojos a lo menos bueno, y murmúralo la lengua. Son otros linces de aprovechamientos; que así se llaman hoy los hurtos. Pasan algunos días, y, al cabo, el preso se da por libre; olvídase todo, y, por lo menos, el autor engorda con las maldiciones y dineros que sacó del trabajo. Es cierto no habrá quien ose apuntar cara a cara cosa que os disguste, si ya no quiere probar la suya el rigor de vuestra mano. Según esto, cuando en ausencia se pronuncien baldones, se esparzan injurias, ¿de qué importancia será para daros pesadumbre, si lleva el viento cuanto entonces forma la lengua? ¿Por ventura, como se dice comúnmente, puédense poner puertas al campo? Basta que es de gozques ruines roer talones, y de ánimos viles herir a espalda vuelta, y esto hácenlo sólo poetillas jacarandinos, vinolentos y juglares.
Dios os consuele en vuestras melancolías. Vuelto me habéis el alma al cuerpo. Inviolable ley será para mí tan próvida advertencia. Pienso hacer muchos insertos en el jardín de mi librillo; que no suelen ser los que rinden fruta menos sabrosa. Por lo menos, me agradecerán el contexto, el estilo, y, juntamente, haber plantado en mi viña sarmientos de buena ley, aunque ajenos. A mi ver, con los requisitos apuntados y con la cantidad de varias poesías que escribirán los amigos honrándome y abonando el libro, participará, sin duda, de toda perfeción.
¿También vos pretendéis incurrir en el vicio de soneticos mendigados? Ligereza notable, absurdo, terrible. Descúbrese indignísimo de cualquier mínimo loor quien, aspirando a él con ansia, le procura con incesable solicitud, con fomentada importunidad. Claro es habrá de publicar la lengua del muchas veces rogado lo que por ningún modo siente el corazón. Así, es justo llamar invectivas afrentosas y sátiras mordaces semejantes abonos, debiéndose entender siempre al revés de lo que suenan. Si la obra es mala, millones de sonetos en su alabanza no la hacen buena; y, al contrario, si está bien escrita, no ha menester para adquirir el aplauso ajenos puntales. Bestial estratagema, ridícula presunción querer el material, el idiota, el incapaz, conseguir nombre de discreto, de docto, con un centenar de bernardinas que pega en el frontispicio de alguna obrilla del todo indocta, insulsa y lega.
Sóbraos la razón en cuanto decís. Sin duda me quería despeñar. No pondré en el primer pliego ni una redondilla.
Resta saber qué tenemos de dirección. ¿Hállase ya elegido personaje a cuyo amparo le podáis cometer? ¿Ha de ser de los grandazos? ¿Rey, príncipe, duque, o punto menos, como sería marqués, conde, barón, etc.?
En esto me ha sucedido una estrema calamidad. Como ha días que me acompaña este intento, había tenido lugar de poner los ojos en un insigne defensor, en un admirable Mecenas, tan famoso por su persona, que ninguno le igualaba en el mundo. Mas en medio de mis mayores esperanzas, quiso el cielo llevársele, dejándome huérfano de su protección; pérdida que me llegó al alma.
De notable consideración debía ser el que con su falta os provocó a tan gran sentimiento. No viene a ser corto azar para la obra haberle perdido; mas sirvaos de consuelo quedar en varias provincias otros muchos, dignísimos de patrocinar cualesquier escritos.
No como aquél, cuya singularidad apenas puede segunda vez ser imitada de la naturaleza.
Extravagante encarecimiento. Sepamos quién era, por vuestra vida; no deis lugar a que nos cause pena la suspensión de ignorar su nombre.
El enanillo Bonamí.
¿Qué decis? ¿Aquel átomo de criatura, aquella vislumbre de niño?
Ese propio. ¿Por ventura paréceos erraba en la elección? ¿Acaso pudiera salir más acertada, si la estuviera meditando un siglo?
Sin duda habéis perdido el entendimiento. ¿Decís eso de veras? ¿Decislo con todos vuestros siete sentidos, como dijo un docto moderno?
Con siete y setecientos, si tantos tuviera; y ojalá no hubiera muerto; que sin falta lo viérades puesto en ejecución.
Pues ¿qué os movía para intentar novedad semejante, y aun estoy por decir tan inaudito escándalo?
Habéis preguntado bien; yo lo diré, y pienso os dejaré satisfecho. No se me puede negar era el dueño escogido en razón de insigne cuanto podía pintar el deseo, pues dejaba atónito a quien miraba la notable proporción de tan pequeño individuo, por quien, como sabemos, era estimado de las personas reales. Cuanto al patrocinio de mi volumen, lo mismo importaba ser pigmeo que gigante, puesto que no había de tomar (como ninguno las toma) armas y pelear en defensa del ahijado, cuyas heridas era forzoso fuesen de antuvión; y no hay quien pueda estar prevenido para evitar una traición improvisa, para evadir un asasinio impensado. Siguese el disinio de remuneración, que, sin duda, había de ser grandísima. Fundábase igual consideración en el común estilo del mundo, que andando en todas sus cosas al revés, así como en él tienen por costumbre los mayores estrecharse, así también era justo entender se habían de ensanchar los más chicos. Y de quien anhela por extensión de nombre, si no de cuerpo, ¿qué liberalidades no se pueden prometer? ¿Qué magnificencias no se pueden esperar? Fuera de que, cuanto a favor, con un granillo de mostaza, que es lo mismo que una palabrilla de las suyas, dicha entre los magnates de arriba, me pudiera hacer no sólo alférez o capitán, mas, con seguridad, maese de campo, o general de algún grueso ejército. ¿Qué os parece del fundamento de mi intención? ¿Corría bien el discurso? ¿Podía ser contrastado de contrarias razones?
No, por cierto, si ya no es lícito decir era posible heredase la puntualidad del premiaros y el cuidado de vuestro aumento sujeto de mayor estatura, que, memorioso de su obligación, la pusiese por obra en las ocasiones, puesto que entonces la dedicatoria saliera con mayor dignidad y reputación.
¿Hállase en toda la redondez de la tierra quien sepa ni quiera hacer lo que decís? Así se tragan los más poderosos, los más encumbrados, direcciones literarias como avestruces hierros, imaginando califican los asumptos más doctos, los desvelos más eruditos, con permitir a sus arquitectos pongan sus nombres y armas en la portada de la primer hoja.
Gentil vanidad, por cierto. ¿Qué interés resulta al libro de tan inútil ostentación, de humo tan desvanecido? El antiguo Mecenas, de cuya liberalidad y virtud tomaron apellido los venideros, no sólo alimentaba generosamente con su hacienda los sujetos ingeniosos, sino que también socorría con su favor sus pretensiones, representando a César (de quien era valido) su talento y partes, con que los beneméritos conseguían premios debidos. Ahora juzga el más dadivoso cumple y satisface con cualquier corta miseria, y ésa, dada por una vez, al que con su capacidad deja por muchos siglos dilatada su memoria, comunicando al nombre (parte mortal, que tan presto fenece y se olvida) el glorioso título de inmortalidad.
En suma, para evitar los inconvenientes de tan depravada costumbre, si con un bostezo de la Parca no se hubiera desaparecido el singularísimo Bonamí, yo había hallado, con elegirle por dueño, el derecho camino de valer y medrar. Sentí, sobre todo, faltase sin tener noticia de la dedicatoria, que, como miembro separado del libro (si bien, cuanto a interés, el más importante), la tenía ya ponderada y aun escrita, si no en limpio, por lo menos en borrador.
Anticipación donosa. Comunicalda, así viváis, si os acordáis della.
Dice: ‘Al setentrional Bonamí, príncipe de enanos, pensamiento visible, burla del sexo viril, melindrillo de naturaleza, ínclito poseedor de quantos títulos, atributos y epítetos se pueden aplicar a la más única pequeñez’.
Acetando este don y premiando con liberalidad los deseos de quien le ofrece, no obstante sea micosía de cuerpo tan abreviado, se hará, por extensión de nombre, el mayor de la tierra. Nuestro Señor, etc.
Disparate ridículo. Por lo menos, es bien concisa la carta y no menos nueva la cortesía con que le tratáis. ¿Qué os movía a no llamarle excelencia, señoría, o merced, sino micosía?
Cuanto a la brevedad, fue mi intento dirigir sólo un renglón a cada uno de los cuatro cuartillos de su brioso corpezuelo. Representábale en todos no más que la obligación en que le ponía con esta acción, siendo, por otra parte, cosa cansadísima la ignorancia y prolijidad con que proceden en las direcciones algunos asnazos cargados de letras, moliendo con exordios de lisonjas y pudriendo con encomios de linajes. El estilo de crianza fue acomodado con la disposición del sujeto, cuya figura, asimilándose tanto a la de un mico, micosía solamente era justo llamarle, y no de otra suerte, como de señor, señoría, de excelente, excelencia…
No me desagrada el derivado; aunque, si este punto se pondera como se debe, los modos más cortesanos, los términos de más aparato y las palabras de mayor tronido con que en las Cortes se veneran y ensalzan los gigantones de las riquezas, los sátrapas del imperio, no son más que varias ceremonias, aparentes fantasmas, engañosas tropelías. Confirma esta verdad también el uso de otras provincias, en particular, de Italia, donde al médico llaman excelencia y señoría al zapatero.
Quedo ahora deseosísimo de saber quién os industrió, o por qué camino aprendistes, el modo de escribir que me enseñastes, tan a lo artificioso, tan a lo poltrón, que cierto parece os pudiera hacer versado con tanto estremo la experiencia sola.
¿A quién, sino a ella, maestra de todo, pudiera yo atribuír el blasón de tan cómodo alumbramiento? Prática viene a ser en mí lo que al presente es teoría en vos. Años ha que hallándome bien descuidado de ocupar la pluma, o porque me juzgase insuficiente, o porque otros cuidados tuviesen con violencia oprimidos talento y gusto, se me apareció cierto personaje tributario de Amor. Traíale indecible impulso de que se celebrase la hermosura y constancia de su querida en algún libro serrano o pastoril, como el de Galatea o Arcadia. Aunque con alguna modestia excluí su deseo, pródigas cortesías de ofertas y palabras facilitaron el sí y dispusieron la voluntad. La dificultad consistía en la presteza; que fuese bueno y en breve: mirad cómo podía ser. Con todo, me ofrecí, y, comenzando, apenas en un día daba entera perfeción a dos planas; tan niño y torpe me hallaba en aquel género de escribir. Era sobrestante de la obra el mismo interesado. Pudríase y pudríame: él, con mi detención; y yo, con su celeridad. Moríame por hallar en tan largo y difícil camino algún atajo, sobre que de contino tenía ocupados los nervios de la imaginación. Ponderé convenía, para subir presto a parte alta, si no se permitía dilación para labrar una sola escalera, enlazar unas con otras, hasta la cantidad necesaria. Este símil fue puerto de mi borrasca; fue norte de mi navegación. Volaba desde allí adelante; mas era prestándome algunos sus alas. Cuanto a lo primero, entablé a mi placer los versos que tenía represados, que no eran pocos. Hacíales la cama con ciertas prositas ocasionadas; y tantos granos junté, que vine a perficionar el deseado montón. Apenas nacido, le repudié con ira, tratándole como adulterino. Al despedirle de casa, considerando sus yerros, por falta de castigación, “allá, dije, vayas para no volver: a poco dinero poca salud”.
Notable caso, y ajustado por estremo con la lición que me distes. Por lo menos, se publicó, y consiguió el amante el intento de alabar las partes de la que adoraba.
Pues es de considerar que, sin haberla visto ni comunicado, le di título de hermosísima, de sumamente discreta y a maravilla constante.
Servicio fue no pequeño: ¿acaso súpolo estimar esa dama?
Con muda lengua y apretado puño.
Agradecimiento en rima. Cierto que produce indignación haya escaseza hasta de palabras donde las obras son tan merecidas. Razón era considerase lo poco que se puede hallar obligada para la harmonía de cualquier loor esfera que no es movida con inteligencia de oro. La más esenta libertad de ánimo avasalla una voluntad agradecida.
El yerro más evidente en que incurren por instantes los a quien noble sangre y riqueza dieron algún grado en la patria, es imaginar se les debe sólo por sí cualquier tributo de honor, cualquier ofrenda de loa. El gañán más rústico viene a ser en su casa un cortesano, un conde; y más cuando su fatiga y sudor es mayordomo y despensero de su casa y mesa. Felicísimo quien huye de perspectivas importunas, todo humo, todo hinchazón, sombra todo.
No sé si discurrís con alguna pasión. En el cielo de la patria son, si el Rey sol, lucientes estrellas los titulares, ricos, poderosos, y con su autoridad y la de sus amigos, aunque hombres, casi dioses para el menesteroso y desvalido que a la sombra de sus alas vive y respira. Alimentados con abundancia, desdeñan la escaseza en los socorros, siempre generosos, si los hacen. En suma, no hay valer sin su amparo, ni librarse de infortunio sin su favor. Todo es miseria lo que no es palacio. Allí campea la gala, sobra el regalo, luce la discreción y se consigue el colmo de toda felicidad.
Demasiadamente os descubrís hijo del siglo. ¿Vos sois el filósofo? ¿Eso aconsejan tantos sabios antiguos? ¡Oh bienes incomparables los de la vida particular! ¡De cuánta quietud gozan tus profesores! ¡De cuán preciosa libertad, lejos de ambiciones, libres de envidias!
Singular sois y estraño en vuestras opiniones. ¿No es el hombre animal sociable? ¿No es necesario en el mundo el concurso y comunicación de muchos? ¿Han de vagar todos por desiertos? ¿Todo ha de ser retraimiento?
No, por cierto; que no se conservarían bien las gentes en esa forma; mas tengo por suma felicidad el no hallarse necesitado a la prolija asistencia del señor. Grande bien es vivir para sí teniendo lo bastante para vivir.
El cuerpo de la república tiene necesidad de todos sus miembros, como el individuo del hombre de los suyos, dependientes unos de otros en ministerio y obediencia.
Muchos hay, y aun conozco alguno, libre de cuidados, ceñido de comodidades: mujer discreta y amorosa, regaladora y limpia; grande aseo en la casa, con alhajas lucidas; poca familia, mas bien tratada; mucho concierto en todo, sin que falte cuando menester para la fiesta, así de campo como de toros, para el banquete y honesta gala. No conoce al poderoso, ni le suspende la máquina del palacio; sin pleitos, sin tráfagos; amado de parientes, visitado de amigos.
¡Válgame Dios con tanta comodidad! ¿Dónde os olvidastes el caballo, el coche, la silla o litera, que sólo eso pudiera echar menos el tenedor de tanto gusto, el ministro de tanta puntualidad? Lástima es no participase un poco de adversa fortuna; que no estima tanto el reposo y seguridad de la paz quien no ha pasado primero por la inquietud y trances de la guerra. No falta quien diga ser cierta señal de precito el suceder todo dichosamente.
Sea lo que fuere: tener, a toda ley; que hasta el Cielo padece fuerza, pudiéndose comprar con buenas obras.Pareciome singular sobremanera un epitafio visto en un lugar pequeño sobre una sepultura, en confirmación de la vida que el Doctor alaba. Refería la de un aldeano, con la narración más elegante y sucinta que hasta hoy vi.
¿Tendréisle por ventura en la memoria?
Entiendo que sí: dalde atención; que dice deste modo:
Yace aquí Juan Labrador,
que para siempre el Rey vido,
ni menos sirvió a señor,
ni en toda su vida ha sido
testigo, reo ni actor.
En fin, con su igual casó,
tuvo hijos, que gozó,
y varios bienes asaz;
con su mujer vivió en paz;
como cristiano murió.
MAESTRO, Fénix entre hombres se podía intitular ése. Primísimo es el dibujo. ¿Es posible concurriesen en un sujeto tantos instrumentos de ventura, tantos requisitos de felicidad: no ver la Corte, no servir, librarse de tribunales, casar igualmente, tener hijos, gozarlos con riquezas, y, lo que es más, vivir en paz con su mujer?
Aún más: que si es lícito valerse de presunciones, al Cielo se fue ese exquisito labrador. Porque si el que bien vive muere bien, en la consonancia de uno y otro, no hay que dificultar la salvación. Mas cese disgresión tan larga y volvamos a lo del libro. Digo, pues, me holgara mucho desistiérades de semejante intento, por los muchos inconvenientes que suelen resultar de seguirle, cuanto a censuras y grescas, nacidas, ya de impugnar, ya de patrocinar los escritos. Mas si, con todo, quisiéredes perseverar en él, sería de opinión no dilatásedes mucho el poner manos en la obra. Entre las edades del hombre, es para escribir más capaz la varonil. Hállanse entonces las potencias dispuestas con más igualdad, los sentidos más perspicaces, más sutil la imaginativa y toda la harmonía corporal más apta para cualquier empresa y ocupación.
Contraria opinión tenía, movido no de pocos ejemplos. Muchos libros he leído donde procuran sus autores hacer particular conmemoración de sus verdes años. Muévense, según imagino, con dos intentos: con el de que pasen con menos culpa los yerros cometidos por defeto de edad, y para que se colija lo que se puede esperar de su talento en la más nerviosa y aprovechada.
Ambos disinios se fundan en gentil disparate. Cuanto a lo primero, los bien entendidos culpan, en lugar de disculpar, a los que, confundiendo los tiempos, en vez de pretender ser dicípulos, se jatan ya de maestros. Y así como es temeridad trazar palacios sin conocimiento de arquitectura, así viene a ser imprudencia y vituperio querer levantar edificio de letras el falto de dotrina y experiencia. Fuera de que corre riesgo de usurpador de ajenos bienes el que anticipa frutos a flores. Hállanse algunos que muertos, no por ser, sino por parecer eruditos, casi en años de mantillas arrojaron al conspecto del mundo partos (sean de comentos o cualesquier otras misceláneas) desiguales sumamente a lo que se podía esperar de su corta suficiencia. Con esta petulancia, con esta inadvertencia, dan motivo para ponderar menudamente la posibilidad de aquel imposible; y tanto inquieren los curiosos, que vienen a descubrir el bajío, a manifestar el robo, junto con el sujeto en cuya hacienda se cometió. Tal dicípulo se vio, que con inaudita desvergüenza convirtió en carne y sangre los honrosos sudores de su maestro, apropiándose sus fatigas y ornándose de sus galas. Mas salió vano todo su artificio; pues entre jueces desapasionados sirvió semejante título no más que de oprobrio. Esto, cuanto a la poca edad. Al otro será superfluo responder, puesto que sólo se hace juicio de lo presente, sin estender la consideración a lo venidero. También hay muchos que se inhabilitan al paso que se envejecen, como gámbaros de Italia, cuya condición es caminar hacia atrás, en vez de ir adelante. Ingenio hemos conocido que al cabo de cuarenta años de versificador cómico, vino a quedar empeorado, errando arreo afrentosamente, no sola una, sino diez comedias. En suma, terminando esta materia, soy de parecer ser más conveniente para el acierto de cualquier obra libre el autor su disposición más en los nervios y madurez del entendimiento que en las vislumbres y osadía de la agudeza. Colijo por lo que leí ser peligrosos mucho, y de no poca sospecha en la Fe, los tratados de algunos humanistas setentrionales y ultramontanos, que, a manera de linces o águilas, pretenden mirar las cosas con ojos que penetren lo más íntimo de los corazones y vean lo más escondido de los tiempos. Al fin, deslumbrados, se despeñan en sentidos discrepantes de la piedad cristiana, y no conformes al intento de la santa Iglesia, árbitra, rectora y juez de institutos de religión y de proposiciones católicas. Por tanto, es grande la vigilancia que para expurgarlos hace poner el tribunal de la santa Inquisición, hacha encendida de la Fe contra la herética pravedad.
Los impresos en España bien seguros están de semejante nota, por el rigor con que los tratan varias censuras. Debríase, pues, aplicar remedio a la entrada de libros estraños, de quien nace cualquier daño y abuso.
Si se alentaran los libreros españoles y se diera cumplido favor a las emprentas, en ninguna parte de Europa se hicieran impresiones de menos erratas, ni más lucidas. Así se escusaran las venidas de estranjeros, que, codiciosos sobremanera, introducen cuantos libros les piden, sean o no prohibidos; con que se seguiría también el ahorro de mucho dinero que se saca de España para jamás volver a ella. Quiero suplicaros ahora, ya que vuestra inclinación (bien puedo decir mala) os compele a componer este libro, sea para nunca reincidir en tal inconveniente. Errar es de hombres, y perseverar en los yerros, de demonios. No sé qué se tiene la pluma de aduladora, de hechicera, que encanta y liga los sentidos luego que se comienza a ejercitar. Arráigase este afecto en el alma: un librico tras otro, y sea de lo que fuere. Anda toda la vida el autor en éxtasis, roto, deslucido, y en todo olvidado de sí. Si es imaginativo y agudo en demasía, pónese a peligro de apurar el seso concetuando, como le perdieron algunos que aún viven. Si es algo material, bruma a todos, abofeteando y ofendiendo con impertinencias el blanco rostro de mucho papel. Dura en no pocos esta flaqueza hasta la muerte, haciendo prólogos y dedicatorias al punto de espirar. Dios os libre de tan gran desdicha. Dad paz a vuestros pensamientos. Seguid recreo más terrestre y menos espiritual; que así pasaréis mejor la vida y así poseeréis más dineros.
Con cuanto advertís me dejáis por estremo obligado; mas por lo menos un libro, es imposible escusarle. Hecho éste, no sé lo que sucederá. Si por ventura le alabasen mis amigos, ¿no os parece era un arrimarme espuela para otros? Difícil fue grandemente la primera navegación a Indias; mas, cursada a menudo, por la facilidad fue llamada carrera. Asombrábame otras veces sólo el querer intentar esto; mas con tan cierta guía, con tan firme gobernalle, cesa cualquier espanto, allánase cualquier duda y cóbrase todo vigor.
Alivio III
En la siesta pasada deprendi el modo de componer un libro; fáltame por saber ahora el estilo que tengo de seguir en la comedia.
Ese punto nos diera en qué entender, si el arte tuviera lugar en este siglo. Plauto y Terencio fueran, si vivieran hoy, la burla de los teatros, el escarnio de la plebe, por haber introducido quien presume saber más cierto género de farsa menos culta que gananciosa. Suceso de veinte y cuatro horas, o, cuando mucho, de tres días, había de ser el argumento de cualquier comedia, en quien asentara mejor propiedad y verisimilitud. Introducíanse personas ciudadanas, esto es, comunes; no reyes ni príncipes, con quien se evitan las burlas, por el decoro que se les debe. Ahora consta la comedia (o sea, como quieren, representación) de cierta miscelánea donde se halla de todo. Graceja el lacayo con el señor, teniendo por donaire la desvergüenza. Piérdese el respeto a la honestidad, y rompen las leyes de buenas costumbres el mal ejemplo, la temeridad, la descortesía. Como cuestan tan poco estudio, hacen muchos muchas, sobrando siempre ánimo para más a los más tímidos. Allí, como gozques, gruñen por invidia, ladran por odio y muerden por venganza. Todo charla, paja todo, sin nervio, sin ciencia ni erudición. Sean los escritos hidalgos, esto es, de más calidad que cantidad; que no consiste la opinión de sabio en lo mucho, sino en lo bueno. Dos caminos tendréis por donde enderezar los pasos cómicos en materia de trazas. Al uno llaman comedia de cuerpo; al otro, de ingenio, o sea de capa y espada. En las de cuerpo, que (sin las de reyes de Hungría o príncipes de Transilvania) suelen ser de vidas de santos, intervienen varias tramoyas o aparencias; singulares añagazas para que reincida el poblacho tres y cuatro veces, con crecido provecho del autor. El que publica con acierto esta que con propiedad se puede llamar espantavillanos, consigue entero crédito de buen convocador, yéndose poco a poco estimando y premiando sus papeles.
Pónense las niñeces del santo en primer lugar; luego, sus virtuosas acciones, y en la última jornada, sus milagros y muerte, con que la comedia viene a cobrar la perfeción que entre ellos se requiere.
La materia es bonísima para principiantes; pues aunque se yerre la traza y haya descuido en las coplas, no osarán perder el respeto al santo con gritarla, siendo forzoso tener paciencia hasta el fin.
¿Cómo paciencia? Dios os libre de la furia mosqueteril, entre quien, si no agrada lo que se representa, no hay cosa segura, sea divina o profana. Pues la plebe de negro no es menos peligrosa desde sus bancos o gradas, ni menos bastecida de instrumentos para el estorbo de la comedia, y su regodeo. ¡Ay de aquella cuyo aplauso nace de carracas, cencerros, ginebras, silvatos, campanillas, capadores, tablillas de san Lázaro, y, sobre todo, de voces y silbos incesables! Todos estos géneros de música infernal resonaron no ha mucho en cierta farsa, llegando la desvergüenza a pedir que saliese a bailar el poeta, a quien llamaban por su nombre.
¿Es posible que hubo tan gran desorden, y que se consintió? ¿Tan mala fue? ¿De qué trataba, que tanta inquietud concitó en los circunstantes?
No fue entendida, ni tuvo nombre señalado, causa de prohijársele muchos de donaire. Digo, pues, que estas de cuerpo se suelen acertar más fácilmente. Sastre conocí que entre diversas representaciones que compuso, duraron algunas quince o veinte días.
Ese fue el que llamaron de Toledo. Sin saber leer ni escribir, iba haciendo coplas hasta por la calle, pidiendo a boticarios, y a otros donde había tintero y pluma, se las notasen en papelitos.
Con tal ejemplo bien podían deshacer la rueda de su hinchazón los pavones cómicos, considerando cuán poco especulativa sea su ocupación, pues la alcanzan sujetos tan materiales, ingenios tan idiotas. Soy por eso de opinión sea la que habéis de componer de algún varón señalado en virtud. Podréis escogerle a vuestro gusto leyendo el catálogo de los santos, cuyas vidas escribieron varios autores. Sobre todo, debéis advertir no introduzgáis en el teatro cosas en demasía torpes con fin de que hayan de resultar milagros dellas; porque como los hombres prestan más atención a lo malo que a lo bueno, quédase más impreso en la memoria lo que se oyó de mejor gana; así, en toda ocasión es justo evitar lo indigno como escandaloso. El uso (antes abuso) admite en las comedias de santidad algunos episodios de amores menos honestos de lo que fuera razón; no sé de qué utilidad sean, sino de estragar el ejemplo y de hacer adulterino y apócrifo lo verdadero. Aplicad toda vigilancia en la seguridad de las tramoyas. Hanse visto desgracias en algunas que alborotaron con risa el concurso, o quebrándose y cayendo las figuras, o parándose y asiéndose cuando debían correr con más velocidad
Ruégoos detengáis la vuestra en igual propósito. Así advertís las circunstancias como si del todo estuviérades cierto de mi gusto. Sabed que es diferente del que suponéis; porque de ninguna forma determino sea de santo la que escribiere. Y si bien carecerá del arte terenciana, porque la ignoro, con todo, quisiera no se hallara tan distante de lo verisímil y propio como es anteponer la historia a la fábula, alma de la comedia. Pueden, pues, caer los avisos sobre igual asunto, ahorrando los que en razón del otro se os iban ofreciendo, ya que de aquéllos, y no déstos, me pienso valer.
Alegrado me habéis con el acertado medio de vuestra inclinación. Eligís la parte mejor para la comedia, que es la fábula. Quiere Horacio haya en cualquier obra un cuerpo solo, compuesto de partes verisímiles. Conviene para que sea uno tenga un contexto perfeto y cabal de cosas imitadas y fingidas. Ser uno el sujeto y la materia que se trata hace que la fábula sea también una. Por uno se entenderá lo que no está mezclado, ni compuesto de cosas diversas; que aunque se forma este cuerpo de muchas partes, deben todas mirar a un blanco y estar entre sí tan unidas que, de la una verisímil o necesariamente se siga la otra. Pues con la precedencia desto sabréis ser la comedia imítación dramática de una entera y justa acción, humilde y suave, que por medio de pasatiempo y risa limpia el alma de vicios. Ser imitación consta de que no sería poesía si ésta le faltase. Que sea dramática veese claro, porque el cómico nunca habla por sí, sino introduce otros que hablen, y eso suena esta palabra. La acción, conservando su unidad, no ha de ser simple, sino compuesta de otras acesorias, que llaman episodios. Débense ingerir en la principal de tal manera, que juntas miren a un mismo blanco, y que con la más digna se terminen todas. Ha de ser entera, esto es, que conste de principio, medio y fin. Justa, cuanto a conveniente grandeza. Humilde, cuanto a la acción, siendo los que constituyen la fábula cómica plebeyos, o, cuando mucho, ciudadanos, en que también pueden entrar soldados; por manera que si los que se introducen son gente común, forzosamente ha de ser el lenguaje familiar; mas en verso, por la suavidad con que deleita. De aquí se infiere (escribe un gramático) ser error poner en la fábula hechos de principales, por no poder inducir risa, pues forzosamente ha de proceder de hombres humildes. Lo sucesos, porfias y contiendas déstos mueven contento en los oyentes; no así en las reyertas de nobles. Si un príncipe es burlado, luego se agravia y ofende; la ofensa pide venganza; la venganza causa alborotos y fines desastrados; con que se viene a entrar en la juridición del trágico. Siendo, pues, éste el fin de la comedia, su materia será todo acontecimiento apto y bueno para mover a risa. No puede el cómico abrazar más que una acción de una persona fatal: persona fatal se llama la a quien principalmente mira la comedia. Las otras que la acompañan para ornamento y extensión, habéis de procurar vayan asidas con lazos de lo verisímil, posible y necesario.
Deseo desembarazarme con brevedad; por eso voy saltando velozmente, tocando aquí y allí de paso, sin detenerme como debiera en muchos requisitos. En razón de costumbres, se deben considerar las condiciones y propiedades de personas y naciones. Holgara se hallaran en vulgar comedias tan bien escritas, que os ministraran ejemplos para cualquiera de las personas que se suelen introducir, por no remitiros a las de Terencio y Plauto. Mas será forzoso os valgáis en esta parte de vuestro buen juicio y cortesanía, dando a cada uno el lenguaje y afecto conforme a la edad y ministerio, sin guiaros por las que se representan en esos teatros, de quien casi todas son hechas contra razón, contra naturaleza y arte. Conviene rastrear las calidades de las naciones, para que se haga dellas verdadera imitación. Caminan las costumbres con la naturaleza del lugar, produciendo varios países varias naturalezas de hombres. En una misma nación las suele haber diferentes, según la variedad de los climas.
Fuera de la tragedia, a quien más sirven las sentencias es a la comedia. Como ésta mira principalmente a las costumbres y es un espejo de la vida humana, válese dellas a este fin en muchas ocasiones. Pondréis cuidado en que no las diga cualquiera de las personas, sino gente docta y esperta. Las partes cuantitativas de la poesía scénica son: prólogo, proposición, aumento y mutación. Sirve el prólogo para preparar el ánimo de los oyentes a que tengan atención y silencio, o para defender al autor de alguna calumnia, de algunas faltas que le murmuran, o para explicar algunas cosas intricadas que podrían impedir la noticia de la fábula. En las farsas que comúnmente se representan han quitado ya esta parte, que llamaban loa. Y según de lo poco que servía, y cuán fuera de propósito era su tenor, anduvieron acertados. Salía un farandulero, y después de pintar largamente una nave con borrasca, o la disposición de un ejército, su acometer y pelear, concluía con pedir atención y silencio, sin inferirse por ningún caso de lo uno lo otro. Alégase también ser el prólogo narrativo contrario a la suspensión, requisito para el común agrado no poco esencial. En la proposición, o primer acto, se entabla el argumento de la comedia. En el aumento, o segundo, crece con diversos enredos y acaecimientos cuanto puede ser. En la mutación, o tercero, se desata el ñudo de la fábula, con que da fin. Estos tres actos dividen otros en cinco, y cualquiera, en cinco scenas, y tal vez más o menos. La persona que representa no debe salir al teatro más que cinco veces. Tampoco han de hablar juntamente mas que cinco personas. Horacio no consiente sino tres, o, cuando mucho, cuatro. Observaron los cómicos con la experiencia ser confusión todo lo que no fuere hablar cuatro o cinco. Los italianos usan en las comedias versos sueltos, ya enteros, ya rotos; mas, a mi ver, nuestras redondillas son las más aptas que se pueden hallar, por ser de verso tan suave como el toscano, si bien, respeto de su brevedad, recibe poco ornato. Son pocas asimismo las consonancias, lo que no sucede en octava o estancia de canción.
Conozco se pudiera haber escusado este advertimiento, por componerse hoy las farsas en todo género de verso; mas fue forzoso proponer lo mejor. Sobre todo, os ruego escuséis la borra de muchos romances, porque tal vez vi comenzar y concluir con uno la primer jornada.
Por cierto que habéis andado riguroso legislador de la comedia. Gentil quebradero de cabeza: en diez años no aprendiera yo el arte con que decís se deben escribir; y después, sabe Dios si fuera mi obra aquel parto ridiculo del poeta, o algún nublado que despidiera piedras y silvos. Lo que pienso hacer es seguir las pisadas de los cuyas representaciones adquirieron aplauso, escríbanse como se escribieren. Sacaré al tablado una dama y un galán, éste con su lacayo gracioso, y aquélla con su criada, que le sirva de requiebro. No me podrá faltar un amigo del enamorado, que tenga una hermana con que dar celos en ocasión de riñas. Haré que venga un soldado de Italia y se enamore de la señora que hace el primer papel. Por dar picón al querido, favorecerá en público al recién llegado. En viéndolo, vomitará bravuras el celoso. Andarán las quejas con el amigo, y pondrele en punto de perder el seso, y aun quizá le remataré del todo, de forma que diga sentencias amorosas a su propósito; y aquí por ningún caso se podrá escusar un desafio. Al sacar las espadas los meterán en paz los que los van siguiendo, avisados del lacayo, que se deshará con muestras de valentías cobardes. El padre del ofendido hará diligencias por divertirle de aquella afición; que, aunque muy honrada, ha de ser pobre la querida. Para esto tratará casarle con la hermana del amigo, y efetuarase el desposorio sin comunicarle con las partes: no más que dando noticia con algunas vislumbres, bastantes para que lo lleguen a saber los interesados. En tiempo de tantas veras, quitaranse los amantes las máscaras, y descubrirán ser fingido el favor hecho al forastero. Así, cuando entiendan los padres tener ya conclusión el matrimonio tratado, remanecerán casados los que riñeron. El padre tomará el cielo con las manos; mas, al fin, se aplacará con ruegos de los circunstantes. Convendrá, pues, ahora consolar a los que intervinieron en la representación, desta manera. Descubrirase ser el soldado hermano del novio, que desde muy pequeño se fue a la guerra. Haranse grandes alegrías, y éste se juntará en matrimonio con la hermana del amigo: digamos, con la que ha de ser repudiada. Inhumanidad sería que éstos, gozosos por tales acontecimientos, careciesen de una hermana con quien poder acomodar al amigo. Pues el gracioso y la criada, de suyo se están casados: con esto acabará la comedia.
Gracia particular habéis tenido. En un jeme de tierra, sin amonestaciones, cuajastes cuatro casamientos. Advertid, con todo, que habéis dejado de introducir una figura no poco importante, que es el vejete o escudero, natural enemigo del lacayo.
¡Bueno fuera que se me quedara en el tintero tan donosa circunstancia! Pondré particular cuidado en sacarle a menudo a motejarse con su contendor. Preciarase el viejo de muy hidalgo, por cuyo respeto y por su mala catadura tendrá el gracioso larga materia para los apodos, honrándole el escudero también con los títulos de almohazador, de cobarde y vinolento. Yo espero guisar todo esto de manera que cause mucha delectación y regocijo. En cuanto al hablar, ¡gentil modo de meternos en pretina con número tan corto!: si las demandas o respuestas pasaran entre más de cuatro o cinco, si los versos han de ser en quintillas o no… Ciento haré que hablen si fuere menester; que al paso que subiere de punto la trápala, crecerá en los oyentes la cantidad de la risa. Cinco o seis romances por ningún caso los dejaré de poner; pues ¿por qué no cincuenta tercetos? Los sonetos no serán mas que siete, colocados a trechos. En alguna descripción, ¿no es forzoso que entre la magnificencia de algunas octavas? ¿Debo por ventura escusar diez o veinte liras amorosas, y más si las introduzgo en soliloquio? ¿Podré, aunque quiera, excluír el privilegio y comodidad de las rimas sueltas, con quien como con prosa se explican fácilmente cualesquier concetos, libres de peligrosas consonancias? En suma, no me apartaré del estilo que siguen todos. Sin duda tenéis (si bien no en virtud de muchos años) adquirido ya mucho de viejo (perdonadme, que esto y más permite la amistad), cuya condición de buena gana vitupera las cosas presentes, alaba las pasadas y reprehende con demasía a los mancebos. El mundo está ya aficionado a este género de composición; con él se solaza y ríe: ¿qué podemos hacer los pocos contra tantos? ¿Será bien arrimar el pecho a tan furioso raudal de gustos?
No, por cierto, sino dejarse llevar de la corriente. Mas siendo ésta vuestra intención, ¿para qué hacerme gastar tiempo y palabras en lo de que no os puede resultar provecho, por no usarlo? Allá os lo habed; que de mi parte cumplí con rendirme a vuestra instancia dando satisfación a las aparencias de vuestro gusto. Demos, pues, que ya esta comedia se halla escrita, con arte o sin él: ¿qué forma observaréis para que consiga su fin, que es el de la representación?
¿También querréis dificultarme cosa tan fácil? Haré llamar un autor de los mejores que hubiere en la Corte y darele a entender el trabajo y estudio que gasté en la presente comedia. Acometerele con algunos asomos de lisonja; que hasta con semejantes será importante medio para negociar bien. Alabarele su compañía. Direle cuán bien recebida se halla, y por éste y otros caminos iré disponiendo su voluntad. Antes de desenvainar el papel significaré lo que confío de su buen juicio y conocimiento, causa de haberme determinado a darle este primer trabajo, este amado y único hijo de mi entendimiento.
Por lo menos, no será muy sabroso manjar el que pide tanto sainete. Introdución con tan larga arenga fuera para mí sospechosa.
Y por ventura, señor maestro, ¿mondan nísperos los priores de la farsa? Tan cosarios son en semejantes juegos como cuantos hay. Apenas formará tales conceptos nuestro primerizo, cuando, como pláticos fulleros, le irán mirando a las manos, ponderando las palabras y el fin con que las dejare caer. Mas no es bien pasar adelante sin alguna oposición. Haced cuenta que como catredático os ponéis al poste; y va de argumento. Decidme: ¿quién os asegura que ningún autor ha de ir a casa de poeta incógnito? Engañado vivís. Quiera Dios que aun entrándoos por la suya seáis admitido, y que os toque vez tras muchos días de pretensión y agasajo. Esto, mi rey, no es componer comedia con arte, sino referir los estrechos por donde habéis de pasar forzosamente; y así, concededme tantica atención, y no os dé pesadumbre lo que oyéredes:
No hay en esta vida trance tan penoso como es la primera introdución y noviciado de un poetilla cómico. Los profesores desta mala secta o son libres y determinados, o tímidos y vergonzosos. Demos que la insolencia de los primeros no haya menester valedores, sino que ellos proprio motu se aparecen como san Telmo en la congregación farseril. Suele el más alentado proponer al autor le quiere leer una comedia, la más famosa que jamás se representó en teatro. Dice bellezas de la traza, sublima las aparencias, encarama los versos y sube de punto los pasos más apretados de risa, y, quieran o no los circunstantes, comienza con abultada voz y péregrino aliento a publicar su encarecido papel. Advierte con grande puntualidad las entradas y salidas, y particularmente las diferencias de trajes. Entre otras cosas, no da lugar a que la vayan loando según la va leyendo, sino, cuando le parece, menudea las alabanzas con todo género de exageración. Báñanse en tanto los oyentes, como dicen, en agua rosada: písanse los pies, danse codazos, y riyéndose con demasía de la figura, piensa el relator nace aquel exceso de risa de la graciosidad de sus dichos, y aumenta con la propia notablemente la ajena. Algunos hay contra quien no bastan escusas de estorbos, porque con tan obstinada prosecución llevan adelante su letura, que ni por pensamiento la desamparan un punto hasta llegar al Laus Deo. Finalmente, tras rendir al trabajo y sudor de sus acciones y razonado palabras generales llenas de mentirosa alabanza, le entretienen días y meses y van dando siempre más largas, hasta que se cansa el presumido pretendiente; si ya, oliendo el poste, no se retira antes que la dilación le solicite manifiesto desengaño. Esto, cuanto a los que careciendo de todo empacho se introdujeron sin ser llamados ni escogidos. Síguense los vergonzosos, cuyo tormento viene a ser mucho mayor, porque dura más días. Acuérdome haber visto rondar a uno déstos (íbale a nombrar) la casa de cierto autor, de la forma que suele la de su dama el mas enternecido galán. Fenecen en sus principios sus mayores osadías; porque apenas abre camino con la imaginación para entrar, cuando le cierra y detiene la falta de conocimiento, la estrañeza de la gente y la dificultad del motivo que le lleva. Duran estas irresoluciones tanto, que muchos, por falta de valedor, no hacen sino componer y echar comedias al suelo del arca, con el ansia que suele el avaro recoger y acumular doblones. Por esta causa se hallan infinitos con muchas gruesas represadas, esperando se representarán, cuando menos, en el teatro de Josafat, donde por ningún caso les faltarán oyentes. Hállanse otros con más ventura, porque o tienen amigos con quien poder disimular mejor los colores de la vergüenza, o son allegados de algunos príncipes, de cuya intercesión y autoridad se valen para hacer un san Esteban al desdichado autor. La primera clase procede con más suavidad. Entra el amigo siendo faraute de aquella desventura. Propone el ingenio del ahijado; celebra la tersura de su escribir, aunque apenas conocido hasta entonces. No olvida la buena elección en los argumentos, y haciéndole en lo rizo, crespo y suave un segundo Vega, pide se le señale hora para manifestar las hazañas del novel batallador. Dásele día, y llegado el punto, hallan el cónclave bastecido de electores, por alegar el autor no poderse determinar a recebir nada sin el parecer de los compañeros. Comienza, pues, el pobre corderillo a recitar su maraña en medio de tantos lobos. Terribles son los actos públicos. ¡Cómo se cortan los bríos, cómo enmudecen las lenguas y se estrechan los corazones en ellos! ¿Puédese considerar en el mundo gente tan idiota y que tanto yerre como los farsantes? No, por cierto. Pues hombres muy entendidos y cortesanos se turban en su presencia y apenas tienen ánimo para articular las voces. Al fin, se va prosiguiendo poco a poco; y si es obra que con cercenar y añadir puede tener salida, vanle haciendo sus cotas a la margen; mas si es rematada del todo, leída la primera, o, cuando mucho, segunda jornada, dan por visto lo que resta, y despiden, o, por el respeto que se debe al introductor, alegran al novato con decir la hicieran con mucho gusto si no les faltara tiempo para estudiarla. Que sienten el haberse de ir presto; mas que se pueden dar muchos parabienes al autor que la recibiere, por haber de ganar de comer con ella largamente. Anímanle tras esto a que no desampare la pluma; que es lástima no honre sin cesar los teatros con la agudeza de su ingenio. Suénanle suavísimamente estas lisonjas al engañado, y, en su conformidad, publica lo bien que pareció a todos su comedia, y que sólo por haber de partir con brevedad los farsantes no la ponen y estudian. Así se anda de autor en autor, moliendo a los amigos; aunque algunos a la primer embarcación descubren el bajío, y escapan, poniendo escusas. Los que se amparan de los señores consiguen, por lo menos la primera vez, su intención; porque como el ruego del poderoso es mandato, obedecen sin réplica, preparándose con paciencia para la furiosa ventisca que aguardan. En tanto, es de ver la solicitud y satisfación con que acude a los ensayos el que ha de ser causa de su perdición y apedreo. Revientan por decirle que es un impertinente, un tonto, y, en fin, un mal poeta; mas enfrénalos al punto el temor de la imaginada cicatriz en el rostro, o la memoria tremenda del bosque trasladado a sus espaldas. En suma, puestos en la ocasión del padecer, mueven con las recientes heridas a conmiseración al propio imperante. Llegan, pues, a sentir con exceso los intercesores sufran por su causa los míseros aquella persecución, aquel naufragio; en virtud de quien quedan esentos y libres para en lo por venir, pues no hay corazones tan de bronce que les manden entrar en otro, presente el escarmiento de lo pasado. Según esto, ¿no es a propósito la moneda que corre en el gasto de las comedias? ¿No pueden tantas dificultades quitar los impulsos de escribir al mismo Apolo? Ved si tengo razón en procurar borraros del pensamiento esta ocupación, de quien últimamente se viene a sacar no más que cumplidísimo disgusto. Supongamos salga en todo acertada la comedia: que agrade la maraña, que deleite el verso, que regocije la graciosidad; sólo con un tibio “buena es” queda satisfecho el trabajo; y éste, no de todas lenguas, porque es casi imposible agradar a tantos y tan diversos caprichos. Juzgo, considerado lo que apunté, por imprudencia exponer a riesgo evidente las cosas de opinión, de suyo tan vidriosas y tan fáciles de peligrar.
Batís, como se suele decir, en hierro frío. Cese esta vez el artificio cortesano. Yo he de vencer, si puedo, esta fantasma que llaman temor. Quiero arrojarme a lo en que otros tienen hecho tanto hábito, que en ocho días, y en menos, despachan la farsa más difícil.
Sea en buen hora: dad efeto a vuestra voluntad, que desde hoy no hallará contradición en la mía. Pésame de haberos tan importunamente persuadido lo que os estaba bien. Podrá ser suspiréis algún día por la falta destos recuerdos. ¿Hay dolor como ser señalado y corrido cuando el negocio no sucede a medida del deseo? ¿Querría entonces haber nacido el que como potro desbocado solicitó su ruina, guiado de su antojo indomable? Prodigioso afecto es, sin duda, el de la Poesía. Tan asido está al alma, que antes parte ella del cuerpo que él desampare el corazón. En razón desto he visto algunos acaecimientos que, a no constar de vista de ojos, parecieran fabulosas narraciones.
Pasad adelante os ruego; que aunque a Isidro y a mí tiene tan poco lisiados la Poesía, gustamos, con todo, de oír a cuánto se alargan las fuerzas de su accidente en los a quien reconoce por súbditos. De contino ofende esta enfermedad, como dolor de costado encubierto. Muchos saben disimular esa falta algunos días; mas llegada la ocasión de hacerla patente, ninguno se puede contener. Manifiéstase mejor esto en las justas literarias, donde apenas tiene el mar tantas arenas cuantos poetas se descubren. En una que los días pasados se publicó en loor de san Antonio de Padua concurrieron cinco mil papeles de varia poesía. De suerte que, habiéndose adornado dos claustros y el cuerpo de la iglesia con los más cultos al parecer, sobraron con que llenar los de otros cien monasterios.
Que un mancebo, ceñido de amores y galas, lleno de lozanía y verdor, tratase de escribir algunos versos, disculpa podía tener; y aun a tal ocupación, usada moderadamente, se debía y era justo aplicar título de virtud y loa; mas ciertos niños de a setenta, con hábito largo, supeditados de mujer, vencidos de ancianidad, dados toda la vida a coplear, y, lo que es peor, a coplear perversamente, no puede haber sufrimiento que detenga su justa reprehensión.
Llegó a Madrid, de México, un magnífico presbítero, repleto de persona, en lo aparente lleno de veneración, porque cierto provocaba a ella la plenitud de sus carrillos y las muchas canas esparcidas por la cabeza; alto el cuello de la sotana, con algún asomo de valoncilla, sin almidón, por mayor modestia. El vestido era todo de paño, punto menos de límiste, perpetuo bonete y guantes, con todo lo demás de que se compone un reverendo en Cristo muy cabal. Pasaban sus años de sesenta, y prometo engañara su aspecto pomposo al lince más penetrador de figuras. Fuese informando de los mejores ingenios de la Corte, y el primero con quien vino a encontrar permitió su desdicha fuese horca insigne, socarrón de veinticuatro quilates. Significó le había traído a Madrid más el deseo de tratar con hombres de buenas letras que otras cualesquier pretensiones, no obstante tuviese muchos servicios en que fundarlas. La fuerza de la mayor instancia consistió en que le introdujese con los más famosos poetas, dándole particularmente a conocer los autores de libros que se hallasen en el lugar; con quien le convenía comunicar ciertas obras que pretendía sacar a luz. Descubrió, en fin, ser humilde vasallo de las Musas, con cuya inspiración y aliento tenía compuestos dos volúmenes que juzgaba habían de ser utilísimos al mundo para todo género de estados. Puesto fin a la copiosa arenga y descubierto por el oyente el bajío, ofreció de su parte lo posible para el cumplimiento de lo deseado. Despedido, pues, el personaje, fue convocando los conocidos para que el día siguiente (que así había sido el concierto) se juntasen en su casa. El tiempo era por verano; el cuarto, bajo y fresco; la novedad, incitadora: requisitos que obligaron a que cantidad de malillas acudiesen por la posta. Determinose hiciese yo, sin ser de la orden de san Juan, oficio de recebidor, por evitar cualquier ímpetu de risa que se pudiese ofrecer, pareciéndoles la sabría disimular con mayor destreza. Aceté el cargo, y llegó la hora en que ostentó con su presencia el tan de veras esperado. Temblé al verle tan venerable, entendiendo se había podido engañar quien le pintó de tan donosas colores. Adelanteme al recebimiento, y señalándole silla que venía a estar en medio de las de todos, le di en su nombre las gracias de que gustase emplearlos en su servicio. En fin, tras varios términos de recíproca cortesía y alabanza de una parte y otra, comenzó a manifestar la sinceridad de sus entrañas. Propuso había sido muchos años dotrinero en Nueva España, procurando dar siempre buena cuenta de los que había tenido a su cargo. Diferenció en poco los indios de las bestias, para cuya enseñanza exageró grandemente lo que había trabajado y padecido. Dio a entender profesaba aquel género de moral filosofia que, hambrienta y desnuda, desde los rincones reforma el mundo, informa las costumbres y en todo descubre defetos. Para el aprovechamiento, pues, no sólo de las almas comprehendidas en su juridición, sino de cuantas viven en diferentes reinos y provincias, dijo había compuesto un libro de proverbios, de quien cada uno era una joya preciosísima, dignos todos de tenerlos depositados perpetuamente en el archivo de la memoria. Prosiguió con que asimismo había escrito ocho mil octavas sobre un caso portentoso sucedido en su encomienda, que por ser ejemplar y digno de llegar a noticia de todos, le quería imprimir con título de Poema Antártico . Para esto gastó innumerable almacén de mala prosa, con que los circunstantes comenzaban ya a ser atormentados del demonio risa. Eran de ver los diferentes visajes que se formaban para detenerla. Tal clavaba los ojos en las vigas, y tal fingia tos molesta; quién descomponía la boca mordiéndose alguno de los labios, y quién volvía el rostro al contrapuesto lado, con achaque de que le divertían las pinturas. Viendo el peligro en que se hallaba el auditorio de soltar la corriente, insté diese su merced principio a leer algo de lo propuesto. El primero que presentó fue el volumen de las octavas, bien grande, aunque de letra pequeña y muy metida. Leyó hasta una docena, sin permitir yo pasase adelante, porque ya los oyentes, hechos moscones, andaban con crecidos susurros por destruir el buen rato, declarándose a ruin sea el postrero. Diera una ciudad por acordarme de todas; mas solamente podré recitar la primera, que, por haberle puesto cierta objeción, la repetí más veces, hasta que se me quedó en la memoria. Dice así:
Una mala mujer canta mi pluma
que con medio asador mató al marido;
por celos fue, de celos fue la suma;
que celos día y noche le ha pedido.
Porque el tiempo malvado no consuma
historia tal, y salga del olvido,
quiero en este volumen escrebirla;
deme atención el que quisiere oírla.
¡Válgame Dios! ¿Es posible naciese en España hombre tan rudo y silvestre? ¿Es posible no echase de ver cuán humilde y perversa poesía era la de semejante octava? ¡Cuán averiguada verdad es parecer hermosos al padre los hijos más feos, y más si son de entendimiento! A ira me provoca la ceguera de ese buen anciano, y confieso no tuviera flema para esperarle más, sino que con toda brevedad le representara un justo desengaño.
Fuera adquirirle por enemigo y haceros odiosísimo con él. No sabré exagerar lo que padecieron aquellos mancebitos mientras el reverendo publicaba sus amadas hechuras. Por esta causa fue forzoso interrumpirle, alegando que para la muestra de la bondad del poema bastaba haber oído las doce estancias; que se entendía habría observado la misma igualdad y alteza de estilo en el todo; que tuviese por bien pasásemos a los proverbios. No replicó; y asiendo al instante el segundo tomo, leyó tres del principio, que decían:
En nombre sea de Dios
y de la Virgen María,
el licenciado Pero García.
Todos vivan con aviso;
que el mundo se está abrasando
en el pecado nefando.
Si quieres vivir contento,
no vayas a la estafeta,
y date un nudo a la bragueta.
Aquí fue Troya. Dispararon todos a la par, cesando todo artificio y enfrenamiento. Dejó atónito al buen varón el no esperado suceso, y después de estar un rato mudo, como ignorando lo que podía decir, se levantó de la silla en estremo colérico, culpando su ligereza en haber querido hacer participante de sus concetos a gente tan moza, de tan poca experiencia, de tan verde discurso. Permitió el cielo guardase solo yo entre tantos la risa en el retrete del pecho, para gastarla en más oportuna ocasión. Pues como él me consideró tan inmoble en lo que los otros se mostraron tan fáciles de caer, fiando más de mí, comenzó a formar quejas contra el mullidor de la junta y sesión, aplicándole toda la culpa de aquel ridículo acontecimiento. Fuile siguiendo el humor y disculpando cuanto pude la incauta juventud, que con facilidad se deja derribar y caer en cualquier descompostura, sin que haya causa para tal precipitación. por ningún modo me atreví a su desengaño, porque le vi con determinación, no sólo de injuriarme, sino aun de ponerme las manos si lo intentara. Con esto, se fue desabridísimo, quedando con su ausencia libre todo cristiano para poder celebrar y reír lo visto y oído. Falta ahora por saber lo mejor. Habiéndose, pues, quedado el buen hombre tan ciego como estaba antes, presentó en el Consejo Real ambos libros, alegando en la petición grandísima cantidad de razones sobre el estudio puesto y aprovechamiento que se esperaba dellos, para conseguir la licencia y privilegio que pretendía. Hizose la diligencia ordinaria tocante a las censuras; mas el aprobante, que debía gastar buen humor, se fue con los remitidos al señor de la encomienda, a quien dio parte de las riquezas que se hallaban allí depositadas. Pidiose últimamente pasase los ojos (siquiera por alivio de sus grandes ocupaciones) por los dos tomos del indiano; que le aseguraba daría por bien empleadas las horas de siesta que gastase en su lección. No lo dijo a sordo. Fue comenzando, con intención de arrimarlos presto; mas sucediole al revés. Era cada proverbio un piélago de recreación, y así, obligaba a dilatar lo posible tan buenos ratos. Es certísimo mejorarse el bien comunicado. Por este respeto juzgó ofendía la amistad y leal correspondencia de los señores sus compañeros si no los hacía participantes de tan gustoso entretenimiento. Dioles parte con los libros en la mano, sucediendo a todos lo que a los demás, en los excesos de solaz y risa. Determinaron, en fin, se detuviesen en poder del secretario, declarando al dueño cuando viniese que se le denegaba la licencia pedida. Acudió, oyó la sentencia, y estrañando semejante resolución, después de formar resentidas quejas contra el aprobante y los mismos consejeros, como poco inteligentes de materias tan altas, pidió se le restituyesen sus tomos. Respondiósele no había lugar, porque ordenaba el Consejo se depositasen en el archivo de aquel oficio para siempre. Aquí perdió la paciencia del todo, y exclamando con mayores voces, acriminó grandemente el pretender quedársele con su virtuoso sudor, con sus eruditas vigilias. En suma, considerando se decían aquellas palabras en desierto, eligió a su parecer el remedio más eficaz, que era visitar los oidores en sus casas. Ponía a cualquiera en punto de reventar; porque ponderada la gravedad del hombre, aquella perspectiva, aquella corteza, y volviendo después la consideración a lo que contenían los libros cuya restitución procuraba con ansia tan crecida, la más astuta disimulación rompía los límites de continencia. Cada uno se escusaba con que había sido aquel orden de todo el Consejo, y que de su parte no podía hacer nada en aquel caso. Andaban las réplicas listas; prontas las preguntas sobre el por qué se hacía tan grande agravio; mas desperdiciaba razones, puesto que a todo se le respondía estaba mandado así. Visto que ninguna diligencia particular era de provecho, quítase de ruidos, y como leona recién parida a quien mañoso cazador ha robado los cachorrillos, vomitando espumarajos, ya enfurecido del todo, aguarda que el Consejo pleno saliese, y, atravesándose a la puerta, comienza a pedir a gritos le vuelvan las preciosas alhajas de su entendimiento, las queridas prendas de su corazón. Hiciéronle apartar sin que se le respondiese cosa; mas él acudio tantas veces, y se valió de tan importunas instancias, que los señores tuvieron por bien librarse dellas y de hombre tan pesado, con mandarle volver lo que tan justamente se había retenido.
Quimeras parecen las que habéis contado. Rematado estaba ese galán. No le faltaba ya sino tirar piedras y dar con él en los alberguillos de Toledo. Mas ¿qué se hizo?
No pareció más, ni puedo imaginar se ausentase de corrido; porque profesaba ser tan entero, tan pertinaz, y era tan grande la satisfación que tenía de sus cosas, que muriera mil veces en su obstinación antes que desengañarse y reducirse un punto.
¡Oh, quién pudiera hallar el original, o traslado de lo que contenían los libros! Cien escudos diera por ambos; tuviéralos por pítimas saludables contra tristezas y melancolías. Leyera cada día un proverbio, y poco a poco los fuera recogiendo todos en la memoria, porque allí no peligraran jamás, como podían en el papel. Acuérdaseme ahora no haber sido solo en el mundo este sujeto en seguir temas proverbialés. Madrid ha tenido y tiene muchos, cuyos desvelos no se ocupan en otra cosa. El más singular fue aquel boticario que falleció ha poco. Un Catón parecía en el aspecto: abultado de persona, de buen rostro, larga barba, y hasta de sesenta y seis años. Vivía en la calle de Toledo, y fue dando en seguir esta singularidad, esta maldita ocupación, con tantas veras, que comiendo, velando y durmiendo no la desamparaba. Al principio contentábase con hacer proverbios y comunicarlos con sus amigos. Hallaba retorno de alabanzas, fuese o por lisonjearle, o por no entendérseles más; que es de creer conformaría con su talento los escogidos para sus confidentes. Después fue alargando más la rienda, y sacábalos en público, escribiéndolos en las paredes. Todo su cuidado consistía en tratar de reformaciones; mas éstas no salían de la plaza y tiendas de otras calles. La primer sentencia (que así las llamaba) era deste tenor:
La tendera que pesando
usa pegar pulgarada,
bien merece ser pegada.
Desvergonzose ya tanto, que osaba dar sus proverbios a los ministros de justicia. Prendiéronle tal vez por ello; mas, conocido el pie de que cojeaba, le soltaron al punto. Todos los días se paseaba dos horas por la Plaza Mayor considerando atentamente lo que pasaba entre las vendederas de varias cosas. Vio, discurriendo por entre las tablas, que se pesaban morcillas de puerco en una. Compró dos libras, llevolas a casa, y no le saliendo como él quisiera, fijó en varias esquinas la sentencia siguiente:
¿Morcillas a veinticuatro,
y sin especia el cuajar?
¡Alto, sus, a remediar!
Quitárame ese hombre cuantos pesares tuviera. Maravilloso humor gastaba. ¿Conocístesle por ventura?
Y le hablé muchas veces. Ni se le podía hacer mayor fiesta y lisonja que tratarle de sus proverbios; y con tantas veras y tan en su juicio los decía como si los formara la profunda sabiduría de Salomón. En efeto, murió con el frenesí de proverbiar, habiendo algunos años antes cerrado la botica con que granjeaba el sustento.
¿Qué os parece del silencio de don Luis? Mudo le han vuelto los dos sentenciosos. Holgara que se persuadiera viene a ser el hábito de mutación difícil, y que se debe evitar toda materia atractiva, todo objeto apetecible de que puede resultar daño y distraimiento.
¿Qué tiene que ver escribir una comedia, por su recreación, con las demasias de los sujetos referidos? Ésos no sólo padecían intervalos lúcidos, sino se hallaban ya de manera, que era imposible admitiese su desatinada locura saludable remedio.
Amigo, por ahi van allá. Dícese del amor engendrarse en el alma de un solo mirar. Nace, y es al principio como niño pequeño, tierno y suave. Crece poco a poco, hasta cobrar estatura y fuerzas de gigante, para perdición de quien le engendró. Tal es el estilo de cualquier inclinación. Comienza de burlas, por divertirse, por entretenerse. Vásele cobrando afición; intérnase en la voluntad; hácese fuerte, y, al fin, echa en ella tan hondas raíces, que sujeta del todo el albedrio, faltando bríos al dueño para eximirse de su violencia. Haréis una comedia; representarase con aplauso, o no tendrá lugar en el teatro. Si fue bien recebida, ¿quién dejará de asegundar? Si halló disfavor, ¿quién no se apercibe para la emienda, para la mejoría? De suerte que, por un camino o por otro, no podréis escapar de perpetuo farsero; perdonad el equivocarme: de perpetuo autor de farsas quise decir; que no puede haber mayor desdicha que serlo. Conviértese esta cuaresma o aquélla la pecadora más pertinaz; que la mueven al cabo los asombros de su condenación; mas ¿acaso habéis visto reducido algún poeta? Habeisle visto removido un instante de su obstinación? En todas edades es molestado deste gusanillo roedor de la Poesía: muchacho, mancebo, varón, viejo, decrépito, al amanecer, a medio día, a la tarde, a la noche, todo es versificar; todo es romances, sonetos, décimas, liras, octavas, etc.
Gobernando el estado de Milán el condestable Juan Fernández de Velasco la primera vez, asistía entretenido cerca de su persona Cosme de Aldana, poeta diversísimo de su hermano Francisco, que mereció título de divino. Éste, no contentándose con moler de contino al gobernador con sonetazos, cierto día vino a tener tan extraordinario tesón en porfiar, que el contradictor, con seguridad de amigo, como riéndose, le dijo: “Dejad ya la porfia; que sois un asno”. ¿Quién tal echó por la boca? ¿Asno al querido de las musas, el rudo, el insipiente, el material? Sacar la espada no era lícito, porque era grande la amistad; quedar sin resentirse era imposible. En medio, pues, desta irresolución, toma el instrumento de la pluma y escribe tres mil octavas motejando de asno al provocador, como si en todas le dijera: “Más asno sois vos”. Compuesto el volumen, a imitación de la Eneida de Virgilio, le dio título de Asneida. Imprimiole; que en Italia es fácil dar a la emprenta cualquier escritura. Apenas se hallaba impreso, cuando le dio al segundo Mantuano el mal de la muerte; y contentísimo por dejar en estado de tanta perfeción el fiel ejecutor de su venganza, espiró, resonando en su boca a menudo y despidiéndose muchas veces de su querida Asneida. Ya difunto, tuvo noticia el Condestable de tan extravagante capricho, y mandó se entregase al fuego toda la impresión, salvo algunos cuerpos ya esparcidos entre españoles.
Casi tuvieran un mismo fin la ENEIDA y ASNEIDA; porque también condenó su autor a lo mismo tan admirable obra, si la justa piedad de Augusto, violando la inviolable ley del testamento, no dejara enriquecido el mundo con tan gran tesoro. Tan atónitos nos dejaron los alegados ejemplos de los proverbistas, que parece no había quedado lugar para mas admiración; pero el último excede grandemente a los dos primeros. ¡Que de tal manera se perdiese el buen Cosme en la escuridad de la ignorancia! ¡Que se apoderase de su imaginativa con tanto rigor tan brutal motivo! ¡Que cupiese en bulto humano tan exquisita rudeza! Aquí alegara un gentil la violencia del hado inevitable, como si el sabio no tuviese dominio sobre las estrellas y sus inclinaciones.
La de don Luis, por lo menos, será fuerza vaya perdiendo su vigor; que es imposible hacer resistencia a tanta batería. Sin duda aborrecerá desde hoy todo género de trovas, y se entregará todo al ejercicio militar, que es el honroso camino que comienza a seguir.
Por vida vuestra, escuséis tratar materia a que no estáis aficionado. ¿Trovas llamáis a los versos? ¡Gentil vejez! ¡Oh celestial Poesía, docta, discreta, erudita, cuántos agravios padeces en mi presencia! ¡Quién tuviera elocuencia bastante para emprender tu defensa y volver por tu divino honor! Sois muchos; teneisme rendido, por no saber hacer en esta causa las partes de buen abogado. Mas si lo aparente se confiesa vencido, lo interior jamás lo podrá estar. Durará lo que la vida el entrañable amor que tengo a esta divina señora, a esta sin quien estuvieran tristes las almas, torpes los concetos y los deseos vagabundos.
Valiente batallador os mostráis en la poética lid. Fiel vasallo posee en vos esa profesión que tanto ensalzáis. Caigo ahora en un yerro que, sin pensar, he cometido. Fueron los condenados hasta aquí solamente los porfiados escritos de ingenios flojos, objeción que por ningún caso puede ser satisfecha. Herédase con el mismo ser esta torpeza, y, a mi ver, se deriva de la mala organización de los miembros, de quien cabe tanta parte a los sentidos y potencias. Contra las obras de naturaleza carece de juridición la fortuna. Esta puede bien hacer de pobres ricos, de humildes señores; mas de necios sabios es imposible. No le pertenece este cargo, que es propio de más supremo dominio. Afirmo, en esta conformidad, ser grande deslumbramiento querer hacerse el roble camueso, águila el ánade, y, al fin, hábil y suficiente el idiota incapaz. Mas el que fuere planta noble, ave real, ingenio peregrino, no sólo debe ocuparse en ilustrar con algunos escritos el habla natural, sino que le toca con todo rigor llenarla y enriquecerla incesablemente de joyas, ornamentos, policías y elegancias, osando abrir a los que sucedieren los caminos más difíciles. Veis, según esto, que no puedo condenar la ejercitación de la poesía española en los ingenios sublimes, en quien antes es digna de sumas alabanzas, sino sólo en los que, faltos de inteligencia, de estudios y galas, siendo raterísimos, aspiran a usurparse el más encumbrado vuelo. Resta, pues, descubráis ahora en cuál destos dos ejércitos se os debe asentar plaza de combatiente. Recorred la memoria y hacednos participes de lo mucho bueno que confío tendréis depositado en ella. Podrá ser sea tal la muestra, que se truequen las manos y, de vencido a vuestro parecer, salgáis vitorioso y triunfante, haciendo lo que pudiera el sol si le quisieran colocar en el más profundo cóncavo; que con indecible velocidad se elevara, y llevara tras sí cualquier estorbo, hasta volver a ocupar su propia esfera.
¡Cuán bien sabéis afligir, y cuán bien dar ánimo cuando queréis! Tan apurado me habéis tenido, que, a no poseer tan seguro y cabal conocimiento de lo que sigo, fuera vuestra aversión el sol violentado que lo supeditara todo. Por una parte, no quisiera resistir a lo que ordenáis; porque reconociéndoos por maestro, sirviera el decir cosas mías de quedar mejoradas con vuestra censura: por otra, estrecho el ánimo con la consideración de si hallarán buena acogida en el no bien afecto obras que salieron como abortos del vigor y lozanía de la primera juventud. Mas venza el deseo de la utilidad y póstrense mis rudezas delante de quien las puede sutilizar; delante de quien tanto penetra con la vista en medio de la mayor tiniebla. Sea, pues, el primero que sin alguna confianza haga (ya que fue de sol el símil) alarde de sus concetos un romance, en que pedí a Febo cierto día que para hacerle mayor detuviese su curso, con que tendría más ocasión y lugar para hablar y ver a mi dama. Dice así:
Príncipe de resplandores,
enfrena el paso, detente;
goce de tu gozo el mundo,
la noche y sueño no lleguen.
No cubran torpes tinieblas
las galas de prados verdes,
las libreas de las plantas,
los reflejos de las fuentes.
Entre cristales se miren
volar ligeros los peces,
romper el aire las aves,
correr los brutos alegres.
Libres de medroso horror
sulquen el mar los bajeles;
quien caza, siga las fieras;
quien pesca, tire las redes.
Empuñe pica el soldado,
siga el rústico los bueyes,
no dejen al cortesano,
o sus males, o sus bienes.
Tal vez te viste parado;
que vitorioso acidente
puso trabas a tus cuatro,
fijó de tu carro el eje.
Guerra también es amar,
y Amor, contrario tan fuerte,
que bravos Hércules doma;
que fieros Césares vence.
Divino imposible adoro:
Febo hermoso, no me dejes;
que si te escondes, se oculta,
y con ausencia me hiere.
Para mí solo tramontas;
no para Celia, que tiene
en su cielo soles dos,
dos que hielan, dos que encienden.
También al amor serviste,
También probaste desdenes:
Conoce, pues, por tus penas
Las que un amante padece.
Y así de Dafne los brazos,
que agora adornan tu frente,
ciñan tu cuello, contigo
más blanda y menos rebelde,
así te ofrezcan aromas
las más incógnitas gentes,
y en sus preciosos altares
tu semblante se venere,
te pido que por mi bien
tus voladores enfrenes,
primero que sus contrarios
la negra carrera apresten.
Vencistes mi pertinacia; tocad la diestra: desde hoy seguiré vuestro bando. Excelsa sumamente viene a ser para vos esta vitoria, por conseguirla de tantas dificultades. El romance es famoso, superior, según lenguaje moderno. ¡Qué ceñido, qué regalado, cuán lleno de colores retóricos, de galanas frases! ¡Con qué énfasi prosigue la demanda! ¡Con qué terneza pretende obligar!
Paso; que tendré por irónico igual encarecimiento. Amigos somos; mucho más gusto de emienda que de loa, y más donde hay tan espacioso campo para poderla recibir.
Aseguro que es bonísimo y que maliciosamente le presté particular atención, por ver si podía reparar en un ápice, en una mota; y así, cualquier lengua fuera con él, cuanto más crítica, más pródiga de alabanzas.
¿Qué decís? ¿Por ventura escogéis camino para perturbarme de nuevo? ¿Es posible pueda haber agradado a quien se mostró tan avieso, tan mal contentadizo, un borrón estéril, un bosquejo desnudo de todo el ornato con que le honráis? ¿Qué reservaréis para lo que suele producir un natural fértil, cultivado con la maestría del arte?
Mucha hiel tuviera en las entrañas quien no se contentara de lo bueno. Creed que miro con rígidos ojos estas composiciones, y en Madrid tuve tal opinión entre los conocidos; mas cierto que me movió siempre buena intención. Lo culto consigo trae alabanza; lo mediano pasa con permisión; lo malo puédelo sufrir el mismo infierno. Sucedía, pues, acudir diferentes parroquianos con cantidad de obra gruesa, deseosos de sacar miel de acibar. No me hacían buen sonido estas presunciones. Callaba, y si demasiadamente me ponían en pretina, decíales el nombre de las Pascuas. Tachaba, en fin, no a bulto, sino con fundamento, hiriendo tal vez la floja elocución y tal la humildad del conceto. Partían marchitos y cabizbajos; mas llegada la ocasión, no me perdonaban un átomo. Notábanme de maldiciente universal, de oyente desabrido, de juez apasionado, de crítico ignorante, honrándome, sin esto, con los títulos de silvestre, de montaraz, de cimarrón. Tal vez llegaron a mi noticia ajenos disgustos, y pesome de que mi sencillez diese motivo a desabrimientos. Resolvime, por evitarlos, de decir bien de todo, de no cansarme en censuras y de recuperar, si pudiese, el perdido nombre de letor benévolo. Con todo, no me faltaban quebraderos de cabeza, ya con extravagantes comedias, ya con fragmentos diarios. Convínome, últimamente, hacer una declaración juratoria como aborrecía con estremo todo género de poesía. Vituperábala en las conversaciones; procuraba escurecer su resplandor, y con semejantes artificios quedé libre y absuelto de la culpa y pena que me daba y merecía. Vos solo habéis podido hacerme reincidir, obligándome con el vínculo de amistad a pacificarme con ella. Así, considerando vuestro talento, no sólo tengo por ocupación loable la de escribir tal vez, sino que me parece os corre obligación de soltar casi jamás la pluma. No por eso dejo de confirmar de nuevo convenir escusar la continuación de componer comedias, por las causas que apunté arriba, y también porque vuestro estilo excede en alteza al común scénico, que es forzoso quedar ratero cuando más se pretendiere remontar. En confirmación desta advertencia, y de las veras con que la forma la voluntad, quiero, las veces que como ahora sestearemos en las posadas, comunicaros también algunos de los versos que como primicias de mi corto ingenio ofrecí a las Musas en mis verdes años. Bien sé será materia pesada para el Maestro y para Isidro, como tan opuesta a su inclinación; mas tendrán paciencia; que las amistades se suelen conservar largo tiempo sufriendo las impertinencias de los entre quien se hallan trabadas.
Jamás podrá ser sino gustosísima vuestra plática en cualquier empleo que eligiere. Verdad es carecemos los dos de esa habilidad, en cuya virtud cobra la elocuencia frontispicio tan hermoso. El daño por falta de natural, como procedido sin nuestra intervención, tiene escusa; mas de ningún modo la tuviera el que nos pudiera sobrevenir por cerrar los oídos a tan dulce harmonía, a tan suaves concentos. Tengo por inadvertidos los que condenan generalmente una facultad porque no frisa su humor con ella. Varios platos se ponen en un banquete, y no todos comen de todos; mas no se seguirá por eso no ser buenos los que se alzaron sin que los tocasen. Ceguedad es, y, por lo menos, descubrirá tener estragado el gusto quien no se alimentare mucho con el regalado y precioso de la Poesía. Reconozco en sus profesores superioridad de lenguaje y elevación de pensamientos. Abundan de cuantos términos de hablar selectos tienen los idiomas. Por manera que en cualquier propuesto asumpto acuden los mejores y más elegantes para ser escogidos. No pasa en la prosa así, cuya cortedad en los que meramente la siguen no puede ser significada.
La que se ha gastado en pro y contra de la Poesía, sin duda no ha sido poca. Será, pues, acertado poner ya límite a su demasía, y que el señor Maestro abra las puertas a la discreta suya, para que nos refiera la inclinación de su dueño y las ondas que sulcó la voladora nave de su mocedad.
En fin, me vino a tocar la relación de mis calamidades y la remembranza de excesos juveniles dignos siempre de perpetuo olvido. Obedezco, si bien quisiera evitar en todo tiempo la representación de pasados derramamientos, pues en los que abrieron algo los ojos sólo sirven de ser instrumentos de dolor.
Atendió mi padre al estudio de la Medicina, en que no podré afirmar si fue insigne, por ser esta facultad de indiferente operación. Ejércese de contino, no sé si diga más con yerros que aciertos, siendo difícil de conocer lo interior, cuyas partes lisia das, cuyo humor predominante, si el paciente no los sabe exprimir, perece. En esta conformidad, suelen afirmar los más cuerdos, de su más antigua experiencia, consistir en sanar los que no se habían de morir; mas yo añado (y, a mi ver, no mal) que en matar casi siempre los que naturalmente habían de sanar. No por esto pretendo ofenda la impericia de los idiotas la suficiencia de los verdaderos esculapios, de quien casi se han visto derivar milagros prodigiosos, cuanto a infundir entera salud en los que ya pisaban los umbrales de la muerte. Es, cierto, ciencia utilísima, pues el enfermo, de todo cuanto tiene el mundo consigue penalidad, en vez de recreación. Imperios, riquezas, regalos, comodidades y placeres, todo es tormento para quien con encendido acidente trilla la molesta blandura de los colchones. Feliz será mundanamente mil veces el a quien la Medicina concediere una vida suave y un estado hasta la muerte alegre y tranquilo. Con esta cortapisilla anticipada, que entiendo no será superflua para lo que adelante pienso decir, acabada la Gramática, quiso mi padre que, siguiendo sus pisadas, atendiese en Alcalá a los cursos de Artes y Filosofía, fundamentos principales de aquella facultad. Para ésta ordenó se acudiese con puntualidad a todo lo necesario, por saber procedía de su penuria la rémora del bajel que más velozmente corriese por el océano de las ciencias. Mi madre, de quien yo fui con grande estremo querido, rota la hucha de largos días, partió conmigo lo encerrado en ella, que sería hasta cuatrocientos reales, causa eficiente de mi perdición, como se verá presto. Hubo para la partida grande apercebimiento de ropa blanca, de vestido negro lucido y de otro de camino, galán, de buen paño, que me estaba de perlas. Mi inclinación hasta entonces sólo había sido de holgarme, sin atender a otra ocupación, y así, gasté seis o siete años en deprender imperfetamente algunos principios de latinidad. Al despedirme abundaron lágrimas en mi hermana y madre, como si la jornada fuera más que de seis cor tas leguas. Había comunicado con otros mozuelos (así leves como yo) el estilo que se tenía en aquella universidad, no sólo con los novatos, sino con los provectos. Uno que se preciaba de más taimado comenzó a darme liciones de nueva vida, para que, divertido de las que me importaban, abrazase las que fueron ocasión de su despeñamiento, y lo habían de ser del mío.
“Sabed (dijo) viene a ser Alcalá lugar de grande provocación, como albergue de hijos de tantas madres. Allí la ley del duelo se halla con más vigor que antiguamente en la provincia que más se profesó honra. Cuanto a lo primero, las burlas que padecen los novatos no sólo son esquisitas, sino de mucho pesar, en cuyo sufrimiento suele quebrarse la correa del más fino redomado. Para remedio desta perturbación conviene proceder de manera que en cosa os diferenciéis de los que ha mucho tiempo que cursan. El habla sea despejada, libre, y por ningún caso encogida y modesta. Procurad en los generales tener con ligera ocasión alguna pesadumbre, llevándola meditada antes con los amigos. Será bien desnudar la daga a las palabras primeras, en que (si es posible) pondréis cuidado de quedar superior; porque si bien, como tan vanas, se las lleva todas el viento, es cordura cobrar opinión no sólo de pronto de mano, sino también de injurias; que no es poca maestría saberlas arrojar briosamente en tiempo y ocasión. Con esta rencillosa entrada obligaréis a que todos os miren con recato de resentido, procurando cualquiera apartaros de entre los pies los estorbos, temeroso de que no tropecéis a su costa. En los estudios entraréis blandamente; que con menos riesgo de salud se consigue lo que se va adquiriendo con medios proporcionados y suaves. Paréceme bastará al día una hora de libros; las demás consagraréis al solaz, a la conversación. Es forzoso jugar un poquito; porque de ninguna forma os tendrán por hombre esparcido si evitáredes del todo este rato de buen tiempo, aunque sea interponiendo tal vez el precio de volúmenes superfluos; que con facilidad se restaura después cualquier pérdida, hallándolos también de lance. Las tardes se entretienen paseando por el lugar, o visitando el río, según lo pidiere la estación de los tiempos. Debéis acudir antes de anochecer al parador, para inquirir novedades y ver lo que desembarca de carros y coches. No es posible escusar las rondas, porque, fuera de ser las horas de la noche dispuestas para gozar las galas que se prohiben en las de día, se ofrecen varias ocasiones de recreo y delectación. Conviene en estas salidas ir sobremanera bien puesto; porque en los vivos aires se traban obstinadas pendencias, de quien resultan nocturnos hurgonazos, que en un punto envían a cenar con Cristo al más orgulloso. Son comunes las resistencias que se hacen a las justicias, y así, en este particular, en diciendo “Aquí de los nuestros”, no hay sino acudir como un águila, cum armis et fustibus, venga lo que viniere. No me detengo en advertiros otras menudencias que suelen intervenir en la peregrinación escolástica, porque el mismo tiempo que os las pondrá delante os abrirá también los ojos para desembarazaros dellas discretamente. En las oposiciones de cátredas, haceos, si podéis, solícito movedor (a usanza de Cortes), por ser el más derecho camino para que los interesados, maestros que han de ser vuestros, os estimen y honren. Yo fui los años que cursé el calificador más sagaz y el más acérrimo fautor que jamás vieron universidades; ni puedo negar haberme valido mucho semejantes inteligencias. El cómo entendiérades mejor si hubieran llegado a vuestra noticia las sendas dulces y pecuniarias por donde se granjean los votos en los grandes aprietos.”
Estos y otros avisos y documentos, dignos sólo de tan estragado Séneca, fueron los que me acompañaron en el viaje de Alcalá. Pareciome para los amagados peligros y grescas a propósito cualquiera cautelosa prevención. Así, de los dinerillos de mi madre compré un lindo coleto en las gradas de San Felipe, cuyos faldones casi tocaban las rodillas. Di comisión para que en cualquier precio se me buscase una espada a prueba de todo golpazo, que reconociese por dueño alguno de los más famosos forjadores, como de los Sahagunes, de Tomás de Ayala, Miguel Cantero, Sebastián Hernández, Ortuño de Aguirre, y otros así. Halláronmela, en fin, de las del buen viejo Sahagún, gloria de la espadería. Costome ciento cabales; mas aunque fueran escudos, los diera por bien empleados; tal era la limpieza de sus aceros y tal el boato de su rara perfeción. Podía, a no ser un dedo menor de marca, formarse della un vínculo para honra perpetua del más rico mayorazgo. El broquel, hijo leal de la insigne Salamanca, ferié a un amigo (también estudiante) que le había traído de allá, teniéndole, como blasón, colgado en la cabecera de la cama. Veisme aquí, en vez de Mercurio, hecho un Marte, casquivano, brioso, pendenciero, y, sobre todo, tan distante del intento con que me enviaban mis padres a la Universidad, que de ninguna cosa trataba menos que de filosofar. Llegué, pues, a ella y, aprovechándome de la leción antecedente, sólo pasaba por nuevo entre los de mi tierra. Con todo, no me pude librar de algunas matracas; mas habíame en ellas como valiente campión. De correrme no había que tratar, ni de que por ningún caso me faltasen apodos y contraapodos. La primer rencilla que tuve nació de cierto gargajeo, a que se me atrevió uno que era como el mayoral de una escuadra de finísimos bellacones. Quisiéronme estafar en alguna moneda, dándole color de empréstido. Escuseme con buenas razones; guardáronme la negación, y estando una mañana en el patio de escuelas, me fueron poco a poco saludando y ciñendo. Hechos, al fin, una rueda, desenvainó el conductor sobre mi intacto manteo el escremento más horrible que salió jamás de pecho acatarrado. Al son deste tamboril comenzaron a bailar los demás, despidiendo de sí tan espeso granizo, que en grande rato fue forzoso sirviese mi limpieza y aseo de blanco de sus tiros, sin poderme valer de alguna retirada: con tan notable advertencia me tenían impedidos los pasos. Acabada, con gran risa suya y no menor pena mía, la escarapela, comencé a maquinar la venganza, convocando los brazos de los amigos para el debido resentimiento. Ofreciéronse algunos impetuosamente, haciendo común y propio el agravio ajeno y particular. Otros, a quien la esperiencia de tales naufragios había vuelto más flemáticos, procuraron oponerse a nuestra colérica determinación, alegando cuerdas razones para siquiera diferir por algunos días la ejecución de la batalla. Gastaron en balde palabras y tiempo; porque estaba ya echada la suerte, y el cejar se tenía por caso de menos valer. Consideré después suelen tales amigos ser picantes espuelas para el apresuramiento de alborotos, desórdenes y escándalos, por no saber enfrenar el raudal de la ira con la fuerza de la razón y el decoro de la amistad. A la nuestra, en suma, concedimos larga rienda, y sin diminuirse un punto, comenzó a moverse el irritado escuadrón contra la parte contraria, que, aunque no del todo sobre aviso, tampoco vivía del todo descuidada. Venida la hora, que fue por la tarde, entre dos luces, con la retaguarda en vela, fui el primero que embestí con mi mayor enemigo, a quien yo atribuía la principal culpa de mi desmán, Hallábase ya en hábito decente: con armas, digo, y en corto; que en esto de arrimar los largos sin tiempo ninguno es perezoso, como murciélagos, que algo antes de llegar la escuridad suelen comenzar el paseo. Hasta entonces nunca entendí se podía hallar furor que como rayo se opusiese al tremendo de otro. Sacó mi acometido la espada con gentil denuedo y, dejando caer la embarazosa, descolgó de la pretina el sufridor de todo nublado, el burlador de cualquier coraje. Llovieron en un momento turbiones de puntas, tajos y reveses; mas temiéndose del resguardo que miraba prevenido, si bien por gran rato inmoble en su ofensa, fue con cuidadoso continente sacando pies, hasta ponerse en los límites de su barrio. Apenas fue visto en él, cuando, acudiendo los de su parcialidad, y juntándose asimismo los de mi bando, se trabó entre seis o siete de cada parte tan tremenda escaramuza, que la calle abundaba en luz procedida de las centellas que despedían los aceros. Peleose un rato con singular tesón y virtud; al cabo, no se olvidó el Cielo del socorro, que en tales ocasiones suele ser deseado del más furibundo. Metieron paz cantidad de varales y chuzos; que con armas menos chicas no es seguro hacer oficio de montante. Quiso mi ventura no hubiese herida de peligro en una y otra escuadra; rasguñuelos de a jeme sí, y no pocos. Uno me tocó a mí, tan regocijador de mis cascos, que por su respeto me los alegraron, avisando la trementina a los sesos convenía asesar a costa de aquel escarmiento. Publicose la campal el día siguiente, y saqué, por lo menos, deste mal el bien de no ser molestado de allí adelante, pasando en quince días el noviciado de un curso. Dime luego con los humillos desta primer valentía tan perdidamente a la vida gloriosa, que deseaba con ansia las noches para salir con el de color y todo el aparejo de reñir a frecuentar las mocedades que son propias de tan incautos años. Marte, Venus y el planeta que predomina en el juego eran mis más validos, sin que faltase para la frecuentación de los dos últimos el interés que resultaba de alhajas caseras y del artificio de algún enredo, que era fuerza cuajar de cuando en cuando. Considerad cuán aprovechado me tendrían estos loables pasos, estos virtuosos ejercicios. Mi buen padre sólo cuidaba de ser puntual en la provisión; y como raras veces se llega al curioso examen de la suficiencia y aprovechamiento, ambos vivíamos contentos: él, con entender que estudiaba, y yo, sin estudiar, con entender que él lo entendía. Pasáronse desta forma algunos años, en cuyos fines, habiendo venido unas Pascuas al natural albergue, no sé qué se ofreció tratar de Medicina estando a la mesa, sobre el bueno o malo nutrimento de cierta vianda, en que yo hablé como pudiera una mula con su gualdrapa, freno y silla. “Qué es esto, hijo? (exclamó con grande alboroto mi padre). ¿Iignoras en seis años de estudios la dífinición de la facultad?” Callé, y pareciéndole procedía el presente silencio de modestia, y el haber errado, de turbación, acudió con blandura y regalo, diciendo ser cosa muy natural en los teóricos el encogimiento y remisión, bien como pajarillos nuevos, que antes de asegurar el vuelo y encumbrarse, caen mil veces, con la torpeza que si carecieran de alas. “La prática (fue prosiguiendo), particularmente en la Medicina, es la que habilita los sujetos y los hace expertos y despejados. También fui, como tú, desalentado y medroso en actos públicos. También enmudecía delante de quien me llevaba superioridad en letras; mas fuime soltando poco a poco, hasta poder hablar, hasta poder dar mi parecer entre los más consumados y de más nombre”.
Con estas y semejantes confortaciones procuraba mi padre infundir en mi pecho el ánimo que me usurpaba la insuficiencia. Quedó, últimamente, desengañado de que todo se derivaba de pobreza; pues ninguno puede dar más de lo que tiene. El sentimiento que le resultó desta peligrosa prueba fue tan grande, que en muchos días no se le vio el rostro alegre. Mas habiendo mi madre (como mujer, dulce medianera de los mayores disgustos) reducídole suavemente al primer estado de serenidad y contento, se reconcilió conmigo, y, tras haberme hablado con terneza, me hizo la siguiente plática: “Aunque he sentido, como es justo, hayas desperdiciado no menos pródiga que inútilmente tan preciosa cantidad de años y hacienda, un consuelo me viene a quedar destos daños, en mi opinión, no pequeño; que es la facilidad con que se puede restaurar en parte tan irreparable pérdida. Sabrás que todas las ciencias no obligan con rigor a su estudio más que hasta conseguir la dignidad y grados de las mismas; y aun en estos intervienen inauditas malicias y estratagemas. Por lo menos, en llegando a ser uno maestro, licenciado o doctor, ninguno osa examinarle; pasa por fee, y, en duda, se presume que sabe. Bien confieso sabrá más o menos el que estudiare menos o más; pero, en suma, estará en su mano apretar o aflojar la llave. En las escuelas sólo se aprende el modo de estudiar las materias, y no es poco, gastando la juventud desenfrenada casi todas las horas en sus antojos, en sus distraimientos. En tanto tiempo de asistencia en la Universidad es imposible se te deje de haber pegado siquiera alguna vislumbre de Medicina, cuando no por estudio, por comunicación de amigos condicípulos. Juzgo, siendo así, bastantísima cualquier reliquia que se halle en ti para granjear abundosamente el sustento, con el arbitrio y traza que te pienso dar. Paréceme, si no me engaño, viene a ser tu memoria, en particular la retentiva, de buen metal, y a propósito para encomendarle, si bien con trabajo, alguna cantidad de aforismos y brocardicos, que en la ciencia médica sirven de lugares comunes. Convendrá, pues, te ocupes en este ejercicio algunos días, de modo que los sepas recitar facilísimamente. Luego, para lo que es el grado, no te podrá faltar alguna universidad silvestre, donde, llevando los cursos probados y los puntos como bodoques en turquesa, digan unánimes y conformes: Accipiamus pecuniam et mittamus asinum in patriam suam. Vuelto con la reciente borla a tu lugar, hijo de médico y graduado en Medicina, ¿a quién quieres sea patente tu ignorancia, teniéndola paliada en tu favor con dos presunciones tan fuertes? Recebirás por mi respeto el salario de algún hospital de más concurso, porque haya más en quien hacer experiencias, con menos nota. Desde allí guiarás tu mula hacia los arrabales de la Corte, para no perder la pitanza de la gente pobre; que, aunque corta, muchos pocos hacen un mucho digno de estimación. Entre tales parroquianos no puede peligrar tu opinión; porque, fuera de importar poco o nada sus vidas, hacen casi todas breve tardanza en el mundo, aceleradas con el trabajo, con el vino y otros desaguaderos. El crédito que tenemos entre semejante plebe es notable, puesto que para ellos, en viendo entrar el médico, piensan que llegó su entera sanidad por medio de aquel que tienen por ángel. Por este camino traerás a casa los veinte o treinta reales al día, no malos para el gasto común de la familia. Todo esto se entiende cuando no gustares de salir a ejercer tu supuesta facultad en alguno de los lugares convecinos, con el partido de cuatrocientos o más ducados; para cuya negociación tendremos favor bastante, por ser mis amigos los más de tos protomédicos. En tanto, pondré todo cuidado en introducirte suavemente en las juntas, donde espero también pasarás de falso. Trátase en ellas de ordinario el más breve modo con que se debe despachar el enfermo. Altércase valientemente, y de entre cuatro o cinco suelen brotar cuatro o cinco opiniones; como si la Medicina fuera en sí diversa y contraria y no mirara a un solo fin, que es al de añadir lo que falta y al de quitar lo que sobra. Aquí será forzoso que tú no hables de los primeros; pues habiendo de ser de los últimos, ¿quién te podrá quitar arrimarte a quien mejor te pareciere? Hijo, esta vida es toda artificio. De contino se van empeorando las cosas. Quotidie deterior posterior dies; y siempre el último, dicípulo del primero. Casi todos los profesores de todas ciencias son fantasmas, son exhalaciones; no más que bulto, no más que apariencia; ignorantes todos, todos ramas sin fruto, todos vana ostentación, todos mentira. Ten ánimo para atreverte; que tan sin caudal de letras comencé yo como tú, y osando adquirí y aseguré reputación y hacienda. Fuera de que te hará, sin duda, médico la prática, aunque no lo seas por teórica, ya que, según siente la Filosofía, entre los elementos símbolos es más fácil el tránsito; mas presto se pasa el aire en fuego, y así, más presto pasarás tú a médico con ejercicio y hábito que otro que carezca dél. Sin vista y sin tacto, sentidos tan importantes para el uso de la ciencia médica, no falta quien la ejerce, aun entre grandes personas. En el discurso de mi vida he visto notables transformaciones y máquinas, con buenos sucesos en ellas, nacidos del brío y animosidad con que se emprendieron. Conocí hasta barberos y boticarios que, dando poco a poco remedios a traición, vinieron a quitarse la máscara del todo, quedando incluidos y agregados en el espacioso dominio de la Medicina, que jamás repudia ni desampara a los que la quieren por esposa y protectriz. Pues si esta gente, que de suyo es tan inhábil, tan ruda, tan para poco, sale con su determinación, una vez intentada, ¿por qué tú, con tan diferentes prendas, te has de mostrar tímido y pusilánime? Ruégote, amado mío, no sea así; que en mí tendrás un firme Atlante que te ayudará a llevar el que, sin serlo, te parece peso excesivo. Prométote, sobre todo, ser solícito diligenciero hasta entablarte en dos o tres casas de titulados, con cuyo favor y sombra te será facilísimo tener juridición en el Real Palacio, y aun quizá en el pulso del soberano dueño suyo, a quien tocando, no hay plus ultra que desear”. Con semejantes razones trató mi amoroso padre de esforzar mi flaqueza y colorir mi ignorancia, si bien vanamente todo. Yo, al cabo de estar un rato pensativo, respondí en esta forma: “Bien notorias me son ha muchos años, padre y señor mío, las obligaciones en que me tiene puesto no sólo quien, después de Dios, me dio el ser, sino quien procuró informar esta unión de alma y cuerpo (en sus principios, a manera de tabla rasa) de virtuosas costumbres, de loable educación y hábitos generosos. Para conseguir este fin conozco haberse desperdiciado inútilmente cantidad de hacienda, que en cualquier otro empleo luciera mejor y fuera de más aprovechamiento; mas la inclinación natural tiene, sin duda, invencibles fuerzas, tanto más en la edad floreciente. Cuando partí a Alcalá predominaban en mi idea pensamientos armígeros, que sólo me provocaban a inquietud, a disensiones y a derramamiento de sangre; dejábame conducir (¡qué ciega guía!) de cierto furor colérico, con que inadvertidamente entraba en ocasiones y trances dificilísimos después de evadir. En esta ocupación y en las de otros vicios gasté el tiempo debido a honrosos sudores; de forma, que salí de la universidad, en vez de aprovechado, estragadísimo; en vez de virtuoso, insolente sobremanera. Ahora, porque siquiera no se pierda todo, se pretende dar orden, con que, si no jurídica, por lo menos, fingidamente, llegue al puesto que es propio de verdadera virtud y no falsificados méritos, en que es forzoso mostrarme avieso. Tiene en mí el arte medicinal un feligrés poco devoto, por muchas causas. La primera, por aborrecer con estremo todos los términos que intervienen en las recetas de los mismos medicamentos, siéndoles como natural cierta bajeza odiosa a lengua y oído. Agáricos, rabárbaros, casias, colirios, socrocios, ungüentos, emplastos, aceites, y todos los demás simples y compuestos que contiene, podralos pronunciar con gusto el que hallare dulzura y utilidad en sus nombres y efetos; no yo, que deseo verme lejísimos de cualquier enfermo, de cualquier botica. Con esta declaración de mi voluntad delante, quisiera saber, profesando cristiana religión y siendo la propia conciencia el gobernalle de cualquier hombre que desea salvación, con qué seguridad de la mía pudiera engolfarme en el grande océano de lo propuesto. ¿Yo ensayarme primero en los pobres? ¿Yo cometer indignos robos en la miseria de los mendigos? Dios nos libre: ni por pensamiento. ¿Por ventura no son verdaderos trasuntos de Cristo? ¿No son sus más parecidas medallas? Pues ¿no fuera obra de ánimo dañado y de diabólica resolución esparcir la semilla de mi ignorancia en tan noble terreno, en tan preciosa heredad? Soy asimismo de parecer se halle obligado a restitución de todo lo que lleva el que, sin haber puesto de su parte diligencia y estudio, ejercita alguna facultad, sobre que debría ser rigurosamente castigado como usurpador de lo ajeno, como forjador de engaños. Fuerza es perezca todo lo que no se edifica sobre fundamento bonísimo; y así, ni será posible entremeterme entre doctos, como corneja entre pavones, adornada de ajenas plumas. Los actos de memoria son siempre opuestos a los entendimiento, de forma, que, apurados, antes ocasionan vituperio que honor. Quedarán, por tanto, frustrados cualesquier desvelos; burladas cualesquier diligencias. Jamás podré ser hábil para partidos, para juntas, para introduciones de titulados, y menos para tan suntuosa máquina como es la del Palacio Real. Admírame, por el consiguiente, saber el poco o ningún tiempo que gastan en los estudios desta ciencia sus más bien opinados profesores. Madrugan; váseles la mañana en visitas. Vienen a comer dadas las doce. A las dos ya esperan las mulas. Vuelven a la noche; cenan, y, tras escaso reposo, les obliga el cansancio a buscar los lechos. ¡Santo Dios! ¿Cuándo se revuelven los libros? ¿Cuándo se consultan los Galenos? ¿Cuándo se habla con los Hipócrates? Oigo decir que nunca. ¡Ay, pues, del triste que fía el bajel de su vida de tan ciegos pilotos, de tan noveles marineros! Veis, señor, como es necesario echar por otra senda de menos peligro y más seguridad. La que se me ofrece ahora, y que doy palabra de seguir con esquisita afición, es la de Leyes y Cánones, profesión noble, ilustre, vida y alma de las ciudades, conservación del mundo; cuyos primeros inventores fueron por la ciega gentilidad puestos entre el número de los dioses: tales son las honras y preeminencias de que participan. En tres o cuatro cursos despacharé lo que toca al grado; que no podrá faltar suplemento de uno o dos. Pasaré después en casa con mi comodidad. En tanto, espero alcanzarán sus muchos méritos el último galardón, que es el de la Cámara; donde, en entrando, lloverán tan grandes mercedes, que, no sólo será fácil colocarme en perpetua silla occidental o antártica, sino en las mejores de chancillerías o audiencias españolas; que suplirá la avenida del favor cualquier sequedad de insuficiencia. ¿Qué médico gusta de no adelantar su casa, de no crecer el timbre de su solar con más lustrosos realces? ¿Hay quien se agrade de que sus hijos le imiten en la facultad? ¿No los procuran dejar mayorazgos, comendadores, consejeros y títulos, si es posible? ¿Podrá haber, pues, tan gran contento para todo nuestro linaje como verme frecuentar las calles de Madrid con la pompa de garnacha, con el boato de oidor? Señor, esto suplico con toda humildad intentemos. Para esto solo hallaréis mi ánimo dispuesto, pronta mi voluntad y allanados los montes de mayores dificultades”.
Vista mi resolución, volvió las espaldas sin responder. Consideró después no carecía de fundamento mi propuesta, cuyos fines, por lo menos, eran loables y honrosos. Condecendió, finalmente, a mi ruego, comenzando a dar orden para el empleo de la nueva profesión que yo pretendía abrazar con tantas veras. Apenas di principio a su vehemente estudio, cuando mi padre le dio a mejor vida, saliendo désta caduca y menesterosa. Cayó con su muerte la estatua de la esperanza mayor, siendo la alegre resolución sobresaltada de estorbo fúnebre. Sucedieron lutos, llantos, lástimas, siendo en breve la casa acometida de urgentes necesidades. ¡Oh, cuánto importa y cuánto sabe suplir cualquier continuo interés cualquier ganancia proseguida! Sobraba en la familia todo viviendo quien era su cabeza; mas ésta derribada, todo vino a ser penuria, todo calamidad y miseria. Siguiole presto mi madre, fuese o por verse oprimida del ansia que le causaba la soledad de tan cara compañía, o por haber llegado el curso vital al límite destinado. Quedome una hermana, ya viuda, ceñida de dos hijuelos, con quien eché de ver convenía hiciese oficio de padre en lo por venir. Pasé algunos días lleno de irresolución y ambigüedad, bien como el que perdió el camino en noche tenebrosa; que, errante, ignora lo que debe seguir para el acierto y continuación del viaje. Conocí la imp ortancia de los estudios, no sólo para el honor, sino también para hacer menos grave el peso de cualquier necesidad. En suma, juzgué sería atajo dedicarme a la facultad de Teología, por el seguro premio que suele alcanzar su eminencia en las oposiciones, así de cátredas como de dignidades. Seguíala, pues, con el ardor que me infundía el menester; en cuya conformidad certifico haberme hallado muchas veces sobre los libros el morir y nacer del Sol. Grandes nervios alcanza la continuación en cualquier cosa. En diversas conclusiones procuré dar honrosas muestras de mis vigilias, publicando alguna suficiencia en Teología, no menos positiva que escolástica. Llegose ocasión de oponerme a un beneficio, tenue, por ser de corto lugar. Diéronmele, según voz, de justicia; negocio que pudo ser, por carecer de todo favor. De aquél pasé a otro de más provecho, por sus muchos feligreses, entre quien solté la voz en púlpito la primera vez. Aquí pasé tres o cuatro años contentísimo, por la sombra que hacían mis alas a mi hermana y sobrinos. En tanto, no desfallecían en mí los deseos de pasar adelante; cosa que intentaba cuando las vacantes de mayores curatos ministraban ocasiones. Ha poco que me opuse a un beneficio de más consideración y utilidad que el mío. Hice para conseguirle la más sublime ostentación de estudios que alcancé ni pude, contra quien parece había de salir vana otra cualquier competencia; mas acudió de través un criado de cierto obispo y, sin haber abierto libro en su vida, se le llevó, en virtud del amparo de su dueño. Desdeñome sumamente semejante acontecimiento, y deseando no verme en otro trance de acepción personal, traté de regresar mi curato sin dilación. Señalé lo en que convenimos para el sustento de mi hermana, y yo, con algún dinero procedido del ahorro antecedente, propuse pasar a Roma, cabeza de la Iglesia, emperatriz del mundo, ciudad del Pescador, y mar profundo donde las redes de letras y méritos sacan copioso número de diversas remuneraciones, pescados de segura duración. Esta es mi historia y las ambajes de mi inclinación hasta el punto presente, quedando reservada para el Cielo la variedad de lo por venir.
Gustosa sobremanera ha sido para todos: sólo tuvo de triste la parte trágica y lúgubre, con que se perdieron los padres, suceso que, como emanado de la voluntad de Dios, convino conformarse con ella. Alegrome en particular la vida desgarrada de estudiante primerizo, bien conforme a la de muchos, cuyos cuidados consisten sólo en defraudar sus mismas haciendas, pareciéndoles procede toda felicidad del desperdiciarlas. ¡Oh, cuánto yerran los padres con iguales remisiones, con semejantes descuidos! ¡Oh, cuánto importaría el frecuente examen de lo en que se ocupa el hijo, qué estudios, qué costumbres, qué proceder, qué pasos son los suyos, para procurar la emienda de cualquier exceso! Los vuestros, sin duda, cedieron a la edad, su más riguroso pesquisidor. Mucho fue vencer tan presto hábito que con tanta facilidad trastorna los más sanos juicios, pues un afecto envejecido difícilmente se desarraiga del corazón.
Bien fue menester celestial auxilio, y el ímpetu incontrastable de tanta calamidad. La sensualidad destruye salud y hacienda; el juego solicita desasosiego y deshonra; la valentía produce peligro y persecución; ¡ved qué efetos para cobrar amor a las causas! Hice cuanto pude por desasirme desta liga, por huir destos lazos, y supliquéselo a Dios con muchas veras. Noté desde el puerto las soberbias ondas, las horribles borrascas de que me vi ceñido. Elegí por farol al escarmiento, y conseguida (bien que indignamente) la soberana dignidad del sacerdocio, compuse, por lo menos, lo esterior para el común ejemplo. Lo que os causará más admiración es que, sin haber arrimado jamás los labios al licor cabalino, escrebí un romance, donde, reconociendo mis culpas, les imploraba del Cielo perdón con devota humildad.
¿Versos vos? ¿Qué decís? Novedad grande: pero ¿qué no podrá hacer el íntimo vigor de un afecto? ¿Qué la eficacia de un verdadero dolor? Mas pregunto: ¿pasó, como se suele decir, adelante la vena? ¿Pagastes a las Musas otro cualquier tributo?
En dos sonetos y este romance se resumen todas mis composiciones. Lícito es hacer tal vez esperiencia del más corto talento, hasta en lo más difícil; mas alargar demasiado la rienda a la confianza con falta de caudal, es locura, es temeridad. Bastó la osadía de intentar cosas arduas dos o tres veces; fue cordura el retirarse a tiempo.
Merced recebiremos en oírlos, siquiera por ver el agravio que recibe de vos vuestro ingenio en negarle tan debida licencia de proseguir.
Diré lo que se me acordare, para que se le comunique castigo al publicar con humildad sus yerros:
En tu incomprehensible idea,
¡oh soberano Arquitecto!
tuvo su principio el mundo,
y por Ti, su causa, efeto.
Allí blanco de tu amor
fui yo cuando el universo;
que en tu eternidad estuve,
aunque me criaste en tiempo.
Bulto inútil, si animado,
me vi en los años primeros,
sin acidente alterable,
ya lloroso, ya risueño
Puericia y adolescencia
se pasaron como sueño:
las potencias, inhibidas;
los sentidos, indispuestos.
Llegose la edad en quien
cobró la razón imperio,
y abrió el discurso los ojos
en lo malo y en lo bueno.
Como quedó lo inmortal
en débiles lazos preso,
guerra al punto publicaron
los incentivos terrenos.
Opúsose la virtud;
mas vano salió su esfuerzo;
que pudo mal resistir
a tanto escuadrón de afectos.
Cinco lustros se pasaron
tan veloces como el viento,
mientras víboras junté
en los retretes del pecho.
Como si ya vuelto el vicio
costumbre, fuera alimento,
tal vez con propias flaquezas
propuse dorar los yerros.
A sus pasiones jamás
otro se vio tan sujeto,
en cuanto ciñe Neptuno,
en cuanto visita Febo.
Éste ¡oh Padre de las lumbres!
es de mi vida el proceso.
¡Ay, qué penas no me aguardan,
si he de pagar lo que debo!
Hállase el alma confusa,
ceñida de varios miedos,
más por haberte ofendido
que en virtud de los tormentos.
Que quien está sin cesar
beneficios esparciendo,
es por sí digno de amor,
digno de agradecimiento.
Parte soy de tu caudal;
eres Tú solo mi dueño;
en tu casa me crié,
rebelde, sí, mas tu siervo.
Yo soy, divino pastor,
aquel tusón de tu cuello
que al rebaño me robé,
por errar en el desierto.
Si goza el a quien buscaste
de esención y privilegio,
no salga esta vez el lobo
con mi daño y con su intento.
Y pues misericordioso
eres cuanto justiciero,
remite el suplicio y cargo
de tan atroces excesos.
De Ti separado estoy;
unión busco, paz deseo;
que es la guerra desigual
en tan distantes estremos.
¿No eres Tú quien eres siempre?
¿Quien forja rayos y truenos,
y quien Oriente y Ocaso
junta y mide con el dedo?
¿No eres a quien viene estrecha
la inmensidad de los cielos,
y quien alimenta a tantos
hijos de los elementos?
Pues ¿cómo el Omnipotente
contra el de miserias centro,
contra el que en polvo ha de ver
convertida carne y huesos?
¡Ay, nunca suceda asi!
Huya tu poder inmenso
del que’s delicada arista,
del que’s quebradizo heno.
Que si te muestras conmígo
piadoso en vez de severo,
mar me volveré los días
que dure el vital aliento.
De tal forma excluye vuestra modestia las alabanzas, que el juez más recto temerá pronunciar cualquier sentencia en su favor. Mas tened paciencia; que sería ingratitud y malicia ocultar el loor de lo bueno. El romance es ejemplar, bien como de varón contrito; mas en la expresión del intento no se olvidaron los preceptos y religión del arte. Resplandecen en él con maravillosa claridad y lumbre de figuras y exornaciones poéticas, cultura y propiedad, magnificencia y espíritu, dulzura y vehemencia, gravedad y conmiseración, y una aguda eficacia en la representación de afectos. No sufre su brevedad sea ociosa o vana una palabra sola. Mas vengan los sonetos; que no es justo se olviden con la ponderación del romance.
Entiendo se me acordará sólo el uno, por ser escrito a la muerte de mi padre, causa de no perderle de la memoria. Dice así:
¡Oh tú feliz que, el edificio humano
ya de su ser desnudo, vistes alas
con que volar a las celestes salas,
despreciando el terrestre bulto vano!
Verás, vuelto divino cortesano,
tu ser ceñido de imortales galas,
no a Venus libre, no sangrienta a Palas,
ni en sedienta ambición culto profano.
No allá de afectos tristes densidades
turbas; que son de Olimpo ornato eterno,
brillantes luces, resplandores sumos.
Dichoso quien a frágiles deidades,
cual tú, se roba; que es el mundo infierno,
y sus bienes más sólidos son humos.
Bien asegura la generosidad déste ser hermano legítimo del pasado. Agrádame, sobre todo, el cuidado con que huís la afectación enigmática; que es singular virtud decir libre y claramente, sin cansar el ánimo del que oye con dureza y escuridad. Regala mucho el sentido (dice un docto) ver no impidan los vínculos y ligaduras de consonancias el pensamiento, para no descubrirse con delgadeza y facilidad. No por esto quiero condenar la observación del artificio con que se debe escribir, eligiendo palabras vestidas de grandeza y autoridad. Lo demás sería valerse de viles instrumentos, como de poco espíritu y vigor, de humildad y bajeza. En fin, el romance y soneto cumplieron maravillosamente con sus obligaciones, y se le hace cargo al dueño de no haber escrito otros muchos. Venga ahora el que falta.
Prometo que no me ocurre al presente. Podrá ser se ofrezca sin que le deseen, en otra ocasión. Harto corrido he quedado en ésta con lo que apunté, sí bien vuestra mucha cortesía sirvió como de velo para encubrir los colores que me habían de salir al rostro, por haber publicado tales rudezas delante de quien con tanto primor las sabe conocer.
Bueno está, señor Maestro; dejémoslo, si no queréis se gasten muchas horas en nuevas alabanzas, pues todas no podrán llegar al justo encarecimiento que se les debe.
Alivio IV
Paréceme haber entendido en lo último de la relación pasada habíades ya comenzado el grande y apostólico ministerio de predicador. ¿Posible es osastes emprender negocio tan difícil: hablar bien una hora delante de tantos como entonces estarían pendientes de vuestra boca, delante de tantos a quien tan de ordinario conduce a ser oyentes más el motivo de curiosidad que el de sacar de la plática algún cristiano aprovechamiento? Certifico no se halla cosa en que de mejor gana gaste el tiempo que en sermones, por tener la acción y voz viva grande eficacia para regalar los oídos y mover los corazones. Es bien verdad que tal vez se ha visto desganada en mí esta voluntad respeto de algunos que, sin pertenecerles el oficio de tan importantes oradores (por carecer totalmente de las partes y requisitos necesarios), así ocupan la alteza de aquellos lugares como las sillas de comunes conversaciones. De cuantas hay en el mundo, solas dos temeridades me hacen sumamente admirado: ésta, y la de que se hallen casi infinitos sacerdotes, no sólo ignorantísimos en Gramática, sino sobremanera torpes en leer y pronunciar latinidad, que de ordinario está escrita en caracteres casi de a jeme. Con todo, se comete ya tan a menudo una y otra, que fuera justo haber perdido la admiración de ambas.
Cuanto a los muchos clérigos idiotas, sobraos la razón. No sé cómo los prelados les confirieron órdenes, ni cómo pudieron engañar a los en ellas señalados para el examen. Cierto se debría poner suma vigilancia en remediar tan importante inconveniente, usando de todo rigor con los incapaces. Serían así más porfiados en los estudios, a lo menos, en el de Gramática, o cuando del todo supeditase la rudeza al sujeto, obligaríale a desistir de lo para que carece de capacidad, sin ocasionar tan grave y tan común daño con ella. La otra parte que os admira tiene disculpa más fácil. Dos cosas hallo importantísimas para la predicación: la de acciones virtuosas y la de prudente libertad para pronunciar lo necesario. La primera consta por sí, puesto que es fuerza se menosprecie la predicación de aquel cuya vida se tiene en poco. Débese, por tanto, limpiar primero el vaso del corazón, para que la lengua sea órgano conveniente de las divinas alabanzas y humanas advertencias. Fúndase la segunda en el vigor y eficacia de la simple palabra de Dios, con que, como en todo lo que se dijere se tenga por blanco principal el fruto de las almas, vienen a parecer superfluos para su ornamento los estudios liberales y común erudición. No niego requerirse en el buen amonestador ciencia bien fundada, casi universal, y, sobre todo, el conocimiento de la Teología Escolástica y dotrina escritural de los Santos Padres, cuyos pensamientos, por libros o tradición, son venerables canas de la Iglesia; mas condeno como no necesarias otras muchas bachillerías y caprichos que sin ocasión se traen al púlpito y no se sueltan de la boca casi en todo el sermón. ¿Puédese hallar cosa tan molesta como la afectación de lenguaje y el porfiado tesón de pudrir con la impertinencia de eleganciar? He oído decir ser ésta falta natural en algunos; mas o la debrían templar cuidadosamente, o, cuando no, desistir de lo comenzado, por no impedir el lugar de quien (ocupado de otro) pudiera resultar utilidad mayor.
Sobre las partes que han de intervenir en un buen predicador hay escritos enteros volúmenes; por manera, que se debría juzgar por tiempo perdido y vana fatiga tratar de ceñir y embeber en hoyo limitado la inmensidad de un piélago profundo. No fue mi intento apuntar algunas de las riquezas de que debe estar dotado quien aspira al título y presidencia del ministerio más principal que hay en la Iglesia, sino el orden que se debría guardar en la formación destos sermones. En esto he reconocido faltas muchas veces, y muchas, excesos y demasías. Quisiera, pues, que para mi utilidad, antes para apartar de mí cualquier escrúpulo, me hiciera vuestra lengua capaz del método y arte digno de ser observado en este linaje de oración.
Pedís copioso fruto a planta demasiado estéril; con todo, por obedeceros diré lo que se me alcanzare, con la confianza de vuestra emienda.
Afirman, como sabéis, los retóricos, reducirse a tres todos los géneros de decir: demonstrativo, con que se loa o vitupera; judicial, con que se acusa o defiende; deliberativo, con que se persuade o disuade. El primero mira lo pasado y honroso; el segundo, lo presente y justo, y el último, lo provechoso y por venir. Hállase fuera déstos otro género de oración, llamada por los griegos didascálica, en que ni se alaba, ni se defiende, ni se persuade; sino, enseñando, se expone arte o ciencia, textos o comento. Presuponiendo que también los retóricos en las oraciones deliberativas loan, defienden y enseñan, mezclando los afectos de los otros géneros en las demás, que reciben nombre del intento principal que siguen, sin tener consideración a lo que con las ocasiones se ingiere en ellas. Lo primero que se debe hacer para ordenar un sermón es considerar en cuál género déstos se halla el argumento de que se debe tratar. Para conseguir esta facilidad, diré ser cualquier sermón, o didascálico, o no: el no didascálico (que abraza los tres géneros de arriba) se llamará de materia, y el didascálico, de Evangelio. Los sermones de materia se hacen de tres modos: o tratando sólo un punto, como el de ayuno, o alabando un santo, como San Pedro, o confutando alguna herejía, como la de Calvino tocante al Sacramento Santísimo. Y esto, con no poca proporción; porque la materia está en género deliberativo, que es la persuasión del ayuno; la alabanza del santo, en demonstrativo, y la confutación de la herejía, en judicial. Tienen más los predicadores que los retóricos: que muchas veces se obligan a tratar en junto las cosas referidas, sacándolas del Evangelio o Escritura, que corre en dos maneras: de todo el Evangelio, o parte dél. Nacen de aquí otros seis géneros, que son: tratar una materia sobre un paso del Evangelio, o sacarla de todo el Evangelio; loar un santo de un paso del Evangelio, o aplicándole todas sus cláusulas; reprobar una opinión herética por un paso del Evangelio, o mostrando que todos sus pasos la reprueban. Tal vez de un mismo Evangelio se puede sacar materia y santo, y tal, materia, santo y reprobación de hereje: mas siempre se atiende a lo principal, y del intento del sermón se toma la determinación de su género. Ni porque sirva el Evangelio todo, o parte dél, a materias, santos y herejías se llamará sermón de Evangelio; porque el principal intento es, o materia, o santo, o hereje, puesto que no se valen del Evangelio para exponerle, sino para un fin de los tres. Así, los sermones de materia, en rigor, son de nueve maneras: materia sola, santo solo, hereje solo; materia, santo, o hereje de una parte del Evangelio; materia, o santo, o hereje de todo el Evangelio. Los sermones de Evangelio exponen literal o místicamente aquella parte de Escritura que se propone, entretejiendo materia, alabanza de santo y confutación de herejía, según agrada; mas accidentalmente, y sólo para explicar el texto.
También estos sermones pueden ser de tres modos: porque o se expone todo el Evangelio, o parte dél, con diferentes sentidos y opiniones, o (y esto arguye más ingenio) haciendo concurran todas las cláusulas del Evangelio a exponer una principal, o, como suele suceder, corriendo dos Evangelios de feria y fiesta, poner cuidado en que sirva el un texto para declarar el otro, o parte. De suerte, que, quiriendo formar sermón, es menester sea de materia o Evangelio; y abrazando aquélla nueve géneros y tres éste, parece son doce los que se pueden ofrecer, y no más. Luego que se haya hallado en cuál déstos se pretende formar el sermón, se ha de reducir todo él a una sola proposición, de forma, que fuera della no se diga principalmente cosa, sino o para introducir, o ampliar, o probar, o adornar la misma, y que todo, o mediata o inmediatamente, se traiga por tal respeto. Esto enseña Aristóteles en su POÉTICA, afirmando no ser uno el poema, sino una la acción; y cualquier poema puede tener cantidad de episodios; mas conviene sea una sola la cosa de que trate, como la ruina de Troya, o el pasaje de Eneas en Italia. Pues cuando se quiere tratar, por ejemplo, de ayuno, se puede en tal materia formar varias proposiciones, como “el ayuno es obra buena, es meritorio, es satisfactorio, es antiguo, obra buenos efectos”, y otras, tomando para un sermón una sola; porque de otra suerte el sermón no sería uno. Y esta unidad de proposición (hablando lógicamente) será cuando no hubiere sino un sujeto y una pasión, como “el ayuno es antiguo”, no importando mucho se pronuncie en modo de enunciación o cuestión; de enunciación, afirmativamente, como “el ayuno no debe dejarse”; de cuestión, como “si se debe ayunar”, o “si el ayuno fue ordenado por Cristo”. Porque, bien mirado, al último la cuestión se reduce a la enunciación afirmativa o negativa, bastando que en todo un sermón no se ponga la mira sino en tratar una sola pasión de un sujeto solo, de cualquier forma que se proponga, o por proposición o enunciación. Pero será bien aplicar este documento a los doce géneros con más particularidad. En un sermón de materia, habiendo de predicar (siguiendo el mismo ejemplo) de ayuno, se eligirá una sola proposición, como “el ayuno es antiguo”. Aquí se ha de ver que sujeto es el ayuno, que pasión la antigüedad, procurando introducir, o probar, o estender, o adornar, mediate o inmediate, la inherencia desta pasión a este sujeto. Débese advertir que pudiendo en materia de ayuno escoger la proposición predicable o más universal, o más particular, no la elija tan particular, que falten pruebas para llenar el sermón, ni tan universal, que las pruebas excedan al término de una hora, que suele durar. Los más doctos podrán bien escoger las proposiciones tan particulares como quisieren, puesto que no les faltarán pruebas para cualquier largo discurso; mas los que menos saben las tomarán tan universales como pudieren, ya que será mucho no componer bastantes oraciones con la sombra de tanta universalidad; si bien debe procurar en esto cualquiera ser juez de su talento, sin engañarse. Cuando intervinieren dos cosas en la proposición, se podrá tomar la mayor o menor universalidad, ora de parte del sujeto, ora de la pasión: désta, como “el ayuno es bueno”, que es universalísima, y después, prosiguiendo: “el ayuno es obra cristiana, es meritorio, es satisfactorio, ayuda a la oración, etc.”; proposiciones que se van particularizando siempre. Y así de parte del sujeto: como “el ayuno es bueno, el ordenado por la Escritura Sagrada es bueno, el ordenado por Cristo es bueno, el cuadragesimal es bueno”, etc., siendo fácil de ver que se van aun aquí estrechando siempre los términos. De modo, que o por el sujeto, o por la pasión, o por ambos, al elegir la proposición sobre que se pretende hacer el sermón, se ha de reparar en hacerse el foso ancho o estrecho, conforme al vigor y disposición del que le hubiere de saltar, conservando siempre sola la proposición que se elige. Esto se observa también en alabanza de santo, fijando asimismo una sola proposición, a que se reduzga el resto del sermón, en quien será sujeto el santo, y pasión la alabanza que se le atribuyere: como “Lorenzo fue gran mártir, Pedro fue Príncipe de los Apóstoles”. Débese considerar se podrá también aquí de una y otra parte alargar o estrechar la proposición, como se apuntó arriba; pero más bien de parte de la pasión que del sujeto: como “Pedro fue Apóstol”; “Pedro fue Príncipe de los Apóstoles”; “Pedro hizo la más gallarda confesión de fe que jamás se hiciese”, quedando expreso el restringir de la pasión. El sujeto, por ser Pedro individuo, parece se podrá restringir con dificultad; mas no será difícil, hablando dél, no en rigor, sino considerado en esta o aquella acción: como “Pedro en todo el discurso de su vida fue loable”, o “en el Apostolado” o “en el martirio”, etc., apretando de mano en mano las consideraciones, al paso que fueren apretadas las acciones del Santo.
El punto de confutar herejía lisamente requiere más alta consideración. A Dios gracias que en nuestra España es superfluo semejante cuidado; mas, siquiera por curiosidad, no dejaré de tocar algo. Si las veces que se trata materia impugnada de herejes se entendiese tratar este tercer género, sería menester afirmar incluirse en él todo lo que se tratase de materia, o santo, o Evangelio, no habiendo cosa en la Teología que no haya sido impugnada de algún hereje. Dirase, pues, hacerse sermón contra hereje cuando el intento es sólo mostrar hallarse las razones que trae para fortificar su opinión y debilitar la nuestra, lejos de la verdad o verisímil. Por manera, que el sermón contra hereje es casi todo confutativo, teniendo poquísimo de confirmación, como predicando deberse observar el ayuno de la Cuaresma; proposición que, si bien es de materia que ha negado el hereje, y si bien incidenter se confutarán sus razones, el intento principal será confirmar la materia que se trata, y no el confutar quien la impugna. Y como antes se apuntó que del fin se denominaban los géneros, así este sermón no será contra hereje, sino de materia. De forma, que si por intento principal se predicase ser falsas las razones de Calvino contra el ayuno, éste sería propiamente contra hereje, porque no tendría por fin confirmación, si más bien confutación. Y en éste, como en los pasados, conviene eligir una sola proposición (centro casi de todo el sermón), como diciendo ser falsas las razones de Calvino contra el ayuno; teniendo por blanco alargarla o estrecharla, según arriba se decía, o por parte del sujeto, como “los herejes falsamente impugnan el ayuno; los calvinistas falsamente impugnan el ayuno; Beza falsamente impugna el ayuno”; o por parte de la pasión, como “Beza falsamente impugna las obras satisfactorias, o el ayuno cuadragesimal”; bastando esto (que no es de poca molestia para el oyente) cuanto a los tres géneros: materia, santo y hereje.
Fácil cosa será ahora tratar destos mismos conjuntos, o con paso particular del Evangelio, o con todo él. Porque debiendo elegirse también aquí por regla infalible una sola proposición, de que penda todo el sermón, el modo de hacerla será tomando de la parte del sujeto todo lo que era sujeto y predicado en los géneros simples, metiendo de parte de la pasión, o parte, o todo el Evangelio; porque lo que se aplica a un paso se puede aplicar a todo; como “deber observarse el ayuno”; Pedro ser Príncipe de los Apóstoles; Beza condenar falsamente el ayuno, se prueba maravillosamente con tal paso, o con todo el Evangelio de hoy”. Y desta manera se forman los géneros simples con la aplicación del Evangelio.
Quedan los sermones didascálicos solos (llamados ya de Evangelio), en que también es menester guiar toda cosa a una sola proposición; mas cómo se pueda hacer arguye dificultad grande; porque exponiendo ad literam todo el Evangelio, parece serán tantas las proposiciones cuantas las cláusulas que se expusieren. Y es dificultoso reconocer acudan todas de conformidad a servir a una sola. Así, quien expone Evangelio cláusula por cláusula, sin reducirlo a unidad, hace o paráfrasis, o comento; mas no oración o sermón. Con todo, se dirá que, siendo tres los géneros deste didascálico, exposición de Evangelio solo, de un paso con todo el Evangelio, y de un Evangelio con otro, en los dos últimos es cosa fácil hallar la proposición fundamental del sermón; porque diciendo: “la tal cláusula del Evangelio se muestra verdadera por todas las otras”, será una proposición sola, confirmada de las demás expuestas en el discurso del sermón. También diciendo: “este Evangelio tiene maravillosa conformidad con el otro”, será una sola proposición, que recebirá confirmación de todo lo que se dirá: como Ego principium, qui etcétera loquor vobis: Que Cristo sea principio, según dice esta cláusula, se prueba con todas las otras del Evangelio, quedando así formada la proposición. Y desta suerte en los demás, y de Evangelio con Evangelio, como entenderán con facilidad los medianamente ejercitados. Lo que parece difícil es la llana exposición de un solo Evangelio. Por tanto, se ha de considerar serán todos los Evangelios que se proponen dotrina, o historia, o misto. Dotrina, como en la sexta feria de la Ceniza. Diligite inimicos vestros, con lo demás. Historia, como en la quinta: Cum introisset lesus Capharnaum, hasta el fin. Misto, como el día de Todos Santos: Cum ascendisset Christus in montem, etc. et Beati, con lo que se sigue. Y aquí es menester distinguir; porque si es dotrina, se tomará el blanco de la que se trata, como en el ejemplo alegado. La proposición será: “Que se hayan de amar los enemigos, el Evangelio de hoy lo muestra”; y no bastaría decir: “El enemigo debe amarse”; que desta forma el sermón sería de materia, y no de Evangelio. Bien se podría oponer, parece, la proposición formada antes de materia aplicada a todo el Evangelio, que proposición del mismo; mas conviene advertir trata el propio Evangelio allí materia, y así, no se podria proceder de otra suerte. Siendo historia lo que se trata en el Evangelio, se debe procurar conocer cuál virtud o cuál calidad de agente se muestra principalmente en aquella historia; y diciendo probarse aquella calidad de las acciones de aquel Evangelio, quedará formada la proposición: como tomando en la historia de Cafarnaun el Centurión por agente, se podrá decir: “Cuánto pueda la fe del Centurión muestra por muchas cláusulas este Evangelio”; añadiendo después: “Porque Cristo viene donde está; porque otorgando, le oye; porque le alaba”. O queriendo elegir por agente a Cristo, se diría: “Cuánta sea la bondad de Cristo muestra este Evangelio”; añadiendo también: “Porque viene donde está el Centurión; porque sana al siervo”, y semejantes cosas, que mientras se exponen, declaran juntamente las cláusulas del Evangelio, y todas enderezadas a una prueba. Mas en caso que en un Evangelio se tocasen dos historias, como en el Domingo que se lee la del Centurión y la del leproso, se podrá exponer una sola, sin hacer mención de la otra, o buscar el agente común a las dos, hallándole calidad, que se venga a probar de ambas acciones, poniendo por sujeto decir que todo esto se prueba de las dos historias, como: “ser poderoso Cristo lo prueban admirablemente los dos milagros del Evangelio de hoy”.
Siguese el misto solo, donde hay narración de historia y dotrina juntamente, y aquí, o la mayor parte es historia, como en el Evangelio del Centurión, añadiendo después de toda aquella acción: Multi ab Oriente, et Occidente venient, etc.; o la mayor parte doctrina, como en el Evangelio de Todos Santos, donde después de la acción de subir al monte, se pone toda aquella doctrina de Beati, etc. Si la mayor parte es historia, se tomará el blanco de la misma, como “ser bueno Cristo lo muestra todo el Evangelio: porque viene donde está el Centurión; porque alaba su fe; porque sana al enfermo; y mas, porque no es parcial, pues añade: Multi ab Oriente et Occidente venient”, etc., enderezando la dotrina a probar la historia. Mas si la mayor parte fuese dotrina, se debe tomar el blanco della, procurando caminen también aquellas pocas acciones (a lo menos, por sentido moral) a un mismo fin; como en el Evangelio de Todos Santos, diciendo: “El modo de adquirir la felicidad se muestra en el Evangelio de hoy (tal es la proposición), y ésta granjean los que lloran, los que son limpios de corazón, los que padecen persecución, etc., y más los que con Cristo ascendunt in montem, id est, contemplan; sedent, id est, componen el ánimo: aperiunt os, id est, aprovechan al prójimo”. Aquí se podría dudar debajo de cuál género está la parábola: mas, sin duda, es dotrina, y tiene bien descubierto el blanco; de modo, que hallado su sentido literal (no siendo el que suenan las palabras, sino el que entendió el Salvador principalmente), será también fácil reducir el Evangelio de la parábola a una proposición sola.
Dos cosas se han hecho importantes para la disposición de cualquier sermón: enseñar a conocer el género en que se quiere decir, y a formar en todo género la proposición que ha de dar unidad al sermón y sobre que se ha de levantar toda la máquina; cosa que se puede hacer sin libro, sólo pensando; sin haber menester para tal efeto de otro que de sí mismo. Conviene después valerse de cantidad de libros de que se puedan sacar los concetos que introducen y prueban la proposición eligida. Del modo que tras haber propuesto fabricar algún edificio, conviene se busquen los lugares de piedra y tabla para sacar dellos los materiales que han de intervenir en la obra, así es menester entrar en el lugar de los libros, procurando sacar dellos y poner aparte casi una selva de todos los concetos que han de servir a la materia propuesta. Ni se llama sin propósito selva esta junta: porque mientras se saca, se va dilatando confusamente, como bosque o selva, en poco papel, hasta que con la disposición siguiente se vaya compartiendo y haciendo jardín. Cuanto al prepararla, suele procurar cada uno sacar de los libros que tiene la mayor cantidad de concetos que le es posible. Quien más tuviere (particularmente eclesiásticos), más lucirá y se hará más honra. Regla es certísima bastar un libro a quien estudia y quiere aprender; mas no mil a quien escribe y quiere enseñar. Débese por eso tener muchos, y leerse todos; que, al fin, todos enseñan. Demás, que si en cien veces que se haga selva se halla en una un conceto notable, el libro queda pagado y la fatiga recompensada con gruesa usura. Si por suerte no puede el predicador tener tantos, antes le falta comodidad para los dos que (según común opinión) contienen en materia de Escritura casi todos los demás, esto es, el TOSTADO y NICOLAO DE LIRA, se podrá también dar traza para que con pocos libros y menos costa se tenga con qué poder escribir en cualquier género de sermón que se haga. Porque debiendo ser todos los concetos de Escritura, o materia, o santo, o contra herejes, sobre Escritura, principalmente Nueva (pues sobre ella se predica de ordinario), bastará tener dos libros: CONCORDATA de Jansenio, y CATENA AUREA de Santo Tomás, pudiendo ser, la impresa en París por Somnio, que tiene notados en las márgenes no sólo nombres, mas aun lugares menudísimos de autores. Por este camino se estudiará a un tiempo Escritura y Padres, y siendo aquellas anotaciones fidelísimas, con un libro se podrán alegar mil. Cuanto a las materias, principalmente escolásticas (pues no se deben predicar como se disputan), parece bastará tener solo el texto de la SUMA de Santo Tomás; y si fuere posible, el ROSARIO del Pelbarto, que tratan con elegancia y claridad de cualquier cosa. Para sermones de santos (ya que con facilidad no se pueden haber autores antiguos que hablan dellos en diversos lugares), bastará tener acompañado con el breviario al docto y agudo MARTIROLOGIO del Galesino, y contra herejes, a ALFONSO DE CASTRO. Los sermonarios en romance causan generalmente notable daño. Quitan la invención propia, la elegancia del lenguaje, la agudeza de los pensamientos y concetos levantados. Son ocasión de que no estudien los principiantes, asidos a sus romancistas. Hacen dar a menudo en cosas comunes y trilladas, que todas lo son, por andar en tantas manos, y en lenguas de quien no los entendiera en latín. Asimismo sería bien tener algunos librillos de cosas comunes, que aprovechan infinito. Tales son: EXEMPLA VIRTUTUM ET VITIORUM, SIMILITUDINES SACRAE ESCRIPTURAE, SUMMA CONCILIORUM, EJEMPLOS DE MARCO MARULO, y semejantes. También, por la variedad de cosas que contienen, serían de mucha consideración el DECRETO y la BIBLIOTECA DE SIXTO, y, sobre todo, los sumamente necesarios CONCORDATA de la Biblia y la misma BIBLIA, caso que pueda ser, de las que tienen la tabla de materias llamada ÍNDEX BIBLICUS.
Maravillosamente habéis expuesto lo que hasta ahora he deseado oír. Confieso ser raros los que guardan semejante rigor; antes pienso haber llegado a noticia de pocos tal arte: quedan siempre reservados las águilas, los maestrazos de la predicación, para quien lo tratado fuera sin duda puerilidad. Sin esta luz, sin esta guía que propusistes, es gusto ver hablar a muchos perdidamente un hora o más, sin proponer, disponer y concluir la materia predicable que tienen entre manos. Bien pudiérades ocupar más de un púlpito de la Corte, en quien se vee no pocas veces pasar por finos doblones chanflones falsos. ¿Acaso habéis predicado en Madrid algún sermón?
¿Por tan imprudente y arrojado me tenéis, por tan falto de conocimiento, que me había de arriscar a lo que causa temblores al más valiente, sólo imaginado? No basta haber estudiado en la Sagrada Escritura; no basta saber las constituciones de los Sumos Pontífices, las determinaciones de los sacros Concilios, la Filosofía, Lógica, Retórica; menos tener conocimiento universal de las cosas del mundo, y en especial de los vicios del pueblo, con que podría parecer cualquier sujeto hábil y consumado para el púlpito; sino que conviene nacer con cierta gracia en la acción, con cierta energía en la pronunciación, con cierto énfasi en el habla, que no se diga cosa menos que con prudencia y consideración. Algunos he visto que posan toda la vida en recoger, sin saber sembrar jamás. Buenos apenas solamente para sí. Unas arcazas antiguas embutidas de ciertas joyas pesadas y molestas, sin que con ellas se pueda lucir en ocasiones. Al contrario, otros, con caudal cortísimo de sabiduría, arrebatan las almas y llevan tras sí el concurso del pueblo. Es de grande consideración para hacer fruto la madurez de los años y el crédito de venerables canas, que obligan siempre a respeto y decoro. Las Cortes y Universidades perficionan los sujetos para la inteligencia de negocios, ejercicio de cortesías, despejo de acciones. Las ciencias adelgazan los entendimientos, sutilizan las imaginaciones y enriquecen las lenguas de levantados concetos; mas la edad comunica cordura, prudencia, juicio, y lo demás esencial para los aci¡eértos. Un mozo en el trono de un púlpito diminuye grandemente la devoción, siendo en cuanto dice (a lo menos, con la presencia) poco eficaz para la reprehensión, poco atractivo para la obediencia. Sin esto, es menester granjear ventura por medio de amigos y aficionados, que, encadenándose con otros, y otros con aquéllos, componen y forman una muchedumbre admirable.
¿Qué decís? Luego ¿también se halla artificio para convocar almas en los sermones? ¿Que hasta en materias de devoción intervienen ardides y estratagemas para el conseguimiento de mayor aplauso? No viene en esta conformidad a salir del todo vano lo que oí platicar cierta vez en razón de un mullidor famoso. Contábase déste tenía preparado gran número de auditorio, no vulgar, sino del más granado y selecto, ocho días antes que asomase el sermón. Para obligar más a los convidados y excluir cualquier excusa que se pudiese alegar, fundada, o en ocupación de negocio, o en pereza de madrugar, acetaba se fuese tarde y ofrecía acomodado lugar, porque la incomodidad no divirtiese el intento. En esta forma miraba de contino logradas sus diligencias. Bien es verdad era el interesado por quien se hacían tan único en la predicación, que, como segundo Blas, hiciera en las soledades atentos oyentes de su palabra las fieras, las piedras y plantas.
Según eso, antes recibía agravio que amistad en lo que el tal su aficionado se afanaba por su respeto, pareciendo caía todo sobre mendiguez de crédito; sobre penuria de opinión.
Y por tal le reconocía, haciendo avisar muchas veces al diligenciero desistiese de aquella persecución; que tal nombre daba a su cuidadosa solicitud.
Tan señalado se halla por lo que decís el convocador supuesto, que me atreviera a manifestar su nombre. No viene a ser por su camino menos único que el mismo predicador. En estremo me holgara aplicar la pluma a la historia de su vida; que me aseguro se hallaran en ella sucesos no menos prodigiosos que los de Teágenes y Clariquea. No es tan veloz el rayo como sus pies para dar con ligerísima ocasión una vuelta al mundo. Tiene desentrañado lo más digno y de más antigüedad que contienen las provincias de España, Italia, Francia y Flandes, o, a lo menos, da muestras de tener entera noticia de lo más notable. Hácele parecer de admirables recamos el aliento que descubre en cualquier cosa, pudiendo ser ejemplo de animosidad al más tímido para intentar los mayores imposibles. Si le tuviérades por amigo, pudiérades a ojos cerrados ocupar el púlpito, y aun estoy por decir osar predicar sin meditación, casi de repente. Subiera vuestro nombre a las nubes, exagerara pomposamente vuestras letras, y esparciera vuestras alabanzas con tan resonantes hipérboles y encarecimientos, que no hicieran tanta operación si todas las hojas de los árboles fueran lenguas; si todas las arenas del mar fueran voces. Ignora totalmente los primeros rudimentos latinos; mas encomienda a la memoria con tan grande puntualidad las autoridades de Escritura y Evangelios, que deja asombrados la primera vez que le oyen a los más entendidos, juzgándole por estremo erudito en letras humanas. Su prosa es redundante y hueca. Aboba con la prontitud del decir; sin advertir los que oyen a tales que hablan con ventaja, mas no a propósito, porque a propósito y mucho lleva grande dificultad. Válese de exquisitas palabras: condensar, retroceder, equiparar, asunto, y otras así. Huye cuanto puede los términos humildes, siguiendo cierta afectación ostentativa. Entre el vulgo adornado de negro se usurpa conversando la presidencia, sin soltar apenas un punto la pelota de la mano. Opina fácilmente, ni deja cosa indecisa, con la cortapisa a cada paso de a mi ver. Apártase de la turbación en los tribunales, supeditando con el natural despejo y desgarro cualquier pusilanimidad y ahogamiento. Fue sacristán de monjas, y no sólo se esmeró en el cuidado que pide semejante ocupación, sino que pasó al de entender el canto llano, al de oficiar una misa, colgar una iglesia y tener con particular aseo sus ornamentos. Tuvo también entrada en Palacio; mas perseveró poco en él, naufragio que atribuye al rigor de la envidia. Ha frecuentado cárceles, hasta ser combatido de los miedos que infunde la imputación de una muerte. Felicísimo mil veces el poeta que le encargare sus rimas, aunque en forma de pedernales; que fuera de la pronta extensión por infinitas manos, tendrá en él, si no fundada defensa intelectual, por lo menos, material escudo para vencer a todos con mayor resistencia de voces. En suma, él es de corteza singularísima, y de natural, que si le templara la prudencia, aun fuera más famoso. Sobre todo, viene a ser tan infeliz, que, habiendo tratado entre oro, muere casi de pobreza, debiéndose a su briosa petulancia no tenue socorro para el común sustento, ya que merecen participar los oficiosos méritos del trigueño de la fortaleza de Cipión, de la benevolencia de Pompeyo y de la fortuna de César.
Estimara sumamente tenerle por conocido, puesto que fuera cordura valerme dél en lo que me pudiera ser de utilidad. Es ingratitud y temeridad excluir cualquier instrumento apto a despenarnos de lo que por nosotros no es posible eximirnos. ¿Hay cosa tan difícil como reconciliar y unir variedad de ánimos y humores, haciendo concurran todos al beneficio de aplaudir, al gusto de no contrastar? Al volver de Roma (siendo Dios servido, bien despachado), tengo de buscar ese hombre y obligarle con dádivas y regalos para que, en cuanto pudiere, se me muestre favorable y aficionado. De medios al parecer humildes han resultado tal vez grandiosas operaciones. ¿Qué no se puede esperar de quien profesa ser tan resuelto, tan entremetido, de quien con tanta facilidad mueve la lengua entre ministros, entre señores y otros personajes de lustre? La mayor admiración que procede de lo apuntado consiste en que haya quien se ose apropiar el milagro de transustanciarse (que es mudarse de una forma en otra) a los ojos del mundo, en tiempo cuando más resplandece el sol. Que entre ciegos sea rey el tuerto, no es mucho; pero fuera, sin duda, desvarío quererlo ser entre linces. Entre idiotas pasar el menos insipiente por docto, vaya; mas entre sabios querer parecer científico, es el mayor deslumbramiento que puede caber en humana imaginación.
Lejísimos os quedáis del primor y magisterio que comprehende semejante industria. Hacerse un capitán afamado con numeroso ejército no es grande muestra de valor; más vendríalo a ser consumada cuando con escasas fuerzas adquiriese glorioso nombre. El símil, pues, responde por los que sin fatiga de estudios anhelan por honra y reputación científica. Que si bien no se puede negar ser yerro sin disculpa desear parecer hipócrita de letras, tiene, con todo, no sé qué de loable querer granjear estimación y nombre con cualquier color y título los a quien justamente se debía el de inútiles excrementos de las ciudades. Serlo todos los deste jaez se infiere de que si aquello se llama superfluidad que, expelido de la Naturaleza, para nada es bueno, los que nacieron para sólo vivir sin obrar, acercándose a la muerte con la continuación de vasos vacíos, sólo sirvieron en la república de superfluidad.
Déstos he conocido caterva grandísima; y aun por huir dellos, he perdido, como se usa decir comúnmente, su amistad y conversación.
Ambas cosas son dignas de perderse y dejarse. La última fue siempre odiosa por sí. No sirve la ignorante muchedumbre sino de inculcarse, de confundirse y de cortar el hilo de cualquier provechoso discurso. Tal vez he visto hablar a diez juntos, sin dar lugar unos a los concetos de otros; mas ellos son tan mecánicos y baladíes, que es convenien tísimo se los lleve el aire sin ser atendidos. Este género de vulgo funda su feliz entretenimiento en la locuacidad, en la confusión, sin lucir más que con silbos y graznidos, como cuervos y tordos. Jamás llega a desengañarse tan embarazosa turba que sin leer, o, por lo menos, escuchar, es imposible saber.
Pues ahora, cuán de evitar sea la amistad de gente tan inútil, consta bien de los referidos efetos. Es el amigo la mitad del alma, su guarda y custodia, el medicamento de la vida, el vínculo de todas las cosas. Es más segura la que se contrae entre iguales, siendo siempre sospechosa la de los más poderosos, donde la eminencia de uno y la sujeción de otro antes engendran obsequio y lisonja que advertencia y desengaño. Sutil y quebradiza demasiado es aquella amistad que tiene puesta la mira sólo en la felicidad y riquezas. Entre los amigos no se busca el interés, sino la voluntad. La firme amistad consiste en querer y no querer una misma cosa. El mayor solaz que puede haber en esta vida es tener a quien descubrir el pecho, eligiendo varón con quien comunicar lo más escondido del corazón: sujeto fiel que en las cosas prósperas se congratule y alegre, en las adversas se lastime y compadezca, en las persecuciones consuele y anime. Es la amistad virtud, no ganancia que ocasiona el dinero, sino interés que solicita la gracia y benevolencia. Es semejante el buen amigo al médico; que, aman o al enfermo, aborrece la enfermedad, persiguiendo la calentura para librar al que la padece. Cuando se aman los amigos se deben aborrecer sus vicios. Es propio de verdadera amistad querer más a lo más digno, y menos a lo que no fuere tal. Una alma sabia y perfeta es justo se aventaje en amor, reservando el mismo para la que con el tiempo se mejorare. Ninguno se debe agradar de sí mismo siendo ignorante; puesto que quien se ama necio, jamás aprovechará en sabiduría, ni será cual desea ser el que como es no se aborreciere. La correción del amigo no debe ser guiada con estudio de jatancia, sino con afecto de caridad, sin que sea la amonestación áspera, ni la reprehensión afrentosa. En conociendo su vicio, se le debe corregir en secreto; si no se emendare, en público; y si del todo se mostrare incorregible, desampararle. No tengo por acertada la abundancia dellos, siendo cordura tener muchos conocidos aficionados y pocos amigos interiores, como se suele decir, del alma. Tener muchos, si no se saben gobernar, es ir cargado de pólvora y armas de fuego, que, por no saberlas regir, matan a quien las lleva. Dos manos asidas son símbolo de la amistad: Melius est duos esse simul, se dice en el ECLESIÁSTICO. Y en los PROVERBIOS: Frater qui adjuvatur a fratre quasi civitas munitissima. Esta amistad no admite celos, y así, ataja rompimientos; y si los hay, no son peligrosos. Acto y potencia, que son un dúo, lo hacen todo. Como el labrador pone un árbol en el lugar de otro que perdió, así debemos colocar nuevo amigo donde estaba puesto el que nos faltó. Impedimos el más hermoso fruto de la amistad cuando no admitimos libremente su censura; pues es para nosotros su aviso tan útil como para los navegantes en noche escura la luz del farol que los llena de consuelo. Nunca fue verdadera la amistad que pudo ser dejada. Entre amigos, el género más superior de rogar es querer. Tal vez no se debe dar crédito al amigo que alaba, si ya no tuviere tan pronta la amonestación como la loa. Ruégote (dice el divino Jerónimo) no quieras perder fácilmente al amigo, que apenas se halla y con tanta dificultad se conserva. Más vale no escoger amigo que, después de señalarle, quebrar con él y perderle. Es bien verdad que si no sale como se pensaba, se debe ir descosiendo, no rompiendo. Es acertado, antes de contraer semejante amistad, discurrir si el tal hombre es bueno para ella. Quien primero ama y luego juzga, las más veces sale engañado, por ser la pasión mortal veneno del juicio. Entre las calidades que ha de tener, diría yo fuese la más principal que con su virtud y nobleza nos pueda hacer siempre más virtuosos y más nobles de lo que fuéremos. Hase de apartar de la amistad toda sospecha, y hablar con el amigo como consigo mismo pudiera. Siempre que incautamente nos ingerimos en las amistades de los malos, nos metemos en los lazos de sus culpas. Y el que se precia de muy justo, por lo menos, discrepa de lo bueno en que su exterioridad concuerda con las descompuestas acciones del estragado. Cuando permanece una amistad de veras, ninguna cosa se cree fácilmente, ni se recibe ninguna que pueda causar división. Mas si una vez se ocuparen los ánimos en admitir discordia, todo lo que interviene, lo que se dice, lo que se oye, se recibe con fin de que resulte dello mayor enemistad. Las nuevas dignidades suelen mudar las amistades antiguas. Cría nuevo corazón y nuevos afectos el impulso de la nueva promoción. Hechos ricos, reciben enfado con la presencia de los amigos pobres, como si del todo se hubiese apartado dellos cualquier reliquia de penuria. Siempre entre indignos creció el ceño y gravedad al paso que se dilató poder y mando.
¿Hasta cuándo pretendéis dure el amontonar sentencias de amistad? Bien sabéis cuánto entre discretos son aborrecidos los centones. Aun para un libro fuera extravagante superfluidad ésta, cuanto más para una corta conversación, donde cada uno sufre de mala gana perder lo que se le está pudriendo en el estómago. Habeisme parecido a ciertos comentadores humanistas, que en cogiendo entre manos al miserable Virgilio, a Horacio, a Persio, o a cualquier otro, le desmenuzan y trillan hasta no dejarle hueso sano. No se debe decir cuanto hay y se puede en la materia propuesta; que fuera de moler al letor o al oyente con la continuación de cosas graves, conviene dejar algo para el que en otra ocasión quisiere tratar puntos semejantes.
Confieso haber sido demasía, y que olvidé lo que fuera justo tener muy en la memoria; mas en buena ocasión metistes el montante. La materia era tan dulce, y por ventura tan provechosa para todos, que no cesara en un día de arrojar documentos: tan apresuradamente acudían a la lengua para ser dichos.
Pues el verdadero (reduciendo a epílogo cuanto habéis encadenado) viene a ser no tener hoy amigos. Fue el siglo de oro muy apropiado y capaz de iguales preceptos, por resplandecer en él aquellos dos gloriosos epítetos de sincero y fiel. Sucedió el presente, que es de hierro, y aun de más bajo metal; y faltando aquellas dos firmes colunas de la amistad, se introdujeron dos enemigas suyas: Infidelidad y Malicia. Debémonos, pues, acomodar con el tiempo que corre. Ya no hay amigos, no hay desengaños, no hay buenas intenciones. Todo es mentira, todo estratagema, todo propio interés. De nadie se puede estar hoy menos seguro que de quien se da por más amigo, por ser el primero que a espalda vuelta pretende adelantarse en picar y morder. No hay cosa tan abominable como hacerse uno esclavo de su secreto, comunicándole a quien por ningún caso le sabe guardar; antes como estraño le revela, y juntamente insulta y amenaza con lo más importante dél. ¿Quieres conocer (se lee en el ECLESIÁSTICO) si posees algún amigo? Experiméntale en tus angustias y en si menosprecia el daño por ti. Jamás éste se descubre en la felicidad, bien así como ni en los males se oculta el enemigo. ¿Quién en su ánimo se acuerda de sus amigos? Y ¿quién no se olvida de ellos en sus obras? ¡Cuán presto dan en rostro con lo indecente que vieron; como si el defeto, arrojado una vez, pudiera tener la emienda de ser recogido y cubierto en pro del interesado! No maquines (avisa el tercero de los PROVERBIOS) algún mal o afrenta a tu amigo, pues hizo confianza de ti. ¿Hay quien socorra o empreste a título de amistad? ¿Hay quien no se encoja como erizo, mostrando sólo las púas de palabras secas y penetrantes? Quien aparta (se lee en Job) la misericordia del amigo, desampara el temor de Dios. Pues si acaso, de vergüenza, quiere acudir con algo en la urgente necesidad, indecibles son las largas de que se vale, reservando la cantidad a dos plazos: tarde y mal. “No digas (advierte el primero de los PROVERBIOS) Ve y vuelve, mañana te daré, pudiendo dar luego”. Hállanse algunos tan dados a la costumbre de nuevos amigos, que, cual un hierro con otro, así con el nuevo expelen al antiguo; como si le igualara en bondad, y no fuera loable proverbio: “Amigo nuevo, nuevo vino: envejecerase, y beberasle con suavidad: Quod consuetum est (según Aristóteles) id est, notius et familiarius. Lo acostumbrado es lo más apacible. Importa para ganar voluntades y amigos considerar la inclinación, las costumbres, lugar y tiempo. Cortesía y agrado con todos es lo que conviene; palabras dulces, que granjean ánimos y aplacan enemigos; mas intrinsiqueza con alguno, ni por pensamiento. Si se oyere algo menos decente contra el conocido, sepultarlo en el pecho, no haga despeñar el deleite de publicarlo. Evitar los ceremoniosos ofrecimientos “todo soy vuestro”, “toda mi hacienda está a vuestro servicio”, etc., es cordura; porque promesas inciertas granjean de balde ciertos enemigos. Solo me estoy en casa, solo paseo las calles, visito el campo; niego y afirmo sin contradición ni porfía. Bien conozco vale más un vecino cerca que un hermano lejos, siendo grande el beneficio de la compañía. Si entre dos cae uno, levántale el otro. ¡Ay del solo; que de ordinario suele perecer! No así con un fiel amigo, que es fuerte protección, hallando quien le consigue un gran tesoro. Sin duda, es digna la ponderación de cualquier oro y plata equiparada con la bondad de su fee. Mas éste, ¿quién le hallará? Todos son amigos al uso; como si dijéramos, de embeleco. Sólo de nombre, sólo para su comodidad; compañero de mesa; mas el día de la tribulación, evanuit: desapareció en tiempo de la mayor necesidad. Fingió engaño con la lengua. Como es digno de muerte quien despide saetas para matar, así quien maliciosamente ofende al amigo, si bien, cogido en fragante, alegue se burlaba. ¡Oh, cuánto se usa gastar con los amigos palabras suaves, y cuántos con ellas tienden red a sus acciones! No te mezcles (publica el Proverbio veinte) con quien revela secretos, con quien procede con engaños, y con quien dilata sus labios, esto es, con quien es hablador. Por lo menos, es mi condición de manera, que por ningún caso comunicara lo interior a enemigo ni amigo. A ninguno quiero manifestar mis ocultas flaquezas; baste el escándalo que ocasionan las públicas. Lo contrario no sirve mas que de oír y guardar, y con ocasión de defender la culpa, aborrecer al dueño, con que me podrá acometer y oprimir siempre que quisiere. No sé en qué parte se dice: “Guárdese cualquiera de su prójimo, y no tenga confianza en alguno de sus hermanos, porque en ninguno dellos hallará seguridad”. Baste, para comprobación de todo, ser la amistad deste mundo enemiga y contraria a Dios, cuyo servicio es la verdadera, pues rinde por premio eternidad de indecibles bienes, que es la fruición de sí mismo.
Don Luis, tiralde de la ropilla; que tiene talle de no terminar tan presto, y más habiéndome usurpado el oficio de predicador. ¿Hay cosa como querer mezclar lo profano con lo divino? ¿No es bueno que, sin pensar, incurrió en el vicio de que me quiso notar? Teníades traza de dejaros llevar de la corriente cinco o seis horas. ¿Tan buen observante sois de lo en que halláis reprehensión?
Es, por vida mía, lo que se trata ocasionado; y ahora echo de ver excedistes con causa justísima, pues al cabo de ser tan prolijo, me pareció haber dicho nada respeto de lo que se iba ofreciendo que poder decir. Mas respondiendo sola una palabra a la mezcla de lo profano y divino, ¿ignoráis por ventura ser solamente verdadera amistad, y sólo asida con lazo de Jesucristo, la que procede de temor de Dios y estudio de sagradas letras, no la que se deriva de hermosura, de hacienda, de adulación? Por eso viene a ser ésta un mismo consentimiento de dos, trabado con suma benevolencia acerca de las cosas divinas y humanas. ¿Veis, según esto, que sólo entre los buenos tiene consistencia la amistad, y que la de los malos por ningún caso merece tal nombre, por derivarse de mala conciencia? No por andar juntos dos o tres se deben rigurosamente llamar amigos, porque son las más veces atraidos y violentados de la conversación, del juego, de la crápula y otros placeres, apeteciendo tal compañía hasta los mismos brutos. A ésta llamaría yo amistad de costumbre, no de razón, por quien amamos al hombre virtuoso y benemérito. Al fin, tanto quiero al enemigo que no me hace mal como al amigo que no me hace bien. Con todo, quisiera tener para la emienda de mis faltas y yerros o un grande amigo, o un grande enemigo, que me las notase y advirtiese. En tanto, pasaré la vida sin alguno, hasta que el Cielo me proponga el que solicita mi deseo.
¿No consideráis la molestia que habremos causado a los dos amigos Isidro y don Luis con las importunas arengas de amistad? Pienso se les han de quedar los labios tan asidos, que no han de poder despegarlos cuando quieran: en tanta recoleción los tiene el largo silencio.
Oí decir haber sido el primer preceto enseñado por Pitágoras a sus dicípulos callasen los tres primeros años, sin dar a entender cosa de las que percibiesen. Según esto, ¿qué debo yo hacer, tan rudo en semejantes materias, sino aprender callando? ¿Qué debo hacer sino darme infinitos parabienes de haber tenido tanta suerte, que en esta junta se tratasen avisos tan importantes a la vida política y se introdujese tan prudente institución para reglar y enderezar bien las costumbres? Si me fuera lícito haber formado algún acento sin la dotrina y moralidad de que se hallan tan vestidos los vuestros sobre las cosas alegadas en razón de la amistad, bien osara decir no haberme sucedido daño en algún tiempo que dejé de haber venido, por esos amigos que dijistes deberse llamar de costumbre. Pendencias, cárceles, enfermedades, pérdidas y otros naufragios, sólo de esa fuente emanaron, y dellos fueron fundamento y principio. Déjase llevar la incauta juventud con facilidad de cualquier aparente entretenimiento. A los no ocupados en libros, o en otros ejercicios de virtud, es molestísima la sobra de tiempo, el cansancio de ociosidad.
Búscanse los compañeros, y como de ordinario no es el entendimiento el gobernalle deste género de juventud, dase larga mano a travesuras, hallándose en todas oprimido el discurso y violentada la razón. Faltan modestia y templanza, y, sobre todo, experiencia y consejo para seguir en peligrosos estremos el medio mejor. Ninguna cosa apuraba tanto mi paciencia como querer en todas conversaciones se tratase de beber sin tener sed alguna. Si se jugaba, la primer palabra que se decía era: “Échese para ello”. Si había alguna diferencia, no se podía mediar bien sin la taza, pareciéndoles interviene todo linaje de tristeza donde no se brinda alegremente. Pues si se rehúsa el envite, no hay peor hombre en el mundo: mal compañero, desapacible, singular y digno de estar siempre encerrado en su aposento. Llegada la ocasión de algún enojo, en lugar de templarle y de aligerar la causa que le incitó, le aumentan, graduando las circunstancias para la satisfación de la honra, hasta que hacen despeñar al interesado. Di un tiempo en andarme solo, enfadado de tales términos. Comenzaron a llamarme filósofo, temático, silvestre, y poco a poco se fue esparciendo voz de que ya había perdido el juicio. Torneme a domesticar alguna cosa; que era fuerza, en fin, comunicar con los de mi gremio; y aunque algo más enfrenado que antes, no escusaba reincidir veces en los desmanes que aborrecía. Así pasaba vida penosa, hasta que me la alivió el casamiento de mujer casera y entendida, por quien quedaron arrimados del todo los amigotes. Y cierto que cuando no trujera consigo otro bien más que éste la unión matrimonial, era dignísima de ser abrazada, puesto que el hombre cuerdo, todos los ratos que le sobraren de sus forzosas ocupaciones debe emplearlos en agradar, entretener y divertir de penosos cuidados a la que se le dió por la mitad del alma, por amiga, por compañera,
¿Cómo? ¿Qué decís? ¿Gastar los ratos perdidos con la propia mujer? ¿Qué más perdidos que gastándolos con ella? ¿Hállase cosa tan rebelde, tan importuna, tan varia, tan enemiga de dar gusto? Habla cuando debe callar; calla cuando debe hablar: singular y extraordinaria de contino. No acaban de exagerar los casados cuán pesado yugo sea el del matrimonio, de cuántas rencillas abunda, con cuán particular aviso conviene vivir. Afirman no debérsele dar a la mujer noticia de negocio que importe. Tiene corto vaso, despídelo presto, y hay muchas a quien ahogara un secreto si al instante no le expelieran. ¿Cuándo tienen límite sus galas? ¿Cuándo fin sus antojos? No ha de perder fiesta, no ha de evitar visita; siempre quejosa, siempre descontenta. Si el marido la asiste demasiado, es pesado, es molesto; si se desvía mucho, es seco, es montaraz; fuera de que ver siempre delante una misma cosa, por la mañana, a mediodía, a la tarde, a la noche, ¿a quién no apurará el sufrimiento? ¿A quién no será causa de aborrecer la vida? Felicísimo mi estado, donde ni hay mujer a quien sufrir, ni hijos a quien sustentar, ni hijas a quien guardar, ni criados a quien mantener, ni suegra a quien respetar, ni suegro con quien cumplir, ni casa que gobernar. Puesto en pie por la mañana, y dadas gracias a Dios por los beneficios que sin cesar recibo de su mano, salgo de casa, oigo una misa, acudo un poco al comercio; llegan las doce, espérame la mesa con poca, mas gustosa vianda; reposo algún tanto; solicito si tengo qué; si no, salgo al campo, donde cuando más solo, sentado en alguna ladera, pienso que estoy bien acompañado con sola mi pronta imaginación y potencia visiva. Con ésta distingo las maravillas de Dios, las riquezas del mundo, punto indivisible respeto del cielo. Diviérteme aquella melodía, aquella música tan acordada que hacen entre sí las criaturas, como cuerdas en la arpa del Universo. Recréame ver la consonancia del uniforme movimiento divino con los movimientos oblicuos de los planetas; el asiento de los elementos, cada uno en su lugar; la contrariedad de sus calidades; la variedad de los tiempos: el Invierno con su sementera; la Primavera con sus flores; el Estío con sus frutos; el Otoño con sus vendimias, y la constancia y perpetuidad que hay en todo esto. Con la otra me sucede lo que a los árboles, lo que a los ríos: que no pudiendo estender las raíces, que no pudiendo ensanchar las orillas, crecen y se levantan en alto. Desde allí me paseo por las inmensurables y serenas plazas de los orbes; que, al fin, la soledad es puerta de la divina contemplación. Doy la vuelta, recreado y contentísimo. Aguárdame no tarda cena; aliento con blando ejercicio su digestión; voime a la cama, y dichas mis devociones, y excluidos cualesquier cuidados, me entrego a quien me espera para matarme por seis horas.
¡Medrara el mundo si todos siguieran ese humor, si todos abrazaran esa vida! Bien se enriqueciera de vivientes si frecuentaran todos los desiertos, hechos unos Hilariones, unos Macarios. No es la rusticidad ornamento de virtud, sino imperfeción conocida. Fuera de que ese camino es para pocos; estotro, para muchos. Piedra que se menea no hace edificio; árbol que se trasplanta mucho no fructifica; el río corriente no representa la figura; y el que no está quedo no vee su imagen en el espejo. Según esto, mozo vacante y celibado, ¿para qué puede ser bueno? Cuando el instrumento del matrimonio no se destempla, cuando no se pierde la suavidad del concento, no hay tan dulce armonía, no sólo para los entre quien interviene, sino para los vecinos, para los estraños.
De bien asentados principios, ¿qué acertados medios o qué prósperos fines no se podrán esperar? El casamiento guiado, cuando reciente contraído, con la prudencia y juicio conveniente, rinde admirables frutos de riqueza, de recreo y honor. Débese tratar el potro con industria, con artificio, ya concediendo, ya negando rienda; con blandura tal vez, tal con severidad. Sale con estos modos tan bien diciplinado, que aprovecha a su dueño, le honra, le deleita. Así, en el lazo conjugal (cuya feliz concordia consiste no menos en la unión de los ánimos que en la junta de los cuerpos) cese todo rigor, toda soberbia, todo enojo. Campee el amor sobre todo en su distrito, sin olvidar aquel común brocardico: “Si quieres ser amado, ama”. El imperio del marido con la mujer es como el del padre con la hija, o, por mejor decir, como el del alma con el cuerpo, que se debe quedar nuestro. Propio de la mujer es oir y obedecer al marido, en cuya potestad se halla; mas ha de ser tratándola ni como a cabeza ni como a pies, sino como a la parte y lado de donde fue formada, que fue de un medio, y medio cercano al corazón. Los peces circuyen la nasa deseosos de entrar; al contrario de los que están dentro, que desean salir.
Así en el matrimonio: los mancebos apetecen libres, condenan sujetos. Por herencia viene (dice el diecinueve de los PROVERBIOS) la casa y hacienda; mas sólo de la mano de Dios la mujer prudente. La mejor posesión de cuantas hay es la de la buena mujer. Donde ésta faltare, sobrarán gemidos y calamidades. Pasará todo viviente sin ella como pájaro sin nido, vagabundo de ciudad en ciudad. No se deben condenar sus aderezos, sus ornatos, como vayan dirigidos al agrado y complacencia de sus maridos; que en esta forma se adornaron también muchas santas mujeres. Son compañeras de todo honor, particioneras de todo regalo, siendo, al fin, la coyunda con que uno y otro se halla ligado sacramento grande instituido por Dios, como tal santísimo, y, sobre todo, merecedor de ser con sumo respeto amado y seguido.
¿Qué es esto? ¿No echáis de ver cuán mudo ha estado el Doctor lo que se tardó en la consideración desta materia? ¿Hasta cuándo ha de durar el silencio? Cosas hay que mientras se oyen se despegan de la voluntad, adquiriendo odio en vez de afición. Esta por ventura fue para vos de molestia; y siendo así, nos habrá pesado de haberle dado principio.
No, por cierto; mas sucediome en ella lo que a Isidro en otras pláticas de que no está bien enterado; que es callar, oyendo lo que se propone de una y otra parte. En tos actos de prudencia, el de mayor fineza y primor, el de mayor estimación y alabanza viene a ser el de acertar a tejer este lazo con los requisitos que se desean. Quien yerra mucho en esto, poco sabe, poco discurre; si ya no tuvo al efetuarlo lisiada la potencia del entendimiento con el accidente del interés, o con la pasión de la hermosura. El matrimonio es saludable, es bonísimo; fuera error herético condenarle; mas así como aprobando una orden (en quien como en congregación asiste el Espíritu Santo) puede parecerme mal algo de su corteza, no en consideración del cuerpo, sino en la de algunos miembros suyos, condenando en la religión lo que en el siglo es vituperable, como la ambición, la codicia, la liviandad, la poca clausura y cosas deste género, así también en el casamiento (salva siempre la veneración que le es debida por los fines con que fue ordenado) no sería mucho desagradasen cuanto a los instrumentos, entre quien han lugar las zozobras, inquietudes, sobresaltos y desabrimientos de que suele abundar. Si se encuentra mujer obediente, oficiosa, modesta, es cuanta felicidad se puede desear y hallar en el mundo. ¿Qué mayor bien que infundir alma en el cuerpo de una casa, darle superiora que la rija, que la mande, siendo propia suya la jurisdición de los umbrales adentro, cuanto a ocurrencias caseras, limpieza y regalo? Mas si, por otra parte, sale altanera, desenfrenada, insensata, ignorante, supeditada de cólera, desnuda de razón, convencida de antojos, ¿habrá infierno tan duro de sufrir como ella? ¿Podrán ser igualados cuantos géneros de tormentos inventaron los tiranos con los que resultarán de su comunicación, de su altivez, de su pertinacia? Por este camino es el matrimonio pesadísima cruz, yugo insufrible, dolor inexplicable y un centro de cuantas angustias se pueden imaginar.
Ya era eso esperimentar la mayor de las desdichas y llegar a la última desesperación. Creed hace el eco mayor ruido que la misma voz del casamiento. Muchos se hallan a quien atemoriza más la imaginación que hiciera el caso; y así, medrosos de una fantasma, huyen el rostro a la esperiencia. ¡Cuántos carecen de muchos bienes, por faltarles resolución! ¡Oh, si llegárades a determinaros, cómo fuera posible encontrar con un tesoro oculto, con un alivio de vuestras fatigas, con un consuelo de vuestros trabajos!
No ha quedado por mí, amigo Isidro: soy de los a quien con más facilidad prende amor en sus redes. Flaco estremamente, sin consideración, sin resistencia. Esta pervertida inclinación, no interpolada con algún retraimiento, con algún acto de virtud, tal vez dio lugar a la razón para que, condoliéndose de mi mejor parte intentase el remedio que propone San Pablo a quien se abrasare, que es casarse, siendo mejor ésto que aquéllo. Entré, pues, acaso en cierta casa de gente no elevada, como si dijéramos, de bien: metal antes común que otra cosa. Vi una mujer escasa de palabras, laboriosa; cuanto a rostro y presencia, que ni debía estar quejosa del pincel de Naturaleza, ni tampoco agradecida en estremo; dueño de una medianía, así en esto como en calidad. El silencio, la ocupación, el traje, honesto por ser de viuda, armaron los lazos para el primer atraimiento. Al paso que frecuenté la silla fue creciendo la voluntad. Amaba su virtud; y con prestar particular atención a sus acciones, nada hallé que pudiese deslustrar lo aparente, lo público. Apenas en cuatro meses movió dos veces los labios para más de responder a lo que se le preguntaba: ¡Oh, cuánto sabe disimular un silencio, y cuánto encubrir una fingida compostura! Crecía con esta perspectiva el deseo de unirse para siempre con quien manifestaba prudencia, con quien aseguraba quietud, con quien prometía descanso. Traté granjear con muestras de voluntad la del deseado sujeto. Estimolas, descubriendo agradecida correspondencia. Hízose a pocos días alarde de conformidad, y en su virtud, fueron las lenguas intérpretes de los corazones. Formáronse prontamente las dos letras del sí, juzgando podían por ningún modo padecer contradición. Tenía madre (como se suele decir) para mucho: varonil, resuelta. Comunicose con ella el caso, y sin pedir término para determinarle, le contradijo briosamente. Puso la mira en el blanco del interés, y quisiera juntar con mucho lo poco de la hija. Publicaba grandes bienes de mí: loaba las letras, la capacidad; mas en llegando a decir “no tiene”, enmudecía. Castigo fue de nuestros pecados que estemos rendidos a un pedazo de metal, sin alma, sin sentido. ¡Qué amable es el rico, qué pomposo, qué discreto, qué sabio! Y al contrario, el pobre, aunque centro de toda virtud y letras, ¡qué idiota, qué deslucido, qué aborrecible! No hay cosa que tanto valga como esta criatura irracional, ésta que llaman dinero. No bastó su oposición (no obstante ocasionase tibieza); que estaba seguro el campo respeto de la afición. Una tarde, ausente el enemigo, se rindió la fortaleza. Debían con lo sucedido cesar los estremos de malcontenta; mas no fue así: antes con nuevos imposibles, con nuevos inconvenientes, procuraba infundir funestos anuncios en el infelicísimo himeneo. Mostré cordura entre tanta impertinencia. Sufrí desvíos, disimulé quejas, olvidé agravios; mas viendo se había vuelto tigre la que pareció cordera, y que hecha del bando de la madre, fomentaba los odios, las iras, las rabias, rompiose la coluna del sufrimiento; y apenas caído, traté de levantarme en el mejor modo, acumulando armas contra tantos desprecios, contra tantas injurias. Retirado, pues, a mi quietud, a mi soledad, vio primero dos veces el labrador las mieses verdes y secas que llegase a mi noticia si respiraban las que juzgaba por tan adversas. Buscáronme; persuadiéronme con ruegos, con caricias; mas todo en vano. Valiéronse del rigor judicial, y en él antes permití falsa ofensa en mi ser que violencia en mi voluntad. Al fin, tras muchas controversias, tras largos debates, dieron lugar a que les volviese para siempre las espaldas. Según esto, ¿qué os parece podrá sentir de vuestro discurso quien tan de propósito erró lo que tanto le importaba? Mas son misterios del Cielo, y providencia suya castigar con más prontitud en lo que más se tiene puesto felicidad, cuidado y estimación, como en la dignidad, en la hacienda, en el honor, al ambicioso, al avaro, al resentido.
Historia bien dolorosa y trágica es la que referistes. Dignísimo sois de conmiseración y lástima, tanto más cuanto que la presente infelicidad lastima y atormenta la parte más sensitiva del alma. Daño es que apenas puede admitir consuelo, si ya no le ministrase la memoria de tantos yerros cometidos por tantos y tan grandes sujetos en la misma materia.
Mudemos plática de más gusto; que pienso será bien menester para mitigar la pena provenida de semejante remembranza.
Sea, pues, la que se ha de elegir de Poesía, cuya dulzura, aseguro, será parte para templar el sentimiento, si ya no para olvidarle del todo. Para esto convendrá se aplique el remedio el oprimido del acidente. Deuda es asimismo bien atrasada, si a quien recibe corre alguna obligación de dar. Yo dije un romance; vos otro: ¿cómo podrá el Doctor negar el que le toca en buena correspondencia?
¿Por fuerza ha de ser romance? ¿No es mejor soneto, que es la más ingeniosa composición que se halla en la Poesía?
Tanto más, que sus partes ignoradas de muchos, entienden consisten sólo en juntar catorce versos y arrojarlos al mundo.
No permitimos esta vez juguéis con ventaja. Del mismo género ha de ser la muestra; que a veces en lo más fácil se suelen cometer mayores descuidos. Hartas ocasiones se ofrecerán después, en que tengan lugar otros partos de varias especies.
Vengareme, por lo menos, en deciros un siglo de cuartetas; que, pues no os agradó el soneto, bueno siquiera por breve, es justo sea más dilatada la molestia de lo malo que se hallare en el largo romance que diré. Escribile desengañando a un amigo que trataba de ir al Pirú, a la sombra de cierto virrey. Será impertinencia valerse de prólogo en prosa para expresar los inconvenientes que le representé, a fin de estorbar la ida, siendo mejor declaración la de las mismas coplas, que son éstas:
¡Oh tú que a la tierra, madre
de tantos partos diversos,
te robas ingratamente,
por ser su rostro tu centro;
tú que dejas de los campos
los saludables recreos,
tanto músico volante,
tanto arroyo lisonjero!
Sé que apenas entrarás
en quien es del mar correo,
cuando mortales angustias
serán flechas de tu pecho.
Dará la cólera asaltos,
y, los sentidos opresos,
verás cobardes tus bríos,
verás sin pulsos tus miembros.
Que el ancho seno de Tetis
no espira olores sabeos,
ni las embreadas jarcias
rinden suaves alientos.
Enemigos de tu paz
serán penosos desvelos;
que el “iza”, “a orza” y “amaina”
excluyen reposo y sueño.
Volverás las tiernas luces,
y con piadosos acentos
saludarás de los montes
los mal distintos estremos.
Las crecientes de las sombras
ocuparán tu hemisferio,
y harás Argos de tu vida
a un frágil y breve leño.
Esto así cuando el bajel
de Neptuno el vasto reino
con soplo manso sulcare,
gozando de amigo cielo;
mas juzga que se enemista,
y que ya nublados densos
brotan ríos, rayos forjan
al son de espantosos truenos.
Juzga que el mayor piloto,
vencido de horror y miedo,
el arte olvida y las leyes
que observan los marineros;
que el rector de gobernalle
a los furiosos encuentros
de las ondas se conturba,
torpe en mano, en vista ciego;
que los espumantes hombros
del océano soberbio
a las esferas la nave
arriman con ronco estruendo,
que desde allí precipita
hasta los profundos senos,
como Icaro infeliz,
mas no por rayos de Febo.
De quejas y de alaridos
Supone que oyes los ecos,
Y que ya muere el Atlante
De tus caros compañeros.
Pregunto: ¿no puede ser?
¡Oh, cuántos húmedos huesos
enfrenaran tus disinios,
si valieran escarmientos!
En trance igual considera
que agonizantes deseos
de vida cercan tu alma,
que ofreces votos al templo.
Pretendo que en tu favor
se aplaquen los elementos;
que humille Doris su furia;
que pierda el aire su ceño.
Que cortes las esperanzas
que Laquesi en su instrumento
tiene fundadas, quedando
vivo entre escuadras de muertos.
Ya prosigues tu viaje;
mas finge que calma el viento
y que se rinden las alas
que impelen del bulto el peso.
Su rigor en tal desmayo
perderá tu sufrimiento,
por ser escaso licor,
burla de impulsos sedientos.
Nuevas ansias resucitan,
y en tan infausto suceso,
¡qué tardas corren las horas,
y qué perezoso el tiempo!
Mas Céfiro te socorra,
llene los lánguidos lienzos,
y la hija de la selva
venza las aves en vuelo.
Sirtes huya, libre quede
de marítimos aprietos,
y llegue presto a la noble
Cartago del mundo nuevo.
Primero que el ancla arrojes,
busca más remoto puerto,
y pasa dichosamente
donde el Sur tiene su imperio.
Ya vives en otro polo,
y ya solícitos remos
te trasladan a la orilla;
ya ves de Lima el asiento.
Güésped en nueva región,
tendrás accidentes nuevos;
que’s tu fábrica de vidrio
y hace fácil sentimiento.
Salgan, como presupones,
diferentes mis agüeros;
sanas fuerzas te acompañen;
que no Averroes ni Galenos.
Discurre la gran Provincia;
llega al monstruo de los cerros,
cuyas entrañas producen
montes de metal risueño.
Al concluir con la patria,
al comenzar tu destierro,
muchos gustos te dejaron,
pocos bienes te siguieron.
Pues ¿cómo quieres allá
ser un Midas, ser un Creso,
si no te aguardan herencias,
si no profesas comercios?
Dirás: “un Jove me ampara;
un Sol de mi parte llevo”.
¡Oh mozo incauto! ¿en planetas
apoyas tus pensamientos?
¿Ya presumes que serás
de su albedrío tan dueño,
que vivas en su cuidado,
que le desvele tu aumento?
Verle quizá no podrás,
oculto en dorados techos,
vuelto terrena deidad,
casi inaccesible vuelto.
Mas vence todo imposible,
Y a la ocasión del cabello
Siempre ten, y en su virtud
crece en honra y en provecho.
Ignoro, cuando regente,
si adularon tus afectos
sudores de miserables;
si fue su sangre tu cebo.
Lete la verdad sepulte;
Ya ves junto, por lo menos,
el hechizo de las gentes,
la pasión del Universo.
La Tórrida desampara,
y volviendo al patrio suelo,
ni el pirata se descubra
ni Orión se muestre adverso.
La Barra penetras ya,
las espaldas oprimiendo
del gran padre de los ríos,
que parte el famoso pueblo.
Sales dél, y llegas donde
naciste, y donde el exceso
de tus riquezas te estraña:
dulce desconocimiento.
El llanto del gozo cesa,
y el éxtasis del contento;
suceden los parabienes
y los abrazos estrechos.
Das orden a lo adquirido,
dispónense los empleos,
y terminan tus afanes
patria, hacienda, amigos, deudos.
Con regia pompa te tratas,
Pegasos, púrpuras, siervos,
y en tanta copia de todo,
que alegre te considero.
Grande bien, si largos siglos
se viera de eclipses lejos;
si de tu vida la flor
huyera de Cloto el cierzo.
Mas los años se deslizan,
o, sin deslizarse, en medio
de tus deleites, la Parca
llega tarde, o viene presto.
En fin, te llevan tus obras
al Elisio o al Herebo,
donde todo falta al malo;
donde todo sobra al bueno.
El romance es como vuestro, y sólo vos, que le sabéis escribir tan culto, tendréis caudal de palabras con que formar sus debidas alabanzas. Mas tanta y tan bien fundada persuasión, ¿obró algún efeto en el amigo?
Totalmente mudó de intento, dejando la partida. Las Indias, para mí, no sé qué se tienen de malo, que hasta su nombre aborrezco. Todo cuanto viene de allá es muy diferente, y aun opuesto, iba a decir, de lo que en España poseemos y gozamos. Pues los hombres (queden siempre reservados los buenos) ¡qué redundantes, qué abundosos de palabras, qué estrechos de ánimo, qué inciertos de crédito y fe; cuán rendidos al interés, al ahorro! ¡Qué mal se avienen con los de acá, observando diversas acciones, profesando diferentes costumbres; siempre sospechosos, siempre retirados y montaraces! ¡Pues la presunción es como quiera! Todos, si no ellos, ignoran, todos yerran, todos son inexpertos; fundando la verdadera sabiduría y la más fina agudeza sólo en estar siempre en la malicia, en el engaño y doblez. No he visto hacienda adquirida en aquellas partes lograda bien en las nuestras. ¡Qué deslucidos casi todos, qué míseros, qué faltos de amistad, qué sobrados de odio, qué inútiles, qué despegados, qué malquistos! ¡Notables sabandijas crían los límites antárticos y occidentales! Desde que nací aguardo venga de allá algún varón no menos rico que espléndido en quien tenga albergue la virtud, amparo la ciencia, socorro la necesidad. ¿Es posible no haya producido en más de un siglo aquella tierra algún sujeto heroico en armas, insigne en letras, o singular por cualquier camino? Mas ¿qué puede haber en parte donde tanto triunfan los vicios, donde tanto campea el interés? Todo es destruir, todo es aniquilar las vidas y haciendas de los que tienen entre manos. Tiranos crueles, no blandos mayordomos de los bienes y frutos de aquellos simples, de aquellos inocentes, que sumergidos entre las ondas del perpetuo trabajo, despiden las miserables vidas que les quedan, librándose con una de casi infinitas muertes; que por instantes les resulta del incesable sudor, de la insufrible fatiga. Siendo esto así, y que, según se afirma generalmente, los buenos se estragan en pisando aquellos confines, ¿de qué sirve para buscar su daño entregarse a los tremendos peligros y a las innumerables molestias de tan larga navegación? La causa y principio de hallarla dice Homero haber sido querer los hombres salir de pobreza por fuego y agua, aventurando (según Horacio) entre la esperanza del ganar y el medio de los peligros. No deben los que navegan contarse con los vivos ni con los muertos; mas como gente que tiene su vida puesta en balanza. Sólo el esperar les conserva un cierto rastro y sombra de la vida, siéndo él solo en tanto peligro su aliento y su vivir. ¿Hay trance tan espantoso como es estar los que navegan no más lejos de la muerte de cuanto tiene de grueso la tabla del navío, casi como desesperados de todo remedio? Grande audacia fue (dice Plinio) querer probar el mar; ni fue sin injuria de los hombres la temeridad del que tal arte inventó. ¿No le bastaba la tierra para sepultura, sin querer también eligir la mar, o que careciesen muchos de la misma, muriendo en ella? Admíranme, sobre todo, tantos portugueses como quedaron y quedan sin vidas en las desiertas playas, siguiendo la navegación de su Oriente, sin que se haga relación de lo sucedido en el miserable naufragio, no pudiendo ser contado sino de quien lo sufrió.
La causa de las borrascas es no haber proporción y conveniencia entre el hombre y su poderío, y el arrogante movimiento y terrible alteración del mar; y, con todo, no escarmientan. Dispónelo, sin duda, así la Providencia divina, a quien, y a su bien ordenada voluntad, se deben atribuir los alborotos de las ondas, cuando sirven de ministros de su divina justicia. Dios es (se dice por Jeremías) el que altera las aguas y hace levantar en el mar sus entumecidos montes, para castigo de los rebeldes y desviados de su voluntad.
Haced punto; que deseo divertirme un breve rato alargando sobre este intento algo más la consideración. Es cierto no hallarse en el mundo peor gente que la marinera, así de galeras como de navíos: homicidas, ladrones, y, en suma, el desecho de la tierra. Éstos no sólo no hacen mientras navegan algunas obras de virtud, sino parece se obstinan más para ir cometiendo más enormes maldades. ¡Santo Dios! si aun no se concede perdón a algunas obras de penitencia, ¿cómo la justicia divina dilata un punto el sepultar en el infierno a quien empeora la vida de contino, en lugar de emendarla? No se entendió escapara sólo un hombre con vida de toda Nínive, tan inevitable era el enojo, y tan asentada la resolución, y vino a ser que ni tan sólo uno murió. ¿Vió (dice el mismo mensajero del castigo) Dios sus obras? ¿Por ventura los ayunos, los cilicios? No, aunque todo esto habían hecho; sino que emendaron la vida, cuya mudanza aplacó a Dios y le hizo su amigo. Y con razón (escribe un moderno); porque si el enojo caía sobre el estilo de vida que llevaban, tomando contrario modo de vivir, también se había de mudar el enojo de Dios en agrado. Pues si toda su ojeriza era con la culpa, ¿en qué ley cabía se llevase la emienda el castigo que al delito se amenazaba? Ahora, si estos mareantes no sólo dejan de hacer siempre cualquier acto de virtud, sino que a porfía van cometiendo mayores excesos, males más graves, piedad inmensa de Dios es no asolarlos sin dilación, no sumergirlos luego. Así, tengo por maravilla y por singular clemencia suya el no trastornarse los bajeles cargados de pecadores.
Sin duda, es a propósito el presente preámbulo para quien nunca se vio entre esos fariseos y sayones marítimos, y le ha de ser forzoso pasar, por lo menos, entre los mismos un mes de noviciado. Bueno sería llegase en aquel punto el castigo, quizá irritada del todo la divina misericordia.
El arte de navegar fue inventada para dos fines: para pasar hombres y haberes de una a otra parte sobre las aguas, y para auxilio de la guerra. Así, su invención se debe atribuir al mismo Dios y a su providencia, como instituida para su mayor gloria, y para comodidad y servicio de los hombres. Según esto, podemos decir que aunque los pecados son de suyo tan pesados y graves, que, sin poner duda (si la misericordia de Dios no lo suspendiese, dando tiempo al pecador para la emienda), bastan a trastornar la nave mayor que se halla, no por eso, si la necesidad lo pide, se ha de rehusar meterse el hombre bueno en navío de gente desmandada. No se comete a nuestro albedrío, ni nace de nuestra voluntad, escoger buena o mala compañía en los pasajes, de buena o mala gente; conviene nos valgamos de su favor, séanse los que fueren. Sirve al bueno de consolación considerar que así como la congregación de muchos malos irrita la justicia de Dios, así la rectitud de un solo bueno puede ser parte para mitigar a ese Dios clementísimo y alcanzar la salud de todos. Sólo era Job bueno en la tierra de Hus; sólo era Lot perfeto en la ciudad de Sodoma, por cuya piedad y bondad sufrió Dios a sus moradores. ¿Qué más? Cuando por ser obstinados determinó enviar sobre ellos el riguroso castigo con fuego, dió lugar a que Lot, su mujer y sus hijos saliesen primero de la ciudad y se pusiesen en cobro. Esta confianza, pues, no ha de perder el bueno que entre muchos malos anda en un mismo navío por la mar. Debe entender que, aplacada su justa indignación, perdonará Dios a los de mala conciencia que con él van, dándoles tiempo de penitencia y emienda (cosa que está obligado a pedir el que menos pecador se sintiere), y que, dado que por su perseverancia en el mal quiera Dios castigarlos, dará evasión de aquel peligro a los buenos, reservando la ejecución de su ira para otro tiempo.
El discurso ha sido como de tan buen teólogo, con que tengo por cierto quedará alentada la flaqueza que descubrió don Luis, por haberse de juntar algún tiempo con gente de tales colores. Con todo, quiero deciros padece alguna excepción la generalidad de esa regla. Las veces que he aventurado mi vida en la mar, que no han sido pocas, con diferentes navíos y gentes de diversas naciones, he hallado algunas muy cristianas, y hombres de mucha bondad, verdad y llaneza. No sé si lo causa el discurrir por diferentes partes, pegándose de cada una lo que pertenece al cuidado de la vida política, a la viveza de las acciones y a la vigilancia de los negocios. La velocidad con que se va gozando el mundo mientras se navega no puede ser sino de mucho deleite, aumentándole el ocio y descanso de que participan los marineros casi de contino. Verdad es que le rehacen con borrascas, con bajíos, sirtes, restringas, lajas, golfos, estrechos, donde por tantos modos se peligra y donde son bien menester en cada uno cien brazos y cien manos para poderse valer contra los feroces ímpetus de tan bravo monstruo. Por otra parte, no hay cosa tan tremenda a toda imaginación como la poca seguridad deste elemento, cuanto a los sobresaltos perpetuos de ladrones y cosarios. Diminúyese tal vez en la tierra la ganancia. Saltean bandoleros en peligrosos pasos. Sobrevienen tan grandes turbiones, que los arroyos se vuelven mares y los ríos inmensos océanos; mas para todo esto se puede hallar algún remedio con el cuidado, con el ardid, con la dilación; solamente en la mar, acometido de bajel más poderoso y más veloz, se pierde todo: hacienda, libertad, vida. Juridición tan dilatada, campaña tan estendida, deliberación tan resuelta, ¿quién no la teme? ¿Quién no la huye? Si entre las ocasiones que amenazan daños hay más y menos, más segura y menos molesta viene a ser la embarcación de galera que la de nave. Una y otra tengo experimentada; y aunque la de bajel grande promete más comodidad, y aun brevedad mayor en el pasaje, hállase, con todo, sujeta a una tremenda calma, por quien muchos han perecido míseramente de sed y hambre. La galera es vaso más estrecho; esle fuerza arribar con presteza a un lado o a otro, puesto que no se puede engolfar largo tiempo, por ser capaz de escasos bastimentos, de limitada resistencia, y poder zozobrar con facilidad. Débese procurar el cómodo de algunos oficiales, como del capitán o cómitre, que dan rancho y mesa a precio moderado. La solicitud que pone aquella miserable gente oprimida por agradar, apenas puede ser explicada. Grandemente me importó haber visto las estremas calamidades que allí se pasan, para el tiempo que en Italia administré justicia. La comida es corta porción de mal condicionado bizcocho, y agua, no de flores. Celébrase por gran banquete el de las habas cocidas simplemente, sin otro condimento. El regalo de cama es una ballestera, copiosa de mal olor y otros vivos excrementos, por la mucha compañía que la ocupa. Los alivios son de cadenas. Yélanse de invierno, abrásanse de verano. Son las caricias cruelísimos palos y azotes, dados por ligeras causas. Si entre cinco que tienen agarrado un remo desfallece uno, pagan todos la flojedad de aquél, aunque de su parte en tirar hayan sido unos Hércules. Si alguno hurta dinero o alhaja, pasan crujía todos los bancos de aquel cuartel. Es pasar crujía tenderlos desnudos en medio de los dos lados de la galera. Amárranlos fuertemente de manos y pies, y con un grueso cordel embreado descarga el de más pujanza sobre los infelices un centenar o dos de espantosos golpes. Si se está quedo el castigado, hojaldréanle cruelmente espaldas y asentaderas; si se vuelve, regálanle la barriga y pecho con la suavidad del indomable rebenque. Por manera, que, dar el azote, hacer cardenal y reventar la sangre todo es uno. Síguese luego la más importante caricia. Abiertas en esta forma sus carnes, tienen prevenido un librillo de sal y agua, con que se le salan y abrigan las heridas. Considerad cuán grave será su dolor, cuán insufrible su tormento. Con saber eran los que padecían la gente más vil y facinerosa del mundo, me quebraba el corazón siempre que vía ejecutar en ella semejante suplicio.
Tal vez intercedí por alguno, impidiendo la ejecución; mas representáronme su importancia, y así, divirtiendo los ojos en otras cosas, daba lugar al rigurosísimo estilo. Después, todas las veces que había de decir “Fallo…”, consideraba despacio el proceso, la subsistencia del cargo, la verisimilitud de los testigos, y tras todo esto, moderaba los años. Es indecible de cuánta consideración fuera pasar todos los que habían de ser jueces, siquiera una vez, en galeras, a Italia, o haber navegado algún tiempo en las españolas, para templar por instantes aquellas cuatro letras horribles, aquel tremendo término de diez. Finalmente, es aquél el más penoso infierno de la tierra. Fuera mucho mejor espirara de cualquier modo el condenado, ya que con un breve suspiro se librara de mil oprobriosos géneros de morir. Hiciéronme novedad la primera vez las diferencias de nombres que tienen puestas a diferentes cosas propias de la navegación. Sobre todo, la velocidad con que se dejaba entender y era obedecido el cómitre, sirviendo de medio la sutil voz del pito. Noté la vigilancia en el gobierno, la vela dividida en postas, la visita de los forzados, el silencio y orden que se guarda en todo. Llegó la admiración a lo sumo del deseo, considerando haya, con ser esta vida tan abominable, tan inquieta, tan tormentosa, quien la busque y apetezca, vendiéndose para gozarla. Llaman a éstos buenas boyas, que, cambiando la libertad con limitado interés (que luego juegan), la vinculan para no pocos años de extravagantes martirios y desusados ultrajes. Es de reír ver suelen ser éstos los primeros de quien echan mano para el castigo, tan merecido sin más ocasión que haber inclinado la voluntad al recreo de tan horrenda vida. Si por algún modo puede ser lícito holgarse del mal ajeno, afirmo haberme alegrado mucho con los tristes espectáculos de semejantes bellacones.
Con deteneros tanto en las calamidades de galera, casi estoy por decir nos aplicáis el remo a la mano para hacernos bogar fatigosamente. Tiempo vendrá en que tantas desdichas nos muevan a compasión, sin anticipar a los ojos con la imaginación objeto tan calamitoso y miserable. Mas paréceme nos habremos de quedar en esto, por avisar con voces los mozos de mulas subamos a caballo.
Alivio V
Para haber manifestado la entrañable afición que tengo a la Poesía, poca merced recibe en las horas que tras el reposo nos toca conversar y discurrir. Favorezcamos, os ruego, a las que con su festividad son gozo del mundo, deleite de toda aflicción y alegría de la mayor tristeza.
Estraño sois. Intento tenía de no tomar jamás en la boca esas malas hembras, y sólo para hacerme pervertir dais en porfiado. Grande sobregüeso viene a ser en las amistades haber de sufrir los impulsos y contemporizar con las inclinaciones de los con quien se comunica y conversa. Gustan los marciales de caballerías, guerras, grandezas y fogosidades. Los melancólicos, de reformaciones, gobiernos, hermosura, soledades, documentos de pocas palabras, y de profundos más que acelerados pensamientos. Los sanguinos, de suavidad, de ejemplos y dotrinas superficiales y fáciles. Los flemáticos, de relajación, ocio, comer, beber y dormir; mas en vez de todas estas calidades, sólo predomina en vos la poética. Sólo de versos querríades tratar siempre. Ya os signifiqué al principio no ser esta materia de ganancia ni reputación; y apenas da lugar un oído al advertimiento, cuando se abre el otro para excluirle de la memoria. Aborreced ocupación cuyo ejercicio no suele hacer virtuosos a sus profesores. De los poetas antiguos fueron muchos con demasía obscenos y viciosos, como, entre otros, Anacreonte, Catulo, Marcial, Ovidio, Ausonio. Ni se han perdido tales resabios en estos tiempos, donde quizá el de más obligación por muchos respetos no se avergüenza de rendirse a escandalosa embriaguez, a pública sensualidad. ¿Cuánto más importa entretenerse con discursos que amonesten o desengañen en esta o aquella materia de consideración, que gastar las horas en fruslerías poéticas, madres de pensamientos vanos y perniciosos distraimientos?
¿Todavía no desamparáis el primer tema? ¿Cómo puede ser mala ocupación tan seguida de tan valientes ingenios? Oí decir haber cantado los doctos poetas antiguos todo género de cosas, todas ciencias y artes; ¿de qué sirve, pues, dar en perseguir a quien por tantas razones merece ser abrazada y defendida? Cuando no se hallara en su abono otro fundamento más que el de favorecerlas tantos príncipes y señores, ¿no era bastante para convencer al más obstinado?
¿Cómo es eso? ¿De forma, que sacáis por consecuencia ser justo no la aborrezca yo, porque la aman los titulados? ¿Por ventura son ellos los legisladores generales del gusto y de los actos del entendimiento? No me conformo con esa opinión; errado vais por muchas razones. Cuanto a lo primero, con la dignidad alcanzada y poseída, parece no pueden los tales desmerecer, aunque sus acciones se derriben a las cosas más ínfimas. Mejor se podrá inferir esto de las provisiones. ¿Acaso habéis visto dar al que profesa Poesía (por poeta digamos) algún cargo supremo? No, por cierto. A príncipes, ilustres por linaje y antigüedad, enlazados altamente por el vínculo de la sangre, eso sí. Pues ¿por qué queréis sea abrazada esta gentil doncella, si en lugar de habilitar, hace desmerecer, si en vez de acumular honras, solicita oprobrios?
Por lo menos, la siguen muchos que ocupan grandes puestos y son tenidos generalmente por cuerdos y virtuosos; y es cierto hallaría en ellos repugnancia si no fuese tal.
Luego ¿llega jamás a noticia de los señores cosa que les pueda dar pesadumbre? Parece que no habéis servido ni penetrado su natural inclinación. Sabed que, así como no se halla gente tan necesitada de todo como las personas más sublimes (hombres, al fin, criados en deleites, y menesterosos de gran número de ministros, a quien quitándose, quedan, sin duda, menos poderosos que los demás, por no estar enseñados a ejercitar los pies, las manos y las otras partes del cuerpo, sino a vivir por la mayor parte en un ocio perpetuo, sabiendo mejor mandar que obrar), así ninguno se halla tan lejos de oír lo que le importa como un príncipe, en quien, como se estima la felicidad más que la persona, todos procuran no desabrirle con desengaños, sino granjearle con lisonjas. Digo, pues, que si se concediera no venir a ser la Poesía digna de ser frecuentada de ministros grandes, cuyos hombros se arrima el peso de mayores cosas, por ningún caso se hallara quien en la mesa del gusto osara servirles este plato de oposición. Mas quiero consentir, bien contra mi voluntad, sea lícito favorecerla algunos ratos; pregunto: siguiéndola, como algunos, con ansia y frecuentación, ¿vienen a ser eminentes en ella como lo son en los grados que gozan? La respuesta es fácil, derivada de la adulación. Claro está que si en negocios más graves y urgentes excluyen amonestaciones, harán lo mismo en ésta, que es de menos, antes de ninguna consideración, si ya el interés del gusto no es antepuesto al mayor y más precioso de la tierra. Reviento por decir rostro a rostro a alguno de los titulares febeos que es mal poeta, de floja elocución, de humildes concetos, de corta vena, áspero, ratero, afectado, y luego, mas que sea mártir de la verdad; mas que perezca por decirla. No niego derivarse tales defetos antes de sus colaterales y asistentes que de sus ingenios y capacidad. Porque como nacidos y criados en grandezas, en elevaciones, con dificultad pueden sus pensamientos caer en humildades; y más si se hallase cerca un áspero de condición, un difícil de contentar, con delgada imaginativa, con elegancia de palabras, con sutileza de concetos, y, sobre todo, con caudal de letras, que le hiciese quitar lo malo y poner lo bueno: realzar y subir de punto lo de menos alteza y superioridad. Eligen a bulto gente sin vista, que antes les infunde ceguera que perspicacia en los ojos. Aficiónanse de su engañado parecer, de su material censura. No descubre más tierra el bajel de su capacidad. Paréceles no hay más mundo, y así, fenece en las ondas de su insuficiencia y confusión. Suélense escombrar del lado cualesquier instrumentos que pueden estragar las costumbres de señores mozos; y yo con más gusto y razón les quitara estos sátrapas de boato, peste, ruina y perdición de sus talentos. Con esta diligencia mejoraran, sin duda, de estilo. Subieran de grado en grado al acierto de escribir, y, cobrando plumas de aves generosas, llegaran con brevedad a la cumbre de toda perfeción. Nunca yo comunicara las obras del ingenio sino con adversarios, con mal contentadizos, ya que (según Plutarco), así como los amigos con adulación y blandas palabras nos dañan y trastornan, así, por opuesto, los enemigos con su enojo y rigor nos corrigen y enderezan.
Pues advertid que desde hoy os tengo por sumamente contrario; y tratándoos como a tal, quiero, pues, poner en presencia de vuestra ira las débiles armas de mis versos, para que los destrocéis, deshagáis y desmenucéis. Serán los primeros catorce liras amorosas, como catorce corderillas, en que represento algunas tiernas pasiones: apercebíos; que ya trato de ponerlas en la estacada.
Vengan muy enhorabuena, ya que todos mis rodeos y digresiones no son bastantes para que dejéis de sacar al teatro de mi ignorancia vuestras discreciones; que ahora me acuerdo haberos prometido, no sólo de escucharos rimas, sino también de ser vuestro recíproco versificante; y así, perdonad las acedías y asperezas que descubro por instantes contra la dignidad poética; que no puedo disimular mi natural maldiciente, hasta en contradecir el ejercicio de cosa tan buena.
Dicen, pues:
Mi dolor al instante
clama que a Celia veo;
mas, ¡oh infeliz amante!
que impide mi deseo
y excluye mi ventura,
cual áspid sorda, cual diamante dura.
Cuando importa, no espera,
y si espera, no importa;
es mi vida quimera,
al mal larga, al bien corta,
renaciendo entretanto
del llanto el fuego en mí, del fuego el llanto.
La antigua tributaria
no niega fruto eterno;
mas tú con tu contraria,
¡oh corazón, oh tierno
cultor! desdicha tienes;
que si siembras amor, coges desdenes.
Merece mi firmeza,
por sus quilates palma;
crece con mi tristeza,
y sólo cuando el alma
casi a los labios llega,
pido piedad a quien amor me niega.
No hay lengua, no hay intento
que su recato venza,
pues al primer acento
la vuelve la vergüenza
tan rosada y lustrosa,
que al alba vence, a la purpúrea rosa.
El ánimo me falta
al decir mi acidente;
que la ocasión tan alta
siendo, tímido siente
el corazón desmayos;
pues con sólo mirar despide rayos.
Mudo rigor que muera
quiere, quedando en vida.
¡Ay, triste, si le viera
ya del todo homicida!,
que en tan dudosa suerte,
es más que vida apetecible muerte.
Digo al verla, medroso:
“Oh, feliz quien la mira!
¡Oh, en estremo dichoso
quien por ella suspira!;
y mucho más lo fuera
si suspirando, suspirar la hiciera”.
De su beldad la esfera
contemplo a cualquier hora,
cuando la sombra impera,
cuando reina la Aurora,
y cuando el dios de Delo
veloz con llave de oro cierra el cielo.
¡Ay, Celia!, de celarte
nombre al fin, no de cielo,
ya que del cielo el arte
siguieras sin recelo,
en imitarle diestra,
pues no es hermoso cuando no se muestra.
Es de trato sincero
doblez indigna paga;
amar quien ama quiero;
que si cierro esta llaga,
recobraré la vida;
mas ¡ay!, jamás sanó de amor herida.
Fenece el sufrimiento
cuando el bien se dilata;
cese, cese el tormento;
y, pues por una ingrata
del vivir me despojo,
no quiero arder de amor, sino de enojo.
Si yo sentir la viera
de la edad, de los años
sin verde primavera,
las injurias, los daños,
dijera alegre: “Alcanza
mi amor vitoria ya, mi fe venganza”.
El que vivir desea,
huya de Amor aprisa,
cuando más lisonjea,
cuando más forma risa:
no hay en su contra escudo,
armado más cuanto más va desnudo.
No me desagradan. Bien suena la oración, sin ser vulgares sus concetos. Pide este verso (como notó un moderno) ingenio vivo, espíritu elevado, voluntad cuidadosa, juicio agudo. Las voces, castigadas, eficaces, numerosas y, en particular, llenas de suavidad y dulzura. Fue la cítara, según Apolodoro y Pausanias, hallada por Apolo; la lira, por Mercurio, mensajero de los dioses. Afirma Eratóstenes haberla hecho del espinazo de una tortuga seca al sol. Puesta la consideración en el sonido que resultó de los nervios estendidos, le aplicó unas cuerdas de lino y la dio a Apolo. Así que, debiéndose su invención al padre de la elocuencia, lo que a su son se cantare o con su título se compusiere, dulce y suave ha de ser sumamente. En la variedad de los concetos hay más que reparar. Inconstante ingenio debéis, sin duda, haber tenido en puntos amorosos. Comenzáis queriendo, proseguís exagerando y concluís aborreciendo. Holgara fuera toda la obra de un contexto: o bien toda de amores, o bien toda de hipérboles, o bien toda de odios.
Pienso condenáis lo que tiene en sí más énfasi y gala. Los concetos son por medio de la lengua los intérpretes de los afectos más íntimos. Y si bien pudiera haber extensión de muchos sobre una misma cosa, parece consistir la maestría en combinar y unir en un género diversas especies, de suerte que todas, como acesorias, atiendan a hacer más galán y vistoso el asunto principal. Las liras todas son de amor, intento suyo; mas los acidentes de ser cruel la dama, de no esperar, de no oír, de no corresponder, sirven de exornación al argumento principal. Por manera, que semejantes circunstancias y sentimientos hermosean más, y hacen más vaga y florida toda la composición que si solamente tratara de amar, de encarecer, de odiar.
Cuádrame la respuesta y, adelantando más ese pensamiento, soy de parecer mereciera más quien amara sufriendo que quien quisiera quejándose así como en todas ocasiones lucen y se estiman más las aciones del callado que los hechos del hablador. ¿De qué sirve tanto de ingrata, de cruel, de sorda, sino obligar con obras, con méritos, con silencio?
No, sino aguardar a que el íntimo dolor ahogue al enfermo de pasión amorosa. Abrásase el corazón; ¿qué mucho exhale el humo de la pena por el respiradero de la boca? ¿Qué mucho que dé indicios de su excesivo ardor la lluvia de los ojos? A este propósito suelo mover varias cuestiones entre mí, de quien en algunas hallo salida; en otras me quedo irresuelto y ambiguo. Ahora, con vuestra licencia, quiero proponer las que se me ofrecieren, para que con la acostumbrada agudeza absolváis sus dudas. Deseo saber cuál sea más eficaz muestra del poder del amor: hacer al hombre de loco sabio, o de sabio loco.
Ambas cosas son propias de su potencia, obrando con facilidad uno y otro efeto. Así, me viene a faltar el ánimo para inclinarme a la superioridad de alguno. Diré bien cuál me parezca mayor y cuál menor. Que Amor haga de locos sabios y de sabios locos consta por demostración evidente. Es la razón que, como amando carecemos de nuestro albedrío, apenas se da principio a este enajenamiento, cuando nos sujeta al de la cosa amada y al amor. Por tanto, tal vez nos usurpa parte de nuestro verdadero discurso, y tal nos crece su inteligencia, según que más o menos nos acercamos al apetito o a la razón. De suerte, que nuestra operación consiste sólo en complacer a quien posee de nosotros la mejor parte. Para esto nos abre Amor los ojos. Hácenos judiciosos y discursivos, así como también nos ciega y priva de juicio. Disiento del vulgo en juzgar a los amantes por locos. Opinión es errada: antes los vuelve sabios y advertidos. Hállanse casi infinitos que, antes de haber reconocido por dueño al amor, procedían como desenfrenados, indiscretos, de ligero juicio y cordura; mas puesto el cuidado en alguna afición, ya vueltos amantes, mudaron ser y cobraron el de modestos, ingeniosos y discretísimos. Dejaron torcidos pasos, desviáronse de los vicios y se acercaron a la virtud. ¿Qué más? Los que eran locos de veras, cobrando amores se volvieron prudentes en estremo, como Cimón, enamorado de Ifigenia.
¿No hace, por el consiguiente, enfurecer el amor, como Lucrecio, que primero se volvió loco, y después se mató con sus mismas manos?
Hácelo asimismo. Muchos sabios ha tenido el mundo que, rendidos a semejante pasión, ciegos del todo, se han hecho fábula del pueblo, cometiendo cosas vergonzosísimas. Mas esto no procede de amor, sino de furor bestial y de sensualidad desenfrenada. Como se conociera mejor, si se hablara del amor verdadero, ya que no viene a ser el que tenemos entre manos. Continuando, pues, con éste, digo ser sólo el que levanta los ánimos a cosas elevadas, el que hace espertos a sus secuaces, siendo investigador de todos los corazones. De manera que es sólo el ignorante vulgo quien pierde el juicio debajo el imperio de Amor. Fuera de que juzgo sea mayor muestra de su poder se deje algún discreto en todas cosas trasportar tanto deste acidente, que salga fuera de sí; por ser más propio de sus milagros elevar la mente a cosas superiores que bajarla y ponerla en rateras y humildes.
Paréceme que tenéis razón; y así, paso a nueva pregunta. ¿Cuál es mayor dificultad: adquirir la gracia de la amada, o mantenerse en la misma?
Sin duda el mantenerse, por adquirirse cualquier cosa con más facilidad que se conserva.
Antes no. Un padre de familias más dificultad hallará en granjear hacienda que en conservarla. En la primera operación le convendrá poner industria y fatiga; será la de la segunda ligerísima y de poco momento; y así, tengo por más difícil aquello que esto.
Cometéis yerro. Es semejante comparación diferente de la demanda propuesta. Uno es adquirir la gracia de quien se ama; otro granjear hacienda y acumular dineros. Antes de hallarnos súbditos al imperio de la dama y de haber llegado a merecer su favor, somos nuestros, poseemos libertad; mas luego que con servirla y complacerla conseguimos el ser acetados por amantes, nos vuelve Amor sus siervos, siendo necesaria aquí la fatiga, la industria, la perseverancia, para conservarse en su voluntad. Tal vez movidas de sus leves antojos, quieren ser satisfechas y aplaudidas en lo agradable a su apetito. Sin esto, no conviene tener más aquel supremo camino de antes, sino seguir uno de en medio. Porque si la dama en cuya gracia se vive sospecha hallarse el amante inclinado a alguno de los deleites, por recreo o por cualquier otra cosa, al punto, acometida de fiero enojo, pareciéndole ser poco estimada, ordena privarle dél; sin cuya diversión nada habrá hecho el que sirve, séase cuanto haya podido ser obediente. Fuera desto, ¿quién no juzgará por más dificultoso engendrar hijos que criarlos? Ninguno, por cierto; y, con todo, quien lo mirare mejor hallará ser menos difícil edificar una ciudad que saberla conservar y regir. ¿Cuántos se han visto y se ven todos los días venir a ser facilísimamente señores de ciudades y reinos, que no los pueden mantener con la misma facilidad? De suerte, que no basta llegar a ser poseedor de una joya bella y rica, si se ignora el modo de conservar su posesión; tanto más, siendo la mujer como ligera hoja, que con cualquier viento es movida. Es cierto se enciende con mayor velocidad la hembra que el varón; en esta conformidad, no será difícil adquirir su gracia; conservarla sí, por la misma facilidad con que desiste y se muda, desatándose tan presto como se suele enlazar. Juzgo, pues, por empresa sumamente dificultosa el conservarse en su gracia; mayormente conveniendo ser los servidores pacientísimos en sus prolijidades, tolerando sus repulsas, enojos, iras, desdenes y todo lo demás de que se hallan armadas de contino, para apurar la paciencia de los amantes.
Decís bien; mas la dama que se resolviere en hacer favores al galán no pondrá cuidado en disgustarle con molestias y pasiones; antes al contrario, se desvelará en ser pródiga de agrados y avarísima de tormentos y otras cualesquier penalidades.
La observación parece de diverso estilo. Al paso que reconocen ser adoradas y servidas, se enfurecen y alteran, ministrando varias ocasiones de gemidos, de angustias, de lágrimas. Alegan valerse de semejantes estratagemas para descubrir si es verdadero o no el amor que se les tiene, y si la firmeza en el agraviado descubre algún bajío o hace algún sentimiento. Y es el caso que jamás llega a perfeción semejante esperiencia; por eso conviene padecer sin cesar, hallándose de contino despojados de todo bien. Mas dejémoslo aquí; que pretendo no declararme por su enemigo, respeto de la afición que les tengo. Sin esto, será a propósito no incurrir en lo que muchos, que deseando ver suntuoso palacio, ya entrados en alguna admirable sala, tanto se detienen en ella sin pasar adelante, que, ocupadas las otras piezas, se les interrumpe el poderlas ver; de modo que, habiendo ido con fin de atender a mucho, perdidos en poco espacio de felicidad, parten malcontentos y con escasa satisfación. Así, será razón conceder tiempo a otras preguntas, porque no se pase la siesta en sola una, y quede don Luis sin conseguir lo que desea.
Recibo merced en esa justa distribución de tiempo. Prométoos le hemos de aprovechar esta vez en la curiosidad destas paradojas, si bien a alguno parecerán niñerías. La duda que al presente se ofrece nace de querer saber si puede haber amor sin celos.
Según los amores, por ser los celos de muchos géneros; mas responderé afirmativamente, diciendo: “Le puede haber”. Antes juzgo por más digno el que con tal pez no se halla manchado. Si es así que el amante se transforma y vive en lo amado, ¿para qué son menester y de qué pueden servir los a quien, por la mayor parte, engendra y produce vileza de ánimo? No son éstos otra cosa que un conocerse inferior a otro; y aquel estimarse en menos hace dudar y temer ser excluido, causando esta duda y temor poco crédito en la cosa amada. Verdad es que aman todos los celosos; mas aborrecen juntamente. Nace este efeto de la unión de amor y celos, de quien es fuerza derivarse odio, producido del miedo de la inconstancia de la mujer: peste, sin duda, mortalísima en la quietud de los amantes, que las más veces hace teñir los hierros en sangre amada.
Paréceme lo hasta aquí poco a propósito para lo que pregunto, respeto de ir encaminado a darme a entender ser los celos malos, en que no pongo duda. Lo que se debe tocar es si se puede hallar amor sin celos.
Vuelvo a decir que sí. Proviene no ser celoso de nobleza de ánimo, en quien no alberga siquiera mínima desconfianza de ser repudiado una vez elegido, no dando de su parte legítima ocasión, ya que es indigna la sospecha de poder quedar inferior a otro. Con esta seguridad vive con templanza de ardor y sin exceso de odio. Confieso bien no poderse hallar amor sin algún miedo; porque aunque parecen ser una misma cosa celos y temor, diferéncianse, con todo, en mucho. Son celos enfermedad semejante a peste, que procede de la corrupción del aire, y así, es mortal. Mas el temor es una especie de llama que engendra amor, siendo propio de quien ama temer. El temor causa reverencia, y la reverencia vuelve perfeto el amor. De modo, que amando, siempre viene a ser necesarísimo temor semejante; mas no de forma que se haya de convertir en celos. Así, que a toda pasión en que éstos intervinieren no le cuadrará bien el nombre de amor, sino de rabia; y si el de amor, será desenfrenado y digno de ser llamado furor más propiamente. Es la causa que si un amante vive en otro, y ambos son un alma misma, y en dos cuerpos reside un solo querer, ¿para qué infundir con celos perturbación en los ánimos? ¿Para qué corromperlos con sospecha tan mal nacida, que, en vez de fomentar, impide el continuo acto de amar con el estorbo de aborrecimiento? Resuelvo, pues, no sólo hallarse amor sin celos, sino que de necesidad deba carecer dellos el perfeto amor. Alabo bien asista en los amantes un ligero temor, acompañado de reverencia.
Confórmase vuestro parecer con el mío; y así, continuando el preguntar y acercándome más a mi interés. gustaré se me declare quién merece ser más querida: la mujer osada y desenvuelta o la tímida y corta.
Sin duda, la tímida. Es principio asentado, que por ningún caso admite contradición, amar mucho más el amante tímido que el osado; y ahora quedó concluido ser conveniente el temor al que más amare; de que se puede inferir sea digno de ser más amado un sujeto temeroso, por ser en su amor más verdadero y estable. El temor, en cierto modo, engendra también secreto y vuelve los ánimos más conformes, siendo así que el ardimiento da más fácil motivo para desfogar el ahogamiento del íntimo ardor, causa de hacerle menos durable. Demás, que, por la mayor parte, la osadía no nace de amor, sino de inflamada sensualidad. No por esto presumo vedar dejen de ser queridas las despejadas y libres, que esto en mano está de cualquiera; mas trátase ahora del sujeto más merecedor de ser querido y recomendado, que, sin duda, declaro ser el encogido, en quien da amor mayores muestras de ardor existente y constante. Crece el temor conformidad en los quereres para no moverse ni apartarse uno de otro con tanta facilidad.
Aquí, pues, entra el saber por cuál medio sea mejor descubrir la afición a la amada: por sí, por billete, por mensaje o por cualquier otra vía más oportuna.
Por sí será imposible, si fuere amor perfeto, y no desenfrenado apetito, por impedirlo aquel temor que hemos supuesto ser tan necesario en el que ama. Así, quien le tuviere perfetamente, jamás se hallará con osadía para manifestar con la lengua su ardiente pasión, como quedó declarado cuando se mostró amaba más que el osado el tímido. A los mensajes no doy mucha alabanza, por no convenir fiarse aun de sí mismos, cuanto más arriscar y cometer su vida a la fe de otros. Tanto más que, habiendo de ser por la humildad del oficio personas de baja condición, como mujeres menesterosas, por la mayor parte dicen más o menos de lo que llevan en comisión, añadiendo o quitando lo que les parece convenir al disinio de su interés y al gusto del que las envía, o escucha, refiriendo las respuestas según el hablar de la amada, sin atender ni considerar más adelante.
Pues ¿por qué condenáis ser lícito que, habiéndose elegido por mensajera una mujer, deje de referir la respuesta del recado en la misma forma que se da, sin alterar las palabras?
Porque casi siempre, principalmente en los primeros movimientos, es diferente el ánimo de las razones. Si no poseyere la solicitada corta industria y limitado talento, pondría cuidado en descubrir en tales principios ánimo inmoble, condición esquiva, desdén excluidor; ni al primer asalto dará lugar ni consentimiento a las palabras que se le dijeren. Puesto que si rinde luego al pretensor algún tributo de esperanza, facilitando la empresa, y pareciéndole ser menester poca fatiga y diligencia para el cumplido rendimiento, vendrá a serle menos cara y a diminuir su estimación. De forma que, hallándose la embajatriz confusa y desconfiada por la aspereza del responder, ocasionará desmayos en el corazón amante, a quien, en lugar de persuadir, disuadirá el intento y la prosecución de la solicitud. Al contrario, si el apasionado es boquirrubio y con facilidad se le desliza el oro de la mano, ¿qué no prometen, qué no facilitan, qué no aseguran? No miran ni saben lo que en tal materia es conveniente al principio, con que destruyen la fábrica, que en amor llegará a tener sólido fundamento y superior belleza.
Pues no loando hacer este oficio por sí, ni menos por mensaje, débese, por lo que veo, usar el medio del billete, en que también será necesario le lleve alguno.
Tampoco permito sea éste el primer mensajero. Ante todas cosas, quisiera se descubriera el amante con los ojos. Ellos solos deben ser los primeros intérpretes y guias en el tenebroso caos de amor, ya que por su respeto viene y por su medio penetra hasta lo más interior. Tras esto, será bien hacerle conocer su voluntad con las acciones, con la servitud y semejantes modos, aptos a solicitar poco a poco reciproco amor y encendida correspondencia. Ya en este punto, los mismos ojos son los que, como jueces de amor, encontrándose con los de la amada, pasan al corazón. De forma, que con esta industria, no sólo vee uno el amor y pasión del otro, sino que claramente se leen los pensamientos, que a porfía acuden a los semblantes para ser entendidos. Y cierto pueden certificar esto mejor los en quien la esperiencia tiene más lugar; que el mirar de los amantes, mientras a un mismo tiempo fija uno la vista en la del otro, tiene mucha más fuerza y eficacia para manifestar los secretos del corazón y denotar la conformidad de los quereres que las palabras de mayor elocuencia, procedida de no sé qué impulso y virtud celestial, que, entre todas las partes corpóreas del hombre, se halla depositada en los ojos.
Si fuese así, y que no se hubiese de pasar adelante, jamás se vendría al fin de poseer semejante belleza mas que con la vista: el modo apuntad que se debe tener, queriendo romper estos límites.
No obstante que la verdadera hermosura no se posea con los cuerpos, antes se manche, quiero condecender en lo que pedís con algún aviso. Fuera de que los amantes pueden por sí hallar varios caminos en que sería bien entrasen las señas lícitas, alabo que habiendo servido y galanteado a la dama algún tiempo, de suerte que ambas partes se den por satisfechas y obligadas y la admisión carezca de toda duda, se interponga y sea medianero de su expresión algún billete. Donde, supuesto ya el ministerio de los ojos, en las cuerdas razones, en la modestia de los concetos y en la exclusión de todo preámbulo abundoso, reconozca la dama la honesta pretensión de su galán, siéndole notorios los hasta allí ocultos suspiros, las copiosas lágrimas y quejas interrumpidas. Confieso ser este modo de escrebir muy deslumbrado y a lo bobo, y que fuera más cordura excluir totalmente estos términos llorosos y sollozantes; mas hay dama que si el papel no va humedecido con llanto, tiene por sujeto durísimo al que le envía. Por manera, que es acertado no se halle desnudo del todo destas ternezas y otras regaladas caricias, bastantes a granjear y disponer a honesto fin las que a menudo pasan los ojos por ellas, repitiéndolas una y más veces, hasta darles perpetuo lugar en la memoria. Ahora se me acuerda el estilo ridículo de un personaje más que Señoría. Valiose dél por mi medio para entablar cierta afición; y así, aunque me divierta un poco del principal intento, gustaré de referirlo. Buscome con mucho cuidado, y declarando el fin con que me hacía merced, pidió emplease en su servicio la pluma. Hice de la modestia escudo; mas saliendo vanas del todo cualesquier escusas y réplicas, se comenzó a tratar de la materia y forma que había de llevar el papel. Claro es había de ser la sustancia, de amor; la disposición de concetos, no vulgares; y el contexto, no de palabras comunes, remitiendo la suma de todo a un hablar dulce, a una lisonjera facundia. Eligí, pues, un medio en uno y otro, no remontando tanto el pensamiento, que le perdiese de vista la amada, ni afectando con tanto estremo la escuridad, que fuesen enigmas las razones. Asimismo me moví a esto por ser de opinión ser forzoso ceda la más aguda mujer a la capacidad del hombre; habiendo observado muchas veces remite la más ostentativa y satisfecha sólo a los estremos de los labios todo el caudal de su entendimiento. Vienen a ser, por tanto, prontísimas en agudezas improvisas, derivadas de la sutileza y velocidad de sus imaginativas; mas en llegando a proponerles materias de fondo, espira la más alentada presunción. En suma, no le agradó esta vereda a mi titular, dando a entender salía superflua la diligencia de buscarme, si no escogía estilo más elevado, más conciso, más estravagante. Casi me corrí de verle tan deslumbrado; y habiendo percebido ser su gusto explicar su pretensión por medios metafísicos, o, por mejor decir, bernardinas, noté un papel del tenor siguiente:
Mucho debo a las ideas de mi entendimiento, por haber con intervención de la fantasía acertado en los actos de la voluntad, eligiendo objeto de cuya obediencia y sujeción será imposible retroceder jamás. Mi fe será superior siempre, y aunque abatida con desconfianzas, hará para la duración atalayas y espías a los deseos, contra las asechanzas de desengaños. Será en semejante guerra general el sufrimiento, la firmeza el baluarte, y banderas las obligaciones, que tremolando al aire de mis suspiros, tendrán lugar eminente en la fortaleza del alma. Aquí servirán de capitanes las potencias, y los sentidos de soldados, contra los asaltos del tiempo, cuyos amagos saldrán vacíos de ejecución en cuanto a recelar mudanza…
No paséis adelante os ruego, si no queréis sea la risa homicida del vivir. ¿Es posible no echase de ver ese señor ser finísimos chicolios los que en el billete iba pintando la pluma? Riesgo corríades notable si, por suerte, como se suele decir, os cayera en el chiste.
Antes, al paso que entregaba al papel semejantes tolondrones, iban creciendo en su corazón tan grandes ímpetus de gozo, que le hacían descomponer, y decir, dando carcajadas de risa y juntando los hombros con las quijadas: “¡Superior, perfeto, bonísimo, a fe de caballero! Esto sí, y no lo pasado, que era todo tibieza, civilidad y grosería”. ¡Oh, cuántos dicípulos de discreciones hace la calamidad, y cuántos catedráticos de necedades la riqueza! Nace este daño de tener creído casi todos los de aquella jerarquía desmerece no poco el singular por sangre y grado cuando se explica con lenguaje común, propio de la humilde plebe. Quisieran, según esto, hallar términos exquisitos para nombrar escuramente las cosas más claras, por ser únicos en todo, y hasta en aquello no conformarse con el despreciado vulgo.
Fuera bien tener para tales ocasiones secretarios capaces, así para proceder derechamente como para seguirles el humor cuando dellos se apoderasen iguales frenesíes.
Y ¡cómo que fuera! mas os prometo que son rarísimos los que pueden servir con satisfación en tal ministerio. Conviene sean sus partes en estremo subidas de punto, cientifico (a lo menos, de letras humanas), discursivo, cuerdo, plático, experto, fiel, y que así con la presencia como con la pluma, sea el honor de su dueño, conservando su reputación y nombre con su prudencia y habilidad. Muchos conocen a los señores no más que por cartas, midiendo su talento y discreción sólo por el peso de las razones que ven escritas. Así, sería justo poner particular desvelo en eligirle cual conviene al descanso del señor y a los requisitos apuntados. Es bien verdad que tan acrisolados méritos infundiéranle altivez; la altivez, la abominación al vos, y, sobre todo, a la cortedad y escaseza que tienen por costumbre usar con los criados. De forma, que sólo a virreyes y otros grandes ministros es acertado servir en tales puestos; porque como acompañan al oficio aprovechamientos copiosos, enriquecen con brevedad, y no a costa de sus amos. Así que, volviendo a nuestro principal intento, podrá el billete que se enviare al requiebro ser expresivo de su afición, avisado, prudente, tierno. No haya corazón, ni flechazo que le atraviese, con alas ni cadenas, sino en todo una lisura agradable, una cordura cortesana, que atraiga, que mueva, que incline. Descubra en él humildad y sumisión, lejos de cualquier desvanecimi ento y jatancia; que es odiosísima para con discretas. Tanto podría importar al recato y quietud de la dama no hallarse jamás rastro de lo que se escribe, que convendría valerse de algún secreto para disimular las letras, de modo que, aunque se encontrase el papel, quitase su blancura cualquier sospecha. Algunos, hallándose en honrosas y lícitas conversaciones, han manifestado su pasión con el medio de alguna novela, mudando los nombres y dándose a entender del todo con cifras, con alusiones y cosas así. También requiere singular advertencia el modo de enviar el billete, reparando sea la persona a quien se cometiere el cargo leal, astuta, prevenida, disimulada y suficiente para dar industriosa salida y color en ocasión de cualquier peligro. Siendo posible, sería más loable fuese el portador el mismo interesado; que hay descuidos cuidadosos, y mangas abiertas en buena sazón, y hasta frutas engañosas, que como en su preñez esconden guantes, sabrán ocultar papeles. Andar sobre aviso es importante, sobre todo, sin fiar de persona el secreto de su amor; ya que, descubierto a un amigo, aquél lo descubre a otro, y así va de amigo en amigo, haciéndose tan público, que peligra la fama de la servida, con gran detrimento de su honra.
¿Quién os parece deba ser primero en dar indicio de su amor: la mujer o el hombre?
El hombre, sin duda, así por ser cosa más honesta como por hallarse dueño de más libertad. Toca a la dama la demostración de más gravedad y entereza, y el ser una y muchas veces rogada del galán; y esto basta cuanto a esta pregunta.
La que se sigue, aunque parece fácil, pienso no lo es mucho. ¿Cuál edad en amor sea más digna de ser abrazada?
Dificultad tiene, respeto de la variedad de humores y gustos. Fuera de que no todas las edades se hallan con una misma complesión. Muchos en años maduros carecen del aviso y discurso que han menester; otros, en los más verdes y juveniles, descubren anciano ingenio y entendimiento envejecido. Por manera, que el juicio, considerados estos dos inconvenientes, no tiene tanta facilidad como parece. Con todo, habiéndose de enamorar alguno, como si dijésemos, por elección, sin dividir nuestra edad, que se suele equiparar a los cuatro tiempos del año (primavera, estío, otoño, invierno), juzgaría no se debiese poner esperanza, hacer fundamento ni colocar su amor en dama que dejase de llegar a veinte años. Hasta allí, parece ignoran casi las más dónde les duele el zapato, ni saben lo que han de querer, ni lo que deben odiar. Cuanto hay apetecen, y en un momento desamparan toda cosa, siendo su amor entonces como tronido de rayo, que baja con ímpetu y pasa luego, dejando por reliquias de sí sólo daño y terror. Es su querer instable, y aunque es verdad que aman con gran fervor, dura poco. Condeno, por el consiguiente, la edad madura, que en las mujeres soy de opinión se pudiese decir la de cuarenta años en adelante. Su sangre entonces es más apta a entibiarse que a inflamarse y bullir. Y caso que se encendiese, no puede tolerar mucho tan impetuosas llamas. Así, que viene a ser edad semejante más acomodada al amor contemplativo. Los más discursivos, que desmenuzan curiosamente las acciones de los objetos, hecha la división de los años, se detienen mucho en los veinte y ocho o treinta, juzgándolos más inmobles y cumplidos para la distinción de méritos, para el conocimiento de lo mejor y para la exclusión de cualquier nuevo antojo y fácil mudanza.
Paréceme si asistiera en esta conversación la parte contraria, no dejara de preguntar la edad que era más a propósito en el varón para poner su afición en él.
Casi no se le pudiera dar regla cierta, por la anticipación de valor y capacidad que se descubre en algunos muy antes de tiempo. Por lo menos, no dejaría de convenir la observación de la suya. De los veinte y cinco en adelante se va perficionando el varón. En estos años comienza a restaurar los perdidos, enriqueciéndose de prudencia y discreción. Y puesto que toda esta materia amorosa que traemos entre manos no debe exceder los límites de honestidad y modestia, para lo que es casamiento, ¿qué fruto podría sacar una mujer de la eleción de hombre que, si no es anciano, está muy cerca de serlo? Cuando la edad declina y el sujeto madura demasiado, vale faltando el cálido y húmedo que ha menester, y así, viene a ser defetuoso en el lícito deleite que se puede sacar dél. ¿Quién se podrá enamorar perfetamente de quien apenas puede esperar fruto sazonado tres o cuatro años? Afirman los sabios terminarse los amorosos afectos en el hombre a los sesenta años en adelante, y en la mujer a los cincuenta; mas perdónenme sus mercedes; que los resabios del mundo excluyen ridículamente su opinión. Para matrimonio parece ser más a propósito cuanto más niña, por tener lugar de hacerla el marido a sus costumbres y evitar haya podido haber puesto siquiera mínima afición en otro sujeto. Para la generación dicen no ser mala desde los deciocho; el varón, desde los veinte; lo que ni condeno ni admito, por la gran diferencia de los años. Lo demasiado acerbo carece de sabor, y antes daña que aprovecha; y así, conviene coger el fruto en su sazón, porque también está cercanísimo a la corrupción el demasiado maduro. Según esto, buena será la medianía, ya que no dejan de ser viciosos cualesquier estremos. Sólo se debe advertir sea la edad de la mujer no poco menor que la del hombre, por dejar de ser más presto menos apta para lo que se desea y es menester.
Muchas circunstancias se requieren en amor para ser igual; y así, mucho mejor se hallará quien más se despegare de su liga; mas hablando ahora con menos fundamento de razón y con más licencia de gusto, ¿cuál sería el vuestro en puntos de afición?
Niñas me dan vida, viejas me matan;
unas güelen al nido, y otras a cabra.
¿Habéis jamás visto declaración más sucinta? Aunque pretendiera negar esta flaqueza, por ningún caso fuera de momento, por ser ya tan conocida en mí, que estoy por decir no lo es tanto en el mundo la luz del Sol. Es el caso que me arrastra la inclinación más a la edad que al objeto. En siendo muchacha, me veréis atropellar decencia, autoridad, decoro y todo lo que se debe a respeto y compostura, siguiendo desalentado la que deseo para presa, como suele el sabueso la caza. Insisto poco y permanezco mucho menos, porque me desgana la dificultad, juzgando se hallan en la fértil heredad de la hermosura no menos infinitas que varias espigas. Las mozas no sé qué se tienen de entereza, de buen olor, que me atraen con el aspecto, como es atraido el avaro con oro. Plantas, al fin, nuevas, todo verdor, todo flores, todo lozanía. El desaliño es en ellas curiosidad. Son gracias sus frialdades, dulces sus iras, amables sus enojos. Lástima fuera, ofreciéndose el cabe tan de a paleta, no pegarle contra las matronas antiguas, contra las viejas ranciosas. ¿Hay cosa tan inútil, tan asquerosa, tan abominable como una mujer anciana? ¡Qué bien las comparó cierto poeta al corcho seco donde se había forjado el panal: estéril, fofo, ni aun bueno para ser quemado! Lo que más mueve a pasatiempo es ver los melindres de que se valen para, en su opinión, ser queridas con más voluntad. Son siempre monas de las muchachas en el habla, en el traje, en la acción. ¿Hay cosa tan ridícula como oír en la boca de vieja un no quero, ni tan graciosa como la pronunciación de pader por pared, de pato por plato, y la de otras palabras así? Siempre se apetece lo que falta, y así, anhelan de contino por la mocedad que se les fue, y con ella, la estimación y apetencia que echan menos. Dieron un tiempo las mozas en dejar los velos, fuese o por hacer hermosa ostentación, así con la blancura de las gargantas como con la pompa de muchas hebras lustrosas y encadenadas con lazos de varios colores, o porque se hallaban mejor en esta forma de verano, careciendo del limitado calor que pudieran causar las tocas. Pues al punto las viejas arrimaron las suyas, y compusieron las cabezas con muchedumbre de añadidos y cintas, aniñándose y procurando (si bien inútilmente) reverdecer, con visajes y melindres. Era gusto ver unos gaznatazos lacios, amarillos, arrugados, y juntamente unas carazas largonas, acompañadas de hondas cavernillas, plegados albergues de moribundos ojuelos. El velo parece haberse introducido para recoger el rostro, haciendo de algún agrado al más importuno. No consideraban esto mis buenas Sarras, sino echaban al aire todo el frontispicio. Así, campeaban maravillosamente los juanetes de las mejillas, y entre los lirios de los labios se descubrían mejor las retamas de los dientes, cada uno de a medio dedo. Eran todas las demás faiciones correspondientes al individuo, en lo rancio y feo. Con estos dijes, con estas riquezas corporales, mostradas a trozos, a deseo por la corta celosía del manto, procuraban amartelar, suspender y rendir a cuantos se les ponían delante. Acuérdome haber tenido en este mundo muy buenos ratos con cierta dama, punto menos de setenta; con cierto Hilarión eremítico, pálido y penitente. Lo que tenía mejor era ser toda huesos, toda quejitas, toda melindrillos. Hablaba descosidamente de Cupido, acompañando la plática con suspiros tiernos. Mostrábase diestrísima en sentimientos amorosos, y todos sus lamentos consistían en que su velado no se desvelaba en su amor; que no brotaba caricias con la furia que un almendro flores, y que la tenían casi difunta sospechas, no le entretuviese por allá alguna adúltera afición. Pasaba los más días casi todos en la cama, siempre lamentable, siempre achacosa. En saliendo fuera de casa el infeliz esposo, trataba de almorzar famosamente, aforrando el estógamo con tres o cuatro pieles del Baco más resentido. Tras esto, reposaba un poco, enderezando los flacos miembros cuando ambiguo el reloj duda si dará o no las doce. Trataba el marido, apurado del mucho ejercicio y opreso de varios negocios, de aliviar el cansancio y molestia con el gusto de la comida; mas hallaba infinitos azares en este breve recreo. La tal Quintañona, harta con la reciente refección, fingía hastíos y pesadumbre de sólo ver los manjares. Perdía el juicio el afligido consorte, y preparándole los mejores bocados, gastaba ruegos sin fruto para que los admitiese en la con quien había engullido, tan poco había, cantidad de buenas cosas. Obligábala con caricias, diciéndole con regalada voz: “¡Ah, señora, hermana, amiga, no seas estraña; come, por tu vida, si quieres que coma yo; hazme este placer, amores! ¡Ea, válgame Dios, qué terca estás!” Volvía la anciana el rostro, y formando con la bocuela de hucha un pucherillo, respondía: “No pedo, que estoy malita; come tú, por tus ojos, mi señor, y no des lugar a que me ahite; que tengo indigesto y con crudezas el estógamo”. Halleme una vez delante a este coloquio, y reventaba por levantarme de la silla, diciéndole, al darle seis cachetes: “Vieja malvada, asquerosa anatomia, sierpe espantable, arrima esos reconcomios; no almuerces tanto y comerás mejor; no persigas a este desventurado con tu mala catadura; déjale vivir sin pedirle celos, esté o no enamorado fuera de casa. ¿Quieres que adore una cifra de fealdad, un retrato de calamidades?” Mas detenía este deseo, y el de no desengañar al chacuaco, la paz y concordia que es conveniente haya entre dos casados, a quienes toca disimularse recíprocamente las faltas y sobrellevarse los defetos.
Estraño era el humor de la chicuela; mas dice el proverbio: “Quien gozó las duras, gozó las maduras”. Si esa dama entró en poder del amigo rozagante, linda y tierna, ¿habíase de arrojar cuando marchita, fea y dura? No es razón sino que, consistiendo la conservación del mundo en la suave coyunda del matrimonio, cuya continua fecundidad para la vida repara los perpetuos menoscabos de la muerte, se procure con todas veras alentar esta causa común, con no oponerse a su fin desabrida y desdeñosamente.
Eso fuera a ser fecunda la melindrosa. Yerba tan sin zumo sólo para arrojada era buena. Mas hombre tan amoroso y sufrido, causas debía tener para serlo. Cuanto a la edad, tampoco mondaría nísperos el señor. Sin duda, se le podría decir había buscado su pareja, pues también tendría sus secretas sobrillas. ¿Era zurdo, zambo, contrahecho o por ventura calvo?
Nada de eso, sino mancebo, galán, gentilhombre, de agradable conversación, entretenido y gracejante. Cuanto a derecho, un huso; en pierna y pie, buena proporción; fornido de espalda, pecho relevado, talle no corto, con cintura estrecha. La calva pudiera voarcé escusar, sor don Luis, y más siendo tan fácil ya el disimular la falta de cabello, supliéndose con el arte el agravio de Naturaleza.
Hablé, cierto, al descuido, sin advertir podía tocar tecla con tanta facilidad. Perdonadme, y pues generalmente no es bien recebido el serlo, decid, ¿por qué no os acomodáis a poner en ejecución lo que otros? Cabelleras hay admirables, que, a no saberse la lisura del dueño, engañara a cualquiera su disimulo. Ni juzgo yerro tratar como jardín el campo del cuerpo humano. Lícito es cultivarle y ser solícito en procurarle todo ornato y belleza.
Así es; mas siempre me hizo repugnancia la consideración de ser ligereza vituperable cualquier notable novedad. Que alheñe las canas el a quien nunca se le conocieron, pase; que bien hizo en prevenir con la tinta la blancura de la edad, las insignias de la muerte. Mas que el tratado y habido por cano muchos días se convierta al improviso de cisne en cuervo, indignidad terrible y conocida flaqueza de entendimiento. Muestra, por lo menos, desagradarle el conocimiento de su ser, de cuyo límite se desea apartar, siquiera con la corteza y sombra; efeto de imprudencia grandísima. Las mayores galas de los viejos son el aparato de las canas, merecedoras por sí de todo respeto y veneración, y dignos sus dueños de ser tenidos por padres de la patria; por sus árbitros y legisladores. La vejez, invierno de la edad, nos compone. Corónanse de nieve los montes; sus escarchas son los plateados cabellos, dignas borlas de la sabiduría anciana: corona dignitatis senectus, etc. Por tanto, ministran al poseedor no corto crédito para la confianza de grandes negocios, como fundada en la madura experiencia de largos años. Al contrario, desacredita el tinte sumamente, denotando aquel gasto inútil de tiempo mal empleo en el debido a cosas más arduas. Fuera de que el cano teñido, cano se pasea por las calles, cano comunica con todos; y si no cano, jaspeado, por lo menos. ¿Habéis echado de ver los visos y cambiantes que descubre una barba déstas, a trechos roja, a trechos tiznada, y cándida a trechos, con la piel siempre abrasada, que regala así la violencia del aguafuerte? ¿Qué pretendéis emendar, caducos? Dad su traje a la edad; sed tan verdaderos en lo demostrativo como en lo interior: no desdiga lo aparente de lo oculto; que sois ya avestruces, mucho peso, mucha tierra, y aunque os llenéis de fingidas plumas, no os podréis volver ligeras garzas. ¿Queréis granjear por lindos la afición de las damas? Brevas, ya no llegáis a tiempo; fuera de que se ríen y hacen donaire del afeite, mientras os favorecen y agasajan. Atended a lo que importa, niños de cien años, y aprendan de vos los que os han de suceder reposo, cordura, madurez, gravedad.
¿Qué es esto? ¿En qué arrobamiento os halláis? ¿Qué exclamación predicable ha sido la presente? Dejad a los miserables con su mala ventura, con su engaño. Basta que mientras viven contentísimos con el gasto de tan falsa moneda, la tisera de sus acciones les cercena poquito a poco las faldas, juzgándolos por lo que desean ser sin serlo, esto es, por muchachos sin valor, sin providencia, fáciles, antojadizos, inconstantes.
Dadme, pues, lugar que pase a los calvos, en quien corre casi la misma razón. Si fuera posible ir poniendo pelo en la cabeza al paso que se le quitaba el tiempo, vaya con Dios; que, al fin, llegaba tal suplemento en no mala ocasión. Mas después de haberse dado un pregón general, no sólo por la Corte, sino por el mundo, que es calvo Juan o Pedro; después de haber llegado ya a noticia de todos amanecer con pegote, con chapa, desairada acción, a fe de caballero. Es indecible el gozo que resulta a tales cornejas del tocamiento de ajenas plumas. Manéjanlas y no lo pueden creer: tan aborrecible es para ellos el natural nombre de Peláez. Buen pelo se traen; mas buen trabajo les cuesta, por ser insufribles las incomodidades y molestias que padecen, principalmente de verano, por el sudor impedido del estorbo, cuya represa les ocasiona limpieza poca y menos salud. La donosidad consiste en las zarandajas que forman del amado postizo, guedejitas encrespadas y empinados copeticos. Dos cuentos no puedo dejar de referir, sucedidos ha poco a dos calvos, dignos de ponderación, por ir enderezados a su mengua. Galanteaba un lisiado déstos a cierta persona de bonísimas partes, y no de peor gusto. Teniendo vislumbres, traía el amartelado sembrado de pelusa el campo de la cabeza; dio un día en favorecerle con tanta singularidad, que se llegó cerca y, como al descuido, aplicó la mano donde estaba la enfermedad, como que pretendía rascarle el meollo por vía de regalo. Angustiábase el corazón del favorecido, por ver se le iba descubriendo la flor. Quisiera, por una parte, no se entrara la deseada con tanta determinación en lo vedado; por otra, juzgaba notable grosería oponerse a tan preciosa caricia. Mientras ignoraba la resolución que debía tomar, la dama cargó los dedos hasta encontrar con el tafetán, leve cimiento del fingido casquete, con que se publicó del todo el artificioso ornato del pretensor. Desviose al instante la socarrona, y con rostro aseverado le dijo: “Señor, mucho granjea con los buenos la sinceridad; desagrádanme fingimientos: sí por sí, no por no; el calvo, calvo; el peloso, peloso”. A esto, desamparando el negro amante la silla, partió como un rayo, sin responder, corridísimo del mal suceso.
¿De suerte, que le hizo desmerecer con la señora lo que había elegido para instrumento de agradarla?
Así es; mas, sin duda, era no poco discreta la pretendida, pues se enfadó de embelecos; y aun soy de parecer no le excluyera tan ásperamente si se le pusiera delante aseado y limpio con aquel defeto, que, como natural, no había estado en su mano. ¿Cuánto peor fuera haber nacido insensato, necio, torpe, majadero, de quienes hay en el mundo infinitos, sin hallarse remedio con que se pueda cubrir la falta de su bestialidad? Y, con todo, pasan y viven entre los otros brutos de la tierra. El otro cuento se me olvidaba, y no lo merecía, por más breve. Jugaba en cierta conversación un médico, calvo público, si bien pretendía desmentir semejante notoriedad con cabellera de particular primor. Por una suerte vino a diferencias con otro. Era el contraditor impaciente, y siendo las palabras espuelas de la ira, se dio principio a ejercitar las manos. Comenzó mi calvo a pelear como un Cid; mas el enemigo, a pocos lances, agarrando con los cinco rabiosos el miserable capacete, le desencasó del lugar que no era su centro. Púsose enmedio la de Guadalupe; y ya pasado aquel primer ardentísimo ímpetu de cólera, reconoció la pieza que había perdido, y la que a voces pedía el relumbrante calvatrueno. Tendió la vista por la sala, y no descubriendo rastro, siquiera por un cabello de tantos como echaba menos su cholla, comenzó a preguntar entre los compañeros si habían visto aquello; y respondiéndole que no le entendían, volvía a replicar: “Aquello, aquello digo”; y en una hora no hubo sacarle de aquello, reventando de risa los circunstantes, uno de quien se había metido el aquello en la faltriquera de delante, y haciendo partícipes diestramente a los demás de la parte donde estaba escondido, daba motivo a su pasatiempo y solaz.
Sin estos, han sucedido a tales chapetones (sea lícito nombrarlos así sin estar en Indias) infelicísimos acontecimientos. Un bullicioso en cortesías, quitándose con presteza el sombrero a cierto personaje, dio en tierra con el artificio en el patio del Superior Consejo, con que descubrió el corto suyo en fiarse de lazos tan débiles, que sólo podían servir de ponerle en tan pública afrenta.
Cese, que es justo ya, semejante plática, y remítase el satirizar los calvos a alguno de los poetas burdos deste siglo; a alguno de los que, enmedio de su engañosa presunción, es tenido y juzgado de todos por machazo irracional de las Musas; por centro de toda ignorancia, de todo absurdo, de todo error. Concluyo, pues, con decir no era calvo el amigo, ni traía dientes o pantorrillas postizas, ni hacía monte en el pecho con peto falso, como casi infinitos que se efeminan y envilecen con tales imposturas.
Pues algo tenía en que se fundaba tanta humildad y disimulación tan cuerda; que de otra suerte, faltara la torre del sufrimiento y oprimiera con mesa y manjar las espaldas de la vieja harpía.
¿Qué mayor defeto que haberse casado con ella, siendo pobre? ¿No bastaba tal inferioridad para solicitar cualquier sumisión en presencia de la dotada, y no de hermosura ni juventud? Había sido puesta en la coyunda otra vez, y el mísero que pudría, mientras vivió, puso toda su industria y cuidado en crecer y subir de punto el edificio de la hacienda. Perdiola con la vida cuando entendió gozarla, llevando por premio la fatiga y esclavitud de que se valió para su adquisición y cúmulo. Quedó la amarga por única en los puntos que suelen ser ruina de cualquier primera. No sufría la casa antigua de buena gana tan larga viudez, que era ya de seis meses, y así, escogió con su dinero un mozo como le pudo pintar el deseo, como le supo apetecer el gusto; mas árbol, si de apariencia gentil en el ropaje, desnudo de fruto y flores, como dice el romancete. Entró a poseer casa llena, si a gozar mala novia. Era regalado a costa del quondam primer marido. Mandaba señorilmente, jugaba un poquito, y fuera de casa sabe Dios cuál era su regodeo. Por lo menos, le convenía sobrellevar las impertinencias de quien, respirando, era causa de tanta comodidad, pues con su muerte cesaba todo.
Ese cautivo vivía en peor parte que Argel. Cierto que así como fue acertado invalidar y después impedir el matrimonio de un capón, vilísimo sujeto y del todo incapaz para el fin que se contrae, así también lo fuera estorbar el de una vieja con un mozo, por la imposibilidad que promete su junta para el fin de procrear. Que gocen las carnes rancias de una estantigua, hasta la sepultura, el lado de marido, las caricias de esposo, es cosa insufrible.
Peor fuera cometer cualquier ofensa de Dios con obra o deseo. Aunque el intento principal con que se instituyó este sacramento no se pone duda haber sido el de la generación, fue el segundo para templar los ardores con su remedio. Casi no permite el Apóstol una breve división entre mujer y marido, encargando con gravedad de palabras la continuación y asistencia en las obligaciones matrimoniales, todo por evitar cualquier átomo de pecado. Bonísimo es (exclama) no tocar mujer ajena. Tenga cada uno la suya. Sea solamente lícito dividirse en la oración, en que intervendrá común consentimiento; mas luego se frecuente la amada compañía, no los tiente Satanás por su incontinencia. Por manera, que santamente se halla constituido el casamiento también para sujetos mayores, en quien hasta el último suspiro es posible no perderse la humana fragilidad.
En resolución, como atrás quedó apuntado, más a propósito para todo es la igualdad de edades, en cuya unión con más facilidad se consiguen los fines de generación, de quietud y paz. Debríanse, pues, advertir al tiempo de enlazarse los dotes naturales de que se halla adornada la doncella. Tienen muchas, siendo riquísimas, pobreza grande; y al contrario, no pocas son ricas en estremo con suma pobreza, efetos de honestidad y virtud. Su más perfeta hermosura es la vergüenza, puesto que la corporal más superior en poco espacio de tiempo o por breve enfermedad se pierde, se muda y transforma; mas aquélla jamás se altera ni diminuye; antes cuanto más antigua, más se aumenta, crece y multiplica. Petrarca, en el glorioso TRIUNFO DE LA CASTIDAD, pone aquel memorable verso, digno de ser escrito con letras de oro:
Era allí la más casta más hermosa.
Esta virtud es el natural ornato de la mujer, de cualquier estado y calidad que sea. Don de Dios llamó Homero a la belleza; Zenón, flor de la virtud; Demóstenes, dignidad divina en cuerpo humano, y con razón. ¿Qué es la hermosura, sino centella de divinidad? Un rayo de aquel divino sol, pintura de Dios, que prende los corazones; carta de recomendación que persuade más que cualesquier razones retóricas, como dijo Aristóteles. Pues ¿no es lástima que la hermosura haga contradición a la virtud? Rara est adeo concordia formae, atque pudicitiae, dice Juvenal; y Ovidio, Lis est cum forma magna pudicitiae. Que andan a pleito hermosura y castidad, y que raras veces se conciertan. Afirma San Jerónimo serle al hombre concedido por diversas vías don particular para adquirir honra, fama y nombre. A unos, con letras; a otros, con armas; a muchos, con diferentes artes; mas a la mujer solamente se concedió hacerse en el mundo eterna con la vergüenza, honesta y casta. De manera, que si todas las virtudes, todas las artes, todos los dotes y gracias que se hallan concurriesen en una mujer deshonesta, sería como en un cristiano todas las virtudes sin caridad, sin quien serían las demás inútiles y vanas.
Por la mayor parte, madres buenas crían buenas hijas, participando, no sólo por la leche, de la buena complisión corporal, sino también, por el bálsamo de su virtud, de acrisoladas costumbres.
¡Oh, cuan aviesas salen algunas el día de hoy: potros desenfrenados, libres, esentos, con quien es vano cualquier castigo, cualquier reprehensión! Acuérdome, y no soy muy viejo, se solían criar muchachas, que cualquiera podía ser gloria de su patria y honor del mundo: cuerdas, temerosas, humildes, teniendo siempre al recato y mesura por guardas de su honestidad. Muchos frenos puso la Naturaleza a las mujeres, entre quien el más principal fue la vergüenza.
¡Oh, cuánto desvelo se debe poner en su institución y crianza! ¡Cuánto importa (hablo de las nobles) tener la dueña a cuyo cargo están autoridad para reprehenderlas con aspereza, para que conozcan la fealdad del hecho y se corrijan! Niégase en particular a las hijas de señoras tener secretarias, ni que prive con ellas más una que otra. Débeseles mandar no estrañen la compañia, sino que asistan donde las vean, oigan y sepan todo lo que hablaren con las criadas.
Acertadísimo sería eso; porque de chismerías vienen a recados; de recados, a billetes; y de aquí, a dar hora al pretensor para hablar; sin otras cien mil desventuras y deshonras que suceden. Culpa grandísima tienen desto los padres; mas mucho mayor las madres, que no advierten por dónde se pierde el agua. Suélese alegar por disculpa el cómo se podrán casar las doncellas sin ser vistas ni festejadas, sin hacer ventana y aguardar las vueltas del amartelado, sin responderle y ser avisadas; como si no fueran más fuertes trazas de atraimiento la compostura, el silencio, la discreción. Es la mujer amiga de parlar naturalmente; y así, se debe imponer en callar con artificio. Por tanto, apenas le toca levantar los ojos del suelo; apenas hablar sin necesidad. Si preguntada la obligaren a responder, sea la respuesta breve y sentenciosa.
¡Cuán corrompida se halla esta forma de educación en todas partes, y particularmente en España, donde las hijas alcanzan dominio sobre las madres, de quien son humildes mozas! No hay para las madrazas contento tan sublimado como ver que se engalanen las hijas, que se atavíen y desenvuelvan las regalonas. Consiéntenles desde niñas ser libres, despejadas, descompuestas, dando a todos estos vicios título de discreción y buen entendimiento. No les vedan jamás el uso del solimán, de la color, sin otros muchos grasillos, mudas y embelecos para sutilizar y volver lustrosa la piel de rostro y manos. Entre las cosas loables que conservó muchos años España, fue abstenerse del vino las mujeres, teniéndose por notable afrenta beberlo. Mas ahora se halla esta virtuosa costumbre tan depravada del tiempo, que pueden no pocas de nuestra patria competir en brindar con el setentrional más diestro en la copa. Con semejante resabio, no hay virtud que no desamparen, ni vicio que no acometan. Fuera de ser bajísima cosa el uso dél, aunque sea con templanza, es principio de muchos males, teniendo por compañeros a la sensualidad, al deshonor, al escándalo. Enseña San Jerónimo sea el sustento de la doncella tal, que se levante con gana de comer más, y que no la estorbe si luego después de la comida quisiere orar, leer libros buenos, o entender en su labor.
¿Labor? Las de ahora, ¡ni por lumbre ruecas ni almohadillas! Ociosas gastan no sólo todos los días, sino las noches enteras en la ocupación de sus vanidades, de sus fruslerías; en tirar las puntas a la valona, en rizar las hebras de los aladares, para rendir, para sujetar los mirones, los boquirrubios.
Ellas son veneno de víbora, cuya frialdad entorpece y turba los sentidos al mordido. Son, al fin, el más fuerte enemigo del alma; que si una vez llega a hacer presa en ella por el consentimiento de la voluntad, luego el apasionado se vuelve tonto y casi insensible. Tonto, porque, distraído con la desorden y turbación que el amor trae consigo, no acierta cosa que vaya a hacer, turbada la mente, depravada la voluntad, ciega la razón, entorpecido el entendimiento, desfallecida la memoria y esclava la libertad del albedrío. Casi insensible, porque, viéndose tal vez empobrecido de los tesoros del favor, olvida sus obligaciones, no oye verdades, no ve por dónde camina, y viene en un profundo descuido y aborrecimiento de sí. A todo esto, contentísimas las engendradoras que tienen sus hijas muchos requiebros, que son muy lindas, que pueden prestar o vender esposos. Permítenles que pidan, que hablen, que escriban, sin serles freno en cosa de cuantas solicitan libertad y soltura.
No me desagrada el periodo y cláusula de institución. A propósito era para el púlpito, si en él se tocara la materia. Sólo faltaba añadir la operación del veneno, cuya frígida calidad, esparcida por las venas, altera su sangre, hasta llegar al corazón, de quien, por la falta de respirar, huye la vida, sucediendo en su lugar la muerte. En suma, tal el parto cual el concepto: hijas de concupiscencia, ¿qué podrán ser sino pecado? Y déste, ¿qué se puede esperar sino corrupción de cuerpo y separación de alma? Madres al uso, hijas al uso también.
Paréceme será no mal sello de lo que se trata un soneto que escrebí en cierta ocasión contra los ojos de mi Celia, prontos para el mal y tardíos para el bien. Pensé yo cuando le compuse haber, como nuevo Sansón, derribado las colunas del templo de mi afición; mas olvidé favorecido lo que resolví desdeñado.
Si va a decir verdad, no llega el huésped muy a propósito; mas vos deseáis tanto ingerir poesías en estos coloquios, que asís de cualquier hilo para introducirlas. Pedid lisamente que os las oyamos siempre que fuere vuestra voluntad; que sin duda hallaréis aplauso en las nuestras, y no les busquéis más achaque que el de quererlas decir.
Digo, pues, en esa conformidad:
Tus luces ¡oh cruel! de mí divierte;
líbrame de su burlas y sus veras;
allá con otros blandas o severas,
infundan vida o soliciten muerte.
Desde hoy me hallarán sus iras fuerte,
y advertido sus risas lisonjeras;
que lince siendo ya de sus quimeras,
tendré mi libertad por feliz suerte.
Haré por escapar de sus reflejos
(trémulos rayos, sí, pero mortales)
al desengaño Dafne de mis sienes;
y al centro bajaré, por verme lejos
de soles que contino rinden males
opuestos al que siempre influye bienes.
Tan bien considerado está como dispuesto; representa maravillosamente los efetos de los ojos en sus mudanzas. Mas desde luego pretendo no ser deudor al oído destas niñerías, y así, quiero pagar el soneto con otro, escrito en ocasión de haber visto destrozada y corrompida del vicio a una hermosísima moza, que fue alboroto de la Corte y cuidado de sus más galanes y discretos. Ni soy de parecer se aparte mucho de lo arriba supuesto, cuanto a bizarrías y galas femeniles. Su tenor es éste:
Influyó tu belleza infeliz astro,
y oprimieron tu ser hados impíos;
con tu verdor y juveniles bríos,
no padre el tiempo fue, sino padrastro.
Huyó de ti la rosa y alabastro,
veloces tanto cuanto al mar los ríos;
y de quien fue de ajenos albedríos
deidad, apenas hoy se mira rastro.
Con el ocaso de tu lustre y fama
(mísera ostentación de pocos años)
¡qué bien informas, flor, qué bien adviertes!
¡Cuán tristemente tu ruina exclama
de los deleites producirse daños,
de los excesos derivarse muertes!
Excelente, por el grado de Maestro. Suspensivo, y no poco provocante a piedad.
Maestro, ¿por vuestro grado jurastes? En mi vida oí tan estraño juramento.
De poco os espantáis. ¿Por qué consentís sea lícito jurar a cada paso a fe de caballero, a fe de hidalgo, a fe de noble, a fe de soldado, por el hábito de San Pedro, y otros tales, si os ha de hacer novedad que jure yo por el grado de Maestro, título en que gasté estudio y dinero, cosa que no cuesta ninguno de esotros juramentos?
Razón tenéis; y tanto me agrada vuestra opinión, que la he de seguir de aquí adelante, jurando por el grado de Doctor. Con todos los modos inventados para afirmar y adquirir crédito estoy bien; porque, fuera de ser de ninguna importancia vaciarlos por la boca, se escusa con ellos el valerse de otro medio que pueda ocasionar pecado; mas no puedo sufrir esto de “a fe de caballero” por instantes. Púdreme, sobre todo, hallar tan continua blasfemia en lenguas de quienes apenas pueden ser caballos, cuanto más caballeros. Y así arrojan la pelota, como si hubiera de faltar quien la recogiera para ponderar la ligereza y necedad del dueño en usurparse lo que no le toca. ¿Para qué son menester entre cuerdos más artificios de hablar para ser creídos que el término llano de sí o no? Entre turcos no se hallan juramentos, ni más caballerías que el modo simple de afirmar o negar.
¡Bueno es querernos confundir con el ejemplo de unos perrazos, faltos de fe, de verdad, de amor; de cuyo tiránico gobierno apenas están seguras vidas y haciendas; donde campean las maldades, donde triunfan los vicios y todo es confusión, injusticia, violencia!
Engañado vivís. Confieso ser infieles, y los más crueles enemigos del nombre cristiano de cuantos tiene el mundo; mas no concedo sea su gobierno de las calidades que decís. ¿No es, sobre todo, dignísimo de alabanza cesen entre ellos cualesquier litigios? Ninguno pide a otro injustamente, ni se niega lo que se debe; requisitos con que se evitan pleitos y diferencias, perdiendo ocasiones de rasguños los que, allá como acá, se pudieran preciar de águilas en todo género de cetrería y montea. Mas para que otra vez no os arrojéis a condenar a bulto lo de que no tenéis noticia, dad atención a lo que de su regimiento escribe un moderno ultramontano, casi en esta forma: No debemos juzgar nosotros según el ciego vulgo (ignorante del todo de la disciplina turquesca y del singular estudio de que se valen en la guerra) ser una generación de hombres cobarde y débil. Antes abundan de muchas partes que los hacen formidables y tremendos. Primeramente, poseen la observancia de la disciplina militar, tenida entre ellos en supremo grado de estimación. Acompáñanla con el contino ejercicio de manejar las armas, a quien están acostumbrados desde la niñez, por no atender a cualquier otra profesión tanto como a la defensa y ampliación del dominio. Así, pues, con el prolongado ejercicio y estudio salen los turcos bonísimos soldados, de quien no es dificultoso venir a ser perfetos capitanes. Entre ellos son antepuestas las honras militares, no sólo a la riqueza, a la sangre ilustre de la familia sin virtud, sino a la sola virtud, a la fortaleza y valor. Ni la invidia o mordacidad ajena es parte a impedir o retardar los premios debidos a los hombres fuertes; habiéndose visto a menudo acompañar el mismo día con el galardón la operación valerosa. Profesan dar los cargos y dignidades supremas a los cuya virtud hace beneméritos, por estimar en poco o nada la nobleza que carece de propio esplendor y merecimiento; así como, al contrario, estiman en mucho el valor, bien que desnudo de nobleza. Hállanse, sin esto, todos los pueblos y gentes súbditas al imperio del Turco prontísimas a obedecer, y expónense a manifiestos peligros, no tanto por la esperanza de premio, o por impulso de bárbara crueldad, cuanto movidos de un increíble afecto para con su señor, ocasionado de la bondad del dueño para con los súbditos. Sobre todo, no permite sea hecho algún juicio injustamente; antes ordena se administre justicia a todos indiferentemente, sin agravarlos de algún dispendio. No acostumbran los turcos destruir las haciendas de los litigantes, y miserablemente empobrecerlos con muchedumbre de procesos, de peticiones, de abogados, de procuradores, de escribanos, de diversos tribunales y de crecidos haces de leyes entre sí discordantes y contrarias. Antes el mismo Príncipe, no imponiendo jamás exquisitos tributos, se contenta, así en tiempo de paz como de guerra, sólo de los mediocres y ordinarios. Persuádense asimismo derivarse todo imperio y potencia de la mano de Dios inmediatamente, causa de obedecer con tan grande prontitud, notando de infamia y de infidelidad al que en esto quisiere hacer resistencia. Demás, no es lícito a quien sirve de regir la república recoger trigo para sí, con esperanza de carestía y ganancia venidera, puesto que ninguno puede hacer profesión de mercancía que también no sea tirano en la especie que ejercita, principalmente, si los que mandan frecuentan la liga de las manos, por el interés de lo que se despacha y trajina. Así, que, cesando tal inconveniente, se venden las vituallas a todos por precios acomodados. Sus agravios tienen fácil satisfación con el ejemplar castigo que reciben los jueces cuando se les descubre soborno o pasión. Por manera, que premiándose solamente entre turcos los hombres valerosos, administrándose igual justicia sin intervención de cohecho, dispensándose sin fraude los bastimentos, ¿quién no reconoce nacer de aquí la increíble afición de los pueblos para con su señor? O ¿quién no comprehende no hallarse gentes que con mayor dificultad puedan ser debeladas y vencidas, así defendiendo su príncipe y dominio como estendiendo su monarquía y ofendiendo a sus enemigos, en que concurren concordes ánimos y ejercitada milicia?
Admirado me dejáis con esa relación. ¿Es posible se halle entre bárbaros tan acertado gobierno, tan grande cumplimiento de justicia, tan loable modo de distribuir premios? ¿Cómo no se ha de conservar y estender su ditado con tres colunas tan fuertes, con tres medios tan importantes para la duración de cualquier reino? ¡Oh secreto de no poca profundidad! Maravíllome de como no quedan confundidos los pueblos católicos que llegan a tener noticia deste modo de gobernar, tan contrario del que se suele suponer en sujetos tan bárbaros, tan inexorables, tan atroces. Que pequen sin temor los paganos, sin fe, sin ley, y que dejen de creer ser los males que padecemos, no castigos de la culpa, sino condición y tributos de la Naturaleza, no hay que espantar; pero que los cristianos, ilustrados por la Fe, y que morirán tan fácilmente por sus verdades, corran con tanta ligereza sin zozobra, sin remordimiento, a la ofensa de Dios, ¿a quién no deja pasmado, a quién no hace salir de sí?
No sería malo ahora, si os parece, detenernos un rato en la menuda consideración destos requisitos, infiriendo los daños evidentes que resultan y se pueden seguir en las repúblicas cristianas del contrario modo de proceder. Quisiera se enderezaran todos nuestros coloquios y pláticas al fin de sacar algún fruto y aprovechamiento dellas. Porque si bien nos hallamos al presente lejos de las dignidades de la patria (quizá no por dejarlas de merecer, sino por faltar el conocimiento de la suficiencia, que es menester, y es posible haya en nosotros para ocuparlas), no tiene, con todo, grande dificultad el poder subir a grandes puestos, cada uno en lo que profesa, ya que tales acontecimientos no son en este siglo milagros de fortuna, sino comunes sucesos, viéndose hoy arrimar la cabeza a las nubes el que ayer tocaba con el pecho la tierra. Por tanto, siendo tan poco dificil poder llegar tiempo en que cualquiera de los cuatro ponga su talento en operación, no le podrá ser dañoso entender los bajíos de este mar de la república, para aplicarles remedio si se ofreciese ocasión. El piloto no podrá llevar a salvamento la nave si por instantes no la reconoce y aplica tabla, estopa y brea en sus resquicios y descalabraduras. Así el gobernador de un bajel, de un cuerpo político, debe desvelarse en inquirir y considerar con vista atenta los defetos públicos para emendarlos. En esta conformidad, ojalá se hallaran presentes a esta conversación los a quien toca la obligación de reconocerlos y el cargo de corregirlos; ya que fuera forzoso no dañarles, por lo menos, el deseo de acertar con que se dirá lo siguiente.
Sobre tres puntos se ha de fundar este acto: milicia, justicia y provisión. Y siendo así que las armas no sólo conservan reinos, sino dan vidas, con quien ningún estado puede perecer, ni florecer sin ellas, con razón se les deberá el lugar primero en esta ocasión. Ser lícito su ejercicio en causas justas consta con tanta evidencia, que no es tan clara la luz del Sol. Instituyola el divino acento en las sagradas letras, donde, entre otras cosas, se dice: “A ninguno oprimáis. Contentaos con vuestros estipendios”. Por manera, que no se le prohibe militar a quien se le concede sueldo conveniente. También es y manifiesto ser propio de príncipes soberanos moverlas con justas causas, cuyo examen se deniega a los súbditos, que de ordinario ignoran los principales motivos de su alteración. En la guerra concurren muchas veces circunstancias que la hacen detestable del todo: deseos de ejercer crueldades con implacables ánimos, teniendo por fin cometer daños y robos, con título de campaña franca; ambiciones fundadas en ajenos dominios; impulsos de esparcir entre los humanos atroces muertes, destrozos, incendios. Mas su verdadera introdución puso la mira en la conservación de la paz, donde, libres de injurias, puedan los hombres pasar la vida gozando los frutos de la tierra, los beneficios de las artes y las comodidades de hijos y mujeres. Temen acometer cualquier provincia o pueblo los que le reconocen prevenido y pronto a la resistencia y venganza. No negará al combatiente vitoria quien le concedió osadía. Por tanto, no debe atemorizar la turba de enemigos; no su forma de pelear, ni más que si fuera de vidrio el resplandor de sus armas, cuando se les va en contra con honesto título, sea fundado o en defensa, o en deshacer agravios, o en hacer restituir lo usurpado injuriosamente, o en cualquier otro de quien se derive la justa opresión que se pretende. De suerte, que si la causa de la pelea fuere justificada, puesta la confianza en Dios, no podrá tener fin adverso; como, al contrario, ni se puede esperar próspero de la que no tuviere de su parte a la razón. Ahora, cuanto al arte de la milicia, es claro no será singular en ella quien desde pequeño no la hubiere cobrado afición y la ejercitare con veras. En el ocio, en la paz, debe aprender el soldado lo que le ha de ser provechoso en la ocasión. Con qué acierto y prontitud se han de tratar las armas, con qué orden y destreza se ha de salir y entrar en la escaramuza, siendo tal ejercicio y hábito importantísimo, hasta disponer con él y subir de punto los ánimos, con el valor, con el ardimiento, con la osadía. Son cualesquier actos marciales en sus principios temerosos; ni puede su novedad y miedo apartarse de los corazones, si no es tratándose familiarmente con la frecuencia de su manejo, con que puedan salir idóneos, hábiles y consumados sus profesores. Consta hallarse en todas provincias y pueblos cobardes y animosos combatientes; que no es siempre igual la cosecha de valentía en todos lugares. Muéstranse tal vez los climas del cielo, no sólo favorables para las fuerzas del cuerpo, sino también para el vigor del ánimo. Los moradores más cercanos al Sol sécanse con el calor demasiado. Dellos se dice saber más, pero tener menos sangre, y así, menos aptitud y constancia para las armas, puesto que temen con exceso las heridas los que reconocen en sí escaseza de humor sanguino. Al contrario, los pueblos setentrionales, remotos mucho de los ardores del Sol, ya que no de tanta sutileza y perspicacia, como más copiosos de sangre, son en las guerras prontísimos y más atroces en sus combates. Convendría, pues, eligir los nuevos de climas templados, en quien suele estar igualmente dispuesta, así la copia de sangre, para el menosprecio de heridas y muertes, como la intervención de prudencia, de quien resulta la modestia y buen orden en los ejércitos; que no aprovechan poco para valerse de acertados consejos en las peleas. Excluye la experiencia cualquier linaje de duda sobre ser para la milicia más a propósito (si bien disciplinada) la gente rústica, que por largo tiempo frecuentó los campos. Alimentose con fatigas, sufrió soles excesivos, menospreció la sombra, no conoció los baños, ignoró los deleites; como de simple ánimo, contenta con poco; endurecidos los miembros para la tolerancia de incomodidades, para llevar las armas, para abrir trincheas y acarrear fajina; infatigables entre sudor, entre polvo, entre hambre, con tan gran tesón y animosidad, que los acometían los trabajos con miedo y cobardía. Teme asimismo menos la muerte quien menos deleites conoció en la vida. Procedió de aquí la feliz restauración de nuestra patria, opuesta de contino al ímpetu de tanta muchedumbre, sin cesar socorrida. Recorrieron los que escaparon de la africana violencia al sagrado de Asturias, tierra por su aspereza poco acomodada al regalo. Criábanse aquellos formidables españoles, desde muchachos, en continuas pruebas de agilidad, saltando, corriendo por partes inacesibles. Las pieles de sus carnes podían servir de escudos, curtidas con aires, con fríos. Hacíanse sus miembros más robustos todos los días. Este rigor, ejercitado desde que comenzó el vivir, les iba infundiendo alegría y voluntad para entrar y parecer terribles en las batallas. Allí, con desusada ligereza de pies y ejercicio de armas, acometían pocos a muchos: pocos, diestrísimos y en orden, a muchos, confusos y desordenados, y gloriosamente los destrozaban y vencían, volviendo a sus casas triunfantes y adornados de trofeos y despojos. Era tan incesable esta fatiga, tan frecuentado este sudor, que apenas hubo hora en que no naciese della alguna conquista o aumento, con que su dominio iba por instantes reconociendo extensión. Demás, que, como tan celosos del culto de Dios y religión católica, no excluían jamás los bienes de modestia y templanza; que los fuertes en la guerra aman en la paz con estremo la justicia y rectitud. El carecer asimismo de haciendas heredadas, de mayorazgos y patrimonios, los alentaba singularmente para enriquecer a costa de sus enemigos, oprimiéndolos, despojándolos. Pretendían luego con justísima causa la gracia y merced de sus reyes, pródigos siempre en premiarlos con honras, con dádivas, por haberlos visto pelear en su presencia con singular virtud, teñidos siempre rostros, brazos y estoques de sangre infiel.
Es de ver si en nuestros tiempos se halla observado el mismo estilo. Amigos, estimara no se hubiera ofrecido esta ocasión, por encenderme en cólera la representación de tanto malo como de contino se ofrece a la imaginación, derivado de los ojos. ¿Quién sigue ahora la milicia? ¿Quién se emplea en honrosos sudores? ¿Quién solicita con hazañas la inmortalidad de su nombre? Las levas de la plebe inútil y errante no pueden jamás, como escremento de la república, ser numeradas cuanto a buenas o malas operaciones, por ser lo malo natural en casi todos, y lo bueno repugnante y esquisito en su costumbre y condición, y así, sólo buenos para destrozados en la lid. Los artistas no afanan poco en los ejercicios de lo que traen entre manos. Síguese, pues, ser toda la culpa, todo el oprobrio, de la buena sangre, del solar notorio y del que en la patria tiene conocido lugar. Nacen ahora los que llaman títulos, hidalgos, caballeros y nobles, con poca o mucha riqueza. Goza el de los veinte, treinta, cincuenta o cien mil ducados de renta una vida de un Heliogábalo, desnudo de virtudes y adornado de vicios, abundoso de regalos, galas, joyas, sirvientes. Considera desde el teatro de tanta comodidad los naufragios del mundo, combatido de hambres y guerras; alegrísimo con haber nacido sólo para comer y morir, sin merecimiento, sin renombre. Si les tratan de servir a su rey con hacienda y persona, tuercen el rostro y estrechan el ánimo, alegando corta salud y largo empeño, O responde, a bien librar, el que se precia de más alentado no ser posible salir a la guerra sin plaza de general, por desdecir de quien es servir en puesto menor, ya que su abuelo o padre murió colocado en los mayores. Por manera, que, sin valor, anhelan por las honras debidas al valeroso. Ni se avergüenzan cuando, sin algún mérito, cansan, importunan, muelen por el hábito, por la encomienda, por la llave, por cubrirse, y por otras dignidades de presidencias y consejos. “Señor, sirvió mi padre”. No basta, amigo: sirve tú; que, considerándolo bien, si obligaron tus antecesores, no murieron sin remuneración. Obraron y recibieron. Hízolos capaces la esperiencia y alcanzaron los premios al paso que sus talentos aprovecharon. Mas tú, indigno de la vida que gozas, ¿qué pretendes metido en un coche, rodeado de cortinas, sobre cojines de terciopelo, albergue vil de exquisitos manjares, entre sedas, entre brocados, telas y perfumes? Ídolo de criados, de súbditos a quien oprimes, a quien desuellas, ¿cuánto más apacible es para ti la suavidad de la holanda que la aspereza del arnés, la blandura de la cama que la dureza del suelo, la dulzura de la conserva que el amargor de la achicoria? ¿Tú armado por estío? ¿Tú en campaña por invierno? Dios nos libre: eso es morir. Oféndete cualquier mínimo sereno, cualquier ligero calor, y tras todo, instas con memoriales, con peticiones, para que te den, para que te encumbren. El mayor príncipe del mundo es, sin duda, el Rey de las Españas, el soberano Felipe, defensa de la Fe, coluna de la Iglesia, poderoso y rico. Verdadero pelícano de sus vasallos, a quien trata como a hijos, con amor, desentrañándose y empobreciéndose por conservarlos abundantes y pacíficos. Mas debría ser su monarquia como cielo, donde si un Sol lo alumbra todo, muchas estrellas le hermosean. Estrellas no sin misterio esparcidas por su inmenso campo, no ociosas, sino con operación de hacer bien, de influir, con otras sus muchas calidades que ignoramos y apenas puede rastrear la Astrología con el curso de tantos siglos. Necesidad tiene el Rey, sol de sus reinos, de estrellas que hagan otro tanto, de señores que sirvan, que gobiernen, que peleen, que derramen sangre. Es lástima no sólo que chupen como inútiles zánganos la miel de las colmenas, el sudor de los pobres, que gocen a traición tantas rentas, tantos haberes, sino que tengan osadía de pretender aumentarlas, sin influir, sin obrar ni merecer. Son éstos (queden siempre reservados los dignos de alabanza) escándalo de la tierra y abominación de las repúblicas; y si no resultara consuelo de considerar su fin, espiraran de tristeza los discursivos. Al fin, mueren entre tanta pompa y aparato; al fin, los abren como a brutos; al fin, se escurece su nombre, y con ser el olvido raíz de todas las ingratitudes y padre de todas las villanías, sólo en deshacer su memoria es hidalgo, justo, agradecido. No hay quien los traiga en plática, sino para vituperarlos con poemas de su incapacidad, con elogios de sus vicios. “Aquí—dice el que pasa por la calle — vivió quien fue centro de todas maldades; el padre de la soberbia, de la gula y sensualidad; quien erigió estas paredes con sangre de pobres; el que levantó su linaje postrando muchos; quien no supo remitir ligeras culpas, ni evitar graves venganzas; el iracundo, el homicida, el desenfrenado”. De modo que, si al paso que nuestro gran Monarca distribuye premios, en rentas, en sueldos, en títulos, en encomiendas, en dignidades, y cosas así, por donde viene a ser el señor de más dádivas y mercedes que tiene la tierra, antes quien solo reparte más que todos juntos, abundaran sujetos en cuyos méritos justamente cayeran tantos y tan calificados beneficios, procedidos, así de la remuneración de la guerra como de la paz, fuera, sin duda, España en breve tiempo cabeza y emperatriz del mundo. Infiérese mejor esto de lo apuntado arriba; porque si pocos y mal armados, sin socorro o favor de convecinos, restauraron gloriosamente el dominio que les tenían usupado naciones belígeras, ¿cuánto más fácilmente conquistaran la redondez de la tierra muchos con excelentes diferencias de armas, con perfeta disciplina militar, para formar escuadrones, para gobernar ejércitos, con muchedumbre de arcabuces y artillería, con abundancia de todos bajeles bien pertrechados, con tanto millón como rinden y ministran las Indias, las Españas y otros reinos, provincias y estados de Europa? El caso es que cada uno juega para sí. No hay valor, no hay esfuerzo, no hay aliento ni determinación para cosa buena. Todo es flojedad, todo remisión, todo propio interés, sin celo de bien común, ni apetencia de futura gloria y fama. Todo es gozar indignos los bienes del mundo, dejándoselos después de sus días a otros tales, para que un abismo invoque otro, y sin que jamás haya reforma ni emienda; sea todo perdición, todo ruina, todo acabamiento. Mas ojalá, ya que el tiempo pasado no vuelve, ni se puede redimir lo perdido, volvieran en sí los a quien toca para en lo por venir, ponderando no poder ser nuestra bienaventuranza deleites que tienen tan malos dejos, gustos que producen tan amargos postres; que es lo mismo que apuntó Boecio: Tristes exitus esse voluptatum, quisquis reminisci libidinum suarum volet, intelliget. Tras ser tan inútiles casi infinitos sujetos de los que hoy corren, tratan las cosas grandes bien así como si no carecieran de raciocinación y discurso. Si el reino va en diminución, si las armas no tienen felices progresos, si los vasallos se hallan en el último suspiro, exhaustos del todo, ¿no es mucho, ¡oh amigo reformador, oh legislador cansado!, que en deciocho años de gobierno, sin tu ayuda y favor, no sólo no se haya perdido un dedo de tierra, sino que se hayan conquistado diversas plazas de mucha consideración en África, en Malucas y otras partes, donde tremolan los invictos estandartes y resuena el esclarecido nombre de Austria? Presentábanse a los predecesores reyes de España, en ocasiones, militares gallardos, medios y espedientes para juntar fuerzas y huestes poderosas; tenían de atrás dispuesta la forma de gobernar. Era pura honra entre los vasallos, y opinión della, gastar las propias facultades en servicio de su príncipe. Desentrañábanse todos por alcanzalla. Ésta les movía a competir con ansia interior, resultando de las hazañas de unos generosa envidia a otros. Menos cuidado (si se advierte) ponen los hombres en granjear hacienda que en tratar de emplearla, ya adquirida. Así, que, por ningún caso codiciosos, ofrecían los súbditos la sustancia de sus haberes para lo que se hallaba ser mayor servicio del principe, beneficio del público, defensa o ampliación del reino. Con esto abundaban de dineros, de armas, hombres y caballos, por ser del Rey lo que tenían todos, ofreciéndolo, no violenta, sino voluntariamente. Lleguen a que se ofrezca ahora el más próspero, el más facultoso, a un pequeño empréstido; a enviar, cuando él no, siquiera un pariente con cuatro lanzas: ni por pienso entra en costa: “No se acostumbra; no se ha de introducir novedad que dañe a otros”. A estar en mi mano, confieso represara todas las encomiendas, todos los bienes que se destribuyen por gracia, para aplicarlos al fisco de la guerra, al gasto de la causa común, que es la de Dios, defendiendo la Fe católica, la religión de Cristo contra herejes depravados, contra obstinados infieles. Con esta industria, quizá los remisos se alentaran; quizá ardieran los tibios por embravecerse, por señalarse, sabiendo se había sólo por el camino desta negociación, sólo por el medio deste partido, de conseguir honra y provecho.
Con la milicia hiciérades guerra a los que le son poco aficionados, si en esta ocasión aplicaran tan atento oído como nosotros. Por cierto, muy desesperado había de estar el medio de la negociación y acuerdo para llegar a romper con este enemigo del género humano. ¡Oh, cuántos daños se siguen de ensangrentarse las espadas entre príncipes católicos! ¡Oh, cuántos, por el consiguiente, redundan a la Iglesia Romana de impedir el aumento de nuestra santa Fe en ella! ¡Oh, cuánta alegría reconocen en sus corazones sus enemigos, por no ver unidas contra sí y sus tierras las fuerzas cristianas! ¡Oh, si los reyes, príncipes y gobernadores no apartasen de los ojos ser convenientísima la paz al servicio de Dios! Y, al contrario, ninguna cosa poderle hacer tan ofendido como la guerra, donde la penuria del dinero, la falta de obediencia y buena disciplina hacen torcer a los generales y cabezas, para permitir extorsiones, robos, fuerzas, motines, sin otras licencias y libertades con que se multiplican pecados.
Cuando las causas con demandas y respuestas se vienen a enconar, escluídas cualesquier pláticas, menospreciados cualesquier respetos, sólo se puede venir a las prevenciones, al resentimiento, a la demostración, resultando rotura de armas. De forma que, aunque la calidad de muchos negocios no requiera averiguallos con violencia, importando casi siempre a la reputación de la monarquía pierda apenas príncipe inferior el decoro a su sombra, se debe eligir un daño para evitar muchos. Esto arguye mayor necesidad cuando el príncipe contra quien se mueve tiene complesión armigera y ánimo revoltoso, de quien se puede esperar largo desasosiego en una provincia, si con breve resolución y suma potencia no se impiden sus disinios. Los grandes y soberanos reyes deben proceder con los menores potentados como lebreles generosos con gozques humildes, cuyos ladridos menosprecian; mas si se acercan demasiado, si osan mostrar los dientes, no hay gozque para un bocado; no hay ladrador para una presa. De hecho se debe oprimir, destrozarle en un punto, herirle de muerte al primer combate, porque no levante cabeza tan presto, ni se halle en disposición de poder ser ayudado y socorrido con dinero y gente. Fuerza es en tal ocasión eligir el medio de la guerra ofensiva; mas débense abreviar lo posible sus términos, porque, si bien los reyes están ciertos de su principio, no lo pueden estar de su fin, por la variedad de casos que ocasionan los tiempos, y trae consigo la inconstancia de las cosas.
Alivio VI
Bien será que, pues ayer se trató con tanto aviso de la guerra, no se ponga hoy en olvido el segundo punto, que es de justicia, tan importante en cualquier república bien gobernada para la salud y paz del género humano.
Esa es la felicidad de cualesquier reinos y estados, interna y externa. Interna, porque con su rigor se remueven las maldades y se promueven las virtudes. Externa, por la licencia con que se pueden frecuentar campos, caminos y mares, reinando en cualquier parte toda tranquilidad. No consisten las buenas costumbres en las muchas leyes, sino en pocas, bien observadas. Antes su muchedumbre es ocasión de estragarlas introduciendo litigios. En grande veneración se hallaran acerca de todos, si casi a las más no trataran como a cera los jurisprudentes, declarándolas a su modo, torciéndolas a su interés y arrastrándolas a su intento. Todas las especies de virtudes se ciñen y contienen en solo el nombre désta. Es de todas poner la mira en el blanco de la equidad, para que, sin acepción de personas, en su virtud hallen todos justicia. Por este respeto es paz de los pueblos, seguridad de la patria, inmunidad de la plebe, medicina de los males, gozo de los hombres, templanza del aire, serenidad del mar, fecundidad de la tierra, consuelo de pobres y ocasión de todos bienes. Conviene, pues, se halle quien no permita a los libres seguir sus pareceres, difiniendo entre ellos qué sea justicia y qué injuria. Es propia obligación del magistrado entender que representa la persona del pueblo; que sostiene su dignidad y decoro; que fue destinado para observar las leyes, para declarar los derechos, sin olvidar hallarse todo esto cometido a su fidelidad. Desto se echa bien de ver de cuánta consideración es ser apto y virtuoso el que se eligiere para tan importante ejecución, ser temeroso de Dios y en todas sus acciones justificado. Ha de tener intento de hacer bien a todos y agravio a ninguno, con que podrá conseguir el nombre de justo, siendo por tal proceder amado, seguido y estimado de todos. La regla que se debe observar en su administración sigue el camino de en medio: ni demasiada flojedad y blandura porque, envilecida, no ocasione menosprecio en la comunidad, ni severidad atroz y endurecida, con que pueda perder el humano cariño, gracia y amor. La equidad del varón ha de consistir en amar a los hombres por la justicia; no posponer la justicia por los hombres. Jamás se debe perder de vista su fin, que es de aprovechar a otros, aunque con su menoscabo, anteponiendo a la propia suya la común utilidad. No puede cuadrar bien el título de recto al que ignora la regla de la rectitud. Por la mayor parte, es la ignorancia del juez calamidad del inocente. Aunque dicen no ser su oficio condenar al que carece de acusador, sigue contrario parecer la costumbre, siendo la propia culpa el principal querellante, cuyas veces hereda el fisco. Estraño se debe hacer con todos el que atiende al juzgado, por dar cumplimiento a la justicia. Es muy suyo ser acérrimo defensor del pobre, sin asistir a la gracia del rico y poderoso, debiendo excluirse del conocimiento de la causa cuando en esto hallase dificultad, ya que no cumplen con su obligación los que en el tribunal son vencidos de interés, de odio, de favor. Debe, pues, para tan gran ministerio examinar cualquiera el fondo de su capacidad y valor, y admitir el cuidado de otros, al paso que reconociere en sí fuerzas, porque mientras fuere lisonjeado del puesto y deseo de aplauso, no sea por los súbditos autor de ruina. Es cosa abominable venga quien es agravado del peso de sus culpas a ser juez de las estrañas, y más duro que todo ver hecho retor de otras vidas al que ignora tener moderación en la suya. “No aspires a ser juez (dice el divino Gregorio) si en ti no reconocieres vigor para romper y deshacer maldades. Darles castigo te toca, no perdón; que sirves a voluntad ajena”. Estas son, a mi ver, las partes cuantitativas de justicia y juez, sin quien, como sin firme fundamento, es forzoso quede asolado el edificio de la equidad. Entre ahora la curiosidad a inquirir cuáles son las armas que es costumbre arrimar al pecho desta virtud. Ser una misma en todas partes su esencia y, por el consiguiente, unos mismos sus efetos, carece de cualquier duda. De suerte, que sólo el daño o el provecho resultará de su buena o mala administración, como si dijéramos, de los buenos o malos instrumentos. Los reyes, cuya memoria puede en todas edades servir de ejemplo para el mayor acierto o yerro menor deste asunto, fundaron universidades, con grandes salarios, esenciones y privilegios, donde se cultivasen los noveles pimpollos que en mayor edad pudiesen, trasplantados, frutificar en el jardín de la república, fecundos siempre de acendradas letras y loables costumbres. Dispónense y habilítanse los talentos siempre más con el continuo estudio y hábito de lo que en lo venidero se ha de profesar y ejercer. Por esta razón jamás los sabios gobernadores echaron mano para jueces sino de hombres a quien la dotrina purgó de todo error y la ciencia perficionó en toda bondad. Sin duda, es felicísima España, así en esta parte como en otras. Hállanse en los tribunales supremos sujetos dignísimos de toda recomendación, por el celo en la justicia, por la asistencia en las causas, por la entereza en el sentenciar. Atienden todo el año al despacho de los pleitos con vista perspicaz, con oído atento, desnudos de todo respeto y pasión. Determínanse en sus salas casos gravísimos, en rentas cuantiosos, en dignidad sublimes, sin que alguno pueda asegurar la sentencia en más que su derecho; tampoco pueden allí interpuestos favores y diligencias solícitas. Verdaderamente son éstos los antiguos senadores de Roma, los verdaderos padres de la patria: tan por su cuenta corre su bien, su felicidad, su aumento. Por tanto, lejos estará de ofender su sombra los advertimientos que supiese proponer el celo más purificado. En los de menos lugar sí que se hallará bien que reprehender y en que reparar, por lo que toca a intención, sabiduría y limpieza. Como conviene que concurran en un instrumento diferentes cuerdas, entre quien, si bien parte gruesas, parte delgadas, parte más sutiles, todas forman un concento, todas se unen para una harmonía, así en el instrumento de la justicia es importante haya diversas cuerdas para el ministerio de la música judicial, cuya suavidad se endereza al deleite y recreo de la república. Muchos que ejerzan; mas todos con un intento, con un fin, que es de dar a cualquiera lo que fuere suyo, parte distributiva, y satisfacer con la pena el agravio, parte comutativa. Estos son los requisitos de la intención; los de la sabiduría serán, a mi ver, no ignorar los medios por donde se han de conseguir tales fines, como los de las leyes comunes y municipales, sin otras órdenes y premáticas.
Es imposible pueda guiar bien un ciego, ni enseñar un idiota, como tampoco juzgar rectamente un ignorante. La limpieza es la basa fundamental deste suntuoso palacio, sin quien es fuerza perder todo primor, todo lustre. Róbase con todo exceso en los tribunales inferiores, y, en particular, por los esparcidos por ciudades y pueblos, distantes de los soberanos que los podrían castigar. Más gravemente son lacerados los míseros de injustos jueces que de cruelísimos enemigos. No hay cosarios tan deseosos de robar entre estraños como éstos entre los suyos. Al tiempo de juzgar la causa no consideran sino las palabras, siendo tan solícitos en su daño cuanto negligentes en el examen. “Vi (dice Salomón; ECLESIASTÉS, 3) sentada a la maldad en el lugar del juicio, y en el de la justicia, a la desigualdad”. Vi que allí hacen agravios adonde los habían de deshacer. Procede bien a menudo el torcerse esta vara, que tan inflexible debría ser, de crasa ignorancia, de falsa presunción, de favor, de amistad; mas el encuentro más fuerte es el de interés, haciendo vacilar tal vez una barreta de oro los más firmes jueces. Campea la inconsideración donde apenas es lícito un movimiento indeliberado, donde ofende sumamente el menor descuido de una omisión, de un acto no tan presto prevenido de la razón. Cométense los mayores desafueros en los pobres, como en quien hasta caudal de palabras falta para quejarse. “Hoy (dice Pedro Blesense) el oficio de los jueces consiste sólo en confundir leyes, en fomentar litigios, en romper conciertos, en inventar dilaciones, en oprimir verdades, en favorecer mentiras, en seguir su ganancia, en vender la equidad y en acumular engaños, dobleces, malicias”. No hay furia tan tremenda como un juez primerizo, uno que desde el mendigado estudio se trasladó a la vanagloria del mando, a la ociosidad del gobierno, donde anhela por las bolsas de todos, donde muere por sembrar fuego en su distrito, desnudo de piedad, de consideración, sin Dios, sin ley ni miedo, mientras duran los tres años de su alcaldía o tenientazgo. Por ligerísima ocasión, venga la cárcel, los grillos, el calabozo; molestias dadas sólo con fin de apartar el pellejo de la carne y poner en los dientes el espíritu del afligido, que ya no le falta sino espirar del todo. Del modo que se suelen convocar todos los perrazos de una calle para despedazar al perrillo forastero que pasa por ella, así, en llegando a tocar cualquier miserable los límites de alguna plazuela, las gradas de algún tribunal, no se ven sino juntas de mordedores, para consumirle y destrozarle. El carcelero, el procurador, el solicitante, el escribiente, y, sobre todo, el abogado, escribano y juez, alanazos de mayor cuantía. Adviértase qué tal puede quedar quien pasa por tantos colmillos, quien es chupado de tantas sanguijuelas: sin sangre al fin, sin sustancia, sin vida. Quiero poner aquí un reciente suceso, que, a no ser testigos de su tenor los ojos, careciera de posibilidad el darle crédito, para que dél se infiera mejor la intención y celo que suelen tener algunos jueces modernos. Llegó una noche a casa de un sastre un teniente de cierta villa. Los galfarrones que le acompañaban comenzaron a derribar las puertas con furia de golpes. Levantose el hombre soñoliento, y preguntando quién llamaba a tal hora (que era casi la de las doce), respondieron abriese a la justicia. Bajó desnudo y turbado, y subiendo el tal ministro hasta la cama, halló en ella a su mujer y a una niña de cuatro años, habida en cierta flaqueza. Con aquel endiosamiento que suele tener un juez mozo (que no era viejo éste), le fue haciendo preguntas, enderezadas al examen de su conciencia. Qué oficio tenía, quién era aquella mujer, y si era su hija aquella criatura. Fue respondiendo a todo como convenía, y, sobre todo, confesó ser padre de la muchacha. Díjosele si era también hija de su mujer; declaró que de otra persona, difunta tres años había. Esto bastó para decirle que se vistiese y para enviarle a la cárcel con título de amancebado con la fallecida. Por ser tan tarde, no hicieron más que meterle dentro y dejarle a su albedrío. El triste anduvo buscando donde poder reclinar el cansado cuerpo, con la fatiga del día pasado, y no lo pudo hallar. Temía tenderse en el suelo, por las sabandijas de que abunda todo aquel territorio. En suma, vio arrimado a. una parte el potro, con que la tarde antes habían dado tormento a cierto delincuente. Eligiole por cama, estendiéndose sobre él lo mejor que pudo. Considérese qué descanso hallaría en su rigor el pobre afligido. Llegó el día, que era de domingo, víspera de otra fiesta en quien no había visita. Apenas se comenzó a angustiar el corazón del preso, considerando había de quedar, por lo menos, condenado en dos días de cárcel, cuando le socorrió un neblí famoso; acercósele con semblante risueño, zonzo y falsico. Quiso saber de qué causa había procedido la prisión. Afirmó el otro ignorarlo.
—¡Bueno es eso! —le respondió—: ninguno sabe por lo que viene a esta casa, ya que, o es todo por negocio de aire, o por falso testimonio. —Por ambas cosas —replicó el sastre— podría yo decir, pues no sé que haya cometido culpa por donde merezca tan injusta pena. —Tenga buen ánimo —fue prosiguiendo la garduña—; que no es de muerte su enfermedad. Yo hablaré al señor teniente y negociaré su soltura. Como de eso sabré alcanzar, si fuere menester. Donde hay dineros todo es fácil.
Vio el cielo abierto el molestado, cuando en suerte tan dudosa le ofrecían tan buen partido. Hubo concierto, y con unas señas vomitó la triste mujer ocho ducados, que se aplicaron al fisco de las costas, sin haberse escrito letra, más que la de un mandamiento de salga, o suelten. Quedó el hombre como quien escapó con vida de alguna campaña donde se vio ceñído de lluvia, relámpagos, truenos y rayos. Contábamelo atónito de que, a título de amancebado con la muerta tres años había, le hubiesen dado tan esquisita molestia. Animábale yo para que en la residencia se querellase contra el juez; mas salía vana mi persuasión. Proponía la pérdida de cuanto le había quedado, antes de ingerirse otra vez con tan virtuosas plantas, aunque fuese recobrando la cantidad del robo. Colíjase desto que sé y vi las estorsiones que por este y otros ilícitos medios había cometido mi buen juez, mi nuevo Caco, cuyos pensamientos no aspiraban a menos que a ropa en Chancillería. Piden, cierto, rigurosa provisión, no ya los ocultos cohechos, que destos, si bien se halló siempre el mundo abundantísimo, no pueden ser remediados sino los públicos y manifiestos hurtos que por instantes cometen con brazo de justicia casi los más de los a quien se encarga su administración. Alabo el estilo de algunos reinos y provincias en ser anal en ellas el oficio de juez, por la brevedad de tiempo en que puede poner en ejecución sus insultos. En un año apenas se llega a conocer los maleantes, apenas se toma el pulso al lugar, y cuando trate de arruinarle, no pasa el daño de doce meses. Mas treinta y seis de un perverso ministro, ¿quién los podrá sufrir? No es posible al aprobarlos conocerlos. Preséntanse con grande compostura, con muestras de buena intención: ¡lobos con pieles de corderos! Mas ¿qué maldades no comienzan a perpetrar con los deseos al desbocar por la Puente Segoviana? Debríase hacer secreta pesquisa del proceder déstos a cuatro o seis meses entrados en el oficio. Debríanse examinar los más beneméritos de los lugares, y menos interesados en pleitos y negocios, para proveer lo que conviniese, vista la información. Si el límite de su provisión es acto de gracia, y el menos o más reservado o soberano arbitrio, ¿por qué no será lícito y conveniente mudar o privar luego al que excede de lo justo, o falta a lo que debe? Tendría este miedo enfrenados a muchos, que con la licencia de tiempo determinado alargan la rienda a sus demasías y exorbitancias. Por el consiguiente, cobrarían ánimo los buenos para prometerse cierto el premio de su virtud y letras, viendo en los malos tan fácil expulsión. Alegan no ser posible tener contentos los jueces a todos los súbditos, por resultar mortales odios de la decisión de causas criminales y civiles. Mas eso tiene en su favor la equidad: que la estima. y ama hasta el propio interesado en bien o en mal. No tomo en la boca los ejecutores, entre quien es forzoso haya de malos y buenos. Danse las varas, no la discreción; y así, el prudente mezclará entre el rigor blandura, sin indignar las almas cuando prendiere los cuerpos. Cosas hacen los menos pláticos tan osadas, tan violentas, que falta vigor al discurso para ponderarlas, y tal vez paciencia al ánimo para sufrirlas. Sábese no ser intención de superiores se maltraten los vasallos, ni por ligeras causas se atropellen los buenos con obras y palabras. Lo vendible admite en su juridición todos sujetos, sin que halle repulsa el dinero en cualquier compra; mas cierto que convendría poner en estos lugares hombres bien nacidos, de quien son propias crianza y modestia, con que se escusarían muchos desabrimientos y resistencias. No hay diamante tan firme para todas ocasiones como la gracia de las gentes, y ésta se consigue con suavidad, no con aspereza. Indignidad fuera tomar en la boca los instrumentos agarratorios que llaman corchetes, ya que, como el cuerpo humano tiene sus vías para la evacuación de los escrementos, causa de conservarse en salud, así el objeto de la justicia ha de tener otras tales para carecer de enfermedad, no obstante sean partes vilísimas de todo el individuo. Lástima sería inficionasen a sus dueños con sus pésimas calidades; mas no es posible pegárselas. Taza, glotonería, sensualidad y robo son las cuatro colunas sobre que se apoya la fábrica de tales hombres, sin sobrarles cosa buena ni faltarles cosa mala. Pero referiéndose a éstos la ejecución de la justicia, es forzoso tener paciencia, rogando a Dios emiende sus vidas, para que no persigan injustamente las ajenas. Mas, hablando en general de todos, quiera el Cielo, pues solo puede, remediar tantos excesos como de contino cometen, por hallarse remotos los castigos. Quiera humillar tanta soberbia, tanta altivez y arrogancia como brotan estas harpías, estas gomias de la república, en quien, como en centro, va a parar todo lo bueno que produce mar y tierra. Ninguno se atreve a negarles lo que piden cuando llegan con tremolante vara y arrogante Imperio. Suyo es lo mejor a costa de menos dinero; el desecho, para los desechados, para los encogidos.
Paréceme que no tenemos en mal punto los dos requisitos del buen gobierno: guerra y justicia; resta ahora tocar brevemente el de provisión, no menos importante que los dos primeros. Jamás se han visto en las ciudades más fieles tan prontas y fáciles alteraciones como las que se derivan del errado discurso en la buena distribución de vituallas. La persona de más confianza en la casa de un señor es la del mayordomo, de quien pende el buen regimiento della. Tócale reconocer los descuidos del proceder, la bondad del mantenimiento y la moderación del precio. Pues este oficio es propio del regidor, hombre público, puesto en aquel cargo como mayordomo de la ciudad o villa, para visitar, eligir y tasar lo que se conduce de lejos o rinde en sus confines y términos el propio lugar. Suya es la provisión del trigo para todo el año y el apercebimiento de carne, tocino, aceite, carbón, sal y cosas así, sin quien se pasara mal la vida. Obliganse algunos particulares a mantenerlo todo el año por precio justo, considerando el gasto de traerlo y otros menoscabos. Hace grande falta la quiebra de alguno déstos, y así, conviene estar alerta en eligir los más facultosos y pláticos. En suma, el mejor gobierno, cuanto a provisión, fue siempre el del pobre. A éste no se ocultan hasta los más menudos bastimentos de casa; hasta las más sutiles malicias de los tratantes. El regente facultoso jamás tiene por costumbre ver el rostro a la necesidad. Siéntase a mesa bastecida de manjares delicados, del mejor pan, carne, pescado, vino, caza y volatería; y juzgando lo mismo casi en las más, no le afligen duelos de otros. Fue notable industria la que se usó con un duque potentado de Italia para traerle a la memoria la penuria de trigo que padecían sus vasallos. Mandó la duquesa se le ministrasen muchos platos de diversas viandas; mas que en el servicio no se le pusiese el panecillo acostumbrado. Llegó la hora de la comida y, sentado, fue el pan la primera cosa que buscó. Dijéronle, presente su mujer, que no lo había. Embraveciose contra los criados de manera, que faltó poco para que corriesen riesgo. La duquesa entonces, con suaves palabras, le significó la importancia de lo que echaba menos. “Si en mesa (dijo) tan abundante de regalos hace tanta falta un pan, qué será, señor, en las de tantos pobres súbditos vuestros que le tienen por principal sustento?” Esto bastó para que, despierto de aquel letargo, de aquel olvido, despachase comisarios en busca de cuanto trigo pudiesen hallar en otros estados confinantes del suyo, a cualquier precio. Recogiose cantidad bastante a socorrer y suplir los meses que faltaban hasta la nueva cosecha, con que pasaron los pueblos con menos penuria. Grandísimos desórdenes suceden en este particular: algunos, que no está en mano del que rige remediarlos; otros, que sólo es suya la culpa, y así, debría también ser el castigo sólo suyo. Los primeros consisten en la mal ordenada distribución del bastimento: gastando excesiva cantidad las despensas de embajadores, titulares y otras habitaciones de gula. Véndese allí por doblado interés de lo que cuesta en la plaza cualquier cosa de las que se hallan sólo en ellas con facilidad y apetece el gusto con ansia: la perdiz, el conejo, el capón, la ternera, el salmón, la trucha, la lamprea, el besugo, etc. Justo sería llevasen tales compradores lo necesario a sus casas, y antes con sobra que escaseza; mas despojar los puestos públicos de semejantes regalos para en los suyos secretos solicitar exorbitante ganancia entre la gente más facinerosa, pienso que ni es lícito, ni se debe permitir; mas para su estorbo no tienen mano los regidores. Los segundos daños proceden de los regatones, que revenden por menudo lo comprado por mayor. No se puede imaginar cuán a su salvo doblan éstos su dinero dos o tres veces, contra quien ni aprovechan posturas, ni diligencias de fieles. Por ejemplo, la libra de canela menuda les cuesta cuatro reales, y a ochavos, sacan della, por lo menos, doce; y esto, en tiempo brevísimo, puesto que no hay dinero que tan a cachetes se ofrezca como el de portes de cartas y cosas comestibles. Así he considerado muchas veces no haber trato tan a propósito para enriquecer con brevedad como el que, en un día despachando su empleo, rinde crecida utilidad. Y tengo por cierto enfrena sólo a muchos para no abalanzarse a seguirle aquella cortapisa de infamia que resulta del ejercicio vil. Tal vez me puse a considerar de espacio algunos despachantes destas jarcias, personudos, altones, barbadazós, lustrosos de grasa, relucientes de mugre, ocupadísimos toda la vida en dar cuatro de aceite, dos de vinagre, de especias, de rábanos. Tras esta contemplación, suelo decir entre mí, lleno de piedad: ¿Es posible que pierdan las aguas tan gentil batidor, que carezca el azogue de la operación destos miembros? ¿Es posible que viva este poltrón con tanta comodidad, tan a pie quedo, que no se le salude la barriga o espalda siquiera con un centenar al día, despedidos de duro rebenque y robusto brazo?” En tanto, él, no estimando en dos higos lo que le desea mi corazón, despacha pleiteantes apriesa, llenando los cajones del ofrecido vellón. Estos son los domésticos cosarios de la república; los que ocupan poco a poco su sangre, robando con seguridad en el peso falto, en la mala medida; y así, debrían ser diciplinados por momentos, se ñalándoles, no dos sobrestantes, sino ciento, que los ardiesen con cárceles y crecidas condenaciones. La república de la Plaza Mayor es dignísima de cualquier encarecimiento. Más por ganar está su gente que la de Argel. ¿HálIanse en el mundo asperezas y descortesías como las que por instantes usan las de las ropas verdes con manga justa y sombreros mayores de marca en falda y copa? Al de más buen hábito se le atreven más; se la clavan mejor en el precio, en lo más inútil. En todas cuantas cosas hay, hallo ser el vender paciente, y agente el comprar. ¡Con qué autoridad se llega a cualquier parte con el dinero en la mano; con qué brío se busca en otra tienda lo que se dejó en aquélla por falta de concierto! ¡Qué triste queda el mercader cuando no consigue el fin con que asiste y ocupa caudal y casa, que es el de vender! Solamente las hermanas placeras son excepción desta generalidad, desta regla; de entre quien es imposible escapar los que han menester lo depositado en sus canastas. Si desagrada la una, no hay que recorrer a la otra, porque se empeora la suerte.
Sucediórne con una déstas un cuentezuelo, que os quiero referir (pues con todo se ha de aliviar la molestia del calor y entretener la siesta), para que dél se infiera la suma desvergüenza de que están dotadas estas benditas. Poco antes de anochecer, en la sazón que hay melocotones, me aficioné, pasando por la plaza, de la hermosa ostentación que hacían de sí en el teatro de una cesta cantidad de buen tamaño. Llegué; que no tuve por menoscabo, como algunos escrupulosos, cumplir mi antojo personalmente. Juzgué convenía valerme de alguna retórica para que se me diesen buenos. Entré con la runfla de “Reina mía, por sus ojos que me dé una libra de melocotones muy de su mano; que son para una necesidad, y páguese de lo que quisiere”; y al decir esto, hice la ofrenda de dos reales. Asiolos la machucha, y adrede parece fue escogiendo los peores: los de más nudos y más pequeños. Repliqué por la mejoría; no hubo lugar; y escusando el quererlos recebir, alzó la voz imperiosamente, diciendo: “O los lleve o los arroje; que ya están pesados”. Respondí con más sumisión que provecho; porque descubría soberbia, al paso que yo humildad. Abrasábame la cólera por embestir; mas deteníame saber suelen ocultarse por entre aquellos cajones ciertas sabandijas que al improviso envainan un jifero en el estómago del más confiado. Pues quedar sin venganza era imposible en mi condición. Juzgué, según esto, convenía disimular por entonces; y así, recibiendo el trueco y los malos melocotones, anduve entreteniéndome, y, como buen halcón, haciendo puntas, hasta que llegase ocasión de agarrar mi garza. Eran ya cerca de las diez, cuando mi tenderona, carifarta, cincuentona, y como tortuga veloz, comenzó a desbaratar el aparato de su tienda y a confundir la distinción con que tenía la fruta. Así se huelgue Dios con mi alma, señores, como yo me holgué con ver disponía ya la retirada. Fue primero juntando canasta sobre canasta, de quien formó dos carguíos, que llevó cierto mozo, entre ganapán y esportillero. La noche era tenebrosa, y sólo podían en cualquier maleficio servir de testigos las estrellas. Ya que no faltaba cosa por llevar, y que con algunas menudencias había cogido la delantera una muchacha, fue con pies de plomo guiando hacia su habitación la tan deseada. Seguíla un rato, siendo escudo de sus espaldas, por ver si carecía del todo de algún acompañamiento. Asegurado ya de que caminaba como espárrago, antes como hongazo de muladar, fui dando tiempo a que embocase por cierta callejuela que la conducía a su albergue, solitaria y lóbrega cuanto podía pedir el deseo que llevaba. Ya dentro, llegué por un ladito, y con este puño que ha de comer la tierra, que no es de mal tomo, descargué tan gran porrada sobre su mejilla y sien, que di con ella en el suelo, como pudiera con pelota un cañón de crujía. Aturdíla con el porrazo de tal suerte, que jamás supo pegar tan bien los labios Harpócrates, abogado, según dicen, del silencio. En tal ocasión, pareciéndome indecencia manchar las manos en cosa tan torpe y vil, apliqué a su boca y caraza el de doce puntos, que la honró con la humildad que mereció su soberbia. Tras esto, sin alterar el paso, me puse en el umbral de cierta casa grande, poco lejos del lugar del suplicio, para ver desde allí, como desde talanquera, el fin que tenía semejante suceso. Antes de levantarse, comenzó a clamar: “¡Justicia, que me han muerto! ¡Justicia!” Acudió gente, y queriendo reconocer las heridas, hallaron que sólo las narices se habían vuelto fuentecitas de sangre. Levantose la habada con muletas, y repitiendo el amado nombre de justicia, se coló en su aposentillo, poco distante de la callejuela. El día siguiente, desde no lejos, me puse a mirar el rostro acacheteado la noche antes. Holgueme con verle alcoholados los ojos, y los mofletes asaz hinchados; mas sólo me daba pesar no llegase enteramente a su noticia de qué aljaba había salido la saeta que tan lastimada la dejó, y el por qué le fue disparada.
Decís bien, porque como tan de contino irritan a tantos, no es posible caer en cuál pudo ser el ofensor. Sé decir, que la burla fue solene, y el resentimiento ingenioso en aguardar para él, como los galanes para los efetos de su amor, tiempo, lugar y ventura.
Si bien debe el cuerdo politico y ciudadano prudente valerse de sufrimiento y modestia en cualesquier ocasiones de ira y enojo, parece la dio no pequeña esa mujer para que con asechanzas se le maquinase algún daño; mas no tan grande como el recibido. Son las descortesías y malos términos dignos de más culpa y mengua en los que tienen más obligación de evitarlos; mas en los rudos plebeyos, en las gentes mecánicas, es propio alimento la grosería y mala crianza, por no haber visto en su vida el rostro a la buena, ni haber comunicado jamás con quien se la pudiera enseñar, por ser los continuos asistentes en las plazas gallineras, verduleras, fruteras, ganapanes y tales inmundicias de los pueblos. Fuera por eso más cordura no esponerse al riesgo que pudiera sobrevenir fácilmente, mientras se ejecutaba la cólera, con el socorro de justicia, pariente o marido.
No niego ser eso así; mas ¿quién no alarga la rienda a la ira, puesto en el caballo de la ocasión? También la poca edad sirve de espuela y polvo a la remisión y a la vista, para que, alentada la una y ciega la otra, se despeñe el sujeto inadvertidamente. Hoy, con la sangre ya más helada, sin duda me riera de la mujer, sin reparar en la eleción de los melocotones. Mas volviendo al hilo de lo comenzado, afirmo ser sobremanera importante la asistencia sobre tales gentes, porque sean menores y menos frecuentes los hurtos. Debríase asimismo poner cuidado en que todo género de mantenimiento corrompido se espeliese de las plazas, arrojándolo en los campos, por el daño evidente que de usarse se sigue a la salud. Los pobres, cuyo posible no se estiende a la compra de comidas costosas, hallan, a su parecer, grande comodidad en lo barato, sin reparar en si está de buena o mala condición. Así, tal vez llevan a sus casas mortífero veneno, en lugar de saludable sustancia. No requiere vigilancia menor el engaño que comúnmente suele intervenir en la mezcla de los bastimentos, como en el vino agua, en el aceite polvos de garbanzos o pan azafranado, guijas en las legumbres, y cosas así. Por manera, que toca al regidor el desvelo en todas estas fraudes, para que la república se alimente con limpieza y sin carestía. Todos pienso acuden a su obligación prontamente; mas si se hubiese de dar crédito a malas lenguas, no sólo les atribuyen ligeros descuidos en esto, sino graves culpas en lo más esencial. Pícanles con que tratan, con que recogen vino, aceite, cebada y trigo, para aumentar hacienda con su ganancia. Esta granjería, como vedada, frecuéntase con secretas inteligencias, entendiéndose con los mismos que las despachan, a quien por este beneficio, no sólo dejan de ofender, sino que los amparan y acreditan. Permita Dios no puedan jamás entrar en tal número ministros de más consideración, de cuyo rigor pende el bien público; que, como tan interesados, fueran con los culpados cera, en vez de pedernal. A los regimientos, pues, ya que son oficios vendibles, debrían sólo ser admitidos hombres beneméritos, temerosos de Dios, de buena sangre, de celo cristiano, piadosos, prevenidos, sagaces; no sujetillos baladíes, sin talento, sin presencia, sin discreción. En todas las ciudades de Europa parece se desvelan en colocar en tales cargos las personas de más sabiduría, de más crédito y providencia, cuyas espertas canas, cuyo venerable aspecto provoca en cuantos los miran estimación, respeto y decoro. Por ningún caso se debrían recebir para puestos semejantes (particularmente en las Cortes) hombres pequeños; cuando no por lo poco bueno que promete de sí el con quien la naturaleza se mostró escasa, siquiera por las naciones que concurren en las partes donde asisten reyes y príncipes. A este propósito es notable un caso que sucedió en vida del esclarecido rey don Felipe II, que Dios tiene. Hallábase en Málaga por corregidor un caballero de partes muy calificadas, pero de estatura sobremanera abreviada y ceñida. Administraba su cargo rectamente, evitando con sus buenas acciones cualquier ocasión de queja en el menor súbdito. Mientras en esta conformidad se hallaba ejerciendo, acudieron a Su Majestad dos regidores, enviados por el ayuntamiento de la ciudad, para que en su nombre le suplicasen proveyese en otra cosa al corregidor presente, por no ser a propósito para servir aquella vara. El Rey, que con tan singular prudencia y acuerdo hacía todas sus provisiones, quiso ser informado de las causas que les movían a pedir aquella merced. Preguntó qué tal era su proceder, qué excesos había cometido sobre que pudiese caer tal novedad. Pintáronle de admirables colores, sin dejar de decir cuanto se requiere en la perfeción de un sujeto, y añadieron después: “Señor, Málaga, como Vuestra Majestad sabe, es puerto de mar, donde concurre grandísima cantidad de estranjeros, que todos, por un camino o por otro, vienen a dar en las manos del corregidor: o visitando sus naves, o administrándoles justicia. Hemos notado casi en todos, si estimación por su proceder, menosprecio por su persona. Ríense de verle tan chico, y juntamente tan bullicioso. Ha sido su mofa ocasión tal vez de largas prisiones, y tal, de peligrosas pendencias; mas es durísimo ejecutar uno y otro por tal causa. Vuestra Majestad tiene grandes puestos en que ocuparle; sirvase de hacerlo, acrecentándole como merece; que la ciudad se lo suplica y lo recebirá por merced”. Admirose el Rey de la demanda, al parecer de poco momento; mas, por otra parte, juzgó no carecía de razón. Así, ya que no con tanta brevedad, por lo menos, mucho antes de cumplirse el trienio, le sacó de allí y pasó a su Consejo de Hacienda, para que tenía bastantísima capacidad y requisitos necesarios. Infiérase, pues, de semejante resolución, hecha por rey tan sabio, tan prudente, lo que importa excluir de públicos oficios sujetos menores de marca, hombrecillos pequeños, sin que obste el brocardico del filósofo: “La virtud unida es más fuerte que la dilatada”; puesto que es bien agudo el ratón, y perece al primer rasguño de un gato. Síguese de lo apuntado que si el chico, aunque bien formado y capaz, debe hallar repulsa en lo que desea, si ha de representar autoridad con la persona, mucho mayor es justo la halle el jimio en figura de hombre, el corcovado imprudente, el contrahecho ridículo que, dejado de la mano de Dios, pretendiere alguna plaza o puesto público.
Contento he recebido con oÍros tratar esta materia, porque os certifico tienen los pequeños en mÍ un amigo poco aficionado. Es de reír verlos polidetes y ataviados como muñecas, hechos matantes de las más hermosas, aunque algunas los aborrecen sumamente, y no pocas casadas tienen asco de su compañía.
Visitaba yo a cierta señora principal, mujer de un caballero honrado, mas pequeñito, pulguilla en lo saltador, ardilla en lo bullicioso. Preguntábala, cuando la hablaba, por su salud y cómo la iba, y dábame por respuesta: “¿Cómo me ha de ir, y qué salud puedo tener, al lado todas las noches de un maridillo menudo?”
Por lo menos, vuestra estatura no es para desechada; cualquier puesto pudiera ocupar. ¿Es posible que de tanto como se reparte todos los días en la Monarquía española no os venga a tocar tal vez algún lugar perpetuo, ya que no grande?
Paréceme será ése el de la sepultura, pues en el mundo no hay perpetuidad que no sea breve. Como heno son los días de los hombres: ¡qué robles fuertes, qué encinas robustas! Sus vidas, como flor del campo: ¡qué estrellas fijadas en el octavo cielo, donde no llegan mudanzas ni agravios del tiempo! Hojas son que nacen y caen. Con esta verdad delante, miro las cosas del mundo de día como si fuera de noche, cuando sólo se divisan los bultos. Temo acercarme, por no descubrir objetos de disgusto, llenos de impertinencias, de enfado. Huyendo, pues, hasta deste imaginado temor, ni conozco, ni soy conocido; ni estimo, ni soy estimado; y así, sólo en Dios, suma potestad y monarca de cielos y tierra, tengo puesta la confianza; en quien es tan rico, que dando de contino a todos, le queda siempre más que dar. ¿Quién sin esto podrá rastrear los remontados procederes del inmenso Hacedor, en que se anega la razón humana? Conozco convenirme el estado que gozo más que la dignidad más suprema. Así lo quiere Dios: confórmome con su voluntad, que si bien ordena unas cosas desta suerte y otras de otra, ninguna, con todo, es repugnante a la rectitud de su dictamen y a la igualdad de su justicia. Fuera de que, si la ambición no cerrase los ojos a los discretos, reconocerían lleno de increíbles molestias el puesto más encumbrado. Lúchase siempre allí con perpetua esclavitud, viviendo, no para si, sino para otros, con quien forzosamente se ha de cumplir y negociar. ¿Acaso resulta algún provecho de ver entrar en la sala a un pretendiente, a un menesteroso que, idolatrando con fingidas reverencias, adulando con mentirosas palabras, a vuelta de cabeza murmura del ministro, blasfema de la dilación? ¿Hay bien tan grande como ser uno amado por sus méritos, no por la felicidad en que se vee? Por el consiguiente, si el más valido considerase la inconstancia del tiempo, le juzgaría grande repetidor. Nunca hizo altar que no deshiciese otro. La generación y privanza déstos no puede ser sino con la corrupción y caída de aquéllos. Suelen asimismo los propios que reciben el beneficio ser los mayores enemigos del bienhechor, porque los detuvo mucho, porque no los adelantó más; siempre quejosos, siempre ingratos. Feliz quien adquiere con obras voluntades agradecidas; que no es poca ventura sembrar en terreno que al trigo no rinda abrojos. Sin esta correspondencia, ¿de qué sirve la privanza, la amistad, el gusto? Aquí sí que viene a pelo un romancito hecho por mi gusto en semejante contemplación, y le quiero decir por sello deste discurso. Pésame haya de quedar con recitarle descubierto el hurto de quien por ventura se quiso prohijar ésta, como suele otras muchas poesías ajenas; mas serale forzoso tener paciencia. Dice, pues:
¡Oh tú, varia cuanto injusta
precursora de los vientos,
de las horas producida.
y engendrada de los tiempos;
Fiero impulso de las ondas,
hermana de aquel lucero
que entre nocturnos horrores
suele ser segundo Febo!
Siempre en las distribuciones
descubres corto talento,
bajando dignos humildes,
subiendo indignos soberbios.
En vano destroza Marte
entre el militar estruendo,
si tú a su esfera trasladas
quien vio los peligros lejos.
Minerva, cual fértil planta,
en vano brota renuevos,
si sobre incapaces hombros
asientas de Astrea el peso.
Sirve, tirana cruel,
tu escandaloso gobierno
de ostentación a los malos
y de opresión a los buenos.
Mas culpo sin ocasión
de tu rigor los excesos,
si causan gozo, si excluyen
pompas de bienes superfluos.
¡Oh, cuanto mejor, oh cuanto
es, aniquilando afectos,
seguir sujeción segura,
huir peligroso imperio!
La ambición desvelo influye,
y de sí se mira ajeno
quien espera, quien consigue
anhelado, altivo puesto.
Los humanos resplandores
espacios gozan pequeños;
que igualan montes y llanos
de las sombras el silencio.
Néctar sirva Ganímedes
a su poderoso dueño;
que el de la fuente es más asno,
si acaso suave menos.
Pródigas son de sus dones
con sus cultores sinceros
las plantas, agradecidas
al cuidado y al aseo.
De sus fragancias se muestren
siempre avaros los sabeos;
que nada debe a su estima
el tomillo y el cantueso.
Nunca por orden del sabio
límites rompe el deseo;
nunca engolfada codicia
ara de Neptuno el reino.
En vano ostenta luciente,
en vano incita risueño
de Ofir el rico metal
y el del inexhausto cerro.
Elige para su ornato
util despojo, si honesto;
que galas de Tiro y Sera
son lisonjas de los miembros.
Con pan a Ceres permuta,
y con el tesoro hibleo,
el craso, amable licor,
que’s de luces alimento.
¡Venturoso quien elige
por ídolos dos luceros,
y aprisiona sus potencias
en unos libres cabellos!
¡Dichoso quien sus ardores
templa en un nevado cuello,
y, sediento, en dos claveles
bebe regalado aliento!
¡Feliz quien de tierna amante
concetos escucha tiernos,
trabando amorosas lides
al rumor de los concetos;
y más si, de oliva ornado,
jamas violado su lecho,
recibe animadas prendas
de su conforme Himeneo!
Del Can cuando muerde y rabia,
del soplo que flecha el Euro,
no alcázares le defienden,
sino más comunes techos.
En la frente del amigo
campean los pensamientos,
sin que discurra el cuidado
por los archivos del pecho.
Así se esconden sus años,
y, cisne canoro vuelto,
alegre corre a su fin,
como a deseado puerto.