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PRÓLOGO AL LECTOR,
EN EL CUAL DECLARA EL AUTOR EL INTENTO DE TODOS LOS TOMOS Y LIBROS DE LA PÍCARA JUSTINA
Hombres doctísimos, graves y calificados, en cuya doctrina, erudición y ejemplo ha hallado el mundo desengaño, las Escuelas luz, la cristiandad muro y la Iglesia ciudadanos, han resistido varonilmente a gentes perdidas y holgazanas y a sus fautores, los cuales, con aparencia y máscara de virtud, han querido introducir y apoyar comedias y libros profanos tan inútiles como lascivos, tan gustosos para el sentido cuan dañosos para el alma. Ésta ha sido obra propia de varones evangélicos, los cuales no consienten que la honra propria del Evangelio (que consiste en una publicidad y notoriedad famosa) se dé a fútiles e impertinentes representaciones de cosas más dignas de perpetuo olvido que de estamparse en las memorias humanas. Y que no es justo que el nombre de libro, que se dio a la historia de la genealogía y predicación evangélica de Cristo, se aplique a los que contienen cosas tan ajenas de lo que Cristo edificó con su doctrina y pretendió en su venida.
Estos insignes varones han mostrado en esto ser custodios angelicales, que defienden los sentidos para que por ellos no entre al alma memoria del pecado ni aun de su sombra, tan dañosa cuan mortífera; han probado ser jardineros del dulcísimo paraíso de Cristo, pues han pretendido que, para que las tiernas plantas (que son los niños cristianos) crezcan en la virtud sin impedimento, no les ocupen viendo o leyendo en su tierna edad cosas lascivas, las cuales, para impremirse en ellos, hallan sus sujetos de cera, y, para despedirse, de bronce; hase visto ser leídos en los santos de la Iglesia y criados a los pechos de su doctrina sin discrepar un punto della, pues por ella han juzgado cuán donoso es en la Iglesia de Dios usar semejantes libros y asistir a las tales representaciones. Han mostrado en esto su modestia y mortificación rara, junta con una gran caridad, pues, a trueco del universal provecho de las almas, han carecido y querido carecer destos gustos, siendo ellos los que, por la gran capacidad de su ingenio, pudieran mejor juzgar de qué cosa sea gusto, si ya no es que la divina contemplación, a que son dados, les quita el tener por gustos los que el mundo aprueba por tales. Finalmente, entre otras grandes virtudes suyas, dignas de eterna memoria, han mostrado el valor de su cristiano pecho, pues ni el gusto de los potentados holgazanes que amparan este partido, ni los importunos ruegos, ni promesas de grandes intereses y ofertas, ni la contradición de sabios placenteros ha sido parte para que no contradigan a un tan perjudicial cáncer de la salud del alma, a un hechizo de la carne, a una fantástica ilusión del demonio; y, por decirlo todo, han resistido a un cosario infernal, el cual, a trueco de juguetes niñeros, compra y captiva las almas y las engaña como a negros bozales, obra propria de quien cumple y amplifica la de la redemptión de Cristo y misterios de la redemptión de las almas, que fue el fin que trajo a Dios del cielo al suelo, y a ellos a la Iglesia, madre suya, en buena hora y feliz día.
Mas, como sea verdad que el vicio es el más valido y sus defensores más en número y la verdad tan atropellada, ya se han introducido tales y tan raras representaciones, tan inútiles libros, que, en la muchedumbre del vulgo que sigue esta opinión, ha anegado y ahogado tan sanctos consejos, cuales son los que referido tengo destos sanctos varones, admitiendo sin distinción alguna cualquier libro, lectura o escrito o representación de cualquier cosa por más mentirosa y vana que sea. Y callo el agravio que hacen, aun los mismos que escriben a lo divino, a las cosas divinas de que tratan, hinchéndolas de profanidades y, por lo menos, de impropriedades y mentiras, con que las cosas de suyo buenas vienen a ser más dañosas que las que de suyo son dañosas y malas. De aquí infiero que si el siglo presente siguiera tan docto y sano consejo como el de estos famosos varones, no me atreviera aun a imaginar el estampar este libro; pero, atendiendo a que no hay rincón que no esté lleno de romances impresos, inútiles, lascivos, picantes, audaces, improprios, mentirosos, ni pueblo donde no se represente amores en hábitos y trajes y con ademanes que incentivan el amor carnal; y, por otra parte, no hay quien arrastre a leer un libro de devoción, ni una historia de un sancto, me he determinado a sacar a luz este juguete, que hice siendo estudiante en Alcalá, a ratos perdidos, aunque algo aumentado después que salió a luz el libro del Pícaro, tan recibido. Este hice por me entretener y especular los enredos del mundo en que vía andar. Esto saldrá a ruego de discretos e instancia de amigos. Diles el sí. ¿Cumplirélo? No más, sí. Pero será de manera que en mis escritos temple el veneno de cosas tan profanas con algunas cosas útiles y provechosas, no sólo en enseñanza de flores retóricas, varia humanidad y letura, y leyendo en ejercicio toda el arte poética con raras y nunca vistas maneras de composición, sino también enseñando virtudes y desengaños emboscados donde no se piensa, usando de lo que los médicos platicamos, los cuales, de un simple venenoso, hacemos medicamento útil, con añadirle otro simple de buenas calidades, y desta conmistión sacamos una perfecta medicina purgativa o preservativa, más o menos, según el atemperamento o conmistión que es necesaria.
Si este libro fuera todo de vanidades, no era justo imprimirse; si todo fuera de santidades, leyéranle pocos (que ya se tiene por tiempo ocioso, según se gasta poco); pues, para que le lean todos, y juntamente parezca bien a los cuerdos y, prudentes y deseosos de aprovechar, di en un medio, y fue que, después de hacer un largo alarde de las ordinarias vanidades en que una mujer libre se suele distraer desde sus principios, añadí, como por vía de resumpción o moralidad (al tono de las fábulas de Hisopo [y] jiroblíficos de Agatón), consejos y advertencias útiles, sacadas y hechas a propósito de lo que se dice y trata.
No es mi intención, ni hallarás que he pretendido, contar amores al tono del libro de Celestina; antes, si bien lo miras, he huido de eso totalmente, porque siempre que de eso trato voy a la ligera, no contando lo que pertenece a la materia de deshonestidad, sino lo que pertenece a los hurtos ardidosos de Justina. Porque en esto he querido persuadir y amonestar que ya en estos tiempos las mujeres perdidas no cesan sus gustos para satisfacer a su sensualidad (que esto fuera menos mal), sino que hacen desto trato, ordenándolo a una insaciable codicia de dinero; de modo que más parecen mercaderas, tratantes de sus desventurados apetitos, que engañadas de sus sensuales gustos. Y no sólo lo parece así, pero lo es.
Demás, que a un hombre cuerdo y honesto, aunque no le entretienen leturas de amores deshonestos, pero enredos de hurtillos graciosos le dan gusto, sin dispendio de su gravedad, en especial con el aditamento de la resumpción y moralidad que tengo dicho. Y deste modo de escribir no soy yo el primer autor, pues la lengua latina, entre aquellos a quien era materna, tiene estampado mucho desto, como se verá en Terencio, Marcial y otros, a quien han dado benévolo oído muchos hombres cuerdos, sabios y honestos. Pienso que los que así escriben, añadiendo semejantes resumpciones a historias frívolas y vanas, imitan en parte al Autor natural, que de la nieve helada y despegadiza saca lana cálida y continuada, y de la niebla húmeda saca ceniza seca, y del duro y desabrido cristal saca menudos y blandos bocados de pan suave.
Consulté este libro con algunos hombres spirituales, a quien tengo sumo respecto, y sin cuyo consentimiento no me fiara de mí mismo, y dijéronme de mi libro que, así como Dios permitía males para sacar dellos bienes, y junto con el pecado suele juntar aviso, escarmiento y aun llamamiento de los escarmentados, así (supuesto que en estos tiempos miserables tan desenfrenadamente se apetece la memoria de cosas vanas y profanísimas) es bien que se permita esta historia desta mujer vana (que por la mayor parte es verdadera, de que soy testigo) con que, junto con los malos ejemplos de su vida, se ponga, como aquí se pone, el aviso de los que pretendemos que escarmienten en cabeza ajena. Bien sé que en otro tiempo no fueran deste parecer, y así me lo dijeron, ni yo sin su parecer me fiara de mí mismo; pero, por esta vez, probemos; y permítaseme que pruebe, si acaso tantos como están resueltos de leer, así como así, leturas profanas y aun deshonestas, leyendo aquí consejos insertos en las mismas vanidades, de que tanto gustan, tornarán sobre sí y acabarán de conocer los enredos de la vida en que viven, los fines desastrados del vicio y los daños de sus desordenados gustos. Y, finalmente, probemos si acaso por aquí conocerán cuán fútil y de poca estima y precio es la vida de los que sólo viven a ley de sus antojos, que es la ley que Séneca llamó ley desleal y Cicerón ley espuria o adúltera.
En este libro hallará la doncella el conocimiento de su perdición, los peligros en que se pone una libre mujer que no se rinde al consejo de otros; aprenderán las casadas los inconvinientes de los malos ejemplos y mala crianza de sus hijas; los estudiantes, los soldados, los oficiales, los mesoneros, los ministros de justicia, y, finalmente, todos los hombres, de cualquier calidad y estado, aprenderán los enredos de que se han de librar, los peligros que han de huir, los pecados que les pueden saltear las almas. Aquí hallarás todos cuantos sucesos pueden venir y acaecer a una mujer libre; y, si no me engaño, verás que no hay estado de hombre humano, ni enredo, ni maraña para lo cual no halles desengaño en esta letura. Aun lo mismo que huele a estilo vano no saldrá todo junto, atendiendo al gasto proprio y al gusto ajeno. No doy este libro por muestra, antes prometo que lo que no está impreso es aún mejor; que Dios comenzó por lo mejor, pero los hombres vamos de menos a más.
Puse dos consideraciones en dos balanzas de mi pensamiento. La una fue que acaso algunos, leyendo este libro, sería posible aprendiesen algún enredo que no atinaran sin la letura suya. Diome pena, que sabe el Señor temo el ofender su majestad divina como al infierno, cuanto y más ser catedrático y enseñar a pecar desde la cátedra de pestilencia. Puse en otra balanza, que muchos (y aun todos los que leyeren este libro) sacarán dél antídoto para saber huir de muchas ocasiones y de varios enredos que hoy día la Circe de nuestra carne tiene solapados debajo de sus gustillos y entretenimientos; mas pesó tanto la segunda balanza, que atropelló el peso del primer inconviniente. Demás de que ya son tan públicos los pecadores y los pecados, escándalos y malos ejemplos, ruines representaciones de entremeses y aun comedias, alcahueterías y romances, coplas y cartas, cantares, cuentos y dichos, que ya no hay por qué temer el poner por escrito en papel lo que con letras vivas de obras y costumbres manifiestas anda publicado, pregonado y blasonado por las plazas y cantones. Que éste es el tiempo en que, por nuestros pecados, ya los malos pecan tan de oficio, que se precian de pecar como si cada especie de pecado, cuanto más inorme y feo es, tanto más compitiera con la gloria de un famoso artificio, sciencia, hazaña o valentía muy famosa.
Finalmente, pienso (debajo de mejor parecer) ser muy lícito mi intento, y si no, condénense las historias gravísimas que refieren insignes bellaquerías de hombres facinerosos, lascivos y insolentes; condénese el procesar a vista de testigos y de todo el mundo, y el relatar feísimos crímenes y delitos, según y como se hace en las reales salas del crimen, donde reside suma gravedad, acuerdo y peso; condénense los edictos en que se hace pública pesquisa de crímines enormes y graves; condénense las reprehensiones de los predicadores que hacen invectivas contra algunos vicios, en presencia de algunos que están sin memoria e imaginación dellos. Pero, pues esto no se condena, antes es santo y justo, quiero que, por lo menos, se conceda que mi libro es (no digo santo, que eso fuera presumpción loca, ni tal cual es la menor de las cosas que he referido), pero, a lo menos, concédase que el permitirse será justo, pues no hay en él número ni capítulo que no se aplique a la reformación espiritual de los varios estados del mundo.
Sin esta utilidad, tiene mi libro otra, y es que no piensen los mundanos engañadores que tienen sciencia que no se alcanza de los buenos y sencillos por especulación y buen discurso, ya que no por experiencia. Y, para conseguir este santo fin que prometo, había determinado hacer un tratado al fin deste libro, en el cual pusiese solas las resumpciones y aplicaciones al propósito espiritual; y movióme el pretender que estuviese cada cosa por sí y no ocupase un mismo lugar uno que otro. Pero, mejor mirado, me pareció cosa impertinente. Lo uno, porque el mundano, después de leído lo que a su gusto toca, no hará caso de las aplicaciones ni enseñanzas espirituales, que son muy fuera de su intento, siendo éste el mío principal. Lo otro, porque después de leídos tantos números y capítulos, no se podría percibir bien ni con suficiente distinción adonde viene cada cosa. Y, por esto, me determiné de encajar cada cosa en su lugar, que es a fin del capítulo y número, lo cual puse muy breve y succintamente, no porque sea lo que menos yo pretendo, sino porque si pusiera esto difusa y largamente, destruyera mi mismo intento; que quien hoy día dice cosas espirituales larga y defusamente, puede entender que no será oído; ca en estos tiempos, estas cosas de espíritu, aun dichas brevemente, cansan y aun enojan.
Quiera Dios que yo haya acertado con el fin verdadero, y el pío lector con el que mi buen celo le ofrece, a honra y gloria de Dios, que es el fin de nuestros fines.
PRÓLOGO SUMMARIO
DE AMBOS LOS TOMOS DE LA PÍCARA JUSTINA
Justina fue mujer de raro ingenio, feliz memoria, amorosa y risueña, de buen cuerpo, talle y brío; ojos zarcos, pelinegra, nariz aguileña y color moreno. De conversación suave, única en dar apodos, fue dada a leer libros de romance, con ocasión de unos que acaso hubo su padre de un huésped humanista que, pasando por su mesón, dejó en él libros, humanidad y pellejo. Y ansí, no hay enredo en Celestina, chistes en Momo, simplezas en Lázaro, elegancia en Guevara, chistes en Eufrosina, enredos en Patrañuelo, cuentos en Asno de oro, y, generalmente, no hay cosa buena en romancero, comedia, ni poeta español cuya nata aquí no tenga y cuya quinta esencia no saque.
La suma destos tomos véala el lector en una copiosa tabla; mas, si con más brevedad quieres una breve discripción de quién es Justina y todo lo que en estos dos tomos se contiene, oye la cláusula siguiente que ella escribió a Guzmán de Alfarache antes de celebrarse el casamiento:
Yo, mi señor don Pícaro, soy la melindrosa escribana, la honrosa pelona, la manchega al uso, la engulle fisgas, la que contrafisgo, la fisguera, la festiva, la de aires bola, la mesonera astuta, la ojienjuta, la celeminera, la bailona, la espabila gordos, la del adufe, la del rebenque, la carretera, la entretenedora, la aldeana de las burlas, la del amapola, la escalfa fulleros, la adevinadora, la del penseque, la vergonzosa a lo nuevo, la del ermitaño, la encartadora, la despierta dormida, la trueca burras, la envergonzante, la romera pleitista, la del engaño meloso, la mirona, la de Bertol, la bizmadera, la esquilmona, la desfantasmadora, la desenojadora, la de los coritos, la deshermanada, la marquesa de las motas, la nieta pegadiza, la heredera inserta, la devota maridable, la busca roldanes, la ahidalgada, la alojada, la abortona, la bien celada, la del parlamento, la del mogollón, la amistadera, la santiguadera, la depositaria, la gitana, la palatina, la lloradora enjuta, la del pésame y río, la viuda con chirimías, la del tornero, la del deciplinante, la paseada, la enseña niñas, la maldice viejas, la del gato, la respostona, la desmayadiza, la dorada, la del novio en pelo, la honruda, la del persuadido novio, la contrasta celos, la conquista bolsas, la testamentaria, la estratagemera, la del serpentón, la del trasgo, la conjuradora, la mata viejos, la barqueada, la loca vengativa, la astorgana, la despachadora, la santiaguesa, la de Julián, la burgalesa, la salmantina, la ama salamanquesa, la papelista, la escusa barajas, la castañera, la novia de mi señor don Pícaro Guzmán de Alfarache, a quien ofrezco cabrahigar su picardía para que dure los años de mi deseo.
Estos epítetos son cifra de los más graciosos cuentos, aunque no de todos los números, porque son muchos más. Pero porque aquí se ponen tan sucintamente, remito al letor a la tabla siguiente.
INTRODUCCIÓN GENERAL
PARA TODOS LOS TOMOS Y LIBROS, ESCRITA DE MANO DE JUSTINA,
INTITULADA LA MELINDROSA ESCRIBANA.
DIVÍDESE ESTA INTRODUCCIÓN EN TRES NÚMEROS
NÚMERO PRIMERO
Del melindre al pelo de la pluma
Redondillas
Cuando comenzó Justina
a escribir su historia en suma,
se pegó un pelo a su pluma,
y al alma y lengua mohína.
Y, con aquesta ocasión,
dice símbolos del pelo,
y mil gracias muy a pelo
para hacer su introducción.
Un pelo tiene esta mi negra pluma. ¡Ay, pluma mía, pluma mía; cuán mala sois para amiga, pues mientras más os trato, más a pique estáis de prender en un pelo y borrarlo todo! Pero no se me hace nuevo que me hagáis poca amistad, siendo, como lo sois, pluma de pato; el cual, por ser ave que ya mora en el agua como pez, ya en la tierra como animal terrestre, ya en el aire como ave, fue siempre símbolo y figura de amistad inconstante, si ya no dicen los escribanos de el número, y aun los sin número, que con ellos han hecho treguas sus plumas. En fin, señor pelo, no me dejáis escribir.
No sé si dé rienda al enojo, o si saboree el freno a la gana de reírme, viendo que se ha empatado la corriente de mi historia, y que todo prende en el pelo de una pluma de pato. Mas no hay para qué empatarme; antes, os confieso, pluma mía, que casi me viene a pelo el gustar de el que tenéis, porque imagino que con él me decís mil verdades de un golpe, y un golpe de mil verdades. Y entenderéis el cómo si os cuento un cuento que puede ser cuento de cuentos.
La prudentísima reina doña Isabel, prez y honor de los dos reinos, queriendo persuadir al rey don Fernando que cierta derrota y jornada que intentaba era tan contra su gusto, cuan contra el buen acierto, volvió los ojos a unas malvas que estaban en el camino y, mirándolas, le dijo: «Señor, si el camino donde están malvas, y no otra cosa, nos hubiera de hablar en esta ocasión a vos y a mí, ¿de qué tratara?». Respondió el rey: «Vos lo diréis, señora». Entonces dijo la reina: «Claro es que el camino, donde solas las malvas sirvieran de lengua, no supieran, en esta ocasión, decirnos a mí ni a vos otra cosa, sino mal vas». Volvió la rienda el prudentísimo monarca, y, sonriéndose, dijo a su Isabela: «No entendí que las malvas sabían hablar tan a propósito y tan bien». La reina, echando el sello a su prudentísimo discurso y catecismo, dijo: «No os espantéis, señor, de que las malvas hablen tan bien, porque los yerros de los reyes, como son personas tan públicas y comunes, por secretos que sean, las piedras los murmuran y las malvas los pregonan».
Dijo la reina por extremo bien; que aun allá fingió el poeta que por doquiera que caminaba Júpiter, rey de los dioses, llevaba delante de sí, como pajes de hacha, sol y luna y todas las estrellas, para que el mundo y dioses menores viesen los caminos por donde su rey andaba. Y otro pintó a un rey cargado de los ojos de sus vasallos.
Mirad, pues, ¡oh pelos de mi pluma!, cuánto me honráis y cuánto os debo, pues, para decir mis yerros, mis tachas y mis manchas, hacéis lengua de vuestros pelos, como si fueran yerros de real persona, que las malvas los pregonan. Así que, de haberse atravesado este pelo, y de lo que yo alcanzo, por la judiciaria picaral, colijo para conmigo que mi pluma ha tomado lengua, aunque de borra, para hablarme. Sin duda, que me quiere dar matraca por ver que me hago coronista de mi misma vida. En lo cierto estoy, como si lo adivinara. Ella es matraca. Al arma, señora pluma. Aquí estoy, y resumo fielmente lo que me decís, porque en pago escribáis con fidelidad lo que yo os dijere.
¿Ofrecéisme ese pelo para que cubra las manchas de mi vida, o decísme, a lo socarrón, que a mis manchas nunca las cubrirá pelo? Agradézcoos la buena obra, pero no la buena voluntad, ni menos la sana intención. Mas entended que no pretendo, como otros historiadores, manchar el papel con borrones de mentiras, para, por este camino, cubrir las manchas de mi linaje y persona. Antes, pienso pintarme tal cual soy, que tan bien se vende una pintura fea, si es con arte, como una muy hermosa y bella; y tan bien hizo Dios la luna, con que descubrir la noche obscura, como el sol, con que se vee el claro y resplandeciente día. En las plantas hacen labor las espinas, en los tiempos el verano, y en el orden del universo también hacen su figura los terrestres y ponzoñosos animales; y, finalmente, todo lo hizo Dios hermoso y feo. Dígolo a propósito, que no será fuera dél pintar una pícara, una libre, una pieza suelta, hecha dama a puro andar de casa en casa como peón de ajedrez: que todo es de provecho, si no es el unto del moscardón. Los que pretendieren entretenimiento, tras el gasto hallarán el gusto. No quiero, pluma mía, que vuestras manchas cubran las de mi vida, que (si es que mi historia ha de ser retrato verdadero, sin tener que retratar de lo mentido), siendo pícara, es forzoso pintarme con manchas y mechas, pico y picote, venta y monte, a uso de la mandilandinga. Y entended que las manchas de la vida picaresca, si es que se ha de contar y cantar en canto llano, son como las del pellejo de pía, onza, tigre, pórfido, taracea y jaspe, que son cosas las cuales con cada mancha añaden un cero a su valor.
Mas ya querréis decirme, pluma mía, que el pelo de vuestros puntos está llamando a la puerta y al cerrojo de las amargas memorias de mi pelona francesa. Parecéisme al galán que, por quejarse de un golpe de los desvíos presentes y daños pasados de su dama, hizo que le sacasen de invención, echado en un pelambre, con un mote que decía:
Acordaos de un olvidado,
que por vos está pelado.
Así vos, con ese pelo, queréis publicar mi pelona, antes que yo la escriba. Según eso, ya me parece, señora pluma, que me mandáis destocar y poner in puribus, como a luchador romano, y que, animando vuestros puntos a la batalla, viéndolos con pelo y a mí sin él, tocáis al arma y les hacéis el parlamento, fundándolo en el que se suele practicar en la batalla del ajedrez, que dice: «Cuando tuvieres un pelo más que él, pelo a pelo te pela con él». Confiésoos de plano, señora pluma, que, con solo un pelo que se os ha pegado a los puntos, me lleváis conoscida ventaja; y confieso, si ya por tanto confesar no me llaman confesa, que los pelos que de ordinario traigo sobre mí, andan más sobre su palabra que sobre mi cabeza, que tienen más de bienes muebles que de raíces; que son como naranjas rojas puestas en arco triunfal, que adornan plantas que no conocen por madres, ni aun por parientas; y que son mis cabellos de manera que, si me toco de Almirante, temo Barajas de postre, no tanto por el Chinchón (que, como ha tanto que soy condesa de Cabra, no temo golpes de frente), cuanto porque, como mis cabellos son amovibles y borneadizos, temo que al primer tope vuelva barras al Almirante y descubra el calvatrueno de mi casquete, el cual, como está bruñido sobre negro, parece pavonado como pomo de espada.
¿Toda esta fanega de confusiones confieso que hay para ello? Digo que sí. Concedo que soy pelona docientas docenas de veces. ¿Seré yo la primera que anocheció sana en España y amaneció enferma en Francia?. ¿Seré yo la primera camuesa colorada por defuera y podrida por de dentro? ¿Seré yo el primer sepulcro vivo? ¿Seré yo el primer alcázar en quien los frontispicios están adornados de ricos jaspes, pórfidos y alabastros, encubriendo muchos ocultos embutidos de tosca mampostería, y otras partes tan secretas como necesarias? ¿Seré yo la primera ciudad de limpias y hermosas plazas y calles, cuyos arrabales son una sentina de mil viscosidades? ¿Seré yo la primera planta cuya raíz secó y marchitó el roedor caracol? ¿Seré yo la primer mujer que, al pasar el lodo, diga las tres verdades de un golpe, cuando, enfaldándome por todos lados, diga: muy sucio está esto?; en fin, ¿seré yo la primera fruta que huela bien y sepa mal? No me corro de eso, señora la de los pelos; antes, pretendo descubrir mis males, porque es cosa averiguada que pocos supieran vivir sanos si no supieran de los que otros han enfermado; que los discretos escriben el arancel de su propria salud en el cuerpo de otro enfermo; y no hay notomía que menos cueste y más valga que la que hace la noticia propria y la experiencia ajena. ¿Y piensa el dómine pelo que de eso me corro yo? ¡Dolor de mí, si supieran los señores cofrades del grillimón que me corría yo de pagar culpas obscuras con penas claras! No, mi reina; que ya se sabe que un mismo oficial es el que tunde las cejas y la vergüenza y, de camino, con el tocino de las tijeras, unta las mejillas para desterrar el rosicler de las corridas. Un clavo saca otro: como este mal es todo corrimientos, con él se quitan los corrimientos; y ansí, se vee que ningún pelado se corre, por más que lluevan fisgas y matracas. Otra tecla toque, señor pelo, que esa, por más que se curse, nunca me sonó mal. Antes, en buena fe, que me holgase saber si hogaño los señores cofrades publican congregación, porque, como quien soy, juro (a lo menos como quien fui, que el otro juramento daba el golpe en vago), de ir, por honrar su junta, más cargada de parches por la cara, que si ella fuera privilegio rodado, y ellos sellos pendientes.
¡Desmelenadas, desmelenadas de nosotras, si cuando nuestros gustos dieron al dolor la tenencia de nuestros cuerpos, desterraran para siempre de nuestras almas el consuelo!; como si el alma no pudiera, o no supiera, dar posada a muchos gustos que vienen en hábito de peregrinos, mientras el cuerpo llora y afana. Sin pelo salí del vientre de mi madre, y sin pelo tornaré a él; y si alguno pensare que nací con pelo, como hija de selvajes, terné el consuelo de la rana.
Dicen las fábulas, a propósito de que nadie hay contento con su suerte, que la rana, en realidad de verdad, nació con pelo, pero no tanto, que no naciese con mucha más envidia que pelo; y de quien tuvo envidia fue del cisne y de la mosca: del cisne, porque cantaba dulcemente en el agua, y de la mosca, porque dormía todo el invierno sin cuidado. Y así, pidió a Júpiter le diese modo como ella durmiese todo el invierno y cantase todo el verano. El Júpiter oyó benignamente su petición, y la dijo: «Hermana rana, haráse lo que me pedís; mas, para conseguir el efecto que pretendéis, es necesario que os pelemos, y del pelo que os quitaremos se os infundirá una almohada sobre que durmáis todo el invierno como la mosca, y del mismo pelo os haremos una lengua, de borra con que al verano cantéis, no con tanta melodía como el cisne, pero con más gusto y mejor ocasión, pues él canta para convidar a la muerte, pero vos cantaréis para entretener la vida». Pelóse la rana, y el pelarse le valió conseguir su gusto y su petición.
A propósito. Los pelados tenemos este consuelo: que si algún tiempo fuimos gente de pelo y ahora no le tenemos más que por la palma –Dios sea loado–, podemos decir que del pelo hecimos almohada para dormir, mientras los sanos están en misa y sermón, imitando las moscas, que todo el invierno son de la cofradía de los siete dormientes; y juntamente, hecimos lengua de borra para decir de todos sin empacho. Y viene esto bien con el refrán de los del hospital de la folga, en Toledo, que dice: «Los pelados son hidalgos eclesiásticos y pájaros harpados». Y dícenlo, porque los de nuestra factión sin pena pierden la misa, y sin vergüenza la fama. Dicen de todos más que relator en sala de crimen, y aun de sí no callan; y si una vez dan barreno a la cuba del secreto, hasta las heces derrama. Para decir de los otros, son como galeotes en galera, y para pregonar su caza, son como gallinas ponedoras, que para un huevo atruenan un barrio.
Sor pelo, sepa que, si en el discurso de la matraca de la pelona lo quisiéramos meter a voces, no nos faltara cómo echarlo por la venta de la zarzaparrilla. Mil escapatorias tuviéramos, que sesenta son las especies de las bubas, como las de la locura, y se apela de una para otra, por vía de agravio. Y más yo, que, a puro pasar clases, estoy de la otra parte de las bubas; pero no es mi desiño que salgan las monas de máscara, sino que se venda cada cosa por lo que es. Si yo quiero, después de haber sido ladrona del tiempo, predicar al pie de la horca, ¿quién me puede condenar, si no es algún sin alma, que no quiere escarmentar en cabeza ajena? El cisne canta su muerte, el cínife los daños de la canícula, la rana los ardores del verano, el carro su carga y su peligro, y el invierno pregona, con trompetas y atabales del cielo, los rayos y tempestades. Según esto, ni es injusto ni indecente que permitan el cielo y el suelo el que sea pregonera de sus males la misma que los labró por sus manos, y que con el mismo estilo con que hablaba, cuando sin sentir nada, o por sentir demasiado, se le pegó esta roña, diga ahora, a lo pícaro y libre, lo que cuesta el haberlo sido. Así que, para con este artículo de retarme en España lo que pequé en Francia, ya he cumplido.
Mas paréceme que me dice mi pluma que se le ofrece otro escrúpulo, en prosecución de lo que significa el pelo atravesado a tal coyuntura, y es lo siguiente:
Díceme mi pelo que me llamó pelona, no por bubosa, sino por pobre. ¡Oh, qué lindo! Hablara yo entre once y mona, cuando contrapuntea el cochino. Sepa, señor pelo, que viene a pospelo esa injuria, y aun no la tengo por tal, ni habrá pícara que tal sienta, porque pobreza y picardía salieron de una misma cantera, sino que la picardía tuvo dicha en caer en algunas buenas manos que la han pulido y puesto en más frontispicios que rétulos de comedias; y a la pobreza la arrimaron en la casa de una viuda vieja y triste, la cual, queriéndola labrar para sacar della un mortero para hacer salsas de viandantes, sacó della un cepo de limosna. Y por tanto, como la sangre sin fuego yerve, dondequiera que se encuentran pobreza y picardía se dan el abrazo que se descostillan. Y yo, que del ripio del mortero de la vieja cogí más que nadie, tan lejos estoy de correrme de eso y de que me llaméis pelona; que antes, es el mote que ciñe el blasón de mi gloria y adorna el festón y cuartel de mis armas.
Llamóme pobre y pícara mi pluma. ¡Gran cosa!; ¡como si los pobres no tuvieran la piamáter en su sitio! ¿Es porque no tengo más que unas jervigillas, y esas ruines? Pues emperador ha habido tan desherrado, que tenía unos zapatos solos, y para remendarlos se quedaba en casa, hecho pisador de uva o torneador de tinteros, que son oficios de a pie mondo. ¿Es porque los pícaros siempre que comemos vamos a menos? Pues capitán ha habido a quien príncipes tributarios suyos le encontraron cenando nabos pasados por agua, dando en ellos con tal prisa y furia, que se podía decir con toda propiedad que era la batalla naval. ¿Es porque los pobres traemos el testamento en la uña del meñique? Pues romanos cónsules ha habido, para cuyo entierro fue forzoso pedir limosna, sin haber muerto con otra deuda más que la del cuerpo a la dura tierra, ¿Ello es, en resolución, que los pícaros somos pobres, mendigones, menesterosos? Pues ¿no sabes, pluma mía, que la diosa Pandora fue pobre, y por serlo tuvo ventura, y aun actión, a que todos los dioses la contribuyesen galas, cada cual la suya?
El pobre sobre todas las haciendas tiene juros, y aun el español tiene votos, porque siempre el pobre español pide jurando y votando. Si juntamente con ser yo pobre fuera soberbia, tuviera por gran afrenta el llamarme pelona, como también la misma diosa tuvo por afrenta que se lo llamasen, cuando, por haber sido pobre y soberbia, la desplumaron y pelaron toda los mismos dioses que la habían dado sus ricas y preciosas plumas, y, por afrentoso nombre, la llamaron la pelona o la pelada. Y de ahí ha venido que a algunos pobres hidalgos, que de ordinario traen la bolsa tan llena de soberbia cuan vacía de moneda, y piensan que por el barreno del casco han de evaporar el aire, y yerran el golpe, los llaman pelones, porque son pobres pelones como la diosa pelada. Esos se podrán correr del titulillo, pues son pandorgos pelados; pero yo, pobreta, que no hay hombre a quien no me someta, no tengo por afrentoso el nombre. ¡Tristes pícaras! Si nos preciamos de emplumadas, mal; si de peladas, también. Digo que del mal, lo menos: más quiero ser pelada que emplumada.
Paréceme, señor pelo, que no hay ya qué hacer aquí, pues, cuanto me ha querido decir no encaja. Podría yo jugar con él al juego que llaman los niños pelos a la mar y echarle con un soplo a galeras, y no estoy muy fuera de hacerlo. Pero antes que le dé yo vaya y se vaya, le quiero hacer una fanega de mercedes, y son: que le doy licencia para que se alabe de que, sin saber lo que ha hecho, me ha hecho sacar del arca un celemín de retórica, porque, con atravesárseme en la pluma y discurrir los símbolos de el pelo y de los pelones, he tenido buena ocasión para pintar mi persona y cualidades, lo cual es documento retórico y necesario para cualquier persona que escribe historia suya o ajena, pues debe en el exordio poner una suma del sujeto cuya es, describiendo su persona y cualidades, en especial aquellas que más a cargo suyo toma el historiador. De manera que, mi pluma, aprovechándose de sola la travesía de un pelo, ha cifrado mi vida y persona mejor y más a lo breve que el que escribió la Ilíada de Homero y la encerró debajo de una cáscara de una nuez. Ni fue mejor abreviador el artífice Mimercides. Sólo un pelo de mi pluma ha parlado que soy pobre, pícara, tundida de cejas y de vergüenza, y que, de puro pobre, he de dar en comer tierra, para tener mejor merecido que la tierra me coma a mí, que si me rasco la cabeza, no me come el pelo, y según mi pluma lleva la corriente atrevida y disoluta, a poca más licencia, la tomará para ponerme de lodo, porque quien me ha dado seis nombres de «P», conviene a saber: pícara, pobre, poca vergüenza, pelona y pelada, ¿qué he de esperar, sino que como la pluma tiene la «P» dentro de su casa y el alquiler pagado, me ponga algún otro nombre de «P» que me eche a puertas? Mas, antes que nos pope, quiero soplarle, aunque me llamen soplona.
APROVECHAMIENTO
DE LO QUE HAS LEÍDO EN ESTE NÚMERO PRIMERO, LECTOR CRISTIANO, COLEGIRÁS QUE HOY DÍA SE PRECIAN DE SUS PECADOS LOS PECADORES, COMO LOS DE SODOMA, QUE CON EL FUEGO DE SUS VICIOS MERECIERON EL FUEGO QUE LES ABRASÓ. ES, SIN DUDA, QUE EL MUNDO Y DEMONIO, POR FOMENTAR LA LIGA QUE TIENEN HECHA CON LA CARNE, NUESTRA ENEMIGA, ACREDITAN Y HONRAN LOS VICIOS CARNALES.
NÚMERO SEGUNDO
Del melindre a la mancha
Quintillas
Por soplar, manchó Justina
saya, tocas, dedos, palma,
y por el mal que adivina,
aunque no era tinta fina,
le llegó la mancha al alma.
Que no hay más justo recelo
que temer manchas de lengua,
pues no hay jabón en el suelo
que, si te manchan un pelo,
te pueda sacar la mengua.
¡Ay, que me entinté palma, lengua, toca y dedo por quitar un pelo! Ya yo sabía, señora tinta, que vivo en cuaresma y con velaciones cerradas, sin que ella viniera muy aguda a echar sobre el retablo de mis dedos otro de duelos, con el guardapolvo de su luto. Pues no nos coque, que tiempo hubo en el cual, si yo quisiera, me sobraran sacrismochos que de un instante a otro me quitaran el guardapolvo y me pusieran de veinte y cinco. Pasó aquel tiempo, vino otro. No es culpa mía. Atribúyolo a la fortuna que es ciega, al tiempo que es loco, al albedrío humano que es voltario, y, para decir verdad, parte de culpa tienen unos sulquillos que me han salido a la cara, que algunos los llaman rugas; y engáñanse, no lo son, sino que mi rostro es muy blando de carona, y los cabellos soltadizos, que de noche se me han derribado por cuello, cara y frente, me sulcaron la carne y me dejaron estas señales, y yo, de puro enojada contra tan traviesos cabellos, los segué un agosto, y me unté con sangre de morciélago, porque no naciesen más cabellos tan villanos y tan amigos de arar tierra virgen. Y, aunque hallé remedio para dar carta de lasto a mis cabellos, no le he descubierto para embeber estas alforjas o bregaduras del rostro, que parece hojaldrado.
Una bruja me dijo que no se me diese nada, que diz que las rayas de mi rostro no se me echaban de ver más que por la palma. ¡Tómame el consuelo! Ahora bien, pasé de la raya y saliéronme muchas rayas. No importa; que el alma tiene muchos agujeros, y si huye de la cara, acude a la lengua.
Consuélome con que si la tinta se entona, por lo mucho que reluce, a poder de goma preparada, tiempo hubo en el que relucía mi cara como bien acecalada; tiempo en el cual mi cara andaba al olio, mudando más figuras que juego de primera, ejercitando más metamorfosis que están escritos en el poeta de las Odas, mudando más colores que el camaleón, estrujando pasas, encalando carbón, desgerrumando redomas; en fin, tiempo en el cual estaba en mi mano ser blanca o negra, morena o rubia, alegre o triste, hermosa o fea, diosa o sin días. Verdad es que como esta arte estabularia requiere sciencia y potencia, yo lo compasaba de modo que la potencia la encomendaba a mi mocedad y a mis manos, y la sciencia a tres redomas y dos salseras. Y con esto, cuando tañían a concejo en mi villa el día de fiesta cantaba yo al son de mi bandurria tres y dos son cinco, y a Dios; que esquilan.
Mas ¡ay!, que no hay tanta infelicidad cuanto haber sido dichosa una persona. Este amargo trago, aquesta memoria triste debo yo a la mancha y fealdad que la tinta ha querido poner en los dedos con que yo solía hacer estas maravillas. Mas creedme, señora tinta, que, aunque más ufana estéis de haber manchado mis dedos, toca y lengua, y tras esto lo estéis de que la mancha vuestra me llegó al alma, por lo menos no podréis negarme que habéis calificado mi historia, porque de haber vos dado a entender que ya no tengo sumilleres de corps, ni de cortina, ni sacrismochos despolvorantes desojados por mi contemplación, creerán que soy escritora descarnada, desocupada de mociles ejercicios, que ni me vierto ni divierto, que estoy machucha, que soy de mollera cerrada, que soy cogitabunda y pensativa, y no como otros historiadores de jaque de ponte bien que de la noche a la mañana hacen madurar una historia como si fuera rábano. Pero, porque no se alabe tanto la hermana tinta, ni se precie de manchega y de que se halla bien con estas carnes pecadoras, a fe que la he de quitar con saliva.
¡Ay, ay! ¡Por el siglo del buen Diego Díez, mi padre, que he mojado tres veces el dedo con saliva en ayunas y no quiere salir la mancha! Demonio es la negra tinta, pues, aunque fuera serpiente, hubiéramos ya aventádola y aun muértola, que, según dicen en alabanza del ayuno, la saliva en ayunas mata las serpientes. Mas, según veo, esta tinta, mientras más la escupo, cunde tanto como si fuera olio, con que asientan y se antrañan la tinta y colores. Por mi fe, que lleva camino de pedir término peremptorio y meses de plazo antes de salir a cumplir el destierro. Aun si fuese peor de sacar una mancha de las carnes que de los vestidos, sería el diablo.
Peor está que estaba. Juro como mujer de bien –a lo menos, como mujer de buenos– que, por quitar la mancha del dedo, se me ha entintado la saya blanca de cotonia, puesta de hoy. Ya es esto mal pronóstico. Tiros son a mi fama, irremediable pena; que, en fin, para el vestido hay jabón, pero no para la mengua en la fama, contra quien esta mancha arma la mamona, estando en ley jirolífica, y quiere que mi misma pluma dispare contra mí la ballestilla.
¡Ay de mí! Por soberbia me tiene la Fortuna, pues ansí me trata, pareciéndole que para humillar mi entonación son necesarias todas estas diligencias. ¡Oh Fortuna! Admito la advertencia, pero niego el presupuesto. Nadie piense que el intitularme pícara es humildad superba, o que pretendo hacer lo que algunos, los cuales, disfrazando su nombre o debajo de bucólicas églogas y diálogos pastoriles, intentan lisonjear a otros y ensalzarse a sí mismos, volviendo las trabas en sueltas, trepando con grillos de cordel y sacando caras de hombres debajo de las máscaras de monas. Que quien entendiere bien qué cosa es nombrarme La Pícara, dará por creído que tomo otro rumbo y voy ajena de toda soberbia y altivez.
Herodes se ensoberbeció tanto un día que se vio adornado con ricas topas de tela, reverberantes con el sol, que, deslumbrado del resplandor de su vestido, o por mejor decir, de su ignorancia, dio en decir que era Dios y que como a tal le adorasen. Mas, como el cielo es enemigo de soberbios (y tanto, que por no poder sufrirlos, dio con la carga en el suelo y aun en el infierno), quiso confundir su soberbia loca a papirotes, y aun a menos. Confundióle con manchas, las cuales, cayendo sobre la ropa, le traspasaron el alma, como si cada gota llevara una saeta de celestial fuego envuelta en sí. Y fue que un día le envió tanta agua y con ella manchas sobre su vestido rico, con que le dio bien a entender que su nueva divinidad era ahogadiza y pasada por agua, y aun aperdigada a ser pasada por fuego. Justo castigo, no lo niego. Justa pena contra quien, por verse vestido de oro, se olvida que es de polvo y lodo, como si el oro y cuantos ricos metales hay no trajesen consigo la memoria de la muerte y corrupción, en razón de que las arenas exhaladas, corrompidas y acabadas, en virtud de su corrupción, se convierten en zafiros y en las demás piedras y metales preciosos. Y la misma memoria traen las sedas consigo, por haberlas tejido y labrado un gusano, el cual, por unos mismos pasos va caminando a la muerte y a hacer su tela.
Mas, ¿a qué propósito se ha enfrascado Justina en el Miércoles de Ceniza, no habiendo pasado Carnestolendas? Yo te lo diré, amigo preguntador. A un Herodes relleno de divinidad postiza, bien fue que la tinta le diese a entender que tenía más de manchego que de inmortal dios. Pero ni de mi vestido, ni del nombre que me doy en esta historia, ¿qué soberbia se puede presumir, para que así me humille el cielo? Es, sin duda, que me tienen por tan soberbia los murmuradores destos mis escritos, que han pedido al cielo, que, para humillar mi entono, no se contente con haberme echado en remojo a puro hacer saliva, sino que llueva agua de Guinea sobre mis vestidos. Pues, por mi fe, que no hay para qué.
Ya sería posible que esta culpa no estuviese en mí, sino en mi saya. Mas, por cierto, que no sé yo, saya mía, qué culpas sean las vuestras que merezcan tan desproporcionadas penas; antes, de verdad, afirmo que en mi vida tuve saya que más en estado de inocencia viviese. Diome esta saya un inocente de los que caen por verano, habrá cuatro días, con tan sana intención y con tantas reverencias, que tuve escrúpulo de vestir saya tan reverenciada y reverenda, imaginando si acaso la había rifado a alguna imagen, como el otro que azotaron porque, después de haber ganado a San Antón la moneda, le rifó todas las cochinillas que le encomendasen aquel año. Y lo mismos hizo con una Sancta Lucía, a quien, después de ganado el dinero que tenía para aceite a la lámpara, le dijo: «Señora Santa Lucía, una noche, y sin ojos, bien os podréis acostar a escuras».
Con su salsa se lo coma, que, a lo menos, si pudo rifar la moneda a estos santos, pero no los docientos amapolos que le mandaron asentar los señores inquisidores por estas insolencias y otras semejantes, que ni en burlas ni en veras es bueno partir peras con los santos, que son nuestros amos. Así que, quizá éste era rifasayas, como el otro era rifacochinos. Pero débome de engañar. Sin duda fue que aquel bendito que me dio la saya había sido fraile novicio, y, al dármela, no me habló por no quebrar silencio, si ya no es que las niñas de sus ojos (como niñas, en fin, parleras) me parlaron un montón de cosicas. También es verdad que ayer, que se contaron tres días después de la data, salió, como ahogado, a la orilla del río, donde me columbró, yendo yo a una ermita de un ventero, y me dijo dos o tres razones pavonadas, en que me apuntó algo tocante a la saya. Mas, como yo estaba ya ensayada y ero moza de buenas costumbres y mejores pasos, y el hombre no sonaba, no dejé el portante, sino, a lo envarado, le volví a mirar con unos ojos que enfrenaran un berraco; y, desde aquel punto y hora, quedó tan a tapón el pobre noviciote, que no me ha dicho chus ni mus. Así que, la saya no tiene la culpa, la pecadora, y no sería justo que si la culpa es mía, lo pague ella. Señora saya, que ya se pasó el tiempo de los Sicconios, Píndaros, Colonios, en el cual ahorcaban los sayos y sayas de los malhechores, lo cual, después, la gentilidad tomó por jiroblífico de la injusticia que hacen los jueces cuando imponen al inocente la culpa del malhechor. Mas ya podría ser que alguna otra saya mía, compañera vuestra, os hubiese pegado ruines mañas merecedoras destas manchas: que esto de malas mañas pégase más que frisa de verdugo a carnes de público penitente.
Mas ¿qué hago de espulgar culpas de mi saya? Ya no me falta sino mirar si en el alforza se le ha retraído algún pecado nefando o alguna descomunión de matar candelas, según ando echándola hurones que husmeen los deméritos que la acarrearon la mácula. Mas, ¿para qué me gasto, para qué me consumo en despabilar las entendederas? ¿Qué puede haber sido el haberme manchado, lo primero los dedos, y lo segundo el vestido, sino un pronóstico y figura de lo que me ha de suceder acerca de mi libro, si ya no me ha sucedido? Los dedos, ¿no son con quien escribo mi historia? Pues ¿quién duda sino que el haber caído en ellos mancha pronostica las muchas que han de poner o imponer a mis escritos?
Acuérdome haber leído que, tomando Aristóteles la pluma en la mano para escribir ciertas cosas contra Platón, cayó una china de lo alto, la cual le hirió en el pulgar, y, aunque no era nada agorero, dijo: «Dedo apedreado no puede apedrear bien». Y cesó, por entonces, de impugnar a Platón.
A propósito: mancharse mi dedo, y con el mismo material que le había de ayudar a escribir, es cierto pronóstico de que pondrán tachas o impondrán mácula y dolo en los dedos que lo escriben, cuanto y más en la intención mía y en la perfectión desta mi obra. Y el habérseme manchado la saya con que yo me adorno es indicio de que no sólo en la substancia desta historia pondrán los murmuradores falta y dolo, pero aun en el modo del decir y en el ornato della; conviene a saber: en los cuentos accesorios, fábulas, jiroglíficos, humanidades y erudición retórica pondrán más faltas que hay en el juego de la pelota. Pero pongan, que les llamaré gallinas; murmuren, que sobre lo que se habla no están impuestos millones; dessubstancien, que no les engordará el caldo esforzado que de aquí sacaren; digan, que de Dios dijeron; deslustren, desadornen. ¿Saben con qué me consuelo? Con una carretada de refranes: arrastren la colcha para que se goce la moza; tras diez días de ayunque de herrero, duerme al son el perro; tañe el esquilón y duermen los tordos al son; al son que llora la vieja, canta el cura en la iglesia.
¡Afuera murmuradores, cuyas lenguas son acicates de mi intención! Cuanto y más, que el tiempo, aunque es todo locura, todo lo cura, y es cierto que ningún otro médico da tan infalibles recetas para curar un desengaño. Y por eso dijo bien un poeta: «No hay mancha que con algo no se quite, ni detractión que el tiempo no desquite».
Si yo manchare ajenas vidas, linajes, estados, oficios o personas, o descubriere algún nocivo secreto, el Cielo manche mi honor. Mas, pues no trato de eso, ¿por qué me quieren matare?
–Venga jabón, Marina, no te de pena mi mal, que, como dice el refrán, no temas mancha que sale con agua.
Donosa hisopada, que así me ha salmonado la saya. ¡Vive diez, que como la saya es blanca y se ha salpimentado con tinta, parece naipe de suplicacionero! Mas no importa, que las astutas, de un momento a otro momento, hacemos verano y mudamos rostro, edad y casa. ¡Qué aliño para no mudar saya! ¡Vive diez! No digo yo saya, pero, a poder de miel cerotera, entraremos en tantas mudas, que mudemos el pellejo como la culebra o ciliebra, que así la llaman unas benditas de mi barrio, que llaman a las zapatillas, daifas; a las ligas, tenedorcillos; a las calzas, taleguillas; al faldellín, cerco menor; a las piernas, listoncillas; al culantro, cilantro; a las turmas del carnero, hígado blanco, y usan otros nombres a este tono que les debieron de hallar en la calepina machorra, a quien atribuyó la otra Melibea, que decía que este nombre asno se había de escribir con equis.
Pero, dejados asnos a un lado, –venga papel, Marina.
Aprovechamiento
Especial vicio es de gente perdida no llorar los graves desastres de su alma y lamentar ligeros daños del cuerpo. Tal se pinta esta mujercilla, la cual llora la mancha de una saya como su total ruina, y de sus inormes pecados no hace caso. Deste género de gente dijo el Profeta: «Tienen manchas desde la cabeza a los pies, y, siquiera, no cuidan del fin en que vendrán a parar males tamaños.
NÚMERO TERCERO
DEL MELINDRE A LA CULEBRILLA
Soneto de pies agudos
al medio y al fin
Púsose a escribir Justina, y vio
pintada una culebra en el papel.
Espantóse y llamó al ángel San Miguel,
diciendo: «¡Ay, que es culebra, y me mordió!
Mas ¿si es pintada? Sí es. Mas bien se yo
que la culebra es símbolo cruel.
Franqueóla el temor, luchó con él,
es cobarde el temor, y amainó.
Ya que vio la figura sin temor,
discurre así: ¿Acaso este animal
anuncia sólo mal? No. Pues ¿qué más?
Bienes. ¿Cuáles son? Fuerza y valor,
prudencia, sanidad. ¡Oh pesia tal!
¿Qué me detengo, pesar de Barrabás?»
–Jesús, mi bien! ¿Qué has traído aquí, Marina?
Buena sea la hora que nombré culebra, pues veo con mis ojos la que con la boca nombré. Mas ¿si es dragón? ¿Si me ha mordido? ¿Si me moriré? ¡Ay Dios! Al rostro me mira: debe de ser saltarostro. ¡Válgame San Miguel, que venció al diablo; San Raphael, que mató al pece; válgame San Jorge, que mató la araña, y San Daniel que venció a los leones; válgame Sancta Catalina y Sancta Marina, abogadas contra las bestias fieras! ¡Ayme, dónde huiré! Mas ¡qué boba soy!, que no es cosa viva, sino culebra pintada en el papel que llaman de culebrilla. Ya parece que se me ha tornado el alma al cuerpo; ya no tengo miedo. Mas ¡ay, qué necia! ¡Qué presto nos consolamos las mujeres con cosas pintadas! Debe de ser porque somos amigas de andarlo siempre. Mas, si va a decir verdad, por mal pronóstico tengo ver pintada culebra en el papel en quien estampo mis conceptos, y, especialmente, me da pena el haberla visto al tiempo que tomé la pluma en la mano.
¡No fuera este papel de la mano! Ya siquiera, con serlo, persuadiérame a que después de escrito tuviera mano para hacerme mercedes y me acarreara honra y provecho, dándome a maravedí el palmo. ¡No fuera este papel de la mano, para ganar por ella a los que blasfemaren destos renglones por ser obras de las mías! Si fuera de la mano, creyera que era mostrador del reloj, con que pintan a la esperanza cuerda. Pero, siendo de culebrilla, entenderé que es amenaza de la envidia, cuyas armas fueron una sierpe o culebra que va engullendo un corazón.
¡Ay mi Dios! Papel mío, ya que no sois de la mano, ¿por qué no fuistes del corazón, para que en la historia donde hago alarde de algunos empleos del mío fuérades tan felice pronóstico como yo deseo? Necesidad teníades de corazón para mostrarle en las adversidades en que os habéis de ver, y aun cuando tuviérades dos como las perdices de Faflagonia, no fueran de sobra. Mientras un animal muerto tiene dentro de sí el corazón, tarde y mal le penetra el fuego. Y así, si vos, aunque váis muerto, tuviérades corazón, tarde os venciera el fuego de la envidia de mis contrarios, los cuales, por momentos, intentarán alquitranaros con el fuego de sus lenguas fogosas. Pero, siendo de culebrilla, pensaré que sois el fogoso cancerbero o que habéis de ser traidor y ofreceros a quien de vos se quisiere servir para atacar contra mí la culebrina de su intención infernal.
En ver que tenéis culebrilla o dragón pintado se me caen las alas de águila, tan proprias de mi arriscado ingenio, y me parece que, así como es propriedad del dragón subirse al encumbrado nido de la real águila, donde, con el veneno que allí pone, quitara la vida a sus polluelos, si el águila no se valiera de la preciosa piedra etites, llamada comúnmente piedra del águila, que es única para malos partos, para ser gratos y amorosos, y tiene otras excelentes propriedades. Así pienso que, cuando yo más me encumbrare en el nido de la altísima elocuencia, cuando más levantare el estilo sobre las nubes de la retórica, entonces el villano y terrestre vulgo hará alas de la envidia y veneno de la murmuración, y querrá, como el dragón, oprimir los polluelos de mi entendimiento, que son mis conceptos y discursos ingeniosos, que creo son particulares, por haber sido engendrados de un ingenio razonablejonazo, crecidos con lectión varia, aumentados con la experiencia, acompañados y bañados de dulces facetias, que, demás de ser sin perjuicio de nadie, van en un estilo muy aparejado para dar bohemio a los principotes, cansados de cansar y estar cansados.
Mas, ¿de qué temo?, ¿qué me acobarda? Ya pensará alguno que soy agorera, y tengo tanto de eso como de ermitaña. ¿Es posible que la culebra sólo anuncia males, y sólo es tablilla de malas mensajerías? No lo creo. No hay animal cuyas propriedades, en todo y por todo, sean tan malignas que, a vueltas de algunas nocivas, no tenga otras útiles y provechosas. La hormiga con su gulosía daña y con su diligencia enseña; la abeja con su miel convida y con su aguijón atemoriza; el león con su cólera mata y con su nobleza acaricia; el águila con su fiereza persigue al dragón, mas con su realeza ampara los hijos de la cigüeña montañesa, su media hermana; los elementos con sus excesos matan y con su temperamento vivifican; los animales venenosos, con lo mismo que dañan, aprovechan a los heridos; luego no es de creer que haya animal el cual no tenga algunas buenas cualidades que sean pronósticos de algún buen suceso. Según eso, algo de bueno habrá en la culebrilla que me prometa un venturoso fin. Milagro es que no se me acuerde a mí lo bueno que significa la culebrilla, que no hay hoja en los jiroblíficos, ni en cuantos autores romancistas hay, que yo no tenga cancelada, rayada y notada. Doyme en la frente con la palma para preguntar a mi memoria si está en casa. ¡Ya, ya!, ya se me acuerdan mil primores acerca del símbolo y buen anuncio de la culebrilla.
–Moza, abre esas ventanas, que, según me yerve de concetos esta cholla, no hay papel en casa de Anica la papelera, ni tinta en los tinteros, para comenzar a discantar los alegres pronósticos que me anuncia para en este caso la culebrilla, cuyo temor he rendido con la memoria de lo que tengo de escribir a este propósito.
Por cierto, si bien lo miro, antes tengo por anuncio de gran consuelo que el papel en quien deposito mis conceptos y mi sabiduría sea de culebrillas. Lo primero, porque quien viere que mis escritos tienen por arma y blasón una culebra, pensarán que soy otra diosa Sophía, reina de la elocuencia, y que me convertí en culebra, no para engañar al dormido Adán, como los herejes valentinianos lo afirmaron de la dicha diosa Sophía, vuelta en culebrilla, sino para enseñar sabiduría a los dormidos que no saben en qué mundo viven, según como lo canta el poético choro de la misma Sophía vuelta en culebra. Y, en parte, no se engañará quien pensare de mí aquesto, porque yo, en el discurso deste mi libro, no quiero engañar como sirena, ni adormecer como Cándida, ni transformar como Circe o Medea, ni entontecer como Cécrope, ni deslumbrar como Silvia, que si esto pretendiera, no pusiera las redes en la plaza del mundo ni las marañas por escrito y de molde. Quiero despertar amodorridos ignorantes, amonestar y enseñar los simples para que sepan huir de lo mismo que al parecer persuado. No hablo con los necios, que para ser oidores de mi sala, a los tales cuéntolos por sordos, y aun ternía a gran merced si para en caso de leer fuesen ciegos, que desta suerte pensaría que, siéndolo, me serían más aceptas las oraciones que me rezasen a cierra ojos, que con ellos. Así que, lo primero, la culebrilla os significa la desengañadora elocuencia mía.
Pintan a Aristóteles como que traslada sus escritos del corazón de una culebra, por ser ella símbolo de la prudencia, astucia y sabiduría. Y así debo entender que a mi autoridad importa que el papel en quien yo escribo sea de culebrilla, porque de aquí colegirán mis devotos, si gustaren, y mis enemigos, aunque les pese, que mucho de lo que aquí dije lo trasladé del mismo original, de quien Aristóteles trasladó la sciencia con que se alumbra el orbe.
Esculapio, dios de la medicina, tuvo por armas y blasón una culebrilla argentada, en memoria de que en figura de culebra hizo en Sicionia milagrosas curas, en especial en materia de ojos. Esto me viene muy a propósito, porque la culebrilla me promete, y yo me prometo, que con mis escritos he de curar y desengañar muchos ciegos; conviene a saber: madres descuidadas, padres necios, inocentes niñas, errados mancebos, labradores tochos, estudiantes bocirrubios, viejos locos, viudas fáciles, jueces tardos. Y debérseme ha el blasón de segunda Esculapia, pues lo que la culebra rasguña, mis obras lo dibujan. Y si faltare quien me diga un amén, por lo menos, podré decir que una escritora ha dicho gran bien de mis cosas, y será tanta verdad como que yo soy nacida y tengo boca.
El dios Mercurio era el dios de los discretos, de los facetos, de los graciosos y bien hablantes, y este tenía por armas una hermosa culebra enroscada en un báculo de oro. Según eso, norabuena os vea yo, culebrilla mía, enroscada en el papel sobre quien yo recliné mi corazón y mis manos. Pues con esto entenderán los que en vos vieren mis obras, que no les quiero dar pena, sino buenas nuevas, como el dios Mercurio; que les hablo con donaire y gracia y sin daño de barras; que, si con lisonjas unto el casco, por lo menos no es unto sin sal; que, si amago, no ofendo; que, si cuento, no canso; que, si una liendre hurto a la fama de alguno, le restituyo un caballo; que con los discretos hablo bien, y con los necios hablo en necio para que me entiendan. En fin, todas son gracias de Mercurio, y si doy algún disgustillo, es con palo de oro, que es como palos de dama, que ni dañan ni matan.
Pero ya que tantas cosas se me acuerdan en pro del prójimo, querría dar con alguna en derecho de mi dedo, por no ser del bando de los galeotes, que dicen no se haber ensillado para ellos el refrán que dice: «más cerca está la camisa que el sayo».
¡Ya! ¡Ya! ¡Una boa! La culebra, para no dar a la muerte franco el postigo de los oídos, por donde el encantador la guía, cose el un oído con el suelo, y el otro zúrcele con la cola, para que, a puerta cerrada, se torne la muerte y aun el diablo. ¡Oh culebrilla, amiga mía, y qué bien me está remirarme en el espejo que me aclara vuestro catecismo, y aprender en él y en vos cómo me he de defender de los que, so capa de melosas lisonjas, me baldonan! Bien sé que destos sirenos enmascarados me han de salir a cantar y ladrar juntamente.
Unos me dirán: «Buena está la picarada, señor licenciado»; otro dirá: «Gentil picardía»; otro: «¡Oh qué pícaro libro!»; otro dirá: «Buena está la justinada»; otros: «Bueno es el concetillo, agudo pensamiento, gánasela a Celestina y al Pícaro».
¡Dolor de mí, si yo no supiera que hay mordiladas insertas en unción de casco y pullas envueltas en lisonjas, y aun envidias enroscadas en alabanzas! Hermanitos, a otro perro.
Mil años ha que hice esta obrecilla. Para aquel tiempo, sobraba, y si no fueran mocitos, que de lástima no me han dejado vaciar esta conserva, ya hubiera este librito ídose por su pie a la especería. Dícenme que está muy bueno el librito picarero, y que se holgarán con él. Vayáis norabuena, librito mío, que más cuestan los naipes y valen menos. Si ello el libro está bueno, buen provecho les haga, y si malo, perdonen, que mal se pueden purgar bien los enfermos si yo me pongo ahora muy de espacio a purgar la pícara. Mas ¡ay!, que se me olvidaba que ero mujer y me llamo Justina. Vayan con Dios, que estábamos hablando yo y el señor don papel de culebrilla.
Señor don papel: como digo de mi cuento, si alguno destos hombriperros o perrihombres os saliere a cantar por delante y a morder por detrás, no tengáis pena, que (teniendo culebrilla), con los que os ladraren, jugaréis de diente, y con los que os cantaren, con lisonja o sin lisonja, haréis lo que la culebra, cosiendo el un oído con el suelo de humildad y el otro con la cola de despedida.
El ignorante vulgo es de casta de perro de aldea, que halaga al zafio mal vestido, y ladra y muerde al caballero bien ataviado que pasa de camino, no teniendo otra causa deste mal acierto, otra que su natural ignorancia y el no tener trato ordinario con los de hábito semejante. Así el vulgo ignorante, como no conoce ni sabe qué cosa es una discreción en hábito peregrino, a vulto ladra a la fama del autor, y aun si puede morder, se ceba asaz.
Culebra tenéis, papel mío; defendeos. Si a lo grave que tenéis os perdieren el respecto, silbades, y aprovechaos de que tenéis culebra, y tenéis de pícaro lo que yo de pícara. Y si prohidiaren, morded, que los dientes no se hicieron para echar melecinas. Sólo os pido que si llegare un Pérez de Guzmán el Bueno, os rindáis a su grandeza, acompañada de su hidalga intención y noble proceder, que ni por Pérez tendrá pereza en haceros bien, ni por Guzmán le será nuevo el usar de cortesía. Y, generalmente, quiero que os rindáis y sujetéis al noble lector que con bondad pasare los ojos por vuestros sanos consejos, vestidos con el zurrón de chistes y gracias picarescas, que, en fin, tenéis culebra, y es vuestro oficio andar pecho por tierra.
Ahora bien, mal o bien preparado, ya tengo papel sin temor, dedo sin mancha y pluma sin pelos. Puesta estoy a figura para escribir. No me faltaba sino que vos, señor tintero, os entonásedes y hubiésemos menester haceros otros tantos conjuros. Mas yo os fío; que, siendo tan proprio de cornudos el sufrir, siendo vos de puro cuerno –por bien lo nombremos–, forzoso será que sufráis estocadas de pluma que os saquen sangre tinta, y tengáis tanta paciencia cuanta suele tener una olla de mondonguera o mal cocinada, en la cual –según decía Cisneros–, es mucho de ponderar que, aunque tan de ordinario es combatida de esmerilazos de cuchar herrera, jamás quebró, ni estalló, ni hendió por los lados más que si las tales ollas fueran encantadas.
¡Agua va! Desvíense, que lo tengo todo a punto, y va de historia.
Aprovechamiento
La verdadera sabiduría es luz que no sólo descubre su objecto, pero a sí misma se manifiesta a quien la posee, de manera que nadie hay que mejor sepa lo que sabe, o lo que ignora, que aquel en quien la sciencia está. Y, por el contrario, el ignorante la primera ignorancia que tiene es de que es ignorante. De aquí es que con razón pinta el autor esta mujercilla tan hueca de cuatro jiroblíficos que leyó en cualque romancero, en el entretanto que se le secaban los paños o traían el medio para medir cebada, que le parece que no hay sabio de Grecia a quien no la gane, ni hombre que no envidie su sabiduría y elocuencia.
Es tan artificiosa introducción, que con su ingenio capta la benevolencia a los discretos, y con su dificultad despide, desde luego, a los ignorantes.
Suma del número.
Pluma de pato es símbolo de la amistad inconstante
Huélgase de la travesía del pelo
Cuento a propósito que los pelos hablan.
Pregunta de la reina doña Isabel
Los hechos de los reyes las piedras los pregonan. Cuento a propósito y una fábula.
Los reyes son muy sojuzgados. Tráense a propósito jeroglíficos.
El pelo de la pluma honra a la escritora.
Fíngese que los pelos dan matraca a la pícara; habla con ellos y responde.
No es fuera de propósito pintar una vida pícara. Tráense símiles a propósito.
La vida picarca préciase de sus tachas. Símiles a propósito.
El pelo de la pluma moteja de pelada y bubosa. Cuento a propósito.
Matraca a un buboso y pelado; y dícelo la pícara por sí misma.
Cabellos de un buboso; compáranse, etc.
Símiles para consolarse un buboso.
Mujer cuando dice tres verdades de un golpe.
Prueba convenir manifestar sus enfermedades.
Los bubosos no tienen vergüenza, ni se corren, y por qué.
Juramento en vago.
No quita un dolor todos los gustos.
Fábula a propósito de cómo se consuelan los bubosos.
Mosca y cisne envidiados de la rana.
Aplícase la fábula.
Bubosos: hidalgos eclesiásticos y pájaros harpados, y por qué.
Bubosos son parleros.
Sesenta especies de bubas.
Abona el tratar de la picardía y bubas con varios símiles.
Abona el hablar a lo pícaro.
El pelo moteja de pobre, pícara, pelona.
Pobreza, hermana de picardía. Y en qué se diferencian.
Pobreza, mortero de salsas. Pobreza, cepo de limosna.
Alabanza de la pobreza. Ejemplos verdaderos aplicados ridículamente.
Pícaros cuando comen van a menos.
Batalla naval.
La pobreza tiene acción a todo. Pruébalo.
Pobreza con soberbia es cosa afrentosa. Ejemplo.
Hidalgos pobres se llaman pelones, y por qué.
Pobres hidalgos son pandorgos.
Confusión de pícara.
Juegos de pelos a la mar.
Aplícase el atravesar el pelo al hacer el autor su introductión retórica.
Cualidad de exordios.
Nota el artificio con que se trae todo lo dicho a propósito, y se resume lo dicho.
La pluma da seis nombres de «P».
Sopla Justina la tinta para quitar el pelo de la pluma.
A propósito de la mancha de la saya, prosigue artificiosamente el autor la introductión de su libro.
Suma del número.
Quéjase de los daños de la tinta.
Pinta el tiempo de su mocedad, y cómo todo se muda.
Escusa sus rugas graciosamente.
Escusa el habérsele caí-do los cabellos.
Rugas no se encubren.
Como si en la palma no se vieran las rayas.
Consuelo de una mujer vieja.
Píntase una mujer afeitada.
Todo el bien parecer está en manos de una mujer.
Quien se afeita tiene la potencia en las manos y la sciencia en las salseras.
De qué se acuerda, y con qué ocasión.
Aplícase la mancha a la introducción de la historia.
Moja Justina el dedo y no puede quitar la mancha; antes, se entinta la saya. Hace dello melindre, y concluye a propósito.
Saliva en ayunas.
Sopla Justina y cáese tinta en la saya.
La mancha es mal pronóstico, y lo primero es símbolo de castigo de soberbia.
El título de pícara no es con mal fin.
Autores hay que con aparencia de estilo humilde, lisonjean y hacen otras impertinencias.
Historia de Herodes ensoberbecido con sus vestidos.
El cielo es enemigo de soberbios
Divinidad ahogadiza, etc.
Todo es memoria de la muerte. Oro y metales.
Sedas.
Gusano de seda.
Escúsase de la comparación de Herodes. Y atribúyelo a los murmuradores.
Cuenta cómo le dio la saya a un bobo. Y que la saya no tiene culpa que meresca pena de mancha.
El rifador castigado.
Niñas de los ojos.
Jeroglífico de la injusticia.
Péganse las malas mañas.
La significación de la mancha, a propósito de hacer su introductión el autor.
Dicho notable de Aristótiles.
Aplicación.
Refranes a propósito de tener en poco el qué dirán.
Escúsase de murmuradora y maldiciente.
Habla con su criada.
Mira la saya más atentamente, y apódala.
Treta de astutas.
Nombres varios impuestos por las melindrosas.
Suma del número.
Vio Justina una culebrilla en el papel. De lo cual hace donosos melindres y, en achaque de consuelo, declara el autor su intento y hace prólogo al letor.
Miró Justina al papel
de culebrilla, y hace melindres de haber visto la culebra. Habla con su criada.
Tornó sobre sí Justina, y vio que la culebra era pintada en el papel.
Mujer, cosa pintada.
El papel de la mano es buen pronóstico.
Hace de todo introductión a su propósito.
Jiroglífico de la esperanza y de la envidia.
Papel de corazón, buen pronóstico.
Perdices de Faflagonia.
Excelencia del corazón
Culebrilla es símbolo de daños. Refiérense y declárase.
Propiedades del águila y dragón y etites.
Alabanzas de la historia. Y historiador.
Todo animal tiene algunas buenas propiedades, en virtud de las cuales significa algo bueno.
Hormiga. Abeja. León. Águila.
Elementos.
Animales venenosos.
Justina, lectora de romanticistas.
Habla con su criada.
Culebra, feliz pronóstico de muchas maneras.
Fábula de la diosa de la sabiduría y de la elocuencia.
Valentinianos.
Intento del autor en su libro.
Es desengañar ignorantes.
Despídese de los necios el autor.
Sabiduría de Aristótil significa por la culebra.
Medicina de ignorantes, significada por la culebra.
Sicionia.
Provechos deste libro.
Justina, segunda Esculapia.
Gracia y donaire, significado por la culebra.
Intento del autor es dar gusto in hacer daño.
Palo de dama.
Propriedad de la culebra.
Remedio contra los lisonjeros, significado por la culebrilla.
Fisgas del libro de la pícara.
Responde a las tácitas del murmurador.
Habla con el libro.
Torna a hablar con el papel de culebrilla.
Definición del vulgo, que es perro de aldea.
Capta la benevolencia a los corteses.
Pérez de Guzmán.
Habla con el tintero.
Olla de mondonguera.
LIBRO SEGUNDO
INTITULADO LA PÍCARA ROMERA,
EN QUE SE TRATA DE LA JORNADA DE ARENILLAS
CAPÍTULO PRIMERO
DE LA ROMERA BAILONA
NÚMERO PRIMERO
De la castañeta repentina
Canción de a ocho
El gusto y libertad determinaron
pintar una bandera
con sus triumfos, motes y corona,
y, aunque varios, en esto concordaron:
libertad saque a Justina por romera,
el gusto saque a la misma por bailona.
Sea el mote: En Justina,
de gusto y libertad hay una mina.
Si es verdadero el título que los poetas dieron a la vida presente y a la inclinación natural que más florece, llamándola puerta del otro siglo, yo digo que los dos quicios de mi puerta (que son las dos más vehementes inclinaciones mías), fueron, y son, andar sin son y bailar al de un pandero. Otras dirán que quieren su alma más que sesenta panderos, mas yo digo de mí que en el tiempo de mi mocedad quise más un pandero que a sesenta almas, porque muchas veces dejé de hacer lo que debía por no querer desempanderarme. Dios me perdone.
Con un adufe en las manos, era yo un Orfeo, que si dél se dice que era tan dulce su música que hacía bailar las piedras, montes y peñascos, yo podré decir que era una Orfea, porque tarde hubo que cogí entre manos una moza montañesa, tosca, bronca, zafia y pesada, encogida, lerda y tosca, y cuando vino la noche ya la tenía encajados tres sones, y los pies (con traerlos herrados de ramplón, con un zapato de fraile dominico) los meneaba como si fueran de pluma; y las manos, que un momento antes parecían trancas de puerta, andaban más listas que lanzaderas. Todo es caer en buenas manos, que quien las sabe, las tañe. Mas ¿qué mucho que fuese amiga de adufe, pues mamé en la leche la flauta y tamboril de mi agüelo, el que murió con la gaita atorada en el gaznate?
Antes que pase adelante, quiero contar un cuento a propósito de la gaita que tapó a mi abuelo las vías. A un comediante oí yo una vez apostar que nadie acertaría cómo es posible tapar siete agujeros con uno o uno con siete. Yo, acordándome de la muerte de mi abuelo, dije que los siete agujeros de la flauta los tapó mí abuelo con un agujero del gaznate, y el uno del gaznate con los siete de la flauta. Con esto, gané la apuesta, que fue unos chapines, con que me engreí; aunque miento, que con ellos me humilló mi novio. Pero esto no es de aquí, sino del medio.
Así que, el un quicio o polo de mi vida fue ser gran bailadora, saltadera, adufera, castañetera, y la risa me retozaba en el cuerpo y, de cuando en cuando, me hacía gorgoritos en los dientes.
La segunda inclinación era andar mucho. Hubo un emperador que dijo que la mejor comida era la que venía de más lejos, y yo sentía que la mejor romería y estación era la de más lejos. Decía la otra: «el sancto que yo más visito es San Alejos». A la verdad, esto de ser las mujeres amigas de andar, general herencia es de todas; y cierto que muchas veces he visto disputar cuál sea la causa por qué las mujeres generalmente somos andariegas, y será bien que yo dé mi alcaldada en esto, pues es caso proprio de mi escuela.
Un librito que se intitula Cortes de las damas dice que en las cortes de las damas que se celebraron en el Parnaso se propuso esta cuestión, y que sobre ella hubieron varios pareceres. Unos dijeron que la primera mujer fue hecha de un hombre que estaba soñando, y que el sueño era que andaba por la posta una gran jornada sin saber adónde iba ni para qué, y que así salieron las mujeres tan andariegas, que salen de casa, y si las preguntáis dónde, dirán que van a salir de casa, y no hay más cuenta. Otro reprobó este parecer, diciendo que tan viva y despierta inclinación de andar no pudo tener principio en andador soñado, y así dijo que pensaba que el pedazo de hueso o carne de que fue formada la primera mujer fue hecho de tierra de mina de azogue, que es bullicioso, inquieto y andariego. Otro dijo: «No fue eso, sino que, en realidad de verdad, la mujer fue hecha de un hombre dormido, y él, cuando despertó, tentóse el lado del corazón, y hallando que tenía una costilla de menos, preguntó a la mujer: “Hermana, ¿dónde está mi costilla? Dámela acá, que tú me la tienes”. La mujer comenzó a contar sus costillas, y viendo que no tenía costilla alguna de sobra, respondió: “Hermano, tú debes de estar soñando todavía. Yo mis costillas me tengo y no tengo ninguna de más”. Replicó el hombre: “Hermana, aquí no hay otra persona que me pueda haber descostillado: tú me la has de dar o buscarla. Anda, ve, búscala y tráemela aquí”. La mujer se partió, y anduvo por todo el mundo pregonando: “Si alguno hubiere hallado una costilla que se perdió a mi marido, o supiere quien tiene alguna de más, véngalo diciendo y pagarásele el hallazgo y el trabajo”. Y de aquí les vino a las mujeres que, como la primera iba pregonando, ellas salen vocineras, y como nunca acaban de hallar quien tenga una costilla de más, nacen inclinadas a andar en busca de la costilla y viendo si hallan hombres con alguna costilla de sobra».
Bien veo que esta es blasfemia para creída y fábula para reída, y para entendida, símbolo y catecismo no malo. Pero vaya de cuento.
Llegó a las cortes un enamorado, y dijo: «Las mujeres son cielos acá en la tierra, y por esto andan en perpetuo movimiento como los cielos». Bien hubiera dicho este galán, si las mujeres fuéramos incorruptibles como los cielos, pero ni lo somos, ni él las buscaba así. Muchos pareceres hubo que, por estar algo desarropados, no osan salir al teatro y también por dar lugar a que salga uno muy acertado, el cual dio la doncella Teodora, en el cual no sólo la razón de ser las mujeres amigas de andar, pero declaró la causa porque todas, por la mayor parte, somos amigas de bailar, en lo cual venció el parecer de otra discreta dama, que afirmó sólo ser natural las mujeres el andar mucho, y que si son también amigas de bailar es por andar. Y veese en que las que pueden andar mucho, no bailan, sino andan. Pero las que no tienen licencia para andar mucho, bailan mucho, porque ya que no andan en largo, andan en ancho. Este parecer hace mucho agravio a todo el hembruno, porque es decir que son tan locas como el otro que se paseaba todo el día sobre un ladrillo solo, y si le reñían, decía: «Necios, cuando viene la noche, tantas leguas he andado yo como un correo de a pie, sino que lo que él anda a lo largo lo ando yo en redondo».
Pero la doncella Teodora dio mejor en el punto, y de cada una de las dos inclinaciones de andar y bailar dio su distinta razón, aunque en alguna manera redujo ambas cosas a un principio y razón, y dijo así: «Habéis de suponer, ilustres madamas y daifises, que aunque es cosa tan natural como obligatoria que el hombre sea señor natural de su mujer, pero que el hombre tenga rendida a la mujer, aunque la pese, eso no es natural, sino contra su humana naturaleza, porque es captividad, pena, maldición y castigo. Y como sea natural el aborrecimiento desta servidumbre forzosa y contraria a la naturaleza, no hay cosa que más huyamos ni que más nos pene que el estar atenidas contra nuestra voluntad a la de nuestros maridos, y generalmente a la obediencia de cualquier hombre. De aquí viene que el deseo de vernos libres desta penalidad nos pone alas en los pies. Vean aquí la razón por que somos andariegas. Y la que hay para que seamos tan amigas de bailar, es la siguiente: en el bailar hay dos cosas, la una es andar mucho, y la otra es alegrarnos mucho con el alegre son. Y como en el estar sujetas hay dos males, el uno estar atadas para no poder salir donde queremos, el otro estar tristes de vernos oprimidas; y tanto, que no hay necio a quien no le parezca que hace suerte en decir mal de nosotras, como si fuéramos todas burras de venta y en mala feria, que para ser compradas hayamos de ser vituperadas. Y como en el bailar hay dos bienes contra estos dos males, el uno el andar y el otro el alegrarnos, tomamos por medio estas dos alas para huir de nuestras penas y estas dos capas para cubrir nuestras menguas. Y esta es la causa porque somos tan amigas de la baila, que encierra dos bienes contra dos males».
Celebróse mucho este parecer en las cortes, dando a Teodora la palma de discreta por una resolución tan atinada.
Ansí que, señores, no se espanten que Justina sea amiga de bailar y andar, pues demás de ser herencia de agüelas, es propriedad de muchas, especialmente de todas. Verdad es que yo augmenté al mayorazgo lo que fue bueno de bienes libres, porque en toda mi vida otra hacienda hice ni otro tesoro atesoré, sino una mina de gusto y libertad. De modo que, aunque entre la libertad y el gusto hubieran sucedido las discordias que fingen los poetas, podrás creer que yo sola bastara a ponerlos en paz, dándoles en mí campo franco para dibujar en mí sus blasones, trofeos, victorias y ganancias. Que cuando el gusto me considera tan bailona y la libertad tan soltera y tan tronera, se contentan uno y otro con tener por armas y divisa a sola Justina, única amada suya y propria mina de todos los deleites suyos, confusión mía, escarmiento tuyo.
Muertos, pues, mi padre y madre, y entregados mis hermanos en el cuerpo de la hacienda, y aun en el alma della, que es la bolsa, sin decir más misas por sus ánimas que si murieran comentando el Alcorán o haciendo la barah, tomé ocasión de andarme de romería en romería, con achaque de hacer algo por ellos, porque se me deparase quien hiciese algo por mí. Y a fe de veras, que sí ahora no tuviera más malicia que entonces, valiera mi saya un manto de burato. Verdad es que era moza alegre y de la tierra, y, en viendo bailar, me retozaba la risa en el cuerpo, y para hacer yo cada semana siete romerías de a nueve leguas cada una, no había menester más razón que ver andar la veleta de ábrego.
La primera que hice, después que murió mi madre, fue a Arenillas, la cual contaré por extenso, por cuanto en ella hubieron cosas dignas de memoria.
Es Arenillas un pueblo que cae junto a Cisneros, donde hay la behetría, de la cual dijo el otro bellacón que preguntó al diablo si entendía los aranceles de aquella behetría, y respondió que toda una noche había estudiádolos y no los había podido entender. A esta romería fui desde mi casa de Mansilla. Salí de noche, como cigüeña que va a veranadero, aunque miento, que las cigüeñas nunca hombre las vio salir, mas a mí me vio un tabernero; por más señas, que me dijo, viéndome ir vestida de colorado:
–Colorada va la novia, ella resbalará, o cairá, o cairá.
Mal haya quien no le dio docientos por adivino, pues, en efecto de verdad, ya que no caí, resbalé.
A Arenillas llegué a las doce del día, a lo menos, entre once y mona, cuando canta el gocho. Holguéme de ver en campo raso tantos campesinos que me olían a camisa limpia, que son los ámbares de aquella tierra. Viendo tanta gente, dije a mi vergüenza que me fuese a comprar unos berros a la Lambra de Granada. Luego, como buen predicadero, di una vuelta al auditorio con los ojos, y no sé qué fumecinos me dieron, que me parecía otro mundo. Vi de lejos que había baile y, pardiez, no me pude contener, que, sin apearme de la carreta, puse en razón mis castañuelas y en el aire repiqué mis castañetas de repica punto, a lo deligo, y di dos vueltas a buen son. Fue este movimiento tan natural en mí, tan repentino y de improviso, que cuando torné sobre mí y advertí que había hecho son con las castañetas, si no viera que las tenía en los dedos, jurara que ellas de suyo se habían tañido, como las campanas de Velilla y Zamora.
Yo había oído decir que afirman doctores graves que cuando dos instrumentos están bien templados en una misma proporción y punto, ellos se tañen de suyo, y entonces me confirmé en que era verdad, porque como mis castañetas estaban bien templadas, y con tal maestría, que estaban en proporción de todo pandero, no hubieron bien sentido el son, cuando ellas hicieron el suyo, y dispararon una castañeta repentina, para que dijese a los señores panderos: acá estamos todos. Como el bobo de Plasencia que, abscondido de una dama debajo de la cama, luego que vio entrar el galán, salió de adonde le había metido la dama, y dijo:
–Acá tamo toro.
Quizá pudo ser que aquella castañeta repentina se causó de que las castañetas retozaban de holgadas, y no me espanto, supuesto que en aquel momento se cumplían veinte y cuatro horas que no sabían qué cosa era siquiera un adarme de golpecito.
Oyó el son un primo mío que guiaba el carro, y no tanto por mal ejemplo que tomase (que también él era de los de la baila), ni por pena que tuviese de ver bailar antes de misa, sino por temor de que no se le espantasen las mulas, que eran nuevas, me riñó a lo socarrón, diciendo:
–Prima, muy a punto venían esas tabletas de San Lázaro. Muy poca pena tenéis vos de la muerte de vuestra madre, mi tía, y de la de mi tío, vuestro padre, que Dios tenga en el cielo.
Pardiez, si entonces tuviera mi vergüenza en casa, yo me corriera, pero como no había venido de la Alhambra, donde la despaché por berros, llamé al enojo, y con su ayuda dije:
–Tenga en el cielo, tenga en el cielo, por cierto, tenga, porque según vuestro tío era de urgandilla y amigo de husmearlo todo, y según era cohete y busca ruido como su sobrino, y según era amigo de verlo y escudriñarlo todo sin parar en ninguna parte, imagino que, si posible fuera salirse las gentes del cielo, no le pudieran detener allá, ni detenerle de que nos viniera a ver y tantear los pasos y contar si las castañetadas fueron una o dos, como si fuera caso de Inquisición, que se examinan los relapsos. Mira ahora, ¡para una castañeta repentina, que se le podía soltar a un ermitaño, tanto ruido!
Pardiez, ello medio bobería parece, mas díjela con enojo, y luego pedí perdón a Dios. Prosiguiendo mi enojo, le dije:
–¿Juraréis vos que fue castañeta lo que oístes?, ¿berros se os antojan? Aguardad, que luego os los traerá una criada mía a quien envié por ellos al Alhambra. ¡Bobo, tocan a misa, y piensa el muy majadero que las repicamos a buen son!
En diciendo que dije esto de la misa, un esgrimidor que estaba junto a nosotros (que siempre me depara la ventura con gente desta cazolada), me dijo:
–¡Oh, qué lindo! ¿Misa ahora? Por Dios, señora hermosa, que lo que es misa voló, que en este punto dice la postrera el cura de Guaza. Por señas que entre Dominus vobiscum y Amén no dejaba tragar saliva al monacillo. Que, aunque se puede pensar que lo hace por no hacer falta a un convite de boda, pero creo que es porque los clérigos no dicen misa después de medio día.
Con todo eso, fuimos allá, y no con poca prisa, y todo fue necesario, que por pocas no oyéramos misa; mas, si plugo a Dios, llegamos al ite missa est, y entre tanto que duró el oírle, encomendé a Dios a mis padres y abuelos y todo el estado eclesiástico y la Casa Real, los buenos temporales, la paz de los príncipes cristianos, los pecadores y pecadoras, en mis pobres oraciones. Ello poco tiempo fue, mas la oración breve diz que penetra los cielos, y aun en una oración de ciego oí decir que las oraciones breves, si son fervorosas, son como barreno de gitano o como ganzúa de ladrón, que en un soplo hacen su efecto.
Aprovechamiento
Muchos y muchas de las que en nuestros tiempos van a romerías, que van a ellas con sólo espíritu de curiosidad y ociosidad, son justamente reprehensibles y comparados a aquellos peregrinos israelitas que, caminando por el desierto a donde Dios les guiaba, dieron en ser idólatras. Y nota el modo de oír misa que se pinta desta mujer libre y olvidada de Dios.
NÚMERO SEGUNDO
Del escudero enfadoso
Villancico
Muy bien la fablé yo,
mas ella me respondió:
jo, jo, jo, jo.
Un muy gordo tocinero,
obligado de Medina,
quiso servir a Justina
de galán y de escudero;
ofrecióla vino y pan,
queso, tocino y carnero,
y ella le ofreció un no quiero
tan gordo como el galán.
Muy bien la fablé yo, etc.
Los suspiros que arrojaba
este nuevo Gerineldos,
eran muy crudos rebueldos
con que el alma penetraba;
y entre suspiro y rebueldo,
sacó un hueso de tocino
y una botilla de vino,
diciendo: vida, bebeldo.
Muy bien la fablé yo, etc.
Dijo corrido el galán:
¿jo, jo a mí? ¿Soy yo jodío?
Mientes, mientes, amor mío,
que mi padre es Reduán.
y así te juro, Jostina,
como moro bien nacido,
que de gana te convido
a tocino y a cecina.
muy bien la fablé yo, etc.
Salimos de la iglesia llevando algo picado el molino del estómago, con ánimo de ir a moler debajo de nuestra carreta. Y al salir de la iglesia, como yo vi tanto mirador por banda, íbame hecha maya, y tenía por qué, pues iba de veinte y cinco, sin los de los lados. Llevaba un rosario de coral muy gordo, que si no fuera moza, me pudiera acotar a zaguán de colegio viejo, y tuviera la culpa el rosario, que parecía gorda cadena. Mis cuerpos bajos, que servían de balcón a una camisa de pechos, labrada de negra montería, bien ladrada y mal corrida. Cinta de talle, que parecía visiblemente de plata. Una saya colorada con que parecía cualque pimiento de Indias o cualque ánima de cardenal. Un brial de color turquí sobre el cual caían a plomo, borlas, cuentas y sartas, con que iba yo más lominhiesta y lozana que acémila de duque con sus borlas y apatusco. Un zapato colorado, no alpargatado, que en mi tiempo no se nos entraba a las mozas tanto aire por los pies. Mis calzas de Villacastín, algo desavenidas con la saya, porque ella se subía a mayores.
Mas si los hombres mordieran con los ojos, según fingieron los argótides, ¡qué de tiras llevara mi saya! Si los ojos, de puro mirar, se ausentaran de los párpados y desampararan sus encajes, como fingieron los oculatos, sin duda que me dejaran pavonada a puro enjerir ojos sobre mí. Nunca gozamos las mujeres lo que vestimos, hasta que vemos que nos veen. Y así, pude decir que hasta que vi que me miraban de puntería, no supe lo que tenía puesto ni por poner. Mas en viendo que me miraban a dos coros aquellos deceplinantes que estaban en ringla a la puerta de la iglesia, luego di en lo que era.
¡Qué cosa es ver gente! Vive diez, que me entoné por más de un hora, y que al mismo Narciso despreciara si por entonces llegara a mi puerta. Es necedad pensar que mujer estimada haya de hacer caso de quien la mira. Antes hará mercedes a un verdugo, si la amenaza con la penca, que favores a quien la quita una gorra y se le humilla. Somos como un pulpo, que nos halla mejores quien nos obstiga más. Y véolo claramente en que, habiendo por dos veces columbrado dos pollarancones de los que no me solían saber a ruibarbo ni oler a cuerno, que si en otra ocasión los viera, por todo el mundo no dejara de decirlos un remoquete en el aire (porque esto de un conceto agudo siempre lo gasté), mas por verme tan llena de borlas y falsas riendas, tan ojeada y reverenciada, no los hablé más que si estuviera en muda. Cierto que eran de oír.
Unos me decían:
–Dios te bendiga –viéndome tan cariampollar.
Otros guiñaban con los ojos y me hacían el ademán del vino de al diablo, que es el mejor, según Móstoles. Otros me hablaban con la boca del estómago.
Y en este número entra un tocinero, obligado de la tocinería de Ríoseco, muy gordo de cuerpo y chico de brazos, que parecía puramente cuero lleno. Unos ojos tristes y medio vueltos, que parecían de besugo cocido; una cara labrada de manchas, como labor de caldera; un pescuezo de toro; un cuello de escarola esparragada; un sayo de nesgas, que parecía zarcera de bodega; una calzas redondas, con que parecía mula de alquiler con atabales; unas botas de vaqueta tan quemadas, que parecían de vidrio helado; una espada con sarampión en la hoja y viruelas en la vaina; una capa de paño tan tosco y tieso, que parecía cortada de tela de artesa. Con esta figura, salía más tieso que si fuera almidonado.
Contentéle. Negra fue la hora. Pegóseme como ladilla. Quísome hablar; no supo. Quísele despedir, no pude. Iba tan junto conmigo, como si tuviera de tarea el injerir su bobería en mi picaranzona. Y, de cuando en cuando, por hacerme la fiesta, hacía un rodeón de pescuezo, cuerpo y espada (que todo parecía de una pieza), y cada vez que volvía, me asestaba dos ojos del tamaño y color de dos bodoques, y a cada bodocada, despedía un rebueldo, y tras él, como cuando tras el rayo sale el trueno, me decía con una voz de mulo:
–Señora Jostina, almorcemos, que no ha de faltar pan y vino, carne y tocino, queso y cecina.
Yo, que nunca aguardo a desquitarme al miércoles corvillo, le dije:
–Jo, jo, jo, jo.
Él volvió, y con gran sinceridad me preguntó:
–¿Con quién habla, señora?
Yo dije:
–Señor, está aquí cerca mi pollino, el cual da fastidio, y si no digo esto, no habrá diablo que le eche de adonde está.
Creyólo el buen Juan Pancorvo, que ansí se llamaba el mal logrado, y volvióse a mirar atentamente mi pollino, rogándole con el mirar de ojos que, por la amistad, lo dejase.
¡Maldígate Motezuma, tocinero de Burrabás, que aun ahora no me parece que he acabado de abroquelarme de las estocadas que contra mí sacaste de la vaina de tu estómago y de los tiros de tu boca, tan secreta de palabras cuan pública de rebueldos!
Fue tanto el asco que me dio, que pensé que me dejaba conjurada la gana de comer por un año. Donde quiera que iba, me seguía. No me valían trazas; a todo salía. No me dejaba. No, a lo menos, por lo que yo tenía de Elías ni él de Eliseo: que tan pecador era él como yo, salvo que él pecaba caballero en un asno y yo al pie de la letra.
El era bobo en grado superlativo. Tantas veces le deseché, que él se echó a pensar una traza con que me obligar, y fue que, echando mano a la cinta, desenvainó una botilla de vino, y de la faltriquera un zancarrón de tocino envuelto en un cernadero. Y, con la bota en la mano, me saludó diciendo:
–Vida, mire qué belleza. Viva y beba, que es rico, rico, rico.
Yo, que me pico algo de poeturria, dije al mismo punto:
–Borrico, borrico, borrico, jo, jo, jo.
El tornó a mirar si acaso yo hablaba con el pollino, como la vez pasada, y viendo que el pollino no parecía, medio corrido, medio atolondrado, medio amante, medio enojado, me dijo:
–¿Jo, jo a mí, Jostina? ¿Soy yo jodío? Juro a San Polo que era mi padre de la Alhambra y de los Reduanes. ¡Mire cómo podía ser jodío!
Yo, que oí ser Reduán, le dije:
–¡Oh, señor Reduán! Pues si es Reduán de los finos, yo quiero ver cómo corre la vega en mi servicio. Vaya vuestra merced, ande este campo, haga gentilezas, y entre ellas una sea que me compre una sortija de azabache, tan negra como estuviera ese sombrero suyo, si estuviera bien teñido. Y no se me enoje, que no le dije jo, jo, por motejarle de jodío. Muy lejos voy de eso. Y yo le diré el por qué cuando me compre la sortija. Por ahora no digo más, sino que por tenerle por muy caballero le dije lo que le dije.
Con esto conjuré aquella fantasma, y fue a correr la vega pensando diligenciar la sortija, mientras yo diligenciaba el absconderme donde correr la sortija; quiero decir, huir de adonde me encontrase para darme la prometida.
Ciertamente, que no hay cosa más penosa que uno destos caimanes enamorados. Son los tales como tiro, que si va muy atacado y dispara, vuelve en daño lo que pudiera ser de gusto y de provecho. Aquel necio más provecho se hiciera si dijera con el corazón (no pudiendo o no sabiendo con la boca) a mí, que no pido. ¿Pues decir que supo él manifestar su cuidado más que un jumento? En mi vida vi amor enalbardado, si no fue este. Miren qué aliño de dárseme a entender un hombre que, en vez de ardientes suspiros, despachaba por instantes rebueldos que salían de lo íntimo de la yel, que eran harto más a propósito de dar muestras de una infernal piscina, que publicar tiernos sentimientos de un corazón herido dulcemente.
De las palomas dicen las fábulas que las desterró del cielo el dios de amor, aunque nieto y descendiente suyo. Y yo no hallo que pueda haber habido otra causa, sino porque el dios de amor tiene por asquerosos los amores del palomo, por cuanto van insertos en rebueldos. ¡Miren cómo no me había de ofender a mí amor tan aborrecible, que aun enfada al ahidalgado y sufrido dios de amor! ¡Qué Celso amador habíamos encontrado, el cual, a petición de su dama, que era amiga de oír músicas en carros triunfales, se transformó en el carro y buccina del cielo, para que su dama tuviese carro triunfal incorruptible y, juntamente, música incansable! Reniego de su bocina roldana, que tal son ella me hizo. ¡Mirad, por vuestra vida, qué billetes en papel dorado!, ¡qué tercera subtilmente injerida como cuña!, ¡qué dos mil patacones ojigallos para guantes, conforme a la ley del siglo dorado!, que decía aquello que tradujo el poeta, y dice:
Si tienen puntas de oro las saetas,
Amor puede al seguro hacer sus tretas.
¡Qué pasacalles en falsete!, ¡qué chinas al marco o golpecitos de celosía!, ¡qué coplas en esdrújulos!, ¡qué canciones tan menudeadas que unas a otras se alcanzasen, sino un rebueldo y otro tras él! Por él se podía decir: «¿Sospirestes, vida mía? No señor, sino regoldede».
Corrida estoy de haber parecido bien a un tan mal pretendiente. Más me holgara que dijera mal de mí, como el otro caballero que riñó con un gran murmurador, y le dijo: «Señor fulano, hanme dicho que todos los hombres honrados deste lugar os parecen mal y habláis mal dellos, y que sólo yo os he parecido bien, y decís bien de mí. Pues juro a diez y a esta cruz que, si de mí habláis bien, os he de sacar la lengua por el colodrillo, que a quien tan mal le parecen tantos hombres honrados, córrome yo de parecerle bien. Decid mal de mí como dellos, para que entienda yo que soy tan honrado corno ellos».
Así que estoy corrida de haber parecido bien a este burrihombre. Mas, pues no se queja el dorado y rubio sol de que le miren tantos feos, y el cielo no se cansa de que le miren tantos bobos, quiero sobreser del enfado, con presupuesto de no acordarme dél, si no fuere cuando tenga hipo tras carcajada. Sólo digo que tornó a buscarme con la sortija, pero yo me hice reina de Tacamaca, que donde estaba no parecía y estaba encobertada. Dejo esto.
En resolución, yo despedí a mi avechucho y me fui a mi carreta, donde asentamos real yo y la parentela de Mansilla, donde comimos a dos carrillos lo que teníamos (y aun lo que no teníamos), y pasaron lindos chistes. Escusóme de ponerlos aquí el que, para hacer el retal de las Carnestolendas, llevó de mi casa listas de seda, que en otra tela vinieran bien. Digo que me hurtaron los escritos de lo que en todo este convite y sus chistes pasó.
Y digamos a lo breve este paso, que, como dicen los labradores, cuento de socarro, nunca malo.
Aprovechamiento
Es tan sutil el engaño y engaños de la carne, que a los broncos, zafios e ignorantes persuade sus embustes y embeleca con sus regalos.
NÚMERO TERCERO
Del convite alegre y triste
Endechas con vuelta
No hay placer que dure,
ni humana voluntad que no se mude.
Sentóse a comer
la hermosa aldeana,
la que come ojos,
corazones y almas.
Dice mil apodos,
lindezas y gracias;
Fortuna invidiosa
las trueca en desgracias.
Que no hay placer que dure, etc.
Con boca de perlas
mil perlas derrama,
pero los villanos
nada bueno alaban.
Que lo amargo es dulce,
si hay voluntad sana,
pero si está enferma,
lo sabroso amarga.
Que no hay placer que dure, etc.
La envidia es arpía,
tigre y fiera hircana,
que en ajenos bienes
halla muerte y rabia,
y viendo Justina
que ésta la maltrata,
con sentidas quejas
así lamentaba:
Que no hay placer que dure, etc.
Mas considerando
que fortuna es varia,
trueca sus suspiros
en gustos del alma.
Da higas al tiempo
y a la vil mudanza,
y al son de un adufe
esto dice y baila:
No hay placer que dure,
ni humana voluntad que no se mude.
Despedida aquella fantasma tocinera, aquel galán de ramplón, aquel amante inserto en salvaje, me acogí debajo del pabellón de nuestra carreta, donde nos asentamos yo y mi gente ras con ras por el suelo, como monas. Estaban conmigo unas primillas mías, de buen fregado, pero no tan primas que no fuese más la envidia que mostraban que el amor que me tenían. Tenían por gran primor el servir a mis primos de estropajo, y así las trataban ellos como a estropajos. Mas yo a ellos y a ellas hacía que me respetasen, y aun los despreciaba, porque siempre tuve por regla verdadera que la mujer sólo compra barato aquello que estima en poco.
Con todo eso, quise dar vado al virotismo y soltar el chorro a la vena de las gracias y apodos, que es sciencia de entre bocado y sorbo. Bien sé que no he errado cosa tanto en mi vida, porque las gracias no son para villanos, y menos para entre parientes. El afeite, la gala, la damería, la libertad, el favor, el dicho, el donaire, parece bien al yente y viniente, pero no al pariente. Es como los que dicen: «Justicia, y no por mi casa». Ya se erró. Contémoslos, que de mis cascos quebrados habrá quien haga cobertera para la olla de las gracias, para que no se le vierta cuando más yerva.
Comenzamos a hacer penitencia con un jamón y con ciertas genobradas, bien obradas, y con nuestras piernas fiambres llenas de clavos y ajos, y llueva el cielo agua. Miento, que maldita la gota bebí, porque en nuestra tierra destétannos a las mozas con la que llora la uva por agosto, a causa de que todas somos friolentas y boca de invierno, como dijo el otro que nos vendió el rocín por mayo. Yo estaba recostada en el suelo a la usanza de los convites de los hebreos, y no me faltaba razón. Mis primos y primas, todos echados en ala, que parecíamos tinajas sacadas a lavar.
Al principio de comer, no corría la vena, y así callábamos como en misa, y aún más, que para las mujeres que contrapunteamos una misa a lo jirguero, no es mucho encarecer; pero luego que el dios novio de la vaca, que es el Baco, carbonizó la hornacha, rechinaban las centellas de los ojos y espumaba la olla por la lengua. A la verdad, si Justina no entonara los fuelles, maldita la tecla había que sonara bien, sino que a ruido de una buena decidora todo hace labor. Preguntéles mil qué cosi cosi, y respondieron a todo como unos muletos de tres años. Preguntéles cuál era la cosa de comer que, siendo de carne, primero se cortaba el cuero que la carne; no dieron en ello. Díjeles que era la molleja del ave, y persinábanse de verbum caro como si relampagueara. Preguntéles cuál era la cosa que con más carga pesa menos, pero dieron en ello como en la ciudad de Constantinopla. Uno dijo que era la porra de Hércules; otros, que era el caballo Babieca. ¡Tómame el tino! Y cuando los dije que era el cuerpo del hombre vivo, el cual cuando está cargado de manjar pesa menos que cuando está vacío de comida y muerto de hambre, por pocas se volvieran en matachines a puro espantarse de la sabia Justina. Y eran tan discretas mis primazas o, por mejor decir, tan buenas pagaderas, que me lo pagaban todo a golpes sobre mis espaldas. Hacían bien, que si yo lo quisiera entender, me decían que gracias tan mal recebidas las echase a las espaldas y al cabo del tranzado. En fin, ellas, tras cada gracia, palmeteaban las espaldas, como si el decir gracias fuera enfermar de tos, que se quita con golpe de espaldas. Otras mil preguntas les hice de las muy perfiladas, así de motes, como de cifras y medallas, enigmas y cosicosas, mas para ellas era hablarles en arábigo.
Verdaderamente, la ufanía de un vencimiento es ciega. Dígolo por mí, que no miré que al paso que iban riendo mis agudezas, iban envidiando mi buen entendimiento, y así iban resfriando la risa, hasta tanto que se murió de frío, y después de muerta la enterraron la pena. Pero mi orgullosa pujanza tenía vendados mis ojos, para no echar de ver que ya el placer había reconocido las riberas de su fin y que aquella gente no estaba para gracias; y, en fin, siempre fue tan celebrado como verdadero aquello que dijo el poeta español, y yo cantaba:
No hay placer que dure,
ni humana voluntad que no se mude.
Yendo, pues, en alto mar de mi pujanza, queriendo, a lo solapado, dar un picón a dos de los del corro, macho y femia, al uno de comedor, y al otro de bebedor, escupí una bachillería que se me tornó a la cara, y dije:
–Hola, oíd, que os quiero preguntar un qué cosi muy gustoso, para que tornéis a enhilar el hilo de la risa. ¿Mas que no sabéis por qué pintó Apeles a Ceres, diosa del pan, con un perrillo de falda, y a Baco, dios del vino, con una mona?
Estaba allí una prima mía que había hablado con mi Apolo (quiero decir, oídome a mí la resolución), y como tenía las armas de mi sciencia y las de su invidia, entró con armas dobles, y con gran desprecio (cosa que sentí mucho), me dio un mandoble, y dijo:
–¡Por cierto, sí! ¡Gran sabiduría! Ya no quiero callar como hasta aquí he hecho, mas por ver que no dejas hacer baza y que hablas a destajo, quiero decirlo. Y porque entiendas que si queremos hablar, podemos, y que nuestro callar es de discretas y tu mucho hablar es de necia, mira: el perrillo y la mona son dos animales los cuales crió naturaleza sólo a fin de entretener las gentes con sus juegos, retozos y burlas y visajes, y si dan a la diosa del pan, que es Ceres, y al dios del vino, que es Baco, perrillo y mona, es porque se eche de ver que en habiendo que comer y que beber, luego se sigue el haber entretenimientos, juegos; y burlas, conforme al dicho de un poeta, que dijo:
Sin Baco y Ceres
son de sobra gustos, juegos y mujeres.
Acertó. Corríme de verme cogida en mi trampa y empanada en mi masa. Mas ya me contentara con que este disgusto fuera ciclán y sin compañeros, pero nunca la adversa fortuna hizo una primera sin hacer tras ella mazo o flux. Siempre llueve sobre mojado, como distilación de alquitara; siempre pica sobre llagado como mosca; y es de casta de albarda de rocín triste, que siempre cae sobre matadura.
Dígolo porque luego que la primilla me fasquió de lleno, salió un primo de bastos que, saliendo de su paso, aguzó, cosa desusada, y dijo:
–Justina, ¿sabes qué se te puede decir acerca de tu misma pregunta? Dos cosas: la una, que en esa pregunta muestras que eres de casta de pistolete italiano, que apuntas a los pies y das en las narices. Dígolo porque preguntas uno y malicias otro. Pero (dejando aparte tus siniestros, que son más que de mula de alquiler), yo te quiero responder a lo que has propuesto, ya que quieres que se ponga la cátedra debajo del carro. Digo, pues, que si aquí hay alguna persona que merezca nombre de mona, eres tú. Lo uno, porque tienes la bota al lado (y decía verdad, porque ella me rogó que defendiese su castidad, que corría gran peligro, y tanto mayor, cuanto era más chica y ternecita), y lo otro, porque si las armas y los nombres de Baco y Ceres se hubiesen de repartir entre los del corro, a nosotros los hombres nos cabía el nombre de Ceres y tener por armas perrillo de falda, y a las mujeres, el nombre de Baco y tener armas de mona. Que por eso dijo el poeta picaresco que son los hombres cereros y las mujeres bacunas. ¿Quiéreslo ver? ¿Qué hombre hay de nosotros que, si le dejásedes, no os serviría de perrillo de falda sin dejar jamás la tarea? Y en eso bien probada tenemos los hombres nuestra intención. Pero tú y otras bailadoras como tú, que sois muchas, especialmente todas, sois proprias monas, porque proprio de monas es andar siempre bailando, ser mimosas melindreras y urgandillas. Y yo seguro que antes de mucho te tome la mona y bailes.
El diablo se lo dijo. Por adivino, le pudieran dar docientos por docena. Con esta respuesta me pagó el primillo. Confieso que lo pregunté con malicia, y confieso, no sin verecundia, que como tan sin pensar revolvió sobre mí con tan buen discurso, no sólo no le di a él ni a ellas más vaya, pero me atajé y corté de manera que, por un buen rato, no encontré con cosa buena ni mala que poder decir.
Un buen decidor o decidora es de casta de lanzadera, la cual, aunque muchas veces y mucho tiempo ande aguda y sutilmente sobre los hilos de la tela, pero si por desdicha encuentra en uno solo, aquél la ase y detiene. Así yo, aunque había gran rato dicho con agudeza, topé en este hilo y perdí el hilo, Y, sin echarlo de ver, no hacía otra cosa sino mirar atentamente a una cabeza de coneja monda y raída, después de repasada, que estaba acaso en la mesa, y escarbarla con el dedo, como si allí me comiera.
Entonces, otro de la compañía, a quien jamás vi meter letra, ahora dio tan en el punto, que en un punto me acabó de poner de lodo. Como me vio estar maganta y pensativa, mirando tan atentamente la calavera de conejo que yo tenía en las manos –que, como dije, la fortuna adversa es tirana, si desea venganza es insaciable, y a pendón herido da licencia general a todo necio para que haga suerte en un discreto asomado. Y en parte hace bien, pues con ellos gana la honra que pierde en ser tan favorecedora de bobos–, dijo, pues, el decidor moderno:
–Justina, si como creo que has sido pecadora, creyera que eras penitente, dijera que, estando así pensativa mirando esa cadavera de conejo que tienes en la mano, te estabas diciendo a ti misma: «Acuérdate, Justina, que eres conejo y en conejo te has de volver».
A lo menos, no negaré que este dicho me tornó en gazapo, pues me agazapó de modo que no dije más que si tuviera los dientes zurcidos. Tanto fue lo que me hizo callar y encallar.
Mis invidiosas holgaban, la parentela reía, y todos daban las carcajadas que se pudieran oír en Cambox. Yo, como avecindada en la Corredera, quíseme vengar, y no fue poco ofrecérseme cómo responder, de manera que le reñí al tono que él me habla reñido la castañeta soltera. En fin, yo saqué fuerzas de flaqueza y troqué mi cara por otro tanto de máscara de grave, y con ella, le dije:
–Señores mancebos y mancebas y sor primazo: gentiles honras hacen a su tía, mi madre, a quien Dios tenga en su gloria, pues con un ite missa est que han rezado por su ánima, les parece que tienen derecho a reírse con más bocas que pierna de pordiosero de cantón de corte. Miren que es la casa baja y que con tantas carretadas de carcajadas reventará la carreta.
Bien quisiera yo decirles más, pero a un corrido acábasele presto el huelgo. El primo, como iba de vencimiento, sin interpolar risa –antes, con mayor orgullo–, respondió al mismo tono que yo le respondí cuando me retó la castañetada de marras. Y lo que me dijo, fue:
–¡Boba allá, Justina!, no revientes tú de pena de estar corrida, que la carreta segura está de eso. Justina, por tus ojos, que se te antojan berros, que el ruido que has oído no son risas carcajales, sino que la mula boba suena mucho los cascabeles del petral y collera. Verdad es que yo no sé por qué ella lo hace, que comerle, nada le come, que está encobertada. Debe de ser, sin duda, que la mula está corrida, como tú, de que la llamamos La Boba por mal nombre, y refunfuña.
En diciendo esto el primo, acaso la mula se meneó, y, viendo que le salía tan a cuento lo del refunfuño y los cascabeles, acrecentó más la risa suya y del auditorio, y todos (ni sé si a mí, si a la mula) dijeron:
–Jo, jo, jo! –tan mal pronunciado como bien reído.
Pardiez, la mula como todo andaba tan confuso y de revuelta, no oyó bien, y aunque la decían jo, debió de pensar que la decían arre (si ya de puro beodos no decían erre), y acordó de tomar las del martillado. Dio un estirijón para desasirse de la carreta con tanta fuerza, que por pocas hubiera de hacer empanada de nuestros sesos, y aun fuera con toda propriedad empanada, porque siendo nuestro seso tan poco o tan ninguno, siendo empanada de sesos, fuera en pan nada.
Soltóse la mula, quebró una maroma y el hilo de la risa. Pasó de trápala por entre toda la gente, vendiendo coces a blanca y encontrones a maravedí, y no se le dejaba de gastar la mercadería.
Si no me cayera tan en parte la pérdida de la mula y de su huida, holgárame más que nadie de verla, aunque, para decir la verdad, tan de corrida andaba yo como ella, y por eso no me vagaba el reír. No me pesó del alboroto, porque a no romper el hilo de la matraca, llevaban camino de torcer maroma con que ahorcarme.
La mula andaba que parecía novillo encascabelado, y yo también lo parecía con tanta sarta y apatusco como traía en la collera. Mis parientes, los machos, fueron tras la mula. Mis parientas, las mulas, quedáronse junto al carro recogiendo sobras, que eran aprovechadas como monas de unto, y diz que sus abuelos fueron grandes apañadores. Yo, pardiez, no soy tan apañadora ni aprovechada, si no es de la ocasión. Esta tuve por buena para reírme un poco.
Ya me querrás reprender. ¿Qué querías que hiciese?, ¿correr? No podía, porque con las sartas que llevaba hiciera más ruido que la mula con sus cascabeles, y fueran muchos toros. ¿Había de llorar? No, que si a la doncella Io, por llorar la vaca, la llamaron io, a mí por lloramulas me llamaran mulata. ¿Habíame de sentar? Era mucha, mucha, remucha flema, flemaza, para quien era prima de tan buenos corredores. ¿Habíame de echar? Menos me convenía, porque pensaran que, como pusilánime, me enterraba de pura pena, cosa tan ajena de un corazón jinete. ¿Habíame de estar en pie como grulla? Eso era mucho lanzón, en especial quien traía el molino corrido de puro picado.
En resolución, como me vi sola y a peligro de dar en la secta de la melancólica, que es la herejía de la picaresca, determiné de irme al baile, dando dos higas al tiempo y otras tantas a la mudanza, y cuarenta mil a quien mal le pareciese. Sentéme entre una camarada de pollas que estaban en espetera aguardando el brindis de los bailones. La moza que almohazaba al adufe, hasta que yo llegué, había ido viento en popa, mas, en llegando yo, parece que reconoció ser yo la princesa de las bailonas y emperatriz de los panderos, y luego me rogó se le templase y pusiese en razón. Yo me hice de rogar, como es uso y costumbre de todo tañedor, mas al cabo hice su gusto y el mío. Toqué el pandero y canté en falsete unas endechas que yo sabía muy a propósito de mis sucesos, cuya vuelta era:
No hay placer que dure,
ni humana voluntad que no se mude.
Salían estas palabras calientes del horno de mis fervorosas imaginaciones, y así, no dudo que avivaron más de dos friolentos. Hecha mi levada, me torné a sentar, mas con la opinión de buena oficiala de tañer y rebuena de cantar y rebonisa de bailar. Luego me apuntaron los bailones, no reparando en la poca antigüedad de mi estancia ni en el agravio que se hacía en ser yo de las primero escogidas, siendo la postrera venida, sino en los muchos méritos de los buenos toques de pandero que habían visto y los de castañeta que se esperaban. Sacáronme a bailar luego, lo cual no causó poco fruncimiento, pero lleváronlo en dos veces. Sacóme a bailar, en buena estrena, un escolar, que siempre mí dicha me quería dar estos topes, como si yo rabiara por ser de corona. Entonces, más quisiera yo que me cayera en suerte un labrador, no, cierto, para que cultivara mis dehesas ni labrara mis sotos, que no había aún llovido sobre cosa mía que raíces tuviese, sino que son gustos. Pero al fin, no es fuerza que el que escoge sea escogido, ni acendrado. Ley es de baile, salgan las que sacan. Obedecí al sacamiento, y cuanto a la ejecución, apelé para las castañuelas; mas ellas, de puro agudas, al instante me condenaron, Entró el estudiante dando mil brincos y cabriolas en el aire, y yo a pie quedo, como lo bailo menudito y de lo bien cernido y reposado, le cansé a él y a otra trinca de compañeros suyos, que decían ser del colegio de los dominicos de Sahagún. Mas, a lo que yo allí vi, ella es gente floja para el oficio. Débelo de hacer que es muy húmeda aquella tierra y mejor para criar nabos que bailadores.
Aprovechamiento
La libertad y la demasía del gusto entorpece el entendimiento de modo que, aun en los tristes sucesos, no se vuelve una persona a Dios, mas antes procura
alargar la soga del gusto, con que al cabo ahoga su alma.
NÚMERO CUARTO
Del robo de Justina
Liras
La Bigornia ladina
ordena una danza, máscara y canción,
con que coge a Justina
cantando en fabordón
su presa, su trofeo y su traición.
La máscara acababa
en robar la Boneta seis bergantes.
La Boneta cantaba:
«soy palma de danzantes,
ay, ay, que me llevan los estudiantes».
Cogen en volandina
con este embuste a Justina descuidada,
la triste se amohína,
mas no aprovechó nada,
que fortuna, si sigue, da mazada.
Decía muy penosa:
«ay, ay, que me llevan los estudiantes».
Mas era ésta la glosa
de los mismos danzantes,
y así todos pensaron ser lo que antes.
Ya venía la noche queriendo sepultar nuestra alegría en lo profundo de sus tinieblas, cuando vi asomar una cuadrilla de estudiantes disfrazados que venían en ala, como bandada de grullas, danzando y cantando a las mil maravillas. Eran siete de camarada, famosos bellacos que por excelencia se intitulaban La Bigornia, y por este nombre eran conocidos en todo Campos, y por esto solían también nombrarse Los Campeones. Estos traían por capitán a un mozo alto y seco, a quien ellos llamaban el obispo don Pero Grullo, y cuadrábale bien el nombre. Cuadróle Justina para ser su feligresa, y enderezó la proa a someterme a su jurisdictión, y sí hiciera, si mi industria no me hiciera exempta. Éste venía en hábito de obispo de la Picaranzona. Traía al lado otro estudiante vestido de picarona piltrafa a quien ellos llamaban La Boneta, y cuadraba el nombre con el traje, porque venía toda vestida de bonetes viejos, que parecía pelota de cuarterones. Los otros cinco venían disfrazados de canónigos y arcedianos, a lo picaral. El uno se llamaba el arcediano Mameluco, el otro el Alacrán, el otro el Birlo, otro Pulpo, el otro el Draque; y las posturas y talles decían bien con sus nombres.
Era harto gracioso el disfraz para forjado de repente. Venían en el proprio carro de mis primos, porque, con engaño, le habían cogido; y como le enramaron a él y a la mula, no le conocí, porque entonces no me entendía con carricoches rameros. Antes que hiciesen sus paradas, cantaban a bulto, como borgoñones pordioseros, pero cuando paraba el carro, lo primero que hacían era bajarse y danzar un poco de zurribanda, con corcovos, y tras esto, a lo mejor del baile, cogían en brazos, a la picarona que llamaban la Boneta y poníanla el bonete de don Pero Grullo y su manteo roto, y metíanla en el carro con gran algazara, haciendo ademán como que la robaban. Luego se subían con ella al carro y cantaban una letrilla en fabordón, la cual trataba de que por premio de buenos danzantes, llevaban la moza llamada Boneta, que comenzaba y acababa la canción. La Boneta tenía un buen tiple mudado. Lo que cantaba era romance, con esta vuelta siguiente:
Yo soy palma de danzantes,
y hoy me llevan los estudiantes.
Unas veces decía hoy, hoy, y otras decía ay, ay, con unos quejidos tales, que parecía que real y verdaderamente la hurtaban. Con este disfraz incensaron toda la romería, hasta que se cansaron todos de verlos, y ellos cantar que cantarás. Con razón pudieran ser éstos comparados al cínife, que cuando más muerde, más canta, pues cuando quisieron morder mi honor y mi punto, cantaron en contrapunto. Aunque iban cantando todos los de la Bigornia, no les holgaba miembro, porque con los pies danzaban, con el cuerpo cabriolaban, con la mano izquierda daban cédulas, con la derecha bailaban, con la boca cantaban, con los ojos comían mozas y, con el alma toda, acechaban mí estancia, que por mí lo habían, y mi muerte clara intentaban para echarme en sal en su carreta. No quiero dejar de decir las cédulas que daban a los circunstantes, por que vaya el cuento con raíces y césped.
Una cédula decía:
¡Oh, qué lindas niñas,
si pagan primicias!
Otra decía:
Bien estudiado habemos,
si a nuestro obispo aplacemos.
Otra, que pronosticaba que mis borlas habían de ser ornato de sus bonetes y galas del pendón de su triunfo, decía así:
Doctor, ea, ganad las borlas,
que aquí están las sciencias todas.
La cédula de La Boneta decía:
Si me llevades, llevedes,
como no me matedes.
Duró buen rato el disfraz, pero como el cansancio tenga juros sobre todos los gustos, cobró sus derechos en éste. Deshiciéronse los bailes y corrillos, y cada cual comenzó a enderezar el norte de los ojos y el timón de su carreta al puerto de su pueblo.
Y ya que los recios vientos de mí importuno baile habían ondeado con el presuroso movimiento el flaco navío de mi cansado cuerpo, fuéme forzoso descansar un poco sobre una blanda arena adornada de oloroso tomillo, donde para mi descanso recliné y amarré mi navichuelo, recogiendo los remos de las castañetas y las velas de mis ganas. ¡Ay de mí!, que entonces debió de echar su sonda mi contraria fortuna, y, viéndome encallada en el arena de Arenillas, se atrevió a embestirme a lo callado la que rostro a rostro no se atrevió jamás a entrar a justar con Justina.
Dígolo, porque, por gran desgracia mía, viendo la Bigornia que yo estaba apartada del corro de la gente, y que nadie miraba en lo que ellos ni yo hacíamos, sino que todos entendían en aprestar su jornada, si no es yo, que ni tenía carro ni carreteros, en fin, viéndome descarriada y descarada, embistió de tropel conmigo toda La Bigornia; cubriéronme el cuerpo con un negro y largo manteo y con un mugroso bonete mi rostro, cogiéronme en volandillas, metiéronme en el carro con los mismos ademanes con que metían en el carro a La Boneta, y luego comenzaron a entonar la letrilla que solían:
Yo soy palma de danzantes,
y, ay, ay, que me llevan los estudiantes.
Todos los que así me vían, pensaban que yo era La Boneta. En fin, que me arrebataron, y comencé a ser ánima en penas mías y cuerpo en glorias ajenas. Comencé a contemplar la vigilia de mi mal acierto. Gritaba, lamentaba y decía a voces:
–¡Ay, que me llevan los estudiantes!
Mas de mí nadie se dolía, porque estaban hartos de oír ladrado y cantado aquella lamentación. En especial, que ellos, para mayor disimulo, echaban el bajo a mi voz en fabordón, con lo cual no podía percebirse si eran las burlas pasadas o las veras nuevas. Era suyo el fabordón, y así, no quedó don de favor humano para mí.
Repetía mil veces:
–¡Que me llevan, que me llevan los estudiantes!
Desgreñábame y desgañábame, pero eran vísperas de regla en día de atabales. En especial, que la Boneta me arropaba, porque pensasen que yo era la verdadera Boneta, y para que mi voz no sonase, me hacía la mamona y levantaba el tiple, y el obispote esforzaba el bajo. Con razón pusieron en mi proprio carro sus arcos triunfales, en señal de que con mis mismas armas y con mis mismas voces me habían de vencer.
Al paso que corrían por el suelo las ruedas del carro acarreador de mis males, corrían por mis mejillas lágrimas que las sulcaban, viendo que con la ligereza que el águila arrebata el tierno corderito, y con la que el presuroso Mercurio arrebató a la triste doncella Tevera para forzarla, y con la que el pensamiento sulca el orbe, con esa me iban remontando, hasta que me hicieron perder de vista el sitio de Arenillas y la vista de la romera gente, la cual, como no sabían la gran traición de aquel troyano seno en que iba el nuevo tesoro de pobres, pensando los unos que era burla de entre primos, y otros que era el disfraz antiguo, o se reían de mí, o no reparaban.
Ya que vi que la burla iba haciendo correa, congojéme más, y tenía razón. Consideré que, aunque yo no era la primer robada ni forzada del mundo, pero sabía que tenían cierto de mi parentela que mi rapto y deshonor había de ser vengado con las lanzas de copos y espadas de barro.
Tracia fue forzada de su hermano Leoncio, pero tuvo otro hermano, llamado Serpión, que, en venganza del agravio, le hizo sangrar de todas las venas de su cuerpo, y con la sangre que salió, argamasó la cal con que puso las primeras dos piedras sobre las cuales levantó unas casas que edificó para su hermana, sobre el cual paso he oído discantar algunos poetas. Unos dijeron que Serpión no quiso que se preciase su hermano de pariente, y que por eso le vació toda la sangre. Otro lo llevó porque sangre tan insensible no podía estar menos que entre piedras y arena. Pero lo que más hay que notar en este cuento fue el rétulo que puso en un padrón que relataba la historia, el cual, a mi ruego, tradujo de griego un buen griego, y decía así:
Vivan los edificios señalados
con sangre fratricida argamasados.
Sabna y Heris vengaron el agravio de su hermana Damaris, sacando el corazón del incestuoso Arnobio, el cual dieron a los leones; lo cual discantó el poeta, que dijo:
Tan crudos corazones
sólo pueden ser comida de leones.
No traigo a este propósito lo de Tamar ni lo de Dina, porque no es Dina Justina, sino indigna.
Así que, estas pobres violadas tuvieron pendencieros de mantuvión que despescaron su agravio, mas yo juraré por mis hermanos, que si la burla viniera a colmo, perdonaran la sangre por una banasta de sardinas. Todo esto tenían ellos muy bien tanteado, y por eso iban tan satisfechos de la gatada.
¿Qué te contaré? Si vieras esta pobre Marta al revés, que quiere decir Tamar, ir camino tan fuera de camino, enjaulada como toro que llevan al encerradero, ladrando como perro ensabanado que llevan a mantear, tuvieras duelo de la pobrecita, medio cocida, medio asada, medio empanada, medio aperdigada. Una cosa me dio siempre mucho consuelo y esperanza de salir intacta: y fue que, unos por otros, se detenían y me llevaban en medio, sin hacerme declinar jurisdictión ni conjugar tampoco. Parecía al asno de Burridano, que estando muerto de hambre, y en medio de dos piensos de cebada, de puro pensar a cual saludaría primero, nunca comió del un pienso ni del otro. Parecía también al zancarrón de Mahoma, en medio de dos piedras imanes, las cuales, una a otra, se impide el robo. Y, a la verdad, muchos pretendientes que aman una misma dama, cuando así están juntos, son como olla de nabos que mucho yerve, que, aunque todos andan listos con el calor, ninguno se pega a la olla. Así que, todos me comían con los ojos y ninguno me tocaba con las manos.
Hasta aquí se alargó fortuna a hacer limosna a estudiantes, con quien pocas veces suele ser franca; mas, cansada la hermosísima gitana celeste de emplear su favor en estudiantes (gente ingrata, gente que en ser voltaria compite con la misma rueda de la Fortuna), estendió su mano diestra con rostro favorable para ampararme y defenderme, pareciéndole que si para un Eneas bastó una inclemente borrasca, para Justina bastaba una carretada de enemigos, y que bastaba haberme armado la mamona sin disparar la ballestilla.
Mas, porque después de un reventón subido, da gusto el mirar atrás por ser trabajo pasado, así me le da el referir unas octavas que compuso un gran poeta a quien yo comuniqué esta historia, y cómo iba lamentándome cuando me llevaban en el carro los de la Bigornia. Y a este propósito compuso en octavas un diálogo entre mí y la princesa de las Musas, que a la cuenta es Calíope, en que finge que la diosa de las Musas me manda referir mis penas, y que yo, a duras, le cuento mis ansias y suspiros. Tienen un artificio singular, y es que juntamente son elegante latín y elegante romance, dificultad que pocos la han vadeado con el ingenio que éste, que si lo que le sobraba de poeta le faltara de loco, era digna de lauro su cabeza.
Diálogo entre la Princesa de las Musas y Justina,
a propósito de su robo, en octavas españolas y latinas:
Musa
Declara, si me amas, oh Justina,
cuántas chimeras ibas fabricando,
instante una tan próxima ruïna;
cuáles internas voces replicando,
urgente tanta pena repentina,
cuáles lamentaciones resonando.
Cuando tantas injurias publicabas,
¿cuántos caelestes orbes penetrabas?
Justina
Grandes penas intentas, Musa chara,
mandando tan acerbas jusïones;
suspende obediencias tales, dea praeclara,
suspende tan penosas relaciones.
¿Suspendes? Responde, oh Musa clara.
¿Respondes negativa? ¡Oh duras confusiones.
¿Mandas? Subjéctome. Afirmo, fui clamando,
tales infrascriptas voces dando.
¡Oh raras peregrinas invenciones!
¡Oh máchinas tan viles cuan brutales!
¡Oh chiméricas, oh vanas ilusiones!
¡Oh bárbaras personas animales!
¡Oh terrestres, caducas intenciones,
serpentinas, crudas, duras, infernales!
¡Oh fortuna inhumana, ingrata, varia,
tan dura cuan astuta, falsa cuan contraria!
Aprovechamiento
En achaque de máscaras y disfraces se cometen hoy día temerarios pecados, por lo cual los padres cuerdos y cristianos deben guardar a sus hijas de semejantes ocasiones, en las cuales está solapado el anzuelo del peligro.
Suma del número.
Trata este número cómo en una romería que hizo Justina, se mostró andariega y bailadera. Y que en ella había mucha libertad y gusto.
Vida, llamada puerta del otro siglo.
Justina comparada a Orfeo y por qué.
Qué cosi cosi a propósito de la gaita del abuelo de Justina.
La mejor comida y la mayor romería.
Todas las mujeres son andariegas, y dispútase cuál sea la causa.
Libro de las Cortes de las damas.
Primer parecer.
Segundo parecer.
Tercer parecer.
Pregón de la primera mujer.
Mujeres, andan en busca de la costilla, etc.
Mujeres bailan mucho por andar mucho.
Trae a propósito el cuento y el dicho del que se paseaba todo un día sobre un ladrillo.
Sexto parecer, de la doncella Teodora.
Cómo es mal y cómo no el servir la mujer al hombre.
Conclusión de lo dicho: por qué las mujeres son amigas de bailar.
Teodora laureada en las cortes.
Encarece ser amiga de gusto y libertad.
El gusto y libertad concordan en tener comunes tropheos en Justina.
Herederos descuidados.
Cisneros y la behetría.
Propriedad de las cigüeñas.
Llega a la romería.
La castañeta repentina.
Instrumentos unísonos a propósito.
Riñe su primo a Justina.
De puro enojada, dice mal de su padre.
Respuesta de Justina.
Misa breve.
Misa mal oída.
Suma del número.
Vestido de la romera.
Argótides.
Oculatos.
La mujer mirada, estímase a sí y desprecia a otros.
La mujer se compara al pulpo.
Píntase el talle del tocinero enamorado.
Ademanes del tocinero.
Razonamiento del tocinero.
Fisga Justina del toci-
nero.
Cuán penoso sea un bobo enamorado.
Contrapone las necedades de un necio amante a los hechos de un dis-
creto.
Palomas desterradas, porque requiebran con rebueldos.
Celso y su transformación.
Transformóse Celso en el carro y la buccina.
Amor interesal.
Enfada que al maldiciente le parezca alguno bien.
Consuélase de haber parecido bien a un bobo.
Cómo Justina dice muchos donaires.
Córrenla envidiosos; espántanse las mulas.
Van tras ellas, y ella muy sin cuidado, se va al baile y baila.
Epítetos del tocinero enamorado.
Epítetos del necio
galán.
La mujer sólo compra barato lo que estima en poco.
Comen debajo de la carreta.
Justina no bebe agua.
Mujeres parlan en misa.
Justina movía plática.
Enigmas de qué cosi cosi.
De la molleja.
Enigma del cuerpo humano.
Discurre sobre que, tras cada gracia, daban golpes en las espaldas.
La ufanía ciega.
Pregunta maliciosa de Justina.
Armas de Ceres y [Baco], mona y perrillo, y por qué.
Estos versos había oído a Justina la que los dijo.
Nunca una desgracia viene sola, y sobre esto es comparada a cosas graciosas.
El malicioso comparado al pistolete indecente.
Justina con la bota al lado.
Por qué se aplican a las mujeres las armas de Baco, que son una mona.
Córrese Justina.
El buen decidor es de casta lanzadera, y por qué.
El ademán de Justina corrida.
Condiciones de la adversa fortuna.
El dicho de que se corrió Justina.
Justina, con disimulación, hace que de grave calla, y no de corrida. Y responde a punto.
Huye la mula espantada.
Empanada de sesos.
Prueba que lo más que le convenía fue irse a bailar.
Tañe el pandero Justina.
Canta Justina al son del adufe.
Suma del número.
Una camarada, llamada la Birgornia, robaron a Justina con un embuste muy gracioso.
La Bigornia.
Disfraz de don Pero Grullo, obispo de la Picaranzona.
La Boneta.
Canción del disfraz y el ademán de la Boneta.
Vuelta de la canción del disfraz.
Bigornia comparada al cínife, y por qué.
Bullicio de La Bigornia.
Cédulas del disfraz.
Cédulas del disfraz.
Descansa Justina.
Roban a Justina.
Laméntase Justina.
Confunde la voz de Justina.
Va el carro ligero.
Justina llora la falta de socorro de sus parientes.
Asno Burridano.
Estudiantes.
Eneas.
Poeta loco.
Musa.
Son juntamente en latín.
CAPÍTULO SEGUNDO
DE LA BIGORNIA BURLADA
NÚMERO PRIMERO
De la entretenedora astuta
Rima doble
Después que la carreta apresurada
quedó emboscada y lejos de la gente,
La Bigornia insolente alborozada
saltó en una llanada, y su regente
quedó muy prepotente en la emboscada..
Vióse Justina apretada, y de repente
pensó tan conveniente modo y traza,
que el carro le sirvió de red de caza.
Después que salí, o, por mejor decir, me llevaron por mar en carreta, metida como carne de pepitoria entre cabezas y pies, y ya después que la noche puso al sol el papahígo para que, o durmiese, o fuese de ronda a visitar las antípodas, dejando a Delio su tenencia, pararon en una llanada que estaba poco más delante de un bosque que les servía de trinchea y emboscada. Al parar, vieras llover tanto del jo sobre las mulas, que se te amulara el alma. ¡Dolor de quien temía que querían desquitar los jos de la mula con los arres de su persona! Tras esto, saltó en la llanada la insolente Bigornia con gran alborozo y algazara, diciendo todos:
–¡Víctor la secretaria del señor obispo!
Y, para aperdigarme para el oficio, me dejaron sola con el obispote.
Miren qué aliño para una pobre diez y ochena, que era niña y manceba y nunca en tal se vio. Temblá[ban]me las carnes de miedo, y aunque para él eran mis temblores trémoles de bandera en coyuntura de asalto, con todo eso, se detuvo y dijo:
–Justina, ¿de qué temes? ¿Aquí no estoy yo? ¿No estás conmigo?
¡Ay, hermano letor, mira con quién, para consolarme con decir: «no estás conmigo»! ¡Qué Faltiel para Muchol! ¡Qué Absalón en guarda de Tamar, sino un obispo de la Bigornia y capataz de la bellacada!
Pero bien dicen que la apretura y estrecheza en que se ve un entendimiento es la rueda en que cobra filos, pues en viéndome en este nuevo estrecho de Magallanes, comencé a dar en el punto de la dificultad; y lo primero en que me resolví fue en entretener agudamente toda aquella noche el obispote, para que no corriesen sus gustos por mi cuenta, dado que él pensaba rematar cuentas del pie a la mano. Valióme mi ingenio; a él le doy las gracias, que por su industria embalsamé mi cuerpo y le libré de corrupción y del poder de aquella fantasma eclesiástica y del incendio que ya me tenía tan socarrada como socarretada. Demás de que mi ganancia no fue de las de tres al cuarto, pues, como verás, de los despojos de mi victoria quedé tan aforrada de capas, sombreros, ligas, ceñidores, etc., que pudiera poner en campaña sombrerados, ligados, ceñidos y capados otros ocho capigorrones tan grandes bellacos como éstos, que quisieron en tan breve tiempo dar a la enterísima Justina el ditado de Barca Rota.
Oyan, pues, mi traza; escuchen la victoria alcanzada de una invencible novicia, no con más soldados que sus pensamientos ni con más fuerza que sus trazas, y con tan buen modo, que quizá si algunas le usaran, sonaran menos sus voces y más su fama.
Luego que me vi a solas con este sireno de carreta y vi que con la una mano me tenía echado un puntal al cuerpo, como hacen al árbol cuya fruta está a pique de caerse, compré una libra de Roldán por dos arrobas de dolor de estómago, y con ella desleída en lágrimas, jalbegué mi cara, la cual quedó tan arroldanada, que hiciera temer al mismo Almanzor si estuviera en la carreta, y con buen tono, fablé así:
–Ea, picarón de sobremarca, obispo de trasgos y trasgo de obispos; él no debe de haber medido los puntos del humor que calzo, no me ha pergeniado, que a pergeniarme bien aún fuera Bercebú. Amanse el trote y el trato, que el que por ahora usa es para motolitas que no saben de carro y toda broza, que las de mi calimbo saben hacer de una cara, dos, y en caso de visita, saben dar a un obispo cardenales que le acompañen sin perderle de vista.
Como el bellacón oyó que yo le hablaba a lo de venta y monte, y que yo había tomado el adobo de la lampa que él practicaba, en parte le pesó, por ver que no podía sentenciarse de remate su pleito en tan breve término como él pensaba, y en parte se le alegró la pajarilla, viendo que había encontrado horma de su zapato. Con esto, deshizo la mamona, y, mirándome de otra guisa, con más respecto y menos vergüenza, me dijo:
–Picarona, si es que me había de responder al uso de la mandilandinga, hablara yo para la mañana de San Junco. Por Dios, que me encaja. Hermosa hilaza ha descubierto. Así la quieren en su casa y así será de provecho, y yo la doy palabra que, por las buenas partes que ha descubierto, la he de hacer obispa de la Picaranzona. Dígame, rostro, atento que mi sentencia está dada contra ella, la cual sentencia es la suprema por ser dada en consejo de Rota, mire si tiene que alegar o suplicar, porque donde no, tomará la posesión quien trabó la ejecución.
Como me quiso tocar en lo vivo, avivé, y, rechinando como centella, le respondí:
–Eso no. ¡Tate, señor picarón! (y dile un muy buen golpe en los dedos). Yo apelo, a lo menos, suplico del tribunal de su injusticia al de su clemencia Pero no; aguarde; oya, oyámonos. Escuche, escuche. Dígame, muy infame, ¿parécele que mi entereza, guardada por espacio de diez y ocho años (que tantos hago a las primeras yerbas), es bien que se consuma a humo muerto y se quede aquí entre dos costeras de carro, como si fuera hoja seca de carrasco viejo, que después de vendida la leña se queda en la lastre de la carreta? No quiero alegar en mi abono las leyes gentílicas que dan término para llorar la virginidad, pero a lo menos, no permita que entre cristianos muera una entereza tan de súpito. Dígame: ¿qué pícaro de hospital muere sin más luz que ahora tenemos, sin más ruido de campanas que el que ahora nos acompaña? Los descomulgados van a la sepultura a lo sordo, pero, pues no lo está mi entereza, no quiera que tan sin solemnidad se le dé sepultura de carreta a cencerros atapados. Y cuando yo y mi entereza hubiéramos incurrido en descomunión alguna por delictos, que nunca faltan, para eso es el obispo, para absolverme dellos y dar orden que mi entereza sea honrosamente sepultada. ¿Sabe lo que ha de hacer? ¿Sabe lo que quiero mandarle? –que, pues yo soy obispa, justo es mandemos a veces–, que llame la camarada y, por lo menos, de antemano bebamos la corrobla –como dicen los montañeses de mi tierra–, y delante de la insigne Bigornia se ordene un festín, y me deje hacer cuatro pares de melindres, siquiera porque vean que me duele el degollar un pollo que ha tantos años que crío para su mesa episcopal. Y también sepa, señor don Acémilo, que me estimo, y quiero que delante dellos me dé palabra, aunque no sea sino por bien parecer, que cuando sea cura me dará de beber (que lo que es de comer, ya sé que es pedir peras al lobo, pues no lo ha de tener jamás, ni para sí ni para mí, si no es que comamos las calabazas que tiene de renta, pagadas por mano de obispo cada cuatro témporas un tercio, sin algunos que están caídos, que es la renta más cierta que hay en Castilla). Y si esto le está muy a cuento, consiento; si no, pique. Digo, pique el carro, que si por fuerza va, ya sabe que las mujeres sabemos malograr los gustos. Más vale carnero en paz, que no pollo con agraz, créame. Amén, que le digo la verdad. Persona forzada, aun para servir en galera es mala, con ser oficio aquel de por fuerza, ¿cuánto menos podrá una forzada servir de hacer favores, siendo oficio de gente voluntaria y gustosa? Y si esta razón no le contenta, llame a consejo y verá lo que le dicen sobre esto de las fuerzas.
Créanme o no me crean, sabe Dios que en esta ocasión me encomendé con todo corazón a Santa Lucía, de quien dicen que es abogada de los que la invocan en peligros semejantes. Vayan conmigo: mi intento era apellidar por compañía para dar alargas con untura de almacén y entretener el tiempo, aunque el motolito, con toda su Bigornia en el cuerpo, creyó que el llamar compañía era para hacerle la salsa al plato o para tañer de mancomún al conjuro de la bruja que decía: «Allá vayas, piedra, do la virginidad se destierra».
Cuando yo vi que mi obispete suspendía el auto y me oía de aután, y vi que el gustosillo y blando céfiro de mis regaladas y airosas palabras borneaban su cabeza de porra de llaves y su cuello de tarasca, y hacía ademanes de aprobar mi consejo y llevar este negocio de gobierno conforme al arancel de mi petición, luego di por tan hechas mis chazas como sus faltas.
Dicen que cuando las alas de cualquier ave de rapiña se juntan a las del águila, con el poder y virtud de las del águila, se van pelando y consumiendo las de las otras aves, en especial las de las panteras y las grullas. Así, ni más ni menos, viendo yo que las trazas deste avechucho y grullo, que así se llamaba, se juntaban con las mías, tuve por cierto el apocar sus intentos y destruir sus estratagemas con mis astucias. En especial me animó el ver que había perdido la primera ocasión, porque es regla cierta que, quien pierde el primer punto, pierde mucho; y no tuve mejor pronóstico de que la Fortuna estaba en mi favor, que el ver que se le había escapado el primer lance de fortuna.
Acuérdome de un galán pensamiento de un poeta que fingió que el Amor salió un día a caza llevando en su compañía al Consejo. Era el desiño del Amor cazar una fiera llamada Buena Ocasión. Yendo, pues, en prosecución de tan gustosa caza, llegaron a un espeso monte, en el cual estaba la Ocasión encovada en el cabezo de un alto y casi inaccesible risco. Luego que el Amor vio la presa deseada, pidió ayuda al Consejo. Ayudóle. Llegaron al puesto tan ligera y astutamente, que el Consejo le puso la Ocasión en las manos, de modo que el Amor la pudo asir. Ya que el Amor tuvo la presa en las manos, volvió el rostro hacia donde estaba su compañero el Consejo, y díjole muy de espacio: «Amigo, haced traer una jaula en que enjaulemos y llevemos viva la Ocasión, que tan perdidos nos ha traído». Mientras el Amor volvió el rostro y cuerpo a decir estas razones al Consejo, huyó la Ocasión a vuelta de cabeza, y dejó al Amor burlado y aun afrentado. Quejóse el Amor de la poca ayuda del Consejo, mas el Consejo le respondió, diciendo: «Amigo Amor, yo no acompaño más que hasta cazar, pero no hasta enjaular. Y así, tuya es la culpa, que teniendo la caza en la mano y armas en la cinta, no era necesaria mi ayuda».
Así que, con mucho fundamento, me consoló el ver que se ponía a tomar consejo el obispo en el tiempo que tenía la ocasión en la mano.
Con las razones que le dije al obispote, puse su santo de cera y más obediente a mi mandato que si yo fuera la papesa. Queriendo, pues, poner en ejecución mis ordenanzas, dio un silbo como de cazador o de ladrón (que todo lo era y de todo tenía gesto), y al reclamo acudió la Bigornia, pensando que yo había, como ladrón, embolsado el hurto, y, como cazador, degollado a la pobre tortolilla cogida en la red que ellos dejaron armada. Y como los soldados, después que veen desmantelado el muro que han sitiado, se entran con algazara a tomar posesión del castillo conquistado, diciendo a voces: «¡Viva España y su rey!», así ellos, con voces y alaridos, venían diciendo:
–¡Viva el obispo y su Bigornia!
Y otro picarazo, que tenía una voz rocinable, dijo con un bajo temerario:
–¡Viva el señor obispo, remediador de huérfanas!
Yo, por les ganar la boca para mis intentos, dije a bulto un amén, y tras él, dos de mudanzas con tres castañetas en seco, en el poco sitio que me cabía en el carro, donde íbamos como palominos de venta. Usaba de todas estas trazas por vestirme del color de la caza, lo cual fue parte para que el mismo carro que ellos ordenaron para su triunfo, me sirviese a mí de vivar donde cazarlos (como más larga y gustosamente lo verás en los dos números que se siguen).
Esto que he referido era entre dos luces, cuando se reía el alba, y tanto más se reía, cuanto más de cerca iba contemplando la burla que yo pensaba hacer al villadino, o, por mejor decir, al vil ladino.
Aprovechamiento
Permite Dios que el pecador no sólo no consiga los gustos que pretende con sus chimeras, pero ordena y quiere que ellas sean instrumentos de sus penas
y verdugos de su persona.
NÚMERO SEGUNDO
Del parlamento loco
Estancias de consonancia doble
en un mismo verso
Hizo sceptro de un garrote el obispote
y, a guisa de rey Mono, hizo su trono,
y, para más abono, dijo en tono:
«Amigos, cese el cote y ande el trote.
Hoy se casa el monarca con su marca,
no quede pollo a vida, ni comida,
con que no sea servida mi querida.
Llamalda en la comarca, polliparca.
Traed tocino y bon vin de San Martín,
pan, leña, asadores, tenedores,
frutas, sal, tajadores los mayores,
presto, que el dios Machín pretende el fin».
Acabada esta razón, dijo el moscón:
marchad luego, hola, sin parola.
Fuéronse con tabaola, y quedó sola
Justina en conversación con su obispón.
Justina entretenía y suspendía,
de modo que pudieron los que fueron
hurtar lo que quisieron, y volvieron
con lo que pedía su señoría.
Venidos, se asentaron y brindaron,
el obispo don Pero se hizo un cuero,
luego el carretero cargó muy delantero;
mas que, si mucho pecaron, más penaron.
Ya que estaba el carro atacado de bellacos y el gobernador de La Bigornia en medio dellos, pareciéndole que no venía bien el ser obispo casado, no siendo obispo griego, aunque andaba cerca de serlo, renunció los hábitos y hízose rey. Tomó un garrote en la mano en forma de sceptro, hizo de las capas un trono imperial, poniendo por respaldar dos desaforados cuernos. Parecía rey Mono puramente. Captó la benevolencia, pidió atención; estaban boquiabiertos. Dijo Eneas, y escuchaba Dido el parlamento muy atenta por su mal. ¡Oh, qué bien dijo el refranista español!: «En consejo de bellacos, razonamiento de trapos»; lo cual quisieron sin duda decir los antiguos, cuando para pintar una tropa de semejantes bergantes gobernados por otro tal, pintaron una zorra coronada de restas de ajos, predicando en un cesto a las monas y a los gatos. Pero vaya de parlamento episcopal.
–Caros infanzones míos, conocidos en nuestra región campesina por vuestras hazañas, tan claras, que de noche relucen más que ojos de gato, por lo cual son hazañas gatunas. Famosos por vuestras prendas, nunca empeñadas, si no es en buena taberna. Lo primero, hoy cese el cote, pues no hay para mí fiesta cumplida sin cumplirse mis deseos. Lo segundo, quiero que andéis al trote, que es el paso de mis cuidados. Demás desto, os aviso que os he juntado en este mi carro triunfal para que, como a otro Scipión, coronéis de gloriosa palma mi cabeza, no por la victoria que he alcanzado, sino, por la que espero. Demás desto, os advierto que conviene a mi servicio y a vuestra honra bigornial y a la virginal de Justina, nuestra hermana, tan cara cuan barata, que, pues puedo decir que hoy nació del vientre de la Fortuna, vea yo que con gusto festejáis mi nacimiento claro. La circunstancia del tiempo, si queréis mirarlo, me da a entender que, pues nació debajo del amparo de la estrella de Venus, me ha de ser propicio el dios de amor, su hijo, y el alba de mi Justina. Cantaréis a voz en grito, cuando el piadoso cielo honrare mi cabeza con su lauro, y diréis que renazco como el ave fénix de las cenizas que ha hecho Justina en mi alma, después de haber quemado las potencias della con el inmortal fuego de su rigor. Atención: ella está entera como su madre la parió –y aquí suspiró el auditorio–, mas en esta hora piensa tomar puerto mi presuroso bajel y estampar en su entereza el non plus ultra asido de mis dos columnas. Digo, claro, que pretendo que dentro de una hora fatal la caza desta rara ave haga plato al gusto mío. Este es el día mayor de marca en que vuestro monarca se casa con su marca, por tanto, mando y quiero que os estendáis por los lugares desta región comarcana, que son muchos y muy cercanos, y no dejéis pollo, ni ganso, ni palomino a vida. Llámese mi Justina la polliparca, porque quiero que ella sea hoy la Parca que acelere la muerte a todo pollo. No quede fruta, ni queso, ni bon vin de San Martín, ni cosa de las de pasagaznate que no adjudiquéis para mi cámara. Y, porque no hay principal sin accesorios, traed para mí servicio asadores, tenedores, tajadores grandes de madera, que son los platos de las bodas de los labradores; manteles, sal, cuchillos y todo buen recado de pieza y suela. No quede cosa que no sea tributaria de mi solemne día, ofreciéndola a los pies de mi Justina, a quien justamente estoy rendido. A vueltas desto, no cesaréis de hacer perpetua demonstración de la alegría que en vosotros causan mis esperanzas, pues os consta que aun las cigüeñas se juntan a hacer fiesta el día que alguna se casa. Ea, amigos, que el dios de amor tiene alas y no sufre dilaciones; en especial el mío, que es más volandero que la garza de Valdovinos. ¡Hola, amigos, menos parola y más obediencia!, que, pues las esperanzas de mi placer no dan más larga que una hora, no es justo que os dé yo más de plazo para cumplir lo que tengo ordenado y dispuesto.
No hubo bien dicho esto el nuevo Heliogábalo, cuando los de su factión, con gran tabaola, saltaron un barranco que nos dividía con la presteza que los galeotes saltan un remo, ocupándose en obedecer al principote de la Bigornia. Entonces tuve por verdadera la fábula del zorro, el cual, para ir a caza de una querida zorra, puso a un cochino alas de grifo, y se halló mejor con este modo de cetrería que con otra ninguna. Así éstos, aunque como cochinos iban hacinados en una carreta, pero este zorro, con ánimo de cazarme, les puso alas de grifo. Sólo hay que, aunque cazó carne, pero no la que él quiso. De la presteza con que parló me espantó, mas si cochinos mandados de zorra vuelan, ¿qué me admiro de la ligereza destos?
Cosa donosa es ver cuán de gana obedecen los bellacos a quien gobierna su bellacada, y cuán de mala a sus legítimos superiores.
Preguntó uno a un caballero: «Señor, ¿por qué pagáis tan mal a vuestros acreedores, siendo tan franco y pródigo con las personas a quien no debéis nada?». Respondió el caballero: «Porque el pagar con obligación es de pecheros, y el dar sin deber es de nobles».
No me quiero detener ahora en calificar este dicho, que bien se echó de ver que erró este franco necio, que antes el pródigo paga pecho a la imprudencia y al vulgo y al qué dirán y a todo el mundo, y, por el contrario, el que paga a su acreedor muestra gran nobleza: lo uno, en desechar sujeciones; lo otro, en ejercer la virtud más hidalga, que es la justicia, la cual hace una ventaja a las demás virtudes: que las demás sólo miran el provecho de su dueño, pero ella y las que a ella se llegan no miran sino el provecho del tercero, que es más nobleza e hidalguía. Y también porque ella es tan noble e hidalga, que iguala al mayor, si debe, con el menor, si es acreedor.
Pero dejado esto para los sotos frescos, para los gallos briosos y para las peñas fuertes, que son los floridos de nuestra Salamanca, concluyo a mi propósito con decirte adviertas cómo estos bellacones tenían por bien obedecer a su verdadero obispo, el cual les traía sobre ojo; empero, a su obispo soñado le obedecían, y con la presteza que el rayo sale de Oriente y aparece luego en Occidente, con tanta, y aun con mayor, obedecían estos demonios a su Belcebub.
Dejáronme con él y sin mí, tan sola cuan mal acompañada, tan triste cuan disimulada. Comenzóme a decir muchas chanzonetas, y de travesía me daba algunas puntadas para que le dijese lo que pensaba yo hacer cuando tomásemos la Goleta. Yo, al principio, comencé a responderle a son, mas, ya que vi que se metía a tantos dibujos, eché por otro rumbo. Comencé a contar cuentos, los más de risa que se me ofrecieron, para divertirle la sangre. Contéle medio libro de don Florisel de Niquea, que entonces corría tanta sangre como yo peligro, mas a éstos me respondía que para entonces más se atenía a el Niquea, o, por mejor decir, al neque, ea, que al don Florisel, y que para quien esperaba fruta, eran muchas flores. Dile algunos sorbos de Celestina, mas decía que tenía espinancia, y que no podía tragar nada de aquello; pero ya que no me valieron los cuentos de mi señora madre Celestina, valiéronme sus consejos. Del Momo, un poquito, mas dijo al Momo, no, no. De Alivio de caminantes dije lo que importó para aliviar mi camino de la carga que tenía, mas él en nada sentía alivio. Bien es verdad que todo cuanto yo le decía le sabía bien, y todo lo aprobaba, aunque era con tal modo, que daba bien a entender que como no me tenía a mí toda, sino sola mi lengua y sombra, no las tenía todas consigo.
En esta sazón, venía ya el hermoso Apolo corriendo presurosamente por los altos de un cerro, siguiendo el alcance de los alojados infanzones para descubrir los hurtos y emboscadas de que siempre fue tan enemigo. Mas, cansado el bellísimo joven luciente de correr tras los nuevos Jonatases, parece que se detuvo y descansó tras un espeso monte de encinas, y ellos llegaron ante el tribunal de su antiguo obispote y nuevo rey de copas (y yo era una de ellas), con la presteza y provisión que si ellos fueran el águila de caza que tuvo Paleólogo el rústico. Unos traían pollos; otros, palominos; otros, patos; otros, pan; otros, platos; que como era boda de pícara y pícaro y hecha por mano de pícaros, casi todo cuanto despescaron empezaba en P. Pues, ¿instrumentos de platos y asadores, cazos, asartenes? Pudieran alhajar dos novias con lo hurtado. Uno trajo un costal de pan caliente, con juramento que se lo habían sacado a traición a un horno por las espaldas, que tenía vueltas a la calle, dejando por lengua que lo parló el calor y olor tan conocido. Otro, por no venir mano sobre mano, hurtó diez candiles de un mesón para hacer en mi boda el entremés de La Encandiladora. Otro trajo una sobremesa de unos que se habían quedado dormidos, después de haber jugado sobre ella a los naipes, y aun dijo el estudiantico bigornio que, como vio los jugadores dormidos, hizo al uno la mamona hacia la faltriquera. Parece ser que no traía bien los dedos, por lo cual recordó el dormido, y como sintió sobre sí la mano del nuevo reloj (que apuntaba a su faltriquera, no para dar, sino para tomar), se alborotó y comenzó a dar voces. Era el estudiantico bello bellaco, y sin perder compás ni mostrar turbación, le dijo con mucho sosiego y contento:
–Hermano mío, si como soy estudiante burlón fuera algún ladrón de los que andan hoy día por el mundo, mala manera de negociar teníades y muy peligroso era el sueño; pero amigos somos, duerma, galán, y mire que por hacerle caridad y buena obra le arropo.
Tras esto, le atestó el sombrero sobre los ojos, no tanto por arroparle, cuanto por arroparse con la carpeta o sobremesa sin que lo columbrase el labrador, a quien dejaba hecho pita ciega, y tan ciega, que pensó que de pura caridad duranga y celo gatuno le dejara casquiatestado. La sobremesa era galana; por señas, que una poyata se la había prestado a la mesa sobre su palabra y el estudiantico la tomó sobre su conciencia y debajo de sus brazos.
Otro trajo un tizón de lumbre. Quemado él sea con él, que éste me desatentó, que no hacía sino soplarle y alumbrarme a la cara y reírse, diciendo:
–Colorada va la dama.
No acabara, si contara por menudo las cosas de comer y el recado que trajeron. No me espantó sino cómo no sacaron de cuajo las aldeas y de cimientos los muros y casas de villas, según y como lo hizo Júpiter cuando vino a las bodas de su querido.
Ya se juntaron todos. Vesme aquí con todo el conciábulo congregado para decretar a costa de la pobre Justina, que en esta ocasión era blanco de tantos necios; mas yo tenía reforzadas mis trazas y un ánimo como una capitana. Mi inquina era toda contra aquel Holofernes eclesiástico que aun reír no me dejaba, según que con los ojos me tenía confiscados boca, lengua y sentidos.
En llegando, me sacaron del carro a hombros como a opositor de cátedra, por mejor decir, como a cátedra de opositor, y el obispo don Pero Grullo miraba a las manos a los apeadores por si acaso alguno se le deslizaba alguna mano al tiempo del trasladarme del carro al suelo. Di orden cómo se guisase de comer. Hiciéronlo, aunque sin orden, pero con tanta presteza que parece que de mohatra se les hacía cuanto querían. En todo me obedecían, si no es en irse poco a poco, que esto no se podía acabar con ellos. Para entablar mi juego, de trecho en trecho, y bien a menudo, les decía:
–Amigos, beban, y así lo llueven las viñas.
Yo, mirando al obispote, hacía que bebía con un vaso de cuerno, y decía:
–Brindis quoties. Beba el obispo y vaya arreo.
El obispo se excusaba de beber con una gracia que contenía mucho de naturaleza, y era decir:
–De vino, poco, que soy patriarca de Jerusalén.
Mas, aunque le amargaba, todavía por mi contemplación bebió unos polvillos, los que bastaron para añublársele el celebro y aun para añadir algunas erres al abecedario de su Bigornia. El que menos, ya estaba a treinta y uno con rey; ello, las gracias sean dadas a ciertos puños de sal que eché en el jarro. Decíame el obispo don Pero:
–¡Ay, mi Justina, que en todo eres un terrón de sal!
Decía yo para conmigo: «Verdad dice éste, pues aun el vino, a pura sal, está echado en cecina».
Ya que todo estaba guisado y a punto, hizo señal el señor bigornio mayor, y todos escanciaron y comieron como unos leones; sólo mi obispo tragaba más bocados de saliva que de otra cosa, y pienso que en mirarme gastó una libra de ojos y en decirles que se diesen priesa otra de lengua. No dudo sino que tras cada bocado que ensilaban los de La Bigornia, le daba su reloj las ciento; mas ellos (como de la fiesta no habían de sacar otra cosa que entremesar a las panzas, y como las traían húmedas del rocío y humedad de la noche, y daban de sí como panderos mojados), iban dando alargas al tiempo, de lo cual recibía yo tanto gusto como el obispo pena y rabia. Entre burlas y juego, siempre yo muy cuidadosa con que bebiese el obispo y fuese arreo. Hízolo el obispo a tan buen son, que ya, por decirles «daos mucha prisa, hermanos», decía:
–Daos murria perra, hernandos.
Ya que tuvieron rehechas las chazas y hechas las rechazas, los buenos de los mozalbetes decían donaires. No metían letra, y si alguna metían, era ces y erres. Hacíanme quebrar el cuerpo de risa, que ya el miedo había pagado el alquiler de la casa y ídose a Berbería. Uno, que no tenía salero a la mano, echó cantidad de sal en el suelo, y allí mojaba el carnero que, por ser sobre yerba, salía carnero verde, y por ser sobre tierra, negro, y por todo salía verdinegro. Otro hacía sopas de vino con briznas de cecina y sacábalas usando de huesos como de cuchara. Otros bebían con un zapato, porque, a segunda vuelta, voltearon las copas. Era hacienda hurtada, que se logra poco.
Ya viendo sus demasías, el enfrenado y compuesto Pero Grullo, menos bebido, aunque más beodo, puso general silencio, diciendo:
–¡Carren! ¡Carren! –por decir «¡callen, callen!».
Averigüe Vargas el vocabulario. Los mozuelos, como estaban metidos en la erre de Babilonia y su confusión, no le respondían, porque ni se entendían ni le entendían. Entonces el monarca, muy enojado, alzó una mano (que entre ellos y en su habla jacarandina era indicio de imperativo modo en la manera de mandar), y con esto se recogieron todos derechamente al carro, aunque no tan derechamente ni tan por nivel, que no hicieron algunas digresiones de cabeza, paréntesis de cuerpo y equis de pies.
Ya entraron todos, con que el carro quedó en cueros, o los cueros en el carro. Lo que yo temí mucho fue que el carretero los había de despeñar, porque había cargado la mano más que todos, y aun la cabeza, y iba atacado hasta la gola. El obispo me escudereaba y llevaba de la mano al carro, aunque no tenía él poca necesidad de quien se la diese, para reparo de los muchos traspiés que a cada paso daba. No he visto pies de goznes, si aquellos no. Daba vueltas, como mona, en fin, y una vez dio una que pensé se despuntara las narices, que las tenía sobresalientes un poco, y aun un mucho. Él bien vía que eran caídas de más de a marca –que era beodo reflejo, que son los peores–, mas por excusar su flaqueza, decía el pobre obispote:
–Justina, por ti ranso.
Respondíale yo:
–Ya veo que por mí danza su señoría, sino que no quisiera yo que hiciera tantas reverencias ni que llevara los cascabeles en la cabeza y corona.
Yo, para decir verdad, mis ciertas mamonas le armé hacia los pies, y no fueron de poco efeto, que maldita la que me salió en vano. Cuando se caía hacía mí, dábale un envioncito hacia el otro lado, diciendo unas veces:
–¡Ox, que no pica!
Y otras:
–¡Allá darás rayo, que este lado es de ladina!
Con estas estaciones y revelladas llegó al carro hecho pedazos, con más sueño que amor. Para subirle al carro, le di de pie tres veces, y él otras tantas de cabeza; y cada vez que se levantaba, decía:
–¡Upa, que desta entro!
Ya de pura lástima hice a mi maña que le sirviese de grúa y metíle en el carro, y yo tras él, tan sin miedo cuan sin tardanza y sin peligro. Reclinéle sobre las capas, sobre las cuales comenzó a dormir la mona alta y profundamente.
Veeslos aquí: todos duermen en Zamora; sola la hija de Diego Díez velando. Pero no sin provecho, pues, según ya verás, en el carro que cogieron el gato, pagaron el pato.
Aprovechamiento
Los malos, como tienen dada la obediencia al demonio, sujétanse de mejor gana a sus ministros que a los de Dios, mas cual es el dueño a quien sirven,
tales son los gajes que tiran.
NÚMERO TERCERO
De los beodos burlados
Octava de consonantes
hinchados y difíciles
La fama, con sonora y clara trompa,
publique por princesa de la trampa
la gran Justina Díez, que con gran pompa
vuelve su rebenque en sceptro y le estampa.
la que usa del rebenque como trompa,
la que llueve azotes y no escampa,
la que de su carreta hace palenque,
y sceptro, lanza y trompa del rebenque.
¡Oh fama, cuyo acento el orbe en campa!
Tu sombrío clarín no se interrompa
hasta ver la picaresca estampa,
no digo en papel puesta, do se rompa,
o en letra de escribano, que haga trampa,
sino en peña, en quien no se corrompa
memoria de un triunfo tan ilustre,
con el siguiente mote por más lustre:
Mote
Justina triunfó de ocho beodos,
echándolos del carro a azotes todos.
Cuando las necesidades son repentinas, las mejores trazas y remedios son los que las mujeres damos; ca, así como el uso de la razón en nosotras es más temprano, así nuestras trazas son las que más presto maduran. Mil veces verás en los entremeses ofrecerse necesidad de trazas repentinas, y, por la mayor parte, las dan las mujeres, que son únicas para de repens. Es el discurso y traza de la mujer como carrera de conejo, que la primera es velocísima, o como envión de francés, que el primero es invencible. Esto quisieron decir los antiguos cuando pintaron sobre la cabeza de la primer mujer un almendro, cuyas flores son las más tempranas.
Decía un discreto: «Las mujeres, ¿por qué pensáis que hablan delgado y sutil y escriben gordo, tarde y malo? Yo os lo diré: es porque lo que se habla es de repente, y, para de repente, son agudas y subtiles; por esto es su voz apacible, sutil y delgada. Mas porque de pensado son tardas, broncas e ignorantes, y el escribir es cosa de pensado, por eso escriben tardo, malo y pesado.
Digo esto a propósito que tuve dos ocasiones para dar una galana traza: la una, el cogerme de repente, y la otra, el verme tan apretada; mas a la verdad, la mayor fue el ver que tan a mi salvo podía trazar.
Viéndolos todos beodos, y al carretero más que a todos, lo primero que hice fue darle un torniscón por verle tan fuera de mí como de sí. Con el golpe arrojó una espadañada de vino que espantó a las mulas. Toméle el rebenque o látigo con que gobernaba las mulas y con él derribé mi carretero en el duro suelo. El golpe fue grande, con el cual quedó sin habla y yo sin pena. Sintieron las mulas notable alivio. Volaban, pero más mis pensamientos.
El camino que el carretero había traído hasta allí no iba apartado del de mi pueblo más que sola media legua, y yo le sabía, porque algunas veces le había andado viniendo con mi madre, y también la una mula sabía el camino. Piquéla, y como las mulas no eran nada lerdas, el camino apacible, el azote menudo, el cuidado grande, caminaron de modo que en espacio de dos horas pude meter por mi pueblo esta carretada de odres, sin más sentido ni movimiento que si fueran insertos en la misma carreta.
Yo comencé a pensar cómo diría al entrar con ellos por medio de mi pueblo. Ofrecióseme si diría: «¡Guarda las zorras!». O si diría: «¿Quién compra cueros?». O si diría: «¡Fuera, que entra La Bigornia y Pero Grullo!». Mas, para espantarlos bien y vengarme mejor, me resolví en entrar dando voces y diciendo: «¡Aquí de la justicia, que estos bellacos robaron la mula y el carro en Arenillas! (y era así verdad, como lo viste).
Hícelo así, y con tales voces, que las pudieran oír en el real de Zamora. Los beodos, con mis grandes voces, despertaron despavoridos, y, como reconocieron que estaban en medio de la plaza de Mansilla, castigados por mi mano, y aun por la de Dios, como los de Senacherib, acudían a derribarse del carro a toda furia. Esta era la primera estación, y no poco gustosa, porque al echarse del carro, daban temerarios zarpazos y sonaban a cueros que se enjaguan, y los más dellos chocaban por salir con toda prisa y huir de mis rigores. Como los cuervos mansos y traviesos suelen derribar un vidrio, vaso o copa y volver el oído para percebir con gusto el sonido, así yo, aunque a rebencazos los derribaba, volvía el oído a percebir el sonido del golpe.
La segunda estación era huir con tal prisa, que parecía llevaban cohetes en los posteriores. Mas ya que habían huido algún tanto y tornando sobre sí algo, echaban de ver que iban sin sombreros, sin capas, sin cuellos, sin ligas, sin ceñidores. Asomaban a querer tornar al carro a sacar su hacienda; yo les dejaba acercar en buen compás, y, en viendo que estaban a mi mano, tremolaba el azote de las mulas y dábales el rebencazo zurcido, que les aturdía. Bravas suertes hice defendiendo mi carro encantado, o, por mejor decir, encantarado. Jugaba de rebenque floridamente, porque para de lejos, me servía de lanza; para de cerca, de trompa de elefante; para en pie, de azote, y para asentado, de sceptro.
Con estas mis levadas se atemorizaron de modo que, sin capa, ceñidor, liga, sombrero, ni cuello, ni otras muchas cosas suyas, aunque habidas de por amor del diablo, se fueron huyendo por entre los sembrados, que parecían puramente las zorras de Sansón con cuelmos encendidos en las colas. Todo el pueblo y muchachos se llegó al ruido, y todos les silbaban y gritaban, y si alguno me miraba de lejos, tornaba a tremolar el azote. ¡Qué confusión para ellos y qué gusto para mí! Estos fueron zorros, estos fueron diablos, que desde ahí a más de diez y ocho o veinte días no se pudieron dar alcance unos a otros, hasta que un día de mercado se juntaron en el de Villada, que era donde ellos solían hacer sus conciliábulos zorreros. No se acababan de santiguar de La Villana de las Borlas y de las Burlas, que ambos nombres me llamaban ellos: «de las borlas», por las que llevaba al cuello, como montañesa, cuando me encestaron, a lo menos, cuando lo pensaron; «de las burlas», por las que les hice desde que les puse en cueros, dejándolos con sus vestidos, que es el cosí cosí de Móstoles. Ya después que tornaron sobre sí, alababan mi traza, pero escocíales la injuria, y tanto más, cuanto más sin reparo la hallaban, que al cabo, al cabo, todos éramos de la carda, cual más, cual menos, y no podían dejar de reconocerme superioridad.
Después que se juntaron y trataron de lo pasado, quitaron al Pero Grullo la presidencia y obispado de la Bigornia, con tales cerimonias como si en hecho de verdad le quitaran algún insigne oficio, y, por sus edictorrios, le privaron de oficio y maleficio por muchos años precisos y otros a merced, y lo sintió él como si le quitaran algún verdadero obispado, que, en fin, siempre fue verdadero el refrán que dice: «Lo que más se quiere, más se siente».
Decíanle:
–Hermano, no merece plaza quien tan infamemente salió de la de Mansilla.
Diéronle criadas vayas, lo cual él sintió más que todo.
Uno le decía:
–¿Cómo digo de aquella emperatriz ante cuyos pies hoy habemos de pagar tributo? Mejor dijeras aquella emperrada emperradera, ante cuyos pies caímos hechos unos zaques, y de cuyo rebenque fuimos tan gobernados como desgobernados.
Díjole otro:
–¿Ésta me llamáis polliparca? Llámola yo grulliparca, pues fue la parca del Grullo y aun de toda su camarada.
Otro le dijo:
–Camarada, ¿cómo era quello de hoy renazco como ave Fénix de las cenizas que ha hecho Justina con el inmortal rigor con que me ha quemado las tres potencias del ánima? Más cierto fuera decir: «Yo naceré con dolor del vientre de una carreta, cabeza abajo y pies arriba, y hoy seré aborto de carreta, y me pondrá Justina como nuevo de puro frisado con su azotina».
Otro le dijo:
–Hoy la rara ave de mi gustosa Justina hace plato al gusto mío. ¡Oh, pecador! Bien habías dicho, si no te hubiera primero dado con el plato en los cascos, y si no quemara tanto el plato como el de aceite que lamió la mona golosa que estaba sobre una hornacha de lumbre.
Otro decía:
–¡Viva el señor obispo, remediador de huérfanas! El huérfano sea el diablo, y tal remedio venga por su casa.
Otro dijo:
–Ella está entera como su madre la parió. Eso juro yo, que la entera es ella y los quebrantados nosotros.
Otro dijo:
–¡Ea, presto, que el dios de amor tiene alas! Juro a diez y a un rebenque con que hace volar de la carreta.
Otro, viendo que tan adelante iba el darle vaya, medio lastimándose, medio fisgando, dijo:
–Carren, carren. Murria perra es esa en dar vayas al rasante.
Tocó tecla de cuando por decir él: «callen, callen, daos mucha prisa», dijo: «carren, carren, datos murria perra, etc.».
Dijeron dichos agudos y donosos, que por agudos los río y por largos los callo. Quédese a la discreción del pícaro más discreto, que es el único censor de toda letura de folga. No dejaron cosa que no tocasen, ni punto que no glosasen, hasta decirle:
–Bien pareces patriarchón de Jerusalén y nacido allá, pues tan vil y cobarde naciste.
Henchíanlo de necio, cobarde y pusilánime, y fue tal y tan pública la vaya, que, corrido de los mates que le daban y motes que le ponían, se fue de aquella tierra. Yo no dudo sino que no paró hasta Ginebra, y aun, según le pusieron hecho un negro, se debió de ir a Mandinga, o a Zape, donde envían a los gatos, aunque lo natural era que se fuera él a la isla de las monas y yo a la de los papagayos. ¡La bellaca que le saliera al encuentro a este toro agarrochado!
Muy capada quedó La Bigornia, y tan capada cuan descapada. Con todo eso, se rehizo y cazaba, no como antes, sino mosquitos, como milano de cuarta muda. Y a fe que no me da a mí poca pena cuando veo picarillos de alquimia entonarse y que no encuentren quien los haga tenerse en buenas. No sé acabar un cuento; ya sé que enfado en él, pero ya acabo.
En fin, yo me fui a mi casa, donde fui recibida como un ángel, que la gente de mi casa, aunque me quiera mal, holgaba destas morisquetas, que lo mamamos todos en la leche retozona. Y cuando fui a mi casa, llevé tras mí gran cáfila de gente de toda broza, especialmente niños y páparos, como pantera, que con el olor de su boca arrebata tras sí los animales, absortos tras su fragancia. De todos fui alabada, por casta, más que Lucrecia; por astuta, más que Berecinta; por valerosa, más que Semíramis. Verdad es que, por si acaso llevaba algo socarrada mi fama o otra cosa, me zahumé con trébol y incienso macho en llegando a mi posada; quiero decir que conté el cuento con tan buenas clines, que sobre él pudo volar mi fama.
Súpose y divulgóse la burla en toda la comarca, y fue tan célebre el cuento del carro y de las mulas, que por esta causa, desde entonces, llamaron a mi pueblo Mansilla de las Mulas, que hasta entonces no se llamaba más que Mansilla a secas. La gente que me venía a ver y darme a mí el parabién, como presente, y a los bigornios el paramal, como ausentes, me tenían despalmada a puros abrazos, aunque no muy puros, que algunos me pellizcaban, que es uso de la tierra.
Después que reposé en mi casa y se me asentó la cosera, hice libro nuevo. Ya era otra cosa; ya los principotes de mi pueblo me miraban con otros ojos; ya me llamaban de merced y las gorras bajaban tantos puntos, que llegaban a dos corcheas, y aun al corcho de mis chapines. Mas no sé qué me hube desde niña, que jamás hombre de mi pueblo me cayó en gracia. Confieso que las mujeres somos de casta de plaza, que siempre gustamos de lo de acarreo. Y somos como el deseo, que siempre endereza a lo más remontado. Y somos como perros, que no nos hallamos donde no hay gente, y por esta causa apetecía yo emperrarme. Yo, en particular, siempre tuve humos de cortesana o corte enferma, y cosa de montaña no me daba godeo. Con todo eso, el tiempo que duró el festín de los parabienes viví contenta, que el gusto es el corazón de la vida.
La justicia, sabido el caso, me adjudicó el despojo de la batalla y mandó que el dueño de la mula hurtada me pagase muy buen hallazgo, pues, por mi industria, había sido librada del poder de La Bigornia, y que se me diese por testimonio, porque nadie me pudiese motejar de mala, sino honrar por casta y astuta. Ello, nunca faltan bellacos; alguno me ha dicho después acá:
–Hermanita, ¿cómo digo de la jornada de Arenillas? Si no quemada, tiznada, que una vela pegada a un muro, aunque sea argamasado, verdad es que no le puede quemar, pero dejar de tiznar es imposible. ¿Qué será si se pega a carne gorda, que se derrite tan bien como la misma vela?
Como destas necedades he yo oído; digan, que de Dido dijeron. Lluevan dichos, que ya ahora no me sabían en mi pueblo otro nombre sino La Mesonera Burlona, aunque algunos me llamaban La Villana de las Burlas. Ya yo no me preciaba de mirar a quienquiera, que una honrilla sirve de garbo al cuello y de almidón al vestido.
Holgárame de haber tomado por tema deste número aquel refrán que dice que quien hurta al ladrón gana cien días de perdón, de los concedidos por el obispo de sábado. Délos quien los diere, que si perdones se ganaran, yo había ganado jubileo plenísimo; pero ya sé que para perdones verdaderos, aun el nombre les sobra, cuanto y más el hecho. Con el mío, a lo menos, glosé el refrán a osadas. ¿Pero quién me mete en temas, ni glosas, sino en tejer historias y en hilar mis romerías? Pero no, mejor me será dejarlo, que no es paro sin venta para no dejar descansar las gentes. Yo lo dejo. Duerme, hermano lector, que mañana amanecerá y quizá tendrás gana de leer más.
Aprovechamiento
La beodez no sólo impide los buenos intentos y daña a la vida de la razón, pero hace que el que se embriaga peque más y guste menos. En especial, note el lector en qué paran romerías de gente inconsiderada, libre, ociosa e indevota,
cuyo fin es sólo su gusto y no otra cosa.
FIN
Suma del número.
Paró La Bigornia en una llanada.
Queda sola Justina.
Razonamiento de Justina al obispo.
Razonamiento del obispo a Justina.
Mujer, mala para for-
zada.
Propriedad de las alas del águila.
Fábula. Sale el Amor a caza de la Ocasión. Acompáñale el Consejo.
El consejo ayuda hasta la ocasión, y no más.
Símil.
Suma del número.
Refrán español alabado.
Jiroblífico de las juntas de bellacos.
Plática de don Pero Grullo.
Aloja su camarada.
Manda traer comida.
Cigüeñas festejan
bodas.
Amor apresurado.
Caza la zorra con un cochino. Tráese a propósito.
Cuento de un mal pagador liberal.
El buen pagador muestra nobleza de muchas maneras.
Nombres de catedráticos de Salamanca.
Justina queda sola.
Juega de los nombres de todos los libros graciosos.
Pinta que nacía el sol de la parte de donde venían los de La Bigornia.
Hurtos que traen los de La Bigornia.
Pan caliente.
Diez candiles.
Mamona a una faltriquera.
Deshecha de un ladrón.
Bodas de Júpiter.
Mirar del Grullo.
Sácanla como a opositora.
Prisa en guisar de comer.
Justina les hace beber.
Era judío.
Asomado.
Sal en el vino.
Borracho Pero Grullo.
Silencio.
Andar de borrachos.
Pero Grullo da traspiés.
Suma del número.
Trazas repentinas, las de las mujeres las mejores. Símiles de las trazas repentinas.
Mujeres, por qué hablan delgado y sutil y escriben gordo y mal.
Justina derriba el carretero.
Endereza Justina el carro hacia Mansilla.
Trazas de Justina.
Mete los beodos por medio de Mansilla.
Símil de los cuervos traviesos.
Échalos a coces del
carro.
Huyen y despárcense los de La Bigornia.
Deponen a Pero Grullo.
Dan vayas a Pero Grullo y fisgan de todo cuanto dijo.
Azote de la mona.
Vase a su casa Justina.
Símil de la pantera.
La burla de las mulas da apellido a Mansilla de las Mulas.
Mujeres gustan de estraños.
Justina, si no quemada, tiznada.
SEGUNDA PARTE DEL LIBRO SEGUNDO
DE LA PÍCARA ROMERA
CAPÍTULO I
DE LA JORNADA DE LEÓN
NÚMERO PRIMERO
Del afeite mal pleado
Sáficos y adónicos
de consonancia latina
Vencido el Grullo,
cobra gran orgullo
la hermosa Justina,
y se determina
salir de aldeana
y ser ciudadana,
súbitamente.
Una mañana
se puso galana,
y desde el mesón
se partió a León,
acompañada
de su camarada
Bárbara Sánchez.
Fue bien arreada
y mal afeitada,
y las que la vieron
tal vaya la dieron,
que, en fin, se apeó
y el afeite lavó.
Triste picaña.
Muchas veces he oído que los soldados viejos tienen por común refrán decir: «Nunca una victoria sola». Dice bien, porque el orgullo de un triunfo hace los ánimos invencibles y los arrisca y dispone para emprender nuevas hazañas.
El grifo no pelea hasta que es de edad de cinco años y tiene buen cuerpo y suficiente proceridad, y si en la primer batalla que tiene con alguien, vence, es prodigio de fortaleza, y si vencido, queda más pusilánime que un milano y pocas veces alza cabeza, y cualquier águila –no digo yo la morphnos, ni osifraga, ni halieto, ni pigargo, que son las especies naturales del águila, sino la bastarda o mestiza, llamada cigüeña montañesa– le vence y acobarda. Así yo, como de la pasada y referida empresa salí tan lozana cuan triunfante, no sólo me ensanché, pero en mi mesma opinión crecí; crecieron mis humos, mis desdenes, mis pensamientos, y aun pongo en duda si creció mi alma, según vi en mí universal mudanza. Ya yo era dama; ya las cosas de montaña y de Mansilla, que todo es uno, me olía a aceite de alacranes; ya se había pasado el tiempo cuando quería yo más uno de zaragüelles blancos con una pluma de pavo en el sombrero o carapuza cuarteada, que a los mil Narcisos de corte con todos sus alfeñiques y perfilados; ya se había pasado el tiempo en que yo estimaba más que uno destos me prometiese una libra de lino o azumbre de leche, o vello en jugo, o un cordero hurtado a su abuela, que si un cortesano me ofreciera una cadena o cabestrillo de oro.
Son las labradoras y montañesas como la loba, que en tiempo de brama huelen todos los lobos y siempre escogen el peor y más flaco. Hablad con que se me diera a mí en aquel tiempo un pito por el galán que, besando la mano, derribara la rodilla y dijera: «Dama, tome ese cabestrillo de oro. Pardiez, pensara que era pulla y que me quería encabestrar y enalbardar».
El mayor presente que por entonces pensaba yo que se podía hacer a una mujer de mi estofa era una sortija de latón morisco, y, a lo sumo, de plata, y cuando llegaba a ser sobredorada, venía a perder la senda de la consideración y pensaba que era el finis terrae de los presentes, que, como dice el refrán, «en estómago villano, no cabe el pavo».
Pasóse este solía, y a tal tiempo me trajo mi entono engomadero, que no estimaba yo entonces un faldellín de grana de polvo con franjones de oro, más que si nacieran los faldellines entre las cercas o entre los cuernos del Rastro. Y todo esto vino de que –como dije–, la pasada vitoria sacó mis pensamientos de quicio y mi persona de mi estado.
Viéndome, pues, encapada y ensombreada, a costa de la carretada de tontos que desembarcaron por mi orden en la real de Mansilla, rica de sus despojos y ufana de mis trampantojos, se me puso en la cabeza salir de aldeana y montañesa y dar de súbito en ciudadana. Resolvíme en dar una pavonada en la ciudad de León, por ver si se me pegaba en ella algo de lo civil, ya que de lo criminal yo era maestra.
La ciudad de León está solas tres leguas de mi pueblo, aunque hay en medio un mal paréntesis de un puertecillo, en cuya cumbre, en tiempos pasados, estuvo gran tiempo la estatua de un hombre capón; hombre, digo, capón. Alguno me dirá: «Justina, adjetivad para peras». Acaba ya, hermano lector. Vete conmigo, que buena es mi compañía.
Así que, la estatua deste capón tenía el letrero siguiente:
EL CAPÓN TIENE DEL HOMBRE LO PEOR
Y DE LA MUJER LO MÁS RUIN
Cuando yo andaba malherida deste escrupulete era por agosto, y muy cercanas las fiestas agostizas que se celebran en aquel pueblo con muchos atabales, cuando menos.
Resolvíme de ir, y, resuelta, hice resolver a ciertos caballeros de Aburra, hijos de rocino de mi pueblo, que me tocaban algo en sangre, y aun no me tocaba poco, que me buscasen una pollina mansa en que yo dromedease la llanada que hay desde Mansilla a la noble ciudad de León.
Esta es la campaña donde los antiguos dicen que fue la primera fundación de León cuando ella estaba en su flor, en hecho y en nombre, pues se llamaba entonces Sublantia Flor. Mas el aire de la mudanza, que todo lo derriba, la arrancó de cuajo y mudó al sitio donde agora está, tan linda de lejos como fea de cerca, trocado el nombre de Flor y su belleza en la ferocidad y en el nombre de León, junto con el rigor del frío y la melancolía de las lluvias y humedades, en que, por lo riguroso y melancólico, representa la fiereza del león y la melancolía de su cuartana.
De veras puedo decir que no fui a León tanto con espíritu de holgazana, cuanto de curiosa de ver cuántos grados de verdad me trataban los leoneses que posaban en mi mesón, los cuales noche y día se estaban contando las grandezas de León. Y leonés sé yo que, por contarme toda una noche las excelencias de la Fuente del Piojo, dejó de dar de cenar a su mula. ¡Miren con qué ansia estaría la pobre acémila de que su amo acabase de espulgar los piojos de aquella fuente! No he visto hombres más moridos de amores por su pueblo, y es de manera que dondequiera que se halla un leonés, le parece que la mitad de la conversación en que se halla se debe de justicia a la corona y corónica de León. En esto, todos tienen una pega: paréceles a los leoneses que alabar otro pueblo y no a León es delicto contra la corona real.
Oí decir a uno, que le venía el ser leonés desde que le quiso bautizar un don Fulano Quiñones Lorenzana, su amo, honrado caballero:
–¡Oh, señora! León, entre los animales, rey; León, entre las ciudades, reina.
Si cuando esto oí supiera lo que ahora sé de granuja y cronicones, yo le dijera al páparo que no se entendía, pues, según consta de las historias, dado que León se honre, arme y autorice con las armas, blasón e insignias del león, que es rey de animales; pero su apellido no viene de ahí, sino del nombre de una legión de soldados enviados de los romanos para ganarla o fundarla o trasladarla, o lo que sus mercedes mandaren, y aun, por su honra, no digo que el nombre de legión también le han tomado los diablos. Pero voy a mi intento, y digo que, por escusar a un leonés o otro necio en su nombre de que, contando cuentos de las grandezas de León, haga salivas por mi cuenta, y por poder decir con libertad: no cuente más, sor leonés, ni entable juego tan largo, que ya yo he andado esas andulencias y visto la leonera, determiné dar principio a mi jornada.
Trajéronme una borrica donosamente aderezada, porque venía ensillada y enfrenada y parecía mona con sayo. Como vi mi burra disfrazada, dije:
–Por mi fee que, pues vos vais a lo húngaro, que he de ir yo a lo del diablo y que me he de vestir a mí y a mis mejillas de grana de polvo, de modo que parezcan dos ajís bien maduros.
Mira qué envidiosas somos las mujeres, que aun de la burra tuve envidia de verla venir tan galana. Mas no es nueva en nosotras esta flaqueza.
De Blandina dicen los poetas que tuvo envidia a la gala y colores del papagayo, y, por verse con otros tales colores y plumas, pidió al dios Apolo, o Júpiter, que no sé cuál era el hebdomadario de aquella semana, que la convertiese en papagayo. Hízolo Júpiter, y como Blandina era mujer apapagayada o papagayo amujerado, parlaba por papagayo de día, y por mujer de noche. Los dioses, enfadados de tanto parlar, mandaron que la enjaulasen, que, pues era papagayo, no se le hacía agravio, que el refrán dice: «Lo que me quise, me quise; lo que me quise, me tengo yo». Ella, entonces, viendo acortados los pasos y libertad (cosa tan contra el gusto de las andadorísimas mujeres), echó de ver cuánto mejor le solía ir con sayas antiguamente que ahora con plumas de color. Pidió a Júpiter que la tornase a su menester, que mujer solía ser, y el Júpiter, que era bueno como el buen pan y debía de estar borracho cuando tal hacía y deshacía, hízolo como se lo había pedido la papagaita.
A propósito. Tuve envidia como Blandina, y por no tener que pedir a Júpiter ni a otro beodo como él, y por tener juntamente galas y colores de papagayo y libertad de andar y parlar como mujer, envié por blanco y color a la tienda de una amiga, con que me pueda poner hecha un papagayo real. Trajéronme buen recado, sino que yo no lo supe amasar. Recogíme a un aposento, no tan defendido, que no tenía dos agujeros por donde un tabernero de la calle, que vivía frontero, me solía dar unas esmeriladas de ojos en tiempo que yo solía recogerme a ser cazadora y notomista de puertas adentro, y por jalbegarme a gusto y no me ver corrida como otras veces, tapé lo desmantelado del emplente con tres cedazos, porque ya que me viese el tabernero, fuese por tela de cedazo, como a luna en eclipsi, y aun con todo eso, no me aseguré, porque era el tabernero gran astrólogo destas visiones, y eché de ver que no hube bien puesto los cedazos, cuando cernía mucho por verme, y para escusarle desta labor y a mí deste temor, volví hacia él las partes que no pensaba afeitar, y, puesto el espejo en el velador, me puse un poco de blanco y color de prima tonsura. Ello no quedó tan bien asentado como Scévola, de quien dicen que vivía tan de asiento, que por no se desasentar de una letrina, donde le dio el mal de la muerte, la aguardó allí tan de asiento, que, aunque le quitó la vida, pero no el quedarse sentado por más de cincuenta días en aquella cátedra de pestilencia.
Podré decir desta primer postura, que la primera, en tierra. Como era la primera vez que me hojaldré, encendióseme la sangre con la bregadura, y excitóse tanto el calor, que me derritió el pringue, de modo que cuando llegué a la puente de Villarente, que es legua y cuarto de Mansilla, tuve por buen partido echar mi cara en remojo y lavar toda la unción, que fue la extrema de aquel año. No me pesa sino de ver el mal empleo de una salserita refina, que la reina se podía amapolar con ella. Tengo por cierto que esto de andar al olio es necesario que o sea siempre o nunca, porque lo demás es como comer de una vez para toda la semana, que ni luce ni engorda. Es linda cosa irse, entablado el rostro a tercios concertados, amoldándose con la postura y venciendo dificultades, que no se gana Zamora en una hora.
En fin, tornando a mi propósito, yo acabé de componer mi gesto, si a Dios plugo. Tras esto, me eché una saya de grana de polvo, que a fee que otra ha levantado menos polvareda; mis cuerpos de raso, un rebociño o mantellina de color turquía, con ribetes de terciopelo verde, mi capillo a lo medinés, que parecía monje de la cogujada, unas chinelas valencianas con unas medias lunas plateadas, a usanza destas nobles doncellas de Tiro, por si se ofrecía hacer alguno como el de marras. Queríanme subir los galanes, mas yo les dije que era ligera y saltaría sin ayuda de burreros encima de la burra. Puse la sobremesa, que era del bigornio que hizo la mamona a la faltriquera del dormido. En la manga de mi sayuelo metí un manto de burato con puntas de abalorio para lo que se ofreciese, y ofrecióse, como verás. Mi burra iba galana, y yo también, de modo que ella y yo parecíamos de una pieza, como lo sintieron los de Arauco de los caballos y caballeros españoles.
Partí llevando los ojos de la vecindad, que si los ojos que tras mí llevo se estamparan en mi jumenta, de burra se volviera pavón. Iba la burra orgullosa y grave, como quien sentía el favor de la carga, que no era mala, por ser yo, ni poca, porque, demás de que yo pesaba mis ciertas arrobitas, como lo podrán decir los del peso de Valencia de don Juan, donde se pesan las mozas a trigo en la iglesia, llevaba las alforjas cargadas de pepinos y cohombros, los cuales me había dado un bendito hortelano, siempre augusto y nunca angosto, el cual solía librarnos a las mozas todos sus favores en estas frutillas, mas tampoco nosotras le pagábamos en mejor moneda. También saqué algo fiambre, por no andar en León pordioseando, que como me decían que León era pueblo frío, temí que la caridad leonina no tuviese la misma propiedad.
Fui en compañía de una Bárbara Sánchez, gran mi amiga, y aun no quería yo tanta amistad como ella me ofrecía. Iban también conmigo otras mozuelas que me alababan poco por mirarme mucho. Una dellas, viéndome más lucida que todas, y aún que lo ordinario y acostumbrado en mí, a causa del nuevo acecalado, no lo pudo sufrir, y con más invidia de la fruta de mis granadas que deseo del buen suceso de mis flores, me dijo:
–Señora Justina, muy sonrosada vas.
Yo, que siempre envido en las primeras cartas, la respondí luego –mas confieso que el haberme aforrado de primera me hizo necia de flux–; en fin, la dije:
–Señora Brígida Román, no es lo que piensa, sino que me lavé con agua de agavanzas y amapoles.
Dio una gran risada de ver mi inocencia y de que pensase yo que había de persuadirse ella que, porque las amapolas y agavanzas son coloradas, me había de colorear a mí el agua dellas.
Confieso que respondí como inocente, que nadie nace enseñado, si no es a llorar.
La muy matrera, como vio que me llevaba de vencida, me dijo:
–Mi hijita, pues, en verdad, que habiéndote encerado el rostro de antemano con esa cera que se te derrite por el rostro, que fue mucho pegarse tanto a él el agua de amapolas y su color, que no suele el agua detenerse tanto sobre cosas enceradas.
Vime convencida de la nueva Celestina, y hube de ser confesora sobre mártir. Mas juré de nunca llevar sobre mi rostro testigos que a la primer vuelta de cordel parlan y descubren cuantos secretos les encarga una mujer honrada en su retrete. Por esta causa, y por no verme más corrida, me apeé y lavé mi rostro y garganta en una de agua, que iba mansamente murmurando de mi sencillez y de mis enemigas por entre unos amenos y deleitosos sauces. Encarguéle el secreto que tocaba tanto a mi honra. Prometiómelo, y creíla, que, aunque las aguas no saben guardar secretos, pero tampoco le descubren, que es el misterio que no entendió Erasto. Mas es fácil de entender, porque el agua no tiene sujeto sólido para conservar la memoria de los secretos, pero eslo para que nadie los conozca en ella, porque a nada da asiento ni firmeza. Como dijo el poeta español, no conserva el agua los escritos, mas hace los secretos infinitos. Y cuando no conociera yo esta propriedad en aquella dulce corriente, bastaba ver que se iba riendo conmigo para sospechar que conmigo había de ser noble y fiel, que el agua fue símbolo de la fidelidad, por la que guarda en tornar al mar, de do nació, a pagar el tributo que debe. Estúvome tan propicia, que se detuvo a mi ruego, para que en un breve espacio remirase en ella y en sus cristales mi rostro y mis mejillas, renovadas como alas de águila anciana, la cual, para renovar las plumas, pico y alas, las moja en agua viva, después de tenerlas cálidas con el fervoroso sol y concitado movimiento.
Hasta este punto, yo no iba muy de porte para con mis carillas, como ni ellas muy de amistad con mis carrillos, a causa de que el cuidado de mi cara fue prisionero de mi lengua, si vale tocar en los jeroglíficos que acotó el gran maricón. Mas en echando que eché en remojo mi cuidado, parlaba más que una picaza, y, si bien se contara, más cuentos dije que pasos anduve. Mis carillas, a todo esto, gustaban poco y respondían menos. Lo que más gastaban no eran risas ni palabras, que no las llevaban hechas, sino las nesgas de mi saya y ribetes de mi rebociño, siendo sus ojos, dientes, y su envidia, vientre.
¡Ah, envidia, envidia! Unos te pintan como perro rabioso, mas a otros les parece que es decir poco, porque al perro el saludador le sana con su gracia, mas el envidioso con ajenas gracias empeora. Otros te llaman leona parida, mas a otros les parece que dicen poco, porque el parto de la leona y sus furias son de cinco a cinco meses, mas tú, de un momento a otro momento, estás parida de mil daños y preñada de dos mil amenazas, que eres hidra en partos. Otros te dan epítetos de arpía, mas pareceres hay que es poco subir de punto tu rigor, porque la arpía, después de haber muerto un hombre, mira su rostro y figura en el agua, y como se ve tan parecida al hombre que mató, ahoga en las aguas su vida por sepultar de una vez su rigor, mas tú, mientras más te miras y remiras, más persigues, y nunca te pesa de daño hecho de hombre a hombre, antes, entre los más semejantes eres más cruel y metes más cizaña. Otros te pintan en forma de un tigre que despedaza su propio corazón, mas otros dicen que esto es decir nada, porque en un corazón no tienes tú para comenzar, y aun te parece poco si no llegas al alma misma. No acabaré de decir pinturas tuyas, y, aunque más males de ti diga, todos serán pintados respecto de tus verdaderos daños. Píntante como escuerzo y como ponzoñoso encovado, porque les parece que el veneno del mal ajeno te engorda y su bien te da en rostro. Pero yo no quiero meter contigo en dibujos, y menos en pintarte, que si a mí se me cometiera tu trasumpto y el compararte, sólo te pintara como mujer y como a una de mis carillas, en quien derramaste un veneno por entero, y este bastara. Pero quiérote dejar, porque me dejes. Sólo concluyo con decirte que, entre muchos malos renombres y epítetos heredados de tu madre, la Soberbia, y de tu abuelo, el Desamor, ya no te faltaba otro sino llamarte come-sayas, gasta-tiras, engulle-trapos, según lo cual, te podrán también llamar tarasca, porque quien engulle sayas, engullirá también caperuzas y sombreros.
Esto he dicho a propósito de las que, de pura envidia, comían con sus ojos mis sayas y engullían mis ribetes y molinillos. Mas, punto en boca, que como yo pesqué tanto del sombrero y capa, no faltará quien también a mí me llame traga-capas y engulle-sombreros. Callar, callemos, que quien tiene tejado de birlo, no es bien bolee al del vecino.
Aprovechamiento
Pondera, el lector, que los males crecen a palmos, pues esta mujer, la cual, la primera vez que salió de su casa, tomó achaque de que iba a romería, ahora, a segunda vez, sale sin otro fin ni ocasión más que gozar su libertad, ver y ser
vista, sin reparar en el qué dirán.
NÚMERO SEGUNDO
De la pulla del fullero
Sáficos adónicos de asonancia
Yendo su camino,
desde el jumentillo,
la hermosa Justina,
mil gracias decía.
De los estudiantes
no la habla nadie,
porque la temen.
Mas, como el que peca
siempre paga pena,
vino un estudiante
fullero y farfante
que la echó un pulla
con que quedó muda
y hecha una rosa.
Ella se las jura
y ordena tal burla