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ZAYAS__Estragos-que-causa-el-vicio.txt
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ESTANDO la Católica y Real Majestad de Felipe Tercero el año de mil seiscientos diez y nueve en la ciudad de Lisboa, en el reino de Portugal, sucedió que un caballero gentilhombre de su Real Cámara, a quien llamaremos don Gaspar (o que fuese así su nombre o que lo sea supuesto, que así lo oí o a él mismo o a personas que le conocieron, que en esto de los nombres pocas veces se dice el mismo), que fue esta jornada acompañando a Su Majestad, galán, noble, rico y con todas las partes que se pueden desear, y más en un caballero; que como la mocedad trae consigo los accidentes de amor, mientras dura su flor no tratan los hombres de otros ministerios, y más cuando van a otras tierras estrañas de las suyas (que por ver si las damas dellas se adelantan en gracias a las de sus tierras luego tratan de calificarlas con hacer empleo de su gusto en alguna que los saque desta duda), así don Gaspar (que parece que iba sólo a esto), a muy pocos días que estuvo en Lisboa hizo elección de una dama, si no de lo más acendrado en calidad, por lo menos de lo más lindo que para sazonar el gusto pudo hallar. Y ésta fue la menor de cuatro hermanas que, aunque con recato (por ser en esto las portuguesas muy miradas), trataban de entretenerse y aprovecharse; que ya que las personas no sean castas, es gran virtud ser cautas, que en lo que más pierden las de nuestra nación, tanto hombres como mujeres, es en la ostentación que hacen de los vicios. Y es el mal que apenas hace una mujer un yerro cuando ya se sabe, y muchas que no lo hacen y se le acomulan. Estas cuatro hermanas que digo vivían en un cuarto tercero de una casa muy principal y que los demás della estaban ocupados de buena gente, y ellas no en muy mala opinión; tanto, que para que don Gaspar no se la quitase no la visitaba de día, y para entrar de noche tenía llave de un postigo de una puerta trasera; de forma que, aguardando a que la gente se recogiese y las puertas se cerrasen (que de día estaban entrambas abiertas, por mandarse los vecinos por la una y la otra), abría con su llave y entraba a ver su prenda, sin nota de escándalo de la vecindad. Poco más de quince días había gastado don Gaspar en este empleo, si no enamorado, a lo menos agradado de la belleza de su lusitana dama, cuando una noche, que por haber estado jugando fue algo más tarde que las demás, le sucedió un portentoso caso, que parece que fue anuncio de los que en aquella ciudad le sucedieron. Y fue que, habiendo despedido un criado que siempre le acompañaba (por ser de quien fiaba entre todos los que le asistían las travesuras de sus amores), abrió la puerta, y parándose a cerrarla por de dentro, como hacía otras veces, en una cueva que en el mismo portal estaba (no trampa en el suelo, sino puerta levantada en arco, de unas verjas menudas, que siempre estaba sin llave, por ser para toda la vecindad que de aquel cabo de la casa moraban), oyó unos ayes dentro, tan bajos y lastimosos que no dejó de causarle, por primera instancia, algún horror, si bien ya más en sí juzgó sería algún pobre que por no tener donde albergarse aquella noche se habría entrado allí, y que se lamentaba de algúndolor que padecía. Acabó de cerrar la puerta, y subiendo arriba, por satisfacerse de su pensamiento, antes de hablar palabra en razón de su amor pidió una luz y con ella tornó a la cueva, y con ánimo (como, al fin, quien era) bajó los escalones, que no eran muchos, y entrando en ella vio que no era muy espaciosa, porque desde el fin de los escalones se podía bien señorear lo que había en ella, que no eran más de las paredes. Y espantado de verla desierta y que no estaba en ella el dueño de los penosos gemidos que había oído, mirando por todas partes, como si hubiera de estar escondido en algún agujero, había a una parte della mullida la tierra, como que había poco tiempo que la habían cavado. Y habiendo visto de la mitad del techo colgado un garabato (que debía de servir de colgar en él lo que se ponía a remediar del calor) y tirando dél, le arrancó y empezó a arañar la tierra para ver si acaso descubría alguna cosa. Y a poco trabajo que puso, por estar la tierra muy movediza, vio que uno de los hierros del garabato había hecho presa y se resistía de tornar a salir. Puso más fuerza, y, levantado hacia arriba, asomó la cara de un hombre (por haberse clavado el hierro por debajo de la barba, no porque estuviese apartada del cuerpo; que, a estarlo, la sacara de todo punto). No hay duda sino que tuvo necesidad don Gaspar de todo su valor para sosegar el susto y tornar la sangre a su propio lugar (que había ido a dar favor al corazón, que desalentado del horror de tal vista se había enflaquecido). Soltó la presa, que se tornó a sumir en la tierra, y allegando con los pies la que había apartado se tornó a subir arriba, dando cuenta a las damas de lo que pasaba, que cuidadosas de su tardanza le esperaban. De que no se mostraron poco temerosas, tanto que aunque don Gaspar quisiera irse luego, no se atrevió, viendo su miedo, a dejarlas solas; mas no pudieron acabar con él que se acostase, como otras veces. No de temor del muerto, sino de empacho, y respeto de que cuando nos alumbran de nuestras ceguedades los sucesos ajenos, y más tan desastrados, demasiada de desvergüenza es no atemorizarse dellos, y de respeto del Cielo, pues a la vista de los muertos no es razón pecar los vivos. Finalmente, la noche la pasaron en buena conversación, dando y tomando sobre el caso y pidiéndole las damas modo y remedio para sacar de allí aquel cuerpo que se lamentaba como si tuviera alma. Era don Gaspar noble, y temiendo no les sucediese a aquellas mujeres algún riesgo, obligado de la amistad que tenía con ellas, a la mañana, cuando se quiso ir (que fue luego que el Aurora empezó a mostrar su belleza), les prometió que a la noche daría orden de que se sacase de allí y se le diese tierra sagrada, que eso debía de pedir con sus lastimosos gemidos. Y como lo dispuso fue irse al convento más cercano, y hablando con el mayor de todos los religiosos, en confesión le contó cuanto le había sucedido, que acreditó con saber el religioso quién era, porque la nobleza trae consigo el crédito. Y aquella misma noche del siguiente día fueron con don Gaspar dos religiosos, y traída luz (que la mayor de las cuatro hermanas trajo, por ver el difunto), a poco que cavaron, pues apenas sería vara y media, descubrieron el triste cadáver, que sacado fuera, vieron que era un mozo que no llegaba a veinte y cuatro años, vestido de terciopelo negro, ferreruelo de bayeta (porque nada le faltaba del arreo, que hasta el sombrero tenía allí), su daga y espada, y en las faltriqueras, en la una un lienzo, unas Horas y el rosario, y en la otra unos papeles, entre los cuales estaba la bula. Mas por los papeles no pudieron saber quién fuese, por ser letra de mujer y no contener otra cosa más de finezas amorosas, y la bula aún no tenía asentado el nombre, por parecer tomada de aquel día, o por descuido, que es lo más cierto. No tenía herida ninguna, ni parecía en el sujeto estar muerto de más de doce o quince días. Admirados de todo esto, y más de oír decir a don Gaspar que le había oído quejar, le entraron en una saca que para esto llevaba el criado de don Gaspar, y habiéndose la dama vueltoa subir arriba, se le cargó al hombro uno de los padres, que era lego, y caminaron con él al convento, haciéndoles guardia don Gaspar y su confidente, donde le enterraron, quitándole el vestido y lo demás, en una sepoltura que ya para el caso estaba abierta, supliendo don Gaspar este trabajo de los religiosos con alguna cantidad de doblones para que se dijesen misas por el difunto, a quien había dado Dios lugar de quejarse, para que la piedad deste caballero le hiciese este bien. Bastó este suceso para apartar a don Gaspar desta ocasión en que se había ocupado; no porque imaginase que tuviesen las hermanas la culpa, sino porque juzgó que era aviso de Dios para que se apartase de casa donde tales riesgos había, y así, no volvió más a ver a las hermanas, aunque ellas lo procuraron diciendo se mudarían de la casa. Y asimismo atemorizado deste suceso, pasó algunos días resistiéndose a impulsos de la juventud, sin querer emplearse en lances amorosos, donde tales peligros hay, y más con mujeres que tienen por renta el vicio y por caudal el deleite (que déstas no se puede sacar sino el motivo que han tomado los hombres para no decir bien de ninguna y sentir mal de todas); mas al fin, como la mocedad es caballo desenfrenado, rompió las ataduras de la virtud, sin que fuese en mano de don Gaspar dejar de perderse, si así se puede decir, pues a mi parecer, ¿qué mayor perdición que enamorarse? Y fue el caso que en uno de los suntuosos templos que hay en aquella ciudad, un día que con más devoción y descuido de amar y ser amado estaba, vio la divina belleza de dos damas, de las más nobles y ricas de la ciudad, que entraron a oír misa en el mismo templo donde don Gaspar estaba, tan hermosas y niñas, que a su parecer no se llevaba un año la una a la otra. Y si bien había caudal de hermosura en las dos para amarlas a entrambas, como el amor no quiere compañía, escogieron los ojos de nuestro caballero la que le pareció de más perfección (y no escogió mal, porque la otra era casada). Estuvo absorto, despeñándose más y más en su amor mientras oyeron misa, que acababa, viendo se querían ir las aguardó a la puerta; mas no se atrevió a decirlas nada, por verlas cercadas de criados y porque en un coche que llegó a recibirlas venía un caballero portugués galán y mozo, aunque robusto, y que parecía en él no ser hombre de burlas. La una de las damas se sentó al lado del caballero, y la que don Gaspar había elegido por dueño, a la otra parte, de que no se alegró poco en verla sola. Y deseoso de saber quién eran, detuvo un paje, a quien le preguntó lo que deseaba, y le respondió que el caballero era don Dionís de Portugal y la dama que iba a su lado, su esposa, y que se llamaba doña Madalena, que había poco que se habían casado; que la que se había sentado enfrente se llamaba doña Florentina, y que era hermana de doña Madalena. Despidiose con esto el paje, y don Gaspar muy contento de que fuesen personas de tanto valor, ya determinado de amar y servir a doña Florentina y de deligenciarla para esposa (con tal rigor hace Amor sus tiros cuando quiere herir de veras), mandó a su fiel criado y secretario que siguiese el coche para saber la casa de las dos bellísimas hermanas. Mientras el criado fue a cumplir o con su gusto o con la fuerza que en su pecho hacía la dorada saeta con que Amor le había herido dulcemente (que este tirano enemigo de nuestro sosiego tiene unos repentinos accidentes, que si no matan, privan de juicio a los heridos de su dorado arpón) estaba don Gaspar entre sí haciendo muchos discursos. Ya le parecía que no hallaba en sí méritos para ser admitido de doña Florentina (y con esto desmayaba su amor de suerte que se determinaba a dejarle morir en su silencio), y ya más animado (haciendo en él la esperanza las suertes que con sus engañosos gustos promete), le parecía que apenas la pediría por esposa cuando le fuese concedida, sabiendo quién era y cuán estimado vivía cerca de su rey. Y como este pensamiento le diese más gusto que los demás, se determinó a seguirle, enlazándose más en el amoroso enredo con verse tan valido de la más que mentirosa esperanza, que siempre promete más que da; y somos tan bárbaros que, conociéndola, vivimos della. En estas quimeras estaba cuando llegó su confidente y le informó del cielo donde moraba la deidad que le tenía fuera de sí. Y desde aquel mismo punto empezó a perder tiempo y gastar pasos tan sin fruto, porque aunque continuó muchos días la calle, era tal el recato de la casa, que en ninguno alcanzó a ver, no sólo a las señoras, mas ni criada ninguna (con haber muchas), ni por buscar las horas más dificultosas ni más fáciles. La casa era encantada: en las rejas había menudas y espesas celosías, y en las puertas, fuertes y seguras cerraduras, y apenas era una hora de noche cuando ya estaban cerradas y todos recogidos, de manera que, si no era cuando salían a misa, no era posible verlas, y aun entonces pocas veces iban sino acompañadas de don Dionís, con que todos los intentos de don Gaspar se desvanecían. Sólo con los ojos, en la iglesia, le daba a entender su cuidado a su dama; mas ella no hacía caso, o no miraba en ellos. No dejó en este tiempo de ver si por medio de algún criado podía conseguir algo de su pretensión, procurando con oro asestar tiros a su fidelidad; mas como era castellano no halló en ellos lo que deseaba, por la simpatía que esta nación tiene con la nuestra, que con vivir entre nosotros son nuestros enemigos. Con estos estorbos se enamoraba más don Gaspar, y más el día que veía a Florentina, que no parecía sino que los rayos de sus ojos hacían mayores suertes en su corazón, y le parecía que quien mereciese su belleza habría llegado al non plus ultra de la dicha, y que podría vivir seguro de celosas ofensas. Andaba tan triste, no sabiendo qué hacerse ni qué medios poner con su cuñado para que se la diese por esposa, temiendo la oposición que hay entre portugueses y castellanos. Poco miraba Florentina en don Gaspar (aunque había bien que mirar en él), porque aunque, como he dicho, en la iglesia podía haber notado su asistencia, le debía de parecer que era deuda debida a su hermosura; que pagar el que debe, no merece agradecimiento. Más de dos meses le duró a don Gaspar esta pretensión, sin tener más esperanzas de salir con ella que las dichas; que si la dama no sabía la enfermedad del galán, ¿cómo podía aplicarle el remedio? Y creo que aunque la supiera no se le diera, porque llegó tarde. Vamos al caso; que fue que una noche poco antes que amaneciese venían don Gaspar y su criado de una casa de conversación (que aunque pudiera, con la ostentación de señor, traer coche y criados, como mozo y enamorado, picante en alentado, gustaba más de andar así), procurando con algunos entretenimientos divertirse de sus amorosos cuidados, pasando por la calle en que vivía Florentina (que ya que no vía la perla, se contentaba con ver la caja), al entrar por la calle (por ser la casa a la salida della), con el resplandor de la luna (que aunque iba alta daba claridad) vio tendida en el suelo una mujer, a quien el oro de los atavíos (que sus vislumbres con las de Diana competían) la calificaban de porte, que con desmayados alientos se quejaba como si ya quisiera despedirse de la vida. Más susto creo que le dio éstos a don Gaspar que los que oyó en la cueva, no de pavor, sino de compasión. Y llegándose a ella para informarse de su necesidad, la vio toda bañada en su sangre, de que todo el suelo estaba hecho un lago, y el macilento y hermoso rostro, aunque desfigurado, daba muestras de su divina belleza y también de su cercana muerte. Tomola don Gaspar por las hermosas manos, que parecían de mármol en lo blanco y helado, y estremeciéndola, le dijo: —¿Qué tenéis señora mía, o quién ha sido el cruel que así os puso? A cuya pregunta respondió la desmayada señora (abriendo los hermosos ojos, conociéndole castellano, y alentándose más con esto de lo que podía), en lengua portuguesa: —¡Ay caballero! Por la pasión de Dios, y por lo que debéis a ser quien sois, y a ser castellano, que me llevéis adonde procuréis, antes que muera, darme confesión; que ya que pierdo la vida en la flor de mis años, no querría perder el alma, que la tengo en gran peligro. Tornose a desmayar dicho esto; que visto por don Gaspar, y que la triste dama daba indicios mortales, entre él y el criado la levantaron del suelo, y acomodándosela al criado en los brazos de manera que la pudiese llevar con más alivio (para quedar él desembarazado, para si encontraban gente o justicia), caminaron lo más apriesa que podían a su posada, que no estaba muy lejos. Donde llegados sin estorbo ninguno, siendo recibidos de los demás criados y una mujer que cuidaba de su regalo, y poniendo el desangrado cuerpo sobre su cama, enviando un criado por un confesor, que la había hallado; mas como vio que por entonces no estaba para saber della lo que tan admirado le tenía, porque la herida dama ya se desmayaba y ya tornaba en sí, se sufrió en su deseo, callando quién era por no advertir a los criados dello. Vino en esto el criado con dos religiosos, y de allí a poco el que traía el cirujano, y para dar primero el remedio al alma se apartaron todos; mas Florentina estaba tan desflaquecida y desmayada de la sangre que había perdido y perdía, que no fue posible confesarse, y así, por mayor (por el peligro en que estaba), haciendo el confesor algunas prevenciones y prometiendo, si a la mañana se hallase más aliviada, confesarse, la absolvió. Y dando lugar al médico del cuerpo, acudiendo todos, y los religiosos (que no se quisieron ir hasta dejarla curada), la desnudaron y pusieron en la cama, y hallaron que tenía una estocada entre los pechos, de la parte de arriba, que aunque no era penetrante mostraba ser peligrosa, y lo fuera más a no haberla defendido algo las ballenas de un justillo que traía. Y debajo de la garganta, casi en el hombro derecho, otra, también peligrosa, y otras dos en la parte de las espaldas, dando señal que teniéndola asida del brazo se las habían dado; que lo que la tenía tan sin aliento era la perdida sangre, que era mucha porque había tiempo que estaba herida. Hizo el cirujano su oficio, y al revolverla para hacerlo se quedó de todo punto sin sentido. En fin, habiéndola tomado la sangre, y don Gaspar contentado al cirujano y avisádole no diese cuenta del caso, hasta ver si la dama no moría, cómo había sucedido tal desdicha (contándole de la manera que la había hallado, que por ser el cirujano castellano, de los que habían ido en la tropa de Su Majestad, pudo conseguir lo que pedía), con orden de que volviese en siendo de día se fue a su posada, y los religiosos a su convento. Recogiéronse todos. Quedó don Gaspar, que no quiso cenar. Habiéndole hecho una cama en la misma cuadra en que estaba Florentina, se fueron los criados a acostar, dejándole allí algunas conservas y bizcochos, agua y vino, por si la dama cobraba el sentido darle algún socorro. Idos, como digo, todos, don Gaspar se sentó sobre la cama en que estaba Florentina, y teniendo cerca de sí la luz, se puso a contemplar la casi difunta hermosura. Y viendo medio muerta la misma vida con que vivía, haciendo en su enamorado pecho los efetos que amor y piedad suelen causar, con los ojos humedecidos del amoroso sentimiento, tomándole las manos (que tendidas sobre la cama tenía), ya le registraba los pulsos para ver si acaso vivía, otras, tocándole el corazón, y muchas poniendo los claveles de sus labios en los nevados copos que tenía asidos con sus manos, decía: —¡Ay hermosísima y mal lograda Florentina, que quiso mi desdichada suerte que cuando soy dueño destas deshojadas azucenas sea cuando estoy tan cerca de perderlas! Desdichado fue el día que vi tu hermosura y la amé, pues después de haber vivido muriendo tan dilatado tiempo, sin valer mis penas nada ante ti, que lo que se ignora pasa por cosa que no es, quiso mi desesperada y desdichada fortuna que cuando te hallé fuese cuando te tengo más perdida y estoy con menos esperanzas de ganarte; pues cuando me pudiera prevenir con el bien de haberte hallado algún descanso, te veo ser despojos de la airada muerte. ¿Qué podré hacer, infelice amante tuyo, en tal dolor, sino serlo también en el punto que tu alma desampare tu hermoso cuerpo, para acompañarte en esta eterna y última jornada? ¿Qué manos tan crueles fueron las que tuvieron ánimo para sacar de tu cristalino pecho, donde sólo Amor merecía estar aposentado, tanta púrpura como los arroyos que te he visto verter? Dímelo, señora mía; que como caballero te prometo de hacer en él la más rabiosa venganza que cuanto ha que se crió el mundo se haya visto. Mas, ¡ay de mí, que ya parece que la airada Parca ha cortado el delicado estambre de tu vida, pues ya te admiro mármol helado cuando te esperaba fuego y blanda cera derretida al calor de mi amor! Pues ten por cierto, ajado clavel y difunta belleza, que te he de seguir, cuando no acabado con la pena, muerto con mis propias manos y con el puñal de mis iras. Diciendo esto tornaba a hacer experiencia de los pulsos y del corazón, y tornaba de nuevo y con más lastimosas quejas a llorar la mal lograda belleza. Así pasó hasta las seis de la mañana, que a esta hora tornó en sí la desmayada dama con algo de más aliento; que como se le había restriñido la sangre tuvo más fuerza su ánimo y desanimados espíritus. Y abriendo los ojos miró como despavorida los que la tenían cercada, estrañando el lugar donde se veía (que ya estaban todos allí, y el cirujano y los dos piadosos frailes); mas volviendo en sí y acordándose cómo la había traído un caballero y lo demás que había pasado por ella, y con debilitada voz pidió que le diesen alguna cosa con que cobrar más fuerzas, la sirvieron con unos bizcochos mojados en oloroso vino, por ser alimento más blando y sustancioso. Y habiéndolos comido dijo que le enseñasen el caballero a quien debía el no haber muerto como gentil y bárbara. Y hecho, le dio las gracias como mejor supo y pudo. Y habiendo ordenado se le sacase una sustancia, la quisieron dejar un rato sola, para que, no teniendo con quien hablar, reposase y se previniese para confesarse. Mas ella sintiéndose con más aliento, dijo que no, sino que se quería confesar luego, por lo que pudiese suceder. Y antes desto, volviéndose a don Gaspar, le dijo: —Caballero, que aunque quiera llamaros por vuestro nombre, no le sé, aunque me parece que os he visto antes de ahora: ¿acertaréis a ir a la parte donde me hallasteis? Que si es posible acordaros, en la misma calle preguntad por las casas de don Dionís de Portugal, que son bien conocidas en ella, y abriendo la puerta, que no está más que con un cerrojo, poned en cobro lo que hay en ella, tanto de gente como de hacienda. Y por que no os culpen a vos de las desventuras que hallareis en ella, y por hacer bien os venga mal, llevad con vos algún ministro de justicia; que ya es imposible, según el mal que hay en aquella desdichada casa por culpa mía, encubrirse, ni menos cautelarme yo, sino que sepan dónde estoy, y si mereciere más castigo del que tengo, me le den. —Señora —respondió don Gaspar, diciéndole primero cómo era su nombre—: bien sé vuestra casa y bien os conozco; y no decís mal: que muchas veces me habéis visto, aunque no me habéis mirado. Yo a vos sí que os he mirado y visto; mas no estáis en estado de saber por ahora dónde, ni menos para que, si de esas desdichas que hay en vuestra casa sois vos la causa, andéis en lances de justicia. —No puede ser menos —respondió Florentina—. Haced, señor don Gaspar, lo que os suplico, que ya no temo más daño del que tengo; demás que vuestra autoridad es bastante para que por ella me guarden a mí alguna cortesía. Viendo, pues, don Gaspar que esta era su voluntad, no replicó más; antes mandando poner el coche, entró en él y se fue a Palacio, y dando cuenta de lo sucedido con aquella dama (sin decir que la conocía ni amaba) a un deudo suyo, también de la Cámara de Su Majestad, le rogó le acompañase para ir a dar cuenta al Gobernador, por que no le imaginasen cómplice en las heridas de Florentina ni en los riesgos sucedidos en su casa. Y juntos don Gaspar y don Miguel fueron en casa del Gobernador, a quien dieron cuenta del estado en que había hallado la dama y lo que decía de su casa; que como el Gobernador conocía muy bien a don Dionís y vio lo que aquellos señores le decían, al punto entrándose en el coche con ellos, haciendo admiraciones de tal suceso se fueron, cercados de ministros de justicia, a la casa de don Dionís. Que llegados a ella, abrieron el cerrojo que Florentina había dicho, y entrando todos dentro, lo primero que hallaron fue, a la puerta de un aposento que estaba al pie de la escalera, dos pajes, en camisa, dados de puñaladas, y subiendo por la escalera, una esclava blanca, herrada en el rostro, a la misma entrada de un corredor, de la misma suerte que los pajes, y una doncella sentada en el corredor, atravesada de una estocada hasta las espaldas (que aunque estaba muerta no había tenido lugar de caer, como estaba arrimada a la pared); junto a ésta estaba una hacha caída, como que a ella misma se le había caído de la mano. Más adelante, a la entrada de la antesala, estaba don Dionís atravesado en su misma espada, que toda ella le salía por las espaldas, y él caído boca abajo, pegado el pecho con la guarnición, que bien se conocía haberse arrojado sobre ella desesperado de la vida y aborrecido de su misma alma. En un aposento que estaba en el mismo corredor, correspondiente a una cocina, estaban tres esclavas, una blanca y dos negras; la blanca en el suelo, en camisa, en la mitad del aposento, y las negras en la cama, también muertas a estocadas. Entrando más adentro, en la puerta de una cuadra, medio cuerpo fuera y medio dentro, estaba un mozo de hasta veinte años, de muy buena presencia y cara, pasado de una estocada. Éste estaba en camisa, cubierta una capa, y en los descalzos pies una chinelas. En la misma cuadra, donde estaba la cama, echada en ella doña Madalena, también muerta de crueles heridas, mas con tanta hermosura que parecía una estatua de marfil salpicada de rosicler. En otro aposento, detrás desta cuadra, otras dos doncellas, en la cama, también muertas, como las demás. Finalmente, en la casa no había cosa viva. Mirábanse los que vían esto unos a otros, tan asombrados que no sé cuál podía en ellos más: la lástima o la admiración. Y bien juzgaron ser don Dionís el autor de tal estrago, y que después de haberle hecho había vuelto su furiosa rabia contra sí. Mas viendo que sola Florentina (que era la que tenía vida) podía decir cómo había sucedido tan lastimosa tragedia, mas sabiendo de don Gaspar el peligro en que estaba su vida y que no era tiempo de averiguarla hasta ver si mejoraba, suspendieron la averiguación y dieron orden de enterrar los muertos, con general lástima, y más de doña Madalena, que como la conocían ser una señora de tanta virtud y tan honrosa, y la vían con tanta mocedad y belleza, se dolían más de su desastrado fin que de los demás. Dada, pues, tierra a los lastimosos cadáveres, y, puesta por inventario la hacienda, depositada en personas abonadas, se vieron todos juntos en casa de don Gaspar, donde hallaron reposando a Florentina, que después de haberse confesado y dádole una sustancia se había dormido, y que un médico de quien se acompañó el cirujano, que la asistían por orden de don Gaspar, decían que no era tiempo de desvanecerla, por cuanto la confesión había sido larga y le había dado calentura, que aquel día no convenía que hablase; mas porque temían, con la falta de tanta sangre como había perdido, no enloqueciese, la dejaron. Depositándola en poder de don Gaspar y su primo, que siempre que se la pidiesen darían cuenta della, se volvió el Gobernador a su casa, llevando bien que contar, él y todos, de la destruición de la casa de don Dionís, y bien deseosos de saber el motivo que había para tan lastimoso caso. Más de quince días se pasaron que no estuvo Florentina para hacer declaración de tan lastimosa historia, llegando muchas veces a término de acabar la vida, tanto, que fue necesario darle todos los sacramentos. En cuyo tiempo, por consejo de don Gaspar y don Miguel, había hecho declaración delante del Gobernador cómo don Dionís había hecho aquel lastimoso estrago celoso de doña Madalena y aquel criado de quien injustamente sospechaba mal, que era el que estaba en la puerta de la cuadra, y que a ella había también dado aquellas heridas; mas que no la acabó de matar por haberse puesto de por medio aquella esclava que estaba en la puerta del corredor, donde pudo escaparse mientras la mató, y que se había salido a la calle y cerrado tras sí la puerta, y con perder tanta sangre, cayó donde la halló don Gaspar. Que en cuanto a don Dionís, que no sabía si se había muerto o no; mas que, pues le habían hallado como decían, que él, de rabia, se habría muerto. Con esta confesión o declaración que hizo, no culpándose a sí por no ocasionarse el castigo, con esto cesaron las diligencias de la justicia; antes desembargando el hacienda y poniéndola a ella en libertad, le dieron la posesión della; la parte de su hermana, por herencia, y la de don Dionís, en pago de las heridas recibidas de su mano, para que, si viviese, la gozase, y si muriese, pudiese testar a su voluntad. Con que pasado más de un mes, que con verse quieta y rica se consoló y mejoró (o Dios, que dispone las cosas conforme a su voluntad y a utilidad nuestra), en poco más tiempo estaba ya fuera de peligro, y tan agradecida del agasajo de don Gaspar y reconocida del bien que dél había recibido, que no fuera muy dificultoso amarle, pues fuera desto lo merecía por su gallardía y afable condición, además de su nobleza y muchos bienes de fortuna de que le había engrandecido el Cielo de todas maneras. Y aun estoy por decir que le debía de amar; mas como se hallaba inferior, no en la buena sangre, en la riqueza y en la hermosura (que esa sola bastaba), sino en la causa que originó el estar ella en su casa, no se atrevía a darlo a entender. Ni don Gaspar, más atento a su honor que a su gusto, aunque la amaba, como se ha dicho, y más (como se sabe) del trato, que suele engendrar amor donde no le hay, no había querido declararse con ella hasta saber en qué manera había sido la causa de tan lastimoso suceso; porque más quería morir amando con honor, que sin él vencer y gozar, supuesto que Florentina, para mujer, si había desmán en su pureza era poca mujer, y para dama, mucha. Y deseoso de salir deste cuidado y determinar lo que había de hacer, porque la jornada de Su Majestad para Castilla se acercaba y él había de asistir a ella, viéndola con salud y muy cobrada en su hermosura, y que ya se empezaba a levantar, le suplicó le contase cómo habían sucedido tantas desdichas como por sus ojos había visto. Y Florentina, obligada y rogada de persona a quien tanto debía, estando presente don Miguel, que deseaba lo mismo (y aun no estaba menos enamorado que su primo, aunque, temiendo lo mismo, no quería manifestar su amor), empezó a contar su prodigiosa historia desta manera: —Nací en esta ciudad (¡nunca naciera para que hubiera sido ocasión de tantos males!), de padres nobles y ricos, siendo desde el primer paso que di en este mundo causa de desdichas, pues se las ocasioné a mi madre quitándole, en acabando de nacer, la vida, con tierno sentimiento de mi padre, por no haber gozado de su hermosura más de los nueve meses que me tuvo en su vientre. Si bien se le moderó, como hace a todos, pues apenas tenía yo dos años se casó con una señora viuda y hermosa, con buena hacienda, que tenía asimismo una hija que le había quedado de su esposo, de edad de cuatro años; que ésta fue la desdichada doña Madalena. Hecho, pues, el matrimonio de mi padre y su madre nos criamos juntas desde la infancia, tan amantes la una de la otra, y tan amadas de nuestros padres, que todos entendían que éramos hermanas; porque mi padre, por obligar a su esposa, quería y regalaba a doña Madalena como si fuera hija suya, y su esposa, por tenerle a él grato y contento, me amaba a mí más que a su hija; que esto es lo que deben hacer los buenos casados y que quieren vivir con quietud, pues del poco agrado que tienen los maridos con los hijos de sus mujeres, y las mujeres con los de sus maridos, nacen mil rencillas y pesadumbres. En fin, digo que si no eran los que muy familiarmente nos trataban, que sabían lo contrario, todos los demás nos tenían por hermanas. Y hoy aun nosotras mismas lo creímos así, hasta que la muerte descubrió este secreto; que llegando mi padre al punto de hacer testamento para partir desta vida (por ser el primero que la dejó) supe que no era hija de la que reverenciaba por madre, ni hermana de la que amaba por hermana. Y por mi desdicha hubo de ser por mí por quien faltó esta amistad. Murió mi padre, dejándome muy encomendada a su esposa; mas no pudo mostrar mucho tiempo en mí el amor que a mi padre tenía, porque fue tan grande el sentimiento que tuvo de su muerte, que dentro de cuatro meses le siguió, dejándonos a doña Madalena y a mí bien desamparadas, aunque bien acomodadas de bienes de fortuna, que, acompañados con los de Naturaleza, nos prometíamos buenos casamientos, porque no hay diez y ocho años feos. Dejonos nuestra madre (que en tal lugar la tenía yo) debajo de la tutela de un hermano suyo, de más edad que ella, el cual nos llevó a su casa y nos tenía como a hijas, no diferenciándonos en razón de nuestro regalo y aderezo a la una de la otra; porque era con tan gran estremo lo que las dos nos amábamos, que el tío de doña Madalena, pareciéndole que hacía lisonja a su sobrina, me quería y acariciaba de la misma suerte que a ella. Y no hacía mucho, pues, no estando él muy sobrado, con nuestra hacienda no le faltaba nada. Ya cuando nuestros padres murieron andaba don Dionís de Portugal, caballero rico, poderoso y de lo mejor desta ciudad, muy enamorado de doña Madalena, deseándola para esposa (y se había dilatado el pedirla por su falta), paseándola y galanteándola de lo ternísimo y cuidadoso, como tiene fama nuestra nación; y ella, como tan bien entendida conociendo su logro, le correspondía con la misma voluntad en cuanto a dejarse servir y galantear dél con el decoro debido a su honestidad y fama, supuesto que admitía su voluntad y finezas con intento de casar con él. Llegaron, pues, estos honestos y recatados amores a determinarse doña Madalena de casarse sin la voluntad de su tío, conociendo en él la poca que mostraba a darla estado, temeroso de perder la comodidad con que con nuestra buena y lucida hacienda pasaba, y así, gustara más de que fuéramos religiosas, y aun nos lo proponía muchas veces; mas viendo la poca inclinación que teníamos a este estado, o por desvanecidas con la belleza o porque habíamos de ser desdichadas, no apretaba en ello; mas dilataba el casarnos (que todo esto pueden los intereses de pasar con descanso). Que visto esto por doña Madalena, determinada, como digo, a elegir por dueño a don Dionís, empezó a engolfarse más en su voluntad escribiéndose el uno al otro y hablándose muchas noches por una reja. Asistíala yo algunas noches. ¡Oh, primero muriera, que tan cara me cuesta esta asistencia!. Al principio, contenta de ver a doña Madalena empleada en un caballero de tanto valor como don Dionís; al medio, envidiosa de que fuese suyo y no mío, y al fin, enamorada y perdida por él. Oíle tierno, escuchele discreto, mirele galán, considerele ajeno y dejeme perder sin remedio, con tal precipicio que vine a perder la salud. Donde conozco que acierta quien dice que el amor es enfermedad, pues se pierde el gusto, se huye el sueño y se apartan las ganas de comer. Pues si todos estos accidentes caen sobre el fuego que amor enciende en el pecho, no me parece que es el menos peligroso tabardillo, y más cuando da con la modorra de no poder alcanzar y con el frenesí celoso de ver lo que se ama empleado en otro cuidado. Y más rabioso fue este mal en mí, porque no podía salir de mí ni consentía ser comunicado, pues todo el mundo me había de infamar de que amase yo lo que mi amiga o hermana amaba. Yo quería a quien no me quería, y éste amaba a quien yo tenía obligación de no ofender. ¡Válgame Dios, y qué intrincado laberinto, pues sólo mi mal era para mí, y mis penas no para comunicadas! Bien notaba doña Madalena en mi melancolía y perdida color y demás accidentes, mas no imaginaba la causa (que creo, de lo que me amaba, que dejara la empresa por que yo no padeciera; que cuando considero esto no sé como mi propio dolor no me quita la vida), antes juzgaba de mi tristeza debía de ser porque no me había llegado a mí la ocasión de tomar estado, como a ella (como es éste el deseo de todas las mujeres de sus años y de los míos, y si bien algunas veces me persuadía a que le comunicase mi pena, yo la divertía dándole otras precisas causas), hasta llegarme a prometer que, en casándose, me casaría con quien yo tuviese gusto. ¡Ay mal lograda hermosura, y qué falsa y desdichadamente te pagué el amor que me tenías! Cierto, señor don Gaspar, que a no considerar que si dejase aquí mi lastimosa historia no cumpliría con lo que estoy obligada, os suplicara me diérades licencia para dejarla, porque no me sirve de más de añadir nuevos tormentos a los que padezco en referirla; mas pasemos con ella adelante, que justo es que padezca quien causó tantos males. Y así, pasaré sin referiros las músicas, las finezas y los estremos con que don Dionís servía a doña Madalena: ya lo podréis juzgar de la opinión de enamorados que nuestra nación tiene. Ni tampoco las rabiosas bascas, los dolorosos suspiros y tiernas lágrimas de mi corazón y ojos el tiempo que duró este galanteo, pues lo podréis ver por lo que adelante sucedió. En fin, puestos los medios necesarios para que su tío de doña Madalena no lo negase, viendo conformes las dos voluntades, aunque de mala gana, por perder el interés que se le seguía en el gobierno y administración de la hacienda, doña Madalena y don Dionís llegaron a gozar lo que tanto deseaban, tan contentos con el felicísimo y dichoso logro de su amor como yo triste y desesperada, viéndome de todo punto desposeída del bien que adoraba mi alma. No sé cómo os diga mis desesperaciones y rabiosos celos; mas mejor es callarlo, porque así saldrán mejor pintados, porque no hallo colores como los de la imaginación. No digo más sino que a este efeto hice un romance, que si gustáis, le diré, y si no, le pasaré en silencio. —Antes me agraviaréis —dijo don Gaspar— en no decirle; que sentimientos vuestros serán de mucha estima. —Pues el romance es éste, que canté a una guitarra el día del desposorio, más que cantando, llorando: Ya llego, Cupido, al ara; ponme en los ojos el lienzo; pues sólo por mis desdichas ofrezco al cuchillo el cuello. Ya no tengo más que darte, que, pues la vida te ofrezco, niño cruel, ya conoces el poco caudal que tengo. Un cuerpo sin alma doy; que es engaño, ya lo veo, mas tiéneme Fabio el alma, y quitársela no puedo. Que si guardaba la vida era por gozarle en premio de mi amor; mas ya la doy con gusto, pues hoy le pierdo. No te obliguen las corrientes que por estos ojos vierto; que no son por obligarte, sino por mi sentimiento. Antes, si me has de hacer bien, acaba, acábame presto, para que el perder a Fabio y el morir lleguen a un tiempo. Mas es tanta tu crueldad, que, porque morir deseo, el golpe suspenderás, más que piadoso, severo. Ejecuta el golpe, acaba, o no me quites mi dueño; déjame vivir con él, aunque viva padeciendo. Bien sabes que sola una hora vivir sin Fabio no puedo; pues si he de morir de espacio, más alivio es morir presto. Un año, y algo más, ha que sin decirlo padezco, amando sin esperanzas (que es la pena del Infierno). Ya su Sol se va a otro Oriente, y a mí, como a ocaso negro, quedándome sin su luz, ¿para qué la vida quiero? Mas si tengo de morir, Amor, ¿para qué me quejo? Que pensarás que descanso, y no descanso, que muero. Ya me venda Amor los ojos, ya desenvaina el acero: ya muero, Fabio, por ti, ya por ti la vida dejo. Ya digo el último a Dios. ¡Oh, permita, Fabio, el Cielo, que a ti te dé tantas dichas como yo tengo tormentos! En esto decir quiero que muero, Fabio, pues que ya te pierdo, y que por ti, con gusto, Fabio, muero. Casáronse, en fin, don Dionís y doña Madalena. Y, como me lo había prometido, me trajo, cuando se vino a su casa, en su compañía con ánimo de darme estado, pensando que traía una hermana y verdadera amiga, y trajo la destruición della. Pues ni el verlos ya casados, ni cuán ternísimamente se amaban, ni lo que a doña Madalena de amor debía, ni mi misma pérdida, nada bastó para que yo olvidase a don Dionís; antes crecía en mí la desesperada envidia de verlos gozarse y amarse con tanta dulzura y gusto. Con lo que yo vivía tan sin él, que creyendo doña Madalena que nacía de que se dilataba el darme estado, trató de emplearme en una persona que me estimase y mereciese; mas nunca, ni ella ni don Dionís, lo pudieron acabar conmigo, de que doña Madalena se admiraba mucho y me decía que me había hecho de una condición tan estraña que la traía fuera de sí, ni me la entendía. Y a la cuenta debía de comunicar esto mismo con su esposo, porque un día que ella estaba en una visita y yo me había quedado en casa, como siempre hacía (que como andaba tan desabrida, a todo divertimiento me negaba), vino don Dionís, y hallándome sola y los ojos bañados de lágrimas (que pocos ratos dejaba de llorar el mal empleo de mi amor), sentándose junto a mí, me dijo: —Cierto, hermosa Florentina, que a tu hermana y a mí nos trae cuidadosísimos tu melancolía, haciendo varios discursos de qué te puede proceder, y ninguno hallo más a propósito, ni que lleve color de verdadero, sino que quieres bien en parte imposible; que a ser posible no creo que haya caballero en esta ciudad, aunque sea de jerarquía superior, que no estime ser amado de tu hermosura y se tuviera por muy dichoso en merecerla, aun cuando no fueras quien eres ni tuvieras la hacienda que tienes, sino que fueras una pobre aldeana, pues con ser dueño de tu sin igual belleza se pudiera tener por el mayor rey del mundo. —Y si acaso fuera —dije yo, no dejándole pasar adelante: tan precipitada me tenía mi amorosa pasión, o, lo más seguro, dejada de la divina Mano— que fuera así, que amara en alguna parte difícil de alcanzar correspondencia, ¿qué hiciérades vos por mí, señor don Dionís, para remediar mi pena? —Decírsela, y solicitarle para que te amase —respondió don Dionís. —Pues si es así —respondí yo—, dítela a ti mismo y solicítate a ti, y cumplirás lo que prometes. Y mira cuán apurado está mi sufrimiento, que sin mirar lo que debo a mí misma, ni que profano la honestidad (joya de más valor que una mujer tiene), ni el agravio que hago a tu esposa (que aunque no es mi hermana, la tengo en tal lugar), ni el saber que voy a perder y no a ganar contigo (pues es cierto que me has de desestimar y tener en menos por mi atrevimiento y despreciarme por mirarme liviana, y de más a más por el amor que debes a tu esposa, tan merecedora de tu lealtad como yo de tu desprecio), nada desto me obliga; porque he llegado a tiempo que es más mi pena que mi vergüenza. Y así, tenme por libre, admírame atrevida, ultrájame deshonesta, aborréceme liviana o haz lo que fuere de tu gusto, que ya no puedo callar. Y cuando no me sirva de más mi confesión sino que sepas que eres la causa de mi tristeza y desabrimiento, me doy por contenta y pagada de haberme declarado. Y supuesto esto, ten entendido que desde el día que empezaste a amar a doña Madalena te amo más que a mí, pasando las penas que ves y no ves y de que a ninguna persona en el mundo he dado parte, resuelta a no casarme jamás, porque, si no fuere a ti, no he de tener otro dueño. Acabé esta última razón con tantas lágrimas y ahogados suspiros y sollozos, que apenas la podía pronunciar. Lo que resultó desto fue que, levantándose don Dionís (creyendo que se iba huyendo por no responder a mi determinada desenvoltura) y cerrado la puerta de la sala, se volvió donde yo estaba, diciendo: —No quiera Amor, hermosa Florentina, que yo sea ingrato a tan divina belleza y a sentimientos tan bien padecidos y tiernamente dichos. Y añudándome al cuello los brazos, me acarició de modo que ni yo tuve más que darle ni él más que alcanzar ni poseer. En fin, toda la tarde estuvimos juntos en amorosos deleites, y en el discurso della no sé que fuese verdad que los amantes a peso de mentiras nos compran; que desde otro día casado me amaba, y que por no atreverse no me lo había dicho, y otras cosas con que yo, creyéndole, me tuve por dichosa y me juzgué no mal empleada, y que si se viera libre fuera mi esposo. Rogome don Dionís con grandes encarecimientos que no descubriera a nadie nuestro amor, pues teníamos tanto lugar de gozarle, y yo le pedí lo mismo, temerosa de que doña Madalena no lo entendiese. En fin, desta suerte hemos pasado cuatro años, estando yo desde aquel día la mujer más alegre del mundo. Cobreme en mi perdida hermosura, restituime en mi donaire, de manera que ya era el regocijo y alegría de toda la casa,. Porque yo mandaba en ella: lo que yo hacía era lo más acertado; lo que mandaba, lo obedecido. Era dueño de la hacienda, y de cúya era, por mí se despedían y recibían los criados y criadas; de manera que doña Madalena no servía más de hacer estorbo a mis empleos. Amábame tanto don Dionís, granjeándole yo la voluntad con mis caricias, que se vino a descuidar en las que solía y debía hacer a su esposa, con que se trocaron las suertes: primero Madalena estaba alegre, y Florentina triste; ya Florentina era la alegre, y Madalena la melancólica, la llorosa, la desabrida y la desconsolada. Y si bien entendía que por andar su esposo en otros empleos se olvidaba della, jamás sospechó en mí; lo uno, por el recato con que andábamos, y lo otro, por la gran confianza que tenía de mí, no pudiéndose persuadir a tal maldad, si bien me decía que en mí las tristezas y alegrías eran estremos que tocaban en locura. ¡Válgame el Cielo, y qué ceguedad es la de los amantes! Nunca me alumbré della hasta que a costa de tantas desdichas se me han abierto los ojos. Llegó a tal estremo y remate la de mis maldades, que nos dimos palabra de esposos don Dionís y yo para cuando muriera doña Madalena, como si estuviera en nuestra voluntad el quitarla la vida, o tuviéramos las nuestras más seguras que ella la suya. Llegose en este tiempo la Semana Santa, en que es fuerza acudir al mandamiento de la Iglesia. Y si bien algunas veces, en el discurso de mi mal estado, me había confesado, algunas había sido de cumplimiento; y yo que sabía bien dorar mi yerro, no debía de haber encontrado confesor tan escrupuloso como este que digo, o yo debí de declararme mejor. ¡Oh infinita bondad, y qué sufres! En fin, tratando con él del estado de mi conciencia, me la apuró tanto y me puso tantos temores de la perdición de mi alma, no queriéndome absolver y diciéndome que estaba, como acá, ardiendo en los infiernos, que volví a casa bien desconsolada. Y entrándome en mi retraimiento, empecé a llorar de suerte que lo sintió una doncella mía, que se había criado conmigo desde niña (que es la que, si os acordaréis, señor don Gaspar, hallasteis en aquella desdichada casa sentada en el corredor, arrimada a la pared, pasada de parte a parte por los pechos), y con grande instancia, ruegos y sentimientos me persuadió a que le dijese desesperación. Porque ¿cómo sabemos que se ha de morir ella primero que tú, ni don Dionís decirte que te apartes dél, amándole? Es locura; que ni tú lo has de hacer, ni él, si está tan enamorado como dices, menos. Tú sin honor y amando, aguardando milagros (que las más de las veces en estos casos suceden al revés, porque el Cielo castiga estas intenciones, y morir primero los que agravian que el agraviado, acabar el ofensor y vivir el ofendido), el remedio que hallom cruel es; mas ya es remedio, que llagas tan ulceradas como éstas quieren curas violentas. Roguele me le dijese, y respondiome: —Que muera doña Madalena; que más vale que lo padezca una inocente, que se irá a gozar de Dios con la corona del martirio, que no que tú quedes perdida. —¡Ay amiga! Y ¿no será mayor error que los demás —dije yo— matar a quien no lo debe? Y que Dios me le castigará a mí, pues, haciendo yo el agravio, ¿le ha de pagar el que le recibe? —Hízolo David —me respondió mi doncella—, y se aprovechó dél matando a Urías por que Bersabé no padeciera ni peligrara en la vida ni en la fama. Y tú me parece que estás cerca de lo mismo, pues el día que doña Madalena se desengañe ha de hacer de ti lo que yo te digo que hagas della. —Pues si con sólo el deseo —respondí yo— me ha puesto el confesor tantos miedos, ¿qué será con la ejecución? —Hacer lo que hizo David —dijo la doncella—: matemos a Urías, que después haremos penitencia: en casándote con tu amante, restaurar con sacrificios el delito; que por la penitencia se perdona el pecado, y así lo hizo el santo Rey. Tantas cosas me dijo, y tantos ejemplos me puso y tantas leyes me alegó, que como yo deseaba lo mismo que ella me persuadía, que, reducida a su parecer, dimos entre las dos la sentencia contra la inocente y agraviada doña Madalena; que siempre a un error sigue otro, y a un delito muchos. Y dando y tomando pareceres cómo se ejecutaría, me respondió la atrevida mujer (en quien pienso que hablaba y obraba el Demonio): —Lo que me parece más conveniente, para que ninguna de nosotras peligre, es que la mate su marido, y desta suerte no culparán a nadie. —¿Cómo será eso? —dije yo—. Que doña Madalena vive tan honesta y virtuosamente que no hallará jamás su marido causa para hacerlo. —Eso es el caso —dijo la doncella—; ahí ha de obrar mi industria. Calla y déjame hacer sin darte por entendida de nada; que si antes de un mes no te vieres desembarazada della, me ten por la más ruda y boba que hay en el mundo. Diome parte del modo, apartándonos las dos; ella, a hacer oficio de demonio y yo a esperar el suceso, con lo que cesó nuestra plática. Y la mal aconsejada moza (y yo más que ella, que todas seguíamos lo que el Demonio nos inspiraba) hallando ocasión como ella la buscaba, dijo a don Dionís que su esposa le quitaba el honor, porque mientras él no estaba en casa tenía trato ilícito con Fernandico. Éste era un mozo de hasta edad de diez y ocho o veinte años que había en casa, nacido y criado en ella, porque era hijo de una criada de sus padres de don Dionís que había sido casada con un mayordomo suyo, y muertos ya sus padres, el desdichado mozo se había criado en casa, heredando el servir, mas no el premio, pues fue muy diferente del que sus padres habían tenido; que éste era el que hallasteis muerto a la puerta de la cuadra donde estaba doña Madalena. Era galán y de buenas partes, y muy virtuoso, con que a don Dionís no se le hizo muy dificultoso el creerlo, si bien le preguntó que cómo le había visto; a lo que ella respondió que al ladrón de casa no hay nada oculto, que piensan las amas que las criadas son ignorantes. En fin, don Dionís le dijo que cómo haría para satisfacerse de la verdad. —Haz que te vas fuera, y vuelve al amanecer, o ya pasado de medianoche, y hazme una seña para que yo sepa que estás en la calle —dijo la criada—, que te abriré la puerta y los cogerás juntos. Quedó concertado para de allí a dos días, y mi criada me dio parte de lo hecho; de que yo algo temerosa, me alegré, aunque por otra parte me pesaba; mas viendo que ya no había remedio, hube de pasar, aguardando el suceso. Vamos al endemoniado enredo, que voy abreviando, por la pena que me da referir tan desdichado suceso. Al otro día dijo don Dionís que iba con unos amigos a ver unos toros que se corrían en un lugar tres leguas de Lisboa. Y apercibido su viaje, aunque Fernandico le acompañaba siempre, no quiso que esta vez fuera con él, ni otro ningún criado; que para dos días los criados de los otros le asistirían. Y con esto se partió el día a quien siguió la triste noche que me hallasteis. En fin, él vino solo, pasada de medianoche, y hecha la seña, mi doncella, que estaba alerta, le dijo se aguardase un poco, y tomando una luz se fue al posento del mal logrado mozo, y entrando alborotada, le dijo: —Fernando, mi señora te llama, que vayas allá muy apriesa. —¿Qué me quiere ahora mi señora? —replicó Fernando. —No sé —dijo ella— más de que me envía muy apriesa a llamarte. Levantose, y queriendo vestirse, le dijo: —No te vistas, sino ponte esa capa y enchanclétate esos zapatos, y ve a ver qué te quiere; que si después fuere necesario vestirte, lo harás. Hízolo así Fernando, y mientras él fue adonde su señora estaba, la cautelosa mujer abrió a su señor. Llegó Fernando a la cama donde estaba durmiendo doña Madalena, y despertándola, le dijo: —Señora, ¿qué es lo que me quieres? A lo que doña Madalena, asustada (como despertó y le vio en su cuadra), le dijo: —Vete. Vete, mozo, con Dios. ¿Qué buscas aquí? Que yo no te llamo. Que como Fernando lo oyó se fue a salir de la cuadra, cuando llegó su amo al tiempo que él salía; que como le vio que estaba desnudo y que salía del aposento de su esposa, creyó que salía de dormir con ella, y dándole con la espada (que traía desnuda) dos estocadas una tras otra, le tendió en el suelo, sin poder decir más de «¡ Jesús sea conmigo!», con tan doloroso acento, que yo, que estaba en mi aposento bien temerosa y sobresaltada (como era justo estuviese quien era causa de un mal tan grande y autora de un testimonio tan cruel y motivo de que se derramase aquella sangre inocente, que ya empezaba a clamar delante del Tribunal Supremo de la divina justicia), me cubrí con un sudor frío, y queriéndome levantar para salir a estorbarlo, o que mis fuerzas estuviesen enflaquecidas, o que el Demonio que ya estaba señoreado en aquella casa, me ató de suerte que no pude. En tanto, don Dionís, ya de todo punto ciego con su agravio, entró adonde estaba su inocente esposa, que se había vuelto a quedar dormida con los brazos sobre la cabeza, y llegando a su puro y casto lecho (a sus airados ojos y engañada imaginación, sucio, deshonesto y violado con la mancha de su deshonor), le dijo: —¡Ah traidora, y cómo descansas en mi ofensa! Y sacando la daga, la dio tantas puñaladas cuantas su indignada cólera le pedía. Sin que pudiese ni aun formar un «¡ay!», desamparó aquella alma santa el más hermoso y honesto cuerpo que conoció el reino de Portugal. Ya a este tiempo había yo salido fuera de mi estancia y estaba en parte que podía ver lo que pasaba, bien perdida de ánimo y anegada en lágrimas; mas no me atreví a salir. Y vi que don Dionís pasó adelante, a un retrete que estaba consecutivo a la cuadra de su esposa, y hallando dos desdichadas doncellas que dormían en él, las mató, diciendo: —¡Así pagaréis, dormidas centinelas de mi honor, vuestro descuido, dando lugar a vuestra alevosa señora para que velase a quitarme el honor! Y bajando por una escalera escusada que salía a un patio, salió al portal, y llamando los dos pajes que dormían en un aposento cerca de allí, que a su voz salieron despavoridos, les pagó su puntualidad con quitarles la vida. Y como un león encarnizado y sediento de humana sangre volvió a subir por la escalera principal, y entrando en la cocina mató las tres esclavas que dormían en ella; que la otra había ido a llamarme oyendo la revuelta y llanto que hacía mi criada, que sentada en el corredor estaba; que, o porque se arrepintió del mal que había hecho cuando no tenía remedio, o porque Dios quiso que le pagase, o por que el honor de doña Madalena no quedase manchado, sino que supiese el mundo que ella y cuantos allí habían muerto iban sin culpa, y que sola ella y yo la teníamos (que es lo más cierto), arrimando una hacha (que él propio había encendido) a la pared (que tan descaradamente siguió su maldad, que para ir a abrir la puerta a su señor le pareció poca luz la de una vela; que en dejándonos Dios de su divina mano, pecamos como si hiciéramos algunas virtudes), sin vergüenza de nada se sentó y empezó a llorar, diciendo: —¡Ay desdichada de mí! ¿Qué he hecho? Ya no hay perdón para mí en el cielo ni en la tierra, pues por apoyar un mal con tan grande y falso testimonio he sido causa de tantas desdichas. A este mismo punto salía su amo de la cocina, y yo por la otra parte, y la esclava que me había ido a llamar, con una vela en la mano. Y como la oí, me detuve, y vi que llegando don Dionís a ella, le dijo: —¿Qué dices, moza, de testimonio y de desdichas? —¡Ay, señor mío! —respondió ella—. ¿Qué tengo de decir sino que soy la más mala hembra que ha nacido? Que mi señora doña Madalena y Fernando han muerto sin culpa, con todos los demás a quien has quitado la vida. Sola yo soy la culpada y la que no merezco vivir; que yo hice este enredo llamando al triste Fernando, que estaba en su aposento dormido, diciéndole que mi señora le llamaba, para que viéndole tú salir de la forma que le viste, creyeses lo que yo te había dicho para que, matando a mi señora doña Madalena, te casaras con doña Florentina mi señora, restituyéndole y satisfaciendo con ser su esposo el honor que le debes. —¡Oh falsa traidora! Y si eso que dices es verdad —dijo don Dionís—, poca venganza es quitarte una vida que tienes; que mil son pocas, y que a cada una se te diese un género de muerte. —¡Verdad es, señor! ¡Verdad es, señor, y lo demás, mentira! Yo soy la mala, y mi señora, la buena. La muerte merezco, y el Infierno también. —Pues yo te daré lo uno y lo otro —respondió don Dionís—; y restaure la muerte de tantos inocentes la de una traidora. Y diciendo esto la atravesó con la espada por los pechos contra la pared, dando la desdichada una grande voz, diciendo: —¡Recibe, Infierno, el alma de la más mala mujer que crio el Cielo, y aun allá pienso que no hallará lugar! Y diciendo esto la rindió a quien la ofrecía. A este punto salí yo con la negra, y fiada en el amor que me tenía, entendiendo amansarle y reportarle, le dije: —¿Qué es esto, don Dionís? ¿Qué sucesos son éstos? ¿Hasta cuándo ha de durar el rigor? Él que ya a este punto estaba, de la rabia y dolor, sin juicio, embistiendo conmigo, diciendo: —Hasta matarte y matarme, falsa, traidora, liviana, deshonesta, para que pagues haber sido causa de tantos males; que no contenta con los agravios que con tu deshonesto apetito hacías a la que tenías por hermana, no has parado hasta quitarle la vida. Y diciendo esto me dio las heridas que habéis visto. Y acabárame de matar si la negra no acudiera a ponerse en medio; que como la vio don Dionís asió della, y mientras la mató tuve yo lugar de entrarme en un aposento y cerrar la puerta, toda bañada en mi sangre. Acabando, pues, don Dionís con la vida de la esclava, y que ya no quedaba nada vivo en casa si no era él (porque de mí bien creyó que iba de modo que no escaparía), y insistido del Demonio, puso el pomo de la espada en el suelo y la punta en su cruel corazón, diciendo: —No he de aguardar a que la justicia humana castigue mis delitos, que más acertado es que sea yo el verdugo de la justicia divina. Se dejó caer sobre la espada, pasando la punta a las espaldas, llamando al Demonio que le recibiese el alma. Yo, viéndole ya muerto y que me desangraba, si bien con el miedo, que podéis imaginar, de verme en tanto horror y cuerpos sin almas (que de mi sentimiento no hay que decir, pues era tanto que no sé cómo no hice lo mismo que don Dionís, mas no lo debió de permitir Dios, por que se supiese un caso tan desdichado como éste), con más ánimo del que en la ocasión que estaba imaginé tener, abrí la puerta del aposento, y tomando la vela que estaba en el suelo me bajé por la escalera y salí a la calle con ánimo de ir a buscar (viéndome en el estado que estaba) quien me confesase, para que, ya que perdiese la vida, no perdiese el alma. Con todo, tuve advertimiento de cerrar la puerta de la calle con aquel cerrojo que estaba, y caminando con pasos desmayados por la calle sin saber adonde iba, me faltaron, con la falta de sangre, las fuerzas, y caí donde vos, señor don Gaspar, me hallasteis. Donde estuve hasta aquella hora y llegó vuestra piedad a socorrerme, para que, debiéndoos la vida, la gaste, el tiempo que me durare, en llorar, gemir y hacer penitencia de tantos males como he causado, y también en pedirle a Dios guarde la vuestra muchos siglos. Calló con esto la linda y hermosa Florentina; mas sus ojos, con los copiosos raudales de lágrimas, no callaron, que a hilos se desperdiciaban por sus más que hermosas mejillas, en que mostraba bien la pasión que en el alma sentía; que forzada della se dejó caer con un profundo y hermoso desmayo, dejando a don Gaspar suspenso y espantado de lo que había oído, y no sé si más desmayado que ella, viendo que, entre tantos muertos como el muerto honor de Florentina había causado, también había muerto su amor; porque ni Florentina era ya para su esposa, ni para dama era razón que la procurase, supuesto que la veía con determinación de tomar más seguro estado que la librase de otras semejantes desdichas como las que por ella habían pasado; y se alababa en sí de muy cuerdo en no haberle declarado su amor hasta saber lo que entonces sabía. Y así, acudiendo a remediar el desmayo, con que estaba ya vuelta dél la consoló, esforzándola con algunos dulces y conservas. Diciéndole cariñosas razones, la aconsejó que, en estando con más entera salud, el mejor modo para su reposo era entrarse en religión, donde viviría segura de nuevas calamidades; que en lo que tocaba a allanar el riesgo de la justicia, si hubiese alguno, él se obligaba al remedio, aunque diese cuenta a Su Majestad del caso, si fuese menester. A lo que la dama, agradeciéndole los beneficios que había recibido y recibía con nuevas caricias, le respondió que ese era su intento, y que cuanto primero se negociase y ejecutase le haría mayor merced; que ni sus desdichas ni el amor que al desdichado don Dionís tenía le daban lugar a otra cosa. Acabó don Gaspar con esta última razón de desarraigar y olvidar el amor que la tenía, y en menos de dos meses que tardó Florentina en cobrar fuerzas, sanar de todo punto y negociarse todo presto (que fue necesario que se diese cuenta a Su Majestad del caso, que dio, piadoso, el perdón de la culpa que Florentina tenía en ser culpa de lo referido), se consiguió su deseo entrándose religiosa en uno de los más suntuosos conventos de Lisboa, sirviéndole de castigo su mismo dolor y las heridas que le dio don Dionís, supliendo el dote y más gasto la gruesa hacienda que había de la una parte y la otra. Donde hoy vive santa y religiosísima vida, carteándose con don Gaspar, a quien, siempre agradecida, no olvida, antes con muchos regalos que le envía agradece la deuda en que le está. El cual vuelto con Su Majestad a Madrid, se casó en Toledo, donde hoy vive, y dél mismo supe este desengaño que habéis oído.