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ZAYAS__Fuerza-del-amor.txt
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EN Nápoles, insigne y famosa ciudad de Italia por su riqueza, hermosura y agradable sitio, nobles ciudadanos y gallardos edificios, coronados de jardines y adornados de cristalinas fuentes, hermosas damas y gallardos caballeros, nació Laura, peregrino y nuevo milagro de naturaleza, tanto que entre las más gallardas y hermosas fue tenida por celestial estremo, pues habiendo escogido los curiosos ojos de la ciudad entre todas ellas once, y de estas once tres, fue Laura de las once una, y de las tres una. Fue tercera en el nacer, pues gozó del mundo después de haber nacido en él dos hermanos, tan nobles y virtuosos como ella hermosa. Murió su madre del parto de Laura, quedando su padre por gobierno y amparo de los tres gallardos hijos, que, si bien sin madre, la discreción de el padre suplió medianamente esta falta. Era don Antonio (que este es el nombre de su padre) del linaje y apellido de Garrafa, deudo de los duques de Nochera y señor de Piedra Blanca. Criáronse don Alejandro, don Carlos y Laura con la grandeza y cuidado que su estado pedía, poniendo su noble padre en esto el cuidado que requerían su estado y riqueza, enseñando los hijos en las buenas costumbres y ejercicios que dos caballeros y una tan hermosa dama merecían, viviendo la bella Laura con el recato y honestidad que a mujer tan rica y principal era justo, siendo los ojos de su padre y hermanos y la alabanza de la ciudad. Quien más se señalaba en querer a Laura era don Carlos, el menor de los dos hermanos, que la amaba tan tierno que se olvidaba de sí por quererla; y no era mucho, que las gracias de Laura obligaban, no sólo a los que tan cercano deudo tenían con ella, mas a los que más apartados estaban de su vista. No hacía falta su madre en su recogimiento, demás de ser padre y hermanos vigilantes guardas de su hermosura; y quien más cuidadosamente velaba esta señora eran sus honestos pen samientos: si bien cuando llegó a la edad de discreción no pudo negar su compañía a las principales señoras sus deudas, para que Laura pagase a la desdicha la que le debe la hermosura. Es uso y costumbre en Nápoles ir las doncellas a los saraos y festines que en los palacios de el Virrey y casas particulares de caballeros se hacen, aunque en algunas tierras de Italia no lo aprueban por acertado, pues en las más dellas se les niega hasta el ir a misa, sin que basten a derogar esta ley que ha puesto en ellas la costumbre las penas que los ministros eclesiásticos y seglares les ponen. Salió, en fin, Laura a ver y ser vista, tan acompañada de hermosura como de honestidad, aunque a acordarse de Dina no se fiara de su recato. Fueron sus bellos ojos basiliscos de las almas; su gallardía, monstro de las vidas, y su riqueza y nobles partes cebo de los deseos de mil gallardos y nobles mancebos de la ciudad, pretendiendo por medio del casamiento gozar de tanta hermosura.
Entre los que pretendían servir a Laura se aventajó don Diego Pinatelo, de la noble casa de los duques de Monteleón, caballero rico y galán, y de tanta envidia de partes, que no hiciera mucho que, fiado en ellas, se prometiera las de la bella Laura y dar cudicia a sus padres para desear tan noble marido para su hija. Vio, en fin, a Laura, y rindiole el alma con tal fuerza que casi no la acompañaba sino sólo por no desamparar la vida: tal es la hermosura mirada en ocasión. Túvola don Diego en un festín que se hacía en casa de un príncipe de los de aquella ciudad, no sólo para verla, sino para amarla, y después de amarla darla a entender su amor, tan grande en aquel punto como si hubiera mil años que la amaba. Úsase en Nápoles llevar a los festines un maestro de ceremonias, el cual saca a danzar a las damas y las da al caballero que le parece. Valiose don Diego en esta ocasión de el que en el festín asistía. ¿Quién duda que sería a costa de dinero, pues apenas calentó con ellos las manos del maestro cuando vio en las suyas las de la bella Laura el tiempo que duró el danzar una gallarda? Mas no le sirvió de más que de arderse con aquella nieve; pues apenas se atrevió a decir «Señora: yo os adoro», cuando la hermosa dama, fingiendo justo impedimento, le dejó y se volvió a su asiento, dando que sospechar a los que miraban y que sentir a don Diego, el cual quedó tan triste como desesperado, pues en lo que quedaba de el día no mereció que Laura le favoreciese siquiera con los ojos. Llegó la noche, y bien triste para don Diego, pues con ella Laura se fue a su casa y él a la suya, donde, acostándose en su cama (común remedio de tristes, que luego consultan las almohadas), dando vueltas en ella empezó a quejarse tan lastimosamente de su desdicha (si lo era haber visto la belleza que le tenía tan fuera de sí), que si en esta ocasión fuera oído de la causa de su pena fuera más piadosa que había sido aquella tarde. —¡Ay —decía el lastimado caballero—, divina Laura, y con qué crueldad oíste aquella tan sola como desdicha palabra que te dije! Como si el saber que esta alma es más tuya que la misma que posees fuera afrenta para tu honestidad y linaje, pues es claro que si pretendo emplearla en tu servicio ha de ser haciéndote mi esposa, y en esto no pierdes opinión. ¿Es posible, amado dueño, que siendo la vista tan agradable sea el corazón tan cruel que no te deja ver que después que te vi no soy el que era primero? Ya vivo sin alma y siento sin sentido, y finalmente, todo cuanto soy lo he rendido a tu hermosura. Si en esto te agravio cúlpala a ella, que los ojos que la miran no pueden ser tan cuerdos que se aparten de desearla si una vez la ven. Mas ¿qué mayor cordura que amarte? Nunca más cuerdo y bien entendido. ¡Ay de mí, y qué sin causa me quejo, pues fuera bien mirar que estaba Laura obligada a tratarme ásperamente si pone los ojos en su honestidad y obligación, pues no fuera razón admitir mi deseo tan presto como nació, pues apenas fue criada la voluntad cuando fue dicha! Rico soy, mis padres en nobleza no deben nada a los suyos. Pues ¿por qué me falta esperanza? Pidiéndola por mujer a su padre, no me la ha de negar. ¡Ánimo, cobarde corazón, que bien se ve que amas, pues tanto temes; que no ha de ser mi desdicha tan grande que no alcance lo que deseo! En estos pensamientos pasó don Diego la noche, ya animado con la esperanza, ya desesperado con el temor, mientras la hermosa Laura, tan ajena de sí cuanto propria de su cuidado, llevando en la vista la gallarda gentileza de don Diego y en la memoria el «yo os adoro» que le había oído, ya se determinaba a querer, y ya pidiéndose estrecha cuenta de su libertad
y perdida opinión (como si en solo amor se hiciese yerro), arrepentida se reprehendía a sí misma, pareciéndole que ponía en condición, si amaba, la obligación de su estado, y si aborrecía, se obligaba al mismo peligro. Con estos pensamientos y cuidados empezó a negarse a sí misma el gusto y a la gente de su casa la conversación, deseando ocasiones para ver la causa de su cuidado y dejando pasar los días (al parecer de don Diego con tanto descuido, que no se ocupaba en otra cosa sino en dar quejas contra el desdén de la enamorada señora). La cual no le daba, aunque lo estaba, más favores que los de su vista, y esto tan al descuido y con tanto desdén que no tenía lugar ni aun para poderle decir su pena; porque aunque la suya la pudiera obligar a dejarse pretender, el cuidado con que la encubría era tan grande que a sus más queridas criadas guardaba el secreto de su amor, aunque su tristeza no sólo les daba sospecha de alguna grave causa, mas ponía en temor a su padre y hermanos, y más a don Carlos, que como la amaba con más terneza reparaba más en su disgusto y, fiado en su amor, la preguntaba muchas veces la causa de su tristeza, casi sospechando, en ver los continuos paseos de don Diego, parte de su cuidado, si bien Laura, dando culpa a su poca salud, divertía el que podían tener, fiados en su mucho recato y bien entendimiento, mas no tanto que no anduviesen hechos vigilantes espías de su honor. Sucedió que una noche de las muchas que a don Diego le amanecían a las puertas de Laura, viendo que no le daban lugar para decir su pasión trajo a la calle un criado que con un instrumento fuese tercero della, por ser su dulce y agradable voz de las buenas de la ciudad, procurando declarar en un romance su amor y los celos que le daba un caballero muy querido de los hermanos de Laura y que por este respeto entraba a menudo en su casa. En fin, el músico, después de haber templado, cantó el romance siguiente: Si el dueño que elegiste, altivo pensamiento, reconoce obligado otro dichoso dueño, ¿por qué te andas perdido, sus pisadas siguiendo, sus acciones notando, su vista pretendiendo?¿De qué sirve que pidas ni su favor al Cielo, ni al Amor imposibles ni al tiempo sus efectos?¿Por qué a los celos llamas, si sabes que los celos en favor de lo amado imposibles han hecho? Si a tu dueño deseas ver ausente, eres necio; que por matar matarte no es pensamiento cuerdo.
Si a la discordia pides que haga lance en su pecho, bien ves que a los disgustos los gustos vienen ciertos. Si dices a los ojos digan su sentimiento, ya ves que alcanzan poco, aunque más miren tiernos. Si quien pudiera darte en tus males remedio, que es amigo piadoso siempre agradecimiento, también preso le miras en ese ángel soberbio, ¿Cómo podrá ayudarte en tu amoroso intento? Pues si de tus cuidados, que tuvieras por premio si tu dueño dijera: «De ti lástima tengo», Miras tu dueño, y miras sin amor a tu dueño, y aun este desengaño no te muda el intento, a Tántalo pareces, que el cristal lisonjero casi en los labios mira y nunca llega a ellos. ¡Ay Dios, si merecieras por tanto sentimiento algún fingido engaño, porque tu muerte temo! Fueran de Purgatorio tus penas; pero veo que son, sin esperanza, las penas del Infierno. Mas, si elección hiciste, morir es buen remedio, que volver las espaldas será cobarde hecho.
Escuchando estaba Laura la música desde el principio della por una menuda celosía, y determinó a volver por su opinión, viendo que la perdía en que don Diego por sospechas, como en sus versos mostraba, se la quitaba; y así, lo que el amor no pudo hacer hizo este temor de per der su crédito, y aunque batallando su vergüenza con su amor, se resolvió a volver por sí, como lo hizo, pues, abriendo la ventana, le dijo: —Milagro fuera, señor don Diego, que siendo amante no fuerais celoso, pues jamás se halló amor sin celos. Mas son los que tenéis tan falsos que me han obligado a lo que jamás pensé, porque siento mucho ver mi fama en lenguas de la poesía y en las cuerdas de ese laúd, y lo que peor es, en boca de ese músico, que, siendo criado, será fuerza ser enemigo. Yo no os olvido por nadie; que si alguno en el mundo ha merecido mis cuidados sois vos, y seréis el que me habéis de merecer, si por ello aventurase la vida. Disculpe vuestro amor mi desenvoltura, y el verme ultrajar mi atrevimiento; y tenelde desde hoy para llamaros mío, que yo me tengo por dichosa en ser vuestra. Y credme que no dijera esto si la noche con su obscuro manto no me escusara la vergüenza y colores que tengo en decir estas verdades, engendradas desde el día en que os vi y nacidas en esta ocasión, donde han estado desde entonces sin haberlas oído ninguno sino vos, porque me pesara que nadie fuera testigo dellas sino el mismo que me obliga a decillas. Pidiendo licencia a su turbación, el más alegre de la tierra, quiso responder y agradecer a Laura el enamorado don Diego, cuando sintió abrir las puertas de la propria casa y saltearse tan brevemente de dos espadas, que a no estar prevenido y sacar [también] el criado la suya pudiera ser que no le dieran lugar para llevar su deseos amorosos adelante. Laura que vio el suceso y conoció a sus dos hermanos, temerosa de ser sentida cerró la ventana y se retiró a su aposento, acostándose más por disimular que por desear el reposo. Fue, pues, el caso que como don Alejandro y don Carlos oyesen la música se levantaron a toda priesa y salieron, como he dicho, con las espadas desnudas en las manos; las cuales fueron, sino más valientes que las de don Diego y su criado, a lo menos más dichosas, pues, saliendo herido de la pendencia, hubo de retirarse quejándose de su desdicha. Aunque más justo fuera llamarla ventura, pues fue fuerza que supiesen sus padres la causa, y viendo lo que su hijo granjeaba con tan noble casamiento, sabiendo que era este su deseo, pusieron terceros que lo tratasen con su padre de Laura. Y cuando pensó la hermosa Laura que las enemistades serían causa de eternas discordias, se halló esposa de don Diego. ¿Quién verá este dichoso suceso y considerare el amor de don Diego, sus lágrimas, sus quejas y los ardientes deseos de su corazón, que no tenga a Laura por muy dichosa? ¿Quién duda que dirán los que tienen en esperanzas sus pensamientos, «¡Oh, quién fuera tan venturoso que mis cosas tuvieran tan dichoso fin como el desta noble dama!». Y más las mujeres, que no miran en más inconvenientes que su gusto. Y de la misma suerte, ¿quién verá a don Diego gozar en Laura un asombro de hermosura, un estremo de riqueza, un colmo de entendimiento y un milagro de amor, que no diga que no crio otro más dichoso el Cielo? Pues por lo menos, estando las partes en todo tan iguales, ¿no será fácil de creer que este amor había de ser eterno? Y lo fuera, si Laura no fuera como hermosa desdichada, y don Diego como hombre mudable, pues a él no le sirvió el amor contra el olvido ni la nobleza contra el apetito, ni a ella le valió la riqueza contra la desgracia, la hermosura contra el desprecio, la discreción contra el desdén ni el amor contra la ingratitud, bienes que en esta edad cuestan mucho y se estiman en poco. ¿Qué le faltaba a Laura para ser dichosa? Nada, sino haberse fiado de Amor y creer que era poderoso para vencer los mayores imposibles; que harto lo era pedir a un hombre firmeza. Fue el caso que don Diego antes que amase a Laura había empleado sus cuidados en Nise, gallarda dama de Nápoles, si no de lo mejor della, por lo menos no era de lo peor, ni sus partes tan faltas de bienes de naturaleza y fortuna que no la diese muy levantados pensamientos, más de lo que su calidad merecía, pues los tuvo de ser mujer de don Diego, y a ese título le había dado todos los favores que pudo y él quiso. Pues como los primeros días y aun meses de casado se descuidase de Nise, [que todo cansa a los hombres,] procuró con las veras posibles saber la causa, y diose en eso tal modo en saberla que no faltó quien se lo dijo todo; demás que, como la boda había sido pública y don Diego no pensaba ser su marido, no se recató de nada. Sintió Nise con grandísimo estremo ver casado a don Diego, mas al fin era mujer y con amor, que siempre olvidan agravios, aunque sea a costa de su opinión. Procuró gozar de don Diego, ya que no como marido, a lo menos como amante, pareciéndole no poder vivir sin él, y para conseguir su propósito solicitó con palabras y obligó con lágrimas a que don Diego volviese a su casa, que fue la perdición de Laura; porque Nise supo con tantos regalos enamorarle de nuevo, que ya empezó Laura a ser enfadosa como propria, cansada como celosa y olvidada como aborrecida. Porque don Diego amante, don Diego solícito, don Diego porfiado, y finalmente don Diego que decía a los principios ser el más dichoso del mundo, no sólo negó todo esto, mas se negó a sí mismo lo que se debía, pues los hombres que desprecian tan a las claras están dando alas al agravio, y llegando un hom bre a esto, cerca está de perder el honor. Empezó a ser ingrato faltando a la cama y mesa; libre en no sentir los pesares que daba a su esposa, desdeñoso en no estimar sus favores, y su desprecio en decir libertades, pues es más cordura negar lo que se hace, que decir lo que no se piensa. ¿Qué espera un hombre que hace tales desaciertos? No se sí diga que su afrenta. Pues como Laura conoció tantas novedades en su esposo empezó con lágrimas a mostrar sus pesares y con palabras a sentir sus desprecios, y en dándose una mujer por sentida de los desconciertos de su marido, dese por perdida. Pues como era fuerza decir su sentimiento, daba causa a don Diego para no sólo tratarla mal de palabra, mas a poner las manos en ella. Sólo por cumplimiento iba a su casa la vez que iba: tanto la aborrecía y desestimaba, pues le era el verla más penoso que la muerte. Quiso Laura saber la causa destas cosas, y no faltó quien le dio larga cuenta de ellas. Lo que remedió Laura en saber las suyas fue el sentirlas más viéndolas sin remedio, pues no le hay cuando las voluntades dan traspié, que por eso dice el proverbio moral: «No hay voluntad, si se trueca, que vuelva a su ser primero», pues si el remedio no viene de la parte que hace el daño no hay cura en tan grande mal, y por la mayor parte los enfermos de amor pocos o ningunos desean ser sanos. Lo que ganó Laura en darse por entendida de las libertades de don Diego
fue darle ocasión para perder más la vergüenza y irse más desenfrenadamente tras sus deseos; que no tiene más recato el vicioso que hasta que es su vicio público. Vio Laura a Nise en una iglesia, y con lágrimas le pidió desistiese de su pretención, pues con ella no aventuraba más que perder la honra y ser causa de que ella pa sase mala vida. Nise, rematada de todo punto, como mujer que ya no estimaba su fama ni temía caer en más bajeza que en la que estaba, respondió a Laura tan desabridamente que con lo mismo que pensó la pobre dama remediar su mal y obligarla, con eso la dejó más sin remedio y más resuelta a seguir su amor con más publicidad. Perdió de todo punto el respeto a Dios y al mundo, y si hasta allí con recato enviaba a don Diego papeles, regalos y otras cosas, ya sin él ella y sus criadas le buscaban, siendo estas libertades para Laura nuevos tormentos y fierísimas pasiones; pues ya vía en sus desventuras menos remedio que primero. Pasaba sin esperanzas la más desconsolada vida que decir se puede. Tenía, en fin, celos, ¡qué milagro!, como si dijésemos rabiosa enfermedad. Notaba su padre y hermanos su tristeza y deslucimiento, y viendo la perdida hermosura de Laura vinieron a rastrear lo que pasaba y los malos pasos en que andaba don Diego, y tuvieron sobre el caso muchas rencillas y disgustos, hasta llegar a pesadumbres declaradas. Desta suerte pasó la hermosa Laura algunos días, siendo mientras más pasaban más las libertades de su marido y menos su paciencia. Como no siempre se pueden llorar desdichas, quiso una noche que la tenían bien desvelada sus cuidados y la tardanza de don Diego, cantando divertirlas (si se puede creer que se divierten, que yo pienso que se aumentan), y no dudando que estaría don Diego en los brazos de Nise, tomó una arpa, en que las señoras italianas son muy diestras, y unas veces llorando y otras cantando, disimulando el nombre de don Diego con el de Albano, cantó así: ¿Por qué, tirano Albano, si a Nise reverencias y a su hermosura ofreces de tu amor las finezas; por qué, si de sus ojos está tu alma presa, y a los tuyos su cara es imagen tan bella; por qué, si en sus cabellos la voluntad enredas, y ella a ti agradecida con voluntad te premia; por qué, si de su boca, caja de hermosas perlas, gustos de amor escuchas con que tu gusto aumentas, a mí, que por quererte padezco inmensas penas, con deslealtad y engaños me pagas mis firmezas?
Y ¿por qué, si a tu Nise das del alma las veras, a mí, que me aborreces, no me das muerte fiera, y, ya que me fingiste amorosas ternezas, dejárasme vivir en mi engaño siquiera? Emplearas tu gusto tu memoria y potencias, en adorarla, ingrato, y no me lo dijeras. ¿No ves que no es razón acertada ni cuerda despertar a quien duerme, y más si, amando, pena? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué remedio me queda, para que el alma mía a este su cuerpo vuelva? Dame el alma, tirano. Mas ¡ay, no me la vuelvas! Que más vale que el cuerpo por esta causa muera. Mas ¡ay, que si en tu pecho la de tu Nise encuentra, aunque inmortal, es cierto que se quedara muerta! ¡Piedad, Cielos, que muero! Mis celos me atormentan: yelo que abrasa el alma, fuego que el alma yela. ¡Mal haya, amén, mil veces, Celio tirano, aquella que en prisiones de amor prender su alma deja! Lloremos, ojos míos, tantas lágrimas tiernas que del profundo mar se cubran las arenas, y al son de aquestos celos Instrumento de quejas,
cantaremos llorando lastimosas endechas. Oíd atentamente, nevadas y altas peñas, y vuestros ecos claros me sirvan de respuesta. Escuchad, bellas aves, y con arpadas lenguas ayudaréis mis celos con dulces cantilenas. Mi Albano adora a Nise y a mí penas me deja; éstas sí son pasiones y aquéstas sí son penas. Su hermosura divina amoroso celebra, y por cielos adora papeles de su letra. Qué dirás, Adriadna, que lloras y lamentas de tu amante desvíos, sinrazones y ausencias? Y tú, afligido Feníceo, aunque tus carnes veas con tal rigor comidas por el águila fiera; y si, atado al Caucaso, padeces, no lo sientas; que mayor es mi daño, más fuertes mis sospechas. Desdichado Exión, no sientas de la rueda el penoso ruido, por que mis penas sientas. Tántalo, que a las aguas, sin que gustarlas puedas llegas, y no la alcanzas, pues huye si te acercas: Vuestras penas son pocas, aunque más se encarezcan, pues no hay dolor que valga, si no es que celos sean. ¡Ingrato! ¡Plegue al Cielo que con los celos te veas
rabiando como rabio, y que cual yo padezcas! Y esta enemiga mía tantos te dé, que seas un Midas de cuidados, como él de las riquezas. ¿A quién no enterneciera Laura con quejas tan dulces y bien sentidas sino a don Diego, que se preciaba de ingrato? El cual entrando al tiempo que ella llegaba con sus endechas a este punto, y las oyese y entendiese el motivo dellas, desobligado con lo que pudiera obligarse y enojado de lo que fuera justo agradecer y estimar, empezó a maltratar a Laura de palabra, diciéndolas tales y tan pesadas que la obligó a que, vertiendo cristalinas corrientes por su divino rostro, le dijese: —¿Qué es esto, ingrato? ¿Cómo das tan largas alas a la libertad de tu mala vida, que sin temor del Cielo ni respeto te enfades de lo que fuera justo alabar? Córrete de que el mundo entienda y la ciudad murmure tus vicios, tan sin rienda que parece que estás despertando con ellos tu afrenta y mis deseos. Si te pesa de que me queje de ti, quítame la causa que tengo para hacerlo o acaba con mi cansada vida, ofendida de tus maldades. ¿Así tratas mi amor? ¿Así estimas mis cuidados? ¿Así agradeces mi sufrimiento? Haces bien, pues no tomo a la causa destas cosas y la hago entre mis manos pedazos. ¡Ay de mí, que a tal desdicha he venido! Y digo mal decir «¡Ay de mí!», pues fuera más acertado decir «¡Ay de ti!», que vas con tus maldades despertando la venganza que el Cielo te ha de dar y abriendo camino para tu perdición, pues Dios se ha de cansar de sufrirte y el mundo de tenerte. Tomen escarmiento en mí las mujeres que se dejan engañar de promesas [de hombres], pues pueden considerar que si han de ser como tú, que más se ponen a perder que a vivir. ¿Qué espera un marido que hace lo que tú, sino que su mujer, olvidando la obligación de su honor, se le quite? No porque yo lo he de hacer, aunque más ocasiones me des; que el ser quien soy y el grande amor que por mi desdicha te tengo no me darán lugar; mas temo que has de darle a los viciosos como tú para que pretendan lo que tú desprecias, y a los maldicientes y murmuradores para que lo imaginen y digan. Pues ¿quién verá una mujer como yo y un hombre como tú, que no tengan tanto atrevimiento como tú descuido? Palabras eran éstas para que don Diego, abriendo los ojos de el alma y del cuerpo, viese la razón de Laura; pero como tenía tan llena el alma de Nise como disierta de su obligación, acercándose más a ella y encendido en una tan infernal cólera, que le empezó a arrastrar por los cabellos y maltratar de manos, tanto que las perlas de sus dientes presto tomaron forma de corales, bañados en la sangre que empezó a sacar en las crueles manos; y no contento con esto, sacó la daga para salir con ella de yugo tan pesado como el suyo, a cuya acción las criadas, que estaban procurando apartarle de su señora, alzaron las voces, dando gritos llamando a su padre y hermanos, que desatinados y coléricos subieron al cuarto de Laura, y viendo el desatino de don Diego y a la dama bañada en sangre, creyendo don Carlos que la había herido, arremetió a don Diego, y quitándole la daga de la mano, se la iba a meter por el corazón, si el arriesgado mozo, viendo su manifiesto peligro, no se abrazara con don Carlos, y Laura haciendo lo mismo le pidiera que se reportase, diciendo:
—¡Ay hermano, mira que en esa vida está la de tu triste hermana! Reportose don Carlos, y metiéndose su padre por medio apaciguó la pendencia. Y volviéndose a sus aposentos, temiendo don Antonio que si cada día había de haber aquellas ocasiones sería perderse, se determinó no ver por sus ojos tratar mal una hija tan querida. y así, otro día tomando su casa, hijos y hacienda se fue a Piedrablanca, dejando a Laura en su desdichada vida, tan triste y tierna de verlos ir, que le faltó poco para perderla. Causa por que, oyendo decir que en aquella tierra había mujeres que obligaban con fuerza de hechizos a que hubiese amor, viendo cada día el de su marido en menoscabo, pensando remediarse por este camino encargó que le trajesen una. Hay en Nápoles en estas supersticiones tanta libertad que públicamente se usan, haciendo tantas y con tales apariencias de verdades, que casi obligan a ser creídas; y aunque los confesores y el Virrey andan en esto solícitos, como no hay freno de la Inquisición, los demás castigos no los amedrentan. No fue perezoso el tercero a quien Laura encargó que le trajese la embustera, y así, vino una, a quien la hermosa Laura, después de obligarla con dádivas (sed de semejantes mujeres), enterneció con lágrimas y animó con promesas, contándole sus desdichas. Y en tales razones le pidió lo que deseaba: —Amiga: si tú haces que mi marido aborrezca a Nise y vuelva a tenerme el amor que al principio de mi casamiento me tuvo, cuando él era más leal y yo más dichosa, tú verás en mi agradecimiento y liberal satisfación de la manera que estimo tal bien, pues pensaré que quedo corta con darte la mitad de toda mi hacienda. Y cuando esto no baste, mide tu gusto con mi necesidad y señálate tú misma la paga deste beneficio; que si lo que yo poseo es poco, me venderé para satisfacerte. La mujer asegurando a Laura de su saber contando milagros en sucesos ajenos, facilitó tanto su petición que ya Laura se tenía por segura. A la cual la mujer dijo que había menester (para ciertas cosas que había de aderezar para traer consigo en una bolsilla) barbas, cabellos y dientes de un ahorcado, las cuales reliquias con las demás cosas harían que don Diego mudase la condición de suerte que se espantaría; y que la paga no quería que fuese de más valor que conforme a lo que le sucediese. —Y creed, señora —decía la falsa enredadora—, que no bastan hermosuras ni riquezas a hacer dichosas sin ayudarse de cosas semejantes a éstas; que si supieses las mujeres que tienen paz con sus maridos por mi causa desde luego te tendrías por dichosa y asegurarías tus temores. Confusa estaba Laura viendo que le pedía una cosa tan difícil para ella, pues no sabía el modo como viniese a sus manos, y así, dándole cien escudos en oro, le dijo que el dinero todo lo alcanzaba; que los diese a quien le trajese aquellas cosas. A lo cual replicó la taimada hechicera (que con esto quería entretener la cura para sangrar la bolsa de la dama y encubrir su enredo) que ella no tenía de quien fiarse, demás que estaba la virtud en que ella lo buscase y se lo diese. Y con esto, dejando a Laura en la tristeza y confusión que se puede pensar, se fue.Pensando estaba Laura en cómo podía buscar lo que la mujer pedía, y hallando por todas partes muchas dificultades, el remedio que halló fue hacer dos ríos caudalosos sus
hermosos ojos no hallando de quien fiarse, porque le parecía que era afrenta que una mujer como ella anduviese en tan civiles cosas. Con estos pensamientos no hacía sino llorar; y hablando consigo misma decía, asidas sus manos una con otra: —¡Desdichada de ti, Laura, y cómo fueras más venturosa si como le costó tu nacimiento la vida a tu madre, fuera también la tuya sacrificio de la muerte! ¡Oh amor, enemigo de las gentes, y qué de males han venido por ti al mundo, y más a las mujeres, que como en todo somos las más perdidosas y las más fáciles de engañar, parece que sólo contra ellas tienes el poder, o por mejor decir, el enojo! No sé para qué el Cielo me crio hermosa, noble y rica, si todo había de tener tan poco valor contra la desdicha, sin que tantos dotes de naturaleza y Fortuna me quitasen la mala estrella en que nací. O, ya que lo soy, ¿para qué me guarda la vida, pues tenerla un desdichado más es agravio que ventura? ¿A quién contaré mis penas que me las remedie? ¿Quién oirá mis quejas que se enternezca? Y ¿quién verá mis lágrimas que me las enjugue? Nadie por cierto, pues mi padre y hermanos por no oírlas me han desamparado, y hasta el Cielo, consuelo de los afligidos, se hace sordo por no dármele. ¡Ay don Diego, y quién pensara [tal]? Mas sí debiera pensar si mirara que eres hombre, cuyos engaños quitan el poder a los mismos demonios, y hacen ellos lo que los ministros de maldades dejan de hacer. ¿Dónde se hallará un hombre verdadero? ¿En cuál dura la voluntad un día, y más si se ven queridos? ¡Mal haya la mujer que en ellos cree, pues al cabo hallará el pago de su amor, como yo le hallo! ¿Quién es la necia que desea casarse, viendo tantos y tan lastimosos ejemplos? ¿Cómo es mi ánimo tan poco, mi valor tan afeminado y mi cobardía tanta, que no quito la vida, no sólo a la enemiga de mi sosiego, sino al ingrato que me trata con tanto rigor? Mas ¡ay, que tengo amor, y en lo uno temo perderle y en lo otro enojarle! ¿Por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? El alma ¿no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza no os burlaríais como os burláis; y así, por tenernos sujetas desde que nacemos vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas y por libros almohadillas. Mas ¡triste de mí! ¿De qué sirven estos pensamientos, pues ya no sirven para remediar cosas tan sin remedio? Lo que ahora importa es pensar cómo daré a esta mujer lo que pide. Diciendo esto, se ponía a pensar qué haría, y luego volvía de nuevo a sus quejas. Quien oyere las que está dando Laura, dirá que la fuerza de Amor está en su punto, mas aún faltaba otro estremo mayor; y fue que viendo cerrar la noche, y viendo ser la más escura y tenebrosa que en todo aquel invierno había hecho, posponiendo a su pretención su opinión, sin mirar a lo que se ponía y lo que aventuraba si don Diego venía y la hallaba fuera, diciendo a sus criadas que si venía le dijesen que estaba en casa [de] alguna de las muchas señoras que había en Nápoles, poniéndose un manto de una dellas, con una pequeña linternilla se puso en la calle y fue a buscar lo que ella pensaba había de ser su remedio.
Hay en Nápoles, como una milla apartada de la ciudad, camino de Nuestra Señora del Arca (imagen muy devota de aquel reino), y el mismo por donde se va a Piedra Blanca, como un tiro de piedra del camino real, a un lado dél, un humilladero de cincuenta pies de largo y otros tantos en ancho, la puerta del cual está hacia el camino, y enfrente della un altar con una imagen pintada en la misma pared. Tiene el humilladero estado y medio de alto, el suelo es una fosa de más de cuatro en hondura, que coge toda la dicha capilla, y sólo queda al rededor un poyo de media vara de ancho, por el cual se anda todo el humilladero. A estado de hombre, y menos, hay puestos por las paredes unos garfios de hierro en los cuales cuelgan a los que ahorcan en la plaza, y como los tales se van deshaciendo caen los huesos en aquel hoyo, que, como está sagrado, les sirve de sepultura. Pues a esta parte tan espantosa guio sus pasos Laura, donde a la sazón había seis hombres que por salteadores habían ajusticiado pocos días había; la cual llegando a él, con ánimo increíble (que se lo daba Amor) [entró dentro], tan olvidada del peligro cuanto acordada de sus fortunas, pues no temía, cuando no la gente con quien iba a negociar, el caer dentro de aquella profundidad, donde si tal fuera jamás se supiera della.Ya he contado como el padre y hermanos de Laura, por no verla mal tratar y ponerse en ocasión de perderse con su cuñado, se habían retirado a Piedrablanca, donde vivían, si no olvidados della, a lo menos desviados de verla Estando don Carlos acostado en su cama, al tiempo que llegó Laura al humilladero despertó con riguroso y cruel sobresalto, dando tales voces que parecía se le acababa la vida. Alborotose la casa, vino su padre y acudieron sus criados. Todos confusos y turbados, solenizando su dolor con lágrimas le preguntaban la causa de su mal, la cual estaba escondida aun a el mismo que padecía. El cual vuelto más en sí, levantándose de la cama y diciendo «¡En algún peligro está mi hermana!», se comenzó a vestir a toda diligencia, dando orden a un criado para que luego al punto le ensillasen un caballo, el cual apercebido, saltó en él, y sin querer aguardar que le acompañase ningún criado, a todo correr dél partió la vía de Nápoles con tanta priesa que a la una se halló enfrente del humilladero, donde paró el caballo de la misma suerte que si fuera de piedra. Procuraba don Carlos pasar adelante, mas era porfiar en la misma porfía, porque atrás ni adelante era imposible volver; antes, como arrimándole la espuela quería que caminase, el caballo daba unos bufidos que espantaba. Viendo don Carlos tal cosa y acordándose del humilladero, volvió a mirarle, y como vio luz (que salía de la linterna que su hermana tenía) pensó que alguna hechicería le detenía, y deseando sa berlo de cierto, probó si el caballo quería caminar hacia allá; y apenas hizo la acción cuando el caballo sin apremio ninguno hizo la voluntad de su dueño, y llegando a la puerta con la espada en la mano, dijo: —Quien quiera que sea quien está ahí dentro, salga luego fuera; que si no lo hace, por vida del Rey que no me he de ir de aquí hasta que con la luz de el día vea quién es y qué hace en tal lugar. Laura, que en la voz conoció a su hermano, pensando que se iría y mudando cuanto pudo la suya, le respondió: —Yo soy una pobre mujer que por cierto caso estoy en este lugar. Pues no os importa el saber quién soy, por amor de Dios que os vais. Y creed que si porfiáis en aguardar me arrojaré en esta sepultura, aunque piense perder la vida y el alma.
No disimuló Laura tanto la habla que su hermano (que no la tenía tan olvidada como ella pensó), dando una gran voz acompañada con un suspiro, dijo: —¡Ay hermana, grande mal hay, pues tú estás aquí! Sal fuera, que no en vano me decía mi corazón este suceso. Pues viendo Laura que ya su hermano la había conocido, con el mayor tiento que pudo, por no caer en la fosa, salió arrimándose a las paredes, y tal vez a los mismos ahorcados, y llegando donde su hermano lleno de mil pesares la aguardaba, y no sin lágrimas, se arrojó en sus brazos, y apartándose a una parte supo de Laura en breves razones la ocasión que había tenido parar venir allí, y ella dél la que le había traído a tal tiempo. Y el remedio que don Carlos tomó fue ponerla sobre su caballo y, subiendo asimismo él, dar la vuela a Piedra Blanca, teniendo por milagrosa su venida; y lo mismo sintió Laura, mirándose arrepentida de lo que había hecho. Cerca de la mañana llegaron a Piedra Blanca, donde, sabido de su padre el suceso, haciendo poner un coche y metiéndose en él con sus hijos y hija se vino a Nápoles, y derecho al palacio del Virrey, a cuyos pies arrodillado, le dijo que para contar un caso portentoso que había sucedido le suplicaba mandase venir allí a don Diego Pinatelo su yerno, porque importaba a su autoridad y sosiego. Su Excelencia lo hizo así, y como llegase don Diego a la sala del Virrey y hallase en ella a su suegro, cuñados y mujer, quedó absorto, y más cuando Laura en su presencia contó al Virrey lo que en este caso queda escrito, acabando la plática con decir que ella estaba desengañada de lo que era el mundo y los hombres, y que, así, no quería más batallar con ellos, porque cuando pensaba lo que había hecho y dónde se había visto no acababa de admirarse, y que, supuesto esto, ella se quería entrar en un monasterio, sagrado poderoso para valerse de las miserias a que las mujeres están sujetas. Oyendo don Diego esto y llegándole al alma el ser causa de tanto mal, en fin, como hombre bien entendido, estimando en aquel punto a Laura más que nunca y temiendo que ejecutase su determinación, no esperando él por sí alcanzar della cosa ninguna, según estaba agraviada, tomó por medio al Virrey, suplicándole pidiese a Laura que volviese con él, prometiendo la enmienda de allí adelante. Hízolo el Virrey, mas Laura, temerosa de lo pasado, no fue posible que lo acetase, antes más firme en su propósito dijo que era cansarse en vano, que ella quería hacer por Dios, que era amante más agradecido, lo que por un ingrato había hecho; con que ese mismo día se entró en la Concepción, convento nobre, rico y santo. Don Diego, desesperado, se fue a su casa y, tomando las joyas y dinero que halló, se partió sin despedirse de nadie de la ciudad, donde a pocos meses se supo que en la guerra que la majestad de Felipe Tercero tenía con el duque de Saboya había acabado la vida.